CAPÍTULO XVIII
ENCRUCIJADA Tenía grandes gotas de sudor destacando en mi frente y no sentía mis dedos como si fueran míos. Estaba nadando en altas finanzas, a sesenta y cinco pisos del suelo, apoyando mi codo en un mantel de mesa de aspecto envarado y blanco como un fantasma escapado, y golpeando una gran pecera redonda con el dedo. La pecera estaba llena de agua clara, con una abierta y resplandeciente rosa roja tan ancha como una mano, hundida en el agua, que hacía que la rosa pareciera más grande y más roja y las hojas más verdes de lo que eran en realidad. Pero todo en la sala se veía de este modo cuando mirabas a través de las peceras de agua y rosa en las otras veinticinco mesas. Cada hilera de mesas estaba en un estrado en forma de herradura, y cada herradura un poco más alta de la de abajo. Yo estaba en la más baja. El precio de la mesa por una noche era de veinticinco dólares.
Sesenta y cinco pisos por encima del mundo. Un buen viaje de ascensor para bajar hasta donde se corre la carrera humana. El nombre del lugar, la Sala del Arco Iris, en la ciudad llamada Nueva York, en el edificio llamado Centro Rockefeller, donde las gambas se cuecen en Standard Oil. Estaba esperando para una prueba para ver si conseguía un empleo cantando allí. El tugurio de más categoría que he visto en mi vida. Miré alrededor a las gruesas alfombras como césped tupido, y las ondulantes cortinas colgando de las ventanas, y me reí para mis adentros al escuchar a los otros intérpretes haciendo comentarios jocosos sobre toda la obra.
—Ésta debe ser la sala del delirio, por la forma como lo tienen todo acolchado.
Un hombrecito de aspecto afeminado con un largo frac, estaba esperando su turno para la demostración.
—No creo que hayan podado aún la tapicería este año —susurraba una señora con un acordeón plegado sobre su regazo.
—Y esas mesas —casi me reía al decir—, es como si en este edificio, como más alto estás, más frío tienes.
El hombre que había sido nuestro guía y nos condujo aquí arriba en primer lugar, atravesó la alfombra con su nariz al aire, como una foca amaestrada, nos hizo una mueca a los que esperábamos para pasar las pruebas, y dijo:
—Ccchhht. Silencio, todo el mundo.
Todo el mundo se deslizó en la silla y se acicaló y se sentó bien recto y se quedó inmóvil, mientras tres o cuatro hombres, y una o dos señoras vestidas de acuerdo con el mobiliario, penetraron bajo el arco de una puerta alta desde la terraza principal y tomaron asiento en una de las mesas.
—¿El jefe supremo! —le pregunté tapándome la boca con el dorso de la mano, a los otros de mi mesa.
Las cabezas se movieron afirmativamente. Me di cuenta de que todo el mundo había cambiado la expresión de la cara, casi como figuras de cera, inclinando su cabeza con la brisa, arrugando la cara ante el sol del atardecer que atravesaba el suelo, y sonriendo como si nunca les hubiera faltado una comida. Este aspecto es el que la mayoría de colegas del espectáculo aprenden rápidamente al entrar en el juego; lo pintan sobre sus caras, o lo moldean, de modo que sonría siempre como un mono a través de los barrotes, de manera que nadie pueda saber que aún no han pagado el alquiler, o que no han tenido trabajo esta temporada o la última, y que acaban de terminar una sensacional y espectacular gira de cinco desastres en serie. Los intérpretes parecían clientes ricos, resplandecientes al sol, mientras el jefe principal con su mesa de jefes de talla media parecían haber sido objeto de un fusilamiento fallido.
A través del agua de las peceras todas las cosas del lugar parecían estar cabeza abajo; el suelo parecía el techo y los corredores parecían las paredes, y los hambrientos parecían ser los ricos, y los ricos parecían estar hambrientos.
Finalmente, alguien debió hacer un movimiento o dar una señal, porque una chica con un vestido de saco de arpillera se levantó y cantó una canción que decía cómo se estaba acercando a los trece, y cómo crecía su ansiedad, cansada de esperar, con miedo de llegar a solterona, y con deseos de ser una montañesa desposada. Las cabezas se sacudieron arriba y abajo y el jefe supremo, los jefes medianos, los agentes y ayudantes sonrieron a través de las mesas vacías. Escuché a alguien susurrar:
—Está contratada.
—¡El siguiente! ¡Woody Guthrie! —un tipo muy elegante decía por el micrófono.
—Supongo que ése soy yo —estaba murmurando, hablándome a mí mismo, y mirando por la ventana, pensando.
Busqué en mi bolsillo y tiré una moneda sobre el mantel; la observé dar vueltas y más vueltas,
primero cara, luego cruz, y me dije: "Menuda diferencia entre aquel huerto de albaricoques en junio, pasado, en el que la gente estaba atrapada a lo largo del río, y esta sala del Arco Iris en una tarde de agosto. Caray, he andado mucho en los últimos meses. No he ganado dinero como para hablar de él, pero he metido la cabeza en un montón de lugares bellos y sencillos. Algunos buenos, otros apenas pasables, y algunos terriblemente malos. Compuse un montón de canciones para la gente de los sindicatos, las canté por todos lados, allá donde la gente se reúne y habla y canta, desde el Madison Square Garden hasta una taberna de fabricantes de cigarros cubanos en Spanish Harlem, una hora más tarde; desde los estudios acolchados de CBS y NBC hasta el salvaje escenario de un ghetto harapiento. En algunos lugares era presentado como un monstruo, en otros como un héroe, y en los duros tugurios cerca de Battery Park, no era más que otra sombra confundiéndose con la demás. Ha sido como esta monedita dando vueltas, una noria de caras y cruces. Los que más me gustaron fueron los obreros de los sindicatos, los soldados y los hombres en ropa de lucha, ropa de tiro, ropa de barco, o ropa de granja, porque al cantar con ellos me hacía amigo de ellos, y me sentía como si de alguna manera participara en su trabajo. Pero esta moneda girando son mis últimos diez centavos... y este empleo en el Arco lis, bueno, según los rumores van a pagar tanto como setenta y cinco a la semana, y setenta y cinco a la semana son, ni más ni menos, que setenta y cinco a la semana."
—¡Woody Guthrie!
—'¡Ya voy!
Caminé hasta el micrófono, tragando saliva e intentando pensar en algo para cantar. Tenía la cabeza un poco vacía o así, y por más que lo intentara, no podía pensar en ninguna clase de canción para cantar... sólo el vacío.
—¿Cuál va a ser su primera selección, señor Guthrie?
—Una pequeña melodía, supongo, llamada Nueva York City. —Y así empujé al presentador fuera de escena con la punta de alambres del mango de mi guitarra e inventé estas palabras al tiempo que cantaba:
¡Esta sala del Arco Iris está muy bien Puedes escupir desde aquí hasta la frontera de Texas!
¡En Nueva York City Señor, Nueva York City
Esto es Nueva York City, y debo saber por dónde voy!
¡Esta sala del Arco Iris está tan arriba
Que el espíritu de John D. viene flotando por ahí
Esto es Nueva York City
Ella es Nueva York City
Estoy en Nueva York City y debo saber por dónde voy!
¡La ciudad de Nueva York está en un auge grandioso
Me tiene a mí cantando en la sala del Arco Iris
Eso es Nueva York City
Eso es Nueva York City
Es la vieja Nueva York City
Donde debo saber muy bien por donde voy!
Llevé la melodía a la iglesia, la rodé por el santo suelo, introduje algunas notas partidas, deslicé una falsa, pasé por el estilo "barrel house", alcancé un par de buenas notas solitarias a campo través, intentando conseguir que me ayudara la vieja guitarra, que hablara conmigo, que hablara por mí, y dijera lo que pensaba, sólo por esta vez.
Bueno, esta sala del Arco Iris es un extraño lugar para tocarHay un largo camino desde aquí hasta los U.S.A.Y de vuelta a Nueva York City¡Dios! Nueva York City¡Hey! Nueva York CityDonde debo saber muy bien por dónde voy! El hombre del micrófono vino corriendo, indicando que me detuviera, y preguntándome:
—Hhhlmmmm, ¿dónde termina exactamente esta canción, señor?
—¿Dónde termina? —le miré por encima—, ¡Ahora está empezando a salir bien, señor!
—El número es de lo más divertido. Excitante. Muy dolorido. Pero me pregunto si será conveniente para el público. Ejemm. Para nuestros clientes. Permítame un par de preguntas. ¿Cómo hace usted la entrada y la salida del micrófono?
—Andando, por regla general.
—Esto no sirve. Vamos a ver que tal resulta entrar trotando bajo el arco de esa puerta de allí, hacerse a un lado cuando llegue a aquella plataforma plana, cabriolar vivamente cuando baje esos tres escalones, y luego saltar hasta el micrófono sobre las almohadillas de los pies, apoyando todo el peso sobre las articulaciones de los tobillos.
Y antes de que yo pudiera decir nada, él había salido corriendo y entrado trotando, mostrándome exactamente lo que me había explicado.
Otro de los jefes gritó desde la mesa cerca de la pared trasera:
—¡Por lo que respecta a la entrada, creo que podemos ensayarlo una o dos semanas y dejarlo arreglado!
—¡Sí! Por supuesto, lo que tenemos que probar es su sonido por el micrófono, y ajustar los focos a su talla, pero eso puede venir más tarde. Estoy pensando en su maquillaje. ¿Qué clase de maquillaje usa usted, joven? —Otro jefe hablaba desde su mesa.
—No acostumbro a usar ninguno —dije por el micrófono.
Sentí el lejano zumbido y rumor de los trenes de carga y camiones de traslados llamándome. Me mordí la lengua y escuché.
—Bajo los focos, ¿sabe usted?, su piel natural parecería demasiado pálida y muerta. No le importará usar alguna clase de maquillaje sólo para revitalizarlo un poco, ¿verdad?
—No. No creo.
¿Por qué estaba pensando una cosa en mi cabeza y diciendo algo distinto con mi boca?
—¡Bien! —Una señora meneó la cabeza desde la mesa del jefe—. Ahora, oh, sí, ahora, ¿qué clase de disfraz debo conseguirle?
—¿Quée? —dije, pero nadie me oyó.
Cruzó las manos bajo su barbilla e hizo repicar sus pestañas de cera como si fueran tejas sueltas bajo un fuerte viento. "¡Puedo imaginar un carro de heno, lleno de campesinos cantando, y este personaje despreocupado siguiendo al carro por el polvo, cantando después de terminar el trabajo del día! Eso es. ¡Un traje típico de campesino francés!"
—¡Oh, no... esperen! Le veo como un habitante de los pantanos de Louisiana, medio dormido sobre la base plana de un tocón de árbol de goma, con los pies colgando sobre el barro, y su escopeta apoyada cerca de la cabeza! ¡Ah! ¡Qué continuación para la chica del saco de arpillera cantando "Novia Montañesa"!
Un hombre perdiendo una lucha a brazo partido con un puro de veinticinco centavos estaba discutiendo con la señora.
—¡Ya lo tengo! ¡Escuchen! ¡Ya lo tengo! —La señora se levantó de la mesa con una expresión en la cara como si estuviera en alguna clase de trance, y atravesó la alfombra hasta dónde yo estaba, diciendo—: ¡Ya lo tengo! ¡Pierrot! ¡Debemos disfrazarle de Pierrot! ¡Uno de esos adorables trajes de payaso! ¡Nos proporcionará la vida, la excitación y el humor veleidoso de aquella época! ¿No es una idea simplemente maravillosa? —Volvió a cruzar sus manos bajo la barbilla, se inclinó hacía mi hombro, y yo me hice a un lado para esquivarla—. ¡Imagínense! ¡Lo que un disfraz adecuado puede lograr con esta gente! ¡Su vida despreocupada! ¡Cielos abiertos! La simplicidad original. ¡Pierrot! ¡Pierrot! —Me iba arrastrando por el brazo a través del escenario, y abandonamos la sala dejando a todo el mundo hablando a la vez.
Alguno de los aspirantes decía:
—¡Caray! ¡Va a imponer una moda!
Afuera, en una especie de alto porche de cristal, donde una salvaje maraña de cosas verdes crecía todo a lo largo del suelo cerca de las ventanas, me hizo caer en una silla de piel cerca de una mesa de plástico y suspiró y resopló como si acabara un día de trabajo honesto.
—Ahora, déjeme ver, oh, sí, señora, mi impresión después de esa ligera muestra de su trabajo es un poco, digamos, incompleta, o sea, en lo que respecta a las tradiciones culturales representadas y el intercambio y las ínterrelaciones y las superposiciones de esas mismas normas culturales, especialmente aquí en América, donde tenemos, bueno, una tal mezcolanza de culturas, un tal estofado de matices y colores. Pero, a pesar de todo, creo que el disfraz de payaso representará una amplia porción del divertido espíritu de todos ellos... y...
Dejé que mis oídos se desviaran de su verborrea y que mi ojos se deslizaran por la ventana y sesenta y cinco pisos hacia abajo donde la ciudad del viejo Nueva York estaba viviendo, respirando, blasfemando y riendo allá abajo, en aquella larga isla.
Comencé a pasear de un lado a otro, manteniendo la vista fija en la ventana, vía abajo, contemplando los pañales y la ropa interior flotando en las escaleras de incendios y tendederos en la parte trasera de los edificios; viendo el humo convertirse en una mancha nebulosa que salpicaba el cielo y se mezclaba con todos los otros humos que intentaban ocultar la ciudad. Voluptuosos papeles se agitaban y salían despedidos para arriba, se levantaban en el aire y caían descontroladamente, doblándose de espaldas y de lado, una y otra vez, páginas sueltas de periódico con fotos e historias de gente impresas en algún lugar, haciendo rizos en el aire. ¡Vuela papelito, vuela! Gira y retuércete y quédate arriba tanto como puedas, y cuando vuelvas a bajar, hazlo en el cobertizo de un ático, y baja despacio para que no te lastimes. Baja y quédate allí bajo el sol, la lluvia, el hollín, el humo y la arena que se te mete en los ojos en las grandes ciudades... y quédate allí bajo el sol, palidece y púdrete. Pero sigue intentando lanzar tu mensaje, y sigue intentando ser el retrato de un hombre, porque sin esa historia y sin ese mensaje impreso sobre ti, no serías gran cosa. Recuerda que, quizá tan sólo, algún día, en algún momento, alguien te recogerá y mirará tu retrato, leerá tu mensaje, y te llevará en el bolsillo, te dejará en un estante, y te quemará en
su estufa. Pero tendrá tu mensaje grabado en su cabeza y hablará de él y lo hará circular. Y yo estoy volando, de una forma tan salvaje y atorbellinada como tú, y cantidad de veces he sido recogido, tirado y recogido de nuevo; pero mis ojos han sido mi cámara tomando fotos del mundo y mis canciones han sido mensajes que he intentado esparcer por las partes traseras y a lo largo de los escalones de las escaleras de incendios y en los antepechos de las ventanas y a través de los pasillos oscuros.
Funcionando aún como una máquina parlante de mil novecientos diez, mi señora amiga había dicho un montón de cosas de las que no había captado una sola palabra. Me temo que mis oídos habían estado corriendo por algún lugar, abajo, en las calles. La oí decir:
—De manera que, el interés demostrado por el administrador no es en absoluto una cuestión personal, en absoluto, en absoluto; pero hay otra razón por la que es seguro que puede usted satisfacer los deseos de sus clientes; y yo digo siempre, ¿no lo dice usted siempre?: "Lo que dice el cliente es lo que todos tenemos que decir." —Sus dientes brillaban y sus ojos cambiaban repentinamente de color—. ¿Usted no?
—¿Yo no? ¿Qué? Oh, excúseme un instante, ¿eh? Vuelvo en seguida.
Eché una larga mirada a uno y otro lado de las sillas de cuero rojo y las mesas de plástico en la sala acristalada, agarré mi guitarra por el cuello y le dije a un chico de uniforme:
—¿Los servicios?
Y me dirigí en la dirección que señaló, tan sólo que al llegar a un par de pies del cartelito que decía: "Hombres", hice una rápida finta hacia un pequeño corredor donde ponía: "Ascensor".
La señora movía la cabeza de espaldas a mí. Y le pregunté al hombre del ascensor:
—¿Va para abajo? Okey. Planta baja, ¡Lo más rápido que pueda!
Cuando tocamos fondo salí andando por el resbaladizo suelo de mármol, golpeando la guitarra tan fuerte como podía y cantando:
Todo buen hombre se ve en apuros alguna vez. Todo buen hombre se ve en apuros alguna vez.Se encuentra abatido.Completamente arruinado.¡No tiene ni una perra! Nunca escuché mi guitarra sonar tan fuerte, tan largo y tan claro como allí, en aquellos salones de mármol pulido. Cada nota era diez veces más fuerte, al igual que mi canto. Me llené totalmente de aire y canté tan fuerte como el edificio pudiera soportar. Quería que los perros de lanas que conducían las señoras por allí levantaran los hocicos y se preguntaran qué cono se había abatido sobre el lugar. Hacía demasiado tiempo que la gente caminaba por esos suelos enlosados, demasiado fina, comedida y silenciosamente. Decidí que por un minuto, por un solo instante en sus vidas, vieran a un ser humano paseando, no cantando porque le hubieran contratado y dicho lo que tenía que cantar, sino simplemente andando por allí, pensando en el mundo y cantando sobre él.
El eco resonaba por todas partes y pasaba rozando los murales pintados en las paredes. Rebaños de gente y grupos familiares dejaron de mirar los iluminados escaparates de las tiendas elegantes en las galerías y me escucharon decirle al mundo:
El viejo John D. no es amigo mío.El viejo John D. no es amigo mío.Digo que el viejo John D. no es ningún amigo mío.Se lleva a todas las mujeres bonitas.¡Y nos deja a los hombres atrás! Niños y niñas iban trotando a mi lado, tirando de las manos de sus padres, y acercaban sus oídos y narices hasta frotarlos contra la madera vibrante de mi guitarra. Mientras atacaba los acordes del blues, sin cantar, escuché comentarios al paso:
—¿Qué está anunciando?
—¿No es un bromista?
—Un excéntrico.
—Uno del Oeste. Posiblemente perdido en el metro.
—¡Niños! ¡Volved para acá! Oí a un poli que decía:
—¡Basta! ¡Hey! ¡No se pueden hacer estos números aquí!
Pero antes de que pudiera alcanzarme, pasé a través de una puerta giratoria y me abrí camino a través de algunas avenidas atiborradas de tráfico, y comencé a deambular a lo largo de las aceras sin siquiera prestar atención adonde me dirigía. Podían haber transcurrido unas pocas horas. O días. No me daba cuenta. Pero iba esquivando a los peatones, a los niños juguetones, las vallas de hierro oxidado, los escalones podridos, y mi cabeza estaba zumbando, intentando inventar alguna razón por la que me precipité fuera del piso sesenta y cinco de aquel gran edificio, allá atrás. Pero algo dentro de mí debía saber el porqué. Porque al cabo de un momento me encontré caminando por la Novena Avenida de Nueva York, y cruzando frente a otro largo bloque de cemento para llegar al puerto. Veía a madres encaramadas en altas escaleras de
piedra y afuera en las aceras ,en sillas de culo de mimbre, algunas a la sombra, otras al sol, hablando, hablando, hablando. El don de sus sentidos estaba hablando, hablando a la madre o la señora más próxima, acerca del viento, del tiempo, de las aceras, los bordillos, las viviendas, cucarachas, bichos, alquiler, y el propietario, y arreglándoselas para tener un ojo puesto en todos los centenares de niños jugando en plena calle. Al pasar yo por allí, hablaran de lo que hablaran, las oía decir, primero de un lado y luego del otro: —¡Músico!
—¡Heyyy! ¡Tócanos la canción! —¡Hola! ¡Vamos a ver cómo suena! —¿No nos darías una música? —¡Toca!
—¡Dame una serenata!
Y así, sin hacer mucho caso, allí en las últimas manchas del sol poniente, fui serpenteando entre las mujeres y los chiquillos, cantando:
¿Qué es lo que dice el mar profundo?Explícame, ¿qué dice el mar profundo?Bueno, gime y suspira,Se agita y echa espuma.¡Y da vueltas en su tedioso camino! Seguí caminando, con el día apenas marchándose por las azoteas de los altos edificios, pasando por el tamiz de las viejas chimeneas agrietadas. Gracias a Dios, no todo el mundo, ni todas las cosas son lustrosas, almidonadas e emitaciones. Gracias a Dios, no todo el mundo tiene miedo. Miedo en los rascacielos, miedo en los despachos de asuntos públicos, miedo del tic de las maquinistas que nunca explotan, los télex del mercado de valores, que dan tantos sustos de muerte, marcando muertes, bodas y divorcios, amigos y enemigos; télex conectados y enchufados como sinfonolas, tocando las falsas y lacrimosas mentiras que se cantan en las salvajes cañadas de Wall Street; canciones lloradas por las familias que pierden, canciones que retintinean en las espuelas de plata del hombre que gana. Aquí en los barrios bajos, la gente está atestando las aceras, los bordillos y las tomas de agua para incendios, y coches, camiones, niños y pelotas de goma rebotan por las calles. Y yo pensaba: "Esto es lo que yo llamo estar nacido y vivo; no sé cómo llamaría a ese gran edificio que he dejado atrás a lo lejos."
Me di cuenta de que un joven marino mejicano de cara tranquila me seguía de cerca. Era de complexión pequeña, casi como un niño, y el mar y el sol habían mantenido su cabello grasiento y su sonrisa dulce. AI cabo de una o dos manzanas habíamos entrado en contacto y me había dicho:
—Mi nombre es Carlos, llámame Cari.
Aparte de esto, Cari no dijo gran cosa; espontáneamente sabíamos que éramos camaradas sin hacer ningún discurso al respecto. De manera que durante una hora anduve cantando por allí, mientras ese hombre caminaba a mi lado, sonriendo cara al viento, sin contarme grandes historias de submarinos y torpedos, sin historias de héroes.
Un niño y una niña irrumpieron ruidosamente con sus patines, y me dijeron que cantara más alto para poder oírme por encima de su propio estruendo. Otros chiquillos dejaron de pegarse y me iban siguiendo y escuchando. Las mamas llamaron en un centenar de lenguas distintas: " ¡Niños, volved acá!" Normalmente, los niños continuaban susurrando y cantando conmigo hasta el final de la manzana, y entonces se quedaban en el bordillo cuando yo cruzaba la calle, y me seguían con la mirada durante un rato. En cada manzana se formaba una nueva banda que andaba en manada, palpando la madera de la guitarra, y tocando la correa y las cuerdas. Muchachos mayores reían entre dientes y flirteaban en oscuros portales y se empujaban frente a los dispendios de refrescos y de caramelos de penique, y me las arreglé para cantarles por lo menos un pedacito, unas pocas palabras de las canciones que ellos querían escuchar. A veces me paraba un momento y papas y mamas y niños de todas las edades me rodeaban, tan callados como podían, pero la barahúnda de grandes camiones, autobuses, furgones y autos nos hacían estar apiñados y muy juntos para poder oírnos.
Llegó la noche, la típica noche de verano que se planta en el viento, se sumerge en las blancas nubes y hace que los edificios parezcan toda clase de cargueros crujiendo en un muelle. Como oscuros enjambres estábamos tendidos a lo largo de escalones de piedra y barandillas de hierro, y sentí volver hacia mí aquella vieja sensación. Cuando llegué a los muelles, la canción que cantaba una y otra vez era:
Eran los primeros días de primavera De mil novecientos cuarenta y dos. Era reina de los maresYdel ancho océano azul.Su humo llenaba el cielo En esa marea del río Hudson.Y se volteó sobre un costado Al hundirse aquel buen barco.Oh, el «Normandie» era su nombreY grande fue su famaY grande fue su vergüenzaAl hundirse aquel buen barco. La gente coreó como una sola voz en la oscuridad. Pude visionar en la pantalla de niebla que caía una imagen de mí mismo cantando allá a lo lejos en el piso sesenta y cinco del Centro Rockefeller, cantando un par de canciones y retirándome al vestuario para fumar y jugar a cartas un par de horas hasta la próxima actuación. Y sabía que estaba contento de haberme librado de esta basura sentimental y soñadora, y más contento aún de avanzar en mi camino cantando con la gente de aquí, cantando algo con garra, con huevos y risas viscerales, con poder y dinamita.
Cuando Cari me tocó el brazo, pisamos el freno frente al verde temblor de una luz de neón que decía: "Bar del Ancla". Nos paramos afuera en el bordillo y él hizo una mueca y me dijo:
—Éste es un buen sitio; aquí hay siempre una buena pandilla.
De momento teníamos una tripulación completa a nuestro alrededor balanceando sus cabezas al viento, y cantando:
Oh, el «Normandie» era su nombre.Y grande fue su famaY grande fue su vergüenzaAl hundirse aquel buen barco. Yo mismo canté solo:
Acordaros de su penaY acordaros de su nombre. Vamos a trabajar unidosY pronto volverá a navegar. Toda clase de sombreros, gorras, suéters y vestidos nos rodeaban, golpeando el pavimento con
sus zapatos, batiendo palmas, como si sacaran una nueva esperanza de una vieja religión; y cuando miré más detenidamente a la multitud, vi montones de uniformes y gorras de marino. La luz se escapaba a través de la puerta abierta y las grandes ventanas del bar, y caía sobre nuestras caras y espaldas.
—¡Más!
—¡Canta!
—¡Arranca!
Una extraña pandilla allí en ese bordillo.
—¿De dónde has sacado tantas canciones? —me preguntó una señora.
—Oh —le dije—, vagando por ahí, veo cosas, y compongo una cancioncita sobre ellas.
—¡Le invito a un trago, si quiere! —dijo un hombre.
—¡Señor, lo aceptaré dentro de un minuto! ¡No puedo parar ahora para tomar un trago! ¡Perdería a mi público!
—¿Qué cono está haciendo? —volvió a decir desde el gentío—. ¿Presentando una candidatura con esa caja de música sandunguera?
—Allá en Oklahoma —bromeé— conozco a un muchacho negro que toca la armónica, y ha elegido a nuestros cuatro últimos gobernadores.
Una risita corrió a través de los oyentes, y se podía ver cantidad de humo saliendo de nuestro tropel por los cigarrillos, puros y pipas viajeras del océano que la gente chupaba. Con el resplandor de los cigarros, tuve atisbos de sus caras, y cuando vi lo duras y rudas que eran, pensé que debía estar en una de las más buenas compañías.
Un hombre alto se abrió paso a través de los demás, con ambas manos metidas en los bolsillos de su abrigo, y dijo:
—¡Por Dios y por Jesús! ¿Cómo te van las cosas? —Era mi viejo amigo, Will Geer, un actor que interpretaba el papel principal de Jeeter Lester en la obra "Tobacco Road". Will era un tipo alto y corpulento, cuya cabeza y hombros sobresalían por encima de la mayoría, y me tambaleé considerablemente cuando me golpeó la espalda y los hombros con su mano abierta—. ¡Viejo bandido! ¿Cómo has estado?
—¡Hola! ¡Will! ¡Maldita sea tu estampa! ¡Alza la cabeza y canta, chico!
—Sigue adelante. No te detengas por mí. —La voz de Will tenía un chasquear seco que sonaba como una tea en el fuego—. ¡Debí suponer quién eran cuando vi a toda esa muchedumbre cantando! ¡Que siga la fiesta!
—Cari, te presento a Will.
—¿Señor Will? Encantado de conocerle.
—¡Eh! ¡Todo el mundo! ¡Aquí, otro amigo mío! ¡Se llama Will!
Levantó su larga barbilla y su mandíbula cuadrada afrontando la humedad de la niebla, juntó las manos y las agitó por encima de la cabeza. A su espalda, la puerta de entrada del "Bar del Ancla" estaba ocupada por tres personas que salían, el encargado del bar conduciendo por el brazo a una señora y un hombre. Ella tenía unos cincuenta años y era pequeña y delgada, piel correosa como lona mojada y llena de viento, cabello negro y ordinario enmarañado con el ambiente y el escenario, y una voz como arena volviendo al océano.
—¡No necesito su ayuda! ¡Quiero tomar otra copa! —Entonces miró a la multitud y dijo—: ¡No puede usted insultar a una señora de este modo!
—Señora —el encargado iba empujando a la pareja hacia la acera—, ya sé que es usted una señora, y todos sabemos que es un señora; pero el alcalde La Guardia dice que nada de copas después de la hora de cierre, y ahora ya es después de la hora de cierre.
—Querida muñeca —pude oír a su marido hablando—, no le pegues al señor, no, él sólo trabaja aquí.
—¿A ti quien te pregunta nada? —Salió a la acera a nuestro lado.
—i Ponte el abrigo! ¡Ahí, quédate quieta!
Estaba andando de puntillas alrededor de ella intentando desenredar el abrigo. Primero lo sostuvo cabeza abajo con las mangas barriendo la acera; luego agarró las mangas, pero tenía el forro por fuera; y al cabo de un par de minutos, habían conseguido enfundar una manga, pero seguía agitando un puño al aire buscando la otra manga. Tenía una expresión en la cara como si estuviera buscando a un hombre en el muelle porque sabía que éste tenía una de las mangas de su abrigo y estaba haciendo esfuerzos con el viento, con una sombría mirada, pero siempre, apenas a uno o dos pies al sur de donde ella estaba moviendo le brazo, intentando pescarlo.
Will se acercó, le agarró el puño y se lo enfiló a través de la manga, y aparte de algunos murmullos y gruñidos entre la gente, nadie se rió. Will encendió un largo cigarrillo, agarró a la pareja por el brazo y los trajo hasta donde estaba el grupo.
—¡Les presento a todo el mundo! —sonreía y decía—: ¡Todos ustedes, aquí les presento a alguien!
—¡Encantado de conocerles, todo el mundo!
—¡Hola, alguien! ¡Únanse a nosotros!
—¡No se preocupen por haber sido expulsados de este tugurio! ¡Estamos pasando un muy buen rato aquí afuera!
—¡Bienvenidos a nuestro centro! ¡Yujuúuu!
—¿Qué estás haciendo? ¿Cantando? ¡Oh!
—¡Por Dios Todopoderoso! ¡Me encantan terriblemente escuchar buenas canciones! ¡Canten! ¡Armen algún follón!
La señora estaba a mi lado en medio del grupo. Volvimos a cantar nuestra canción sobre el Normandie otra vez, y muy pronto ella y su hombre se sacudieron la cera de los oídos y empezaron a cantar, y sus voces sonaban bien, como una carga de carbón cayendo al sótano.
Eché una mirada por encima de las cabezas de la multitud y vi al hombre del bar, hablando con un poli al lado de la puerta, y me di cuenta de que nuestro coro debía haberle echado a perder tres cuartas partes de las ventas de la noche, de modo que empecé a caminar mirando a las estrellas, y la pequeña turva me fue siguiendo, llenando la marea del río Hudson, los caparazones de los almacenes, los mercados, los depósitos y todos los muelles, y todo el océano, con sus buenas voces roncas. Algunas ásperas, otras anhelantes, algunas gruñendo y otras rechinando con whisky, ron, cerveza, ginebra, tabaco, pero todos cantando a pesar de todo.
Habíamos andado cerca de una manzana cuando oímos un fuerte berrido a nuestra espalda:
—¡Ey, marinero!
Anduvimos algunos pasos más, cantando, y volvió de nuevo.
—¡Ey, marinero!
—¡Sigue cantando. —Un marinero se acercaba a mi oído, diciendo—: La ley dice que tiene que gritar "ey, marinero" tres veces.
—¡Adelante! ¡Canta! —dijo un segundo marino.
—¡No te rajes! —insistió un tercero.
Entonces fue:
—¡Eeyyyy, marinero!
Y un hechizo de inmovilidad absoluta cayó sobre el grupo. El policía militar había aullado su tercera vez. Los marineros se detuvieron y se cuadraron en firmes. —Sí, señor oficial.
—¡Vuelvan a sus unidades, marineros! —¡A la orden, oficial! —¡A la carrera, marinero! —¡Marchando, oficial!
Y los marinos se fueron ordenadamente, enfrentando sus ojos y sus caras al aire de la noche, sacudiéndose el humo del tabaco y los restos de cerveza con un movimiento de cabeza. Y en unos pocos pasos, parecieron convertirse en otras personas, enderezándose, arreglándose mutuamente las camisas, las blusas, las corbatas, aseándose convenientemente. Cuchicheos, risas, agradecimientos, y palmadas en la espalda, fue prácticamente todo lo que me dieron, pero mientras se deslizaban en distintas direcciones hacia sus barcos, algún francés, algún inglés, algún americano, algún cualquier otra cosa, yo pensaba: "Allá van los mejores tipos que he visto jamás."
—¿No te gustaría estar en la Armada, Cari? —dijo Will.
—Me gustaría bastante estar en la Armada —dijo Cari—, pero no creo que pudiera.
—¿Por qué razón? —le pregunté a Cari.
—Tengo un pequeño problema con mis pulmones. Resina. Tuberculosis. He trabajado en una sierra de ripias durante unos años. Estoy en 4-F (6). —Siguió con la mirada a los marineros que se perdían en la noche, y dijo—: La Armada, sí, estaría bien.
Un policía militar balanceó su porra haciendo algunos trucos y nos dijo:
—Sigan adelante con su fiesta, por Dios, esa canción es condenadamente buena..., esa acerca del Normandie.
Otro poli giró y se marchó diciendo:
—Lo que pasa es que los marineros tienen que empezar a trabajar puntualmente. ¡Esas canciones les estaban haciendo mucho bien a nuestros hombres!
Uno o dos de los que quedaban en el grupo se largaron en distintas direcciones y luego tres o cuatro me dieron la mano y dijeron:
—Bueno, hemos pasado un buen rato.
—¡Hasta la vista!
—¡Encima, nos has ahorrado dinero!
Y todo lo que quedó fue Cari, Will, la señora y su marido y yo, de pie allí en el bordillo de la acera, mirando hacia el río, a las grandes montañas oscuras moviéndose arriba y abajo en sus muelles, más grandes que edificios, más vivos que las colinas, echando agua por portillas y líneas de flotación, flotando silenciosa y pausadamente, como tres mujeres, la Queen Elisabeth, viviente, la Queen Mary, respirante, y la durmiente Normandie a su lado.
—¿Amigos, les hace venir a casa conmigo? —nos preguntó la señora—. Tengo una gran, gran botella, casi casi medio llena.
Su esposo tenía las manos en los bolsillos y sacudía la cabeza ante cada palabra de su esposa, con su sombrerito bamboleando en su cabeza con las sacudidas.
—¡Llévenos! —le dijo Will, guiñándonos el ojo—. ¡Aún no he tomado ni una triste copa esta noche!
Caminamos manteniendo la mirada en el resplandor rojo de su cigarrillo, primero brillante, luego opaco, en la oscuridad. Los viejos adoquines estaban iluminados por el reflejo de las luces de neón que de una u otra forma, por extraños caminos, alcanzaban los más sucios rincones de la gran ciudad, y brillaban como joyas de un millón de dólares, incluso sobre las escupidas y nebulosas piedras.
Vi las grandes jorobas de cinco o seis gabarras cargadas hasta los topes. Pesada grava de carretera. Los cabrestantes encabritados y apretados, las aguas envolventes, embravecidas y cayendo al río con las subidas y bajadas de las ondas del océano.
—¡Una buena advertencia! —aulló la señora delante de nosotros—. ¡Anden con cuidado! ¡No quiero perder el tiempo pescando a marineros de agua dulce en este viscoso baño!
Seguí a los demás a través de algunos estrechos tablones y contuve el aliento al mirar hacia abajo, al agua agitada y tragona, relamiéndose los labios bajo mis pies. Finalmente, después de cruzar sobre más cargas blanquecinas de grava y piedras, llegamos a una cabaña construida con cuartones de dos pulgadas en la proa de una gabarra pesada y crupiente.
—¿De manera que éste es su hogar, eh? —le preguntó Will.
—Soy mucho más grácil aquí arriba que abajo en tierra firme. —Estaba manoseando una cerradura de la puerta, y luego entró en la choza diciendo—: Y no hay ninguna chica en el mundo del espectáculo que pueda seguirme por encima de todas estas barcazas de río.
Encendió la lámpara, prendió la estufa de petróleo, y colocó una cafetera de medio galón en el fuego. Todos encontramos asiento en cajas y grandes latas de manteca; entonces dijo:
—¿Por qué no me cantan una canción sobre algo bonito? ¿Mientras este café acaba de hervir? El licor dura mucho más cuando lo mezclas con café bien caliente.
—Voy a componerle una sobre su casa de la gabarra. Déjeme pensar.
Mi botella estará pronto vacíaY yo mismo no tendré ni un penique.Muchas, y muchas, y muchas veces.Vero he llevado mi carga de aquí para allá Mientras pescaba bajo su alacena cubierta de hojalata, cantaba casi como en un suspiro:
He cargado este fardo de aquí hasta Albanyyyyyy, Desde allí hasta Úticayyyyy, Desde allí hasta Schnectadyyyyyy. Muchas, y muchas, y muchísimas veces. Ohhh, sí.Muchas, y muchas, y muchas veces. La única cosa que interrumpió su cantar fue la cafetera vomitando por los lados y el fuego ladrándole al vapor. Entonces dijo:
—Nunca me han preguntado mi nombre. ¡Me cago en la estufa ésta, cono! ¡Evapora todo mi café! —Agarró unas cuantas tazas de unos clavos sobre la fregadera y llenó una mitad para cada uno de nosotros. Luego destapó una botella de aspecto sospechoso y acabó de llenar las tazas por completo—. Mc Elroy. ¡Ésa soy yo! Pero no me digan sus nombres —nos dijo a todos—, porque no puedo recordar nunca los nombres demasiado bien. Voy a llamarle a usted Señor Anchoshombros, y a usted, déjeme ver, le llamaré Pie de Anguila. Señor Pie de Anguila; y el siguiente, usted el de los actos musicales, le llamaré... veamos... Ricitos.
Plantó la cafetera al rojo vivo en la mesa bajo mi nariz, y la mitad de una taza se derramó como plomo fundido y salpicó la parte delantera de mis pantalones. Me incorporé de un salto y sacudí y abanique las partes donde el café me escaldaba, pero ella se reía tan fuerte como podía soportar la gabarra, y berreando, mientras tocaba su caliente bebida.
—¡Uauuuuh! ¡Hurra! ¡Un salmón dando coletazos! ¿Qué te pasa, Bragueta Caliente? ¿Te chamuscaste? —Se volvió de cara a la luz de la lámpara y fue la primera vez que pude verla bien. Azotada por el clima y llagada por el viento, empapada de sal y mordida por el hielo diez mil veces, al igual que la espuma que brilla en el oleaje y la marejada del litoral—. ¡Señor Bragueta Caliente! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —se reía mientras yo abanicaba mis piernas para enfriar las manchas ardientes.
Su marido en el negocio se levantó y anduvo a trompicones diez o quince pies a través de un pequeño tabique, resollando como un caballo enfermo, y le oí caerse sobre una especie de cama. La observé y ella mientras exprimía la última gota de su taza, y luego sacó la lengua y dirigió una mirada de bruja a través de la ventana a la luna que chapoteaba sobre las nubes. Will, Cari y yo brindamos con nuestras tazas, contuvimos el aliento, cerramos los ojos, y ahogamos nuestras bocas en la fogosa mezcla. Mientras ella esperaba vernos caer al suelo, prendimos algún cigarrillo, y le canté otro párrafo recién hecho:
He zarpado con la gabarra de Nueva York río hacia arriba,He bebido mi fuerte licor en una taza ardiente.¿Y quién era el orgullo de los valientes chicos del río? Una moza de nombre señorita Mc Elroy. —Bueno, ¿no es eso bonito? ¿No es un vergonzoso engaño? —Tan sólo le quedaban dos dientes, uno abajo y a la izquierda, uno arriba y a la derecha, pero puso una cara como si acabara de entrar en una escuela de señoritas—. ¡Pues no te equivocas mucho! ¡Yo era la única mujer hembra que iba arriba y abajo de este maldito pantano viscoso! ¡Yo era un dichoso gato casero! ¡Nada de floreros! ¡Y si esta noche fuera veinticinco años más joven, honestamente les retaría a jugar a las canicas!
Entonces corrió la punta de la lengua sobre el desapareado par de dientes, golpeó el hule de la mesa, y se rió; y toda la hilera de gabarras se bamboleó en el cieno y las barrillas de las viejas balsas se empujaron unas a otras, y los muelles gruñeron y echaron espuma por sus extremos.
Las canciones ondeaban sobre las cargas de piedras de carreteras y caían goteando por los bordes, y tales canciones, tales historias, tales mentiras y cuentos locos salieron de nuestras cabezas durante una o dos horas, que no han sido nunca ni serán superados por los humanos en este planeta.
Dijo que había tenido seis hijos, que el estar tantas veces preñada le había hecho perder los dientes. Cuatro chicos. Tres de ellos vivos. Dos niñas, que se habían ido. Nos mostró postales de los lugares donde una de sus hijas había trabajado alquilándose como pareja de baile.(7) La otra chica vivía al otro lado del río y venía a visitarla los domingos. Uno de los hijos solía mandarle postales, pero era marino mercante, y no había tenido noticias suyas desde hacía más de ocho meses. Otro de los hijos había estado cuatro o cinco veces en la cárcel por pequeñas estafas; luego se marchó al Oeste para trabajar en las minas, y nunca escribió mucho, de todas formas. Él y su padre se peleaban siempre cuando estaban juntos, porque el viejo creía en la honestidad que permiten las leyes. Se habrían matado el uno al otro si el chico no se hubiera marchado. Estaba contenta de que se hubiera ido.
—¿Qué le queda de todo esto? —le preguntó Will.
—Bueno —nos dirigió a todos una sonrisita y dejó caer sus ojos a un lado—, déjame pensar. Treinta años de navegar por el río, veintiséis años de matrimonio con el mismo hombre, si quieren llamarle un hombre. Esta vieja gabarra podrida. Tres amables caballeros de visita, si se les puede llamar caballeros; y bueno, y un poco menos de media botella de bastante mal whisky. Cantidad de café hirviendo para toda la noche, y encima, encima, se puede añadir, que he vivido para ver el día en que, ¡por Dios, se ha compuesto una canción sobre mí!
Will y yo nos excusamos y salimos afuera. Nos quedamos al borde de la gabarra vecina, y escuchamos el chorrito cayendo en el río Hudson. La luna estaba hermosa y parecía asustada, y las nubes se perseguían a través del cielo como los chicos del reparto de periódicos en la madrugada. Pude sentir un pegajoso velo de niebla establecerse sobre la madera y las cuerdas de mi guitarra, y al tocarla, el tono era suave, húmedo y apagado, a lo largo de las aguas. Seguí punteando una pequeña melodía.
—¿Qué has estado haciendo últimamente? —me preguntó Will mientras andábamos.
—¿Eeeeh? Nada importante. Cantando por ahí.
—¿Tienes oportunidades de trabajo? —Sí, algunas. —¿Dónde?
—Night clubs, mayormente. —¿Conseguiste algo?
—Bueno, yo, ah, o sea, éste, eeh... he pasado una prueba importante hoy. En el Centro Rockefeller.
—¡El Centro Rockefeller! ¡Caray! ¿Salió bien?
—Yo "salí" bien.
—¿Los dejaste plantados?
—¡Tuve que largarme, Will! ¡No podía tragar aquella mierda!
—Vas a seguir haciendo esas huelgas personales hasta que hayas arruinado todas tus oportunidades aquí en Nueva York. Mejor será que tengas cuidado con lo que haces.
—Will, tú me conoces. Tú sabes muy bien que yo he tocado por mis lentejas y pan de maíz, y bebería agua del grifo o haría cualquier cosa, con tal de tocar y cantar para gente que lo aprecie, gente que entienda, y viva lo que yo estoy cantando. Tengo la cabeza hecha un lío. ¡Intentan decirme que si quiero comer y sobrevivir, tengo que cantar su vieja maldita fraudulenta chatarra!
—Por naturaleza supongo que tú reventarías en medio de la alta sociedad, ¿verdad? Pero lo que cuenta es el dinero, Woody.
—Sí. Ya sé. —Estaba pensando en una chica llamada Ruth—. ¡Maldita sea mi estampa! Quizá lo que pasa es que no tengo cerebro suficiente para ver todo esto. Pero después de toda la mala suerte que he tenido, Will, he visto el dinero llegar e irse otra vez, siempre, desde que era un niño, y nunca he pensado en nada más que en dar a conocer mis canciones.
—Esto cuesta dinero, chico. ¿Quieres hacerte un nombre, de alguna manera? Bueno, pues para eso hace falta mucho dinero. Y si quieres hacer donaciones para los pobres de todo el país, hace falta dinero.
—¿Y no podría donarme yo mismo, de alguna manera?
Will gruñó:
—¿No podrías volver a la sala del Arco Iris? No será demasiado tarde, ¿o sí?
—No, no demasiado tarde. Supongo que podría volver. ¡Supongo que "podría"!
Alcé la mirada hasta el alto edificio. El silencio que nos rodeaba parecía aullarme: "Muy bien, ¿qué vas a hacer? Venga, enano, decídete de una vez. ¡Ahora es el momento! ¡Cono, chico, ahora es el momento!"
Un pequeño remolcador surcó justo delante de nosotros echando humo, y lo observé maniobrar en las sucias aguas como un bicho negro pateando el polvo.
—¿Se mueve esta barcaza? —le pregunté a Will.
—Creo que sí. —Caminó unos pasos por la popa, dio un salto salvando la distancia de dos pies, y aterrizó en la gabarra de Me Elroy—. ¡Esa gabarra en la que estás se la está llevando el remolcador! ¡Es mejor que me tires la guitarra! ¡Salta!
En ese momento no dije nada. Will iba andando para mantenerse a mi altura, yo me atoré por un instante, diciendo:
—Parece que realmente se está moviendo.
—¡Salta! ¡Salta, rápido! ¡Yo agarro la guitarra! ¡Salta! —Estaba trotando ahora a una buena marcha—. ¡Salta!
Me senté en la parte trasera de la carga de grava en movimiento, encendí un cigarrillo y soplé el humo en dirección al largo, alto edificio Rockefeller. Will tenía una gran mueca en la cara allí bajo la luz de la luna, y dijo:
—¿Llevas algo de dinero?
Tiré una piedra al agua y dije:
—¡Cuando llegue la mañana, me palparé los bolsillos y ya veremos!
—¿Pero dónde estarás?
—No lo sé.
Mi viejo amigo se quedaba atrás, resollando y sin aliento. Arrastré mi pulgar sobre las cuerdas de la guitarra. A mis pies, en las aguas del río, pude ver el reflejo del fuego, niños luchando sus guerras de pandillas, un niño muy pequeño encima de un árbol y una mamá gata buscando los cuerpos estrujados de sus gatitos. Clara no parecía quemada y mamá no parecía loca en aquella agua de río, sino bonita. Veía el petróleo en el río, que podía haber venido de algún lugar en mi vieja región, oeste de Tejas quizás, Pampa u Okemah. Veía el campamento de la jungla de Redding allí también, y las tabernas a lo largo del Skid Row, aunque parecían anormalmente limpios. Pero por encima de todo veía a una chica en una huerta y cómo bailaba por la orilla enlodada de un río.
Navega, gabarrita; esfuérzate remolcador; échale candela, trabaja, dale duro, surca este río hasta el infierno.
Se curará.