25.
A orillas del Magdalena, la extensa sombra que había estado
recostada durante siglos
A orillas del Magdalena, la extensa sombra que había estado recostada durante siglos labró con paciencia en madera las imágenes desconocidas de un hombre y de una mujer, y las puso con calma en el río. Dicen que de allí brotaron los primeros pobladores de la región de los muzos. Después creció la población siglo a siglo, hasta ocupar todas las orillas del río y las vertientes y las sierras. La provincia de llanuras boscosas y de lomas ardientes era poco fértil y parecía pobre, pero ocultaba sus caudales. Fue de los españoles el capitán Lanchero el último que intentó someter esas tierras difíciles para los humanos y casi imposibles para los caballos. Volvió con las tropas diezmadas y un flechazo en el pecho.
Pero años atrás, cuando partió Jiménez de Quesada a comprar en España títulos y trajes, Hernán Pérez, su hermano, el mejor jinete que hubo en el reino antes de Ursúa, quebró los tobillos de sus caballos árabes tratando de entrar en aquel territorio que los nativos protegían con la vida. Cruzó entre los dos montes de Furatena, que según unos pueblos son los pechos de la mujer que dio a luz al mundo, y que según otros son los túmulos de Fura y de Tena, las criaturas talladas en madera por el ser de grandes alas de sombra: los padres de la humanidad. A los dos montes cortados de tajo por el centro los separa un río que los indios llaman Zarbi, y que en tiempos antiguos fue el muchacho de origen desconocido que separó a los amantes.
Hernán Pérez no estaba interesado en historias de amor de los indios, y no quiso escuchar al anciano que le contaba cómo Tena se dio la muerte después de ser traicionado, y Fura lo sostuvo en sus brazos hasta que vino el amante, convertido en río, a separados. Si hubiera oído la historia se habría enterado de que los gritos de Fura hicieron volar en forma de grandes mariposas azules a los espíritus de la selva, y que sus lágrimas se convirtieron en piedras verdes. Pero cuando el anciano lo dijo ya Hernán Pérez de Quesada iba lejos en su caballo fino, tratando de invadir el país de los muzos para descubrir qué era lo que ocultaban. Ese es el error de los que no saben escuchar las historias: a menudo los oídos ven mejor que los ojos. Pérez logró entrar unas leguas sangrientas pero al final fracasó también, y eso ocurrió antes de que lo enloqueciera la búsqueda de la Casa del Sol, donde se forja el oro; antes de su expedición suicida orillando los llanos inmensos; antes de cometer la crueldad de cortar la cabeza del zaque Aquimín, como si una cabeza sin cuerpo pudiera confesar dónde estaba El Dorado; antes de que todas esas hazañas malignas recibieran como premio la diadema de un rayo.
Era un guerrero joven, un precursor de Ursúa, apuesto y cruel. Y la señora de las tierras altas, a quien por costumbre los indios llamaban Furatena como a todas las cacicas de su estirpe, lo pretendió para esposo. Pérez la desdeñó, porque no quería gobernar sino avasallar el país de los muzos, pero encontró que éstos eran los guerreros más indomables del reino. Más astutos que los otros nativos, se valían de trampas disimuladas en la tierra y erizadas de púas venenosas, atacaban de pronto, se escondían en fortificaciones, y cuanto más amparaban la tierra, más sospechaban los españoles que algo muy importante estaban protegiendo, y más intentaban penetrar en su mundo.
Después del repliegue de Pérez de Quesada, los cabildos enviaron a Diego Martínez para que descubriera por fin qué ocultaban los muzos detrás de sus empalizadas de lanzas y sus lluvias de flechas. Y Diego Martínez padeció la guerra pertinaz de estos pueblos que atacan por oleadas, de modo que cuando uno cree que ha terminado la batalla, la batalla apenas comienza. De poco sirven los caballos por sus breñales ásperos, y ni siquiera los perros logran mucho entre el monte enmarañado. Los muzos, además de ser ágiles, son innumerables, arrecian sin cesar sobre los invasores y disparan con tal violencia sus flechas que nada les resiste: donde tocan penetran profundamente.
En medio del más duro de los combates, mientras su tropa resistía la carga redoblada de los flecheros indios, un soldado español, esquivando dardos y piedras se refugió en un socavón y descubrió el secreto: junto a la tierra negra y húmeda había cántaros de arcilla con muchas piedras verdes de cristal. Tomó varias de ellas, se las guardó en su alforja, y volvió a unirse a sus compañeros sin comentar el hallazgo. Los españoles habían matado más de quinientos hombres pero llevaban treinta de los suyos muertos por flechas y por lanzas, y muchos más soldados y caballos y perros heridos, de modo que Martínez ordenó retirarse. Contra las tropas que retrocedían arrastrando sus heridos y dejando en el campo los animales agonizantes, los muzos arremetieron con furia, bajo el mando de Itoco, el más poderoso de sus capitanes, que llamaba a hostigarlas y expulsarlas para siempre. Esa altivez de un jefe despertó otra equivalente:
Martín de Oñate gritó a las tropas españolas que continuaran el repliegue mientras él les cubría la retirada, y combatió como un león, y murió bañado en sangre y más cubierto de flechas que san Sebastián. Había venido con Federmán de Maracaibo.
De combatir un poco más habrían prevalecido, porque los muzos estaban en el límite de su resistencia, pero regresaron deshechos. Juan de Penagos, que así se llamaba el soldado, sólo al llegar a Vélez reveló el secreto de las piedras, y los conquistadores comprendieron que de verdad los muzos cuidaban un tesoro: las más ricas minas de esmeraldas del Nuevo Mundo, los yacimientos de donde salieron las joyas de los zipas y los zaques y las grandes piedras proféticas del Templo del Sol. Martínez asoció este descubrimiento con un rumor que andaba por las villas desde hacía algún tiempo, y es que los muiscas de la Sabana, intercambiando bienes con las regiones vecinas, habían recibido tiempo atrás en Vélez unas gallinas que al ser sacrificadas traían el buche lleno de piedrecitas verdes. Hubo quien dijo que en algún lugar cercano habría minas de esmeraldas, recordando la gran cantidad que encontraron los primeros saqueadores del reino, y las piedras enormes que adornaban el templo, y que los aventureros alcanzaron a robar cuando empezaba el prolongado incendio. Ahora estaba descubierto el secreto, y el conocimiento de las piedras era ya perdición para los muzos: tarde o temprano la codicia entraría por ellas.
Meses después la región estaba asediada de traficantes que atormentaban a los indios para averiguar en dónde se escondían los yacimientos. Acosados, los muzos empezaron a hostigar a las expediciones. Núñez Pedrozo sostenía que sólo de esas minas pudo haber salido el racimo de piedras del collar de Atahualpa, que arrebataron un día las zarpas de Pizarro dejando líneas de sangre en su pecho, las más grandes y bellas esmeraldas que hubieran enlazado los artesanos incas. Y, según escuchó Ursúa en su campaña, los chamanes de Iraca celebraban esos racimos de luz verde en canciones que se iban desgranando como letanías. No recordaba el canto, pero yo después oí por sierras de Coscuez (y sin contar que había sido amigo de Ursúa, para no despertar la ira de sus víctimas), esos pregones de indios que hablan de destellos de agua y de esponjas de musgo, que nombran en una sola frase la quietud de los montes y de los grandes lagartos, que son oración y amenaza, y llevan el agua hirviente de las profundidades y el ojo rayado de la culebra, y recogen la luna y el cuello de la iguana, las hojas que vuelan y las piedras que caen, en un canto precioso y triste como el ala muerta de un escarabajo.
No sé si los lenguas podrán de verdad traducir esos cantos, que difícilmente pueden decirse en el idioma de España, porque se convierten en frases confusas como cuernos de lluvia o escamas de sueño o semillas de miedo. Oigo decir que dan la misma embriaguez del bejuco sagrado y adormecen la lengua como el verde mambe que mezclan en el norte con cal de conchas y en el sur con ceniza de yarumo; y que los cantores los siguen recitando dormidos, como rezos que cubren con caparazones de tortuga, que muelen largo con colmillos de agua, con voz ronca de árboles que viajan de noche.
Vinieron más expediciones, los muzos retrocedieron, cediendo los primeros yacimientos de la montaña, y los invasores convirtieron a los indios en bestias de carga. Sólo bajo las Nuevas Leyes empezaron a cambiar por mulas a los cargadores, y Vélez creció y prosperó, con recuas de mulas llevando su botín de cristales. Pero crecía el odio de los nativos, al ver cómo se cerraba el cerco español. Su territorio verde iba siendo cortado por todos los costados. Llenos de ira ocuparon los caminos, invadieron los pueblos, arrojaron aludes de piedras sobre las tropas invasoras desde los pasos altos, les dispararon piedras rabiosas que abollaban cascos y morriones, que aplastaban pómulos y quijadas, que rompían un brazo en el aire y hacían caer en los pedregales la espada exquisita.
Y en esas campañas alzó su leyenda Saboyá, el jefe de guerra.
Todo se agravó porque el codicioso Jerónimo de Aguayo, el mismo que recibió a Ursúa a su llegada a Vélez, trataba tan mal a los indígenas, exigiéndoles nuevos tributos, que el paciente cacique de guane se rebeló finalmente a la cabeza de tres mil indios. Se hicieron fuertes en los montes, a cada derrota española los indios de alrededor se les unían, y pronto el cacique Chianchión se atrevió a ordenarles bajar a las villas, incendiar las casas de sus verdugos y matar a todo blanco que apareciera en su camino.
Entonces entraron en escena los oidores de la nueva Audiencia Real, y llamaron a Ursúa, porque su consejero Miguel Díaz de Armendáriz los había convencido de enviar a su espada favorita a imponer la justicia por igual sobre los indios y sobre los destructores de los indios. Sería más dañino el remedio que la enfermedad.
Cuando llegó el licenciado Zorita a adelantar su juicio, ya los amigos de Armendáriz estaban predispuestos contra él. Pregonó la residencia con bando solemne, pero nadie parecía hacerle caso; puso avisos en las puertas de las iglesias pero estos amanecían cubiertos de letreros infamantes y obscenos; convocaba a los testigos pero estos encontraban siempre la manera de disculparse para no asistir, unos porque no les convenía, y otros porque al parecer estaban amenazados. Un cerco hostil rodeaba al nuevo juez, quien encontró harto difícil acopiar las pruebas y no hallaba nunca la ayuda necesaria de parte de los oidores. Y era Alonso Téllez, convertido en secretario de la Audiencia Real, quien cumplía así la misión de auxiliar a su socio, liderando todas esas emboscadas contra la ley. Solo y cansado, Zorita reunió los informes que pudo y se fue a Santo Domingo, sintiendo que Santafé era un nido de funcionarios facciosos, y deseando no volver nunca. Armendáriz tomó la decisión de viajar también a Santo Domingo, a defenderse del juez ante la Audiencia de La Española, y no tuvo tiempo de despedirse del sobrino, quien ya había salido a su campaña contra los muzos.
Al comienzo Ursúa no pensó en esmeraldas ni en otra recompensa que derrotar al cacique Chianchión y mostrarse como un guerrero poderoso. Su debilidad era la escasez de munición para los arcabuces, faltaba tanto el metal que en Santafé tuvieron que recoger los tinteros y otros objetos de plomo para convertidos en balas, y era obligatorio guardar las municiones para casos desesperados. Llevaba a Juan de Avellaneda y a su primo Díaz de Adés, ya templado en las guerras, a Alonso de Alvarado y a Alonso Gasco, A Benavides, Poveda y Suárez Deza, con quienes venció primero a los jefes Atabi y Quiramaca; a Rodrigo de Quiroga y a Lope de Orozco, a los temerarios gemelos Andrés y Juan Rubio, a Francisco Hierro, a Diego Romero, a Diego Vela, a Riaño de Llerena y a Hernán González Hermoso. El cacique se atrincheró en su aldea de los riscos sobre el Saravita, con el río al frente y los cerros atrás, y desde allí ordenó enfrentar a las tropas españolas. Ciento cuarenta y cuatro infantes traía Ursúa, y sólo veinte jinetes. Los infantes soltaron a los perros, que en su primer avance despedazaron a muchos indios, y empezó una cacería despiadada, porque Chianchión huyó por los montes, y Ursúa, persiguiéndolo, perdió en emboscadas parte de sus tropas. Unos cayeron en zanjas de estacas puntiagudas, otros cruzaron arboledas donde de lado y lado los acribillaban las flechas, Y otros llegaron a un pedregal movedizo pensado para que las bestias se rompieran las patas. Varias veces Ursúa estuvo a punto de alcanzar al cacique, y éste siempre escapaba. Indios amigos le explicaron que Chianchión tenía fama de transformarse en animal, de subir corriendo por las paredes de los riscos, y de hacerse invisible.
Ursúa decidió enviar a treinta de sus hombres al valle de Paima, a buscar alimentos y a controlar el avance de los indios por aquella región. Cuando ya habían salido, Oramín, que ahora lo acompañaba, le advirtió que los muzos eran tan numerosos, que esos treinta jinetes morirían, despojados de su ventaja frente a los miles de indios que era el fuego de los arcabuces. Ursúa llamó de regreso a la tropa, escogió otros cuarenta jinetes para reforzarla, y decidió ir él mismo encabezando la misión. Nada lo excitaba tanto como el peligro. Toda la noche cabalgaron por la tierra quebrada y boscosa, sin dormir un instante, pero entraron al valle de Paima cuando ya había luz plena sobre el mundo, y vieron a lo lejos la multitud de los guerreros indios, bien enterados de su llegada por los espías que caminan y silban en lo alto de los árboles, o quizás por las noticias de los pájaros.
Los setenta jinetes y uno alcanzaron el medio del valle, pero Ursúa se dio cuenta de que la muchedumbre enemiga se había ido abriendo a izquierda y a derecha. Un bullicio de gritos y músicas les reveló que detrás de ellos aparecían también multitudes, y pronto estaban totalmente rodeados. El capitán ordenó a los jinetes disponerse en tres círculos concéntricos, el exterior con los perros y las mejores corazas, el del medio con los arcabuces y el interior con las ballestas. Cuando los indios se acercaban, estridentes pero sin orden guerrero, los españoles soltaron a los perros y dispararon al tiempo los arcabuces, que producían el doble efecto de estallar como truenos y de hacer caer mágicamente a indios que todavía estaban lejos del alcance de lanzas y espadas.
Había que romper el cerco en su costado más débil, aquel por donde los españoles habían llegado en la noche, y Ursúa ordenó avanzar sin separarse en esa dirección, abriendo un boquete en las filas que los encerraban. Si alcanzaban los barrancos, podrían descender de nuevo al bosque que los había amparado en la noche, y emprender el regreso. Los perros, las ballestas y unos cuantos golpes de pólvora les permitieron llegar a la orilla de la cuesta. Ursúa ordenó que las tropas descendieran, pero se quedó con ocho jinetes cuidando la retirada para impedir que los indios llegaron a la orilla, a sepultar con rocas a los que descendían. El momento más duro de la retirada fue cuando los nueve que resistían iniciaron el descenso, ya con los indios muy cerca. Los ocho insistieron en que Ursúa, siendo el jefe, y necesitando de él toda la tropa, bajara primero, a lo que él, borracho de peligro, se resistía, aunque finalmente accedió. La marejada de indios llegó hasta la orilla, y descargó su lluvia de flechas y su granizo de piedras contra la pequeña compañía que bajaba, y sólo amainó cuando desde abajo las ballestas respondieron al ataque. Ya llegaban Ursúa y sus jinetes al bosque de abajo donde estaba el grueso de la tropa, cuando el más rezagado de los caballos perdió el equilibrio y el jinete cayó en medio de la pendiente. Los indios más valerosos se lanzaron veloces cuesta abajo, con lanzas de cascabeles en las manos, para cobrar al menos aquella pieza de los atrevidos invasores, y en ese momento todos vieron a Ursúa subir por la pendiente, con un arma de fuego en la mano, y acertar en el pecho del primer indio, que se desplomó con un grito. Al instante, misteriosamente, cesó todo ataque por parte de las fuerzas indígenas, los cuerpos diademados de plumas se retiraron de los barrancos, y el soldado alcanzó su caballo que relinchaba ileso galopando hacia el bosque.
Así volvió Ursúa con su tropa, decidido a no dividir más sus fuerzas en el resto de la campaña, y prosiguió la persecución del gran jefe de los muzos. Fueron muchas las refriegas con las tropas del guerrero inasible. Pero en el último asalto, del que salió con una larga herida de lanza en un muslo, Ursúa acorraló al cacique contra el agua, lo tomó preso con sus mejores combatientes, cercó también las últimas aldeas de la sierra y capturó a hombres y mujeres y niños para que presenciaran el castigo de los vencidos. A la vista de todos hizo decapitar a varios jefes, escogió trece de ellos para ahorcarlos en un cerco de árboles que había en un llano, y sometió a Chianchión a crueles tormentos antes de terminar con él la ceremonia de las ejecuciones. Era impresionante para los españoles, y más para los indígenas, ver aquel solemne anillo de árboles, de cada uno de los cuales pendía un jefe guerrero, y en el centro del campo los otros muertos con las cabezas cortadas. Cuando su propio primo Díaz de Arlés le dijo que aquella carnicería era ilegal e innecesaria, Ursúa respondió furioso que después de tantos atrevimientos ese trato era ejemplarizante, y que los muzos aprenderían por fin quién mandaba en las Indias.
Tengo que confesar que de estas campañas casi no me habló Ursúa en nuestros viajes, porque cada quien sabe de qué puede envanecerse, y él íntimamente sabía que habían sido innobles y malignas. Si fueron fruto de la desesperación de un triunfador que empezaba a verse contrariado por el destino, no por ello dejan de ser más crueles de lo que mi amistad puede perdonar, pero al menos todavía son actos de guerra. Más tarde cometió crímenes más atroces contra hombres confiados y desarmados, crímenes dignos más bien de Carvajal o de Pizarro, en los cuales me cuesta reconocer al alegre hombre que fue mi amigo, y que revelan el costado más triste, no sólo de su alma, sino de esta rutina de atrocidades que nos va haciendo a todos insensibles, que imperceptiblemente va endureciendo los corazones.
Sólo el no tener mando hace que los delitos de los soldados sean menos atroces, y si mis manos sólo están manchadas de la sangre que vertí para defenderme, ello apenas significa que nunca tuve el poder suficiente para ser más malo que los otros. Ursúa volvió en triunfo, convertido en el caudillo militar de la Audiencia Real, el hombre de confianza de Galana y de Góngora, pero en Santafé el licor de los homenajes se tiñó de amargura, porque el secretario Téllez le dio la noticia de que su tío Armendáriz, perdido ya todo el poder y maltratado por el juez Zorita, había huido hacia La Española, a invocar la justicia del Consejo de Indias. Más amargo le resultó saber que al gran juez, de quien poco antes temblaban los reinos, un astuto le había robado en Cartagena seis mil ducados que eran toda su fortuna. Ahora no era más que un proscrito, lento y asfixiado, que había tenido que solicitar un préstamo para pagar su pasaje a Santo Domingo, mientras el sobrino, con su yelmo de plumas de avestruz, recibía los aplausos de los encomenderos ante la llovizna gris de los cerros. No todo lo que le contaban a Ursúa era verdad, pero era cierto que su tío había perdido el poder, y también que después de vender sus haciendas había dado a guardar sus caudales en Cartagena a alguien casi desconocido, quien al parecer se había esfumado con ellos.
Y para colmo, la lección malvada de Ursúa no había sido eficaz: los muzos reaccionaron con mayor violencia, y pronto se cortó la comunicación con el río. Góngora y Galarza, en una sola voz, le exigieron completar su tarea, y él reunió nuevas tropas y salió como un diablo, resuelto a una verdadera guerra de exterminio. Puso como condición a los oidores, si obtenía la victoria, concederle enseguida su licencia para ir a buscar el tesoro; convocó a los guerreros que había en la Sabana, y tanto lo querían que todos quisieron ir con él. Cien caballeros expertos, doscientos sesenta infames seguidos por perros feroces, y cantidad de indios de compañía, avanzaron al norte, orillaron la inmensa laguna de Fúquene, pasaron las tierras del gran Saboyá, y procuraron seducir a los primeros pueblos con regalos y halagos. Después Ursúa fue venciendo implacablemente a los muzos, día tras día y pueblo tras pueblo, sin darles tiempo para reagruparse. Había aprendido la táctica de sus enemigos, que no dan tregua en los combates, y para responderles exigió de sus propios hombres un esfuerzo inaudito. Fue tan feroz su avance que los indios indomables por primera vez le ofrecieron la paz a cambio de garantías para jefes y pueblos. Ursúa lo prometió todo, les habló con dulzura, logró que confiaran en su palabra, y les impuso el deber de hacer grandes sementeras y dedicar buena parte de su trabajo a producir alimentos para los españoles, cosa que hicieron cumplidamente.
Entonces convocó a una feria para celebrar los acuerdos de paz con los muzos, y enseguida organizaron los grandes festejos. Pero en las propias tropas de Ursúa, hombres de Jerónimo de Aguayo que codiciaban las tierras de los muzos y sus riquísimas minas de esmeraldas, hicieron correr el rumor de que los jefes indios iban a aprovechar la feria para traicionar a los españoles. Ello no era posible, porque los hombres del Imperio habían vencido, y los indios trabajaban bajo una vigilancia feroz de perros y soldados. Pero el rumor de que los indios, sin saberse cómo, iban a apresar a todos los españoles, como en una red a los peces del lago, creció y despertó malestar en la tropa.
Y así llegó la hora de la gran vileza, porque Ursúa, sin permitirse averiguar más sobre la supuesta traición que se gestaba, convocó a todos los caciques a su presencia, con el pretexto de agasajarlos. No sólo acudieron, sino que llegaron con sus hermosos trajes de ceremonia: en medio de la fiesta, aquello era un incendio de mantas y de plumas, los tejidos más bellos de los hilanderos, las esmeraldas más preciosas que sólo los jefes podían ahora llevar, y hasta los pocos adornos de oro que les habían dejado los españoles, todo se fundía con la música y las flores que abundaban en la celebración, y con los frutos de los huertos y las piñas traídas de las tierras cálidas, lo mismo que muchas variedades de maíz, y quinua en abundancia bajo las lonjas asadas de carne de venados y de borugos.
Y sé que Ursúa dio la orden a sus guardias de ir apuñalando a los caciques a medida que entraban en la barraca. Uno tras otro los jefes acudieron con sus adornos ceremoniales, y cuando desaparecían de la vista de sus gentes, en la propia casa del jefe de las tropas se fue consumando la matanza que todavía lloran los indios de aquellas regiones. Un cacique sobre otro caían, sorprendidos por los esbirros, y caían las diademas de plumas sobre el charco de sangre. Al recibir más tarde la noticia, como un viento de luto, la fiesta se eclipsó de repente, todos los nativos que trabajaban en los campos de labranza, y todas sus familias, se replegaron en silencio, sin que los vigilantes se atrevieran a detenerlos, hacia las montañas, y desaparecieron de la vista de los españoles, que se felicitaban de tener de pronto todas las tierras de los muzos, sembradas de piedras preciosas, para repartirse entre ellos.
Sin dar muestras de conmoverse por su crimen, Ursúa celebró la segunda fundación. Una vez más saltó sobre el caballo dorado, con la armadura lujosa y la espada al viento, y proclamó, casi sobre el charco de sangre, que en aquella avanzada guerrera, en aquel fuerte conquistado en la guerra, fundaba para los siglos a Tudela, la ciudad de las esmeraldas, en nombre de Carlos y de Felipe y de Galarza y de Cristo y del Papa y de Góngora, y tomó posesión de los suelos y los ríos, y ordenó los cuarteles, y sembró la base de las casas, y repartió los predios, y estuvo todo un año organizando la ciudad que debía llevar su nombre a los siglos futuros. Estaba con él Juan Cabañas, su fiel amigo desde Arizcún, y nadie compartió como él el orgullo de que los nombres de Navarra resonaran en estas tierras pródigas. Sólo que en torno había una extraña quietud, un silencio, como si, en vez de haber matado a los jefes, Ursúa hubiera exterminado a los miles de habitantes de aquellas regiones.
Una nube muy densa cubrió las tierras hasta los cerros tajados de Tena y de Fura, y la venganza de los muzos se cumplió: porque mientras Ursúa volvía con sus tropas, dejando en Tudela a su amigo Cabañas y a los alcaldes y regidores, mientras volvía demorándose en Vélez y en Tunja para celebrar con solemnes oficios religiosos y grandes desfiles y fiestas la conquista de los muzos, y mientras hacía su entrada en Santafé convertido en el gran capitán del Nuevo Reino, una lanza solitaria asomó allá lejos por las sierras sobre la ciudad recién fundada, y después otra lanza, y otra, y otra, y millares de indios bajaron por las laderas con la decisión de vengarse hasta la muerte, y exterminaron a todos los españoles que hallaron a su paso, y arrasaron a Tudela, la Ciudad de las Esmeraldas, y la redujeron a cenizas para siempre.