29.
Al cabo de ese año, María de Carvajal enviudó por segunda vez

Al cabo de ese año, María de Carvajal enviudó por segunda vez, heredando las propiedades, el molino, las encomiendas y los muchos esclavos de Pedro Briceño. Fue entonces cuando apareció Francisco Briceño, pariente lejano del difunto, nombrado, como por un conjuro mágico, definitivo juez de residencia de Belalcázar, y la Mariscala, que sabía tanto de amor como de política, se convirtió casi en seguida en la amante del nuevo juez. Mientras éste investigaba todas las acciones del gobernador de Popayán, para nadie era un secreto que Briceño vivía con la viuda de Jorge Robledo, y no causó sorpresa que las acusaciones más graves de ese juicio tuvieran que ver con la muerte del mariscal y con el modo como aquél había sido despojado de sus fundaciones. El juez no habrá sido imparcial, pero fue implacable. Sacó a la luz todas las mujeres y niños de Quioche en el reino de Quito que Belalcázar había pasado a cuchillo en una de sus incursiones, y desenterró la memoria de los trescientos indios de Riobamba que el gobernador había sepultado vivos como castigo varios años atrás. Después de someter al viejo Belalcázar a interrogatorios y prisiones mortificantes lo condenó a muerte por muchos cargos, siendo el principal la muerte de Robledo.

Belalcázar no podía creerlo: la suerte, que había comido en sus manos, le volvía la espalda. Entonces era cierto que en el mundo no había gratitud ni respeto, los méritos de una vida entera de sacrificios y de lealtades podían ser borrados por una sola intriga… y no sabía sobre qué volcar su amargura. Se dijo todavía con más rencor que lo que no habían podido Rumiñahui, el general de los incas, ni Pete, el cacique feroz del Valle de Lilí, ni el ingrato Robledo, ni ninguno de sus incontables enemigos a lo largo de medio siglo, lo estaba logrando con sábanas y con intrigas una puta vengativa. Más con furia que con pena apeló la sentencia ante el Consejo de Indias, y le ordenaron viajar a España, encadenado, para que allá se resolviera su situación.

Fue esa la gota que acabó de ensombrecer su alma. Arrastró los grilletes hasta Cartagena, pero la sentencia humillante pesaba más sobre su cuerpo que las cadenas mismas, y la melancolía se fue apoderando de él. Ya no hablaba con nadie, ya no quería probar bocado. Acostumbrado a la soberbia y al mando, su ancianidad se amargó con esas vejaciones que le parecían casi blasfemias. El viejo arrogante se mordía de indignación los propios labios, y después de llegar a Cartagena, donde lo acogió con compasión su antiguo rival Pedro de Heredia, se empozó en su corazón la derrota. No estaba dispuesto a llegar a España convertido en un prisionero… no les daría el placer de verlo caer ejecutado como un perro. Entonces se encorvó sobre sí mismo, negro escorpión rodeado por el fuego, y se dejó morir.

Mientras tanto, un año entero se acomodaron Ursúa y Castellanos a la hospitalidad de sus amigos de Pamplona. Como no había sido juzgado, y por ello todavía no lo habían privado de sus derechos, Ursúa asumió la propiedad de los predios reservados para sí en los momentos triunfales de la fundación, y entregó algunos de ellos a cambio de recursos, de caballos y de oro para sostener a las tropas. Buena prueba de que sabía cuán frágiles eran aquellas ficciones de normalidad es que firmó los documentos con la fecha de la fundación, cinco años atrás, para que más tarde no desconocieran su validez los jueces del reino. Disponía de varias casas para ocultarse; Castellanos fue todo el tiempo el proveedor, el fiel vigilante y la fuente más segura y copiosa de información sobre todo lo que pasaba en el reino; y dispersaron por la región una guardia de mercenarios para informar de cualquier movimiento sospechoso. Ya Ursúa había dejado de mandar sobre tropas regulares, y empezaba a acostumbrarse a los matones a sueldo y a los salteadores de caminos. Tarde o temprano las autoridades de Santafé sospecharían que se ocultaba en la ciudad que él mismo había fundado, aunque a todos les sonaba más lógico que se refugiara en lugares donde era menos conocido. Pero Ursúa despertaba tanta admiración entre sus viejas huestes, que decenas de hombres estaban dispuestos a transgredir la ley para protegerlo.

Fue el capitán Lanchero quien primero adivinó que estaría en Pamplona, y así se lo sugirió al bravo juez Montaño, que siempre tenía un gesto de repulsión en su rostro. Era un hombre monumental y soberbio, para quien todo había estado mal en el mundo antes de su llegada, que tomaba cada decisión como si fuera el comienzo de una reparación cósmica, y que atribuía a cada delito y a cada culpa, por pequeños que fueran, consecuencias desmesuradas. «Ahí va el juez Montaño con su cara de juicio final» decía Teresa de Peñalver a su tía, cerrando la ventana. Y le escribía cartas a Ursúa hablándole de cómo crecía en su vientre el hijo de sus amores, mientras terminaba el juicio de Armendáriz, quien iba a ser remitido a España para que respondiera allí por sus actos. Los esbirros de Lanchero habían allanado varias casas buscando a Ursúa, y confiscaron sus encomiendas, poniéndolas a nombre del nuevo juez. La soldadesca implantaba un régimen de zozobra, ya nadie en la Sabana parecía favorecido por el gobierno, todas las semanas se rumoraba que habían capturado a Ursúa en un lugar distinto.

Las escasas cartas de Teresa, siempre dirigidas a Castellanos, amargaban a Ursúa con la evidencia de que ahora lo estaban volviendo responsable de cada uno de los males del reino. Todo levantamiento de indios se debía a sus campañas violentas, los desfalcos de los funcionarios se hacían para favorecerlo, todas las violaciones de las Nuevas Leyes se realizaban siguiendo su ejemplo. Hasta de los motines que hacían hombres como Álvaro de Hoyón lo acusaban, y esto lo enfurecía, porque si de algo no podía dudarse era de su lealtad a la Corona, y siempre fue enemigo de los enemigos del emperador. Tal vez ya fuera parte de su castigo: los nuevos gobernantes hacían de él el modelo de la mala administración, de la brutalidad militar, de la violencia innecesaria. Y allí comprobó que nada es más útil para los gobernantes que tener un demonio al cual atribuir los desórdenes del reino, a quien señalar como el origen secreto de todos los fracasos de su administración.

Un día, al final de aquel año de escondites, Ursúa vio venir a Castellanos a caballo y comprendió, por su prisa inusual entre los árboles y por su rostro de presidio, que algo grave ocurría. Indios de la sierra habían visto venir por las florestas tropas españolas y esto sólo podía significar que el capitán Luis Lanchero se acercaba en plan de venganza, enviado por el oidor, quien se convenció finalmente que en ninguna parte se sentiría Ursúa más seguro que en la ciudad que él mismo había fundado.

Pamplona era un refugio pero también era un consuelo para su mente, recuerdo piadoso del país nativo cada vez más guardado en la memoria. Dormido bajo un cielo de santos e invocaciones, había vuelto a soñarse al amparo de las murallas de Tristán, en colinas de ovejas, defendido por un invencible ejército de muertos: sus abuelos franceses y navarros, y los Orsubas que alzaron las costillas de piedra del Imperio romano.

Pero ahora, despierto, y con enemigos pisando sus talones, tuvo que salir de prisa con su guardia y perderse por las arboledas, bajo el viento con rachas de niebla que en realidad venía más a protegerlo que a entorpecer sus pasos. De mucho les sirvió conocer esos páramos como los conocían. No era aconsejable bajar a La Tora, porque allí estaría la retaguardia de las tropas venidas de la Sabana, pero Ursúa conocía otro embarcadero, leguas al norte, en la orilla donde escaparon años atrás los esclavos negros del gobernador Lugo, y hacia allá enderezaron las cabezas de los caballos.

Mientras tanto Lanchero avanzó hacia Pamplona, entró con estruendo en la villa, allanó con tropas violentas una tras otra las casas de los fundadores, y amenazó con prisiones a quienes se negaran a informar el paradero del prófugo.

«Todos niegan haberlo visto, pero los indios nos confirman que hace dos o tres días estaba todavía aquí, y que todos éstos conversaron con él», le dijo a su sargento Rodríguez. «Los indios, que lo odian, pueden decir la verdad», dijo el otro, «pero estos funcionarios son sus amigos de hace años». «El odio siempre ve mejor», contestó Lanchero, «y hay cosas que nunca suelta una lengua cómplice. Hay que averiguar qué camino tomaron él y sus hombres. Ursúa es sagaz y sabe bien que no puede bajar a La Tora, porque habrá soldados del reino esperándolo».

«Sin grandes tropas, capitán, sólo le quedan dos caminos: cruzar el Magdalena por alguna parte de la llanura y subir hacia Neyva buscando la ruta de Belalcázar, o navegar al norte». «No puede cruzar las tierras de los muzos, porque allí estará perdido, lo mismo con nosotros que con los indios. No puede tomar un barco grande sin que lo descubran hombres de la gobernación, ni pequeño, porque lo van a masacrar los nativos». «No tiene cómo embarcarse por el río hacia el norte», dijo Rodríguez, «y es difícil que se arriesgue por la orilla del río. Buena pieza tendrían los caimanes y los indios de estas selvas».

«Pero más peligroso es viajar con pocos hombres por las montañas» dijo Lanchero. «Muchos indígenas estarán felices de encontrado y yo de ellos le cobraría sus acciones dedo por dedo y oreja por oreja». «Dicen que quemó vivos a varios jefes de los panches», dijo uno de los soldados. «Y que apuñaló a los caciques muzos en el banquete de paz después de las negociaciones».

La estela de sus crueldades seguía ahora a Ursúa como la plaga de los tigres seguía en otro tiempo el cortejo de Ambrosio Alfínger por su rastro de cadáveres. Los soldados siguieron hablando de todo lo que Ursúa había dejado a su paso, y después decidieron volver a las barrancas bermejas, a calcular allí, con los hombres que cuidaban los barcos, cuál podría ser su rumbo.

Mientras tanto Ursúa, Castellanos y los otros siete hombres descendían a tientas los barrancos de Urama, frente a la negra cuchilla de los Cobardes. Durmieron la primera noche en una gruta que parecía al amparo de las miradas y los sorprendió al amanecer descubrir que estaban expuestos a todos los vientos. El sol disipó la niebla; se encontraban en una región de árboles altísimos, por los cuales corrían y saltaban monos diminutos, y como siempre un bullicio de pájaros alegraba el aire. Abajo, muy lejos, se abría el valle, y pudieron ver el río Magdalena como un espejo separando la enorme llanura. Se ahondaba como un milagro hacia el norte, entre selvas cerradas, y a una distancia inverosímil lo borraba la niebla suave. Al otro lado del llano era visible la cordillera azul, de cumbres superpuestas, y bajo el cielo diáfano los nevados sucesivos, uno de cresta plana e inclinada, otro de forma irregular, y el tercero formando un cono blanco y perfecto.

«Lo peor de los bosques es que no hay manera de saber qué se oculta en ellos. Por lo menos tenemos buen clima, pero también eso nos hará más visibles», dijo Ursúa. Miró a Castellanos y comprendió que llevaba un buen rato escribiendo en esos cuadernos pequeños que parecían ser su único equipaje.

«Nunca descansas de escribir», le dijo. «Un día voy a hacer un libro con todo esto», respondió el otro. «O un río se va a llevar tus cuadernos» dijo Ursúa riendo, «o un tigre se va a alimentar de cuentos». «O un caimán se va a indigestar con ellos», añadió Castellanos, «pero no me preocupa: no los escribo para conservarlos en el papel sino para guardarlos mejor en la memoria. Si no los escribiera, los olvidaría, porque sólo soy capaz de recordar lo que se convierte en palabras».

«Será por eso que yo olvido tanto», respondió Ursúa. «Recuerdo los hechos, pero ninguno de esos detalles menudos que a ti se te graban siempre. Ayer me sorprendió que recordaras, cuando tuvimos que escapar a toda prisa, que me habías visto en el Paso de Origua peleando con los indios del Tayrona con un pie calzado y el otro desnudo. Eso ya lo había olvidado».

«No necesitas recordar», dijo Castellanos, «porque tu vida está en los actos, pero la mía está en los cuentos. A veces pienso que las cosas sólo existen si las nombro, y me parece triste el olvido. Sería una lástima que un día nadie supiera de tu vida, de tus fundaciones y tus guerras». «Por ahora habrá que hablar de mis fugas» añadió Ursúa. «Porque aquí voy, sin más colchón que la hierba ni más rumbo que el monte». «Pero vivo y casi contento», le respondió Castellanos. «El ser más difícil de vencer que he conocido».

Así hablaban, avanzando a buen trote por las lomas, buscando en el paisaje un brillo de armaduras españolas o humaredas de pueblos indios. Porque ahora tenían enemigos por todas partes, sin olvidar a la naturaleza, que los bendecía con sol y claridad, pero que en cualquier momento podía suspender sobre ellos nubes amenazantes, o descargar aguaceros y rayos. Y así siguieron dos jornadas más, durmiendo en lugares discretos, sin encender hogueras, y dejando siempre a alguien que velara en la oscuridad.

Después una brisa vino de lejos a buscarlos y a darles noticias. «Es el olor del río», dijo Ursúa, «ya estamos llegando a la llanura y al embarcadero».

Habían comido poco en tres días de viaje. Repartieron las hogazas de pan, un trozo de jamón que les habían dado sus amigos, porque ya en Tunja y en Pamplona se hacían jamones tan buenos como en España. Llevaban un poco de alcohol de caña, sólo para animarse cuando desfallecieran; trataron de conservar el agua buena que traían en las bolsas de cuero, y se privaron de cazar pájaros, venados que hallaban a su paso, o más pequeños animales del monte, e incluso de pescar en los arroyos limpios que a veces mostraban buenos peces en sus remansos, porque esas piezas los obligarían a delatarse con fuego y humaredas.

Habrían preferido robar una de las barcas grandes del embarcadero, pero ello significaba aumentar en cinco o seis el número de sus enemigos y perseguidores, de modo que tuvieron que mostrarse y comprarla. Ursúa permaneció escondido, y fueron Soto, el jugador, y Lorenzo Corral, quienes negociaron un rato con el dueño, un mestizo de unos treinta y cinco años que pasaba gentes de un lado al otro del río, y que tenía su mujer india y unos niños desnudos. La mitad del alto precio fue por la barca, y la otra mitad por el silencio, aunque todos sabían que bastaría otro tanto para que se convirtiera en delación.

Se embarcaron enseguida, y remaron fuerte para aumentar la ventaja que les daba ir corriente abajo. La barca los hacía presa fácil para los nativos, pero al mismo tiempo los hacía presa poco codiciable, salvo para indios vengativos que hubieran sufrido una agresión penosa. Pero llevaban los caballos en ella, en una especie de corral improvisado en el centro, y ello amenazaba la estabilidad. Más peligrosos se veían los caimanes que en las orillas, a lado y lado, se eternizaban al sol, entre el vuelo de las garzas y el resplandor de las mariposas.

Una noche, Ursúa y Castellanos estaban en silencio viendo el fulgor errante de las luciérnagas entre las ramas de la orilla, y oyendo las quejas de los pájaros desolados, cuando el letrado dijo: «Esta barca deforme me recuerda una que vi llegar hace años a las islas». Ursúa se acomodó entre sus fardos, porque ya sabía que en ese tono comenzaba Castellanos sus cuentos. Se dispuso a escuchar una buena historia, y le preguntó dónde vivía entonces, para dar pie al relato del otro.

Y Castellanos empezó a contarle que diez años antes, en Margarita, la isla de las perlas, oyó una mañana la noticia de que había llegado a la playa un barco de hombres tuertos. «¿Todos?», preguntó Ursúa asombrado. «En realidad sólo a los tres primeros que bajaron del barco les faltaba un ojo», contestó Castellanos, «pero fue algo tan extraño y tan casual que les hizo pensar a los isleños que los vieron, y después por los rumores a mucha gente de la isla, que todos los marinos eran tuertos. Incluso después, cuando se vio que todos los otros tenían los ojos en su sitio, la gente siguió hablando del barco de hombres tuertos, y hubo quien me lo aseguró a mí mismo. Pensamos que esos hombres venían de otro mundo y hasta creímos que estaban volviendo los barcos fantasmas de la expedición de Ordaz, donde tantos amigos nuestros habían desaparecido. Pero en realidad eran los barcos del capitán Francisco de Orellana: venían de descubrir el río más grande del mundo, y la selva inmensa que lo rodea. Nos contaron que habían descendido durante ocho meses, arrastrados por la corriente de un río que crecía y se ensanchaba, y que no desembocaba nunca en el mar».

«Yo he oído hablar de ese río y de esa expedición», dijo Ursúa inquietándose de pronto, «pero no tenía idea de que tú habías sido testigo de su llegada. ¿Por qué no me lo habías contado?». «Nunca tuvimos ocasión de hablar de estas cosas», dijo Castellanos: «Ellos mismos habían construido el primer barco, con buenos planos y buenos instrumentos, cuando encontraron el río y ya no pudieron avanzar por tierra. Un bergantín español capaz de llevar a veinte hombres y en el que se embarcaron sesenta. Eso fue cuando fracasó la expedición de Gonzalo Pizarro en busca de la canela».

«Cuando llegué al Perú», dijo Ursúa, «se hablaba mucho de ese viaje. Pizarro había vuelto de la expedición con muy pocos hombres, y contó que Orellana le había robado un barco y huyó con muchos soldados, jurando que iba a buscar provisiones, cuando en realidad pensaba escaparse».

«Ah, no», dijo Castellanos, «yo hablé con Orellana, y él me contó que la corriente los había arrastrado. Nadie sabía cómo maniobrar un bergantín español de esas dimensiones por los ríos de la cordillera, después un río más grande se unió con aquel en que iban, y ya no pudieron gobernar su rumbo. No podían desembarcar en ninguna parte, porque de las orillas los atacaban las flechas, y descubrieron que la selva estaba toda poblada, porque se veían humaredas sobre los árboles, en la distancia, y en la noche se oía el rumor de los pueblos rezando y tocando tambores y flautas».

Ursúa se quedó de pronto silencioso, como cuando oyó, en el último día de su infancia, al viejísimo Díez de Aux contando en su casa paterna las historias de sus viajes y sus aventuras. Después de cuatro guerras inútiles tratando de alcanzar un tesoro cada día más tentador y más irreal, ahora, justo ahora, cuando iba perseguido y derrotado por un río de caimanes, mirando a cada instante hacia atrás para ver si aparecían en la tiniebla las tropas de sus enemigos, ahora, de repente, le llegaba la verdadera revelación de su destino. Y una vez más empezó a encenderse en su alma ese fuego incontrolable que le daba su fuerza y que despertaba su ingenio. ¿Tenía que haber pasado por todas esas pruebas de sangre, por esas fugas y estas persecuciones, para entender que lo que en verdad quería era ser el gobernador de las selvas que Orellana había descubierto? Ese era un reto digno de él, un río de ocho lunas y una selva más grande que el mundo, llena de pueblos qué vencer y de riquezas qué descubrir. Una selva poblada de amazonas, el reino más misterioso y más tentador para un hombre como él.

Pero ni él ni Castellanos sabían qué río y qué selva eran aquéllos. Hubiera estado yo presente para contarles, espanto por espanto y milagro por milagro, cómo fue nuestra travesía, cómo hicimos un segundo barco en una isla en medio de la corriente, para impedir que los sesenta hombres zozobráramos en un barco hábil sólo para veinte.

Aquella noche, descendiendo por el Magdalena, Ursúa comprendió de pronto que había perdido años preciosos buscando en la gobernación de su tío un espejismo. Lo vio todo tan claro que maldijo la hora en que recibió en el Perú la carta de Miguel Díaz de Armendáriz invitándolo a viajar a Cartagena de Indias, y la hora en que un rayo cayó sobre el barco de los gobernadores en el Cabo de la Vela, y la hora de su gloriosa ascensión a gobernador adolescente. Y abominó de las tórtolas del sur y de las ranas del este, de los caimanes y de los cangrejos; vio su vida en las Indias como un infierno de postergaciones, y las estrellas como una conjura de escorpiones y toros contra su destino, y no pudo entender cómo ni cuándo se le había torcido la suerte.

«Pero si yo llegué al Perú», decía lleno de rabia, «algo en mí adivinó que era allí donde estaba el destino. Si hubiera permanecido un poco más me habría dado cuenta de que mi rumbo era el de Orellana, de que el reino por conquistar era ese donde él buscó por error sus bosques de canela. Leí al revés todos los signos, y ahora tengo que empezar de nuevo».

Y lleno de un repentino entusiasmo que era como la soflama de sus batallas, de su encierro y su fuga, al pasar ante los embarcaderos de Mompox tomó la decisión de viajar al Perú, y emprender por fin la gran expedición de su vida.

¡Pobre Ursúa! Era verdad que su destino estaba allá, aguardándolo. Era verdad que Miguel Díaz de Armendáriz lo había desviado del río que lo esperaba, de la selva que lo recibiría, de la aventura que pondría su nombre en los labios de la leyenda. Y era verdad que las cuatro guerras salvajes donde había perdido su inocencia, donde había oscurecido su alma, eran una postergación de su verdadero destino. En todo eso tenía razón. Sólo se equivocaba en una cosa: ese destino verdadero que era el suyo, ese destino que quería seguir por fin, no sería el del triunfo: lo que lo esperaba con impaciencia en las selvas del río de las amazonas era su estrella negra, su desgracia y su eclipse: una maldita y rencorosa noche de espadas.