CAPÍTULO II

TABAQUERAS VACIAS

Okemah, en el idioma de los indios creck, significa "Pueblo sobre una colina", pero nuestra colina más usada era la Colina del Cementerio, y casi la única colina en el campo donde se podía ir a descansar. Al oeste del pueblo, los caminos de carro desaparecían, avanzando a través de unas colinas arenosas y secas. Luego, al sur, el campo se expandía suavemente y existían muchas granjas empobrecidas, intentando ganarse la vida entre los robles bajos, el blackjack, zumaque, sicómoro y cottonweed que se extendían entre los bordes de las praderas de heno y los pastos espinosos.

Okemah era un pueblo de cultivadores de Oklahoma desde su fundación, y tenía más o menos la misma cantidad de indios, blancos y negros, los cuales comerciaban entre sí. Tenía un ferrocarril que se llamaba The Fort Smith and Western, del que no había ninguna seguridad que se pudiera llegar a algún sitio viajando con él. El ferroviario más conocido se llamaba Boomer Swenson, y cada vez que Boomer llegaba a algún lugar de la vía donde se hubiera atropellado a alguien, tiraba de la cuerda del pito y daba el más largo, más doliente y más triste silbido que nunca hubiera pitado en el ferrocarril de hombre alguno.

El nuestro era sólo otro pueblo pequeño, supongo, con mil y pico habitantes, donde todos conocían a todos; y cuando caminabas hacia correos, solías saludar con la cabeza y hablar con tantos amigos que el cuello te dolía cuando recogía tus cartas, si es que las había. Tardabas cerca de una hora en atravesar el pueblo, saludar a la gente, y charlar sobre las últimas noticias, los chismes de familia, las enfermedades, el tiempo, los cultivos y la política de mierda. Todo el mundo tenía algo que decir sobre algo, o alguien, y normalmente sabías cada palabra de lo que iban a decirte antes de que lo dijeran, ya que había oradores muy conocidos y muy expertos sobre todos los temas dentro y fuera del mundo.

Él viejo Windy Tom solía pronunciar discursos sobre el tiempo. No solamente podía enseñar la ruptura exacta en la nube exacta, sino justamente cuándo y dónde iba a llover, granizar, o nevar, y eso ayer, hoy o mañana, recordándote los más insignificantes y finos detalles del tiempo reciente, del año pasado, de hace dos años, o de hace cuarenta años. Cuando Windy Tom empezaba a soplar, sus discursos cubrían más sitio que cualquier ciclón. Pero era el mejor en meteorología —el Profeta de Okemah— y hasta hubiéramos luchado por defenderlo.

Yo era lo que se dice un niño de pueblo, y grababa mis iniciales en casi todo lo que estaba inmóvil y me dejaban hacerlo. W. G., chico de Okemah. Nacido en 1912. Aquel fue el año, me parece, que eligieron a Woodrow Wilson como presidente, y mi padre y mi madre se excitaron y hablaron mucho de la buena y la mala política, y me llamaron también Woodrow Wilson. No me acuerdo muy claramente de nada de eso.

No tenía más que dos años cuando construimos nuestra casa de siete cuartos en el mejor barrio de Okemah. Nuestra casa era nueva y mamá estaba muy contenta y orgullosa de ella. Me acuerdo de un exterior amarillo brillante —una impresión borrosa de un interior oscuro— unas parras mirando por la ventana desde el exterior.

A veces recuerdo que intentaba seguir a mi hermana mayor hasta el colegio. Recogía todos los libros sueltos que encontraba por casa, y salía por la verja y caminando por la acera, pensando en ir a recibir las clases del colegio, pero mamá salía corriendo, me cogía y me arrastraba hasta casa, mientras yo lloraba y pataleaba. Cuando mamá escondía los libros, yo volvía al portal de casa. Tenía miedo de huir otra vez, pero usaba el portal como un escenario, la hierba, las flores y las estacas de la valla eran los espectadores, y allí inventé mi primera canción:

Escucha la música. Música. Música. Escucha la música. Orquesta de música. Me parece que durante aquellos días se llevaban bien los unos con los otros en la familia. La gente del pueblo iba en calesas por nuestra calle, todos vestidos de etiqueta, y miraba nuestra casa y decía: "La casa nueva de Charlie y Nora Guthrie."

Clara tenía entre nueve y diez años, pero a mí me parecía una hermana grandísima. Siempre iba agachándose y girando, bailando hasta el colegio y cantando cuando volvía a casa. Tenía unos bucles largos, que se balanceaban al viento y me tocaban la cara cuando jugaba a luchar conmigo por el suelo.

Roy tenía entre siete u ocho años. Siempre callado. Andaba tan lentamente y pensaba tan profundamente que siempre me preguntaba lo que pasaba por su cabeza. Le miraba derribar a otros chicos forzudos a través de la valla, y luego él entraba a casa y pensaba y pensaba sobre lo que había hecho. Me preguntaba cómo podía luchar tan bien y quedarse tan callado.

Supongo que yo tenía un poco menos de tres años en aquella época.

La tranquilidad, el buen tiempo. La primavera transformándolo todo en verde. El verano manchándolo todo de pardo. Otoño lo volvía todo más rojo, más oscuro, más frágil. Y el invierno era blanco y gris y el color de los árboles desnudos. Papá iba al pueblo y hacía negocios de bienes raíces con otra gente, y traía a casa el dinero de otra gente. Mamá podía firmar cheques por cualquier cantidad, comprar cualquier cosita que le gustara. Roy y Clara podían ir a cualquier tienda en Okemah y comprar la ropa que iba con el tiempo, cosas saludables para comer. Papá estaba orgulloso porque todos podíamos comprar lo que nos gustaba. La casa estaba colmada de cosas que les gustaban a mamá, a Roy, a Clara, y eso le gustaba a papá. Me acuerdo de sus libros de jurisprudencia encuadernados en piel, Blackstone y otros. Fumaba en pipa un buen tabaco y yo me preguntaba si aquello le ayudaba a apoltronarse en su sillón grande y confortable y pensar en algún negocio o transacción para ganar más dinero.

Pero aquellos eran días de guerra y lucha en Oklahoma. Hasta los chicos que repartían periódicos se peleaban en las calles para coger centavos corroídos; no era difícil comprender que papá fuese más agudo, más mañoso, y tuviese que correr más de prisa que los demás para tener todo lo bueno. Eso daba miedo a mamá y le preocupaba. Ella siempre había sido una persona sería con pensamientos profundos en su cabeza; y todas las canciones y baladas que cantaba, y cantaba una y otra vez durante los días, me decían más o menos lo que estaba pensando. También se lo decía a papá, pero él no escuchaba. Ella solía decirnos a nosotros, los niños: "Todos queremos mucho a papá, y si alguien intenta hacerle daño y volverle malo y cruel, lucharemos contra él, ¿verdad?" Y Roy se levantaba de prisa, se golpeaba el pecho con el puño y decía: "¡Yo lucharé!" Mamá sabía lo peligroso que era comerciar con bienes raíces, y quería que papá dejase de luchar y empujar por aquel negocio y que se decidiese por una vida más tranquila, hacer crecer las cosas y ayudar a los demás. Pero papá era un hombre de azufre y fuego caliente, en su mente y en sus puños, y era conocido por toda aquella región del Estado como el campeón entre todos los boxeadores. Usaba sus puños con los estafadores y tramposos, y para dar cosas buenas a su familia.

Mamá era una de esas mujeres que miraba alguna cosa bonita y siempre se preguntaba: "¿Quién tuvo que trabajar para hacerla? ¿Quién la poseyó y la quiso anteriormente?"

Entonces la familia estaba más o menos dividida en dos campos: mamá nos enseñaba a los niños a cantar las canciones antiguas, nos contaba historias largas sobre cada balada, y a su manera me enseñaba muchas veces a intentar ver el mundo desde el punto de vista de los demás. Mientras tanto, papá nos compraba toda clase de aparatos gimnásticos, montones de niños luchando y haciendo boing en el jardín, y nos enseñaba a no permitir a nadie que nos asustase, intimidara, o engañara.

Luego venían poco a poco del Oeste más colonizadores, se decía que en busca de más espacio, de más tierra, de más sitio para cultivar las ricas capas del suelo; pero callados y en secreto, cavaron hasta el corazón escondido de la tierra, para encontrar el plomo, el carbón suave, el cinc bueno. Mientras que los habitantes del pueblo a sólo diecisiete millas del nuestro, bailaban en sus calles cercadas con cuerdas y celebraban muchas semanas de lo que llamaban "El Festival del Rey del Carbón", sólo los primeros en llegar, los petroleros listos, sabían que dentro de uno o dos años "El Rey del Carbón" moriría, y su cuerpo estaría quemado hasta las cenizas, y su sepultura larga y torcida sería olvidada —tenebrosa, húmeda y vacía debajo de la tierra— que un nuevo rey bailaría en el cielo, chorreando y rociando toda la región con la sangre negra y viscosa de las venas de la industria: el petróleo —el rey petróleo— cien veces más poderoso más salvaje, más rico, más ardiente que los reyes madera, hierro, algodón, o carbón.

Los negociantes astutos vinieron primero a nuestro pueblo, y eran los que habían negociado mejor que miles de otros en sus pueblos: tramposos, embaucadores, ladrones y rufianes del petróleo. Papá los conoció. Traficó y negoció, vendió y compró, se hizo grande, se extendió, y ganó aún más dinero.

Todo para conseguirnos cosas buenas; a todos nosotros nos gustaban las cosas más bonitas y mejores de los escaparates de las tiendas. Y cualquier cosa en la tienda podría pertenecer a Clara sólo firmando con su nombre, a Roy si firmaba con el suyo, y a mamá también. Yo me sentía orgulloso de nuestro nombre, que sólo escribirlo en un trozo de papel llevaba más cosas agradables a casa. Eso no porque había petróleo en el viento, ni chorros azotando el cielo, no. Eso porque mi padre era el hombre que poseía la tierra, y todo lo que estaba debajo de aquella tierra era nuestro. El petróleo era un cuchicheo en la oscuridad, un rumor, una jugada arriesgada. Ninguna torre de perforación sé levantó como para que se la viese. Era un montón de gente cazando uno o dos años por delante de un sueño loco. Según el petróleo uno podía ser tratado como un ser humano, como un burro, o como un perro.

Mamá pensaba que ya teníamos bastante para comprar una granja y trabajarla nosotros mismos, o por lo menos empezar un negocio que fuese un poco más tranquilo. Casi todos los días cuando papá volvía a casa, mostraba los golpes y contusiones de otra pelea, y mamá parecía quedarse más callada que de costumbre. Se acostaba en su habitación y yo la espiaba llorando en su almohada.

Y todo eso nos había dado nuestra hermosa casa con siete grandes habitaciones.

Un día, nadie supo nunca cómo y dónde, un fuego estalló en algún sitio de casa. Los vecinos trajeron agua. Todo el mundo corrió para ayudarnos. Pero las llamas eran más listas que la gente y todo lo que nos quedó después de una o dos horas, fueron los cimientos amontonados en cenizas candentes.

"¿Cómo estalló? ¿Dónde empezó? ¿Alguien sabe? Oye, ¿te han dicho algo? A mí no. Yo no sé. Oye, John, ¿has visto por causalidad cómo empezó a quemarse? No, yo no. Parece que nadie lo sabe. ¿Dónde estaba Charlie Guthrie? ¿Trabajando? ¿Los niños en el colegio? ¿Dónde estaba la señora Guthrie y el nene? Nadie sabe nada. Simplemente estalló y saltó por las habitaciones y el comedor y el salón. Nadie sabe."

"¿Dónde están los Guthrie? ¿En casa de los vecinos? ¿Todos están bien? Nadie sufrió ningún daño. ¿Y qué va a pasar con ellos ahora? ¡Oh! Charlie Guthrie saldrá adelante y hará dos intercambios de alguna manera antes de desayunar, y ganará bastante dinero para construir una casa mucho mejor que esa. No tienen seguro... Dicen que esto les deja sin blanca... Pues yo quiero ver adonde van a trasladarse ahora."

Me acuerdo bastante bien de nuestra siguiente casa. La llamamos la casa London, porque una vez vivía una familia llamada London. Las paredes estaban construidas con piedras cuadradas, hechas de arena. Los dos cuartos grandes en la planta baja estaban cavados al lado de una colina rocosa. Las paredes interiores eran frías, como las de un sótano, y había agujeros cavados entre las piedras lo bastante grandes como para poner las dos manos adentro. Las tabaqueras de rape de la familia London, viejas y vacías, estaban puestas en fila sobre las vigas.

Me gustaba el pórtico alto en la planta de encima, porque era el más alto de todo el pueblo. Unos chiquillos vivían en las casas encima de la colina, pero ellos tenían árboles espesos encima de de sus pórticos, y no podían estar allí y mirar hacia lo lejos, a través de la primera calle bajo la colina, a través del segundo camino un cuarto de milla más al Este, a través de los sauces que crecían al lado del riachuelo, para ver las hileras blancas de las balas de algodón, y los montones de hombres, mujeres y niños que iban al pueblo en carros cargados de algodón, conduciendo debajo de la curiosa barraca de la fábrica, y volviendo a casa sentados sobre las cargas de semillas de algodón.

Yo estaba en el pórtico mirando todo eso, que era solamente una parte del borde de Okemah. Y luego, recuerdo, había un largo tren que silbaba con un pitido loco y echaba una nube de vapor por ambos lados de las ruedas de la locomotora, y echaba mucho humo por la chimenea. El tren tiraba de una larga hilera de vagones de carga, y cuando llegaba a la estación, libraba su locomotora del resto de vagones, dejándolos por aquí y por allá, guardando uno y dejando otros. Pero me divertía más cuando veía a la locomotora coger un vagón v correr y correr hasta que conseguía la velocidad justa, y luego parar y dejar que el vagón se deslizase por su propia inercia, hasta abajo donde los hombres esperaban su llegada. Sabía que podría ir a cualquier grupo de chiquillos del barrio y caerles bien, sólo con hablar de mi torre de observación grande y alta, y de todos los caballos, los carros de algodón, y los trenes.

Papá contrató a un hombre y un camión para transportar más muebles a la casa London, y Roy y Clara trajeron toda clase de cosas pesadas, los armazones de las camas de hierro, muelles, cosas para la cocina, algunas sillas, colchas que a mí me parecía que no tenían un olor normal, mesas, y una caja con la vajilla de plata que me agradó ver que era la misma que siempre habíamos usado. Algunas cosas habían venido de la otra casa antes de que el fuego se hicieran incontrolable. El resto de los muebles tenían una pinta muy curiosa. Otra persona los había usado en su casa, y papá los había comprado de segunda mano.

Clara solía decir: "Estaré contenta cuando podamos vivir en otra casa; porque entonces mamá podrá tener un montón de cosas nuevas."

Roy hablaba de igual modo: "Sí, estas cosas son tan feas y viejas que me asusta el tener que comer, dormir y vivir cerca de ellas."

—No será como nuestra vieja casa, Roy —dijo Clara—. Allí me gustaba que los niños viniesen a jugar en el jardín, y bebiesen de los lindos vasos, y viesen los bonitos cuadros de flores. Pero echaré a cualquier niño que venga a visitarme ahora, porque no quiero que nadie sepa que tenemos que vivir con sillas tan feas, viejas y malas, o cocinar en una cocina tan asquerosa, o dormir en esas camas sucísimas, y... —En ese momento Clara dejó en el suelo una silla que llevaba a través de la cocina y miró alrededor de ella las paredes frías de hormigón, y debajo, el suelo de piedra. Cogió un vaso que estaba medio lleno de telarañas finas, con algunas moscas envueltas como momias, y dijo—: ...Y ofrecer a alguien que beba de uno de estos vasos polvorientos.

Roy y Clara hicieron la primera comida en la cocina mohosa. Era una buena comida de bifstek, salsa espesa de harina, okra enrollada en harina de maíz y frita en aceite, panecillos calientes con mucha mantequilla fundida dentro, y al final, Clara bailó por el suelo, cogió un abrelatas del cajón del armario y nos abrió una lata de melocotones. Era el tiempo de principio de otoño, y al anochecer, cerca de la hora de cenar, había en el aire un buen olor a humo de madera; las familias en todas partes se calentaban un poco. La gran cocina calentaba las paredes de piedra, y papá preguntó a mamá:

—Bueno, Nora, ¿cómo te encuentras en tu nueva casa?

Mamá estaba apoyada en la cocina, mirando a través de la ventana del este. Miró por encima del hombro de papá, pero no su cara; sostenía una taza de café en sus manos. Todos callamos. Pero durante mucho rato no contestó. Finalmente, dijo:

—Supongo que está bien. Supongo que tendrá que servirnos hasta que tengamos algo mejor. Supongo que no estaremos mucho tiempo.

Pasó los dedos a través de su cabello, dejó su café enfriarse en la mesa, y su cara se retorció y tembló hasta asustar a todo el mundo. Sus ojos no miraban a nadie ni a nada; sin embargo, eran oscuros y bonitos. La luz gris de la ventana del este era más o menos todo lo que brillaba en su cerebro.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí, eh, papá? —dijo Roy.

Papá nos miró a todos y dijo:

—¿Quieres decir que no estás bien aquí? —Su cara tenía un aspecto raro, y su mirada resbalaba por toda la cocina.

Clara levantó algunos platos sucios de la mesa, y dijo:

—¿Deberíamos estar bien aquí?

—¿Donde todo está tan sucio y horripilante que no puedes invitar ni a tus propios amigos a tu propia casa?

Mamá no dijo nada.

—Ésta —dijo papá a Roy— es una buena casa, con piedras sólidas, un buen techo, vigas nuevas. Ve a mirar el ático. Hay mucho sitio allí para guardar baúles y cosas así. Puedes construir una casita en él, y durante los días fríos de invierno puedes invitar a todos los niños del barrio a jugar con muñecas y otros juegos. Vosotros los niños no sabéis lo que es una buena casa. Además, ésta nunca va a incendiarse.

Roy bajó la cabeza y miró su plato. No dijo nada más.

El café de mamá estaba frío. Clara vertió una cazuela de agua caliente, movió su dedo para agitar el jabón, enfrió el agua a la temperatura justa con una taza de agua fría, y le dijo a papá:

—A mí no me gusta este sitio viejo y horrible. Porque tiene las paredes frías y sucias, por eso no me gusta. Porque no me gusta dormir arriba en aquella habitación maloliente, donde puedes oler el escupitajo de tabaco de la familia London, acumulado desde el nacimiento del primero de los nueve hijos. Porque tú conoces las historias que cuenta todo el mundo sobre esta casa, tú las conoces tan bien como yo. Los cuerpos de los hijos se hincharon en aquella habitación, hasta que murieron. Les salieron úlceras sucias y amarillas. ¡Ningún niño, en todo el pueblo, ninguna de las niñas con las que antes jugaba, van a venir a jugar conmigo mientras vivamos en este pueblo, si se enteran que tenemos la sarna de la casa London!

Clara dejó de mirarnos violentamente.

Papá no dijo mucho; bebía su café y nos escuchaba. Luego dijo:

—Tengo algo que deciros a vosotros todos. No sé como vais a reaccionar. Pues lo siento, pero tendremos que vivir mucho tiempo en esta casa. La compré ayer por mil dólares.

Mamá habló:

—¿Quieres decir...? Charlie, ¿dices en serio que tú...?

—¿...compraste este sitio? —dijo Clara.

—¿Mil dólares por esta porquería? —le preguntó Roy.

—Lo siento, pero es así. —Papá siguió bebiendo su café, dejando el resto de su cena enfriársele delante de él—. Trabajaremos juntos para arreglarla bien, decorarla de nuevo, encalarla por dentro. Pintaremos de nuevo todo el maderamen.

Clara se secó las manos en su delantal y se quitó los bucles de la cara. Dio algunos pasos hasta la puerta occidental, la abrió y salió a la colina.

Roy se levantó y cerró la puerta detrás de ella.

—Dile a tu hermana que vuelva adentro; es de noche y va a resfriarse después de trabajar con el calor de la cocina —dijo papá.

—La estufa y el aire de la noche —contestó Roy— no nos hacen tanto daño como...

—¿Como qué? —le preguntó papá. Y Roy dijo:

—Como lo que le estabas contando a Clara.

—¡Roy, haz lo que te he dicho! Te he dicho que abras la puerta y le digas a Clara que vuelva adentro. ¡Hazlo!

Papá dio sus órdenes; su voz era dura y fuerte, pero por otro lado sonaba ofendida.

—¡Llámala tú, si quieres que vuelva! —dijo Roy, y se puso a correr por delante de papá y a través del salón. Subió precipitadamente la escalera, se metió en su habitación y se echó las mantas por encima de su cabeza.

Papá se levantó de la silla, abrió la puerta de la cocina y salió para buscar a Clara. La llamó algunas veces, pero ella no contestó. Sin embargo, podía oírla llorar en algún sitio, y la llamó otra vez:

—¡Clara! ¡Clara! ¿Dónde estás? ¡Habla!

—Estoy aquí —dijo Clara.

Cuando papá se volvió vio que había pasado muy cerca de su falda cuando había salido por la puerta. Ella estaba recostada contra la pared de la casa.

—Sabes que tu padre no quiere que te ocurra nada malo. Me enfado de vez en cuando y os trato a todos mal, pero a veces es porque quiero trataros tan bien que... Ven, déjame llevarte a casa. Soy tu papá viejo y malo, puedes llamarme así si quieres.

Tendió su mano y cogió a Clara por el brazo y le dio un pequeño tirón. Ella dejó que se le aflojara todo el cuerpo, y siguió llorando durante un rato.

¡Papá siguió hablando:

—Quizá sea malo. Supongo que lo soy. Puede ser que no pare de trabajar y ganar mucho dinero para comprar el máximo de cosas buenas para vosotros. A lo mejor por tener que ser tan duro negociando e intentando sacar dinero, no sé cómo dejar de ser así cuando vuelvo a casa, donde estáis tú, Roy y mamá.

Clara le rechazó un poco, cubriéndose la cara con el brazo; luego se secó las lágrimas de sus ojos con el revés de su puño y dijo:

—No es verdad.

—No es verdad, ¿qué?

—No eres malo.

—¿Por qué? Yo pensaba que lo era.

—No lo eres.

—¿Por qué no lo soy?

—Es otra cosa lo que es malo.

—¿Qué otra cosa?

—No sé.

—¿Qué es lo que es malo con mi nena? Tú me lo dices, y aunque sea el pelo más pequeño de una rana lo que te hace daño, tu papá tan duro se remangará y cerrará las manos en un puño y le quitará el aliento.

—Esta casa es mala.

—¿Esta casa?

—Es mala.

—¿Cómo puede una casa ser mala? —Lo malo es estar dentro.

—¡Oh! —le dijo papá—. Ahora veo qué quieres decir. ¿Tú sabes lo malo que soy yo?

—No eres malo.

—Soy tan malo y tan fuerte como para levantarte como un gran saco de harina y ponerte en mi hombro, así, y así, y luego así..., ¿ves? Puedo llevarte por esta puerta y a través de esta cocina tan grande y tan caliente...

Papá la llevó hasta la cocina riéndose por debajo de su pelo negro y rizado. Cuando alcanzó la estufa, levantó sus ojos y vio a mamá lavando los platos y amontonándolos sobre una mesita de hule para que escurriesen.

Clara dio unas patadas al aire y dijo: —¡Déjame bajar! ¡Déjame bajar! ¡Ya no estoy llorando! Y además, ¡mira lo que está ocurriendo! ¡Mira! —se retorció y bajó de los brazos de papá, se deslizó al suelo y se precipitó al rincón, donde cogió una baqueta y empezó a fregar alrededor de los pies de mamá, hablando como una urraca—: ¡Mamá, mira! ¡Estás escurriendo los platos sin escurridera! El agua se escurre como un... río...

Y Clara miró por encima del depósito de agua caliente en la estufa, y nadie vio lo que vio ella. Sus ojos se abrieron muy grandes cuando vio que mamá no la escuchaba, sino que seguía limpiando los platos en el agua hirviendo; y cuando mamá puso otro plato de canto sobre la mesita, Clara se calló. Papá respiró hondo mordiéndose el labio, y se volvió para salir del salón.

Encontré otra manera de pasar el tiempo durante aquellos días. Atravesaba el callejón en la cumbre de la colina y me pavoneaba delante de un grupo de chiquillos que pasaban su tiempo inventando juegos para jugar en sus sótanos. Casi todas las casas en aquella calle tenían una especie de cava subterránea llena de fruta fresca en lata, judías verdes, remolachas en conserva, cebollas. Entraba a hurtadillas en un sótano, después en otro, cambiando de niño, y vi la oscuridad, frescura y humedad que había allí dentro. Olí los leños podridos y enmohecidos por el techo del sótano; la sensación de encierro me dio ganas de salir otra vez al aire fresco, pero la sensación de guarida me dio ganas de quedarme allí abajo.

El chico de la casa vecina tenía un sótano lleno de recipientes, y los recipientes estaban llenos de remolachas en conserva, pepinos largos y verdes, y rodajas redondas y grandes de cebollas y melocotones, tan grandes como sombreros. Entonces cogimos una caja de madera, y bajamos una tinaja de melocotones. Yo desenrosqué la tapa. El otro también lo hizo. Pero la tinaja estaba demasiado cerrada. Empezamos a tener hambre.

—Ese zumo es larepin, ¿verdad?

—Sí, seguro que lo es —le dije—. ¿Pero qué quiere decir larepin?

Entonces dijo:

—Es todo lo que te gusta mucho y no tienes durante mucho tiempo, y luego lo tienes; eso es larepin.

Todos nuestros esfuerzos y tacos no convencieron a la tapa para que se aflojase. Entonces fuimos a hurtadillas por detrás del establo. El otro pasó con dificultad entre dos maderas sueltas, se quedó un momento en el establo, y volvió con un martillo y un cubo para caballos de dos galones.

—Un buen cubo —me dijo.

Eché una mirada dentro; vi unas crines sueltas de caballo. Pero debía ser un caballo con mucha hambre, porque el cubo había sido lamido hasta dejarlo tan limpio como una moneda nueva de diez centavos.

Agarré la tinaja tan fuerte como pude por encima del cubo, y él le dio unos golpecitos suaves con el martillo. Comprendió que no golpeaba el vidrio lo bastante fuerte: entonces cada vez lo hizo más fuerte. Finalmente, le dio un buen golpe tortísimo, y el vidrio estalló en mil pedazos; la tapa de peltre y el sello de caucho rojo se cayeron primero, una sustancia viscosa de melocotones sueltos se derramó por el fondo del cubo; y luego se cayeron el cuello de la tinaja con muchos filos feroces y dentados sobresaliendo y el culo roto que nos daba miedo sólo mirarlo.

—Buenos melocotones —me dijo.

—Buen jugo '—le dije.

Metimos los dedos cuidadosamente entre los trozos de vidrio y examinamos cada melocotón antes de devorarlo, empujando pedacitos afilados a través del jugo rezumante; el sol caluroso hacía relucir los granos de vidrio como si fueran diamantes.

—¿Sabes cómo brilla un diamante verdadero? —me dijo.

—No sé —le dije.

—Mi mamá tiene uno que lleva en el dedo.

—Mi mamá no tiene... sólo uno ancho y dorado. Hay un vidrio en tu melocotón, quítalo —le dije.

—Curioso, eso de que tu mamá no lleve más que un anillo. Hace falta un pequeño diamante para estar casada de verdad.

—¿Cómo es eso?

—Diamantes es lo que pones en un anillo, y cuando ves a una chica, pues, pones el anillo en su dedo; y luego compras un anillo dorado, y pones el dorado en su dedo; y luego... pues, luego puedes besarla tanto como quieras.

—Me parece bien.

—¿Sabes otra cosa que puedes hacer?

—¿Qué?

—Dormir con ella.

—¿Dormir?

—Sí, hombre, dormir con ella, debajo de las mantas y todo.

—¿Ella también duerme?

—No sé. Nunca he puesto un diamante a ninguna chica.

—Yo tampoco.

—Nunca he dormido con ninguna chica, excepto mi prima.

—¿Ella durmió también?

—Claro. Las primas normalmente suelen dormir. Contamos historias tontas y nos reímos tanto que mi papá nos dio un golpe para hacernos dormir.

—¿Para qué tu papá tiene ganas de dormir debajo de las mantas con un anillo de diamantes y otro dorado en la mano de tu mamá?

—Por eso existen las mamas y los papas.

—¿Es cierto?

—Así una mamá se hace mamá, y un papá se hace papá.

—¿Y eso de trabajar juntos, arreglar el jardín, limpiar la casa, y comer juntos: eso de hablar uno con el otro, y salir a algún sitio juntos? ¿Así no se hace nadie ni papá ni mamá?

—No. Puede que ayude un poco.

—Es muy curioso, ¿no?

—Mi mamá y mi papá no quieren decirme nada de cómo te haces papá o mamá —me dijo. —¿No quieren?

—No. Tienen miedo. Pero yo tengo los ojos muy, muy abiertos, y me quedó despierto en casa, oyendo lo que viene de su cama. Y sé una cosa.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Qué es?

—Sé una cosa importante.

—¿Qué cosa importante?

—Sé de dónde vienen los niños.

—¿De mamas y papas?

—Eso es.

—No hay manera.

—Sí que hay.

—Tienes que ir a algún sitio, a una tienda, o a ver un médico, o hacer que venga el médico y traiga el niño.

—No. No es siempre así. Oigo a mi mamá y oigo a mi papá. Ellos dijeron que dormían juntos demasiadas veces, y sacaron demasiados niños de debajo de las mantas.

—No encuentras niños debajo de las mantas.

—Sí que lo haces. De vez en cuando encuentras uno, y es un niño o una niña. Luego ese bebé se hace más grande, y encuentras otro.

—¿Cómo es el próximo?

—Como tú, o como yo.

—Yo no soy un bebé.

—Tienes sólo cuatro años.

—Pero yo no soy un bebé llorón.

—No, pero lo eras cuando te encontraron por primera vez.

—¡Uf!

—Es muy malo, ya lo sé, pero a lo mejor es por eso que mi mamá y mi papá no quieren decirme nada de las mantas. Tienen miedo que encuentren otros bebés más, allí abajo; mamá llora mucho y dice que ya tenemos demasiados.

—¿Si tu mamá no los quería, por qué no los devuelve debajo de la manta?

—No. No lo sé. No creo que puedan devolverlos.

—¿Por qué tu papá no quiere tantos?

—No puede darnos ropa ni de comer.

—Eso es malo. Yo te daré algo de comer en mi casa. Nosotros no tenemos tantas mantas... ¡Uf!... ¡tantos hijos que tenéis!

—¿Sabes por qué?

—No, ¿por qué?

—Porque tu mamá no tiene dos anillos, uno dorado y uno de diamantes.

—Pero a lo mejor tenía un anillo de diamantes antes: quizá se quemó cuando su casa grande y bonita se incendió y se destruyó.

—Me acuerdo de eso. Vi a la gente corriendo por allí aquel día. Vi el humo. ¿Cuántos años tenías entonces?

—Acababa de salir de las mantas.

—Oye, ¿si te pregunto algo, me lo dirás?

—Sí. ¿Qué es?

—'Los niños dicen que tú mamá se enfadó y se incendió su casa nueva, y quemó todo hasta hacerlo cenizas. ¿Es verdad?

No le contesté. Me quedé sentado contra la pared caliente del establo durante más o menos un minuto, bajando un poco la cabeza. Luego extendí mi pierna y di una patada a su cubo, tirándolo tan lejos como pude. Un millón de moscas que habían estado comiendo el jugo de melocotón volaron del cubo preguntándose con qué habían chocado. Me levanté de un salto y empecé a echarle un puñado de abono, pero dejé mis dedos aflojarse y el abono se cayó al suelo. No le miré a la cara. No miré a ningún sitio. No quería que me viese la cara; entonces volví la cabeza a un lado, y me marché pasando por delante del montón de abono.

Jugué un poco en el jardín, hablé con las estacas del cercado, canté canciones e hice cantar a la hierba, y encontré todas las tabaqueras que los London habían tirado por la hierba alta alrededor de la casa durante los últimos diez o quince años. Encontré una madera plana, la cargué con las tabaqueras, andaba a gatas entre la mala hierba empujándola como un carro grande, e hice un camino allí por donde pasaba. Llegaba a sitios hondos y arenosos donde los caballos tenían que tirar fuerte, y les gritaba:

—¡Arre, "Judie"! ¡Anda, "Rhodie"! ¡"Judie"!

¿Maldita muía! ¡Despacio! ¡Ahora, juntos! ¡"Judie"! ¡"Rhodie"!

Yo era el mejor vaquero del mundo, con el mejor tiro y el mejor carro.

Luego simulaba que había entregado mi carga, recibido mi dinero, dejado mis caballos y mulos sueltos por el prado, e iba a ver a mi gente. Iba dando traspiés con las piedras sueltas cerca de la esquina de la casa, haciendo levantarse el polvo blanco cuando pisaba el montón de cenizas, y cuando llegué a la cima de la colina, vi al niño de la casa vecina sobre la cumbre de su montón de abono mirando otras moscas engordarse con las rodajas de los melocotones. Cuando me vio, bajó corriendo del montón, saltó sobre un caballete de aserrar y gritó:

—¡Éste es mi caballo del ejército!

Trepé a una carretilla desvencijada, y le grité:

—¡Éste es mi tanque de combate!

Se deslizó de su caballete y subió con toda rapidez a la cumbre de su montón de abono y dijo:

—¡Éste es mi acorazado!

—¡Los tanques de combate pueden vencer cualquier acorazado! —le dije—. Los tanques tienen metralletas que van muy, muy de prisa. ¡Los acorazados no pueden funcionar sin agua! ¡Yo puedo cazar animales en tierra!

—¡Pero no puedes tumbar a más de cien alemanas! Tu tanque viejo no tiene tantas balas como mi acorazado grande!

—Puedo esconderme en mi tanque, detrás de una piedra. ¡Y cuando empieces a bajar de tu acorazado, podré matarte, y te morirás Bajó a prisa del montón de abono, y se precipitó por detrás de su establo. Después de un rato, asomó la cabeza por la puerta del heno y desde la puerta de arriba. Gritó:

—¡Éste es mi fuerte grande! ¡Tengo mi cañón y mi buque atados aquí abajo! ¡Tu tanque no puede hacerme ningún daño! ¡Ya! ¡Ya!

—¡Ya a ti! ¡Tu fuerte no sirve para nada!

—Bajé de la carretilla y trepé a la primera rama de un nogal grande—. ¡Ahora tengo mi avión y no sabes lo que te puedo hacer!

—¡No puedes hacer nada! ¡Tu avión no es tan alto como mi fuerte!

—¡Puedo subir!

—¡Aún estoy más alto en mi fuerte que tú! ¡No puedes echar ninguna bomba sobre mí!

Miré hacia arriba y vi que había alcanzado la copa alta del árbol. Las ramas oscilaban tanto que la tierra abajo parecía un océano tormentoso. Pero tenía que subir más aún.

—¡Puedo subir hasta donde quiera! ¡Luego podré descargar una bomba grande por encima de tu ridículo fuerte, y te explotará hasta hacerte pedazos; te quitará la cabeza, los brazos, y las dos piernas; y estarás muerto!

Las pocas ramas de la copa del árbol no tenían más grosor que un palo de escoba, y el viento se arremolinaba allí arriba como si yo fuera la última nuez de la siega.

Mamá dio un portazo a la puerta de detrás, y me callé para que no me viese en el árbol. La mamá del niño salió de su puerta con una canasta llena de latas y papeles viejos.

Mi mamá dijo:

—Oiga, ¿dónde pueden estar nuestros errantes chiquillos?

Su mamá dijo:

—¡Los oí gritando hace poco!

Se quedaron debajo de mi árbol, charlando.

—¡Qué trabajo dan estos mocosos! ¿Verdad?

—Se lo juro, es una vergüenza como una mujer tiene que correr y cazar y agotarse el cerebro para que no mueran de hambre un montón de chiquillos.

Miré hacia abajo entre las ramas en sombra y vi la parte de encima de las cabezas de las mujeres, una atando más fuerte una cinta de su pelo al viento y la otra recogiendo su cabello en grandes puñados. El sol se filtraba a través de mi árbol hacia abajo, y las manchas de luz corrían por la espalda y los hombros de mi mamá, y por la frente y el vestido de su mamá; toda la escena estaba viajando. Sentí el sol que zumbaba caliente y húmedo por encima de mi cabeza. Era una sensación loca. La cosa estaba girando, moviéndose por todas partes, y no podía hacerla parar ni detenerla un instante. Cogí con más fuerza las ramas pequeñas y flojas, bajé la cabeza, cerrando los ojos tan fuerte como pude, y me mordí la lengua y los labios para no gritar con todas mis fuerzas. Todo estaba oscuro entonces y sentía mi cabeza a punto de dividirse y todo en mí saltaba y martilleaba como caballos dementes escapándose con una gran carreta.

Grité:

—¡Mamá!

Ella miró por toda la extensión del terreno.

—¿Dónde estás? —Aquí arriba. En el árbol. Las dos mujeres dieron respingos, y las oí decir:

—¡Oh! ¡Cielos! ¡De prisa! ¡Corra! ¡Vaya a buscar a alguien! ¡Vaya a buscar a alguien que haga algo!

—¿No puedes bajar?

—No. Estoy enfermo.

—¡Enfermo! ¡Por Dios! ¡Agárrate bien —mamá subió la carretilla e intentó trepar hasta la primera rama. No pudo subir más. Miró hacia arriba, donde yo estaba colgando como una zarigüeya, y dijo—: ¡Hay por lo menos veinticinco hasta donde está! ¡Cielos! ¡Dios mío! ¡Qué venga alguien! ¡Espera! ¡Hay un grupo de niños allí por el camino debajo de la colina! ¡Quédese a hablar con él! ¡Dígale cualquier cosa, lo que sea, pero no le deje asustarse! ¡Siga hablando! ¡Oíd! ¡Vosotros, allá abajo! ¡Esperad un momento! ¡Sí, vosotros! ¡Venid aquí! ¿Queréis diez centavos cada uno?

Cinco o seis niños de todas las razas corrieron hacia arriba a su encuentro, diciendo:

—¡Diez centavos! ¡Claro que sí! ¿Qué quiere que hagamos? ¿Trabajo? ¿Diez centavos enteros?

—Os enseñaré, aquí, por este callejón. Ahora, quiero saber algo. ¿Veis aquel chico suspendido allá arriba en aquel árbol tan alto?

—¡Sí!

—¡Caramba!

—¡Hombre!

—¿No puede bajar?

—No —les dijo mi madre—, está colgado allí. Se pone más y más enfermo, y va a caerse en cualquier momento si no hacemos algo por bajarlo.

—Yo puedo trepar al árbol para buscarlo.

—Yo también.

—Sí, pero no servirá para nada: aquellas ramas son pequeñas y débiles. No aguantarán otra persona.

Mamá se tiraba del pelo.

—¿Veis, veis, vosotros los niños, veis tantos pelos grises y tanta preocupación que amontonáis sobre las espaldas de vuestras madres? No os escabulláis nunca para hacer una tontería así.

.—No, señora.

—Sí, señora.

—Nunca, señora.

—¡Nunca cazaría a mi familia en un árbol!

—¡Cállate, idiota, no ha dicho eso!

—Shh. ¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que no te quedes suspendido de ningún árbol.

—Yo he estado suspendido en todos los árboles de esta parte del pueblo.

—¡Cállate! Ella lo sabe.

—¡Eh, chicos! ¡Estas ramas de abajo son lo bastante fuertes para aguantarnos! Mira, ¿ves? Sólo hay que tener cuidado con los pies, ponerlos cerca del tronco y no en el extremo de las ramas cuando llegues a un horcajo. ¡Vamos, Slew, eres el más pequeño, vete arriba hasta que puedas: ponte muy cerca de él! ¡Tú, Serrín, eres el siguiente! ¡Sube y ponte debajo de Slew!

Slew y Serrín gatearon por el árbol. La cabeza del pequeño llegó hasta mi estómago, y el siguiente estaba justo debajo de él.

—¡Ya estamos! ¿Y ahora qué quieres que hagamos?

—¡Buckeye, tú tienes las piernas y los brazos más largos; ponte de pie en aquellas ramas gruesas!

—¡Ya estoy, antes de que lo digas!

—Tú, Bravo, ponte aquí cerca del suelo. ¡Fijaos todos: si él se cae, por lo menos podéis intentar cogerlo!

—¿Y qué vamos a hacer los demás?

—Tú, Conejo, y tú, Star Navy, y tú, Jake, vosotros id corriendo al pozo de aquella señora, y coged las navajas y cortad la cuerda, y volver aquí pronto.

Tres chiquillos se precipitaron a la colina y volvieron arrastrando un largo trozo de cuerda.

—Bueno, dámela. ¡Tú, Bravo, pásala arriba a Buckeye; Buck, pásasela a Serrín, y Serrín a Slew! ¿La coges bien, Slew?

—¡Sí! ¿Qué quieres que haga con ella? ¿Atarla alrededor de su estómago?

—¡Sí! ¡Pero primero tienes que poner el extremo con el nudo arriba en el horcajo donde él está colgado! ¡Eso es! ¡Ahora, haz un lazo alrededor de su estómago!

—¡Ya está! ¡Ahora está tan bien atado que no podría soltarse aunque quisiera!

El jefe de la brigada se quitó una gorra sucia y pequeña, hecha de un saco de harina, se limpió de la cabeza el polvo y el sudor, y les dijo a mamá y a la otra señora:

—¡Ya está, señoras! No hay que preocuparse más. Ustedes, tranquilas; este niño vivirá hasta que tenga cien años.

—¿La cuerda no se desatará ni romperá?

—Es una buena cuerda, está mojada.

El chico se fijaba en cada gesto que hacían los otros.

—¡Vale, ya estamos! —gritó uno de los chiquillos desde el árbol.

—¡Estamos preparados y bien sujetos! —gritó otro.

El jefe dijo:

—Conejo, Star, Jane, vosotros coged el extremo de la cuerda y reculad por la colina con ella. Ponedla tirante. ¡Eso es, O.K.!

—¡Está más recta que la espada del pastor!

—¡Tú, Bravo, arriba! ¡Coge bien la cuerda! ¡Serrín, cógela también! ¡Tú también, Slew! ¡Ahora dejadme cogerla aquí en el suelo! ¡Vosotros tres, allá hacia la colina, preparaos bien, poned bien los tacones en el suelo, ponedlos bien. Las señoras, tranquilas. ¡Tómense ustedes una pizca de rapé y cuenten historias divertidas! ¡Nunca hemos dejado caer a un niño, y ésta es la primera vez que nos pagan diez centavos para no dejar que se caiga uno!

—Fíjate en lo que haces.

—Vale, no te molesta. ¡Tú, Slew! ¡Ahora! ¡Levántale las piernas de la rama! ¡Oye, ayuda, haz que te ayude! ¡Levántalo! ¡Eso es! Déjalo suspendido, así.

—El chico está todo lo suspendido que puede estar.

—¡Vosotros en la colina! ¡Ya está la cuerda! ¡Dejadla tensar despacio, luego mientras la paso por mis manos, vosotros volvéis bajando por la colina, ¿veis? Así, ¿veis como se desliza un poco? ¡Vosotros, moveos un poco más! ¡Ya se desliza, ya os acercáis!

—¡Ya estamos en marcha!

—¡Funciona!

—Andad despacio, seguid tensando la cuerda, despacio. Está bien. ¡Slew, ya ha bajado demasiado! ¡Serrín, tensa la cuerda por debajo del sobaco, y ayuda a bajar al señor con el otro brazo!

—¡Está deslizándose! ¡Cabalga!

—¡Sigue deslizándolo! ¡Cuidado con eso de cabalgar! ¡Guíalo hacia donde podamos coger los sesenta centavos! ¡Ustedes las señoras ya pueden irse a casa a coger los bolsos]

Mamá dijo:

—No, señor, Gracias. Yo me quedo aquí, si no le molesta, para ver que lo bajáis bien. ¿Te hacen daño, Woody?

—¡A mí, no! —le contesté—. ¡Esto es divertidísimo! ¡Ahora tengo más amigos para jugar!

—Sigue cogiéndote a la cuerda, Míster Divertidísimo! —decía la otra señora.

—¡Lo haré! —le dije—. Mamá, ¿me das diez centavos a mí también?

Bajé pasando el último niño de la última rama, y cuando tenía los pies en el suelo, olvidé el dolor de cabeza y la insolación. Me reí y hablé con todo el mundo como si fuera un marinero famoso devuelto por el mar.

—¡Qué divertido! ¡Quiero hacerlo otra vez!

Mamá me cogió por el cuello de la camisa y me arrastró a casa. Yo luchaba a cada paso del camino, gritando:

—¡Eh, chicos! ¡Venid a jugar conmigo! ¡Venid a ver mi camino de carro! ¡Yo también quiero diez centavos, mamá!

—¡Ya te daré centavos en el culito! —me dijo—. ¡Vosotros, niños, esperadme allí! ¡Voy a buscar los sesenta centavos!

—¡Yo quiero diez centavos! ¡Yo quiero bombones! —gritaba con todas mis fuerzas.

—¡Te guardaremos un pedazo de nuestros bombones y cosas! —gritó el que capitaneaba a los niños—. Y te lo traeremos en una bolsa mañana, para ti solo, por la mañana temprano.

—¡Porque era tu árbol!

—¡Y tu jardín!

—¡Y también los centavos de tu madre!

Y en el momento que cerró de golpe nuestra puerta, me quedé cogido con mi cabeza asomándose. Mamá me agarró con más fuerza, y grité:

—¡Era la culpa de mi cabeza, me dolía, era mi cabeza mareada!

Mamá cerró bien la puerta, y no vi nada más del grupo de niños tan buenos y tan listos: los descolgadores de árboles.

Mamá me quitó la camisa y el mono, me desnudó hasta la piel y pasó más o menos una hora bañándome.

—Ven, nene, ven. Te voy a meter en la cama.

—Ya voy. Me siento muy bien y caliente con mi ropa interior nueva y limpia. —¿Sí?

—¿Sabes, mamá? Nunca me gusta que me hagas hacer cosas, que te obedezca, por ejemplo, o que me quede en casa, o que me tome la leche, o me bañe, pero lo que me gusta menos de todo es que me pongas ropa interior nueva. Pero luego, cuando ya lo has hecho, me gusta mucho más.

—Tu mamá conoce cada cosita que ocurre en tu cabeza rizada. Eres el más nuevo, y el más cabezota de mis hijitos.

—Mamá, ¿qué es cabezota?

—Quiere decir que haces siempre lo que quieres.

—¿Y mi cabeza es así? —Eso es.

—¿Qué es un hijito? —pregunté a mamá—. ¿Soy un hijito? Mamá me dijo:

—Pues quiere decir que no tienes muchos años.

Tiró las mantas hasta mi cuello y me arropó bien en la cama.

—Cuando me haga muy grande, ¿todavía seré un hijito?

—No, entonces serás un hombre grande. —¿Eres tú una hijita?

—No, yo soy una mujer grande. Soy una persona mayor. Soy tu mamá.

Empecé a adormecerme. Mis ojos se sentían como si estuvieran llenos de tierra seca. Le pregunté:

—¿Eras buena de niña?

Me acarició la cara con la palma de su mano, y dijo:

—Era bastante buena. Me parece que obedecí a mi mamá más de lo que tú obedeces a la tuya.

—¿Fuiste un bebé pequeñísimo, así de grande? —Casi.

—¿Y el abuelito y la abuelita te encontraron debajo de las mantas?

La cara de mamá parecía como si intentara solucionar un rompecabezas difícil.

—¿Mantas?

—Ese niño que subió a la puerta de su establo, él me contó todo de anillos de matrimonio, y de dónde vas para encontrar niños pequeños. Hijitos.

—¿Qué has dicho?

—Anillos de matrimonio.

—Este anillo es de oro puro —me dijo mamá, levantando la mano para que yo la viese—. ¿Ves estos dibujos? Eran muy claros cuando nos casamos tu papá y yo... Pero, ¿por qué no te duermes nunca, hijo mío?

—¿Sabes con quién me casaría si me casase, mamá?

—No tengo ni idea —dijo—. ¿Con quién? —Contigo. —¿Conmigo? —Sí.

—No te podrías casar conmigo aunque quisieras hacerlo. Ya estoy casada con tu papá. —¿No puedo casarme contigo yo también? —Claro que no. —¿Por qué?

—Ya te he dicho por qué. No puedes casarte con tu propia madre. Tendrás que buscarte otra chica, muchachito.

—¿Mamá?

—Sí.

—Mamá, ¿sabes una cosa? —No, ¿qué?

—Pues, por ejemplo, eso que me preguntó aquel niño feo al otro lado de la calle.

—¿Qué?

—Pues me preguntó cuántos anillos llevas. —¿Y entonces?

—Entonces le dije..., le dije que no tenías más que uno, dorado. Ninguno de diamantes. —¿Y qué?

—Y dijo que todo el mundo del pueblo se enfadaría muchísimo contigo por haber perdido tu anillo de diamantes.

—¿De verdad?

—Y dijo: "¿Dónde ha perdido su anillo de diamantes?" Entonces, le dije que quizá se había perdido en nuestro gran fuego de casa.

Mamá escuchaba sin decir nada.

Yo seguí:

—Y me preguntó cómo fue que se quemó nuestra casa tan grande y tan bonita. Me preguntó si... si tú la quemaste.

Mamá no me contestó. Levantó la mirada de mi cara. Pareció perforar un agujero en la pared con su mirada, y luego miró por la ventana de mi habitación por encima de la colina. Me acarició la frente con sus dedos, y luego se levantó del borde de la cama, y se marchó a la cocina. Me quedé en la cama escuchando. Oí sus pies andando sobre el suelo de la cocina. Oí el agua salpicando en la jarra de beber. Oí todo callarse. Luego me dormí, y no oí nada.