18.
Los cuatro barcos del juez de residencia remontaron el río

Los cuatro barcos del juez de residencia remontaron el río hacia el sur, llevando a Armendáriz que, agónico en su litera de fieltro, extraía con lentitud las polillas que caían en el agua de su copa de plata. Lo acompañaba su cortejo personal, incluido el barbero que cada dos días le pasaba la navaja por la papada enrojecida; el cirujano, su principal interlocutor, que tenía la capacidad temible de cambiar su semblante de la alegría a la preocupación con sólo una frase; dos sastres de edad mediana encargados de su vestuario y de unos cofres con géneros; un calcetero; un herrador; un escribiente al que llamaba para trabajar a cualquier hora; algunos frailes, que parecían listos a asistirlo en caso de agonía; dos carpinteros que se preguntaban si también ellos tendrían un trabajo inesperado, y varios negros esclavos a los que en aquel calor les daba lo mismo tener que cargar al final al gran juez o a su gran féretro. También seguían a Armendáriz varias familias españolas y un grupo de damas jóvenes y vistosas que despertó el rumor en las pocas poblaciones donde el cortejo se detuvo. Atribuyendo su salud quebrantada a los excesos de la mesa y del vino, también hablaban del juez como de un hombre salaz y ostentoso de sus placeres. De todas esas historias iban tomando nota sus enemigos, que las remitían a la Real Audiencia de Santo Domingo, y todo llegaba más tarde a los oídos severos del Consejo de Indias.

Mientras tanto La Gasca, el hombre de las largas piernas, encontró las tierras de Panamá llenas de amigos que lo esperaban. Enterados de su poder, muchos querían congraciarse desde el primer día con el presidente, tocar el brazo derecho del emperador en las Indias, oír en su voz la voluntad del trono. Allí tuvo su entrevista con Pedro Alonso de Hinojosa, quien en el primer momento intentó serle fiel a Pizarro y explicar con frases elocuentes las causas de la rebelión, pero no resistió la mirada de fuego del viejo inquisidor. Vio en esos ojos que había llegado la hora de los hechos, y que frente al poder no vale la oratoria.

Viniendo como de otro naufragio, fray Martín de Calatayud descendió de un barco que venía del Perú, y corrió a buscar al poderoso La Gasca. También venía temblando de culpa, porque en la Ciudad de los Reyes de Lima no se había atrevido a rechazar el padrinazgo de Gonzalo Pizarro en su consagración episcopal, y ahora que el cielo volvía a estar arriba y el infierno abajo, ignoraba qué trato recibiría de la Corona y de la Iglesia. No es buena carta de presentación haber tenido de padrino al diablo, y tartamudeó en nombre de los rebeldes un mensaje tan incomprensible que parecía estar hablando en otro idioma. Calatayud nunca andaba solo, y esta vez venía en compañía del arzobispo Loaiza. Los dos pedían perdón por sus equivocaciones y prometían desplazarse a la corte para ofrecer su mediación ante los encomenderos. La Gasca, con rostro de granito, les dijo que ésos no eran sus asuntos, que fueran a sus diócesis a rezar por la paz de los reinos, que arreglaran con Dios personalmente sus deudas, y que en adelante aprendieran a distinguir entre una paloma y una serpiente. Después se olvidó de ellos, y Calatayud, suspirando de alivio, volvió por fin a Santa Marta.

La Gasca desplegó su estrategia: pregonó a todos los vientos el perdón generoso y paternal del emperador para todos los que hubieran alzado su mano contra la Corona y la derogación de los puntos conflictivos de las Nuevas Leyes, a cambio de una adhesión irrestricta y una fidelidad sin límites a la voluntad imperial. Hablaba con tal firmeza, sin la menor vacilación, y con un ardor tan profundo en sus ojos, que todos vieron en él un enviado de la justicia divina. Hinojosa calculó con cuidado dónde estaba el futuro: comparando en su mente la mirada de La Gasca con la de Gonzalo Pizarro comprendió que entre esos dos fuegos inflexibles triunfaría el que ya era dueño del mundo, y le entregó al presidente la flota con la que se había tomado a Panamá.

Antes de un mes La Gasca tenía un gran ejército. Conjuntó barcos y cañones, afiló los aceros ociosos de la conquista, devolvió a centenares de hombres la conciencia de ser parte de un reino que tenía cabeza y corazón, la confianza de que estas avanzadas por reinos desconocidos eran también una misión sobrenatural, y le hizo sentir hasta al último aventurero de Indias que el universo tiene un orden que sería monstruoso alterar. Los embajadores de Gonzalo Pizarro salían del Perú con sus flotas a detener a La Gasca y enterado de las exigencias del capitán rebelde, pero al llegar se rendían ante el obispo y entraban a formar parte de sus huestes.

Con esa flota salida de la nada como la humareda de un brujo La Gasca viajó rumbo al Perú, después de anunciar un indulto general que cayó como lluvia bendita sobre los muchos capitanes que se sentían culpables de la muerte del virrey y temían apartarse de la tutela imperial. Desplegó tropas por las ciudades y la sierra, y conminó a los rebeldes en el nombre de Dios y bajo los hierros de sus ángeles a humillarse a la voz de la Corona y a escribir otra vez en sus corazones el nombre santo del emperador. Con esa misma voz que alternaba la seda y el trueno hizo llegar su llamado a todos los fortines españoles en las islas y en Tierra Firme, pidiendo refuerzos para combatir a los descarriados encomenderos de Lima, enfrentados a muerte y escoltados hasta los barrancos del infierno.

Vino allí con sus barcos desde el norte el oidor de Guatemala Pedro Ramírez de Quiñones; allí acudió al llamado, después de quemar el cadáver de Robledo, el recio Sebastián de Belalcázar, dueño ahora de una gobernación dos veces más grande; allí vino navegando desde los mares australes, con un botín arrebatado tramposamente a sus capitanes, el temerario Pedro de Valdivia. De todas partes llegaban barcos y pendones, capitanes lujosos de grandes mostachos y encomenderos de barba blanca con sus soldados y sus indios. Trece años atrás a Francisco Pizarro le había costado sangre y angustia reunir unos cuantos barcos para llegar a un reino que sólo veía su imaginación; ahora no cabían las naves y en la cubierta de todas ellas cada conquistador de las Indias calculaba qué parte del reino le cedería el enviado imperial. Todos se unieron a La Gasca frente a las costas del Perú, y como no hay fe más visible que la de los conversos, nunca una tropa del Imperio exhibió tanto su fidelidad como esta flota de aventureros, la mayor parte de los cuales había escupido veneno sobre los pendones de la casa de Austria.

También a Miguel Díaz de Armendáriz lo alcanzó en Mompox el mandato de disponer una tropa que fuera por tierra hacia el sur, por el camino de sangre de Belalcázar, para sumarse en Quito a la retaguardia de la armada imperial. El juez recibió aquella orden poco antes de embarcarse para Tamalameque. Esa misma noche, bajo una lámpara que atraía todos los insectos del mundo, y oyendo caer en la tiniebla grandes escarabajos fatales, dictó una carta para Ursúa con la instrucción de reclutar enseguida los hombres necesarios para marchar contra los rebeldes en Lima. Antes del sol envió en uno de los barcos al mensajero rumbo a la Sabana, y aprovechó la hora fresca, con nieblas todavía enredadas en los bejucos verdes del río y con sombras verdes que más tarde volverían a ser caimanes, para zarpar hacia la región de los tigres, donde después repartió dieciséis encomiendas y mandó hacer un barco para defensa del puerto, rodeado de lagunas malsanas.

Ursúa estaba feliz de que Armendáriz viniera por fin en camino y obedeció sus órdenes enseguida. Guerreros dispuestos a viajar y a merecer encomiendas no faltaban, y armas y caballos tampoco. Tardó en armar su ejército el mismo tiempo que tardó el juez en remontar el último tramo del río y ascender por las montañas hasta la Sabana. Armendáriz no sabría decir qué le pareció más insufrible: si la navegación por selvas sudorosas, en un calor agitado de insectos y viendo al atardecer los demonios de la fiebre, o la cabalgata por tierras más frescas sintiendo que cada cuesta terminaba sólo para comenzar la siguiente.

Llegado por fin al altiplano, ahogado y pálido tras su viaje de varias semanas, no tuvo tiempo de celebrar el reencuentro con su sobrino ni de oír el informe de las muchas cosas vividas en el reino, porque Ursúa picó espuelas enseguida a la cabeza de doscientos guerreros, descendió al occidente, por las pendientes florecidas de Fusa, que parecen las olas desiguales de un mar inmóvil, por el cañón pedregoso y por los cantiles con palmeras de Tocaima, donde los nativos adoran las piedras, hacia el ancho valle del Magdalena. Padeció en su camisa de hierro la llanura abrasada, donde percibió la presencia de ganado español (no por hatos ni haciendas sino porque hallaron el esqueleto limpio de una res extendido en la tierra y un gallinazo demorado en sus cuernos), y remontó después una cordillera tan ardua que parecía imposible cruzarla. Después de las pendientes se alzaban los peñascos, después de los peñascos se hundían los abismos, y otra vez adelante recomenzaban las pendientes. La selva cubría los montes, de cada árbol brotaba la niebla, había arboledas inabarcables, pero además llovía a menudo, y en los bosques el barro y en las piedras el limo hacían resbalar a los caballos. Escampaba, pero todavía los follajes goteaban sin fin y las tierras rezumaban una humedad invencible, llena de insectos desconocidos. Los caballos, que causaban pavor a los indios, se sobresaltaban con las serpientes; de las altas ramas parecían colgar barbas antiquísimas, y eran un tipo de musgo o liquen blanco que en la niebla produce fantasmagorías. Cuando miraban hacia adelante no podían creer que todavía les faltaran tantas montañas llenas de peligros, pero al mirar hacia atrás no podían creer que ya hubieran atravesado esas lomas que se iban volviendo azules en la lejanía, cuando no las manchaban las nubes con forma de osos y de lagartos. Así remontaron la cordillera de los volcanes hasta una fría región rayada de palmas, por el país laborioso de los quimbayas, rumbo a los bosques inundados del Cauca. Sólo dos cosas salvaron a Ursúa de desesperar en esa primera prueba: los veteranos españoles que ya habían hecho una travesía semejante con las tropas de Belalcázar y daban razón de bestias y parajes, y los indios capturados por el camino, que apenas se entendían con los de la Sabana, y que iban informando de los peligros y los consuelos de la ruta: frutos, animales de caza, pájaros abatibles con cerbatanas, gusanos comestibles, ríos sin bestias, serpientes peligrosas o inocuas, malezas que había que comer en caso de ponzoña, aguas para la sed o para el gozo.

Lo que había rechazado desde el comienzo iba a cumplirse: su espada se mancharía primero con la sangre de enfurecidos varones de España antes que con la sangre oscura de esos indios que, desde los árboles del país de los tolima, desde las mesetas luminosas de Gualanday, cerca de lo que después llamaron el Valle de las Lanzas, desde los recodos de carboneros que se escalonan en la niebla, por los palmares del Cocora y bajo el cielo de samanes en las madreviejas de Guacarí, veían pasar el tropel de las bestias y se atrevían a desafiarlo con dardos y con gritos, con agudas cornetas de caña, con tambores y roncas caracolas de guerra.

Le despertaba al mismo tiempo excitación y zozobra pensar en los ejércitos que había oído describir, tan abundantes con sus plumajes y sus lanzas que algún observador que los vio a la distancia se animó a comparados con un dilatado campo de hierba. Iba ya por las tierras de Robledo, le parecía ver en su mente el hormigueo de los pueblos nativos cuya enumeración casi podía hacer completa como se la había oído a Armendáriz, y muchas veces por el camino pensó con dolor que estaba viendo la tierra que había bebido la sangre de aquel hombre. En alguna parte, aunque Ursúa no lo vio nunca, más allá del río Magdalena, sólo quedaba ya, en una lanza de guadua sobre las montañas innumerables, el cráneo pelado del mariscal Robledo mirando con cuencas vacías su reino perdido.

Núñez Pedrozo cabalgaba bajo el mando de Ursúa. Por fin podía volver a las tierras de las que había huido, y se sentía más autorizado que otros para ir a castigar a Gonzalo Pizarro, porque en los barcos riesgosos y junto a las fogatas desamparadas había sido un fiel amigo de Almagro y también en un día memorable el vengador de Almagro. Pero igual le gustaba envanecerse ante la tropa y proclamarse vengador de los incas y del propio Atahualpa, para producir la impresión de que era un desvelado acatador de las Nuevas Leyes y un defensor de los indios contra los rabiosos encomenderos. Pero estaba seguro de que el presidente La Gasca, después de que derrotaran a Pizarro y de que restablecieran el orden perdido, lo favorecería con una buena encomienda de indios.

Así avanzaba Ursúa, siempre atrapado por su destino, siempre un paso atrás del punto en que sería libre y dueño de su vida. Viendo cambiar sin tregua el espacio, desconfiando de lo lejano en los valles soleados, desconfiando de lo cercano en los riscos brumosos, tratando de recordar el resplandor de las costas resecas del Perú, donde alcanzó a advertir que el odio entre españoles estaba madurando una guerra. Pensaba en las ironías del destino, que alargaba hacia él los tentáculos de la misma guerra que había rechazado años atrás, como si estuviera empeñado en que sus primeros combates mortales no fueran contra ejércitos desnudos tocados de plumas sino contra los propios conquistadores.

Que en el momento en que su tío llegaba por fin a liberarlo de las cadenas de la gobernación, no hubiera podido pedirle la esperada licencia para ir a buscar el tesoro de Tisquesusa, era otra ironía. Se había cruzado un deber más urgente, pero, a pesar de sus diecinueve años, Ursúa tenía bastante sentido del deber y el honor para entender que esta aventura era crucial. Nada sería posible si se rompía el principio legitimador de la gobernación de su tío, sus propios sueños de conquista requerían la tutela del poder imperial, y sólo ansiaba ya que la guerra contra los encomenderos terminara pronto, para poder empezar su verdadera aventura.

Algún poder oculto recogió sus pensamientos, porque pasado el Valle de Lilí, muy hacia el sur, bajo las nubes de Popayán que le parecieron de mármol, cuando ya sus tropas se disponían a atravesar, pequeñas como hormigas, los cañones del Cauca y del Patía, y otros valles cada vez más hundidos bajo las crestas andinas, una tropa que venía del sur les reveló que el ejército de rebeldes de Gonzalo Pizarro se había rendido finalmente a la escuadra imperial. Ursúa no esperaba que su expedición tuviera que detenerse y regresar, precisamente porque eso ya había ocurrido antes, cuando murió el virrey y él recibió de regreso el hermoso caballo, cuyo nombre no me dijo nunca, y que montaba desde entonces.

Se vio liberado de pronto de sus deberes bélicos, y ante sus ojos las bellas nubes del Pada perdieron su poder opresivo. Las noches frías de Popayán le dieron inesperados placeres, y el joven teniente dio la orden de regreso, feliz de haber sabido responder con celeridad al mandato de la Corona, feliz de no haber tenido que guerrear contra españoles, y sobre todo feliz de poder solicitar a su tío la licencia con la que hacía tantos meses soñaba.