9.
No tuvo que esforzarse por alcanzar el poder
No tuvo que esforzarse por alcanzar el poder: debía el nombramiento a su condición de pariente de un juez poderoso; tal vez por eso dio en pensar que el mando le correspondía por naturaleza, y ofensivamente se portó como un príncipe. No es que maltratara ni humillara a las gentes, es que su aire victorioso y la ostentación de sus maneras chocaban en aquel medio de hombres rústicos y costumbres brutales. Lo que para los otros era una fatalidad, algo inevitable, él parecía haberlo escogido como un oficio excitante. Los otros se mataban demostrando sus méritos; a él se le abrían las puertas como si sus conquistas fueran dones del cielo. Y así como el destino utiliza la desgracia para favorecer a algunos hombres, a veces pienso que en el caso de Ursúa usó los privilegios para perderlo, dándole desde el comienzo una idea muy elevada de sí mismo. No era un aventurero tratando de ganarle algo a la mezquindad de la vida, sino el hijo de una fortaleza de piedra con las raíces hundidas en un suelo de siglos. Muchos lo odiaron desde el comienzo, porque para los otros la vida en las Indias era cruel, la adversidad mostraba por todas partes su cara de intemperie y de hambre, la necesidad nos llevaba como a perros acezantes detrás de la liebre, y él recibió este mundo como un regalo, en el que la batalla —que aún no había vivido— lo atraía por su crueldad y por su sangre, más allá de los laureles que pudiera ofrecerle.
Soñaba una fortuna comparable a la de Hernán Cortés o a la del marqués don Francisco, seguida del rumor y la fama, pero olvidaba cuánto les costó a aquellos hombres el oro que robaron y el mundo que destruyeron. Cómo Cortés vio volverse humo en sus manos la riqueza y el mando, y Pizarro pagó previamente en miseria y después en discordia su fortuna y sus títulos. Algo llevaba a Ursúa por caminos de azar, sujeto a designios indescifrables, algo lo hizo perder su tierra de origen y el rumbo prefijado por su estirpe, pero él vivía la ilusión de ser dueño de su destino, recibió el reino con la misma alegría infantil con que hubiera recibido de regalo una espada, tuvo que aprender a ser gobernador cuando apenas le correspondía aprender a ser hombre, y vivió los primeros días en la Sabana con júbilo, sin meditar demasiado en que su saludo habían sido aquella noche de peligro y aquella casa en llamas.
No entendió que la vida le estaba enviando una advertencia y dejó que se borraran en su mente los crujidos de leña del incendio, la hoguera inesperada en la noche de la llanura, que fue para los indios un árbol de fuego que enrojecía la niebla. Sus tropas empezaron por someter la población a vigilancia. Más que a conocer, venían a investigar, les era sospechoso todo el reino, y redujeron a prisión a los principales inculpados, menos por certeza que por cautela, para que nadie dudara de que la Sabana tenía gobierno firme. Y el joven presumido se hizo cargo, con más entusiasmo que entendimiento, de los conflictos que había que resolver, revisó los juicios que reclamaban sentencia, y sobre todo empezó a examinar y contabilizar las encomiendas existentes, con la intención de repartirlas de nuevo.
Ningún hijo de la suerte puede inventar un modo de gobernar los reinos, sólo le es permitido asumir lo que existe y administrarlo para su provecho. No supo a qué horas dejó de ser el desvelado emisario de las Nuevas Leyes que había jurado aplicar y defender, y empezó a actuar como todos los otros, dando indios a los favoritos y quitándolos a los adversarios, sin la menor intención de prevenir conflictos futuros, sino apenas asegurando lealtades y velando por sus propios intereses y los de su tío. Puso bajo el manejo de la Caja Real, es decir, bajo su mando inmediato, a los caciques de Hontibón, Guatavita, Bogotá, Sogamoso y Daitona, con todas sus huestes, copiando sin darse cuenta las maneras de los señores feudales de Navarra, pero con miles de indios bajo su mando y una tercera parte de los tributos del reino a su nombre. Y cuando los partidarios de Lugo, por ahora caídos en desgracia, se quejaron de que había usurpado las encomiendas mayores, se abrigó en un mandato del Consejo de Indias que ordenaba destinar los mejores tributos al emperador.
Se dedicó a recorrer la Sabana, cabalgando en triunfo con sus hombres, y tratando de reconocer en sus huellas el mundo fantástico que poblaban los indios antes de la llegada de los conquistadores. Fue así como su curiosidad lo llevó a saber más de lo que necesitaba, más de lo que habría sabido preguntar. Y por los datos que le dieron de cómo había sido la fundación reciente, Ursúa empezó a comprender qué reino era aquél, qué riqueza ocultaba.
Los nativos saben que la meseta fue hace mucho tiempo una enorme laguna, una copa ofrecida en lo alto al dios que no puede mirarse. Conocen los relatos de los tiempos primeros, cuando la tiniebla que cubría el mundo se fragmentó en grandes pájaros negros de cuyos picos brotaba la luz. Saben cómo Bachué, la madre del mundo, salió con su hijo de la laguna, y recorrió con él los campos sin nadie, y tiempo después se apareó con el muchacho para poblar la tierra. Saben cómo esos padres incestuosos al final se cambiaron en serpientes y se perdieron otra vez en el agua. Y saben que en otras edades, cuando había venados gigantes, el viejo de cuya cara brotaba lana blanca, Bochica, vino de tierras desconocidas, enseñó los secretos de hilvanar y laminar el oro y de moldear la arcilla expresiva, y en un día terrible hizo que se abrieran los peñascos, y vació hacia el oeste por el torrente del Tequendama todo el mar dulce de la laguna. Cada uno de ellos lleva como un recuerdo personal esa avalancha que bajó entre espumas de fango y nieblas en iris, con el temblor de un racimo de truenos, a sumarse al caudal del río Yuma, el río grande de la Magdalena, que viene del sur desde el comienzo, con su pueblo de bagres barbados y de capaces incontables. Y saben que fue así como el lecho de la laguna, secado por el dios, se convirtió en el campo de maizales que gobernaron los zipas arrogantes y los zaques ceremoniosos.
Hay que conocer ciertas tierras ardientes, más allá de los riscos occidentales de la meseta, y el llano que reverbera a lo lejos, detrás de los peñascos orientales; hay que ver el modo como el calor agobia los cuerpos en la llanura; hay que sentir a través de viajes o leyendas cómo es la vida en los países del sol ardiente, donde se eternizan los caimanes con las bocas abiertas, como por una sed que no cesa, y donde al atardecer se alzan legiones de mosquitos que sólo se advierten por dolorosos puntos de sangre en la piel, para entender la gratitud de los muiscas hacia el dios que escogió para ellos la Sabana, que los hizo nacer entre torrentes cristalinos y bodegas de sal, y los salvó de los calores malsanos y de la humedad opresiva que en muchas regiones fatigan a los pueblos guerreros.
Todos dicen que el oro está amasado en la misma sustancia que el sol, y lo llaman la carne del dios en la tierra, la cara que puede mirarse. Por eso todo objeto solar es para ellos rezo y amparo. Un casco de sol sobre la frente, un gran brazalete, un luminoso collar de murciélagos, un arco de sol saliendo de una fosa nasal y entrando en la otra, un resplandor martillado sobre el pecho, son el dios mismo entrando en la batalla, y no dejan lugar para el miedo.
Todos los pueblos de estos reinos guardaron su memoria en objetos de oro. Heredia encontró en el país de los zenúes los brazos de las ceibas fornidas llenos de campanas de oro de distintos tamaños, y pueblos que llevaban en sus orejas grandes arcos de filigrana; Palomino vio en la Sierra Nevada muchos hombres que llevaban con orgullo feroz narigueras con forma de monos y collares con hileras de pájaros; Robledo recogió entre los Quimbayas centenares de vasijas de metal, hombres de oro macizo del tamaño de un mono, y enfrentó ejércitos en los que cada soldado avanzaba cubierto con un casco de oro tan vivo que parecía de fuego, lo que lo hizo exclamar que estaba viendo un ejército compuesto sólo de reyes; los hombres de Belalcázar contaron que los valientes vasallos de Pete en el valle de Lilí sabían hacer collares de saltamontes y pendientes en forma de culebra y de tigre. En las montañas que miran al valle del río Cauca, los trasabuelos de los cambis y de los timbas se hacían cintas para la frente, espirales para los brazos, agujas finas como rayos de sol, alfileres coronados de pájaros y pectorales resplandecientes. No hay rincón de estas selvas donde no sepan ablandar el metal con zumos de raíces, donde no sepan laminarlo hasta hacerlo más liso que un mármol e hilarlo hasta la finura de un cabello de niño, no hay región donde el poderoso elemento que invocan desesperados los alquimistas de Brujas y de Toledo no sea dócil en manos de los artífices. Así, quien no llega con fiebre de oro la adquiere al poco tiempo, y quien haya dudado en España de que exista la ciudad de la leyenda, empezará a delirar con ella viendo tantos indicios; sobre todo este culto por el sol, de quien el oro es la sombra en la tierra.
A mi padre le gustaba menos el oro que los dibujos que hacen con él estos orfebres, porque algún parentesco tenían con los adornos de sus antepasados, que vieron a Dios en los ángulos y en los matices, y que habitaron un mundo ahora más perdido que el de estos pueblos saqueados. Mi padre tenía puestas sus nostalgias allá, en los templos vencidos de los arenales de España, donde el polvo cayó sobre las cúpulas azules y la luna encorvada palideció tras los olivares. No vino aquí buscando riqueza sino una tierra donde vivir, donde escapar de las persecuciones, aunque muy pronto entendió que la paz no es más que una palabra que inventaron los guerreros para no enloquecer.
Pero fue enardecido por el oro como comenzó Ursúa su rutina de guerras y crueldades. Yo andaba cabalgando en esos tiempos por los reinos de Europa, perdido en el tremedal de otras guerras, las que sostenía el emperador contra el romano y contra el moro, contra el francés y contra el turco. Yo olvidaba las islas y las Indias: nada más alejado de mí que ese muchacho que pronto empezaría a asolar las tierras del Nuevo Reino de Granada. Pero a medida que conocí su historia pude descubrir que a cada guerra mía correspondió una guerra suya, con la diferencia de que las mías eran guerras enormes y ajenas, mares en los que yo era una gota perdida, en tanto que a las suyas él les marcaba su intensidad y su ritmo: obedecían a la oscura ambición que gobernó su destino. En los primeros tiempos, mientras yo padecía las campañas del Elba, hambriento con mis tropas hasta verme obligado a comer ratas asadas después de la batalla de Mühlberg, en la que sin embargo vencimos, y herido de regreso por las llanuras friulanas, a la sombra de los Alpes Dolomitas, él libró una guerra contra los panches en el país de montañas azules de Neyva y llegó en las fuentes del río a una región de bestias de piedra sepultadas por el tiempo y la selva. Después, cuando yo recorría las llanuras de Flandes, viendo girar los cuerpos podridos en lo alto de las ruedas infames, él libraba su guerra contra los chitareros en los páramos donde fundó más tarde la nueva Pamplona, y vio desde una meseta la tierra calcinada por los juicios antiguos. A mí me llevaron los capitanes del imperio por las gargantas alemanas donde la niebla desdibuja castillos, y vi decapitar reformistas al pie de las murallas de Wortemberg, mientras Ursúa libraba su guerra contra los muzos en el país de las esmeraldas, donde perpetró la más culpable de las traiciones. Y cuando cumplí mi aventura fratricida contra los moros en las galeras de la armada de Andrea Doria, él libraba una guerra contra los miles de súbditos del señor de Tayrona y encontró en la Sierra Nevada las ciudades de piedra.
Yo andaba en los pantanos del Imperio procurando olvidar mi adolescencia, el mal camino que me llevó con Pizarro y sus hombres a buscar la canela, y la serpiente sin ojos que arrastró nuestro barco por la selva; él empezó a avanzar de guerra en guerra y, por qué no decirlo, de crimen en crimen, sin saber que lo estaban esperando esa misma selva y ese mismo río que yo intentaba sacar de mi vida. Más duro es saber que esos sitios también a mí me estaban esperando de nuevo.
Faltaba mucho para que Ursúa y yo nos encontráramos pero repito que parecíamos intercambiar nuestros caminos. Él buscando la selva, yo viajando a los reinos de Europa, con la creencia ingenua de que allí olvidaría las violencias de mi juventud… y casi tengo que refrenar mi mano para que respete el orden de la narración, para que siga contando la vida de Ursúa y no ceda a la tentación de contar mis propias aventuras. En tardes solitarias el corazón me recuerda que yo también viví cosas dignas de ser contadas, casi me exige que revele quién soy, cómo viajé de La Española a las tierras del Inca, cómo se apoderó de nosotros el río, cómo emprendí la fuga hasta el otro lado del océano, a perseguir las huellas de mi padre por las casas balsámicas de Andalucía y por las costas de Occitania bajo los cerezos en flor.
No niego que me gustaría narrar aquella tarde de riñas y de palacios en que conocí en Roma al viejo cardenal Bembo, el hombre que sin darse cuenta me animó a referir en castellano esta historia (que no sería posible, por cierto, en el solemne y metálico latín de los púlpitos). Contar cómo le entregué por fin, en un salón más lujoso que el cielo, una carta de treinta y dos pliegos de mi maestro Oviedo, y cómo pude oír por las llanuras de mármol del Vaticano corrillos de escarlata y granate discutiendo, en un latín agrietado de frases españolas, si era posible que en las selvas del nuevo mundo hubiera aparecido el país lujurioso de las amazonas.
Pero ésta no es todavía la historia de mi vida. Sólo quiero señalar, porque eso sí corresponde al relato, mi asombro de que el hijo de una muchacha de caoba, que nadaba desnuda entre los corales del Caribe con flores rojas en el pelo, haya podido conocer Sevilla antes que el propio Ursúa, hijo de un gran señor de Navarra. En el invierno tibio de 1542, el galeón en que yo llegaba a perseguir los ayeres de mi padre entró averiado y gimiendo por las radas del Guadalquivir, y sólo un año después Pedro de Ursúa se embarcó con su bullicio de navarros hacia los fuertes de Borinquen, y de allí a las marismas de Nombre de Dios.
Su rumbo lo llevaba hacia bosques de hombres tigres y ríos que se retuercen como serpientes; el mío me llevaba hacia ciudades habitadas de mármoles y palacios que se reflejan en el agua. El suyo lo apartaba para siempre de una cuna vigilada por ángeles y de una fortaleza de piedra con picazas heráldicas, para entregarlo a la llanura inestable y a la espiral de las selvas; el mío dejaba atrás las arboledas que gritan y el río que piensa, para llevarme a las sequedades de olivos rugosos, a la llama inmóvil de los cipreses y a campos donde un día pasan ante las torres en ruinas los cañones humeantes y otro día los arados tirados por bueyes. Pero todo era un juego de ilusiones, porque en un día preciso, a una hora precisa, acaso establecida por los astros, su camino y el mío iban a encontrarse y a confundirse de tal manera que después sólo pudo separarlos la muerte.
¿Cómo entender que nuestros pasos nos llevaran a las mismas playas cálidas de Nombre de Dios, dónde por fin nos encontramos? Yo era un mestizo que se fingía europeo, y andaba buscando un lugar en el mundo después de una infancia de dudas y una juventud azarosa. Él era una mezcla de príncipe y bandido que se creía ungido para ser el amo de un mundo, que fue oscureciendo su alma en guerras salvajes, resbalando a la infamia casi sin darse cuenta, pero que tenía en su corazón suficiente valor y tal vez demasiada grandeza para resignarse a ser un canalla.
Lo atraía la guerra, lo enardecía la sangre, pero empezó a sentir una ansiedad creciente que no acertaba a nombrar, como si comprendiera que algo debía redimirlo de tanta atrocidad. En las pausas de la guerra (porque durante sus orgías sangrientas no sabría pensar ni soñar), sin decirlo siquiera y tal vez sin saberlo, algo en su mente empezó a pedirle al destino, o a Dios, o a su valentía, que le diera la oportunidad de dejar su nombre en las piedras de la leyenda, que no lo abandonara a una rutina de matanzas sin gloria. Libraba los combates con ferocidad, porque eran la ley de su sangre, pero salía de ellos cada vez más insatisfecho y ansioso, y el sueño de un tesoro y de un reino se le fue convirtiendo en delirio.