17.
En Santa Marta, ante la bahía limpia como un espejo

En Santa Marta, ante la bahía limpia como un espejo y a la sombra de las sierras nevadas, La Gasca comenzó a tejer sus presurosas redes de araña. Envió cartas urgentes a México y al Perú, a La Española y a Isabela, a Venezuela y a Sevilla. Desde el momento de su llegada fue incesante su correspondencia con todo el mundo, y cada quien por todas las provincias empezó a sentirse su confidente y su amigo. Pero el prelado parecía capaz de enterarse también de lo que no le contaban. Sus ojos veían lejos, sus oídos parecían escuchar el vuelo de los pájaros más distantes y sus dedos febriles parecían tocar las nieves de las cordilleras remotas y anudar las arenas dispersas. Como nadie lo había hecho antes, ni los reyes engreídos ni los ceremoniosos Consejos de Indias, el obispo se enteró en pocas semanas de todo lo que ocurría en los reinos occidentales, desde los altiplanos aztecas hasta los fuertes de Borinquen, desde las aguas luminosas del Caribe hasta el estrecho que cruzó Magallanes, y desde las bocas de Cartagena hasta las pedregosas islas de Chile, donde el yerto mar se hace blanco. Penetró todos los rumbos con su mente incansable: supo qué pasaba en el virreinato de Nueva España; se enteró de cómo construían los altares de plata en Oaxaca y en Taxco; supo de las maniobras que hacían los enviados de Gonzalo Pizarro para apoderarse del istmo panameño y controlar así el paso hacia el Perú; oyó el viento de los desiertos por donde anduvo extraviado Cabeza de Vaca y el rumor de las interminables cataratas que aquel náufrago encontró, cruzando con su ganado el territorio de los guaraníes; supo de los trabajos de los bandeirantes en las selvas litorales del Brasil, y escuchó el rumor de las velas que exploraban el río Paraná, ancho como tres Ródanos; siguió los avances de Valdivia con su mujer, su pequeño hijo y unos pocos hombres por los desiertos chilenos, la fundación de Serena en el valle de Coquimbo, los asaltos de los indios en las orillas proféticas del Bio Bio; oyó los discursos de los encomenderos que habían descubierto el Potosí y el rumor de termitas de los esclavos en el cerro de plata del altiplano. Supo que Ursúa estaba repartiendo de nuevo las encomiendas de Lugo, tomando una tercera parte para sí; comprendió que Armendáriz había autorizado torpemente a Jorge Robledo para que fuera en busca de su gobernación extraviada por los cañones del Cauca, por Antioquia y Arma, por Cartago y Anserma, sin tener en cuenta que Belalcázar se sentía dueño de todas esas tierras y era un hombre rencoroso y brutal; y supo que Belalcázar había abandonado sus sembrados de caña de azúcar en Xamundí, para ir a combatir a órdenes del virrey Blasco Núñez de Vela contra los encomenderos rebeldes.

Pero todo era leve frente a un crimen que, a sus ojos, estaba cargado de las más mortíferas consecuencias: que Gonzalo Pizarro hubiera derrotado al virrey del Perú en la batalla de Añaquito y le hubiera dado muerte. Armendáriz le mostró al enviado imperial la carta de Ursúa confirmando aquel hecho: manos sacrílegas de soldados españoles estaban cercenando las manos del Imperio. Eso se veía venir: en la corte misma decían que enviaban la raposa porque el león no había aprovechado. Ahora sólo La Gasca podía enfrentar la peligrosa rebelión de esos hombres que habían subyugado un mundo. Redobló su labor de confidente, envió mandatos por todos los vientos, y sintió llegada la hora de Dios en los reinos de Indias. Dio instrucciones precisas a Armendáriz para que iniciara su viaje postergado al interior del reino, mientras él iba a Castilla de Oro para lanzarse a la reconquista del virreinato. Y en ninguna parte, ni en la casa del juez en Santa Marta, ni en la solemne salida para el muelle, ni en la playa espumosa, viendo a lo lejos las nubes que cubrían las sierras altísimas, ni sobre la cubierta del barco que lo llevaba a Nombre de Dios, ni en la tempestad ni en la mar quieta, bajo los alcatraces, dejó de leer y escribir y dictar su correspondencia copiosa y vigilante.

Se enteró de que Gonzalo Pizarro, para asegurar el control de la ruta central de las Indias, había enviado al proceloso capitán Pedro de Bichacao a apoderarse de Castilla de Oro. Éste sitió a Panamá y logró que el alcalde mayor de Castilla de Oro, corregidor de Veraguas y Nombre de Dios, Pedro de Casaos, venido de los confines de Guatemala, le diera un barco armado de cañones a cambio de la promesa de retirarse de sus aguas. El enviado, a su modo, cumplió, porque le dio la promesa a cambio del barco, pero no sólo no se fue, sino que aprovechó la nave que había recibido para avanzar contra la ciudad. Puso en cubierta a todos sus hombres, para dar la impresión de un gran ejército, y con ochenta guerreros y una voltereta tramposa se apoderó de una ciudad donde había mil soldados fieles al emperador. Fueron cuatro meses de borrachera y saqueo, que sólo terminaron porque Pizarro mandó llamar a Bichacao: sus brutalidades hacían falta en la guerra peruana.

Muerto el virrey, Gonzalo Pizarro había enviado a otro capitán a tomar el istmo: el rico y elocuente Pedro Alonso de Hinojosa. Este Hinojosa, hombre de grandes cejas y ojos pequeños, tenía la habilidad de saber siempre dónde estaba la suerte, y su olfato para la fortuna era infalible: se había venido de España después de ver el oro que Hernando Pizarro puso a los pies del trono imperial, y harto había ganado en los diez años transcurridos que ahora el Cuzco era su encomienda, la derrota de Almagro su hazaña, las Nuevas Leyes de Indias su odio preferido.

Para tomarse a Panamá le bastaron tres pasos: desembarcar en Ancón con sus hombres y sorpresivamente avanzar por tierra hacia el puerto; escribir una carta a sus amigos, los religiosos del convento de San Francisco, para que portando una cruz recubierta por un velo púrpura se interpusieran con cantos latinos entre las tropas listas para el combate; y soltar uno de sus tempestuosos discursos, declarando que había venido de los reinos del sur a proteger el tránsito libre entre los mares, a cuidar los caminos y los ríos del istmo, y jurando ante Dios y ante sus santos ser protector y amigo del comerciante y del funcionario, del soldado del rey y del piadoso fraile, del esclavo abnegado y del indio silencioso y paciente, dejando en manos del emperador y de sus altos guerreros la solución de los litigios que enlutaban a las Indias Occidentales.

Hinojosa cumplió su misión de protector con mucho más tacto que el crapuloso Bichacao, por ello Panamá lo acogió con respeto. Y La Gasca adivinó que si Hinojosa había traicionado al halcón virreinal Núñez de Vela para aliarse con el tigre Gonzalo Pizarro, pronto traicionaría a Pizarro para aliarse con un zorro todavía más astuto.

En el barco que lo llevaba a Panamá, La Gasca leía y dictaba. Mientras la espuma salpicaba su capa negra, hundía la vista en los abismos salados tratando de entender el carácter de los encomenderos. Y al llegar a Nombre de Dios ya sabía bien qué exigir de Hinojosa y qué ofrecerle a cambio. Bajó de su navío con Pascual de Andagoya, el eterno nombrado que nunca asumía sus cargos porque siempre había algo más urgente que hacer; y los andrajosos habitantes de la costa vieron por primera vez aquella sombra imperial que caminaba dando grandes zancadas, indiferente al calor que aplastaba las rancherías, y que repartía cartas sin descanso para que las llevaran en todos los barcos.

Armendáriz, afectado por una congestión pulmonar, recibía como un consuelo esas cartas solemnes, de ortografía apresurada, donde ninguna palabra comenzaba jamás con mayúsculas, pero que iban encabezadas siempre por el honroso título de «muy magnífico señor», y las respondía enseguida. En una de ellas, La Gasca le pidió información sobre Belalcázar: sabía que éste había resultado herido en el combate donde murió el virrey, y que a pesar de pertenecer a las tropas realistas había sido dejado en libertad.

Armendáriz casi pensó que La Gasca era brujo, pues le estaba preguntando por lo que más urgencia tenía de contarle. Respondió lo que sabía del pasado del gobernador, y de la tentativa de Pizarro de ganárselo para su bando.

«Ocurrió algo más grave», le dijo en la misma carta, con estas o con otras palabras: «como en su momento informé a su Excelencia, el mariscal Robledo desembarcó hace poco de España, lujosamente casado con la hermana de los marqueses de Xodar, seguido por una legión de criados y pajes, ansiando posesionarse de la gobernación que le había prometido a su mujer: las ciudades que fundó por los cañones del Cauca.

»Advirtiéndole, Señor, cuán peligrosa puede resultar en estas tierras una frontera mal trazada, autoricé al mariscal a viajar al norte del Cauca como teniente de gobernador. No sobra recordar que este capitán sirvió con gloria a su Majestad en numerosas campañas, y estuvo presente en las acciones que sujetaron a dos reyes al poder de la Corona: la captura de Francisco I en Pavía, y la captura de Atahualpa en Cajamarca.

»Después de la conquista del Inca, enviado por Belalcázar, Robledo conquistó al norte de Cali los cañones calurosos del Cauca y las montañas en torno, y fundó por sí mismo o por sus enviados a San Jorge de Cartago, a Santa Ana de los Caballeros, otras aldeas en el país de los pácoras, a Medellín en el de los aburráes y a Antioquia, cerca de las minas de oro.

»Pero dos de los gobernadores que vine a juzgar codiciaban desde el comienzo sus fundaciones: Heredia por el norte, que se ha creído siempre dueño de derechos hasta la línea ecuatorial, y el propio Belalcázar por el sur, quien pretendía que Robledo, por haber sido enviado suyo, siguiera subordinado para siempre, y se negó a aceptar que el Consejo de Indias, la corte, el propio emperador y su hijo Felipe, Nuestro Señor, reconocieron sus conquistas y le dieron el título de mariscal.

»Era parte de mis funciones regularizar la gobernación que Robledo pretendía, reconociendo sus derechos como conquistador y fundador. Por esa razón lo autoricé a tomar posesión de esas tierras, incluidas las minas de Buriticá, la gran reserva de oro de la Corona, sabiendo que el mariscal iba sólo defendido por la ley, pues no llevaba tropas suficientes ni voluntad para enfrentar a sus enemigos. Aprovechando su ausencia, en todas las ciudades Belalcázar había puesto alcaldes de su bando, y sus antiguos compañeros le negaron a Robledo el reconocimiento a que lo autorizaba la Corona. Tuvo que abrir por la fuerza la caja real en Arma y en Cartago, para disponer de los recursos que le correspondían.

»Enterado, Señor, de que Belalcázar se hallaba en el Perú, luchando al lado del virrey Núñez de Vela contra Pizarro, Robledo se animó a visitar a sus antiguos amigos en las aldeas del valle, hasta que lo alcanzó la noticia de que el virrey había muerto a manos de los rebeldes, y Belalcázar había resultado herido en la batalla. Como lo creía prisionero muy lejos, Robledo siguió frecuentando a sus viejos compañeros y organizando su gobernación. Pero el rebelde Gonzalo Pizarro, en lugar de encarcelar a Belalcázar, sin duda con la ilusión traidora de que un varón tan poderoso se aliara con él contra la Corona, lo dejó en libertad. De regreso, por Popayán y por Cali, Belalcázar oyó decir que Robledo estaba merodeando en tierras suyas, con la intención de apropiárselas, y, como suele ocurrir con ese hombre colérico, se enfureció tanto que decidió perseguir al mariscal.

»Sé que Robledo le envió varias embajadas, tratando de concertar un acuerdo, y después pensó en enfrentarlo, pero, conociendo al gobernador, y viendo que no tenía las fuerzas bélicas necesarias, se replegó por el cañón del río, hasta las tierras de El Pozo. (Es una extraña casualidad, porque hace años, en ese mismo sitio, Robledo estuvo a punto de morir de un lanzazo indio). Lo cierto, Señoría, es que Belalcázar le hizo creer que llegarían a un acuerdo para que Robledo se descuidara, y en un amanecer, mientras el mariscal confiado dormía, llegó por sorpresa hasta el sitio y lo capturó. Robledo no ofreció resistencia, pero defendió con argumentos sus derechos sobre las tierras que había sometido y las ciudades que había fundado. Entiendo que la conversación entre ambos fue en extremo violenta: el antiguo jefe exigió una subordinación que ya no era pertinente, dados los títulos con que Robledo contaba, y aunque el mariscal fue respetuoso y digno, lo despojó de sus dineros y sus Joyas.

»Pero la desgracia mayor venía en camino. Belalcázar encontró en uno de los arcones una carta que Robledo había escrito, dirigida a mí, en mi condición de juez de residencia, relatando las acciones e intenciones del gobernador. En aquella carta había una frase desafortunada, en la cual, según me informan, me decía que si iba a tomar residencia en aquellas regiones del sur, tendría que ir “con horca y cuchillo”, porque había por allá traidores y personas capaces de faltar a la fidelidad que se debía a la Corona.

»Esa carta bastó para que Belalcázar tomara la decisión de someter a juicio al mariscal y ordenar su ejecución. Parece que no fue pequeño el aporte del revoltoso Hernández Girón, quien le decía continuamente a Belalcázar que Robledo era un peligro para él porque tenía influencia en la corte, y que si el mariscal llegaba a hacerse a su gobernación tendría un enemigo para siempre. Sin respeto de sus títulos y de su condición de caballero y siervo fidelísimo de la Corona, a pesar de que Robledo exigió ser degollado como noble, Belalcázar, que había sido prácticamente su padre, mandó someterlo al garrote vil a manos de un esclavo, y después decapitó su cuerpo, y ahorcó a sus capitanes Hernán Rodríguez de Souza y Baltazar de Ledesma, sin permitir que les dieran sepultura en suelo sagrado, sino en una cabaña india a la que después puso fuego, para ofender mejor su memoria. Bien se puede advertir por esta conducta salvaje e indigna de cristianos, y de capitanes sujetos a la Corona, que no se equivocaba Robledo al declarar que había traidores en aquellas tierras.

»Ahora debo suplicar a vuestra Señoría la mayor severidad en este caso, porque no sólo han sido burladas las decisiones del trono, sino también mi propia autoridad como juez de residencia. La conducta de Belalcázar supone una insubordinación grave contra el emperador y un desafío inaceptable a la ley, además de ser un agravio doloroso para mí, ya que Robledo era un capitán valiente y un amigo fiel cuya muerte ha agravado los males que me agobian. Para colmo, se dice que después de su muerte llegaron caníbales a profanar los restos de este valeroso capitán de su Majestad».

La carta terminaba pidiendo justicia de varias maneras distintas, y expresando de un modo retórico pero conmovido el dolor del juez por la pérdida de su amigo entrañable. Armendáriz le suplicaba a La Gasca ser inflexible con un hombre que trataba tan mal a quien venía a juzgarlo, dando muerte infame a un mariscal del Imperio. La Gasca, añadía, era su amigo, La Gasca no dejaría de defender su dignidad como juez contra un gobernador rebelde…

Pero La Gasca dominaba el tablero del mundo, y tenía conciencia de todas las piezas. Armendáriz podía ser su condiscípulo y un juez influyente, pero la lealtad del hombre de las largas piernas estaba atada a una misión más vasta; no lo movía la ambición de pequeñas victorias ni de vanidosas satisfacciones sino la voluntad invariable de rescatar las provincias para el Imperio, aunque para ello tuviera que humillar orgullos y dejar sin castigo algún crimen. Él mismo estaba dispuesto a los mayores sacrificios personales, y jamás se quejaría de ello ante nadie, ni el emperador sabría nunca si su enviado durmió sobre vellones o sobre piedras de río. En definitiva, La Gasca necesitaba a Belalcázar en el bando de la Corona, y así se lo hizo saber con toda dureza a Armendáriz en la carta siguiente.

El juez voluminoso y enfermo ardió de indignación, pero se sabía impotente, y se sometió resignado a su voluntad, aunque más congestionado por el calor y más insomne que antes. Había salido de Tenerife, donde halló menos oro del esperado, y se encontraba en Mompox, cerca de la confluencia de los grandes ríos, intentando tomar posesión de su territorio. Una tarea excesiva para un hombre febril que se derretía en sudor, y que avanzaba con pies hinchados y torpes por las inundadas chalupas; bajo la mirada egipcia de las iguanas. Las arboledas ensordecían de chicharras, los días nacían en el bullicio verde de los loros y morían en la sangre oscura de las ciénagas, una sombra de helechos atigraba la tierra, y el país lleno de hogueras y de dioses desconocidos era algo misterioso, superior al poder de las armas y esquivo al poder de las palabras, un reino que ni Ursúa, con toda su belicosa impaciencia, lograría dominar.