CAPÍTULO VIII
EXTINTORES DE INCENDIOS
Un día, alrededor de las tres de la tarde, mientras jugaba por allí en la granja de la abuelita. oí un aullido largo y solitario. Era la sirena de los bomberos. La había oído antes. Siempre me hacía sentir raro, preguntándome en qué sitio sería el fuego aquella vez, y de quién sería la casa que se convertiría en cenizas. Después de una hora, un coche avanzó por el camino principal entre una gran niebla de polvo, para detenerse delante de casa. Era mi hermano Roy; venía a buscarme. Estaba con uno o dos hombres más. Dijeron que era nuestra casa.
Pero primero dijeron:
—...Es Clara.
—Está muy mal, muy quemada... es posible que no viva... el médico ha venido... ha dicho a todos que nos preparemos...
Me echaron en el coche como un perro pastor, y me quedé de pie durante todo el viaje hasta casa, estirando el cuello hacia el camino. Quería ver si podía descubrir alguna señal del incendio a lo lejos del camino, arriba en las colinas. Llegamos a casa y vi a una multitud de gente alrededor de ella. Entramos. Todo el mundo estaba llorando y sollozando. La casa olía a humo. Estaba mojada aquí y allá, pero no mucho.
Clara se había quemado. Estaba planchando sobre una vieja estufa de keroseno que explotó. La había llenado con petróleo de carbón y la había limpiado: el petróleo manchaba aún su delantal. Luego se puso a echar humo sin encenderse, entonces Clara abrió la mecha para investigar, y cuando el aire entró en la cámara llena de humo denso y aceitoso, se incendió, explotando sobre ella.
Clara acudió y las llamas alcanzaron hasta el techo, salió corriendo y chillando por la casa, hacia el jardín, dando dos veces la vuelta a la casa antes de que se le ocurriera rodar por la hierba alta y verde de al lado de la casa para apagar las llamas de su ropa. Un muchacho de la casa vecina la vio y la persiguió. Ayudándola a apagar las llamas pisando su ropa. Luego la llevó dentro de casa y la puso en la cama. Estaba tumbada allí cuando entré a través de la multitud de amigos y familiares llorando.
Papá estaba sentado en el salón con la cabeza entre las manos, no decía nada, sólo:
—¡Pobre Clarita!
Su cara estaba húmeda y congestionada de tanto llorar.
Los hombres y mujeres que estaban de pie a su lado contaban cosas buenas sobre ella.
—Limpiaba mi casa mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo.
—Era brillante en sus estudios.
—Hizo una camisa para mí niño.
—Cogió el sarampión cuidando a mi hija.
Estaba también su profesora. Clara se había quedado en casa para planchar la ropa. Mamá y ella habían discutido por aquello. Mamá se sentía enferma. Clara quería prepararse para su exámenes. La profesora intentaba consolar a mamá contándole cómo Clara era la primera de la clase.
Entré y miré donde Clara estaba acostada. Ella era la más alegre del grupo. Me llamó a la cama y dijo:
—Hola, Míster Woodly. —Siempre me llamaba así cuando quería hacerme sonreír. —Hola.
—Todos están llorando, Woodly. Papá está allí con la cabeza inclinada, llorando... —Sí.
—Mamá está en el comedor, llorando tanto que se le saltan los ojos. —Ya sé.
—Incluso Roy ha llorado, incluso él, que siempre se hace el machote. —>Lo he visto.
—Woody, tú no llores. Prométeme que nunca llorarás. No ayuda para nada, sólo sirve para que todos se sientan mal, Woodly...
—Yo no estoy llorando.
—No lo hagas, no lo hagas. No estoy tan mal, Woodly; estaré levantada y jugando como siempre dentro de uno o dos días; sólo estoy un poco quemada; vaya, mucha gente se hace daño, y a ellos no les gustan que todo el mundo llore por eso. Me sentiré bien, Woodly, si sólo me prometes que no vas a llorar.
—No estoy llorando. —Y no lo estaba. Y no lo hice.
Me quedé sentado un rato al borde de su cama mirando su piel quemada y chamuscada que caía en trozos torcidos, rojos y cubiertos de ampollas por todo el cuerpo, y su cara arrugada y carbonizada, y sentí algo irse de mí. Pero le había dicho que no lloraría, entonces le di unas palmaditas en la mano, le sonreí, me levanté y dije:
—Pronto estarás bien, Clarita; no les hagas caso. Ellos no saben. Estarás bien.
Me levanté y salí silenciosamente al porche. Papá se levantó y salió detrás de mí. Me siguió hasta una mecedora grande que estaba afuera, se sentó y me llamó para que me acercara. Me cogió en sus rodillas, diciéndome muchas veces, que buenos éramos todos sus hijos, y que mal nos había tratado, y lo bueno que iba a ser con todos nosotros. Eso no era verdad. Siempre había sido bueno con sus hijos.
Unos minutos más tarde estaba afuera en el jardín, y me corté la mano bastante profundamente con un cuchillo viejo y oxidado. Sangré mucho. Me asusté un poco. Papá me lo arrebató y lo arregló todo. Vertió yodo en la herida. Escocía. Me hizo arrugar la cara. Deseaba que no me lo hubiera puesto. Pero le había dicho a Clara que no lloraría nunca más. Ella se rió cuando la profesora se lo contó.
Volví a la habitación al cabo de un rato con mi mano enrollada en un trapo grande y blanco y hablamos un poco más. Luego Clara se volvió hacia su profesora, más o menos sonriendo, y dijo:
—He faltado a la clase de hoy, ¿no es verdad, señora Johnston?
La profesora intentó sonreír, y dijo:
—Sí, pero aún tendrás tu premio por ser el alumno más constante. Nunca llegas tarde, y nunca faltas.
—Pero yo sé la lección muy bien.
—Tú siempre sabes tus lecciones —le contestó la señora Johnston.
—¿Piensa... usted... que aprobaré?
Y los ojos de Clara se cerraron como si durmiera, soñando con algo bueno. Respiró dos o tres veces, largo y profundamente, y vio todo su cuerpo aflojarse y su cabeza caer un poco de lado sobre la almohada.
La profesora puso sus dedos sobre los ojos de Clara, los apretó cerrándolos un minuto, y dijo:
—Si que aprobarás.
Durante un tiempo pareció que la aflicción nos había acercado a todos nuestros amigos, había reunido a la familia y nos había hecho conocernos mejor. Pero al poco tiempo vimos claramente que aquello había sido el límite de tensión para mi madre. Se puso peor, y perdió el control de sus músculos; y dos o tres veces al día tenía ratos muy malos, ataques de histeria, primero enfadándose con las cosas de la casa, luego disputando con los muebles da cada habitación hasta que hablaba tan fuerte que todos los vecinos la oían y se preguntaban lo que pasaba. Notaba que cada día pasaba uno o dos minutos mirando fijamente un bloque de vidrio fundido, y me decía:
—Antes de que se quemara nuestra casa nueve de seis cuartos, esto era una cacerola de vidrio tallado que valía veinte dólares. Era un regalo, y era tan bonito como yo lo fui una vez. Pero fíjate ahora en el aspecto que tiene; totalmente loco, descompuesto. Ya no refleja los colores como hacía antes, está totalmente retorcida. ¡Dios, quiero morir! ¡Quiero morir! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!
Y rompía muebles y platos hasta hacerlos añicos.
Ella siempre había sido una de las mujeres más guapas de esta región: cabello largo, negro y ondulado que peinaba y cepillaba durante varios minutos dos o tres veces al día; peso medio, cara redonda de buena salud y grandes ojos castaños. Montaba una silla de mujer de cien dólares, sobre un caballo negro y fogoso; y papá cabalgaba a su lado sobre una yegua briosa y ligera. La gente decía:
—En aquellos días tus padres eran tan guapos que parecían un cuadro.
Pero había una expresión en los ojos de la gente como si hablasen nada más que de una película hermosa que ya hubiera pasado por el pueblo.
Mamá pensaba en muchas cosas. Pensaba demasiado en ellas, o bien no luchaba. Quizás ella no sabía. Quizá tenía fe en algo que no veía, algo que nos devolvería toda la casa, el terreno, los muebles buenos, la criada que trabajaba por horas, y el coche para ir de paseo por el campo. Se obsesionaba en sus inquietudes hasta que ellas salieron ganando. El médico había dicho que terminaría así. Había dicho que ella tenía que escaparse, que nosotros teníamos que llevarla a un sitio, a algún lugar donde no hubiera inquietudes. Se puso tan mal que chillaba lo más fuerte que podía y hablaba durante horas y horas sobre las cosas que habían fracasado. No sabía a quién echar la culpa. Se volvió contra papá. Pensaba que él tenía la culpa.
Todo el pueblo se enteró de lo de mamá. Empezó a descuidar su aspecto físico. Se dejó desmejorar. Andaba por todo el pueblo, mirando, pensando y llorando. El médico lo llamó locura y dejó el asunto. Perdió el control de los músculos de su cara. Nosotros, sus hijos, nos quedábamos en casa perdidos en el silencio, sin decir una palabra durante muchas horas, y con una especie de vergüenza de salir a la calle a jugar con otros niños, y también queriendo quedarnos para ver cuánto tiempo duraría aquel período, y si podíamos ayudarla. No podía controlar los brazos, ni las piernas, ni los músculos de su cuerpo; le daban espasmos y se revolcaba por el suelo, estropeando la ropa y gritando hasta que la gente la oía por toda la calle.
Estaba bien a temporadas y nos trataba tan bien como cualquier madre, y de repente la cosa empezaba otra vez —algo malo y terrible—•, algo la empezaba a obsesionar poco a poco. Su cara se crispaba y sus labios se retorcían, mostrando sus dientes. La saliva caía de su boca y ella empezaba con una voz baja y sorda, y poco a poco se ponía a hablar tan fuerte como su garganta aguantaba; sus brazos se movían a los lados, luego se movían detrás de la espalda, y ejecutaba toda clase de movimientos. Su estómago se iba contrayendo hasta ser una bala dura, ella se inclinaba en una forma grotesca y cambiaba hasta parecer otra persona.
Cuando me acostaba tenía sueños. Soñaba que mi madre era como la de cualquier otro. La veía hablando, sonriendo y trabajando como las madres de otros chicos. Pero cuando me levantaba todo estaba mal, torcido, descosido, dejado ir; la casa sin arreglar, la comida sin hacer, los platos sin limpiar. Roy y yo intentábamos nacerlo, supongo. Teníamos temporadas de arreglar la casa, pero yo no tenía más de nueve años, y Roy alrededor de quince. Otras cosas, cosas que hacen chicos de esa edad, nos distraían; los juegos a los que juegan, los sitios adonde iban; las piscinas, jugando, corriendo, riéndose. Nos dejábamos llevar por todas estas cosas para intentar olvidar durante un minuto que un ciclón había derribado nuestra casa, y que estaba rasgando y rompiendo nuestra familia, esparciéndola al viento.
Me molesta muchísimo describir a mi propia madre en términos como esos. Y a vosotros os molesta muchísimo leer sobre una madre descrita en esos términos. Ya lo sé. Os comprendo. Espero que podáis comprenderme a mí, porque hay que decirlo.
Tuvimos que trasladarnos de casa. Papá no tenía dinero, no podía pagar el alquiler. Lo perdió todo. Perdió hasta su último centavo. Debía diez veces más de lo que nunca hubiera podido pagar. Jamás pudo ponerse al día, y echarse por el camino del éxito. Él no lo sabía. Aún creía que podía empezar desde la nada y volver luchando a las transacciones petrolíferas de diez mil dólares, las granjas y los ranchos, los derechos de petróleo y los arriendos, cambiando de mano cada día. Terminaré pronto diciendo que luchaba, pero que no tuvo éxito. Estaba derrotado. A ellos no les servía para nada. Los señorones no querían respaldarlo. Cayó y se quedó caído.
No queríamos alejar a mamá. Todo sería mejor en otro sitio. Nos marcharíamos y empezaríamos otra vez. Por eso en 1923 hicimos las maletas y nos trasladamos a Oklahoma City. Nos instalamos en un camión modelo T. No trajimos muchas cosas. Sólo queríamos alejarnos hasta algún sitio donde no conociéramos a nadie, para ver si así lograba mejorarse. Ya estaba mejor cuando nos marchamos. Cuando nos instalamos en una casa vieja en Twenty-eighth Street, se sentía mejor. Cocinaba. La comida tenía buen sabor. Hablaba. Era agradable oírla. Durante días y días no le repitió ninguna de sus crisis. Parecía la entrada a los cielos de todos nosotros. No nos preocupábamos mucho por nosotros mismos; era a ella a quien queríamos ver mejorar. Barría la vieja casa, tendía la ropa, e incluso plantó algunas semillas de flores dentro de la tierra y las miraba crecer. Ató cuerda arriba en las ventanas, y los guisantes subieron a mirarla por los cristales.
Papá encontró unos extintores de incendio e intentó venderlos a los grandes edificios. Pero la gente pensaba que ya tenía bastantes cosas para protegerse contra los incendios, así que no pudo vender muchos. Eran de una de las mejores marcas del mercado. Él tenía que pagar por los que usaba como muestras. Vendía alrededor de uno cada mes y ganaba seis dólares por cada uno. Trabajaba hasta rendirse de cansancio. No teníamos nada más que uno o dos muebles en casa. Una vieja y pequeña estufa con bastante sitio para dos cazuelas pequeñas; una de judías y una de café; freíamos gachas de harina de maíz, y vivíamos normalmente de ellas cuando podíamos conseguirlas. Papá dejó los extintores porque no era lo bastante bueno como vendedor; no tenía aspecto elegante ni arreglado. La ropa se rompió con el uso. Los zapatos se gastaron. Les puso suelas nuevas dos o tres veces, pero otra vez las desgastó de tanto andar. Supongo que pensaba en la Clara, en nuestra primera casa que se incendió, y todo aquello, mientras arrastraba aquellos extintores por toda la ciudad.
Papá visitó una tienda y consiguió unos comestibles a crédito. Le dieron un trabajo en la tienda, ayudando y conduciendo el carro de reparto. Cobraba un dólar por día. Yo llevaba leche hasta la tienda de una señora que tenía una vaca. Ella me daba un dólar por semana.
Pero las manos de papá estaban todo rotas por los años de pelea. Entonces de una manera u otra los músculos de sus dedos y manos empezaron a contraerse. Cada día se ponían más tiesos, estirando sus dedos hacia abajo de modo que no podía abrir las manos. Tuvo que ir a un médico y hacerse cortar el dedo pequeño de la mano izquierda, porque los músculos tiraban tanto hacia abajo que la uña hizo un agujero en su carne. Los demás dedos se entumecieron más y más. Le dolían a todas horas del día, pero siguió trabajando, llevando las bandejas, los cestos, cajas y sacos de comestibles para la gente que tenía dinero para comprar en la tienda. Solía volver a casa para las comidas y caer agotado en la cama; yo le veía frotándose las manos y casi llorando de dolor. Me acercaba y se los frotaba por él. Mis manos eran jóvenes, y yo podía masajear los músculos duros, que crujían por haber perdido toda su flexibilidad, y que iban perdiendo su utilidad. Había grandes nudos en todos sus nudillos. Duros como una ternilla. Sus palmas eran tendones largos y fibrosos, sobresaliendo de la piel, estiradas al máximo. Sus peleas habían hecho la peor parte. Sus huesos se rompían con facilidad. Cuando daba un puñetazo pegaba fuerte. Estrelló sus dedos. Parecía que encima había conseguido el peor trabajo para manos como las suyas. Pero no podía pensar mucho en ellas. Pensaba en mamá y en nosotros. Iba a hacérselas cortar otra vez, a cortar dentro de los músculos para soltarlos, para que pudieran relajarse, para que no tirasen más hacia abajo. Se veía a simple vista que le dolían bastante.
Por la noche se quedaba despierto, llamándome:
—Frótalas, Woody. Frótalas. No puedo dormir si no las frotas.
Yo cogía sus dos manos bajo las mantas, frotándolas y sintiendo el cartílago de sus nudillos, hinchado cuatro veces más de su tamaño normal, y los músculos como cemento debajo de cada dedo contrayendo tanto sus puños que nunca más los lograría abrir. Olvidé cómo llorar. Quería llorar bastante, pero también quería que él siguiese hablando y hablando.
Entonces me callaba y él decía:
—¿Qué quieres ser cuando te hagas un hombre grande?
—Igual que tú, un luchador muy, muy bueno.
—¿Quieres ser malo y duro y equivocado como yo, quieres ser un luchador equivocado? He perdido al final. Gané las peleítas de la calle, pero siempre perdí las grandes peleas.
Yo seguía frotando sus manos y decía:
—Lo has hecho bien, papá. Decidiste lo que era bueno y luchabas cada día por ello.
Llevábamos casi un año en Oklahoma City cuando Leonard, el medio hermano de mamá, llegó. Era un hombre grande, alto y guapetón, que siempre me daba monedas de cinco centavos. Había estado en el ejercito y era experto, entre otras cosas, en conducir motos. Entonces por chiripa le dieron la "State Agency" como empresa de motos, la cual hacía entonces la marca "Ace", nueva, negra y con cuatro cilindros.
Llegó a nuestro jardín montado sobre una de esas motos negras, con un sidecar ostentoso, acabado con hierro niquelado, y brillando como el capitel del estado. Traía buenos noticias.
—Pues así es, Charlie, he oído hablar de vuestra mala suerte, de ti y Nora, y te voy a conseguir un buen trabajo. Siempre has sido un buen oficinista, para escribir cartas, manejar las cuentas y ocuparte de tus negocios; entonces desde ahora estás nombrado como el jefe de todo eso por el "Ace Motorcycle Company", en el Estado de Oklahoma. Cobrarás alrededor de doscientos dólares por mes.
El mundo se hizo dos veces más grande y cuatro veces más alegre. Las flores cambiaron de color, crecieron, se multiplicaron. El sol hablaba y la luna cantaba como un tenor. Las montañas se saludaban, los ríos se soltaron para ir de gira, y las secoyas organizaban bailes todas las noches. Leonard me daba monedas de cinco centavos. Los bombones tenían buen sabor. Jugaba con una naranja hasta que se ponía blanda y jugosa, y luego la besaba, comiéndomela. Roy sonreía y contaba chistes con su voz tranquila. Los chiquillos se acercaban a empujones. Otra vez era yo un hombre de categoría. Dejaron de asaltarme por dos razones: había aporreado a uno de ellos, y los otros querían montar en aquella moto.
Llegó el gran día. Papá y Leonard se montaron en la moto y se fueron bramando camino del trabajo. Una multitud de gente se agrupó en la calle mirándolos. Daba gusto verlo.
Al día siguiente era domingo. No teníamos lo que se puede llamar muebles, pero comíamos mejor. No sé hasta dónde hubieras tenido que viajar para encontrar una familia más contenta que la nuestra aquella mañana. Cocinamos y comimos una buena comida, y papá salió a comprar el periódico del domingo de diez centavos. Volvió con un nuevo paquete de cigarrillos, fumó uno, y cuando se fue a la habitación, se acostó tapándose con las mantas, y se hundió en la página de los comics, riéndose de vez en cuando. Leyó los comics primero. Por último leyó las noticias.
De golpe apartó bruscamente el periódico. Se levantó de un salto, y miró a su alrededor como un salvaje. Había vuelto la hoja de la sección de sucesos, la página dos, y algo le había vaciado de golpe la cara dejándole como una pantalla de cine sin película. Su cara estaba blanca, sin expresión. Se levantó. Anduvo por la casa. No sabía qué hacer ni qué decir. ¿Leérnoslo? ¿Guardarlo en secreto? ¡Olvidarlo? ¿Quemar el periódico y tirar las cenizas? ¡Derribar el edificio! ¡Derribar el mundo entero! ¡Hacerlo otra vez, y hacerlo bien! No podía hablar.
Roy miró el periódico y tampoco pudo hablar durante un minuto. Luego papá dijo:
—¡Trae a tu madre, trae a tu madre!
—Mamá, ven aquí un momento...
Roy la hizo entrar y sentarse al lado de papá sobre la vieja cama de muelles, y Roy leyó dulcemente, algo así:
CAMPEÓN DE MOTOS MUERTO EN UN ACCIDENTE
Chicasha, Oklahoma. — Leonnard Tanner, conocido as del motociclismo, falleció instantáneamente ayer por la tarde al producirse una colisión entre una motocicleta por él conducida y un automóvil. Tanner iba conduciendo a cuarenta millas por hora, excediendo el limite de velocidad permitido, cuando entró en colisión con un automóvil «Ford» sedán 1922, fracturándose el cráneo. El señor Tanner acababa de establecer su propio negocio cuando este desgraciado accidente ha puesto fin a su prestigiosa carrera.
Salí al jardín y me quedé de pie entre la maleza, aturdido. De repente unos veinte chicos cruzaron la calle, saltando, saludándome. Se me acercaron nadando, y se callaron un poco.
—Oye, ¿dónde está esa moto que íbamos a montar. —El jefe de la pandilla mordía un palito de regaliz, y buscaba con su mirada la máquina grande y negra.
Me mordí la lengua. Oí a otros decir:
—¡Queremos montar en la moto! ¿Dónde está? ¡Vamos!
Me fui corriendo, atravesando la hierba alta de nuestro jardín, y cuando llegué al callejón me persiguieron.
—¡Ya, ni él siquiera tiene un tío que tenga moto! ¡Mentiroso! ¡Canalla mentiroso!
Llené mi bolsillo de buenas piedras y las arrojé a todo el grupo.
—¡Idos de mi jardín! ¡Quedaos fuera! ¿Quién es mentiroso? ¡Yo tenía un tío con una moto! ¡Sí que tenía uno! Pero... pero...