15.
Cada breve gobierno de la Sabana había favorecido sólo a unos cuantos partidarios

Cada breve gobierno de la Sabana había favorecido sólo a unos cuantos partidarios, y en la ciudad naciente se sentía zumbar la discordia. Más de dos mil varones de conquista se disputaban los indios y las tierras, los puestos oficiales y las pocas mujeres venidas de la península. El reino muisca, diezmado por la guerra, por los trabajos y por los suicidios en masa, ya estaba fragmentado en encomiendas, de modo que donde antes hubo jefes con diadema de plumas y manto de colores administrando para todos los dones del sol y de la luna, dialogando con el suelo fecundo y con la laguna donde viven las voces, ahora había un señor de casco de acero y cerco de mastines exigiendo tributos. Los muiscas trabajaban públicamente para Ursúa y para los otros encomenderos, pero persistían en secreto, ya sin oro ni esmeraldas proféticas, en sus cantos y sus ceremonias. Los recién llegados construían aprisa una ciudad, para darle a la tierra desconocida aspecto familiar. Las formas de la mazorca dorada y de la rana brillante, de los señores de piel de jaguar y de la hoguera con lenguas de oro cedían su lugar al trigal y a las piaras, a las naves en cruz y al olor matinal de la leche espumosa. Aquella aldea nacida lejos de todo y más cercana a las nubes y a las estrellas que a las regiones circundantes empezaba a sentirse un espejo del Imperio y de la época. Los que se repartieron sus fértiles leguas habían recorrido muchas regiones como navegantes y guerreros, conocían la sal del abismo y la cara de lobo de la muerte, habían destruido reinos y fundado ciudades, eran los testigos ilustres del sangriento parto de un mundo.

El clima de la Sabana produce la ilusión de estar en Europa. Su fertilidad asombrosa permitió que en poco tiempo se añadieran allí a las numerosas plantas nativas que alimentan y curan, muchas que crecen en el viejo mundo: grandes habas que limpian los riñones, y a través de las cuales, según piensan algunos, nos desvelan las almas de los muertos; garbanzos que dan energía amorosa, y que se suavizan con aceite y especias; mostaza ardiente; trigo que crece en oleadas y que es el alma del Imperio y la carne de Cristo; cebada siempre suave; coles que curan las verrugas y rábanos que chispean en la lengua; lechuga lisa y encrespada de sangre fría, que ayuda a bien dormir; cebollas afganas que añaden vida a todo y saltan como flores doradas en las cazuelas y se empozan en vino y se dejan confitar con la miel de las cañas dulces para quitar la tos; ajos de aroma profundo que limpian más que el fuego; y el numeroso santoral de las huertas que aroma y alivia el cuerpo por dentro y por fuera: algunas que crecen aquí igual que en el viejo mundo, como la romaza, la verbena, el llantén y la malva, y muchas otras traídas de España pero que ya por todas partes brotan y perfuman la mano que las toca: perejil, yerbabuena, ruda, mastuerzo, manzanilla, borrajas, bledos, albahaca, altamiza y orégano, doradillas y cardos y rosas de España, y también melones de agua, tal vez más dulces que en su tierra de origen, y zanahorias saludables al gusto y a la vista.

Muchos nostálgicos de España querían desde el comienzo convertir la Sabana en una réplica de su mundo perdido, y vieron con desgano el resto del territorio, más insano a sus ojos, más indócil, lleno de cosas que no es fácil conocer ni prever. Allá, pensaban ellos, estaban las tierras arduas y los ríos salvajes, las bestias carniceras y los pueblos rebeldes; en la Sabana estaba la tierra dócil y el clima sano, miles de servidores sujetos en las encomiendas y la Europa silvestre floreciendo bajo una llovizna otoñal.

Ursúa, a quien el destino le dio temprano más que a muchos, para después arrebatarle más que a nadie, era harto ignorante pero más curioso que un sabueso. En el tiempo que sumaba en las Indias, en sus primeros campamentos cercados de peligros, escuchó los relatos de los aventureros sujetos a su mando, y a veces ni creía los cuentos del Imperio que desovillaban sus soldados ante el crujir de las fogatas, porque él veía a Europa desde la casa de su padre, hacia atrás en los hondos linajes y alrededor en las aldeas navarras, en los puertos de los marinos vascos y en las lomas agrestes donde hablaba en francés con sus jóvenes primos.

Sólo desde las Indias fue percibiendo la magnitud del Imperio de Carlos; empezó a ver su casa de piedra de la frontera como una fortaleza diminuta entre extensísimos reinos que se odiaban, a tratar de imaginar más allá pueblos y ciudades, caminos cruzados de jabalíes y de peregrinos, de zorros y de tropas. Lejos de las tierras que fugazmente había visto, de los campanarios de Valladolid, de las severas fortalezas de Ávila, de la colmena imperial de Sevilla, imaginaba los burgos de piedra de Francia, encogidos alrededor de las piadosas iglesias, y los incontables principados de Alemania, de los que oía hablar a sus hombres, con templos góticos, vitrales resplandecientes y rebaños de tumbas de mármol, un mundo inmenso que había abandonado sin conocer y que abría a veces en las tertulias nocturnas sus puentes con leprosos, sus leyendas de sangre, sus ruinas milenarias, sus cortejos de brujas y de hadas. Yo sabía más de Europa que él, y Ursúa se asombraba de que me parecieran importantes y significativos tantos sitios y nombres que para él no tenían sentido alguno.

En la noche, al amparo de los cerros y bajo el cielo de luceros glaciales de la meseta equinoccial, dormían rostros que vigilaron al Papa cautivo en Roma y ojos que vieron a Moctezuma con su diadema inmensa de plumas de quetzal como la cola desplegada de los pavos reales. Dormían manos que anegaron de sangre a Cajamarca, brazos que marcaron con hierros al rojo vivo a nativos adolescentes en Fernandina y La Española, ojos que alcanzaron a ver los limonares de Santa María la Antigua y las anacondas gigantes erizadas de flechas en las florestas de Venezuela, sobrevivientes de las garras del tigre y de la dentellada irreversible del caimán verde.

Ursúa recordaba que entró una vez en una casa de adobe con techo de paja y encontró, instalado para siempre ante un campo de maíz con largos cercados de fique, cerca del Valle de las Lanzas de Ibagué, y bajo el cono blanquísimo del nevado, a un hombre viejo y fuerte, Blas de Miranda, que vivía feliz con una india del río y sesteaba en las tardes luminosas. Me contó que ese hombre, medio siglo atrás, había estado en la corte de Ludovico Sforza, en Italia, y allí fue amigo de un pintor que era diestro en cortar con tijeras figuras perfectas de papel, animales, objetos y perfiles humanos. Yo recordé que ésa era la pasión de mi maestro Oviedo, quien se envanecía de ser el mejor cortador de papel de toda España, y le pregunté si recordaba el nombre de aquel artista. Me respondió que, según el viejo Blas, el pintor se llamaba Leonardo, y yo me conmoví hasta el límite, no sólo por comprobar que Ursúa lo ignoraba todo del mundo, sino por el detalle abrumador de que el anciano del Valle de las Lanzas no tuviera el recuerdo de un artista genial sino del hombre más diestro y más apuesto que había visto en su vida.

Yo, que recorrí Europa en aquel tiempo, no conocí muchos hombres célebres, pero oí hablar de ellos en los cenáculos de Italia, en España y en Flandes, y aprendí de los labios de Pietro Bembo, que sabía todas las cosas, quién era quién en la tierra y el cielo. Por él tengo recuerdos de Dante y Petrarca, porque el padre de Bembo restauró a sus expensas la tumba del poeta en Ravena, y dirigió en Ferrara la publicación de los Sonetos a Laura. El cardenal Bembo me contó sonriendo anécdotas salaces del Aretino y episodios muy turbios de la vida de Benvenuto Cellini, quien acababa de esculpir un Perseo imponente para competir con el David blanco de Florencia, y cuyas manos eran hábiles por igual para socavar el mármol y para urdir el crimen.

Oyendo al cardenal pude conocer los hábitos del nepotismo romano: la costumbre de los papas de escoger temprano a quienes serán sus herederos en el trono, el modo como protegen y alimentan al gerifalte en su nido. Muchas cosas ya idas terminé viéndolas en la memoria copiosa de Bembo, como si aquel cardenal fuera mis ojos vueltos hacia el pasado. Durante su larga vida habían gobernado diez papas en Roma, desde Pablo II, que aumentó los costos de las indulgencias para sostener los gastos de sus viciosos sobrinos, hasta Pablo III, pero sólo éste último le dio el cardenalato que esperaba desde su juventud. Vi por sus ojos a Calixto III educando a su sobrino Rodrigo Borgia, que se volvería Papa a su vez con el nombre de Alejandro VI. Y sobre todo vi en su memoria a ese débil pontífice, Alejandro, y a su hijo César, a quien el hábito del mal fue afeando hasta hacerlo tan aborrecible, que al final sólo salía a las calles de noche con una tropa bestial que mataba viandantes por verlos caer. Es extraño que Bembo hubiera tenido en su adolescencia tan cercanas relaciones con esa familia, pues nadie me pareció más alejado del refinamiento intelectual que ese pontífice sombrío y ese hijo siniestro. Pero es que Alejandro era también el padre de Lucrecia, la muchacha bellísima a la que Bembo le escribió sus poemas más hermosos, la mujer que le hizo conocer un amor que después consumió su vida entera. Y, ay, Bembo no sólo vivió largo tiempo para recordar a Lucrecia, muerta temprano, sino para conocer historias escabrosas de aquella muchacha que había sido su Beatriz y su Laura, historias que el diablo se sonrojaría de oír.

Esos temas, cercanos para mí, eran indiferentes para Ursúa. Por una irónica inversión en el orden del mundo yo tenía en los reinos de Europa mi corazón y él estaba sin remedio en las Indias, como si ya supiera que éste era su destino final, que nunca más pisaría la tierra de sus mayores, que su cuerpo había sido engendrado para ser polvo y musgo del mundo nuevo. Tan joven, tan alegre, tan fuerte, no podía imaginar que moriría en las Indias; pero fue en aquellos días tempranos de la Sabana cuando oyó hablar por primera vez de las barcas de tela de araña.

«¿A dónde van los muertos de tu pueblo?», le había preguntado a Oramín, un día en que exploraban con sus navarros el Cerro de las Ardillas. Lo que intentaba saber era qué rito cumplían los muiscas con los cadáveres, pero Oramín entendió de otro modo la pregunta. «También en la muerte hay campos de labranza», le respondió, «y el que muere trabaja en sus maizales mientras cuenta otra vez las historias de cuando vivía en el mundo».

El muchacho no había visto cementerios de indios, pero tampoco había visto piras funerarias, y era evidente que el río de la llanura no arrojaba canoas con muertos al abismo del Tequendama. «Pero, los cuerpos de los muertos, ¿qué rumbo toman?», preguntó, impaciente, esperando no oír un cuento largo y ocioso.

«Cada pueblo tiene en la muerte su campo de labranzas, aunque muchas veces el que muere tiene que trabajar para otro pueblo antes de encontrar la ruta de su tierra». Ursúa sentía impaciencia cada vez que una historia carecía para él de promesas. «Para llegar al país de los padres», siguió diciendo Oramín, a quien, en cambio, le encantaban las historias largas, «hay que seguir el sonido de una flauta que nadie más oye. Pero antes hay que cruzar un río de aguas tranquilas, el río más ancho y más frío del mundo. Y en la orilla hay barcas tejidas con telas de araña».

«¿Telas de araña?», dijo Ursúa, intrigado. «El español», contestó Oramín, «debe saber que entre nosotros está prohibido matar a las arañas. Es porque en el llano de los muertos hay una araña madre con miles de hilanderas tejiendo barcas que puedan cruzar el gran río. Las barcas flotan bien, y son como capullos de mariposas; en cada una cabe sólo un viajero, y no las invade la humedad, aunque van cuajadas en los bordes de gotas de lluvia. Pero los pies de los muertos, el peso de sus ofrendas y sus armas, y el roce contra las orillas del río gasta muy pronto las telas de araña. Es por eso que las tejedoras trabajan sin descanso. El que mata una araña tendrá que esperar muchos días en la orilla la barca que lo lleve al otro lado».

«¿Cómo puedes saber eso si los muertos no vuelven a contar lo que han hecho?», le dijo Ursúa.

«Todos aquí conocen la historia de Muenqueteba», le respondió Oramín, impasible. «Era un cazador de Ubaque que mató sin saberlo a las arañas que iban a tejer su propia barca, y, aunque lleva miles de lunas esperando en la orilla, no ha visto nunca aparecer la barca que debe conducirlo al otro mundo. Cuando padecemos guerra son tantos los muertos, que tienen que esperar mucho tiempo en la orilla para cruzar el río y llegar a los cultivos donde vivirán el resto del tiempo».

«¿Pero qué llevan los muertos a ese viaje?», preguntó Ursúa, tratando de volver útil el cuento del indio.

«Armas y alimentos, porque el viaje puede ser muy largo. Hay que cazar los venados de la muerte, que son tan abundantes como los que hay aquí por el bosque. Y si el muerto tiene muchos deberes, lleva sus mujeres y sus servidores para que lo acompañen en el trabajo de las nuevas tierras». «¿Llevan objetos de oro?», dijo Ursúa, impaciente. Entonces Oramín le reveló que también en la Sabana las tumbas estaban llenas de narigueras y pectorales, de poporos y animales sagrados, y Ursúa tomó la decisión de ir con sus navarros, y con nadie más, a vaciar los sepulcros.

Por eso, una de las primeras cosas que hizo Ursúa en el altiplano fue buscar los cementerios indígenas, y no dejó después sepulcro intacto en las lomas ceremoniales de Suba ni en las dos montañas de la luna que cruzan la Sabana. Contra su voluntad, también entonces fue Oramín su informador y su guía. No me asombra que el mismo Ursúa que en Cartagena censuraba con aspereza el saqueo de tumbas de Pedro de Heredia haya olvidado tan pronto su indignación, porque precisamente ése es el efecto que obra el oro en estas conciencias. Cuando su fulgor empieza a irradiar sobre los ojos y los deseos de los conquistadores, parece borrar en ellos todas las cosas, y hace palidecer la ley y adormece la voluntad.

Fue grande el dolor de los nativos sometidos en las encomiendas al enterarse de que Ursúa estaba profanando las tumbas de sus antepasados, pero ya no estaban en condiciones de rebelarse contra una dominación cada día más arbitraria. La reacción de Oramín parecía distinta: deploró que el gobernador estuviera profanando las tumbas, pero no por los muertos sino por el propio Ursúa. «No está bien que el español atraiga sobre su cabeza las maldiciones de los antepasados», dijo. «La paz de los vivos depende de la paz de los muertos, y si se perturba su sueño y se dispersan sus huesos, muchos soplos saldrán bajo la luz de la luna a enfermar los cuerpos y a perturbar los corazones. Más grave que robar las ofrendas de los templos y los adornos de los pobladores es arrebatar sus antorchas y sus canciones a los que caminan por la noche».

Ursúa le respondió que los muertos ya no necesitaban ninguna de esas cosas, y que en cambio los vivos podían vivir mejor con ellas. Sería tonto, dijo, que sintiera miedo de los indios muertos alguien que, como él, no les temía a los vivos. Y añadió una frase atrevida: «Si no tuvieron fuerzas para quedarse, menos fuerzas tendrán para volver». Oramín le dijo que lamentaba que escogiera ser enemigo de los dioses subterráneos y de los espíritus, porque a la hora en que los hombres lo abandonaran no tendría en quien confiar. «Todos tenemos que morir», dijo Ursúa, «y cuando yo esté muerto me parecerá una necedad volver al mundo a asustar a los tontos. Tiene que haber algo mejor que hacer en esos otros reinos».

Fue en aquel saqueo de tumbas donde Ursúa obtuvo los dos mil ducados que por esos tiempos envió a su familia en Arizcún, para que los invirtieran en la modificación del castillo de Ursúa, que aún estaba en manos de su padre. Años después recordó las palabras que había cruzado con el indio, porque un informe que recibió Armendáriz antes del fin les reveló que el dinero no había sido entregado a sus parientes: los tesoreros de la casa real tomaron los ducados a modo de préstamo inconsulto para sufragar gastos de la Corona. Por años Ursúa reclamó esos dineros a la tesorería real, pero sólo la muerte lo salvó de envejecer cobrándolos. Y hay quien dice que se indispuso tanto con la Corona que estuvo tentado a participar en la rebelión de Hernández Girón en Lima, pero yo sé que Ursúa fue fiel al rey hasta el día de los aceros rojos, y la única ocasión en que vimos vacilar esa lealtad fue cuando, años después, el Perú despertó una mañana con dos virreyes. Pero ésa es otra historia.