CAPÍTULO V
MÍSTER CICLÓN
—¡Aquí estoy, papá! —me precipité desde la puerta oriental y fui corriendo hacia mi padre—. ¡Aquí estoy! ¡Quiero ayudarte a disparar!
—¡Apártate de ese hoyo! ¡Tiene dinamita!
No me había visto cuando salí trotando.
—¿Dónde? —Yo estaba nada más que a tres pies del agujero que él perforaba sobre una piedra—. ¿Dónde?
—¡Corre! ¡Por aquí! —me cogió en sus brazos, cubriéndome con su chaqueta, y se echó de bruces al suelo—. ¡Túmbate! ¡Abajo!
La colina entera se estremeció. Las piedras saltaron por encima de nuestras cabezas.
—¡Quiero verlo! —intentaba soltarme luchando por debajo de sus brazos—. ¡Déjame salir!
—¡Quédate aquí! —me apretó con su chaqueta aún más fuerte—. ¡Esas piedras acaban de subir! ¡Caerán en seguida!
Le sentí agachar la cabeza junto a la mía. Las piedras cayeron con un ruido sordo; algunas acribillaron la chaqueta. La tela estaba estirada al máximo. Sonó como un tambor de guerra.
—¡Caramba! —le dije a papá.
—¡Ahora sí que pensarás, caramba! —papá se rió al levantarse. Se quitó el polvo de la ropa con su mano—. ¡Si una de estas piedras te cayera encima, no pensarías nada durante mucho tiempo!
—jVamos a hacer otra explosión! —paseaba de un lado a otro como un gato en busca de leche.
—¡De acuerdo! ¡Vamos! ¡Puedes coger esta azada y cavar un agujero de diez pies!
—¡Qué bien! ¿De qué profundidad?
—¡Diez pies!
—¡En seguida! ¡En seguida! —golpeaba cortando un agujero con la pequeña azada—. ¿Ya son diez pies de hondo?
—¡Sigue trabajando! —papá actuaba como el jefe de una cadena de presidiarios—. ¡Hombre! Creo que nunca he visto tanto calor en un verano tan avanzado. ¡Aunque supongo que tendremos que seguir cavando sin poder respirar! Lo importante es arreglar la Casa London. Luego podremos venderla a alguien y tener dinero para comprarnos otra casa mejor. ¿Te gusta?
—No me gusta lo malo. Yo quiero cambiarme. Mamá quiere cambiarse también. Y R03' y Clara y todo el mundo.
—Sí, hijo mío, ya lo sé, ya lo sé. —Papá hizo saltar polvo azul de piedra cada vez que su pico daba un golpe—. A mí me gusta todo lo que es bueno, ¿y a ti también?
—Mamá tenía un piano y muchas cosas buenas cuando era pequeña, ¿verdad? —seguí apoyándome en el mango de la azada—. Y ahora no tiene cosas bonitas.
—Sí. A ella siempre le han gustado las cosas buenas. —Papá sacó un pañuelo rojo del bolsillo de su cadera y se limpió el sudor de la cara—. ¿Sabes, Woody, hijo? Tengo miedo.
—¿Tienes miedo a qué?
—A este calor infernal. Me pone nervioso. —Papá miró por todas partes, y aspiró profundamente—. No sé exactamente. Pero a mí me parece que no hay ni un soplo de aire.
—Verdad que está quieto. ¡Estoy sudando!
—Ni una hoja. Ni una brizna de hierba. Ni una pluma. Ni una telaraña que se mueva. —Volvió la cara hacia el norte. Un soplo rápido de aire fresco flotó a través de la colina.
—¡El buen aire fresquito! —llenaba mis pulmones de aire fresco en movimiento—. ¡El buen aire fresquito!
—Sí, ya siento el aire fresco. —Se quedó a cuatro gatas, mirando por todas partes, escuchando cada sonido por leve que fuese—. ¡Y no me gusta! —me gritó—. ¡Y tú tampoco deberías decir que te gusta!
—Papá, qué hay, eh? —me puse boca abajo tan cerca como pude junto a él, y miré a todas partes donde miraba—. Hay papeles y hojas y plumas yéndose de aquí para allí. ¿No tienes miedo de verdad, papá?
La voz de papá sonó trémula e inquieta:
—¿Tú qué sabes de ciclones? ¡Aún no has visto ninguno! ¡Deja de decir tonterías! ¡Todo aquello por lo que he trabajado y luchado toda mi vida está invertido en la Casa London!
Nunca hubiera imaginado ver a mi papá tan temeroso de algo.
—¡Pero no tiene nada de bueno!
—¡Cierra el pico antes de que te lo cierre yo!
—¡Nada bueno!
—¡No te enfrentes conmigo!
—¡Nada bueno!
—¡Woody, te zurraré la badana! —Luego dejó caer la cabeza hasta que su barbilla tocó el peto de su mono, y sus lágrimas mojaron el bolsillo de su reloj—. ¿Por qué dices que no tiene nada de bueno, Woody?
—Mamá lo dijo. —Rodé dando una vuelta por el suelo y me separé de él unos dos pies—¡Y mamá llora todo el día también!
El viento susurraba entre las ramas de las acacias al otro lado del camino que subía a la colina. Los nogales encabritaban sus copas al aire y relinchaban al viento que soplaba aún más fuerte. Oí un ronco gemido por todo el iré mientras que las telarañas, plumas, papeles viejos volaban, y las oscuras nubes barrían el suelo, recogiendo el polvo y cubriendo el cielo. Todo luchaba y empujaba resistiendo al viento, y el viento luchaba contra todo en su camino.
—Woody, niño, ven acá.
—Voy a correr.
Me levanté y miré hacia la casa.
—No, no corras. —Tuve que quedarme inmovilizado y callado para poder oír a papá hablando en el viento—. No corras. No corras nunca. Ven acá, y déjame cogerte entre mis rodillas.
Sentí una sensación envolviéndome, como cuando los vientos fríos vienen por encima de la colina caliente. Me puse nervioso y tembloroso, casi enfermo. Caí en las rodillas de papá, abrazándole tan fuerte por el cuello que sus bigotes me frotaron casi arrancándome la piel de la cara. Sentí su corazón latiendo más fuerte y supe que él tenía miedo.
—¡Corramos!
—¿Sabes? No voy a huir más, Woody. Ni siquiera de la gente. Ni siquiera de mí mismo. Ni siquiera de un ciclón.
—¿Ni siquiera de un pararrayos?
—¿Quieres decir de un relámpago? No. Ni siquiera de un relámpago.
—¿Del trueno? ¿De un carro de patatas?
—Ni del trueno. Ni de mi propio miedo.
—¿Tienes miedo?
—Sí. Tengo miedo. Ahora mismo estoy temblando.
—Te sentí temblar cuando el ciclón empezó a venir.
—Puede que el ciclón nos evite. En cambio, puede que nos caiga directamente encima. Sólo quiero hacerte una pregunta. Si este ciclón se alargara hacia abajo con su cola y quitara aspirando todo lo que tenemos en la colina, ¿todavía te gustaría tu papá? ¿Vendrías todavía a sentarte en mis rodillas y a abrazarme fuerte alrededor del cuello?
—Te abrazaría más fuerte aún.
—Es todo lo que quería saber.
Se irguió un poco y me envolvió con los dos brazos de modo cuando el viento sopló más frío sentí más calor.
—¡Dejemos el viento soplar más fuerte! ¡Dejemos volar la paja y las plumas! ¡Que el viento se vuelva loco y nos aporree encima de la cabeza! ¡Cuando los vientos directos pasen por encima y los vientos ondulantes se arrastren en el aire como una serpiente de cascabel en agua hirviendo, tú y yo vamos a contestarle gritando y nos reiremos hasta que vuelva de donde vino! ¡Vamos a levantarnos y a amenazar con el puño contra todo este follón, y gritar y blasfemar y rabiar y reírnos y decir!: ¡Adelante, ciclón! ¡Destrípate contra mi pellejo viejo y duro! ¡Cabréate! ¡Aporrea! ¡Vuélvete loco! ¡Ciclón! ¡Tú y yo somos amigos! ¡Vamos, ciclón!
Me puse en pie de un salto y grité: —¡Sopla! ¡Ja! ¡Ja! ¡Sopla, viento, sopla! ¡Soy un ciclón! ¡Ja! ¡Soy un ciclón!
Papá se levantó de prisa y bailó sobre la tierra.
Dio la vuelta alrededor de su montón de herramientas, me palmeó la cabeza, y se rió fuerte. —¡Anda, ciclón, acelera!
—¡Chaaarrrliee! —la voz de mamá cortó a través de toda la risa y el baile y el soplido del viento—. ¿Dónde estás?
—¡Estamos aquí luchando contra el ciclón!
—¡Cazando tormentas y golpeándolas! —añadí.
—¿Cóommoooo?
Papá y yo nos reímos con disimulo.
—¡Haciendo lucha libre con un ciclón!
—¡Dile que yo también! —le dije a papá.
La abuelita y mamá anduvieron a través de la basura arrastrada por el viento y nos encontraron a papá y a mí palmoteando y bailando alrededor de la dinamita y de las herramientas.
—¿Qué demonios os ha pasado?
—¿Eh?
—¡Estáis locos! —la abuelita miró a su alrededor.
El viento llenaba el cielo entero con una bruma hecha de hierbas secas, arbustos rodando, grava resbalando, polvo fino, y hojas volantes. La lluvia caliente empezaba a azotarnos.
—¡Nos vamos al sótano, y vosotros nos acompañaréis! Toma este impermeable.
—¿Quién va a llevar el pequeño? —les preguntó papá.
—¡Yo quiero caminar en el agua! —dije.
—Y yo te digo que no. ¡Te llevaré yo misma!
—¡Dámelo a mí! —dijo papá riéndose—. ¡Ponlo aquí encima de mis hombros! Ahora el impermeable alrededor de él. ¡Chapotearemos hasta que se sequen todos los hoyos de lodo de aquí hasta Oklahoma City! ¡Luchamos contra ciclones! ¿Sabías eso, Nora?
El viento hacía tambalear a papá por el camino. La abuelita gruñó y luchó con su peso contra la tempestad. Mamá abotonaba su impermeable y andaba pesadamente en la arcilla viscosa del camino.
—¡Esta lluvia es como un arroyo que se escapa! —decía papá debajo de mi abrigo. Asomó la cara entre dos botones, dio dos pasos adelante, y se deslizó un paso hacia atrás.
En la cumbre de la colina el agua tenía más profundidad, y en el callejón despejado el viento nos golpeaba con más fuerza.
—¡Charlie! ¡Ayuda a la abuelita! ¡Allí! ¡Se ha caído! —dijo mamá.
Papá se volvió y cogió a la abuelita por la mano, levantándola a tirones.
—¡Estoy bien! ¡Ahora, al sótano!
Sentí el viento empujándome tan fuerte que tenía que clavarme al cuello de papá. El viento nos azotó otra vez, empujándonos veinte pies hacia atrás en el callejón. Los zapatos de papá se sumergieron en el lodo; se detuvo sobre sus anchas piernas, jadeando.
—¡Me estás sofocando! ¡Agárrate a mi cabeza!
El viento hacía rodar los barriles y lanzaba las tablas de madera arrancadas a través del aire. Cestos y montones de basura volaban contra las cuerdas de tender la ropa. Las puertas de los establos se abrían y se cerraban de golpe, astillándose en cien pedazos. La lluvia caía como una pared de agua sólida; papá afianzó los pies en el abono esponjoso y gritó:
—¿Estás bien, Woody?
Yo le dije:
—¡Estoy bien! ¿Y tú?
Un salvaje empujón del viento gimió durante un minuto como un perro debajo de una caja y luego bramó a través del callejón, chillando como cien elefantes enloquecidos. Mi abrigo se abrió, rasgándose, y se volvió del revés sobre mi cabeza; me agarré alrededor de la frente de papá. Fuimos tambaleándonos veinte o treinta pies más por el callejón y nos caímos de bruces sobre unas profundas huellas de vaca detrás de un gallinero.
—¡Charlie! ¿Estáis bien, tú y Woodrow? —oí a mamá gritar por el callejón. No podía ver ni diez pies en su dirección.
—¡Sigue con la abuelita al sótano! —gritaba papá por debajo del impermeable—. ¡Nosotros iremos en seguida! ¡Va!
Yo al principio estaba en el suelo con mis pies en un hoyo de barro, pero me retorcí y me revolví para por fin sacar la cabeza.
•—¡Suéltame!
—¡Deja la cabeza abajo! —papá me bajó otra vez al hoyo de abono húmedo—. ¡Quédate donde estás!
—¡Me estás ahogando con el abono de vaca! —logré finalmente gorgotear. —¡Abajo! —¡Papá!
—Sí. ¿Qué? —Él luchaba por respirar. —Tú y yo somos todavía luchadores de ciclones.
—Hemos perdido este primer asalto, ¿no? —Papá se rió debajo del impermeable hasta que le oyeron los sótanos en diez manzanas a la redonda—. ¡Pero triunfaremos! ¡Cuando pueda coger un soplo de aire fresco! ¡Ya llegamos en seguida! ¿Verdad, cabecita de abono?
—¡Mamá y la abuelita son mejores luchadoras de ciclones que nosotros! —me reí y bufé en el charco de fango bajo mi nariz—. ¡Ya han llegado al sótano, dejándonos en un agujero de abono! ¡Ja!
Alambres de teléfono silbaron y se fueron con el viento. Cajas de embalajes de las tiendas del pueblo se levantaron de los callejones y volaron por encima de los árboles. Tablas de establos y de las casas hicieron pedazos los cristales de las ventanas, y las vacas mugieron en los jardines, enredando sus cuernos con el alambre de los gallineros y las cuerdas de tender ropa. Perros empapados corrieron a gran velocidad, precipitándose hacia las casas. Zanjas y calles se volvieron ríos, y los jardines se volvieron lagos. Balas de heno rajándose se fueron con el ciclón como bolsas de pop-corn. La lluvia escocía. Todo el mundo luchaba contra todo el cielo. Era el fuerte empuje, recto, que derriba los pueblos ante sí y abre el camino para la cola del ciclón, que retuerce, aspira y gira hasta hacerlos trizas.
Papá me envolvió en el impermeable, abrazándome tan fuerte como pudo. Nos arrastramos detrás de un establo para protegernos del viento, pero el establo chilló como una mujer atropellada en la calle, y el primer soplo de viento lo cogió y lo levantó cincuenta pies por el aire. Nos caímos seis pies hacia delante. Me apreté al cuello de papá. Me soltó con las dos manos y dio un salto cogiéndose a una cuerda de tender ropa, deslizando las manos por los alambres, quitando a empujones sacos, fregasuelos, briznas de heno y desperdicios de todas clases, hasta que llegamos detrás de la primera casa. Avanzó poco a poco hasta la siguiente, sujetándose a la cuerda de ropa. Después de uno o dos minutos llegamos a quince pies de la puerta del sótano donde se habían metido la abuelita y mamá con los vecinos. Papá iba a rastras y yo arrastrándome debajo de él.
—¡Nora! ¡Nora! —papá dio puñetazos contra la puerta inclinada del sótano, tan fuertes que parecía competir con el ciclón—. ¡Déjanos entrar! ¡Soy Charlie!
—¡Y yooo! —grité desde debajo del abrigo.
La puerta se abrió y papá introdujo el hombro. Cinco o seis vecinos se echaron con gran fuerza sobre la puerta para empujarla contra el viento.
Yo estaba tan mojado como ha estado o estará cualquier pez en cualquier riachuelo cuando, por fin, papá entró en el sótano.
Mamá me cogió sobre sus rodillas. Estaba sentada sobre un cajón de fruta de lata. Una o dos linternas echaban un rayito entre las sombras de las diez o quince personas apretadas en el sótano.
—¡Caramba! ¿Sabes, mamá? ¡Papá y yo somos luchadores de ciclones de verdad! —Charlataneaba y agitaba la cabeza dirigiéndome a todo el mundo.
—¿Cómo está tu padre? ¡Charlie! ¿Estás bien?
—¡Sólo mojado con abono de vaca!
Todos se rieron a gritos.
—Cántame algo —le dije en voz baja a mamá. Ella me mecía de un lado a otro, ya tarareando el aire de una vieja canción. —¿Qué quieres que cante? —Esa. Esa canción.
—Esa canción se llama El Ciclón Sherman. —Pues canta ésa.
Y la cantó:
Podías ver la tormenta acercándose.Sus nubes eran negras como la muerte. Y se fue a través de nuestro pueblecito dejandosu huella mortal. Y me adormecí pensando en toda la gente del mundo que ha trabajado mucho y ha venido alguien a quitarles la vida.
La puerta estaba abierta y un hombre decía:
—Lo peor ya ha pasado.
Papá gritó desde los peldaños:
—¿Cómo se ven las cosas ahí fuera?
—¡Mal! ¡Ha hecho mucho daño!
Yo veía las grandes botas de caucho del hombre chapoteando en el barrizal de la puerta.
—¡Se ha ido hacia el sur, por allá! ¡Salid de prisa, aún podéis ver la cola azotando!
Me solté de mamá deslizándome de sus rodillas.
—¡Voy a verlo!
Hablaba con papá, siguiéndole por la puerta. —Allí al sur, ¿veis? —el hombre señaló—. ¡Todavía azota!
—¡Lo veo! ¡Lo veo! ¡Aquel látigo tan largo! ¡Lo veo! —salí y caminé descalzo sobre los charcos; el lodo se filtraba a chorros por mis dedos—. ¡Te odio, ciclón! ¡Vete de aquí!
Las nubes en el oeste corrieron hacia el sur y el sol echaba sus rayos sobre el pueblo como en una mañana clara de domingo. Puertas de pantalla se cerraron de golpe y las puertas de los sótanos se abrieron. La gente salió formando colas pequeñas como si Dios hubiera hecho sonar la campanita de la cena. Un viento fuerte todavía corría por el pueblo. Montones de basura ondeaban sobre los postes y alambres de teléfono. Heno desparramado y desperdicios de toda clase cubrían el suelo tan lejos como yo alcanzaba a ver. Los chiquillos salieron corriendo, buscando tesoros. Niños y niñas corrían a paso largo a través de los jardines chillando y señalando los establos y casas destruidos. Señoras con vestidos de algodón salieron a través de pequeños caminos para besarse. Miré a lo largo de una o dos manzanas, escuchando a algunas personas reírse y a otras llorar.
Mamá caminaba delante de la abuelita. No decía nada.
—Tengo muchas ganas de ver el otro lado de la cumbre de la colina —nos dijo.
—¿Qué hay al otro lado? —le pregunté.
—¡Nora! ¡Abuela! ¡Daos prisa! —Papá gesticuló desde el callejón donde el viento nos había derribado durante la tormenta—. ¡Ahí vienen Roy y Clara!
—¡Roy y Clara! —la abuelita se dio un poco más de prisa—. ¿Dónde habéis estado durante todo este rato?
—En el sótano del colegio, supongo —mamá miró por el callejón y los vio acercarse, chapoteando entre los charcos.
—¿Por qué os habéis quedado en el sótano del colegio? —les reprendí cuando llegaron—. ¡Papá y yo hemos tenido una lucha con un ciclón, nosotros solos! ¡Ya!
—Nora —papá habló más bajo que nunca—, abuelita. Venid acá. Mirad. Mirad la casa.
Caminamos en grupo hasta la cumbre de la colina. Señaló el sendero por donde habíamos llegado al sótano. El sol lo tornaba todo tan claro como el cristal. El aire había sido apaleado y revuelto por la lluvia. Vimos nuestra Casa London. Papá dijo casi cuchicheando:
—Lo que queda de ella.
La Casa London estaba sin techo. Parecía un fuerte que hubiera perdido una dura batalla. Las paredes de piedra, parcialmente derrumbadas por escombros volantes y por el empuje del ciclón. La puerta de atrás, bruscamente arrancada de su quicio y enrollada a mi nogal.
Papá llegó el primero por la puerta de atrás e irrumpió en la cocina. —¡Hola, cocina!
Mamá movió la cabeza negativamente, mirando a su alrededor.
—Bueno, por lo menos ya tenemos un buen cielo grande que nos servirá de techo.
Vio muy pocos de sus muebles en la cocina. Todos los cristales de las ventanas se habían ido. El agua y el lodo del suelo nos cubrían los zapatos. Se volvió y me subió a la mesa, diciéndome:
—Quédate aquí arriba, bichito del agua.
—¡Quiero caminar por el agua! —estaba sentado al borde de la mesa dando patadas hacia el agua con mis pies desnudos—. ¡Quiero mojarme los pies!
—Hay toda clase de vidrios y cosas afiladas en este suelo. Podrías cortarte los pies. ¡Dios, fijaos en el armario!
El armario se había caído y estaba medio sumergido en el agua. Platos hechos trizas se esparcían por todas partes. Trozos de tubo de estufa, escobas, fregasuelos, sacos de harina medio llenos, delantales, abrigos, cazuelas, sartenes, heno, maleza, raíces, corteza y escudillas todavía con alguna comida dentro.
Señaló una gran cazuela de azul moteado, y dijo:
—¡Míster Ciclón no ha lavado muy bien mis cacharros!
—No pareces preocuparte mucho.
Papá estaba muy nervioso y respiraba hondo. Chapoteó por la cocina, tocando todo con los dedos y acariciando el montón de basura mojada como si fuera un toro premiado con un cólico.
—¡Jesús! ¡Mirad todo esto! ¡Mirad! ¡Esto es el colmo! ¡Es nuestro adiós!
—¿Adiós a qué? —mamá siguió mirando por la casa—. ¿A qué?
Clara retrocedió hasta la mesa.
—Oye, Woodblock —dijo—, sube a mis espaldas. ¡Te llevaré a caballo hasta el salón!
—¡Vosotros los niños no deberíais estar jugueteando en un momento así!
Papá estaba llorando y las lágrimas mojaban su cara como la de un niño.
—¡Arre! —le di a Clara una patada ligera con mis talones y gesticulé en el aire por encima de su cabeza—. ¡Anda! ¡Sigue nadando en este grandísimo río! ¡Arre! —la cogía alrededor del cuello tan fuerte como podía mientras ella cabeceó unas veces y chapoteó sus pies en el agua. Después, grité—: ¡Vamos, papá! ¡Vamos a cruzar nadando ese gran río y luchar contra la mala pandilla!
—¡Voy a ayudaros! ¡Esperadme! —Mamá se metió chapoteando en el agua por delante de nosotros. Dio unos saltos, salpicando barro y harina mojada, lodo y agua sucia por todo su vestido y dos o tres pies por encima de las paredes de piedra—. ¡Chapoteemos a través del río! ¡Yupiii! ¡Chapoteemos a través de las arenas movedizas! ¡Ya vamos! ¡Todos nosotros las estrellas de cine, a luchar contra los estafadores y ladrones! ¡Yupiii!
—¡Ja! ¡Ja! ¡Mirad a mamá luchando! —les grité a todos.
—Mamá también es buena luchadora de ciclones, ¿eh? —Clara se reía y tiraba el barro con sus pies por todas partes—. ¡Vamos, papá! ¡Tenemos que seguir luchando contra el ciclón!
Mamá deslizó sus pies por el agua, formando ondas y rizos largos que chocaban contra las paredes.
—¡Charlie, ven aquí! ¡Mira esta otra habitación! Clara me llevó a caballito por todo el salón. El sofá al revés en el centro del salón, sus plumas y muelles esparcidos hasta cincuenta pies fuera de la ventana del sur. Papeles, sobres, lápices flotaban sobre el agua en el suelo. La butaca grande del rincón estaba recostada como un boxeador fuera de combate. Piedras de arena grandes y cuadradas de la parte de arriba de las paredes se habían derrumbado por el techo y estrellado la máquina de coser de mamá contra la pared. Canillas de hilo colorado fluctuaban sobre el agua como toneles y cables en el mar.
—No ha dejado nada en su sitio —la abuelita examinó toda la sala—. Conozco un indio, Billy el Oso, que jura que un ciclón le robó su mejor caballo de trabajo mientras que él araba su terreno. Se fue a casa enfadado y maldiciendo el mundo entero. Y cuando llegó a casa, encontró que el ciclón había sido tan simpático como para dejarle las guarniciones, seis dólares y cincuenta centavos, y un jarro de whisky en la escalenta de su puerta!
Todo el mundo soltó la carcajada, pero papá se quedó callado.
—¡Nora, no puedo más con esto! —gritó de repente—. ¡Estas tonterías! ¡Esto de ja, ja, ja! ¡Estas bromas! ¿Por qué todos vosotros os tenéis que volver contra mí como una manada de perros? Toda la casa destruida, esta casa convertida en un montón de fango y suciedad, esta casa aniquilada, esto no es suficiente para haceros sentar la cabeza?
—Sí. —Mamá hablaba bajo—. Me ha vuelto a sentar la cabeza.
—¡No parece afligirte mucho haberla perdido!
—Me alegro. —Mamá se mantuvo allí, respirando el aire fresco hasta el fondo de sus pulmones—. ¡Sí, me siento como un recién nacido!
—¡Oíd todos! ¡Todos! ¡Ven aquí! —salí por una ventana abierta y me planté afuera señalando hacia arriba.
—¿Qué es? —Mamá fue la única en seguirme al jardín—. ¿Qué señalas?
—¡Míster Ciclón ha roto la copa de mi nogal!
—Fue donde estuviste colgado —mamá me palmoteó la cabeza—. ¡Creo que Míster Ciclón rompió la copa del nogal para que no te cuelgues allí nunca más!
Cogí la mano de mamá, mirando su anillo de matrimonio dorado, y diciéndole:
—¡Ja! ¡Yo creo que Míster Ciclón echó abajo esta horrible Casa London para que no te hiciera daño, mamá!