CAPÍTULO XIII

CAMINO DE CALIFORNIA

Enrolle mis pinceles de pintar carteles en una vieja camisa y los metí en el bolsillo posterior de mis pantalones. Estaba leyendo una carta en el suelo de la cabaña y pensando para mí. Decía:

"...mientras Texas es tan polvoriento y malo, California es tan verde y bonito. Ya debes tener veinticinco años, Woody. Sé que puedo conseguirte un empleo aquí en Sonora. ¿¿Por qué no vienes? Tu tía Laura."

"Sí, voy a ir —pensaba—. Hoy es un buen día para lanzarse a la carretera. Hacia las tres de la tarde."

Tiré de la puerta torcida hasta cerrarla lo mejor que pude, y caminé una manzana hacia el sur hasta la carretera principal en dirección al oeste. Giré al oeste y caminé unas cuantas manzanas a través de las vías del ferrocarril, más allá de un almacén de carbón. "Vieja Pampa. Vine a parar aquí en 1926. Trabajé como un negro alrededor de este pueblo. Pero no me dio nada. La ciudad ha crecido, extendiéndose por estas llanuras. Empezó como un pueblo ganadero de casas bajas; dio un salto de altura cuando le alcanzó el boom del petróleo. Ahora, once años más tarde, ha muerto como si nada."

Un camión de cerveza de tres o cuatro toneladas hizo resoplar sus frenos de aire y oí hablar al conductor:

—¡Por Dios! ¡Pensé que se parecía a ti, Woody! ¿Hacia dónde vas? ¿Amarilla? ¿A pintar carteles?

Despegamos de un salto mientras él escupía por la ventana.

—A California —dije—. ¡Escapando de este condenado polvo!

—Un buen pedazo de camino, ¿no?

—¡Al final de esta maldita carretera! ¡Sin mirar para atrás!

—Hombre, ¿no vas a echar un último vistazo a la querida Pampa?

Miré por la ventana y la vi alejarse. Todo eran barracas a lo largo de este lado de la ciudad, de aspecto cansado y solitario, y muchos de nosotros ya no hacíamos más falta acá. Torres de petróleo llegaban hasta los límites de la ciudad por sus tres lados; refinerías plateadas que empezaban oliendo bien y terminaban mal; y sobrepasando la línea del horizonte, las grandes plantas de negro carbón vomitando más humo que diez volcanes, el fino polvo negro cubriendo la hierba metálica y el verde trigo temprano que surge a tiempo de besar este viento de marzo. Vagones de petróleo y de ganado alineados como rebaños. El sol era tan claro y tan brillante que me sentía como si dejara uno de los lugares más bellos y más feos que he visto jamás. "Me dicen que esta ciudad se ha reducido a cerca de unas dieciséis mil personas."

—¡Realmente se está yendo con el polvo! —dijo el camionero. Entonces llegamos a otro cruce con la línea de ferrocarril que le movió a decir—:

¡Hubo un tiempo en que, sólo en los cines, ya había más gente! ¡Se está realmente encogiendo!

—No me gusta mucho el aspecto de esa fea nube colgando allá a lo lejos, al norte —le dije.

—¡Mala época del año para esos vientos "azules" del norte! A veces se desatan terriblemente rápidos. ¿Llevas algo de dinero?

—Nanay.

—¿Cómo esperas comer? —Carteles.

—¿Cómo es que no llevas tu caja de música contigo?

—La empeñé la semana pasada.

—¿Cómo vas a pintar carteles con el maldito viento del norte y una temperatura por debajo del termómetro? Hasta aquí. No voy más lejos.

—Esto ha sido un buen principio por lo menos. ¡Muy agradecido!

Cerré la puerta de golpe, caminé, de espaldas, hasta la arena, y contemplé al camión abandonando la carretera principal, arremetiendo por un escabroso puente, y encaminándose hacia el norte a través de una pradera. El conductor no había dicho ni adiós ni nada. Me pareció algo extraño. Es una mala nube. Pero la ciudad queda cinco millas atrás. No tiene sentido pensar en volver. ¿Qué demonios llevo aquí metido en el bolsillo de la camisa? ¿Seré burro? Sí, soy burro. Un billete verde de a dólar. No es raro que sólo mascara su chicle. Los camioneros a veces pueden decir cantidad de cosas sin siquiera abrir la boca.

Seguí por la carretera caminando encorvado frente al viento. Se volvió tan fuerte que tuve que agachar la cabeza y empujar. Sí. Yo conozco esta región de los llanos rocosos. Sopa de barro. Dura corteza de terrones. Hierba metálica para ganado resistente y duros vaqueros que trabajan para los rancheros. Esas viejas casas que ondulan con el paisaje y parece que estén llorando entre el polvo. Yo sé quién está ahí. He entrado un millón de veces. He conducido tractores, he limpiado arados y rastrillos, engrasado discos y arrancado los rastrojos de debajo de las máquinas. Este viento se vuelve cada vez más fuerte. ¡Uuuuuuuh! El viento, a través de la hierba grasienta, sonaba como un camión subiendo una montaña en segunda. A cada paso que yo daba hacia el oeste, el viento me empujaba más fuerte hacia atrás desde el norte, como si intentara decirme: Por Dios, muchacho, vete hacia el sur, no seas tonto, ve hacia donde duermen al aire libre cada noche. No te enfrentes al huracán azul yendo hacia el oeste, porque la tierra allí es más alta, y más llana, y más ventosa, y más polvorienta, y tendrás más y más frío. Pero pensé, en algún lugar hacia el oeste, hay más espacio. Quizás el oeste me necesita. Es tan grande y yo soy tan pequeño. Me necesita para ayudar a llenarlo y yo le necesito para crecer allí. Tengo que seguir luchando contra este viento, aunque se haga más frío.

La tormenta se volcó sobre la región triguera, y la nieve era tan fina como talco, o engrudo seco, volando con pedazos de polvo molido. La nieve era seca. El polvo era frío. El cielo estaba oscuro y el viento estaba convirtiendo al mundo entero en un lugar extraño, horroroso, lleno de silbidos y quejidos. Campos y praderas se volvieron estrechos y sofocantes. Quedaban cerca de tres millas más hasta la pequeña ciudad de Kings Mili.

Caminé casi dos millas en la tormenta de viento hasta que me cogió un camión cargado de ganado inquieto, y un conductor bien abrigado, fumando cigarrillos mal liados cuyo tabaco volaba tan libre como el polvo y la nieve, y picaba como ácido cuando caía en mis ojos. Nos gritamos las frases habituales el uno al otro durante la última milla que viajé con él. Dijo que dejaba la carretera principal en Kings Mili para girar hacia el norte. Le dije que me apearía en la oficina de correos y me quedaría por allí cerquita de la estufa intentando conseguir otro viaje.

En la tienda del pueblo compré un níquel de postales y escribí las cinco para los amigos de Pampa, diciendo: "Saludos desde la Tierra del Sol y cantidad de buen aire fresco. Una excursión maravillosa. S. S. servidor, Wdy."

Muy pronto otro ganadero me ofreció un viaje hasta el próximo pueblo ganadero. Fumaba en una pipa a la que en los últimos veinte años había dedicado más tiempo que a su mujer, sus hijos o su rancho de vacas.

—¡Esta región de Panhandle puede ser muy agradable cuando está bonita, pero es insoportable cuando se enfada —me dijo.

Su camión tenía una velocidad limitada de quince o veinte millas por hora. Tardamos una ventosa y quebrada hora en gatear las quince millas desde Kings Mili hasta White Deer. Cuando llegamos, estaba tan helado que casi no podía bajar del camión. El calor del motor me había mantenido uno o dos grados por encima de la congelación, pero salir a plantarle cara al viento era peor. Caminé una o dos millas más al lado de la carretera y, mientras caminaba me mantenía aceptablemente relajado y flexible. Una o dos veces me detuve al lado del asfalto, y me quedé de pie, esperando con la cabeza escondida del viento, y parecía que ninguno de los conductores me podía ver. Cuando empezaba a caminar de nuevo, notaba que los músculos superiores de mis piernas estaban agarrotados, me dolían cada vez que daba un paso, y tenía que andar otras cien yardas para recuperar el control completo sobre ellos. Esto me asustó tanto que decidí continuar caminando sin remedio.

Después de ver pasar tres o cuatro millas bajo mis pies, un gran "Lincoln Zephyr" último modelo se detuvo, y me acomodé en el asiento posterior. Vi a dos personas en el asiento delantero. Me hicieron algunas preguntas tontas. Quiero decir que eran buenas preguntas, pero yo sólo les di respuestas tontas. "¿Por qué estaba yo en la carretera con un tiempo como éste? Estaba simplemente allí. ¿A dónde iba? Iba a California. ¿Para qué? Oh, sólo para ver si me iba un poco mejor."

Me dejaron en las calles de Amarillo, a sesenta millas de Pampa. Caminé a través de la ciudad, y se hizo más frío. Rastrojos, arena suelta, y nieve sucia y pisoteada se arrastraban por las calles y terrenos baldíos, y el polvo se enrolló con el fuerte viento, para ir a caer más allá, en los altiplanos. Atravesé la ciudad y esperé el próximo viaje en una curva. Pasé una hora sin conseguirlo. No quería seguir caminando por la carretera para mantenerme caliente, porque iba oscureciendo, y no se podía ver nada ahí fuera en una noche como ésta. Caminé de vuelta unas veinte o treinta manzanas hasta el centro de Amarillo. Había un panel que decía: Populación, 50.000. Bienvenidos. Me metí en un cine para entrar en calor y compré una bolsa caliente de palomitas de maíz buenas y saladas. Calculé quedarme en el cine tanto como pudiera, pero en Amarillo cerraban a medianoche, de modo que pronto estuve de vuelta en la calle, simplemente paseando arriba y abajo, contemplando las joyas y la ropa de los escaparates. Me compré un paquete de picadura de a níquel, e intenté liar un cigarrillo en cada rincón de Polk Street, y el viento se llevó el paquete a pequeños soplos. Recuerdo lo divertido que fue. Si conseguía enrollar y pegar uno y metérmelo en la boca, gastaba todas las cerillas del país intentando encenderlo; y tan pronto como lograba encenderlo, el viento soplaba tan fuerte en la punta, que se quemaba como una bengala, demasiado rápido para conseguir una buena bocanada, y al mismo tiempo arrojando pedacitos de cenizas al rojo vivo encima de mi abrigo.

Me dirigí al parque de ferrocarriles, y pregunté sobre los trenes de carga. Los muchachos deambulaban por dos o tres cafés nocturnos, y no hallé ninguna pista sobre dónde conseguir un sitio gratis para dormir. Gasté mis últimos cincuenta centavos en un cuartucho de dos por cuatro, y dormí en una buena cama caliente. Si había cucarachas, caimanes o tortugas voraces, yo tenía demasiado sueño para quedarme despierto y discutir con ellos.

A la mañana siguiente me lancé a la calle con una tempestad de nieve gris como humo, que se las había arreglado para mantener durante la noche. Cubría todo el paisaje, y la carretera debía estar allí en algún lugar, sólo faltaba encontrarla. A quince o veinte millas a este lado de Clovis, me topé con un "Ford" modelo A con tres jóvenes. Se detuvieron y me dejaron entrar. Viajé con ellos hacia Nuevo México durante todo el día. Al llegar a la frontera del Estado, actuaban de un modo raro, hablando y susurrando entre ellos, y preguntándose si los polis de la aduana iban a notar algo raro en nosotros. Les oí decir que el coche era prestado, no tenían papeles de propiedad, factura de compra, carnet de conducir... lo habían tomado prestado en la calle. Lo discutimos. Decidimos actuar lo más natural posible, y confiar en nuestra suerte para pasar al otro lado. Atravesamos la línea. Los polis hicieron señal de darnos paso. El cartel decía: "Camiones y autobuses: Pararse para inspección. Turistas: Bienvenidos a Nuevo México".

Los tres muchachos vestían viejos téjanos con peto remendados, pantalones caqui de trabajo y camisas que parecían poder resistir un par o tres de buenas lavadas sin salir demasiado limpias. Miré su cabello, y estaba seco y enmarañado por el viento, arenoso y lleno de polvo de la tormenta, y sin una determinada ondulación o color, tan sólo el mismo color de toda la región. He visto miles de hombres que tenían el mismo aspecto, y podía normalmente adivinar de dónde eran por el color de la suciedad. Supuse que estos muchachos eran de la región petrolera de los alrededores de Borger, y les pregunté si era una buena suposición. Dijeron que podríamos viajar mejor juntos si nos hacíamos mutuamente menos preguntas.

Seguimos rodando, lentamente, hirviendo en las subidas, y enfriándose en las bajadas, hasta que alcanzamos las montañas a este lado de Alamogordo. Nos detuvimos una o dos veces para dejar enfriar el motor. Finalmente alcanzamos la cima de la carena, y seguimos a lo largo de una carretera alta y recta, que partía por la mitad a un llano, cubierto en ambos lados por pinos verdes, altos, delgados, y rectos como una flecha, ramificándose a unos treinta o cuarenta pies del suelo; y el sotobosque aquí era una mezcla de robles bajos y marrones, y aquí y allá, grupos de cedros fuertes y verdes. El aire era tan escaso que nuestras cabezas tenían una sensación extraña. Bromeamos y reímos sobre esta sensación.

Me di cuenta de que el conductor aceleraba y luego embragaba, dejando el coche en punto muerto, y bajando así tan lejos como era posible. Se lo mencioné al conductor, quien dijo que se estaba acabando la gasolina y faltaban veinticinco millas hasta la próxima ciudad. Desde este momento me quedé quieto, haciendo lo mismo que los otros tres, tragar saliva y pensar.

Durante cinco o seis millas contuvimos el aliento. Éramos cuatro muchachos lanzados, intentando llegar a algún lugar en el mundo, y el rugido de aquel pequeño motor, tan rezumbante, ruidoso y humeante, era un buen sonido para nuestros oídos. Era el único motor que teníamos. Deseábamos más que nada en el mundo seguir oyéndolo ronronear, y no hacíamos caso a las risas de la gente cuando nos adelantaban, tirándonos a la cara sus nubes de polvo rojo. Llévanos hasta la ciudad, motorcito, y te conseguiremos algo más de gasolina.

Una o dos millas más de cuesta, y el tanque quedó vacío. El conductor apretó el embrague, colocó el punto muerto, y el coche siguió rodando. El velocímetro señalaba, treinta, veinte, quince..., luego descendió hasta cinco, tres, cuatro, tres, cuatro, cinco, siete, diez, quince, veinticinco, y todos prorrumpimos en gritos y alaridos tan fuertes y largos como nos alcanzaba el aire de los pulmones. ¡Yuupyyy! ¡Lo conseguimos! ¡Pasamos la maldita joroba! ¡Hurraaa! ¡De aquí hasta Alamogordo es todo bajada! ¡Al infierno con las compañías de petróleo! ¡Durante la próxima media hora no te vamos a necesitar, John D. Rockefeller! Reímos y contamos toda clase de chistes mientras descendíamos de la montaña cubierta de pinos, uno de los paisajes mejores, más salvajes, hermosos y oxigenados que se puede esperar encontrar. Y era un viaje gratis para nosotros. Veinte millas de descenso.

Abajo encontramos Alamogordo, un bonito pueblo esparcido a lo largo de uno o dos riachuelos que vienen de las montañas cercanas. Ahí se ven los altos álamos grises pegados a los cursos de agua. Pardas cabañas de adobe y casas de ladrillo secado al sol, cubiertas de yeso y estuco casero de todos los colores. Las casas de adobe de los obreros mejicanos habían permanecido allí, algunas hasta sesenta, setenta y cinco, e incluso más de cien años. Y lo mismo muchos de los obreros.

En el lado norte de la ciudad arribamos a una estación de servicio de aspecto casero.

Finalmente al hombre se le acudió salir. Uno de los muchachos dijo:

—Queremos cambiarle una buena llave inglesa por cinco galones de gasolina. La llave vale el doble. En buenas condiciones. No falla, agarra fuerte, buenos dientes, no se ha roto nunca.

El hombre de la estación echó una larga, interesada y hambrienta mirada a la llave. Buena herramienta. No es una llave de chatarra. Quería realmente hacer el cambio.

—¿No tenéis cincuenta centavos en metálico? —preguntó.

—No —contestó el muchacho.

Los dos se olvidaron de todo, permaneciendo quietos por más de un minuto, y dando vueltas a la llave inglesa en todos los sentidos. Uno de los muchachos se deslizó por la puerta y atravesó el taller en dirección al lavabo.

—¿Veinticinco centavos en metálico...? —preguntó el mecánico sin levantar la mirada.

—No... nada en metálico... —le dijo el muchacho.

—Okey... quita el tapón de la gasolina; haré el cambio con vosotros sólo para demostraros que tengo buen corazón.

Quitaron el tapón, lo dejaron sobre un guardabarros, el hombre de la gasolinera sostuvo la larga boquilla de bronce en el agujero vacío, y escuchó los cinco galones fluyendo en el depósito; y los cinco galones sonaron solitarios y tristes, y el intercambio fue hecho.

—Está bien, señor, usted se lleva la mejor parte en el negocio. Pero para eso está usted metido en negocios, hay que admitirlo; gracias —dijo un muchacho, y el arranque hizo girar unas cuantas ruedecitas que iban gradualmente perdiendo el dentado, y el motor dio una vuelta rápida, otra lenta, y entonces una nube azul de humo del motor resopló por las rendijas del suelo, y el buen olor de aceite quemado te decía que no tenías que andar todavía. Todo el mundo exhaló un suspiro de alivio. El hombre se quedó con su costosa llave inglesa en las manos, volteándola en el aire, y viéndonos partir con un balanceo de cabeza y una ligera sonrisa.

Mis ojos se apartaron por un momento del saludable paisaje, y mi mirada fue a parar a una herramienta oxidada para el neumático, una vieja bomba de aire en el suelo del coche..., y una bella llave inglesa, casi exactamente igual que la que acabamos de cambiar por gasolina; y me acordé del chico que había ido al lavabo.

Ya en el centro de Alamogordo, nos paramos en el extremo oeste de la calle mayor. Era la hora de comer, pero no teníamos dinero. Todos estábamos hambrientos, no hacía falta preguntarlo. Les dije a los muchachos que me apeaba e iba a recorrer la ciudad ofreciéndome a pintar rótulos en los escaparates, lo que podía hacer en treinta minutos o una hora, y conseguiríamos sin duda suficiente para comprar pan de ayer y leche para comer al lado de la carretera. Me sentía como si les debiera algo por mi pasaje. Me sentía lleno de energía, descansado y aliviado, ahora que había cinco galones de gasolina chapoteando en nuestro depósito. Estuvieron de acuerdo en dejarme buscar un trabajo rápido, pero no debía tomar mucho tiempo.

Salté a la carrera, y empecé en la misma calle. Oí a uno de ellos gritando:

—Nos encontraremos aquí mismo en este sitio dentro de una hora a lo más tarde.

Respondí a voces:

—¡De acuerdo! ¡Una hora! Lo más tarde.

Y bajé andando por la ciudad. Concentraba la mirada en busca de un viejo rótulo que necesitara una mano, o el lugar para uno de nuevo. Me introduje en diez o quince sitios y conseguí trabajo en una zapatería, para dibujar un zapato de señor, uno de señora, y: "Reparación de zapatos garantizada. Especialidad en botas de vaquero."

Había dejado mis pinceles en el asiento del coche, de modo que eché a correr por la calle mayor. Llegué al sitio, jadeando y resoplando como un caballito, miré alrededor, pero los chicos no estaban, ni el coche.

Troté arriba y abajo de la calle mayor, pensando que quizás había decidido venir hacia donde estaba yo. Pero no encontré el viejo "Modelo A" que había aprendido a conocer y admirar, no por ser un campeón de algo, sino por ser un coche que verdaderamente lo intentó. Se había ido. También mis compañeros. También todas mis brochas de pintor. No era más que un trapo enrollado alrededor de viejos pinceles, pero eran de marta cebellina, lo mejor que se podía comprar con dinero, y cerca de veinte billetes ganados con gran esfuerzo. Eran mi vale para la comida.

Arrastrarme de Alamogordo a Las Cruces, fue una de las situaciones más duras en que me he encontrado nunca. La carretera del valle entraba en un espacio seco y pelado, con cerros bajos, demasiado pequeños para ser montañas, y demasiado pronunciados para ser un desierto plano. Los cerros me engañaban completamente. Al pie de las altas montañas, parecían pequeños y fáciles de atravesar, pero la carretera giraba y serpenteaba y se perdía media docena de veces en cada colina. Se podía ver la carretera brillando más adelante como un hilo de estaño aplastado, y luego la perdías de vista y caminabas horas y horas, sin llegar nunca a la parte que habías visto más adelante hacía tanto rato.

Yo era siempre partidario de caminar mirando todo lo que hubiera al lado de la carretera. Demasiado curioso para quedarme en un sitio esperando un viaje. Demasiado nervioso para sentarme y descansar. Demasiado afectado por la fiebre viajera para esperar. Mientras otras largas hileras de auto-estopistas se lo tomaban con calma a la sombra de la ciudad, yo caminaba y luchaba a muerte con las curvas, imaginando lo que podía venir tras la próxima; andando para ver algún objeto distante, que resultaba ser simplemente una gran roca, o una pequeña colina, desde donde se podía otear y hacer suposiciones sobre otros objetos distantes. Ampollas en los pies, zapatos calientes como la piel de un caballo. Seguía corriendo. Cubrí cerca de quince millas de distancia, y finalmente me cansé tanto que salí a un lado de la carretera, me tumbé al sol, y me puse a dormir. Me despertaba cada vez que un coche se deslizaba por la carretera, y escuchaba el canto de los neumáticos calientes, y me preguntaba si no me estaba perdiendo un viaje descansado y fresco, directo hasta California. No podía dormir.

De vuelta al camino, conseguí un viaje a Las Cruces, y allí me dijeron que no se podía agarrar un tren de carga hasta el día siguiente. No me quería parar, de modo que emprendía la caminata hacia Deming. Deming era la única ciudad en cien millas a la redonda, donde los rápidos se paraban el tiempo suficiente para poder montarse en ellos. Anduve una buena distancia, camino de Deming. Debe haber sido cerca de veinte millas. Caminé hasta pasada medianoche. Un granjero me alcanzó, se detuvo y dijo que me llevaría diez millas. Me pareció bien y así llegué a cerca de quince millas de Deming. A la mañana siguiente, un par de horas antes del amanecer, estaba ya caminando, y cerca de las diez conseguí un viaje en un camión cargado de auto-estopistas. Casi todos los del camión iban a coger el mercancías en Deming. Encontramos un gran gentío paseando cerca de la estación y por las calles de Deming, todos esperando pasaje. Deming es una buena ciudad y muy activa, pero es una buena ciudad si uno se queda tranquilo. Se decía que para nosotros, viajeros sin billete, era mejor no andar mucho por allí declamando a grandes voces, si no queríamos que los polis nos metieran dentro, sólo para demostrar a los contribuyentes que están ganando sus salarios con el sudor de su frente.

El tren que salió de Deming era un rápido. Llegué a Tucson sin hacer gran cosa más, ni siquiera comer por un par de días.

En la estación de Tucson no sabía adonde ir ni qué hacer. El tren llegó, con nosotros, después de medianoche. Los vagones toparon entre sí, las zapatas de los frenos se ajustaron con firmeza, y todo giró hasta la inmovilidad.

Quise quedarme en el tren, porque estaba al rojo vivo, había sido rápido hasta ahora, y otros trenes le habían cedido el paso. No quise abandonarlo ahora, tan sólo por una taza de café o algo así. Por otro lado, no tenía ni una perra. Repté por el agujero de un frigorífico —un agujero sobre un vagón de fruta donde se almacena hielo—, y liamos unos cigarrillos con dos hombres a los que no les había visto la cara.

Esa noche en Tucson fue muy fría. Permanecimos acostados un par de horas. Al cabo de un rato, el perfil oscuro de una cabeza y unos hombros apareció en el agujero cuadrado, recostándose en la brillante noche de luna helada. Quien quiera que fuera, dijo:

—Ya podéis salir, chicos. Estamos enterrados en una vía muerta. Estos vagones no van a seguir más lejos.

—¿Quieres decir que perdimos el tren?

—Pues sí, lo hemos perdido, eso es todo.

Y en cuanto la cabeza y los hombros desaparecieron de nuestra vista, pudimos escuchar a los hombres descolgándose por los lados, agarrados a las escalas de metal brillante, tirándose por docenas a lo largo de la línea cenicienta.

—Abandonados...

—Maldita sea...

—No se hubiera escapado si nos hubiéramos enterado a tiempo. Ya me ha sucedido esto antes, aquí mismo, en Tucson.

—Tucson es una puta, chicos, una mala puta.

—¿Por qué?

—Pues... porque sí. ¡Cono, no sé por qué!

—Es un pueblo como otro cualquiera, ¿o no?

—No es un pueblo ni una ciudad. Al menos no para tipos como tú y yo. Pronto te darás cuenta...

—¿Qué tiene de raro Tucson?

Los hombres se congregaron alrededor de los vagones negros, y hablaban en voz baja y quejosa que parecía tan ruda como honesta. Los cigarrillos brillaban en la oscuridad. Un pequeño farol empezó a bajar siguiendo las vías hacia donde estábamos congregados hablando. Las linternas revoloteaban en el suelo, y podía ver las divertidas sombras de pies y piernas caminante, y la parte inferior de los tambores de freno, mangueras de aire y empalmes de los grandes y rápidos vagones.

—Controladores.

—Policías.

—¡Chicos, hay que abrirse! —¡Vamonos!

—Y recordad, confiad en la palabra de un viejo vagabundo, y quedaros fuera de los límites de la ciudad de Tucson.

—¿Qué clase de maldita ciudad es ésta, de todos modos?

—Tucson es la fulana de un hombre rico, eso es lo que es, y nada más que eso.

De mañana. Los hombres están dispersados. Un centenar o más de hombres llegaron la pasada noche en aquel tren, y hacía frío. Ahora ha llegado la mañana, y parecen haber desaparecido. Han aprendido cómo mantenerse fuera del camino. Han aprendido cómo encontrarse y hablar sobre la dureza del viaje, y fumar la colilla del compañero a la luz de la luna, o hervir un pote de café entre los matorrales, como conejos..., centenares de ellos, y cuando el sol aparece, brillante, parecen haber desaparecido.

Mirando al otro lado de una depresión, creciendo con los primeros brotes de algo verde y bueno para comer, vi a los hombres, y sabía quiénes eran y lo que estaban haciendo. Estaban llamando a las puertas, hablando a las amas de casa, ofreciendo sus servicios para ganarse un pedazo de pan y carne, o algún bizcocho frío, o patatas y una rodaja de cebolla; algo para llenar la barriga hasta poder seguir el camino a donde uno conoce a la gente, tiene amigos que le mantendrán hasta que pueda intentar encontrar algún trabajo. Sentí venir una extraña sensación mientras estaba allí de pie.

Siempre había hecho música, pintado carteles, y me las había arreglado para hacer cualquier cosa para echarle mano a un billete, con el que podía entrar a una ciudad, muy legal, y comprar algo que quisiera comer o beber. Siempre he sentido una especial satisfacción al escuchar el retintín de una moneda a través del mostrador, o por lo menos, al hacer alguna clase de trabajo para pagar mi comida. Había pasado días enteros sin comer. Pero he sido demasiado orgulloso para mendigar. Sigo esperando poder encontrar un corto empleo para conseguirme algo de comer. Nunca había estado tanto tiempo sin comer nada. Más de dos días y dos noches enteros. ,

Era una ciudad extraña, algo raro flotaba en el ambiente, una sensación de que había mucho gente en ella, los obreros mejicanos, los obreros blancos, y los vagabundos de piel y ojos de todos los colores, pillados en la trampa del hambre, a la caza de cualquier clase de trabajo. Yo era demasiado orgulloso para salir o llamar a las puertas como los otros.

Iba sintiéndome más débil y más vacío. Me puse tan nervioso que empecé a temblar, y no podía sosegarme. Podía oler un pedazo de tocino o de pastel de maíz friéndose a media milla de distancia. El solo pensamiento de mía fruta me hacía relamer los labios calientes. Seguí temblando, pálido y desconcertado. Mi cerebro no funcionaba tan bien como de costumbre. No podía pensar. Caí en una especie de estupor, y me quedé sentado en la vía principal del rápido, olvidándome incluso de estar allí... y pensando en hogares, con neveras de hielo, cocinas, mesas, comidas calientes, cenas frías, con café caliente, cerveza fría, vino casero... y amigos y parientes. Y juré prestarle más atención a la gente hambrienta que encontrara en el camino.

Muy pronto, un hombre enjuto vino caminando por la depresión verde, con una bolsa de papel marrón apretada bajo su brazo. Caminó en dirección a mí hasta que llegó a unos quince pies de distancia, y pude ver la oscura mancha de sabrosa grasa empapando la bolsa. Incluso olfateé, levantando mi nariz al aire, e incliné mi cabeza en su dirección cuando se acercaba; e instintivamente pude oler el pan casero, cebolla y tocino salado de la bolsa. Se sentó a menos de cincuenta pies, bajo las pesadas maderas encuadradas del andamiaje de un tanque de agua, y abrió la bolsa y se comió su desayuno bajo mi atenta mirada.

Acabó con él lentamente, tomándose el tiempo necesario. Se chupaba la punta de los dedos, y volvía la cabeza a un lado para evitar las manchas de grasa.

Después de limpiarse la bolsa, la estrujo concienzudamente y la tiró por encima del hombro. Me pregunté si quedarían algunas migas. "Cuando se vaya —me dije—, voy a abrirla y comerme las migas. Me van a sostener hasta la próxima ciudad."

El hombre caminó hasta a mí y dijo: —¿Qué demonios haces ahí sentado en la vía principal...?

—Esperando un tren —dije.

—No querrás que te pase por encima, ¿verdad?

—No, pero no veo venir a ninguno...

—¿Cómo podrías verlo si estás de espaldas?

—¿De espaldas?

—Sí, cono, he visto a tipos terminar como hamburguesas por un destino como éste... —Bonita mañana —le dije. —¿Tienes hambre? —me preguntó.

—Señor, estoy tan vacío como uno de esos vagones de automóviles de vuelta a Detroit. —¿Cuánto tiempo llevas así? —Más de dos días.

—Estás loco... ¿Has buscado papeo por las casas.

—No, no sé por dónde empezar. —Tú estás loco de remate, cono. —Supongo.

—Tú supones, pero yo estoy seguro. —Volvió la mirada hacia el mejor sector de la ciudad—. No subas a la parte fina de la ciudad intentando trabajar por una comida. Te morirás de hombre, y te meterán en la cárcel por estar muñéndote en la calle. Pero, ¿ves aquellas cabañas y casitas más allá? Allí es donde viven los obreros del ferrocarril. Conseguirás una comida en la primera casa que vayas, eso si eres honesto, ofreciéndote a trabajar por ello, y no te da reparo decir las cosas como son.

Sacudía la cabeza afirmativamente, pero escuchaba.

Antes de que terminara de hablar, una de las últimas cosas que dijo fue:

—He estado mucho tiempo metido en este baile. Pude haber compartido mi bolsa de comida contigo, pero de ese modo no habrías obtenido ningún beneficio. No te habría enseñado nada. Yo tuve que aprenderlo a golpes. Fui al lado rico de la ciudad, y aprendí cómo era; y luego fui al barrio obrero de la ciudad y vi cómo era. Y ahora es cosa tuya, salir por tu cuenta y conseguirte un papeo si tienes el estómago vacío.

Le di las gracias dos o tres veces, y nos quedamos sentados uno o dos minutos sin decir gran cosa. Sólo mirando alrededor. Entonces se incorporo lenta y relajadamente, y deseándome buena suerte, se marchó caminando al lado de la vía.

No sé muy bien lo que pasaba en mi cabeza. Me levanté al cabo de un rato y miré a mi alrededor. Primero, hacia mi norte, luego hacia mi sur; y si hubiera utilizado lo que llamamos instinto animal, habría ido hacia el norte, a las barracas que pertenecen a los obreros del ferrocarril y de las granjas. Pero una curiosa sensación estaba fermentando en mi interior, y mi cerebro no estaba funcionando con lo que llamaríamos cordura. Miré en la dirección que mi sentido común aconsejaba, y comencé a andar en la dirección que me llevaba a incluso menos comida, bebida, menos posibilidad de trabajo, menos amigos, y más duro camino y sudor, esto es, en dirección de la llamada "buena" parte de la ciudad, donde vive la gente de dinero.

Debía ser cerca de las nueve. Había señales de gente susurrando, moviéndose y trabajando alrededor de las barracas; pero en el barrio al que me dirigía había una absoluta calma de sábanas pesadas y sueños mañaneros.

Podías mirar hacia adelante y ver un campanario destacando sobre los árboles. Viene encima de una pequeña y tranquila iglesia. Un cartel mal pintado, resquebrajado por el calor del desierto y las noches frescas, dice algo sobre la Hermandad, y entonces, sintiéndote parte de la Hermandad, vas hasta allí y examinas el lugar. Tan temprano bajo el sol de la mañana, las hojas amarillas y marrones se deslizan por la acera moteada, como gusanos reptadores midiéndose las jorobas, y el sol mancha la calzada que te lleva a la puerta del pastor. Bajo los árboles es más frío y sombreado hasta llegar a la puerta trasera, y subiendo tres escalones carcomidos, dar un pequeño golpe.

No sucede nada. Cuando escuchas a través de todas las habitaciones y suelos y corredores de la vieja casa, todo se vuelve tan silencioso que el suave túúúúú, túúúú de una máquina de maniobras allá en el parque, parece sacudirte. Finalmente, después de esperar uno o dos minutos, amenazando marcharte, pensando en el ruido que harán tus pies al aplastar los frutos y semillas que han caído de los alrededores a la calzada, decides quedarte en la puerta, y llamar de nuevo.

Oyes a alguien caminando dentro de la casa. Parece acolchado, suave y lejano. Como un león de montaña con pies de cuero andando en una cueva. Luego se desliza a través de la cocina, el frío linóleo y se oye el chasquido de una puerta y una sirvienta sale al porche trasero, revoloteando con su vestido casero de cuadros azules y su delantal marrón, con un gran bolsillo lleno de trapos para el polvo de distintas clases, un gorrito inclinado sobre la oreja, y su cabello escapando a la brisa matutina. Camina hacia el cancel, pero no lo abre.

—Ah... hum... Buenos días, señora —le dices.

—¿Qué desea? —te dice ella.

—Pues, mire usted, estoy buscando un empleo para trabajar.

—¿Ah, sí?

—Sí, me pregunto si usted tiene un trabajo que yo pueda hacer para ganar algo para comer, un bocado de cualquier cosa. Cortar el césped. Rastrillar las hojas. Recortar algún seto. Algo por el estilo.

—Oiga, joven —te dice, colando sus palabras por la rejilla del cancel—, hay una docena de personas como tú que vienen por aquí cada día a llamar a esta puerta. No quisiera que te lo tomes a mal, o algo así, pero si el pastor empieza dándole de comer a uno de vosotros, vais a iros y contárselo a una docena más, y entonces vendrán todos para acá buscando algo de comer. Es mejor que te largues de aquí, antes de que se despierte, o te lo va a decir de una forma peor.

—Sí, señora. Gracias, señora.

Y te vas a la calzada, tras la pista de otro campanario.

Pasé delante de otra iglesia. Ésta está construida de piedras de aspecto arenoso, consumiéndose lenta pero implacablemente, y pasando de moda. Hay dos casas, una a cada lado, de manera que me quedé parado un minuto, pensando cuál sería la del pastor. Era una elección difícil. Pero, mirando más de cerca, vi que una de las casas estaba más dormida que la otra, y me dirigí a la dormida. No me equivoqué. Pertenecía al pastor. Llamé a la puerta trasera. Un gato de mal genio salió corriendo de debajo del porche trasero y huyó a través de un seto pelado. Aquí no sucedió nada. Llamé durante cinco minutos; pero nadie se levantó. De modo que, avergonzado por el solo hecho de estar allí, salí de puntillas a la acera ondulada y me escurrí por la ciudad.

Entonces me vine a una calle comercial. Las tiendas estaban desperezándose y bostezando, pero no enteramente despiertas. Pasé por allí, mirando los escaparates, ropas de abrigo demasiado caras, y pasteles calientes de olor azucarado, amontonados para el muchacho de los repartos.

Un policía grandullón iba caminando tras de mí desde media manzana atrás, mirando por encima de mi hombro, intentando averiguar qué intenciones tenía. Cuando di la vuelta, me estaba sonriendo.

—Buenos días —me dijo.

Le respondí igualmente.

—¿Camino del trabajo?

—No, tan sólo buscando trabajo. Me gustaría encontrar un empleo, y quedarme en esta ciudad por un tiempo.

Miró por encima de mi cabeza, al fondo de la calle, mientras un chófer madrugador se saltaba un cartel de stop, y me dijo:

—No hay trabajo por aquí en esta temporada del año.

—Generalmente soy muy afortunado a la hora de conseguir trabajo. Soy un buen dependiente, colmados, farmacias..., incluso pinto carteles.

Dirigiendo sus palabras al viento, dice:

—Te vas a morir de hambre por aquí. 0 acabarás en el pote.

—¿Pote?

—Eso es lo que dije, pote.

—¿Quiere decir tener problemas?

Movió la cabeza afirmativamente. Sí, quería decir problemas.

—¿Qué clase de problemas? Soy muy mañoso para evitar los problemas.

—Oye, chico, si no estás trabajando en esta ciudad, estás metido en un problema, ¿te das cuenta? Y no hay trabajo para ti, ¿te enteras? O sea que ya estás metido en un problema.

Saludó a un barbero que abría una puerta con el retintín de sus llaves.

Decidí que la mejor jugada que podía hacer era despegarme del poli, y continuar llamando a las puertas. Entonces actué como si me dirigiera a un sitio concreto. Le pregunté:

—Dígame, ¿qué hora es, por cierto?

Intenté forzar una expresión seria.

Exhaló una nube de un cigarrillo negligentemente suspendido en sus labios, y mirando a todos lados, excepto a mí, dijo:

—La hora de empezar a marcharte. Lárgate de estas calles.

Me quedé callado.

—Los comerciantes van a venir a abrir sus tiendas en un minuto más o menos, y no quiero que piensen que he dejado a un pájaro como tú haraganeando por las calles toda la noche. Ponte en marcha. No mires atrás.

Observó cómo me marchaba, sabiendo ambos por qué el otro actuó tal como lo hizo.

Al dar la vuelta a una esquina soleada, encontré a un hombre, que, bajo todo punto de vista, era un viajero sufriendo de falta de fondos. Su ropa se había ensuciado en los mercancías, y estaba casi seguro de que viajaba en ellos. Sombrero de alas caídas, cinta grasienta. Una barba descuidada casi suficiente para parar en la cárcel. Iba camino de salir de la ciudad.

—¿Cómo vamos? Buenos días.

—¿Qué te dijo el pasma?

Fue directamente al grano.

—Me decía cómo Tucson debía deshacerse de mí en cinco minutos.

—'Los cabrones son duros aquí. Un sitio rico. Cuando los turistas importantes se ponen enfermos, viene aquí a descansar —dijo, escupiendo a la calle, fuera de la acera—. Una ciudad muy ruda. —Hablaba lenta y amistosamente, sin dejar de mirarme, agachando la cabeza, un poco avergonzado por su aspecto—. Todo iba bien hasta que hubo un fallo. La máquina se marchó dejando un vagón abandonado. —Entonces cabeceó rápidamente y recorrió con la mirada su ropa sucia, dos camisas, metidas en unos pantalones fuertes de algodón, y dijo—: Así es cómo he llegado a estar tan condenadamente inmundo. No pude encontrar un rincón limpio para viajar.

—Cono, tío, no estás ni la mitad de mal de lo que yo estoy en cuanto a suciedad. Mírame bien.

Y eché una mirada a mi propia ropa.

Por primera vez me quedé allí pensando en el entraño aspecto que yo mismo tenía..., extraño para la gente que andaba normalmente por la calle.

Giró sobre sí mismo, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo liso, aplastándolo contra la cabeza; se movió sobre uno o dos pies, y observó su reflejo en el gran escaparte de una tienda.

Entonces dijo:

—Aquí tienen un penal del condado que es una birguería.

Su voz arenosa y rota en pedazos. Cantidad de cosas te pasaban por la mente mientras él hablaba... tallos de trigo y plantas de algodón vacías, maíz quemado y tierra de granja erosionada. El sonido era tan sutil como un cambio de clima, y a la vez, tan fuerte como era necesario. Si yo fuera un soldado, me decidiría a luchar más rápido ante su arenga que ante el poli. Mientras seguía su perorata, añadió:

—He estado en ese huerto de guisantes un par de veces; lo conozco.

Le expliqué que había acudido a los pastores en busca de comida.

—Ése no es un truco muy bueno; la manera más rápida de ir a la cárcel es deambular por los barrios pijos. Tienes que ir a las afueras de la ciudad. Es lo mejor.

El sol calentaba en la esquina, y las casas finas de Tucson se erguían bellas y limpias, pálidos colores rosas y amarillos.

—Se ve una vista muy bonita. Hace que cualquiera desee venir a vivir aquí, ¿no? —me preguntó.

—Eso parece —le dije.

Nos quedamos ambos de pie empapando nuestro cuerpo del ambiente. Sí, hay que ver el paisaje matutino del sol calentándose en Tucson.

—Pero no es para tipos como tú o yo.

—Tan sólo algo lindo para mirar —le dije—. Por lo menos sabemos que existen ciudades como ésta para vivir, y lo único que tenemos que hacer es aprender cómo hacer alguna clase de trabajo para montarme la vida aquí, ¿sabes? —dije, contemplando las sombras azules persiguiéndose alrededor de los edificios, bajo los árboles, y cayendo sobre las vallas de adobe, que eran como verdaderos muros en alguna de las casas.

—El sol caliente es bueno para los enfermos pulmonares y tuberculosos. Los tísicos vienen aquí condenados al infierno, medio muertos por falta de sol y aire fresco; vacilan por aquí unos pocos meses, tomándolo con calma, y, por Dios, se van de aquí tan buenos y sanos como el día que llegaron arrastrándose.

Le interrumpí y dije:

—Querrás decir, tan buenos como antes. No pretenderás que salgan tan bien como el día en que llegaron enfermos.

Movió los pies y se rió de su error.

—Eso es, quería decir esto. También quería decir que puedes llegar aquí con un poco de dinero que has ahorrado, o conseguido vendiendo tu granja o tu negocio, y no dura tanto como para ver al sol en lo alto del cielo.

Sonreía y movía la cabeza.

Le pregunté qué hacían los tísicos arruinados.

Dijo que deambulaban por las afueras de la ciudad, viviendo tan barato como podían, y trabajaban en las cosechas, buscando oro con el cedazo, o cualquier otro viejo truco para sobrevivir, para poder quedarse cerca del lugar hasta que se curaran. Miles de personas con sus pulmones destrozados. De cada dos personas —me dijo—, uno era un caso de alguna especie de tuberculosis.

—Muchas clases distintas de tisis, ¿verdad? —le pregunté.

—Uy, mil clases distintas. Depende principalmente de dónde la has agarrado, en una mina, una fábrica de cemento o un aserradero. Tísicos del polvo, tísicos de productos químicos de fábricas de pintura, tísicos de resina de los aserraderos.

—Caray, chico, esto es el infierno, ¿no?

—Si existe un infierno, supongo que éste es. Caer abatido por alguna clase de problema o enfermedad, que agarras en el trabajo y te pone en un estado que no te permite trabajar nunca más.

Miró al suelo, se metió las manos en los bolsillos y me vino la idea de que él mismo era un tuberculoso.

—Sí, puedo hacerme cargo de la situación. Algo así jode a una persona en todos los sentidos. Pero, cono, usted no tiene tan mal aspecto para mí; aún puede llevar a cabo un buen trabajo, apuesto a que sí; esto si pudiera encontrar uno, claro.

Intenté hacerle sentir un poco mejor.

Carraspeó lo más discretamente posible, pero no escondía la vieja señal, el pequeño estertor seco, como el tictac de un reloj gastado.

Se enrolló un pucho, y yo me enrollé otro con su tabaco. Encendimos los dos con la misma cerilla, y soplamos el humo al aire. Pensó para él durante un minuto, y no dijo una palabra. Yo no sabía si hablar más del tema o no. Hay algo en la mayoría de los hombres que no admite contemplaciones o piedad.

Lo que dijo a continuación zanjó la cuestión:

—La cosa no es tan terrible. No acostumbro a hablar sobre ello, principalmente porque no quiero que nadie me mire o me trate como si fuera una ternera moribunda, o un viejo caballo cansado con una pata rota. No aspiro más que a quedarme aquí, en esta región alta y seca..., estar al aire libre todo lo que pueda, y conseguir todo el trabajo posible. Conseguiré salirme de ésta.

Podía haber permanecido allí, hablando con este hombre, el día entero, pero mi estómago no estaba dispuesto a esperar mucho más; y el hecho de estar los dos juntos en Tucson habría sido motivo de más explicaciones a más policías. Nos deseamos mutuamente buena suerte, chocamos las manos, y aún dijo:

—Bueno, quizá seremos ambos hijos de millonario la próxima vez que nos encontremos. Al menos, así lo espero.

La última visión que tuve de él, fue cuando me di la vuelta por un instante, y miré en su dirección. Iba caminando con las manos en los bolsillos, y pateando el polvo con la punta del zapato. No pude más que pensar en lo amistosa que es la mayoría de gente que carga con la peor de las suertes.

Me quedaba una iglesia más por probar, la más grande de la ciudad. Una gran misión, catedral, o algo así. Era un edificio bonito y grandioso, con una torre, y caprichosas tallas de piedra en lo alto. Pesadas enredaderas trepaban por las paredes, agarradas a la áspera superficie de las piedras, y como la iglesia era bastante nueva, todo quedaba en un buen principio.

No acostumbrado a las reglas, no sabía muy bien cómo actuar. Vi a una joven vestida con un triste manto negro, me acerqué por un desigual camino de piedra y le pregunté si había algún trabajo por allí que pudiera hacer un hombre para ganarse una comida.

Se quitó la capucha de la cara y parecía una persona muy amable y educada. Habló suavemente y parecía sentir mucha pena por mí, ya que estaba tan hambriento.

—Yo, algo así como que he oído a la gente hablar en el centro, y decían que ustedes están siempre dispuestos a darle a un forastero la oportunidad de trabajar por una comida, ya sabe, algo así como de camino a California...

Estaba demasiado hambriento para dejar de hablar.

Entonces dio unos pasos y subió a un porche de piedra no muy alto.

—Siéntese aquí, estará más fresco, y yo voy a buscar a la hermana. Estoy segura que podrá ayudarle.

Era una señorita bien parecida.

Antes de que se fuera, me sentí como obligado a decir algo más, de modo que dije:

—Tienen un porche muy fresco ustedes aquí.

Se giró, rozando apenas la manecilla de una puerta que conducía a alguna parte a través de un jardín. Ambos sonreímos sin hacer ningún ruido.

Me quedé solo durante diez minutos. Diez minutos que transcurrieron muy hambrienta y lentamente.

La hermana Rosa (le pondré este nombre) apareció, para mi sorpresa, no por la puerta por la que desapareció la primera señora, sino a través de una fuerte parra que se balanceaba cerca de un pequeño portal arqueado que se abría en un muro de piedra. Era un poco mayor. Pero era tan amable como la otra, y me escuchó mientras le contaba por qué estaba yo allí.

—He intentado en muchos otros sitios, y ésta es una especie de última oportunidad.

—¡Ya veo! Bueno, yo sé que, en días determinados, tenemos al costumbre de preparar comida caliente para los obreros en tránsito. Pero, si no me equivoco, hoy no estamos preparadas para repartir comida; y no estoy exactamente segura de qué día habrá de nuevo ración gratuita. Yo sé que usted es sincero al venir aquí, y puedo ver claramente que no es uno de esa clase que viaja por el país intentando comer gratis, cuando pueden conseguir trabajo. Tomaré la responsabilidad sobre mis hombros, e iré a buscar al padre Francisco, le contaré de su difícil situación, y dejaré en sus manos la decisión sobre el caso. En cuanto concierne a las hermanas, nos encanta preparar las comidas cuando tenemos la debida autorización. Yo, personalmente, rezaré para que el padre Francisco comprenda la gran fe que demuestra su presencia aquí, y le conduzca a extender hacia usted la más amplia cortesía y benevolencia.

Y la hermana Rosa se fue por la misma puerta por la que se marchó la primera señora.

Me senté y esperé otros diez minutos, cada vez más ansioso de meterme una comida entre pecho y espalda, y conté las hojas de un par de trémulas parras. Luego las conté de nuevo según fueran verde oscuro o verde claro. Estaba a punto de contarlas según fueran verde claro, verde amarillento oscuro y verde oscuro cuando la primera joven apareció por una puerta a mi espalda, me tocó en un hombro y dijo que si quería ir por la puerta delantera, la entrada principal, el padre Francisco me recibiría allí, y discutiríamos el asunto hasta llegar a una conclusión definitiva.

Me levanté temblando como las hojas y me apoyé en la pared, como las parras, hasta que me puse en camino, y entonces caminé bastante recto hasta la puerta principal.

Llamé a la puerta, y al cabo de unos tres minutos la puerta giró sobre sus goznes, y allí estaba un viejo de cabello canoso, muy bien afeitado, y con un cuello blanco y rígido ajustado a la garganta. Era cálido y amistoso. Vestía un traje negro hecho de una buena tela.

—¿Cómo está usted? —dijo.

Saqué mi mano para chocarla, agarré la suya y apreté tan efusivamente como pude, diciendo:

—¡Señor Sanfrancisco, Frizsansco, Frisco, mucho gusto en conocerle! Yo me llamo Guthrie. Tejas. Región de Panhandle. Ganado. Ya sabe. Boom del petróleo. Eso es... bonito día.

Con una voz suave y profunda que de alguna manera encajaba en las naves de la iglesia, dijo que era un bonito día, y que estaba encantado de conocerme. Yo le aseguré de nuevo que estaba encantado de conocerle. Pero de alguna manera estaría más encantado si pudiera además trabajar por una comida.

—Dos días. No comida —le dije.

Y entonces, dulce y amable como siempre, tras sus ojos brillando en la oscuridad de la nave, su voz habló de nuevo para decir:

—Hijo. He desempeñado este servicio toda mi vida. He procurado que miles de hombres como tú consigan un trabajo para comer. Pero, en este momento preciso, no hay trabajo alguno que hacer aquí, absolutamente ninguna clase de faena; y de ahí que no sería más que un caso de simple caridad. La caridad aquí es como en todas partes; ayuda por un momento, y luego ya no ayuda más. Es parte de nuestras normas el ser caritativo, ya que dar es mejor que recibir. Tú pareces conservar en buena medida tu orgullo y dignidad. Tú no mendigas abiertamente, sino que te ofreces a trabajar duro para ganarte la comida. Éste es el mejor espíritu en este mundo. Trabajar para ti mismo es ayudar a los demás, y ayudar a los demás es ayudarte a ti mismo. Pero tus has hecho una pregunta determinada; y yo debo responder a esta pregunta en los mismos términos para satisfacer tu propio pensamiento. Tú preguntaste si había algún trabajo que pudieras hacer para ganarte una comida. Ésta es mi respuesta: no hay por aquí ningún trabajo que puedas hacer y, por consiguiente, no puedes ganarte una comida. Y en cuanto a la caridad, Dios es testigo, nosotros mismos vivimos de la caridad.

La puerta grande y pesada se cerró sin hacer el más leve ruido.

Caminé, temblando, media milla pasada la estación, hasta las barracas de los obreros del ferrocarril, los mejicanos, los negros y los blancos, y llamé a la primera puerta. Era una casita de madera marrón, que debía costar, en total, menos que una sola de las piedras de la iglesia. Una señora abrió la puerta. Dijo que no tenía nada para darme a hacer; parecía áspera y molesta, renegando y hablando amargamente consigo misma. Volvió a entrar en la casa, sin dejar de hablar:

—Jóvenes, viejos, toda clase de hombres; caminando, caminando todo el tiempo, saltando por montones de los mercancías, haciendo carreras a través de mi huerto de tomates, y llamando a mi puerta; hombres vagando por todo el país; estarías mejor si te hubieras quedado en casa; jóvenes muchachos tomando toda clase de riesgos inútiles, pasando hambre y sed, volviéndose todo sucios y feos, arruinando la ropa, quizás atropellados y muertos bajo un tren o un camión... ¿quién sabe? Sí. Sí. Sí. No te atrevas a escapar, cabeza de chorlito. Te estoy preparando un plato de lo mejor que tengo. Que es todo lo que tengo. Tontos perdidos. (Murmurando.) Deberías estar en casa con tu familia; ahí es donde deberías estar. Toma. —Abriendo de nuevo la puerta, y saliendo al porche—: Toma, cómete esto. Al menos te llenará la barriga.

Pareces un viejo sabueso hambriento. Me daría vergüenza dejar que alguna vez el mundo me abatiera hasta tal punto. Toma. Cómete hasta el último bocado. Iré a prepararte un buen vaso de leche. El mundo está loco en estos días. Todo el mundo se desata y se lanza a la carretera.

Más abajo, me paré en otra casa. Caminé hasta la puerta delantera, y llamé. Pude escuchar a alguien moviéndose en el interior, pero nadie vino a la puerta. Tras unos golpecitos más y cinco minutos de espera, una mujer bajita abrió la puerta hacia dentro y miró por la hendidura, pero sin abrir del todo.

Me examinó de pies a cabeza. Estaba tan oscuro en la casa que no podría decir gran cosa sobre ella. Sólo veía su cabello desordenado, y su mano en la puerta, limpia y rojiza como si hubiese estado lavando platos, o tendiendo ropa. No podría decir si era blanca o mejicana. Me preguntó en un susurro:

—¿Qué, qué desea?

—Señora, me dirijo a California en busca de trabajo. Y me preguntaba si tiene usted alguna clase de faena que un hombre pueda hacer para ganarse la comida. Una bolsa con algo dentro para llevar.

Me dio la sensación de que estaba asustada de algo.

—No, no tengo ninguna clase de trabajo. Chist. No hable tan alto. Y no tengo nada en casa, o sea, nada que pueda meter en una bolsa para que coma usted.

—Acabo de comer donde la señora, más arriba, en esta misma calle, y tan sólo pensaba que quizás, usted sabe, pensaba que quizás una bolsita de algo podría resultarme muy útil después de uno o dos días en el desierto; cualquier cosa. Yo soy muy fácil de contentar —le dije.

—Mi marido está durmiendo. No hable tan alto. Estoy un poco avergonzada de las sobras que tengo aquí. Muy pobre, cuando lo que usted necesita es una buena comida. Pero, si no es demasiado exigente, puede disponer de ello. Espere un minuto.

Me quedé allí mirando a través del huerto de tomates hacia la estación. Una máquina de maniobras estaba moviendo vagones sueltos arriba y abajo de las vías, y me di cuenta de que nuestro mercancías estaba componiéndose.

Sacó la mano por una vieja puerta de tela metálica verde, y dijo:

—Chhhist —y yo intenté susurrar "gracias", pero se quedó gesticulando, moviendo la cabeza.

Yo llevaba un suéter cerrado, y estiré el cuello desbocado para meter la bolsa en la pechera. Había puesto algo bueno y caliente del horno en la bolsa, porque ya pude sentir la buena sensación caliente sobre mi barriga.

Los trenes estaban preparando sus grandes silbatos, y había una larga hilera de vagones formados y listos para despegar. Cien diez vagones indicaban casi con seguridad que era un rápido con prioridad hasta la próxima etapa.

Un muchacho negro de aspecto cansado trotaba entre las vías, mirando al nuevo tren en busca de un furgón frigorífico para reptar a su interior. Vio que le sobraban uno o dos segundos, y se paró a mi lado.

—¿Vas a tomarlo? —le pregunté. —Sí. Estoy conectando muy rápido. Acabo de llegar. No he tenido ni tiempo de trabajarme una comida. Supongo que ya podré comer cuando llegue a donde me dirijo.

Sus ropas de trabajo de color caqui estaban empapadas de sudor salado. Restos de hollín de carbón, humo de petróleo y polvo de colores le cubrían de pies a cabeza. Hizo una carrera hasta un charco de agua clara y se estiró de barriga para sorber toda el agua que pudo. Espiró con alivio, y volvió secándose la cara con un pañuelo de bandana tan sucio como el mismo ferrocarril, y entonces, una vez el pañuelo freso y mojado, se lo ató alrededor de la frente, con un fuerte nudo tras la cabeza. Me miró, y sacudiendo la cabeza de un lado a otro, dijo:

—Evita que el sudor chorree tanto.

Era un viejo truco de vagabundo. Yo lo conocía, pero no tenía ningún pañuelo. El calor del día iba a ser muy difícil de soportar.

—¿Cuándo ha sido la última vez que has comido algo? —le pregunté.

—El Paso —me dijo—. Hace un par de días.

Mi mano no consultó nada conmigo, pero yo estaba de acuerdo de todas formas, y saqué la bolsa de mi suéter y se la pasé a él. Aún estaba caliente. Yo sabía más o menos lo bien que se sintió cuando puso sus manos sobre la bolsa caliente y grasienta. Mordió un bocadillo de mantequilla de cacahuete junto a una loncha de tocino entre dos rebanadas de pan. Miró de nuevo hacia el charco de agua, pero el tren dio una sacudida de unas cuantos pies a los vagones, y los dos corrimos intentando alcanzar los altos coches amarillos.

Nos distanciamos unas pocas yardas, y tuvimos que agarrar distintos vagones, y pensé que quizás él no lo conseguiría. Miré hacia abajo desde el techo del mío, y le vi trotando fácilmente en tierra, saltando una o dos señales de cambio metálicas, y sosteniendo el bocadillo y la bolsa con ambas manos. Empujó el bocadillo al interior de la bolsa, dobló el extremo superior de ésta un par de vueltas, y la agarró con los dientes, dejando sus manos libres para trepar al costado del vagón. En el techo, se arrastró por el estaño abollado hasta sentarse frente a mí, yo en el extremo de mi vagón, y él en el extremo del suyo. El viento iba arreciando a medida que el tren aumentaba la velocidad, y ondeábamos nuestros sombreros, "adiós y buena suerte y Dios te bendiga", a la vieja ciudad de Tucson.

Miré las tapaderas de los dos agujeros de mi frigorífico, y ambas estaban tan fuertemente cerradas que no podías moverlas ni con un tiro de caballos. Miré de nuevo hacia mi compañero, y vi que había abierto su compuerta. Aseguró la pesada tapa abierta, usando la barra del cerrojo como cuña, de modo que no pudiera cerrarse con el fuerte viento, y luego sacó la cabeza, y gesticuló hacia mí para que fuera a viajar con él. Me incorporé y salté de un vagón a otro, descendí fuera del alcance de los vientos cálidos; y él terminó su almuerzo sin soltar una palabra al viento.

Nuestro vagón iba como una seda. No tenía "ruedas cuadradas". Eso no es muy corriente en la mayoría de vagones de un tren vacío. Porque, cargado, un tren corre mucho más suave que de vacío. Al poco tiempo, otro par de viajeros metieron sus cabezas en el agujero y gritaron:

—¿Hay alguien en este hueco?

—¡Dos! ¡Hay sitio para dos más! ¡Tirad vuestras cosas por el agujero! ¡Bajad!

Un atado cayó al suelo, y con él una vieja chaqueta de sarga azul, parte, sin duda, de un buen traje, del siglo pasado. Luego un hombre se descolgó por cada agujero, y se agarraron a la gruesa red de alambres que cubría las paredes del furgón. Se sentaron en una postura adecuada para el viaje y echaron una mirada alrededor.

—¿Qué tal? Yo soy Jack.

El chico negro meneó la cabeza.

—Wheeler.

Pegó el último bocado, se lo tragó, y dijo: —Muy seco.

El segundo forastero prendió un fósforo para reencender un cigarrillo mojado, y murmuró:

—Mi nombre, Schwartz. ¡Maldita sea esta picadura de toro!

Yo sabía que el paisaje, afuera, era bello, soleado y claro, con trozos de verdes campos cultivados pegados como musgo a lo largo de las arenosas riberas de los secos arroyos del desierto. Sí, y me gustaría subir al techo para echarle un vistazo. Dije a los otros tres:

—Creo que voy a enrollarme uno de esos puchos, si no te molesta, y voy a salir arriba a mirar a los turistas pasar.

El dueño del tabaco me pasó el paquetito sudado, y me enrollé uno. Mientras lo encendía, le di las gracias, y luego trepé sobre el techo para introducirme en el escenario de diez millones de millas cuadradas. El rápido tren silbante desencadenaba un fuerte viento. Eso hizo que mi cigarrillo se quemara como una antorcha y, finalmente, una corriente salvaje arrancó el papel de alrededor del tabaco, que salió volando en un millón de direcciones, incluida mi propia cara. Luchando con el cigarrillo, incliné mi cabeza en la dirección equivocada, y mi sombrero voló cincuenta pies por los aires, rodó por la arena, y quedó colgado en los pinchos de un arbusto. Esto fue lo último que supe de él.

Uno de los hombres gritó desde el agujero:

—¿Qué, pasando un buen rato por ahí arriba, no, señor?

—¡Un buen soplo, un buen soplo! —devolví el alarido al agujero.

—¿Una buena vista? —preguntó otro.

—Sí, ¡veo suficiente sol y aire fresco para curar todos los malestares del mundo!

—¿Viajamos muy rápido?

—Calculo que unas cuarenta o cuarenta y cinco.

El terreno cambió de los campos cultivados a una extensión gastada, desmoronada, curtida por el clima y con barrancas atravesándola en todas direcciones, piedras marrones y calientes amontonadas en los cañones, y pequeñas jorobas coronadas de hierba metálica, y conejos de largas orejas brincando como muías del ejército para alejarse del tren al rojo vivo. Las colinas eran de colores brillantes y profundos, arena rojiza, arcillas amarillas, y, siempre a lo lejos, se levantaban las altas montañas aplastadas, surgiendo de nuevo ante la cara ondulada, fluctuante y ventosa del desierto. Seguimos el curso de una carretera, muy de vez en cuando pasaba un coche, lleno de gente que iba a alguna parte, y nos saludábamos y gritábamos los unos a los otros.

—Debe ser la primera vez que atraviesas esta región —gritó el muchacho de color.

—Sí que lo es. —Pestañeé intentando limpiar el polvo de mis ojos—. Primera vez.

—Yo he pasado por este camino tantas veces que podría explicarle al maquinista cómo hacerlo —dijo—. Vamos a dirigirnos a través de regiones bajas dentro de poco. Vamos a viajar cien millas por debajo del nivel del mar, y mirando súbitamente hacia arriba, verás nieve en las montañas, y entonces empezarás a empinar la pendiente hasta la mismísima nieve. Y te vas a helar, saliendo de este bochorno.

—¡Qué cosa tan rara!

—'Podemos quedamos en este hueco y mantenernos bastante caliente. Si todos nos arrebujamos y nos agazapamos y metemos las manos en los bolsillos de los demás, nuestro propio calor evitará que nos helemos.

El polvo del carbón y el calor acabaron siendo insoportables, de modo que bajé al interior. Él grave traqueteo de las ruedas bajo nosotros, y el temblor y balanceo del tren, se volvieron tan fastidiosos que nos dejamos caer en el sueño, y así cubrimos las millas que nos llevarían al otro lado de la frontera de California. La noche se hizo oscura, y nos pusimos más juntos para mantener el calor.

Hay una pequeña estación, un poco al este de Yuma, donde te paras para cargar agua. Está aún a la altura del desierto, de modo que puedes bajar y caminar un poco para desentumecerte. La luna aquí es la más llena y brillante que hayas visto jamás. Las palmas de mediano tamaño y árboles parecidos a helechos se balancean muy suavemente a la luz de la luna, y los matorrales del desierto arrojan sombras y figuras negras a través de la arena. La arena parece tan lisa como la tersura grasienta de un charco de petróleo crudo, y desprende reflejos amarillos y blancos por todos lados. La forma bien recortada de los cactus, los matorrales y la arena sedosa componen una de las más bellas imágenes que puedas aspirar a contemplar.

Todos los viajeros, viendo lo bella que era la noche, caminaban, trotaban, estiraban las piernas

y los brazos, movían los hombros, y hacían ejercicios para que la sangre volviera a circular con normalidad. Las cerillas brillaban cuando los muchachos prendían sus cigarros, y pude ver por un momento sus caras curtidas por el sol y el viento. Sombreros de alas caídas, gorros, o cabezas descubiertas, parecían los pioneros que llegaron a conocer el olor y el sentido de las raíces y las hojas en los primeros días del desierto, y yo empezaba a acariciar la idea de quedarme por aquí.

Se oían voces hablar y decirlo todo.

—Hola.

—¿¿Tienes una cerilla?

—Sí, unas pipadas de este cigarro.

—¿Dirección?

—Frisco; si puedo, me embarco. —¿Cómo va la recolección en el sur de California?

—¿Recolección, o represión?

—Recolección. Apio. Fruta. Aguacates.

—Es fácil conseguir trabajo. Pero el dinero es la hostia de difícil.

—¡Cono, Nelly, yo nací trabajando, y no he parado hasta ahora!

—¿Trabajando, o buscando trabajo!

Había una gran mescolanza de gente. Podía escuchar los rápidos acentos de hombres de los grandes tugurios del Este. Oía las lentas y serenas voces de los moradores de los pantanos del Sur, y la gente de las colinas y montañas sureñas. Entonces hablaba otro, con el seco retintín nasal de la gente de las llanuras del trigo; o el dialecto de la gente que viene de otros países, cuyos padres hablaban otra lengua. Luego escuchaba las lentas y campestres voces de los hombres de Arizona, dando un pequeño salto para lograr un empleo, ver a una chica, o correrse una juerguecita. Había las profundas y espesas voces de dos o tres negros. Sonaba muy bien a mis oídos.

De repente los hombres se callaron. Alguien tocó con el codo a su vecino, y dijo:

—Silencio.

Entonces agachamos todos la cabeza, dimos una vuelta y susurramos:

—Dispersión. Esconderos. ¡Eh! ¡Tú! ¡Tira el cigarro! ¡Que viene la bofia!

Tres hombres, vestidos con resistentes uniformes del ferrocarril, llegaron ante nosotros antes de que pudiéramos desaparecer.

Dirigiendo brillantes faroles y linternas hacia nosotros, les oímos gritar:

—¡Eh! ¿Qué pasa aquí?

Nadie respondió.

—¿Hacia dónde vais, pájaros?

Silencio.

—¿Qué os pasa, pandilla de mudos estúpidos? ¿No hay nadie que sea capaz de decir algo?

Los tres hombres llevaban pistolas claramente visibles, y difíciles de ignorar. Apoyando las manos en las culatas, seguían jugando con las linternas. Nos rodearon. El desierto es un buen sitio para contemplar, pero no para esconderse. Uno o dos hombres se introdujeron entre los vagones. Una docena aproximadamente se escabulló por el desierto, y se deslizó fuera de su vista tras pequeños arbustos. Los polis reunieron al resto en un rebaño.

Los hombres seguían escapando, tomando el riesgo de desobedecer las órdenes de "alto" de los polis. Los pocos que quedamos fuimos acribillados a preguntas.

—¿Adonde te diriges?

—Yuma.

—Deberás pagar el precio de un billete a Yuma.

Entra ahora mismo en la oficina y compra tu Billete, date prisa.

—Cono, amigos, ustedes saben que no tengo dinero para un billete; no estaría viajando en este mercancías si pudiera pagarme un billete.

—Regístralo.

Cada hombre fue cacheado de pies a cabeza: chaquetas, zamarras, abrigos, pantalones, tirantes, camales, zapatos. A medida que seguía el registro, la mayoría de nosotros conseguimos dar una carrerilla y escaparnos de los guris. Trotando hacia el final del tren, pensando que les habíamos dado el esquinazo, nos topamos de narices con sus reflectores, cara a cara con ellos. Nos detuvimos y nos quedamos quietos. Uno por uno, fueron buscando dinero en nuestros bolsillos. Si encontraban algo de dinero, fuera el que fuera, el hombre era empujado hasta la casita para que comprara un billete que le llevara lo más lejos que su dinero le permitiera. Muchos de los muchachos tenían algunas monedas. Se sentían muy tontos, viéndose obligados a comprar "billete" para alguna ciudad a la que decían dirigirse, cuando no tenían con qué comer.

—¿Te encontraron algo encima? —me preguntó un hombre.

—Juu ju. No tenía nada que pudieran encontrar.

—Escucha, ¿ves a ese tipo justo delante de ti? Pellízcale. Hazle escuchar lo que le estoy diciendo. ¡Pssst!

Pellizqué al hombre que estaba delante de mí.

Aguardó un minuto, y luego miró a su alrededor.

—Escucha —le dije.

El otro viajero empezó a hablar.

—Acabo de averiguar —entonces bajó la voz hasta el susurro— que este tren va a despegar. Va a intentar abandonarnos. Cuando yo grite, vamos a salir todos corriendo y a montarnos. Éste es un sitio infernal para quedar abandonado.

Afirmamos con la cabeza. Nos quedamos aún más quietos si cabe, y corrimos la voz.

Entonces el tren se fue para atrás uno o dos pies, y el estrépito rugió a través del desierto, impulsándose a sí mismo a la idea de volver a viajar, y al mismo tiempo el hombre a mi lado gritó tan fuerte como el mismo pito del rápido:

—!Vamos, chicos!

Su voz resonó entre los cactus.

—¡Corre, liebre!

Los hombres surgieron de todos lados, de entre los vagones de los que estaban colgados, de detrás de matojos de cactus, y los polis, nerviosos, mirando a todos lados, tartamudeaban, aullaban, blasfemaban y resoplaban, pero cuando la luna alumbró al tren en marcha, pudo vernos a todos pegados a los costados y sobre el techo, saludando, blasfemando y haciendo cuchufletas a la cara de los "vendedores de billetes".

Luego amaneció. Una fría corriente de aire penetraba por los lados de la tapadera del furgón. Por la noche había preguntado a los muchachos si podíamos cerrar del todo la tapa. Me dijeron que tiene que mantenerse un poco abierta, usando el asa del cerrojo como cuña, para evitar quedarse encerrados dentro. Permanecimos muy juntos, utilizando a los otros como sofás o almohadas, y esperamos que el sol calentara.

—De todos modos, ¿sabéis lo pesada que debe ser esta vieja tapadera? —les pregunté.

—Pesa cerca de cien libras —dijo el muchacho negro. Estaba tumbado en un rincón, estirado, y todo su cuerpo temblaba con el movimiento del tren.

—Sería un rollo espantoso si un tío quisiera subir allí, empezara a salir, y esa vieja tapadera fuera a caerse, pisándole la cabeza —dijo otro. Hizo una retorcida mueca de sólo pensar en ello.

—Conocía a un chico que perdió un brazo de esta manera.

—Yo conozco a un chico que solía viajar en estos condenados mercancías —dije—, cosechando y dando vueltas a la ventura; y fue embarcado de vuelta a su casa hecho pedacitos. He visto su cara. Una rueda le partió desde una oreja, pasando por la boca, hasta la otra oreja. Y no sé, pero cada día, montando en estos zumbadores, me sorprendo en algún momento pensando en aquel muchacho.

—Una de las peores cosas en las que puedo pensar, es en esos dos chicos que encontramos muertos de hambre, encerrados en el interior de uno de estos frigoríficos. Se supone que llevaban una o dos semanas muertos allí dentro, cuando los encontraron. Uno de ellos no tenía más de doce o trece años. Era un crío. Se colaron dentro por la puerta principal, y la entornaron. Cuando se enteraron, un guardavías había pasado, había cerrado la puerta, le había echado el pestillo, y ahí se quedaron. Nadie sabía siquiera de dónde venían, ni nada. Podían perfectamente haber sido parientes vuestros o míos.

Sacudió la cabeza, pensando.

El calor fue empeorando a medida que avanzaba el tren.

—Sube al techo, y podrás ver el viejo Méjico —dijo alguien.

—¿Por qué no sacar el máximo provecho del precio del pasaje? —le dije, y en un minuto trepé de nuevo por la red de alambres, y abrí la pesada compuerta.

El viento era cada vez más caliente. Pude sentir la seca picazón que indicaba que el viento me estaba quemando la piel. Me arranqué el suéter y la camisa, y los arrojé sobre las calientes láminas metálicas, enganché mi brazo en una vigueta de hierro, y me tumbé bien estirado sobre la espalda, para coger un buen moreno de sol de la frontera mejicana sobre la piel quemada por el viento del Tío Sam. Me tosté terriblemente rápido con el sol y el viento. A mi piel le gusta y a mí también.

El chico negro subió y se sentó a mi lado. Su gorra grasienta aleteaba en el viento, pero él agarró firmemente la visera, y no voló. Se la puso del revés, con la visera en el cogote, y ya no había peligro de perderla.

—¡Vaya paraje! —dijo, recorriendo con la mirada la arena, los cactus y los pequeños arbustos retorcidos—. ¡Supongo que cualquier parte del país es buena para algo, si puedes encontrar para qué!

—Sí, ¿y sabes tú para qué es buena ésta?

—Conejos, serpientes de cascabel, monstruos gila, tarántulas, hijos de la tierra, escorpiones, lagartos, coyotes, gatos monteses, linces, langostas, escarabajos, bichos, osos, toros, búfalos, bueyes... —dijo.

—¿Todo esto está ahí?

—No, estaba hablando paja —se rió.

Yo sabía que él había aprendido muchas cosas sobre el país en algún lado, y suponía que había hecho este recorrido más de una vez. Movió sus hombros y se cuadró en el techo del tren. Vi grandes y fuertes músculos, venas pronunciadas y rudas y callosas palmas de las manos; podría asegurar que en general era un honrado trabajador.

—¡Mira esa vieja liebre corriendo! —le hundí un dedo en las costillas, y señalé más allá de una zanja.

—¡El bribón se mueve rápido! —dijo, siguiendo a la liebre con la vista. —Mira cómo acelera.

—Hijo de puta. ¿Has visto cómo ha saltado esa valla? —Sacudió la cabeza y sonrió ligeramente.

Tres o cuatro conejos más empezaron a mostrar sus orejas por encima de los hierbajos negros. Grandes orejas pardas pendulaban de lo más sueltas y flexibles.

—¡Toda la maldita familia está fuera!

—¡Eso parece! ¡Ma y pa y toda la maldita familia! —dije—. Un buen equipo, ¿no? Conejos.

Ojeó el grupo y meneó la cabeza. Era un hombre de pensamientos profundos. También creía saber en lo que estaba pensando.

—¿Cómo es que has subido a viajar sobre el techo? —le pregunté a mi amigo.

—No le gusto mucho al hombre del tabaco para liar.

—¿Por qué no?

—Oh, no sé. Dijeron que alguien tenía que irse.

—¿Y esto a qué vino? —pregunté.

—Bueno, pues yo le pedí un cigarrillo, y dijo que él no estaba mendigando para comprar tabaco para chicos como yo. Yo no quiero tener problemas.

—¿Chicos como tú?

—Sí, no sé. Diferencias entre tú y yo. A ti te dio tabaco, porque tú y él sois del mismo color.

—¿Y qué carajo tiene esto que ver con viajar juntos? —le pregunté.

—Dijo que se estaba poniendo muy caliente bajo la escotilla, ya sabes, que todo el mundo estaba sudando mucho. Me dijo que cuanto más separados nos pusiéramos, mejor nos entenderíamos, pero yo sabía lo que quería decir con esto.

—¿Eso fue todo?

—Sí.

—Éste es un sitio fatal para emprender esta clase de discusión estúpida —dije.

El tren nos condujo hasta El Centro, se detuvo y llenó su barriga, jadeando y sudando. Se podía ver a los viajeros saltando a tierra para estirar las piernas.

Schwartz, el hombre del tabaco para liar, salió de su agujero, refunfuñando y blasfemando con el aliento.

—¡El peor agujero del tren, y he estado atrapado en él toda la noche! —me dijo, cuando pasaba a mi lado camino del suelo.

—El mejor vagón que corre por estas vías —dije. Y tenía razón, además.

—A mí me parece el peor, chico —me contestó Schwartz,

El cuarto hombre de nuestro lado del vagón reptó hasta fuera y se dejó caer junto a las vías. Durante todo el viaje no había mencionado su nombre. Era un hombre sonriente, incluso cuando andaba solo. Cuando llegaba detrás de nosotros, oyó a Schwartz decir algo más acerca de lo malo que era nuestro agujero, y dijo amistosamente:

—Uno de los vagones más cómodos en que he montado en muchos días.

—Y una mierda —Schwartz levantó la voz, deteniéndose y mirando al tipo a la cara. El hombre miraba más bien a los pies de Schwartz y escuchaba para ver lo que éste iba a decir ahora. Y éste prosiguió abriendo su bocaza—: Puede que sea cómodo, pero el condenado apesta, ¿entiendes?

—¿Apesta? —el hombre le miró de una manera rara.

—Dije apesta, ¿no? —Schwartz se metió la mano en el bolsillo. Éste es un gesto bastante malo entre forasteros, meterse la mano en el bolsillo cuando se está discutiendo en este tono—. No tienes que asustarte, forastero, no tengo ninguna navaja.

Y entonces el otro miró a lo largo de las vías, sonrió y dijo:

—Oiga, señor, no estaría ni mucho menos asustado de todo un vagón cargado de tipos como usted, con un cuchillo en cada bolsillo y dos en cada mano.

—Muy duro, ¿eh? —Schwartz puso la peor cara que pudo.

—No es que tenga nada de duro, lo que pasa es que no tengo la costumbre de asustarme de usted ni de nadie. —Se apuntaló con un poco más de firmeza sobre sus pies.

Parecía que se estaba preparando una buena pelea a puñetazos. Schwartz miró alrededor, arriba y abajo de las vías.

—¡Te apuesto un dólar a que la mayoría de los tíos que viajan en este tren opinan lo mismo que yo acerca de compartir un agujero con un maldito negro!

El chico negro dio un paso hacia Schwartz. El hombre sonriente se interpuso entre ambos. El negro dijo:

—Nadie tiene que ocuparse de mis asuntos, puedo hacerme cargo yo mismo. Nadie va a llamarme...

—Tranquilo, Wheeler, tómalo con calma —dijo el otro hombre—. Este tipo quiere que suceda algo. Parece que le gusta el jaleo.

Cogí al chico negro por el brazo, y caminamos juntos hablando del asunto.

—Nadie más piensa como este idiota. Bah, déjale ir y que se busque otro vagón. Déjale ir. Le van a echar de todos los agujeros de este tren. No te preocupes. No puedes remediar lo que no tiene remedio.

—Es verdad, tienes razón.

Apartó su brazo de mí, y se arregló un poco el suéter abotonado. Nos giramos y volvimos a mirar a nuestro amigo y a Schwartz. Nuestro amigo estaba ahuyentando a Schwartz, a base de mover los brazos igual que si ahuyentara a una mosca o una gallina. Podíamos oírle muy confusamente, gritando:

—¡Andando, viejo bastardo! ¡Llévate tu culo rezongón fuera de aquí! ¡Y si vuelves a abrir otra vez la boca para crearle problemas a alguien montado en este tren, te voy a aplastar mi puño en los morros!

Era divertido. Sentí un poco de lástima por el viejo, pero necesitaba a alguien que le diera una lección, y evidentemente estaba en manos de un maestro bastante bueno.

Esperamos hasta que el polvo se asentara de nuevo, y entonces nuestro amigo el maestro vino trotando hasta donde estábamos. Iba saludando a grupos de hombres, y riendo profundamente en los pulmones.

—Eso está arreglado, supongo —iba diciendo cuando llegó junto a nosotros.

El muchacho de color dijo:

—Voy al otro lado de la carretera a comprar un paquete de tabaco. Vuelvo en un minuto...

Nos dejó, corriendo como una liebre del desierto.

Había agua goteando de un grifo tras un edificio amarillo del ferrocarril. Nos paramos y bebimos todo lo que pudimos. Nos lavamos las manos y la cara, y nos peinamos. Había una larga hilera de hombres esperando para usar el agua. Mientras nos íbamos caminando, de cara a la suave corriente de aire que venía del parque, me preguntó:

—¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Woody.

—Yo me llamo Brown. Encantado de conocerte, Woody. Ya me he encontrado otras veces con estos problemas de piel, sabes. —Caminaba entre las vías.

—Problemas de piel. Es una buena manera de llamarlo. —Caminaba a su lado.

—Difícil de curar una vez empieza, además. Yo he nacido y crecido en una región que tiene toda clase de enfermedades, y estos problemas de piel son los peores de todos.

—Malo.

—Acabé cansado y harto de toda esta mierda cuando no era más que un niño creciendo en casa. Ya sabes. Caray, tenía verdaderas batallas con algunos parientes por cosas así. Y parece que, poco a poco, de alguna manera les convencí, ¿sabes?; pero hay muchos a los que no pude convencer nunca. Son parecidos a nuestro amigo el bilioso, causan cantidad de problemas a cien personas, y luego a mil personas, y todo basado en un mezquino, estúpido concepto. Como si tú pudieras decidir el color de tu piel. ¿Por qué no emplearán la misma cantidad de tiempo y energía haciendo algo bueno, como pintar sus condenadas granjas, o construir nuevas carreteras?

El pito silbó cuatro veces, y el tren saltó un poco hacia atrás. Esta era nuestra señal. Los muchachos andaban y corrían al lado de los coches, hablando y murmurando, colgándose de las escalas metálicas, y subiendo al techo del convoy. Wheeler no había vuelto con los cigarrillos. Me monté sobre el techo, y una vez sentado, comencé a quitarme de nuevo la camisa, porque soy muy aficionado al sol. Lo sentí quemándome la piel. El tren iba ahora demasiado rápido para que alguien pudiera cogerlo. Si Wheeler estaba en tierra, iba a tener que quedarse inevitablemente en el centro por un rato. Miré al otro extremo del vagón, y vi su cabeza apareciendo por el borde, y vi que sonreía. El humo volaba como una nube de tormenta desde un cigarrillo de fábrica que llevaba en la boca. Se deslizó hasta mi lado, y tiró la ceniza al viento.

—¿Tienes algo para comer?

Le dije que no, que no tenía nada.

Buscó bajo el suéter y el cinturón y sacó una bolsa de papel marrón, mojada, goteando agua de hielo, y tendiéndola hacia mí, dijo:

—Gaseosa fría. Traje un par. Espera. Aquí hay algo para ir mascando—: y me alcanzó una barra de caramelo de leche.

—El caramelo alimenta.

—Seguro que sí; y dura todo el día. Eso fueron mis últimos cincuenta centavos.

—Cincuenta centavos más que yo —bromeé.

Entonces masticamos y bebimos muy poco durante un buen rato. Wheeler dijo que iba a devolver el tren a la compañía del ferrocarril en Indio. Ésta era la próxima ciudad.

—Sé muy bien a dónde voy —me dijo Wheeler, cuando el tren hizo una corta parada—. No te preocupes por mí, chico. —Y antes de que pudiera abrir la boca, siguió diciendo—: Ahora escucha, yo conozco muy bien esta línea. ¿Te das cuenta? Bueno, pues no te quedes en el tren hasta llegar a Los Ángeles, sino que debes bajar ahí arriba, en Colton. Estarás a unas cincuenta millas de L. A. Si te quedas hasta llegar a L. A., esos demonios de policías te van a echar tan al fondo de esa cárcel de las Cumbres de Lincoln, que nunca más volverás a ver la luz del día. De modo que recuerda, baja en Colton, haz auto-stop hasta Pasadena, dirígete al norte a través de Burbank, San Fernando, y no te apartes de esa 99 hasta Turlock. —Whreler estaba descolgándose por un costado. Alargó la mano y la chocamos.

—Buena suerte, chico, tómalo con calma, pero tómalo —le dije.

—Lo mismo te digo, chico, yo siempre me lo tomo con calma, y ¡siempre lo tomo!

Luego esperó unos segundos, doblando su cuerpo en el extremo del coche, me miró y dijo:

—¡Ha sido un placer conocerte!

De Indio hasta Edom, ricas tierras de cultivo. De Edom a Banning, con los árboles brotando en todos lados. De Banning a Beaumont, con la fruta colgando de todos los árboles caída por el suelo, y gente por todos lados. De Beaumont a Redlands, el mundo se convirtió en un jardín de frutas vegetales tan verde y tupido que no sabía si estaba soñando o despierto. Saliendo de la cuenca de polvo, los colores eran tan brillantes y los olores tan penetrantes por todos lados, que parecía casi demasiado bueno para ser cierto.

De Redlands a Colton. Una ciudad campesina con ferrocarril, llena de gente que da vueltas y comercia. En los alrededores hay más auto-estopistas que ciudadanos. La 99 parece simpática, apuntando al oeste, hacia la costa. Voy a ver el océano Pacífico, iré a nadar, y me desplomaré en la playa. Bajaré a Chinatown y daré un vistazo por allí. Veré el barrio mejicano. Voy a verlo todo. Pero, no, no sé. Los Ángeles es demasiado grande para mí. Yo soy demasiado pequeño para Los Ángeles. Voy a evitar Los Ángeles y seguiré hacia el norte por Pasadena, por Burbank, como me dijo Wheeler. Me dicen que estoy fuera de la ley.

Un cartel dice: "Fruta, se mira, pero no se toca". Otro dice: "Fruta, lárgate". Y otro: "Los transgresores serán castigados. No entren. Aléjense de aquí".

La fruta está en el suelo, parece que los árboles están satisfechos habiéndola criado, y te la dan. Al árbol le gusta criar y a ti te gusta comerla; y hay un cartel entre tú y el árbol que dice: "Cuidado con el dueño del perro. Peligroso".

La fruta se está pudriendo en el suelo a mi alrededor. En cualquier caso, ¿qué cono es lo que anda mal aquí? Yo no soy un tipo muy listo. Quizá debería ser siempre de este modo, con las cosechas tiradas en el suelo por todos lados. Quizá no pudieron conseguir recolectores cuando los necesitaban, y dejaron que la fruta se estropeara. Ahí en el suelo hay suficiente para alimentar a todos los niños hambrientos desde Maine hasta Florida, y desde allí hasta Seattle.

Un "Ford" coupé, modelo Veintinueve, se detiene, y un muchacho japonés me da pasaje. Es muy amable, y me cuenta todo acerca de la región, las cosechas y las viñas.

—Todo lo que tienes que hacer en estas tierras es echar un poco de agua alrededor de unas raíces, y gritar: ¡Uvas!, y a la mañana siguiente, las hojas han crecido, y las uvas cuelgan en grandes racimos, muy bonitas y listas para recoger.

El pequeño coche viajaba sin detenerse. Un tufo se escondía entre los árboles, y los colores eran distintos de todos los que he visto en mi vida. El pequeño roble nudoso y el arbusto metálico, que estaba acostumbrado a ver oleando con las colinas de Oklahoma, y de aspecto humoso en las cañadas, han sido el hogar de mis ojos durante mucho tiempo. De alguna manera mis ojos se han acostumbrado al aspecto azotado de Oklahoma, pero aquí, con esta visión de suelo fértil, rico, dulce y húmedo que olía como el rocío de la selva, estaba aprendiendo a apreciar otra parte más verde de la vida.

He intentado seguir queriéndola siempre, desde la primera vez que la vi. El chico japonés dijo:

—¿Qué dirección piensas seguir, a través de Los Ángeles?

—Pasadena. ¿Es así cómo se pronuncia? ¡Luego al norte, pasando por Burbank, y siguiendo en esa dirección]

—Si quieres continuar conmigo, llegarás al mismo centro de Los Ángeles, pero te encontrarás en una gran autopista llena de coches y camiones que salen de la ciudad. La carretera se bifurca aquí. Decídete pronto.

—Siga conduciendo —dije, torciendo mi cuello hacia atrás para mirar la carretera de Pasadena, desapareciendo bajo las palmeras, al norte de nosotros.

Rodeamos unos cuantos cerros y colinas, tomando las curvas en nuestro carrito, y de golpe, al llegar a un sitio elevado, las luces de Los Ángeles aparecieron, cubriendo de norte a sur hasta donde alcanzaba la vista, y repartidas por las colinas y montañas igual que si fuera a nivel del suelo. Vacilantes luces de neón rojas y verdes para comidas, dormidas, juergas, salvación, dinero hecho, prestado, dilapidado, gastado. Había anuncios luminosos para ropa sucia, ropa limpia, alegres tabernas, sin ropa, atracciones, engañosos tugurios, muebles dentro y fuera de las casas. La niebla estaba intentando una presa mortal sobre las casas en los sitios elevados. Parches de nubes empapadas flotaban sobre el pavimento en locos grupitos desorganizados, a la caza de otras nubes con las que unirse. Los Ángeles estaba perdida entre sus propias luces e intentando defenderse de la poderosa niebla que la envuelve desde el océano, y de la gente que la arrolla con la misma temeridad e indiferencia, desde el este del país, tan grande como el océano.

Eran cerca de las siete o las ocho cuando le di la mano a mi amigo japonés, y nos deseamos mutuamente suerte. Me encontré en el pavimento de la Plaza de la Misión, a una manzana de todas las cosas del mundo, rodeado del alboroto de la gente y el humo de los coches llenando de gases las calles y avenidas.

—¿Tienes hambre? —me preguntó el chico.

—Estoy vacío. Algo así como una vieja bañera vacía —me reí.

Si me hubiera ofrecido cinco o diez centavos, los hubiera cogido, y los hubiera invertido en un autobús para largarme a toda prisa de la ciudad. Estaba vacío. Pero no muerto de hambre todavía, y sentía que más que algo para comer, lo que quería era traspasar los límites de la ciudad.

—¡Buena suerte! ¡Lamento no llevar dinero encima! —gritó mientras daba la vuelta y se perdía en el tráfico.

Caminé por una calle de pavimentación irregular. A mi izquierda, las casuchas barriobajeras subían una escarpada colina, y pretendían proteger a las familias en su interior del viento y el frío. A mi derecha estaba el ruido de chirridos, golpes, cadenas y silbidos del sucio parque de los ferrocarriles. Detrás mío, al sur, el gran centro de Los Ángeles, cazando hamburguesas. Ante mí, al norte, el tormento de la autopista, parpadeando con sus ojos verdes y rojos, y gimiendo bajo el peso del tráfico que tiene que soportar. El clamor de los trenes en el parque justo debajo de mi codo derecho, me espantó fuera de mis casillas.

—¿Cómo se sale de esta ciudad? —le pregunté a un guripa.

Me miró de pies a cabeza, y dijo:

—Sólo tienes que seguir la punta de tu nariz, chico. Sabes leer carteles. ¡Sigue circulando!

Caminé por el lado este de la estación. Había cantidad de pequeños restaurantes junto a la carretera, donde los turistas, camioneros y empleados del ferrocarril entraban a comer. El café caliente humeaba en las tazas sobre las barras, y el olor de la carne friéndose rezumaba a través de las puertas. Era una fría noche. La humedad vaporosa formaba gotas en las ventanas, y hacía borrosa la visión de la gente comiendo y bebiendo.

Me paré en un sitio pequeño y muy bajo, la única persona que se veía, al fondo, era un viejo chino. Miró hacía mí con su barba gris, pero no dijo ni una palabra.

Me quedé un momento de pie, disfrutando del calor. Luego caminé hasta el fondo, donde estaba, y le pregunté:

—¿Tiene usted algunas sobras por las que un hombre pudiera trabajar?

Siguió sentado, leyendo su periódico, y luego levantó la mirada y dijo:

—Yo trabajo duro todo el día. Cada día. Tengo que alimentar a mucha gente. Nos comemos las sobras. Hacemos el trabajo.

—¿No hay faena?

—No hay faena. Hacemos faena.

Me enfrenté de nuevo a la brisa, y lo intenté en dos o tres lugares más a lo largo de la carretera. Finalmente encontré a una vieja pareja de cabello gris encorvados frente a una radio patizamba, escuchando los aullidos producidos por una señora llamada Amy Semple Temple, o algo por el estilo. Desperté a la parejita de su sermón sobre fuegos infernales y mujeres ardientes, y les pregunté si tenían algún trabajo que pudiera hacer por una comida. Me dijeron que agarrara un poco de agua hirviendo y fregara el lugar. Después de pasar tres veces por los suelos, mesas, cocina y platos, me estaba enrollando con una gran cena de pollo, con toda su guarnición. La vieja me pasó una bolsa y dijo: —Aquí tienes algo más para llevarte. Procura que John no se entere.

Y cuando salía por la puerta, escuchando el silbido de los trenes preparándose para partir, John me alcanzó y me dio un cuarto de dólar y dijo:

—Aquí tienes una ayudita para el camino. Procura que no se entere la vieja.

Un hombre con gorra de maquinista y mono rayado me dijo que un tren se iba a formar ahí mismo, e iba a salir alrededor de las cuatro de la madrugada. Como era cerca de medianoche, me metí en un café y me pasé una hora sorbiendo una taza. Con el cambio compré una pinta de vino rojo, dulce y bastante bueno, y me quedé detrás de un panel, bebiendo vino para mantener el calor.

Un chico mejicano se acercó hasta mí y dijo:

—Bastante frío, ¿no es cierto? ¿Quieres fumar?

Encendí uno de sus cigarrillos y le pasé los restos de la botella de vino. Se tomó la mitad de lo que quedaba, y me miró entre trago y trago.

—¡Ahhhh! ¿Te calienta, no?

—Dale, dale. Yo ya tengo el tanque lleno —le dije, y escuché la pequeña canción de las burbujas hasta que se terminó el vino.

—¿Qué hora va a ser? ¿Tienes idea?

—Las cuatro o más tarde.

—¿Cuándo sale este mercancías para Fresno? —le pregunté. —Ahora mismo.

Eché a correr a través del parque, saltando vías oscuras, pesadas agujas, y precipitándome entre los vagones parados. Una hilera de coches negros se movía hacia atrás en dirección contraria. Trepé por un costado, hasta el techo, y bajé por el otro lado, corriendo el riesgo de tener que saltar sobre el obstáculo de otra hilera. Apenas podía ver, estaba tan oscuroo. Y los vagones estaban tan perdidos en la noche. Pero, de repente, miré hacia arriba, a un palmo de mis narices, y vi una mancha y una luz, y me di cuenta que ahí estaba uno que iba en mi dirección. Observé a la luz acercándose entre los coches, y finalmente localicé un vagón descubierto, que era más fácil de ver; agarré la escala y salté sobre una carga de pesada maquinaria de hierro colado. Me tumbé en un extremo del vagón y descansé.

El tren se arrastró lentamente por un rato. Me acurruque tanto como pude en el rincón delantero del coche para evitar el viento. Muy pronto la vieja cuerda tiró de los nudos, y pasó como un silbido a través de un montón de pueblos. Luego alcanzamos unos buenos cincuenta, durante una hora, hasta que llegamos a una pendiente muy pronunciada. Más arriba se hizo más frío. La niebla, se convirtió en llovizna, y la llovizna en lluvia.

Imaginaba un millón de cosas botando en la oscuridad. Un ligero toque a los frenos de aire para disminuir la velocidad del tren, y las cien toneladas de maquinaria pesada correrían todo su peso sobre mí. Me sentí tan blando y pequeño. Me había sentido tan duro y grande hacía sólo unos minutos.

El azote solitario del viento sonaba aún más solitario cuando el tren se unió a sus silbidos. Las ruedas entonaban una canción, y el tiempo se hizo más frío. Empezamos a ganar altura casi como un aeroplano. Me hice un pequeño ovillo y temblé hasta que me dolieron todos los huesos del cuerpo. El tiempo le hizo tanto caso a mi ropa como si no la llevara. Mis músculos se convirtieron en fuertes cordones de cuero que dolían. Me mantuve un poco más caliente a base de recordar a gente que había conocido, el aspecto que tenían, caras y demás, y todo lo referente al cálido desierto, los cactus y el sol brotando en todos lados; dibujando en mi mente cosas amables y libres, cosas que de alguna manera borraran el viento y el tren helado.

En una gran pendiente, que iba directa hasta Bakersfield, nos detuvimos en un apartadero para ceder el paso al correo. Salí y caminé diez o quince vagones a lo largo de las vías, crujiendo como un balancín de ochenta años. Tuve que caminar lentamente al borde del precipicio, recuperando gradualmente mi capacidad de movimientos.

Había sobrepasado el tren cuando el maquinista soltó los frenos, dio la salida y arrancó.

Nunca antes había visto un tren arrancar tan rápidamente. A la mayoría de trenes les toma un mínimo de tiempo resoplar, dar a la carga el impulso definitivo. Pero, parado en esta larga pendiente recta, desplegó fácilmente. Corriendo a un lado, conseguí a duras penas agarrarlo. Tuve que tomar otro vagón porque el mío estaba en algún lugar mucho más abajo. En pocos minutos el tren iba a cuarenta millas por hora, luego a cincuenta, luego a sesenta, a través de una tira de terreno donde las montañas se encuentran con el desierto, al sur de Bakersfield. El viento soplaba y la mañana era fría y helada. Entre vagón y vagón estaba helando. Me las arreglé para subir al techo, y abrir la compuerta de un frigorífico. Miré adentro, y vi que el hueco estaba lleno de finas astillas de hielo reciente.

Me sostuve con todas mis fuerzas, y me arrastré y abrí otra compuerta. También estaba repleto de hielo astillado. Estaba demasiado cerca de la congelación para intentar el salto de un vagón al otro, de modo que me arrastré por la escala entre los dos coches —una especie de paravientos—, y me sostuve allí.

Mis manos se quedaron tiesas en el agarradero de la escala, pero se estaban poniendo demasiado frías y débiles para seguir aguantando. Oía debajo quinientas o seiscientas ruedas de ferrocarril, abrazando a los raíles a través de la escarcha mañanera, y sentía el aire helado del furgón frigorífico del que estaba colgado. Los dedos de una mano resbalaron soltando el agarradero. Me costó veinte minutos o algo así intentar pescar un trapo viejo en mi bolsillo. Finalmente logré vendarme las manos con él, y, soplando mi aliento sobre la tela por unos minutos, pareció darles un poco más de calor.

Pero el tiempo me estaba venciendo, y mi aliento se convirtió en hielo escarchado sobre el pañuelo, y mis manos empezaron a helarse peor que nunca. Mi dedo resbalaba otra vez, y me acordé de las historias de los trotamundos sobre gente hallada en las vías, imposibles de reconocer.

Si perdía mi sostén ahora, una cosa era segura, nunca sabría lo que me golpeó, y nunca deslizaría mis pies bajo la buena mesa, llena de fuertes comidas calientes, en la gran casa de mármol de mi tía rica.

El sol al salir dio la sensación de más calor, pero el desierto es frío cuando está despejado de buena mañana, y el tren aventaba una brisa tal que el sol no cambiaba mucho las cosas.

Nunca en mi vida he estado más cerca del 6 × 3. Mi cabeza recordó millones de cosas, repasé mi vida entera hasta la fecha, y toda la gente que conocía, y todo lo que significaban para mí. Y sin lugar a dudas, mi línea política sufrió un cambio considerable en ese momento y lugar precisos, aún sin darme cuenta de que me estaba educando con ello.

Las últimas veinte millas hasta Bakersfield fueron el esfuerzo más duro, y el dolor más terrible de mi vida; dentro de esta categoría de cosas, claro está. Hay esfuerzos y dolores de distintas clases, pero éste era un esfuerzo del que dependían mi vida, y no podía decir absolutamente nada al respecto. No era más que un animalito cualquiera oscilando por la vida, y la pena era no poder hacer nada.

Salté del tren mucho antes de que se detuviera, y caí al suelo, corriendo y tropezando. Mis piernas actuaban más como juguetes que como realmente mías. Pero el sol era caliente en Bakersfield, y bebí toda el agua que pude chupar de un grifo exterior, caminé hasta una vieja barraca abandonada en el parque, y me desplomé sobre un montón de piedras, bajo el sol. Me desperté muchas horas más tarde, y mi tren había partido sin mí.

Dos hombres dijeron que otro tren debía salir en unos minutos, de manera que me quedé vigilando a lo largo de las vías, y lo agarré cuando arrancaba. El sol era caliente ahora, y había cincuenta hombres alineados en el techo del tren, fumando, hablando, saludando a la gente de los coches en la carretera, y manteniéndose tranquilos.

De Bakersfield hasta Fresno. Justo antes de Fresno, los hombres bajaron en bloque y atravesaron el parque, planeando volver al encuentro del tren cuando saliera por el extremo norte. Salimos de uno a uno o de dos en dos e intentamos conseguir algo para comer. Algunos hombres tenían unas pocas monedas, algunos uno o dos dólares escondidos, y otros recorrían las callejuelas llamando en las puertas traseras de los hornos, tugurios grasientos, verdulerías. La comida resultó en dos o tres bocados por cabeza, después de juntarlo todo. Era algo para engañar al hambre.

Vi un cartel clavado con tachuelas en el parque de ferrocarriles de Fresno que decía: Comida y alojamiento nocturno gratuitos. Misión de socorro.

Los hombres miraron el cartel y preguntaron:

—¿Alguno de vosotros necesita ser socorrido?

—¿De qué? —voceó alguien.

—¡Todo lo que tienes que hacer es ir allí, arrodillarte, rezar tus plegarias, y consigues una comida gratis y un catre! —explicó alguien.

—¿Ah sí? ¿Plegarias? ¿Alguno de vosotros, chicos, sabe algo acerca de plegarias? —aulló un hombre con acento del Este.

—¡Yo lo haría sólo si tuviera mucha hambre! ¡Les rezaría algunas plegarias!

—¡Yo no tengo que rezar para alimentarme! —se rió un tipo de aspecto duro. Estaba metiéndose una cebolla cruda entera en la boca, y las lágrimas goteaban por su quijadas.

—Oh, yo no sé —respondió un hombre más tranquilo—, yo creo en las oraciones a veces. Mucha gente confía en rezar antes de ir al trabajo, y otros rezan antes de ir a luchar. Y aunque tú no creas en un Dios arriba en las nubes, a pesar de todo, rezar es una buena manera de aclarar las ideas, o conseguir el valor necesario para hacer algo. La gente reza porque les hace pensar seriamente en las cosas, y, con o sin Dios, es el único modo que la mayoría de ellos conocen para hacerlo.

Era un hombre simpático de cabello canoso, y su buen carácter sonaba en su voz. Era una voz pensante.

—Por supuesto —dijo un sueco muy alto—, estamos diciendo tonterías. Esos micos no piensan la mitad de lo que dicen. Ahora, yo mismo, pongamos por caso, un sueco, solía rezar hace tiempo. Era un creyente fervoroso. Entonces, pum, suceden un montón de cosas que derriban la columna que me sostenía, me convierten en un vagabundo de trenes, y... simplemente me olvido de ir a la iglesia y de cómo rezar.

Un tío que hablaba mucho y muy rápido dijo: —Creo que son criminales los que provocan que gente como nosotros estemos arruinados y hambrientos, preocupados por encontrar trabajo, preocupados por nuestra gente, y ellos preocupados por nosotros.

—Los últimos dos o tres años he estado pensando un poco sobre estas cosas, y parece que sigo creyendo en algo; no sé exactamente en qué, pero es algo que está dentro de mí, y de ti, y de cada uno de nosotros. —El que hablaba era un joven de cara lisa, cabello espeso y abundante, y un aspecto bastante honesto escondido en su persona. Y si tan sólo pudiéramos averiguar cómo utilizarlo bien, descubriríamos quien está causando todos los problemas del mundo, como esta rata de Hitler, librarnos de ellos, y luego no dejar a nadie sin trabajo, hundido y sin saber de dónde va a caer su próxima comida, por Dios, ¡con todas esas mieses y frutales floreciendo por todos lados!

—Si Dios hiciera lo que es justo —dijo un hombre gordo—, daría todos esos melocotones, cerezas, naranjas, uvas y cosas para comer, a la gente que tiene hambre. Y que un hambriento tenga que rezar e intentar decirle a Dios cómo manejar sus asuntos, me parece un contrasentido y una gran estupidez. Cono, un hombre tiene dos manos y una cabeza propia, y pies y piernas para llevarle a donde quiera ir; y si ve algo que anda mal en el mundo, debería reunir a un montón de gente, mirar al cielo y decir: "¡Eh, ahí arriba, Dios, voy... o sea, vamos a arreglar esto!"

Entonces puse mi granito de arena, diciendo: —Yo creo que cuando rezas, estás intentando pensar correctamente, intentando ver qué anda mal en el mundo, y quién tiene la culpa de ello. En parte son los ladrones, las leyes injustas, y los ambiciosos, los malditos avaros que tienen miedo de esto y de aquello. En parte es todo esto, y en parte seguro que es nuestra propia culpa.

—Diantre, según lo que dices, ¿piensas que nosotros tenemos la culpa de que todos los de aquí andemos en los mercancías? —Este joven viajero echó la cabeza para atrás y se rió, mascando, con la boca llena de pan viscoso.

—'Para ser realmente franco con vosotros, yo no sé, compañeros. Pero es nuestra propia culpa, sí señor, qué carajo. Es nuestra propia culpa si no levantamos la voz, o hablamos claro, o algo... esto no lo tengo muy claro.

Un viejo de cabello blanco habló cerca de mí: —Bueno, chicos, yo ya era vagabundo, supongo, cuando ninguno de vosotros había nacido aún. —Todos le buscaron con la mirada, principalmente porque hablaba muy bajo, interrumpiendo su comida—. Toda esta charla sobre lo que está arriba en el cielo, acaso, o abajo en el infierno, no es ni la mitad de importante que lo que está aquí, ahora, frente a vuestras narices. Las cosas están muy difíciles. La gente sin una perra. Los niños hambrientos. Enfermos. Todo. Y a la gente no le queda más remedio que tener fe en los demás, creer en los demás. Hay algún tipo de espíritu que todo tenemos en común. Esto tiene que conducirnos a todos a la unidad.

Las cabezas asintieron, las caras se volvieron hacia el anciano. Él no dijo nada más. Desdentado hace años, era un poco lento terminando su pedazo de pan viejo.