CAPÍTULO X
EL SACO DE CHATARRA
Como mamá no estaba, papá se fue al oeste de Texas, a vivir con mi tía de Pampa, hasta recuperarse de sus quemaduras. Roy y yo nos quedamos, por un tiempo, viviendo en la vieja casa de Jim Cain. Cuando la luz del día llegaba a la casa y me levantaba de la cama, no había desayuno caliente ni camas limpias. Era una casa sucia. Una casa con vieja ropa sucia tirada por todos los rincones, o una tina de agua, espuma y pantalones mojados en el banco detrás de la casa, que yacían allí desde hacía dos o tres semanas, esperando que Roy y yo los laváramos. No sé. Esa casa, esa vieja, vieja morera grande, esas flores secas en el jardín, la cocina tan penosa y solitaria, parecía como si todo en el mundo tuviera un eco aquí, pero inaudible. Podías quedarte quieto y amartillar el oído hacia un lado, pero no oía nada. Sé muy bien cómo me sentía allí, y el único sentimiento era: quería largarme en cuanto salía el sol y había luz afuera.
Luego, Roy tropezó con un trabajo en el almacén mayorista de Okemah. El día que nos fuimos de la casa de Jim Cain, le ayudé a arrastrar y almacenar todas nuestras pertenencias en el sobrado del granero más podrido de la ciudad. Me pidió que fuera al otro lado de la ciudad y me quedara con él en su nuevo cuarto de tres dólares, pero le dije que no, que quería salir de la cáscara por mi cuenta.
Cada día barrí las avenidas y los suelos sucios con mi saco de arpillera llagándome los hombros, escarbando como un topo en los montones de basura de todo el mundo, para ver si podía sacar algo de la nada. Caminando diez o quince millas diarias, con mi saco de hasta cincuenta libras, para pesarlo y vender mi carga al chatarrero, hacia el atardecer.
Los montones de desechos y las pilas de basura no alteraban mi estómago. Había sido bautizado en diez o quince cuadrillas distintas de traperos, por el sistema de ser salpicado, pateado, chorreado, arrojado, amontonado y cubierto con todo material de basura y chatarra conocido por el hombre en el mundo. Había vuelto a casa de la banda riendo y asustando a los niños con disparatadas historias de mitad-niños y mitad-ratas, mitad-coyotes y mitad-hombres.
Cuando le dije adiós a Roy, me llevó una vieja colcha y una sábana a la cabaña de la banda y la convertí en mi hotel.
La lluvia y el calor habían alternado tan a menudo últimamente, que la colina de la casa hervía y se evaporaba por entero. Los hierbajos se habían convertido en una jungla, donde las arañas destruían a las mariquitas, y las avispas bombardeaban en picado a las arañas. Un mundo donde los recién nacidos de unos, salían del cuerpo muerto de otros. El sol era caliente como fuego en el gallinero, y el estiércol de las gallinas había arrastrado sus piojos a través de la colina, con las lluvias. Un vapor sofocante cubría el lugar con el olor y el veneno de madera podrida.
Las aguas se filtraban desde más arriba de la colina, y mantenían el suelo de la casa húmedo y empapado. Mi colcha y mi sábana maceraban y enmohecían. Cada noche me despertaba en mi cama en el suelo, con la sensación de que la materia que se pudría durante la noche calaba en mi cerebro y llenaba mi cuerpo con una fiebre tenebrosa. El sol, fermentando el rocío en los montones de basura, hacía salir una especie de gas que me hacía reír y tumbarme en el sendero bajo el sol y soñar sobre morir y enmohecer.
En esas noches, cuando los muchachos se iban a casa, me tumbaba de espaldas en mi sábana empapada, y un torbellino me llevaba a una tierra de sangrientos sueños de degollados, de luchas y revuelcos en la corrupción y en el lodo, toda la noche, perseguido y pisoteado por demonios y monstruos, para acabar enrollado en los anillos de una boa constrictor reptando por el sumidero de la ciudad. Me despertaba con los ojos exorbitados. Al levantarse, el sol traía de nuevo el olor de la hierba, y el vapor de la colina volvía a atraerme.
Luego, durante muchas mañanas, estaba tan débil que no podía tender mis sábanas al aire y al sol mientras buscaba chatarra. Mi primer pensamiento, cada mañana, era arrastrarme fuera, a un lado de la colina, y quedarme tumbado bajo el sol en el sendero. Sentía los rayos penetrando en todo mi cuerpo, y sabía que el sol era una buena medicina. Una mañana, estaba tan loco y mareado que me arrastré hasta la cima de la colina y me empujé un centenar de metros hasta los terrenos de la escuela.
Me desplomé en un banco cerca de una fuente. El mundo estaba caliente y yo tenía frío. Luego, el mundo se volvió frío y yo tenía calor. Usé mi saco de arpillera como almohada. Sentía como relámpagos estallando en mi cabeza. Mis dientes rechinaban.
No me enteré de nada hasta que sentí a alguien sacudiendo mi hombro y diciendo:
—¡Hey, Woody, despierta! ¿Qué pasa?
Miré hacia arriba y ví la Roy.
—¿Qué tal, hermano? ¿A qué se debe que pases por aquí?
—¿A qué se debe que estés ahí tirado y enfermo? —me preguntó Roy.
—¡No estoy enfermo! Un poco mareado.
—¿Dónde estás viviendo estos días? ¿Haraganeando en esa vieja guarida nocturna?
—Estoy bien.
—¿Qué es ese sucio saco bajo tu cabeza? —Un saco de chatarra.
—Sigues arrastrándote por los estercoleros, ¿eh? Oye, retoño, tengo una buena habitación. ¿Tú sabes dónde vive la señora Hutchinson, allí abajo, en esa gran casa blanca de dos pisos? Ve para allá. Mandaré un médico rápidamente para que te eche una mirada. Nos vemos hacia las seis. ¡Levántate! ¡Ahí está la llave!
—¡Yo ya puedo cuidarme solo!
—Oye, chorbo, ¡digo hermano! Toma esa llave.
—¡Lárgate a trabajar! —Me levanté y empujé a Roy fuera de la acera—. Seguro, iré a dormir a tu cuarto. ¡Mándame un buen doctor! ¡Y vete a trabajar!
Empujaba a Roy por la espalda y reía al mismo tiempo. Entonces me sentí tan mareado que me caí en un hoyo, y Roy me agarró, me levantó y me dio un pequeño empujón para ponerme en marcha hacia su cuarto.
Llegué a la gran casa blanca de dos pisos y subí las escaleras hasta la habitación número diez. Mi saco de trapero estaba empapado de rocío de la mañana, de modo que arrojé una cerilla a la estufa de gas y coloqué el saco en el suelo, extendiéndolo para que se secara. Sentí un frío estremecimiento recorriéndome el cuerpo. Me quité la camisa, la puse en el suelo, y me dejé tostar por el calor de la estufa de gas. Era tan agradable que me estiré ahí delante, con las manos entre las rodillas y temblando un poco, y allí me quedé abatido y mojado por el relente, calentándome a través de los téjanos, y pensando en otras veces en que, estando en una situación jodida, había aparecido siempre alguien para sacarme del apuro. La chatarra estaba proporcionando más dinero. Supongo que quieren latón. El cobre es bueno. Y el aluminio es lo mejor. Ese viejo chatarrero es un judío. A algunos, en la ciudad, no les gustan los judíos porque son judíos, los negros porque son negros; yo, porque soy un condenado pequeño chatarrero, pero no me importa nada todo eso. Este viejo suelo es bueno y caliente. ¿Qué es eso? ¿Una sirena de bomberos? ¡Por Dios, no! ¡No soporto las sirenas de bomberos! ¡La sirena de bomberos me ha vuelto loco! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Apáguenlo! ¡Fuego!
—¡Levántate! ¡Despierta! ¡Muévete!
Una señora me hizo rodar fuera del paso; luego, pataleó y bailó de un lado a otro frente a la estufa. Todo estaba lleno de humo. Sacó una vasija de agua de la sentina, la arrojó frente a la estufa, y una gran nube de humo blanco voló y llenó toda la habitación.
—Despierta! ¡Te vas a abrasar! ¡Te vas a llagar!
Te vas a llagar. A llagar. A llagar. Espera y verás. Brea caliente y plumas calientes y te vas a llagar. Klu-Klux-Klan. Despierta. Despierta y arrástrate sobre la barrilla.
La señora me gritaba furiosamente. Me tomó de la mano y me levantó sobre el suelo. Caminé hasta la cama y me deslicé entre las cobijas con los pantalones puestos.
—¡Me parece que, al menos, podrías quitarte las bragas, muchacho! ¿Qué significa eso de extender ese viejo saco grasiento ahí frente al fuego y luego largarse a dormir de esa manera? ¡Deberías tener tu pequeño trasero bien llagado!
¡Vil, miserable, rastrero, infame Klu-Klux! ¡Lárgate inmediatamente fuera de mi casa! ¡Viejas túnicas fantasmales! ¡Enrollado en una mortaja! ¡Mortaja! ¡Mortaja!
La señora se echó el cabello hacía atrás, fuera de la cara, y caminó hasta el borde de la cama.
—¡Pero, si tienes fiebre! —Acercó su mano a mi frente—. ¡Tu cara está simplemente llagada!
—¡Embréame y emplúmame! ¡Te odio! Golfa...
Me lancé en picado contra ella y fallé, y fui a parar al suelo. Hice esfuerzos para trepar, intentando levantarme. Todo oscureció...
—¿Te sientes mejor ahora? ¿Con un buen trapo frío en la frente? —Sonrió y me miró a la cara igual como solía mirarme mi madre hace mucho, muchísimo tiempo—. Quemé un par de agujeros en mi viejo felpudo, pero tú tendrás que salir a cazar en las avenidas y buscarte un saco de arpillera nuevecito. No te preocupes por mi viejo felpudo. Cuando irrumpí en el cuarto y me encontré con el humo y el saco ardiendo en el suelo, y te ví la ti durmiendo en el suelo, no estaba furiosa, ¿sabes? Nooo. Ahí. Come esta harina de avena. Y toma esta leche caliente. ¿Está buena? ¿Hay suficiente azúcar? Te quité los pantalones. Deberías usar alguna ropa interior, cabeza alborotada.
Miré a través de las persianas de la ventana, al otro lado de los terrenos de la vieja escuela y pensé en un millón de amigos y un millón de caras, un millón de disputas y peleas, y una ciudad entera llena de gente tan buena como la que puedes encontrar en cualquier lado. La señora seguía arrodillada al lado de mi cama.
Puso su mano en mi cabeza y dijo:
—¿Vas a dormir?
—Detrás de mi cabeza. Duele. Brinca.
—Date la vuelta y apóyate en la barriga. Eso es un buen muchacho. Deja, yo te frotaré el cogote. ¿Te sienta bien?
Siguió frotando y acariciando repetidamente.
—¿Está lloviendo? —Me acomodé en lo más profundo de las cobijas.
—¿Qué?, no. ¿Por qué? —Me dio una palmada en el cogote.
—Estoy todo mojado y frío.
—¡Estás soñando! —frotó y acarició una vez más.
—¿Está ese tren huyendo? —Vete a dormir.
—Todo es divertido, ¿no es cierto? Puedo escuchar la lluvia.
—¿Te hacen sentir las caricias mejor? —me dio otra palmada.
—Eso está mejor.
—Acaba de hablar y duérmete de una vez. —Eso está mejor. —¿Quieres algo? —Sí.
—Un nuevo saco de chatarra.