CAPÍTULO XIV
LA CASA DE LA COLINA
—¡Eh! ¡Eh! ¡El tren sale dentro de diez minutos! ¡Por aquí! ¡Todo el mundo!
Nos pusimos otra vez en marcha. Los altos picos de las montañas de Sierra Nevada, levantaban sus cabezas al este. Blancas manchas de nieve bajo el sol. Ahí estaba el verde valle del rio de San Joaquín, rico y aromático; praderas de heno con espeso, jugoso alimento que es vida; gente trabajando, andando encorvada, llevando pesadas cargas. Los coches de las granjas esperaban en los cruces de caminos, algunos cargados de cajas de madera, y canastos, y otros con grandes botes de leche de vaca. El aire era sumamente dulce, como el lánguido olor de miel florida.
Pronto nos topamos con una fuerte lluvia. Muchos de nosotros nos arrastramos hasta un furgón vacío. Mojados y quejumbrosos, aullamos y cantamos hasta que se puso el sol, y se hizo más húmedo y oscuro. Nuevos viajeros se metieron en nuestro coche. Nos enroscamos sobre tiras de papel de embalar marrón, tirando de un lado para usarlo como sábana, y utilizando nuestros sueters y abrigos como almohadas.
Alguien cerró las puertas, y seguimos viajando a través de la noche. Cuando me desperté, el tren se había detenido, y todo estaba salvajemente confuso y alborotado. Unos tíos me sacudían, y me decían al oído:
—¡Hey! ¡Despierta! ¡Ciudad jodida! ¡Chico! ¡El tren no va más lejos!
—¡Bofia dura! ¡Tenemos que largarnos de aquí. Venga, vamos, despiértate.
Logré despertarme y me coloqué el suéter mojado por la cabeza. La lluvia caía pesadamente mientras veinticinco o treinta de nosotros nos congregamos frente a un tugurio chino de judías; y cuando un gran coche patrulla negro apareció tras una esquina y disparó su brillante reflector a nuestras caras, nos cepillamos la ropa, nos calamos el sombrero, ajustamos las corbatas, y para actuar como ciudadanos legales, entramos en el restaurante del chino.
Dentro estaba caliente. El antro tenía siete taburetes torcidos. Y una pareja de juiciosos propietarios chinos.
—¡Judías chíli! ¡Dos judías chili! ¡Siete judías chili! —oí que uno de ellos decía por un agujero en la pared al cocinero del fondo. Y desde la cocina—: ¡Malchando! ¡Todos judías chili!
Estaba en proceso, no sólo de morirme de hambre, sino que además había pasado de mucho calor a mucho frío cincuenta veces en las últimas cuarenta y ocho horas. Me sentía mal, vacío y mareado. El olor picante del chili y las judías me hacía sentir peor.
Esperé cerca de una hora y media, hasta diez minutos antes de que el chino cerrara la puerta, y entonces dije:
—Dígame, amigo, ¿querría usted darme un tazón de su chili con judías a cambio de este suéter verde? Un buen suéter.
—Déjame vel el suétel.
—Okey... toma... tócalo. Una parte es toda de lana.
—¿Judía chili quiele cambial pol este suétel?
—Sí. Y también una taza de café.
•—Plecio. Sube.
—Okey. Sin café.
—No. Sin judía chili.
—Un buen suéter —le dije.
—Okey. Te lo quedas. Mila, tengo muchos suétel. Tú elees un buen suétel, tú te quedas suétel. Yo me quedo judía chili.
Me senté en el taburete, odiando tener que salir a la fría noche y dejar esa buena estufa caliente. Me puse en marcha hacia la puerta, y pasé al lado de tres hombres que estaban terminando su primer o segundo tazón de chili con judías. El último de ellos era un negro largo, alto y de aspecto férreo. Siguió comiendo cuando pasé delante, sin dirigirme la mirada, pero me dijo:
—Déjame veh tu suéteh. Toma tu dié sentavo. Deja el suétel ahí en el taburete. E mejó que te dé prisa y pida tu chili. Van a cerra en un minuto.
Tiré el suéter enrollado sobre la banqueta, me apalanqué en la siguiente, y un tazón de judías con chili, al rojo vivo, super caliente, se deslizó por la barra hasta debajo de mi nariz.
Era cerca de las dos cuando salí a la calle, y la lluvia era cada vez más fuerte, más vil, y más fría, y golpeando con dureza a lo largo del camino.
Un policía de aspecto amable, con un buen abrigo, apareció por la esquina. Tres o cuatro de los chicos se alineaban bajo un portal, para escapar a la inclinación de la lluvia. El poli dijo:
—¡Qué tal, qué tal, chicos. Ya es hora de ir a la cama. —Sonrió como un hombre que tuviera un trabajo espléndido.
—¿Que hora tiene? —le preguntó un muchacho sureño, chorreando agua.
—Hora de acostarse.
—Oh.
—Oiga, señor —le dije—, dígame, no somos más que un puñado de muchachos en la calle, intentando llegar a algún sitio donde haya un empleo de cualquier clase de trabajo. Llegamos en aquel mercancías. Llueve, y no tenemos ningún lugar para dormir resguardados del tiempo. Me preguntaba si nos dejaría usted dormir en su calabozo..., sólo por una noche.
—Puede ser —dijo, sonriendo y haciendo sonreír a los chicos.
—¿Por dónde está su calabozo? —le pregunté. —Está al otro lado de la ciudad. —¿Cree usted que nos puede meter dentro? —Sin lugar a dudas.
—Caray, hombre, es usted un buen tipo. Nosotros estamos listos, ¿no es verdad, chicos? —Estoy listo.
—Entrar en algún sitio fuera de esta noche de perros.
—Yo también.
Todos respondieron lo mismo. —Entonces, ¿ve? —le dije al policía—, si algo sucede, sabrá usted que no fuimos nosotros los autores.
Y entonces nos miró como si fuera un político haciendo un discurso, y dijo:
—Chicos, ¿saben ustedes lo que sucedería si fueran a dormir a ese calabozo esta noche?
—Oh, no. No. ¿Qué?
—Bueno, les dejarían entrar, claro está, no por una noche, sino por treinta noches con sus días.
Les daría una buena oportunidad de descansar en la granja del condado, y secar sus ropas cada noche en un radiador de la calefacción. Les gustarían ustedes tanto, que se negarían a dejarles ir. Se los quedarían allí para hacerles compañía. —Una sonrisa agria y fría se dibujaba ahora en su rostro.
—Veámonos, amigo. —Alguien a mi espalda tiró de mi brazo.
Comprendí, y me marché sin responder. La mayoría de los hombres se habían ido. Sólo quedábamos un puñado de seis u ocho.
—¿Alguien sabe dónde vamos a dormir? —les pregunté.
—Quédate callado y síguenos.
El policía desapareció por la esquina.
—Y no os dejéis engañar nunca por un policía sonriente —dijo una voz a nuestra espalda—. Eso no era una auténtica sonrisa. Se podía ver en su cara y en sus ojos.
—De acuerdo, aprendí algo nuevo —dije—. Pero, ¿dónde vamos a dormir?
—Tenemos una buena cama caliente, no te preocupes. Lo principal es seguir caminando, y no hablar.
Por un camino pantanoso, embarrado, y lleno de rodadas, saltando una valla de alambre de aceradas púas, chapoteando a través de un terreno de hierbajos que empapaban nuestros pantalones de agua fría, hasta el crujiente pedregal entre unos raíles, de nuevo bajo la lluvia, seguimos las brillantes vías durante media milla. Esto nos condujo a una cabañita verde, tan bajita como una caseta de perro. Nos precipitamos por una ventana cuadrada, y aterrizamos en un montón de arena.
—¡Válgame Dios!
—¿Qué te parece, chico?
—¿No es hermoso?
—Más caliente que el infierno.
—Dejadme cavar un agujero. Quiero cavar un agujero, y enterrarme. No soy un hombre vivo. Estoy muerto. Estoy muerto desde hace mucho, mucho tiempo. Voy simplemente a cavarme una tumba, arrastrarme hasta ella, y echarme la arena encima. Voy a dormir como el viejo Rip Van Twinkle, veinte, treinta, o cincuenta condenados años. Y cuando despierte, quiero que las cosas hayan cambiado por aquí. Cuando me despierte por la mañana...
Y estaba cansado y mojado, cubierto de arena, hablando. Me dejé llevar por el sueño. Suelto y relajado, sentí que todo en el mundo resbalaba bajo mí y se evaporaba. Desperté al poco rato con mis pies quemando y picando. Todo estaba flotando y revuelto cabeza abajo, pero cuando se puso de pie, vi a un hombre vestido de negro inclinado sobre mí con una porra grande y pesada. Estaba golpeando las plantas de mis pies.
—¡Venga, pájaros, levantaros y largaros de aquí! ¡Levantaos, condenados!
Había tres hombres vestidos de negro, y los negros sombreros del Oeste que te indicaban claramente que estabas tratando con un agente del ferrocarril.
Habían entrado por una puertecita estrecha y por allí nos estaban sacando en rebaño.
—¡Fuera de aquí, y no volváis! ¡Si volvéis a sacar la nariz por este depósito de arena, iréis a los tribunales! ¡Noventa días en ese huerto de guisantes os irán de maravilla, holgazanes!
Recogiendo zapatos, sombreros, pequeños envoltorios sucios, los obreros migratorios eran expulsados de su cama de arena limpia. Otra vez fuera, la lluvia no había parado, y en el rayo de luz en forma de V de los reflectores del coche patrulla se podía ver que incluso la lluvia tenía problemas. —¡Váyanse de la ciudad! —¡Sigan viajando! —¡No miréis para atrás! —¡Echen a andar!
Oíamos voces graves y gruñonas que venían del coche. También oímos arrancar el motor y el cambio de marchas mientras el coche rodaba detrás nuestro. Nos siguió cerca de media milla, lluvia y barro. Nos condujo a través de un pasto de vacas. Desde el coche, uno de los vigilantes aulló: —¡No os volváis a presentar en Tracy esta noche! ¡Os vais a arrepentir si volvéis! ¡Seguid caminando!
Las luces del coche recortaron un ancho círculo ondulante en la oscuridad, y supimos que el coche había girado, de vuelta a la ciudad. El rugido de su escape se convirtió en un ronroneo y desapareció.
Desfilamos a través del pasto, sonriendo y gritando:
—¡Un! ¡Dos! ¿Qué dices, hombre? ¡Un! ¡Dos!
Ahora estábamos bajo la lluvia, cacareando como gallinas, absolutamente perdidos y acorralados. Nunca antes había estado en una situación tan ridícula. Nuestras ropas estaban arrugadas y retorcidas; los zapatos llenos de barro y grava. Cabello empapado, y agua chorreando por la cara. Era divertido ver a unos seres humanos con una pinta tal. Tan mojados como podíamos estar, sucios y enlodados como el suelo, danzábamos a través de los charcos, corriendo en amplios círculos y riendo como locos. Se llega a un punto en que la mala suerte se convierte en un chiste, un punto en que la pobreza llega a ser motivo de orgullo, y un punto en que la risa se convierte en lucha.
—Okey. ¡Eh, amigos! Venid p'acá. Os diré lo que vamos a hacer. Vamos a agruparnos y volver andando a la ciudad, y vamos a volver a dormir a ese depósito de arena. ¿Qué os parece? ¿Quién está conmigo? —nos decía un muchacho alto, escurridizo y encorvado.
—¡Yo!
—¡Yo!
—¡Yo también!
—Yo me apunto a todo lo que hagáis, chicos.
—¡Cono, les podría dar una metralleta a cada uno de los bofios de ese coche, y barrer todo el equipo de un manotazo! —dijo un viejo.
—Pero no. No queremos armar bronca. No va a haber pelea.
—Tan sólo me gustaría darle un buen toque a esa barriga gorda.
—Quítese esto de la cabeza, señor.
Caminábamos de vuelta a la ciudad, hablando.
•—Hey. ¿Cuántos somos ahora?
—Dos. Cuatro. Seis. Ocho.
—Quizás es mejor que nos separemos de dos en dos. Un grupo entero es demasiado fácil de ver. Vamos a entrar en la ciudad por parejas. Si conseguís llegar a la vieja herrería justo al lado del restaurante chino, haced un solo silbido, bien largo. Así, si cogen a dos, el resto puede escapar.
—¿Qué hacemos si nos agarran y nos meten en la cárcel?
—Silbad dos veces, muy corto —y nos mostró cómo silbar, no muy fuerte.
—¿Todo el mundo sabe silbar? —Yo sé.
Cuatro de nosotros dijimos que sí. De manera que un silbador y un escuchador experto integraron cada pareja.
—Ahora, recordad, sí veis que el coche patrulla va a agarraros, parad antes de que os alcance, y silbad dos veces, muy corto y dulcemente.
—De acuerdo. La primera pareja que tome esa calle de allá. La segunda pareja que tire por la siguiente travesía. La tercera pareja, por la carretera pavimentada; y nosotros, el último par, volveremos a la ciudad por este mismo camino de carro por el que nos han echado de la ciudad. Acordaros, no arméis ninguna bronca con los polis. Dados cargados, chicos; no podéis ganar. Sólo debéis intentar ser más listos que ellos.
Atravesando de nuevo el lodo viscoso, andando en distintas direcciones, renegábamos y reíamos. En pocos minutos, se escuchó un largo silbido, y supimos que la primera pareja había llegado a la herrería. Luego, al cabo de un minuto o algo así, otro largo silbido. Llegamos los terceros, y solté un silbido de los mejores de California. Llegó la última pareja y nos quedamos bajo el alero de la tienda, contemplando cómo el agua goteaba desde el tejado, a tres pulgadas de nuestras narices. Tuvimos que quedarnos bien pegados a la pared para evitar la lluvia.
—Cuerpo a tierra.
—Agachaos.
—Un coche.
—¡Eh! (Otra vez! |Nos han cogido!
El nuevo modelo de sedán negro bajaba lentamente, por una callejuela, tomó nuestra dirección rápidamente y prendió dos focos contra nosotros. Levantamos las manos para no ser cegados por las luces. Nadie se movió. Pensamos que quizá se habían despistado. Pero cuando el coche rodó hasta unos cincuenta pies de nosotros, supimos que nos habían agarrado, y nos preparamos para recibir toda clase de improperios y acabar en el pote.
Un agente abrió la puerta delantera, apagó uno de los focos, y disparó su potente linterna a nuestras caras. Nos miró uno por uno. Le respondimos con parpadeos, como un rebaño de cervatillos, pero nadie estaba realmente asustado.
—Tú, ven acá... —dijo con una voz dura, de imitación.
La luz enfocaba mi cara. Yo pensé que brillaba en la de todos, de manera que no me moví.
—Hey, señor. Venga acá, por favor.
Era un hombre grande y pesado, y su voz producía un bello chasquido, como al amartillar un rifle.
Me sacudí la luz de los ojos y dije: —¿Quién? —Tú.
Me volví hacia mis compañeros y les dije en voz bien alta para que lo oyeran los polis: —Vuelvo pronto, amigos.
Oí al patrullero dirigirse a los otros polis y bromear con ellos algo, y cuando me acerqué, estaban todos riendo y diciendo:
—Sí. Es él. Es una. Una de esas cosas.
La radio del coche sintonizaba una emisora de Hollywood, y una voz de mujer cantaba, diciendo todo lo que las chicas bonitas pensaban acerca de la guerra.
—¿Qué soy yo?
—Ya sabes. Una de esas "cosas". —Bueno, chicos, me tienen pillado. No sé lo que es una de esas "cosas". —Sabemos lo que eres.
—Bueno —me rasqué la cabeza bajo la lluvia—, seguramente ustedes son más listos que yo, porque yo nunca supe exactamente lo que era.
—Nosotros sí.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Y entonces qué soy? —Uno de esos laboristas. —¿Laboristas? —Sí, laboristas.
—Creo que sé lo que es labor... —sonreí ligeramente. —¿Qué es? —Labor es trabajo.
—Quizá, tú eres uno de esos folloneros.
—Escuchen, amigos, acabo de llegar a esta ciudad desde Oklahoma, quiero decir, Tejas, y voy camino de Sonora para quedarme con mis parientes.
—¿Parientes?
—Sí —dije—. Tía. Primos. Toda la tribu. Bien situados.
—Te vas a quedar en Sonora cuando llegues allí, ¿no?
Una voz distinta, más alta, jadeó desde el asiento trasero.
—Voy a instalarme allí en las montañas, intentaré conseguir un empleo.
—¿Qué clase de empleo, hijo?
—Pintor. Carteles. Cuadros. Casas. Cualquier cosa que necesite pintura.
—¿Entonces tú no vas por ahí causando problemas?
—Estoy tropezando con un montón de ellos. Pero no siempre soy el causante.
—A usted no le gustan los problemas, ¿verdad, señor pintor?
—Oh, ya no me asustan mucho. A estas alturas ya estoy acostumbrado.
—¿Has hablado con alguien acerca del trabajo?
—Con cantidad de gente. Todo el mundo habla sobre ello, y por ello es que viajan con este tiempo tan malo. Puede estar seguro de que no nos asusta el trabajo. No somos mendigos ni haraganes, sólo un puñado de tíos en la calle, intentando hacer lo mejor que podamos, y hemos tenido una temporada de mala suerte, eso es todo.
—¿Has hablado alguna vez de sueldos con los chicos?
—¿Sueldos? Oh, yo hablo con todo el mundo acerca de algo. Religión. El tiempo. Películas. Chicas. Sueldos.
—Bueno, señor pintor, ha sido un placer conocerle. Parece que está usted buscando trabajo y ansioso por seguir camino de Sonora. Le vamos a mostrar el camino y asegurarnos de que llega a la carretera principal.
—Hombre, eso sería estupendo.
—Sí. Intentamos tratar bien a un trabajador honesto cuando pasa por nuestra pequeña ciudad, sea por casualidad o a propósito. Tan sólo somos, diríamos, un poco "cautelosos", ¿comprendes?, porque hay follones por ahí, y nunca se sabe quién los causa, hasta que preguntas. Tenemos que pedirle que se ponga delante del coche y empiece a caminar por esta carretera. Y no mire para atrás.
Todos los polis se reían y bromeaban mientras conducían el coche tras de mí. Oí cantidad de chistes malos. Andaba con la cabeza gacha bajo la lluvia, oyendo pasar coches de otra gente. Me gritaban cochinadas a través de la lluvia.
Después de una milla, aproximadamente, me ordenaron parar. Me detuve y ni siquiera me volví.
—Corriste un buen riesgo esta noche, desobedeciendo nuestras órdenes.
—¡Está enfangado por ahí!
—Intentamos tratarte bien esta noche, ¿sabes? Te dejamos suelto. Te dimos una oportunidad. Y luego desobedeciste las órdenes.
—Sí, supongo que lo hice.
—¿Qué te impulsó a hacerlo?
—Bueno, para ser verdaderamente sincero con vosotros, chicos, tenemos pastos parecidos a éstos allí en Oklahoma, pero dejamos que vayan las vacas allá a comer. Si la gente quiere ir al prado, les dejamos ir también, pero si es una noche lluviosa y fría como ésta, no conducimos ni arriamos a nadie hasta allí.
—Sigue viajando —dijo un poli.
—Nací viajando. ¡Adiós!
El coche y los faros dieron la vuelta en el camino, y la luz trasera y la música de la radio desaparecieron en las tinieblas de la carretera y de la lluvia.
Caminé unos pocos pasos y vi que era demasiado lluvioso y difícil de ver en la niebla, de manera que empecé a pensar en alguna clase de sitio donde tumbarme a resguardo del tiempo y ponerme a dormir.
Caminé hasta los sillares de un largo puente de cemento que se encorvaba sobre un río caudaloso. Y debajo del puente me encontré un par de docenas de gente enroscada, con los dientes rechinando en la neblina y ya soñando. El suelo era de tierra suelta y terriblemente frío y húmedo, pero no mojado ni fangoso, porque la lluvia no podía alcanzarnos debajo del concreto. Vi hombres por parejas, roncando juntos, algunos envueltos en periódicos y papel de embalar, otros en una manta helada, uno o dos dormitando aquí y allá, en sacos de dormir de aspecto bastante caliente. Y por un minuto pensé que era muy tonto de no llevar un saco de dormir propio; pero pensándolo bien, durante el día caluroso un pesado saco de dormir es engorroso, inútil, y además la gente no te parará en la carretera si llevas un viejo bulto sucio. Entonces seguí, con la humedad del viento soplando bajo el puente, escudriñé por los alrededores en busca de algo para usar como colchón, como almohada, y como manta de lana virgen. Encontré un pedazo de papel de embalar mojado, del que sacudí el agua, y lo extendí sobre el suelo como mi colchón de trotamundos; pero no encontré ninguna almohada, ni nada para usar como cobijo. Reduje mis músculos a un pequeño montón de carne y huesos, y tirité cerca de una hora sobre el papel. Mi respiración agitada y el castañeteo de mis dientes despertaron a un hombre, grande como un armario, en su saco. Me escuchó durante un minuto y luego me preguntó:
—¿No ves que tu temblequeo tiene a todo el mundo despierto?
—S s sí i, s sup p p-pongo que sí; yo no puedo dormir por culpa de ello.
Entonces dijo:
—Pareces un tambor redoblando en ese papel; ven acá y comparte la guarida conmigo.
Rodé por el suelo, me arranqué la ropa mojada, los zapatos embarrados, y lo amontoné todo en una pila, y entonces abrió sus mantas de lana y dijo:
—¡Corre, métete dentro antes de que las cobijas se mojen!
Yo seguía temblando y estremeciéndome tan fuerte que todo mi cuerpo se retorcía, y tenía unos calambres que me impedían mover los labios para decir una palabra. Metí los pies bien adentro y luego tiré de las ásperas mantas hasta cubrirme la cabeza.
—Pareces un cubo de ranas frías —me dijo el hombre—. ¿Dónde has estado?
Seguí tiritando, sin decir ni una palabra. —¿Los polis te pasearon? —me preguntó.
Y simplemente asentí con la cabeza, de espaldas a él.
—Este tiempo no me molesta mucho; estoy en camino a donde hará muchísimo más frío que aquí. No sé nada acerca de los polis, pero estaré en Vancouver dentro de una semana; y sé que allí se congelarían los cuernos de un bulldog de bronce. Leñador. Madera. Supongo que tienes demasiado frío para hablar, ¿eh?
Y sus últimas palabras mancharon y empaparon el cauce pantanoso del río y se desvanecieron en algún punto de la sirena de niebla y las luces rojas y verdes de un pequeño barco martillando las aguas.
A la mañana siguiente era difícil andar porque mis piernas estaban tirantes como pedazos de cuero. Mis muslos sentían como sí la carne estuviera desgarrada de los huesos, y mis rodillas dolían y bailaban en sus articulaciones. Le di la mano al leñador y nos marchamos en direcciones opuestas. En realidad no llegué a verle nunca de cerca en las nubes; y cuando se marchó, su cabeza y sus hombros parecían nadar por la hierba matutina. Acababa de hacer otro amigo que no pude ver. Y caminaba pensativo. Bueno, ahora no sé si volveré a ver a este hombre alguna vez o no, pero veré a cantidad de hombres en muchos sitios distintos y me preguntaré si alguno de ellos podría ser él.
En poco rato, el sol y la niebla habían luchado y bailado tanto en las orillas del río que corría al lado de la carretera, que no parecía haber suficiente espacio entre los árboles, los juncos y los cañaverales para que el sol o las nubes, cualquiera de los dos, pudiera realmente vencer; de manera que las nubes del suelo se enfurecieron y se elevaron por encima de la tierra para agarrar un puñado de rayos de sol, y terminar la contienda peleando más arriba en el cielo. Conseguí pasaje en un camión cargado de estacas para vides y escuché a un rudo camionero maldecir las carreteras estrechas y malas que te hacen matar tan fácilmente; y luego me encontré rodando, una o dos horas, con un granjero, con un italiano cultivador de uvas, eternamente endeudado, un par de vaqueros intentando abrirse camino hacia un nuevo rodeo; y antes de que el día se consumiera, estaba caminando por las calles de Sonora, la reina de las ciudades del oro, en las estribaciones de las montañas de Sierra Nevada.
Las calles estrechas y retorcidas de Sonora zigzagueaban y corrían tan descabelladamente como los buscadores de oro y sus burros, y pensaba, mientras me abría paso por las impenetrables callejuelas llamadas calles, que quizá la ciudad entera había sido diseñada siguiendo simplemente las huellas de un buscador fugitivo. Pequeñas casas sacando sus barrigas sobre el bordillo de la acera, y calles tan empinadas que tenía que tomarlas en primera para superarlas. Las bajadas eran también tan pronunciadas, que me imaginé que la mayoría de ciudadanos de Sonora iban y venían utilizando paracaídas. Cañadas y torrentes gargajeaban bajo las calles, donde los antros de juego y tugurios de bebida arrojan sus errores por los desagües, donde, cañada abajo, las aguas son filtradas por insectos hambrientos de oro.
Fui andando con la dirección en la mano, viendo manadas de vaqueros, mineros, leñadores y mujeres y niños con aspecto de pioneros y trabajadores de las montañas de alrededor; y vi también a los falsos vaqueros de pacotilla, paseando por las calles con sus llamativas camisas de colores brillantes, y cojeando patiestevados en unas botas que no han sido pensadas para caminar sobre el duro cemento. Y los trabajadores honestos esperan en grupos y ríen por lo bajo cuando pasan los falsos petimetres.
Entre el olor de sus altos pinos y el murmullo de sus cañadas doradas, Sonora, que ya es una vieja ciudad, es clasificada como la segunda persona más rica de California. Pasadena es la primera, y se nota, pero lo que te engaña en Sonora es que parece una de las más pobres. Caminé por la calle mayor, llena hasta rebosar de caballos, heno, niños jugando, autos destartalados de los rancheros y obreros del lugar, tartanas de los indios, vagones cargados de vituallas para suministro, coches elegantes, limousines, coches deportivos, los grandes V-16 y los V-12. La calle mayor tuerce bruscamente a la altura de los comercios, y tuerce una o dos veces más intentando escapar de la primera curva. La calle es tan estrecha que la gente estornuda en la acera de la derecha y pide perdón a los de la izquierda.
Pregunté a un bombero dormido en un banco: —¿Podría usted decirme por dónde cae esta dirección?
Espantó, sin asustarla, a una mosca de su párpado, y me dijo:
—Es aquella gran casa de piedra justo encima de esa colina. No puede equivocarse, cubre toda la colina.
Le di las gracias y empecé a subir una larga escalera de piedra, pensando: "Chico, voy de lo más sucio, andrajoso y desordenado. Con las rodillas al aire. Mi cara necesita una media docena de afeitados. Las manos todo pegajosas. Voy cubierto de polvo de carbón y de hollín. No sé si me reconocería en un espejo. La camisa hecha guiñapos, y los zapatos apestando a sudor. Es un cacho casa de piedra del carajo. Debe haber costado una barbaridad construirla. Volvería al pueblo para ir a una gasolinera a lavarme y adecentarme, pero cono, estoy tan vacío y hambriento, temblando de debilidad, no sé, no podría volver a subir de nuevo estas escaleras tan largas. Seguiré para arriba."
Una valla de hierro negro y un seto de cedros rodeaban todo el terreno. Me quedé ante la puerta con la carta en la mano, mirando arriba y abajo, abajo a la ciudad y la gente, y luego a través de los barrotes a la mansión. Me limpié el sudor de la cara con la manga de la camisa, abrí la puerta y la atravesé. Un amplio césped de hierba verde me hacía pensar en campos de golf en los que había trabajado de "caddie". Cortado, mimado, alisado y cuidado, el jardín parecía recién salido de la barbería. El aroma de cedro y el pino de tamaño mediano, por encima de las flores que brotaban por todos lados, daba un olor bueno y sano, como un sanatorio para niños tullidos. Pero el conjunto era tan tranquilo, apacible y silencioso, que pensé que quizá todo el mundo había salido. Cuando caminé un poco más por un sendero de piedra, la casa se hizo visible por entero: piedras grises nativas de las colinas cercanas, porches de baldosa y columnas de piedra arenisca sosteniendo el techo; ventanas tan altas y anchas que el sol se perdía buscando un camino para brillar a través de todas esas grandes y pesadas cortinas y colgaduras. Toldos metálicos en las ventanas construidos para evitar que entren los bellos, buenos, saludables rayos de sol durante mucho, mucho tiempo. Grandes dobles puertas con refuerzos de hierro cruzados, manijas como a la entrada de una funeraria, cerrojos "más grandes y fuertes que en todas las cárceles en las que he dormido.
Ahora ando con más cuidado, porque este porche hace mucho ruido, y supongo que un pequeño ruido daría un susto de muerte a todos esos árboles y flores. "Este lugar es tan silencioso... Espero no asustar a nadie cuando llame a esta puerta. ¿Cómo diantre funcionará este aldabón, por cierto? Oh. Levántalo. Déjalo caer. Golpea. Gulp. ¿Crees que me atacarán los perros guardianes? Espero que no. Maldición. No lo sé. Estoy pensando. Esto de vagar es bastante malo en algunos sitios, pero, no sé, nunca lo he visto ponerse tan quieto y solitario."
"¿Crees que llamé correctamente con ese aldabón? Supongo que sí. Las cosas están tan silenciosas en este porche, que puedo oír mi sangre circulando por las venas, y mis pensamientos rumiando en la cabeza."
La puerta se abrió hacia adentro.
Mi aliento se fue a la punta de los pinos donde las pinas cuelgan tanto tiempo como pueden, y luego caen al suelo para cubrirse de tierra y algún día dar nacimiento a un nuevo árbol.
—¿Cómo está usted? —dijo un hombre.
—Ah, sí, buenos días. —Trataba de engullir aire.
—¿Puedo hacer algo por usted?
—¿Por mí? No. Qué va. Yo buscaba a cierto individuo con este nombre. —Le alcancé el sobre.
Vestía un buen traje. Era viejo, de cara delgada, espaldas cuadradas, cabello gris, puños blancos, corbata negra. El aire de la casa se cernía a través de él para salir fuera, y había un olor que me decía que el aire había permanecido encerrado en el interior de la casa por mucho tiempo. Encerrado. Emparedado. Protegido de la luna y fuera del alcance del sol. Separado del impulso de las hojas y el movimiento de las aguas. Escondido de las idas y venidas de la gente, desconectado del pensamiento de las masas en la calle. Perezoso ahí dentro, dormido, frío, pálido, sombrío, oscuro y lúgubre en la biblioteca, y el viento bajo las camas no ha sido molestado desde hace veintitrés años. Ya sé, ya sé, estoy en la colina acertada, pero en la casa equivocada. No era para esto que me colgué de aquel vagón, ni me abracé a la escala metálica, ni me arrastré por el techo de aquel veloz mercancías. El tren estaba riendo y maldiciendo y vivo, con seres humanos. Los policías estaban vivos y empujándome por el camino bajo la lluvia. El puente estaba vivo, con amigos debajo. El río estaba vivo y discutiendo con la niebla, y la niebla estaba luchando con el viento y boxeando con el sol.
Me acuerdo de una rana que encontraron en Okemah, una vez que derribaron el edificio del viejo banco. Había quedado encerrada en un bloque de concreto por treinta y dos años, y se había convertido casi en gelatina. Gelatina. Grasa de ballena. Blando y cenagoso. Resbaladizo y despendulado. No me quiero convertir en gelatina. Mi estómago se ha endurecido con los viajes y quiero que siga duro y bien ceñido y siga vivo.
—Sí. Está usted en la dirección correcta. Éste es el lugar que está usted buscando.
El pequeño mayordomo se puso a un lado y me indicó que pasara adelante.
—Yo... éste... eeh... creo que, quizá he cometido un error...
—Oh, no. —Hablaba tan agradablemente como nunca había oído hablar a nadie, como si lo hubiera ensayado—. Éste es el lugar que está usted buscando.
—Yo no... eeh... creo... yo creo que quizá he cometido un pequeño error. ¿Comprende...? Un error...
—Estoy seguro de que está usted en la dirección correcta.
—¿Sí? Bueno, señor, se lo agradezco de veras; pero estoy bastante seguro. —Retrocedí por las escaleras de pizarra, mirándome los pies, y luego a la casa y a la puerta, y dije—: Muy seguro, estoy en la dirección equivocada. Lamento haberle despertado, quiero decir, molestado. Hasta la vista.
Cuando me quedé de pie en lo alto de la colina y escuché la puerta de hierro cerrándose de golpe tras de mí, y miré hacia abajo a los tejados y campanarios y chimeneas y las casas empinadas de Sonora, olí las emanaciones de la resina de los pinos en el aire y contemplé una nube flotando sobre mi cabeza, y volví a sentirme vivo.