Historia de la princesa Zulkais y del príncipe Kalilá[143]
—Mi padre, señor, no ha de seros desconocido, puesto que el califa Motassem, vuestro padre, le confió las fértiles provincias de Masra[144]. Y, en efecto, habría sido digno de tan alto cargo si no hubiera querido luchar con todas sus fuerzas contra el destino, lo que constituye en sí un tremendo e imperdonable error, al no ser el hombre nada más que una criatura débil e ignorante.
»El emir Abú Taher Ahmed, tal era el nombre de mi padre, se hallaba lejos de conocer esta gran verdad. Tenía excesiva tendencia a adelantarse a la Providencia y quería que los acontecimientos se desarrollasen a su manera, y no como decretaba el Cielo. ¡Terribles son, en verdad, sus designios, que, antes o temprano, deben cumplirse! ¡Y oponerse a ellos es tarea inútil!
»Durante buena parte de su gobierno hubo prosperidad general, hasta el punto de que el nombre de mi padre jamás será olvidado de la larga lista de emires que se distinguieron en administrar este hermoso reino. Imaginando siempre proyectos grandiosos, hizo venir a nubios experimentados, quienes, por haber nacido cerca de las fuentes del Nilo, habían descendido con mucha frecuencia corriente abajo, lo que les hacía conocedores de todos sus accidentes y de las diferentes particularidades de sus aguas. Con su ayuda, se encargó de hacer realidad el impío proyecto de regular las crecidas del Nilo, y, de tal suerte, sobrecargó las tierras con tanta vegetación, que las agotó enseguida. El pueblo, siempre esclavo de las apariencias, aplaudía sus empresas, trabajaba con ardor en la infinidad de canales que él había hecho excavar y, deslumbrado por sus logros, pasaba por alto las catástrofes que, con mucha frecuencia, sobrevenían tras ellos. Si de diez navíos que mi padre enviaba por las rutas del comercio, y a los que prescribía, según su fantasía, el momento de su partida y de su regreso, sólo volvía uno, eso sí, cargado de riquezas, entonces el naufragio de los otros nueve no tenía ninguna importancia. Y como, además, el comercio prosperaba debido a sus cuidados y previsiones, él se olvidaba de las pérdidas y se atribuía toda la gloria de sus adquisiciones.
»No tardó mucho Abú Taher en convencerse de que nada le resultaría imposible, siempre que dispusiera de las ciencias y de las artes de los antiguos egipcios. Creía que en aquellos periclitados siglos los hombres se habían apropiado de algunos rayos de la sabiduría divina que les habían permitido realizar tantas maravillas, y no desesperaba de conseguir el regreso de aquellos tiempos gloriosos. A tal efecto, ordenó buscar, entre las ruinas que tanto abundan en este país, las tablillas misteriosas que, según el parecer de los sabios que hormigueaban en su corte revelaban los medios de conquistar las ciencias y artes olvidadas, que le permitirían, asimismo, descubrir los tesoros ocultos y subyugar las Inteligencias que los protegen. Y lo curioso era que, antes de él, ningún otro musulmán se había preocupado del significado de los jeroglíficos. Se las traerían a miles, y hasta de las provincias más alejadas. Los extraños símbolos fueron copiados, con gran fidelidad respecto a los originales, en telas de lino, que recuerdo haber visto miles de veces colgadas del techo de nuestro palacio. Jamás las abejas fueron tan ardientes alrededor de las flores como nuestros sabios alrededor de sus dibujos; pero como la mayor parte del tiempo cada uno de ellos sustentaba opiniones diferentes a las de los demás, las discusiones degeneraron en abiertas disputas. No sólo le dedicaban a su trabajo todo el día, sino que, con mucha frecuencia, la luna los sorprendía ensimismados en sus investigaciones. No se atrevían a encender faroles en los terrados, por miedo a alarmar a quienes se tenían por musulmanes fieles, que ya comenzaban a censurar aquella veneración por una antigüedad idólatra y que sentían horror de aquellos símbolos.
»Sin embargo, el Emir, a quien no preocupaba haber dejado a un lado sus asuntos con tal de dedicarse a tan extrañas materias, no era igual de escrupuloso en lo concerniente a las observancias de la religión, y olvidaba, con mucha frecuencia, cumplir las abluciones prescritas por la Ley. Las mujeres de su harén lo notaban a ciencia cierta, pero no se atrevían a decirle nada, pues habían perdido gran parte del ascendiente que tenían sobre él. Y así estaban las cosas, cuando, cierto día, Shabán, el jefe de los eunucos, que era un anciano muy piadoso, se presentó ante su amo y señor con un aguamanil y una jofaina de oro, y le dijo:
»—Las aguas del Nilo nos fueron dadas para lavar con ellas todas nuestras impurezas; sus fuentes se encuentran en las nubes, en lo más alto de los cielos, y no brotan de palacios llenos de ídolos; así pues, servíos de ellas siempre que lo necesitéis, como en el presente caso.
»El Emir, sorprendido por el gesto y las palabras de Shabán, se rindió ante tan justa amonestación y, en lugar de entretenerse en observar la remesa de fastuosas sedas que acababa de llegar desde muy lejos, ordenó a Shabán que se le sirviera la colación en la sala del emparrado dorado y que llevaran a ella a todas sus esclavas y, asimismo, todos sus pájaros, de los que poseía infinidad de especies, enjaulados en pajareras de madera de sándalo.
»Al poco tiempo, el palacio vibraba con los sones de los instrumentos musicales, que parecían acompañar a la llegada de las esclavas, las cuales iban ataviadas con seductores ropajes y llevaban de una traílla un pavón más blanco que la nieve. Sólo una de ellas, de talle fino y grácil que atraía sobre sí todas las miradas, venía sin ave y con el velo bajado.
»—¿Qué significa este eclipse? —preguntó el Emir a Shabán.
»—Señor —respondió el eunuco, con cierto humor—, valgo más que todos vuestros astrólogos juntos, pues soy el descubridor de tan adorable estrella; pero no vayáis a pensar que por el hecho de estar aquí se halle a vuestra merced, ya que su padre, el venerable y santo imam Abzenderud, jamás consentirá en vuestra mutua felicidad, a menos que hagáis con más regularidad vuestras abluciones y os olvidéis de vuestros sabios y de los jeroglíficos.
»Mi padre, sin responder a Shabán, corrió a arrancarle el velo a Ghulendi Begum, que era como se llamaba la hija de Abzenderud, y puso tanto ímpetu en el empeño que volcó varias canastillas de flores y, por poco, no aplasta a dos pavones. A tan brusca excitación le seguiría una especie de éxtasis.
»—¡Ah! ¡Cuán bella es la celeste criatura! ¡Rápido, id a buscar al imam de la mezquita de Sussuf y preparad la habitación nupcial! ¡Deprisa, que quiero que todo esté dispuesto en el plazo de una hora!
»—Pero señor —respondió Shabán, con aire consternado—, olvidáis que Ghulendi Begum no puede desposaros sin el consentimiento de su padre, a menos que antes renunciéis…
»—¿Qué sandeces dices? —le interrumpió el Emir—. ¿Me crees tan tonto para no preferir esta joven virgen, fresca como el rocío de la mañana, a unos jeroglíficos enmohecidos que han tomado el color de la ceniza? En cuanto a Abzenderud, ve a buscarle presto, si tal es tu deseo, pues sólo esperaré lo que me plazca.
»—Apresuraos, Shabán —dijo, humildemente, Ghulendi Begum—. Apresuraos, pues bien veis que sólo puedo ofrecer una débil resistencia.
»—Y todo por culpa mía —farfulló el eunuco, mientras se iba—. Pero haré todo lo posible para reparar esta falta.
»Así pues, salió corriendo al encuentro de Abzenderud. Pero ese mismo día, aquel fiel servidor de Alá se había ido de casa, muy de mañana, a darse uno de sus habituales e instructivos paseos campestres, para observar el crecimiento de las plantas y la vida de los insectos. Su rostro se cubrió de una palidez mortal al ver cómo Shabán se le echaba encima, cual cuervo de mal agüero, y enterarse, más tarde, al hilo de un discurso inconexo, de que el Emir no había hecho promesa alguna y de que él, posiblemente, no iba a llegar a tiempo de exigirle las sagradas condiciones que había meditado profundamente. Sin embargo, el imam no se amilanó y, poco después, llegaba al palacio de mi padre. Pero, por desgracia, estaba tan sofocado a causa de su alocada carrera que, dejándose caer en un sofá, tardó más de una hora en recobrar el aliento.
»Mientras que todos los eunucos se apresuraban a socorrer al santo hombre, Shabán corrió hacia los aposentos que Abú Taher Ahmed reservaba a sus placeres, pero tuvo que refrenar su ardor al observar que la puerta se hallaba guardada por dos eunucos negros, quienes, blandiendo sus sables, le explicaron que si daba un solo paso más, su cabeza rodaría por los suelos. Por tanto, Shabán no pudo hacer otra cosa que regresar al lado de Abzenderud y ver, con la mirada perdida, cómo, aún medio asfixiado, intentaba recuperar el resuello, sin dejar de lamentarse, por su parte, de la imprudencia cometida al poner a Ghulendi Begum a tiro del Emir.
»Mi padre, a pesar de las atenciones que prodigaba a la nueva sultana, había escuchado el altercado ocurrido entre sus negros y Shabán, y había supuesto a qué era debido. Por tanto, cuando consideró llegado el momento, fue a encontrarse con Abzenderud en la sala del emparrado dorado y, presentándole a su hija, le anunció que mientras estaba esperándole se había decidido a hacerla su mujer.
»Al oír aquellas palabras, el imam lanzó un desgarrador y fúnebre lamento, que le permitió recobrar la respiración, y girando los ojos dentro de sus órbitas, dijo a la Sultana:
»—¡Desventurada! ¿No sabes que las acciones precipitadas jamás tienen buen final? Tu padre quería asegurar tu suerte, pero no has esperado a ver el resultado de sus esfuerzos, porque el Cielo ha querido reírse de la prudencia de los hombres. Nada más tengo que añadir. Que el Emir haga contigo, y con sus jeroglíficos, lo que quiera. Vislumbro un futuro funesto al que, sin embargo, no asistiré. Embriágate, si quieres, con los placeres pasajeros. Por mi parte, voy a invocar al Ángel de la Muerte, con la esperanza de reposar plácidamente en el seno de nuestro gran Profeta antes de tres días.
»Y tras acabar de hablar se levantó, titubeante. Su hija quiso en vano retenerle, agarrándole de las vestiduras, pero él se liberó, ayudándose con sus temblorosas manos. Entonces ella se desvaneció y para cuando el Emir, que no sabía qué hacer, consiguió que volviera en sí, el obstinado Abzenderud hacía ya rato que se había ido, rezongando.
»Al principio, todos creyeron que el santo hombre no seguiría al pie de la letra lo dicho y que buscaría algún tipo de consuelo. Pero se confundieron. Al regresar a su morada, se tapó los oídos con algodones, para no escuchar súplicas ni alharacas y, a continuación, sentándose encima de las esteras de su celda, con las piernas cruzadas y apoyando la cabeza entre las manos, se mantuvo inmóvil, sin hablar ni tomar alimento ni bebida, con lo que expiró al cabo de tres días, tal y como había prometido. Se le hicieron magníficas exequias, durante las cuales Shabán no dejó de dar rienda suelta a su dolor, lacerándose la piel sin ningún miramiento y dejando en la tierra regueros de sangre; tras lo cual, habiéndose administrado sobre las heridas un bálsamo reparador, volvió a ocuparse de los deberes inherentes a su cargo.
»Mientras tanto, el Emir ya tenía bastante con ocuparse de la desesperada Ghulendi Begum y maldecía a todas horas sus jeroglíficos, que eran los responsables de todo aquello. Pero, al fin, sus desvelos consiguieron conmover a la Sultana, quien recuperó su habitual calma y no tardó en estar encinta, con lo que todo volvió a sus cauces.
»El Emir, que no había dejado de sentirse deudor de la magnificencia de los antiguos faraones, hizo construir, a imitación suya, un palacio con doce pabellones, destinados a otros tantos futuros hijos. Pero, desgraciadamente, sus mujeres no hacían más que darle hijas. Cada vez que tenía lugar un nacimiento, gruñía, rechinaba los dientes y acusaba a Mahoma de tan importuno contratiempo; y se habría hecho completamente insoportable si Ghulendi Begum no hubiera estado presente para mitigar su mal humor. Todas las tardes conseguía que recalase en sus aposentos, donde, mediante mil argucias que ella se inventaba, encontraba la manera de que pudiera disfrutar de una atmósfera agradable, que sólo se daba a su lado. Durante el embarazo, mi padre no abandonaría su lecho, instalado en una amplia y larga galería que daba al Nilo, de suerte que, cuando uno se sentaba encima de los sofás de tan amplio aposento, le daba la impresión de que el río se encontraba al alcance de la mano y de que podía tirar a sus aguas las semillas de la granada que se estaba comiendo. Jamás abandonaban aquel lugar las mejores bailarinas y las instrumentistas más experimentadas. Todas las tardes, nada más caer la noche y a la luz de mil lámparas de luz dorada, dispuestas encima del entarimado para resaltar mejor la esbeltez y ligereza de los pies de las ejecutantes, tenía lugar una pantomima. Tan ingente cantidad de artistas le costaba a mi padre tremendas sumas de dinero, por las babuchas ribeteadas de oro y las sandalias adornadas de pedrería que les hacía calzar, y cuyo resplandor, al moverse todas ellas al unísono, resultaba auténticamente deslumbrante.
»A pesar de tanto fasto y esplendor, la Sultana, desde su lecho, veía pasar los días, uno tras otro, con total monotonía. Y asistía a la ininterrumpida ronda de personajes brillantes y encantadores con la misma indiferencia que el desventurado, esclavizado por el insomnio, observa el titilar de las estrellas. Su pensamiento pasaba del recuerdo de la cólera, cuasi profética, de su venerable padre, a la nostalgia que le causara su extraña y prematura muerte. Mil veces interrumpía lo que en aquellos momentos estuviera cantando el coro, para exclamar: “¡El destino ha decretado mi perdición! ¡El Cielo no me concederá un hijo y, por ello, mi esposo me echará de su lado!”. Inquietudes de tal naturaleza no tardaron en insinuarse en su estado de ánimo. Mi padre se enterneció de tal manera que, por primera vez desde hacía mucho tiempo y para conseguir su restablecimiento, decidió recurrir a la oración, que haría obligatoria en todas las mezquitas. Tampoco escatimó el repartir limosnas, por lo que anunció que todos los mendigos se reuniesen en el patio mayor del palacio, donde se les serviría arroz a discreción. Por las mañanas resultaba imposible salir del recinto regio, ya que sus puertas estaban abarrotadas de la muchedumbre que, llegando de todas partes por vía terrestre y también fluvial, quería entrar por ellas. Por el Nilo bajaban poblaciones enteras, a bordo de almadías. Todo el mundo tenía un apetito feroz, ya que los edificios construidos por mi padre, su costosa cacería de jeroglíficos y el mantenimiento de tanto sabio, habían llevado al país a la penuria. Entre los que venían de muy lejos se encontraba un anciano extraordinario: el piadoso Abú Gabdol Ghehamán, eremita del Gran Desierto de Arena. Tenía ocho pies de estatura, pero era tan poco proporcionado a su tamaño y de una delgadez tan notoria, que parecía un esqueleto, por lo que no resultaba nada agradable verle. Mas, como las apariencias engañan, en aquella lúgubre máquina se encerraba el alma más extrovertida y religiosa del universo. Con voz clara y tonante anunciaba la voluntad del Profeta y decía, sin miramiento alguno, lo lamentable que resultaba el que un príncipe que daba arroz a los pobres con tanta liberalidad fuese tan decidido devoto de los jeroglíficos. Todos se agrupaban a su alrededor y mulás, almuecines e imames cantaban sus alabanzas y besaban sus pies, a pesar de llevar incrustadas en ellos las arenas de su desierto, que, incluso, se llevaban grano a grano para guardarlas en cajitas de ámbar.
»Cierto día, habló abiertamente y proclamó el horror que siempre traen las ciencias impías, con voz tan retumbante que hizo temblar los grandes estandartes que se alineaban frente a palacio. Aquella voz terrible penetró hasta el interior del harén. Las mujeres y los eunucos se desvanecieron en la sala del emparrado dorado y, de toda la gente que estaba en la amplia galería, las bailarinas se quedaron con un pie en el aire, las titiriteras perdieron las ganas de contorsionarse, las componentes de la orquesta soltaron sus instrumentos musicales, que cayeron al suelo, y Ghulendi Begum creyó morirse del susto.
»Abú Taher Ahmed se quedó estupefacto. Como su conciencia le reprochaba sus inclinaciones idólatras, tras algunos instantes de remordimiento, creyó que el Ángel Vengador llegaba para convertirles en piedra a él y a todos los que estaban a su cargo.
»Después de permanecer inmóvil en mitad de la galería, con los brazos levantados hacia el cielo, llamó a Shabán y dijo:
»—El sol no ha perdido su esplendor y el Nilo sigue en calma. ¿Qué significa, entonces, ese grito sobrenatural que ha repercutido en todo el palacio?
»—Señor —respondió el piadoso eunuco—, debía ser la voz de la verdad, que habla por boca del venerable Abú Gabdol Ghehamán, eremita del Desierto de Arena, el más fiel y diligente de los servidores del Profeta, que ha hecho trescientas leguas en nueve días con objeto de conocer vuestra hospitalidad y haceros partícipe de sus inspiraciones. No echéis en saco roto los consejos de un hombre que sobrepasa en luces, piedad y estatura a los pensadores más iluminados, más devotos y de mayor talla de la Tierra. Todo vuestro pueblo se siente extasiado ante él; los comercios de la ciudad han cerrado; nadie sale a darse el acostumbrado paseo vespertino por los jardines y los narradores de cuentos, que pueblan las fuentes, han perdido a su auditorio. A su lado, Yussuf[145] no era más sabio ni conocía el futuro mejor que él.
»Al oír aquello, el Emir sintió un tremendo deseo de consultar a Abú Gabdol lo referente a su familia y a los magníficos proyectos que le rondaban por la cabeza, concernientes a los hijos que todavía no habían nacido. Se sentía muy contento de poder hablar con un profeta viviente, ya que hasta entonces sólo había conocido a aquel tipo de personajes famosos e inspirados en forma de momias; por tanto, decidió recibir a aquel hombre extraordinario en su propio harén, pues ¿no habían hecho lo mismo los faraones con sus nigromantes, y no era cierto que él mismo estaba decidido a imitarlos en todo? Y con tan acertada reflexión, envió al eunuco en busca del santo hombre.
»Shabán, henchido de alegría, se apresuró a llevar aquella embajada al eremita, que no pareció sentirse tan encantado por ella como la muchedumbre que le rodeaba. Todos llenaron el aire de vítores, mientras Abú Gabdol, juntando las manos, elevaba la mirada al Cielo, en una especie de trance profético. De vez en cuando lanzaba profundos suspiros, hasta que, al fin, tras un largo momento de recogimiento, exclamó, con su voz tonante:
»—¡Cúmplase la voluntad de Alá, pues sólo soy una de sus criaturas! Eunuco, estoy listo para seguirte, pero que echen abajo las puertas de palacio, pues los servidores del Altísimo no deben doblar la cerviz.
»La muchedumbre no esperó a que se lo dijeran dos veces. Todos se pusieron manos a la obra, con lo que, en pocos momentos, un trabajo admirable quedó destruido para siempre.
»Nada más oír el tremendo estrépito que hacían las puertas al desplomarse, brotaron desgarradores gritos del interior del harén. Abú Taher Ahmed comenzó a lamentarse de su curiosidad, pero no tuvo más remedio, aunque a regañadientes, que ordenar que adecuaran los pasillos del harén al tamaño de aquel coloso de la piedad, temiendo que sus entusiastas seguidores penetraran en los aposentos ocupados por sus mujeres, donde se hallaban escondidos sus tesoros. Aquellas alarmas se revelaron vanas, pues el santo hombre ya había despedido a sus devotos admiradores. Y, según me contaron, cuando todos se habían puesto de rodillas para recibir su bendición, el gigante declaró, con lúgubre énfasis:
»—Retiraos. Volved en paz a vuestras casas y sabed que Abú Gabdol Ghehamán se halla dispuesto a afrontar lo que pueda ocurrirle —y volviéndose hacia el interior del palacio, exclamó—: ¡Oh, deslumbrantes cúpulas, acogedme y que lo que está a punto de ocurrir no empañe vuestro esplendor!
»Mientras tanto, todo había quedado dispuesto en el interior del harén; los paravientos estaban en su sitio, las celosías, abiertas, y las amplias cortinas que rodeaban los divanes de la larga galería que discurría alrededor del edificio, ocultando de miradas profanas a las sultanas y a sus hijas, las princesas, tendidas.
»Como es lógico, tantos preparativos habían causado la agitación general. Cuando la curiosidad estaba ya en su cénit, el eremita, hollando con sus pies lo que quedaba de las puertas, entró majestuosamente en la sala del emparrado dorado. La magnificencia del lugar no suscitó, siquiera, su mirada, que seguía fija, melancólicamente, en el embaldosado de mármol. Finalmente, se decidió a penetrar en la larga galería, ocupada por las mujeres. Éstas, que jamás habían contemplado objetos tan gigantescos y descarnados, lanzaron tremendos gritos y pidieron esencias y cordiales para prevenir el corazón contra el funesto efecto de la aparición de semejante fantasma.
»El eremita no prestó la más mínima atención al griterío que provocaba por doquier, sino que continuó pausadamente su camino, hasta encontrarse con el Emir, quien, tomando el bajo de su túnica, le condujo de manera ceremoniosa a la galería que daba al Nilo. En primer lugar se sirvieron copas repletas de confitura y unos cuantos licores permitidos para acompañarlas; pero, a pesar de que Abú Gabdol Ghehamán daba toda la impresión de estar muriéndose de hambre, se negó a tocar siquiera aquel refrigerio, aduciendo que llevaba noventa años sin beber otra cosa que el rocío del cielo ni comer nada más que las langostas del desierto. El Emir, encontrando que aquel régimen se acomodaba muy bien a la etiqueta de los profetas, no insistió y fue directamente al grano, hablándole de su pena por no tener heredero varón, a pesar de todas las oraciones que había hecho al respecto y de todas las halagüeñas esperanzas que le habían dado los imames.
»—Pero ahora —prosiguió— estoy seguro de que al fin podré gozar de esa alegría que adivinos y médicos me han anunciado, y que mis propias observaciones me confirman. Por tanto, no es de esto de lo que deseo hablar con vos. No, lo que quiero es pediros consejo sobre la educación que daré a este hijo o, para ser más exacto, a los dos hijos que me van a nacer, pues el Cielo, sin duda en reconocimiento a mis limosnas, concede fertilidad por partida doble a la sultana Ghulendi Begum, ya que su embarazo abulta dos veces más que lo acostumbrado en circunstancias semejantes.
»Sin decir palabra, el eremita movió la cabeza tres veces seguidas.
»Mi padre, muy extrañado, le preguntó si su felicidad le resultaba molesta.
»—¡Ah, príncipe ciego! —respondió el ermitaño, con un suspiro que parecía provenir de la tumba—. ¿Por qué importunar al Cielo haciendo tan temerarios votos? Respetad sus decretos, pues sabe mucho mejor que nadie lo que resulta conveniente a los hombres. La desgracia caerá sobre vos y vuestro hijo, a quien obligaréis, sin duda, a seguir el camino adonde os conducen vuestras perversas creencias, en lugar de someterle humildemente a lo que disponga la Providencia. Si los poderosos de este mundo supieran los infortunios que les aguardan, temblarían, aun en medio de su pompa. El Faraón comprendió esta verdad, aunque demasiado tarde; y cuando persiguió a los hijos de Moisés, en contra de la voluntad divina, conoció la muerte de los impíos. ¿De qué sirven las limosnas si el corazón se rebela? Los que ahora rezan por vos, en lugar de rogar al Profeta que os conceda el heredero a quien llevaréis por caminos de perdición, debieran implorarle que se sirviera concederle a Ghulendi Begum el descanso eterno. ¡Sí, mejor sería que expirara antes que traer al mundo criaturas presuntuosas que vuestra conducta acabará precipitando en el abismo! Una vez más, os insto a que os reportéis. Si es cierto que el Ángel de Alá se cierne sobre la Sultana, entonces no debéis recurrir a vuestros magos con intención de detener su fatal golpe. ¡Dejadle llevar a término su misión y que ella muera! No tembléis, Emir, no endurezcáis vuestro corazón. Por última vez, ¡acordaos del Faraón y de las aguas que se lo tragaron!
»—¡Acuérdate tú! —exclamó mi padre, lleno de ira, yéndose al otro lado de los cortinajes, a la cabecera del lecho de la Sultana, quien, después de oír todos aquellos despropósitos, se había desmayado—. Acuérdate de que el Nilo pasa por debajo de esas ventanas y de que tu odiosa carcasa bien merece ser arrojada a sus aguas.
»—Nada temo, pues el verdadero profeta sólo teme a Alá —exclamó, cuando le llegó el turno, el gigantesco eremita, poniéndose de puntillas y tocando con una mano los soportes de la cúpula.
»—¡Ja! ¡Ja! Así que no tienes miedo a nada —exclamaron a coro todas las mujeres y los eunucos, como tigres surgidos de sus madrigueras—. Execrable criminal, ¡acabas de causarle a nuestra ama una angustia de muerte… y no tienes miedo a nada! ¡Anda y sirve de pasto a los monstruos del río!
»Y profiriendo aquellas palabras, se arrojaron todos a una sobre Abú Gabdol Ghehamán, le derribaron, le estrangularon sin piedad y le precipitaron en el remolino adonde las aguas del Nilo iban a perderse, tras pasar por unos oscuros enrejados.
»El Emir, sorprendido por un acto tan atroz como imprevisto, se quedó mirando a las aguas, pero el cuerpo no volvió a salir a la superficie. Shabán, dándose cuenta del alcance de lo sucedido, comenzó a lanzar gritos ensordecedores. Habiéndose calmado, se dispuso a encararse con los culpables, pero éstos ya se habían dispersado, con el objeto de esconderse detrás de las colgaduras de la galería, sin atreverse a mirarse mutuamente, anonadados de su crimen.
»Ghulendi, que nada más volver en sí se había encontrado con tan horrorosa escena, fue presa de un tremendo espanto. Sus convulsiones y gritos de agonía tuvieron como resultado que el Emir se acercase a su lado, tomándola de las manos y mojándolas con sus lágrimas. Por fin, abrió los ojos y exclamó:
»—¡Oh, Alá! ¡Oh, Alá! Acaba con la vida de una miserable criatura que no merece vivir, puesto que es causa de un crimen tan atroz; y no permitas que traiga al mundo…
»—Detente —la interrumpió el Emir, sujetándole las manos, que ella aprestaba ya para acabar con su propia vida—. No morirás y mis hijos vivirán para atestiguar la sinrazón de ese esquelético insensato que sólo se merecía nuestro desprecio. Que vayan a buscar a mis eruditos: quiero que empleen toda su ciencia en fortificar tu alma y conservar el fruto de tu seno.
»Así pues, los sabios y adivinos no tardaron en acudir a la llamada. Lo primero que hicieron fue reclamar un patio para ellos solos en donde proceder a sus operaciones. El resplandor de las llamas que suscitaron no tardaría en entrar en la galería. La Sultana se levantó, a pesar de todos los esfuerzos que hicieron para impedírselo, y se apresuró a llegar al balcón que daba al Nilo. Desde aquel lugar, la vista aparecía triste y solitaria; y no había ni un solo barco sobre el río. A lo lejos, el viento jugaba entre las dunas, levantando remolinos de arena. La reverberación del sol poniente teñía las aguas del color de la sangre, y cuando el crepúsculo comenzó a extenderse por el horizonte, surgió, de repente, un furioso viento que rompió las celosías de la galería. La Sultana, extraviada y con el corazón palpitándole, pensó en volver a la seguridad que le daban sus aposentos, pero un poder irresistible la retuvo, obligándole a contemplar, muy a su pesar, la lúgubre escena que se desarrollaba ante su vista. Reinaba un gran silencio. Por la parte donde se encontraban las pirámides, un resplandor azulado atravesó las nubes, de suerte que la Princesa pudo distinguir sus enormes masas como si fuera de día. Aquella súbita visión la dejó helada de miedo. Hizo reiterados esfuerzos para llamar a sus esclavas, pero la voz se le quebró en los labios. Intentó batir palmas, pero se sintió sin fuerzas.
»Mientras se hallaba en aquel trance, como sojuzgada por alguna horrible pesadilla, pudo oírse en la atmósfera que la rodeaba una lastimera voz que decía así:
»—Acabo de exhalar mi último suspiro en las aguas de este río. En vano intentaron acallar la voz de la verdad, pues ahora surge del abismo de la muerte. ¡Madre desventurada! ¡Fíjate de dónde parte esta fatal luz y estremécete!
»Ghulendi Begum no pudo resistir más y cayó al suelo, desvanecida. Sus esclavas, preocupadas por ella, llegaron a su lado en aquel mismo instante, gritando a voz en cuello. Los eruditos hicieron entonces acto de presencia, para depositar en las manos de mi azorado padre el potente elixir que habían preparado. Apenas algunas gotas del mismo cayeron sobre el pecho de la Sultana, su alma, que ya se disponía a seguir el dictado de Azrael, el Ángel de la Muerte, decidió regresar a su cuerpo, en flagrante contradicción con las leyes de la naturaleza. Ghulendi Begum abrió los ojos y distinguió, brillando con resplandor funesto, la extraña luz azulada que aún era visible en el firmamento. Intentó señalar hacia ella con la mano, para mostrarle al Emir lo que tanto la había asustado, pero, en aquel momento, fue presa de los dolores del parto, que le harían traer al mundo, en el paroxismo de una inenarrable agonía, a un hijo y a una hija, que son los dos desventurados que tenéis ante vos.
»La alegría del Emir, de tener un hijo varón, se vio disminuida grandemente al ver expirar a mi madre; pero, a pesar de su inmenso dolor, supo mantenerse en su lugar y no perdió el tiempo en confiarnos a los cuidados de sus sabios. Las nodrizas, que formaban legión, intentaron oponerse, pero aquellos singulares ancianos, salmodiando todos al tiempo sus encantamientos, les impusieron silencio. Y como ya estaban preparadas las cubas cabalísticas en donde debían bañarnos, el palacio no tardó en verse invadido por los vapores de todo tipo de cocimientos de hierbas. Shabán, a quien el inimaginable olor de aquellas infernales drogas le daba náuseas, hacía todo lo posible para resistirse a no llamar a los imames y doctores de la Ley, que se habrían negado a la celebración de tan impías ceremonias. ¡Pluguiera al Cielo que hubiera sido más valiente! ¡Ah, qué influencia tan terrible tendrían en nosotros aquellos funestos baños…! Finalmente, señor, nos sumergieron a ambos, al mismo tiempo, en cada uno de aquellos preparados[146], que debían conferirnos fuerza e inteligencia sobrehumanas, pero que sólo sirvieron para que una exquisita sensibilidad y el veneno de una voluptuosidad insaciable corrieran por nuestras venas.
»Acto seguido, en medio de las espesas fumigaciones que brotaban de las hierbas aromáticas, golpearon en aquellas cubas de metal con unas varillas de bronce, invocando a los yinns, en particular a los que gobiernan las pirámides, para que nos otorgaran talentos maravillosos. Tras aquella operación nos entregaron a las nodrizas, quienes, muy a duras penas, consiguieron tenernos entre sus brazos, dado lo agitado y fogoso de nuestro temperamento en aquel trance. Aquellas buenas mujeres vertieron muchas lágrimas, al ver el hervor de nuestra sangre, y se esforzaron, en vano, para apaciguarnos, limpiando nuestros miembros de los ungüentos con que nos habían ungido. Pero ¡ay!, el mal ya estaba hecho. Y aunque volviéramos a las naderías de nuestra edad, mi padre, que, a todo precio, quería que fuéramos extraordinarios, nos enervaba con un preparado de especias ardientes, mezclado con leche de negra.
»De tal suerte, nos convertimos en niños de fogosidad y ardor irreprimibles. A los siete años, nadie podía contradecirnos, pues, a la menor reprimenda, lanzando gritos de rabia, mordíamos a quienes nos vigilaban hasta hacerles sangre. Shabán, que ya había tenido varias veces el honor de ser sujeto de tan particulares atenciones, gemía en silencio, ya que el Emir sólo veía en nuestra vivacidad los arrebatos de una genialidad que llegaría a hacernos los iguales de Surid y Chamrud[147]. ¡Cuán engañado estaba acerca de la verdadera causa de aquellos impulsos desenfrenados!
»De tanto ver la luz, uno acaba ciego. Mi padre todavía no se había dado cuenta de que en todo lo que hacíamos, el amor propio de cada uno de nosotros jamás se desarrollaba a expensas del otro, que siempre había uno de los dos que cedía, que mi hermano Kalilá sólo encontraba la calma entre mis brazos y que yo sólo me sentía feliz si podía colmarle de caricias.
»Hasta entonces, ambos habíamos recibido la misma educación; ante nosotros siempre había estado el mismo libro, cuyas hojas nos turnábamos en pasar. Y a pesar de que a mi hermano le hicieran cursar estudios de materias rigurosas, que resultaban prematuros, yo quería compartirlos con él. Abú Taher Ahmed, que sólo pensaba en su hijo, ordenó lo necesario para que no se me pusiera impedimento alguno, ya que bien sabía que Kalilá sólo trabajaría a gusto si me tenía a su lado.
»También nos enseñaron la historia de los siglos más olvidados y la geografía de las tierras más lejanas. Los sabios nos inculcaban sin descanso la moral abstrusa e ideal que pretendían que se escondía en los jeroglíficos. Nos llenaban los oídos con hermosas palabras acerca de la sabiduría y previsión de los faraones que habían sabido guardar lo que sobraba en los silos reales, comparándolos ya fuera con hormigas o con elefantes. Y poco a poco iban destilando en nuestros corazones la curiosidad más ardiente por aquellas montañas de piedra bajo las que se encontraban sepultados los faraones; nos hacían aprendernos de memoria el largo catálogo de los arquitectos y obreros que habían trabajado en ellas, poniéndonos como tarea el calcular las provisiones que habían sido necesarias para tantos hombres, o cuántos hilos había en cada ana de la seda con que el sultán Surid había cubierto su pirámide. Y como si todo aquel fárrago no fuera suficiente, aquellos inaguantables ancianos nos abrumaban con las agotadoras lecciones de la gramática de la lengua que los antiguos sacerdotes hablaban en sus laberintos subterráneos.
»De todos los juegos infantiles que se nos permitía practicar durante las horas de recreo, sólo nos gustaban aquellos que podíamos llevar a cabo cuando estábamos a solas. Nuestras hermanas, las princesas, nos aburrían mortalmente. Les encantaba bordar para mi hermano todo tipo de espléndidas vestiduras; Kalilá las despreciaba y sólo consentía en ceñir su bella cabellera con las muselinas que habían flotado sobre el seno de su querida Zulkais. En ocasiones, las princesas nos invitaban a estar con ellas en los doce pabellones que ocupaban. Mi padre, desesperando de volver a tener otro hijo, había depositado todo su afecto en el que ya tenía, por lo que había hecho construir otro palacio, más bello que el primero, para mi hermano y para mí. Aquel edificio, rematado por cinco cúpulas y rodeado de tupidos bosquecillos, se convertía cada tarde en escenario de los placeres más tumultuosos del harén. Mi padre llegaba con un cortejo de sus esclavas más bellas, que llevaban en la mano un cirio blanco insertado en una antorcha de filigrana. Y como todo lo que quebrantaba nuestra soledad nos molestaba en grado superlativo, el hecho de descubrir entre los árboles aquellas luces haría, en muchas ocasiones, que nuestros corazones se pusieran a latir alocadamente. Ocultarnos en la vegetación y escuchar el murmullo de las hojas mientras nos abrazábamos, nos parecía más dulce que los sones de los laúdes y de los cánticos con que se acompañaban sus solistas. Pero aquellas tiernas ensoñaciones nuestras no complacían a nuestro padre, que nos llevaba a rastras a los salones que se abrían bajo las cúpulas, obligándonos a tomar parte en sus diversiones.
»Año tras año, el Emir fue haciéndose más rígido. No se atrevía a separarnos por miedo a causarle pena a su hijo, pero, con el fin de arrancarle de sus lánguidos placeres, intentó que se aficionara a la compañía de los chicos de su edad. El juego de cañas, tan famoso entre los árabes, fue introducido en los patios de palacio. En él ponía mucho empeño Kalilá, pero sólo para acabar cuanto antes y así ir en seguida a mi encuentro. Entonces leíamos los amores de Yussuf y Zelica[148], o cualquier otro poema galante, y aprovechábamos aquellos momentos de libertad para vagar por el laberinto de corredores que daban al Nilo, sin soltarnos del brazo ni dejar de mirarnos a los ojos. Resultaba casi imposible que pudieran sorprendernos en aquellos vericuetos, por lo que la inquietud que era nuestro tormento también servía para realzar nuestro deleite.
»Una tarde, en que nos habíamos perdido de aquella suerte, cómplices y risueños, como niños que éramos, mi padre surgió ante nosotros, temblando de cólera.
»—¿Por qué —preguntó a Kalilá— no estáis en el patio de armas, tirando con arco, o en el lugar donde se doma a los caballos que habrán de llevaros al combate? ¿Acaso el sol debe proseguir su curso viendo cómo os marchitáis cual débil narciso? Lo mismo os importa que los sabios se esfuercen en conmover vuestra alma con discursos elocuentes que desvelen ante vos los misterios de la sabiduría de los antiguos. ¡De nada sirve que os hablen de hazañas y de hechos de armas! A punto estáis de cumplir trece años y aún no mostráis el menor deseo de llegar a distinguiros entre los hombres. Jamás se forjó una personalidad fuerte en el reducto de la molicie ni nadie fue capaz de llegar a gobernar a los pueblos leyendo poemas de amor. Los príncipes deben actuar y darse a conocer. ¡Despertaos de una vez! Dejad de abusar de mi indulgencia que con tanta frecuencia dejó que perdierais vuestro tiempo al lado de Zulkais. Que esta dulce y tierna criatura juegue entre las flores, pero no la acompañéis a todas horas, del alba al ocaso, pues ahora comprendo que ella es quien os pervierte.
»Y tras pronunciar aquellas palabras con semblante amenazador, Abú Taher Ahmed cogió a mi hermano por uno de sus brazos y se lo llevó, dejándome sumida en el abismo de la amargura. De repente, me sentí helada, pues aunque el sol aún enviara, furioso, sus rayos contra las aguas, para mí era como si ya no existiera. Echada en la tierra, no hacía más que besar las ramas floridas que Kalilá había cogido de un frondoso naranjo; pero al mirar al suelo y ver los dibujos que había trazado en él, sólo conseguí que redoblara mi llanto.
»—¡Ay! —me dije—. Todo ha terminado. ¡Jamás volverán aquellas horas tan afortunadas! ¿Por qué acusarme de pervertir a Kalilá? ¿Qué mal puedo hacerle? ¿Acaso nuestra felicidad aflige a nuestro padre? Si ser feliz fuese un crimen, los sabios nos lo habrían advertido.
»Shamelá, que había sido una de mis nodrizas, me encontró en aquel estado de languidez y de derrota. Y para disipar mi pena me llevó a los bosquecillos donde las muchachas del harén se divertían, escondiéndose y persiguiéndose unas a otras, entre los paravientos de tonos dorados que tanto abundaban en ellos. El cántico de los pájaros y el murmullo de los límpidos hilillos de agua que regaban los troncos de los árboles me sirvieron de leve consuelo, pero, según se iba acercando la hora en que Kalilá tenía por costumbre aparecer, aquellos sonidos no hicieron más que aumentar mis sufrimientos.
»Shamelá observó las palpitaciones de mi seno y me llevó aparte, poniéndome la mano encima del corazón y mirándome fijamente. Sólo recuerdo que me ruboricé, para, momentos después, palidecer.
»—Ya veo —dijo— que la ausencia de vuestro hermano es la causa de tanta agitación. He ahí el fruto de la extraña educación que os han dado[149]. La santa lectura del Corán, la observancia de las leyes del Profeta o la confianza en la misericordia de Alá calman los hervores de la humana condición con la misma eficacia que la leche fresca. Nada conocéis, me temo, del dulce placer que supone elevar los pensamientos al Cielo y someterse a sus designios sin rechistar. El Emir, ¡ay!, quiere anticiparse a los acontecimientos, ignorando que es mucho mejor aguardar a que se produzcan. Secaos las lágrimas; quizá Kalilá no sea desgraciado a pesar de hallarse lejos de vos.
»—¡Ah! —exclamé, interrumpiéndola con una mirada funesta—. Si pensara que no era desgraciado, entonces yo sí que lo sería más que ahora.
»Al oírme hablar de aquella manera, Shamelá se estremeció, y me contestó:
»—Pluguiera al Cielo que se hubieran seguido mis consejos y los de Shabán y que en lugar de entregaros a los caprichos de los sabios os hubieran dejado, como al resto de los creyentes, en una santa y apacible ignorancia. El ardor de vuestros sentimientos me causa una tremenda alarma. A decir verdad, tamaña pasión resulta indignante. Reportaos y abandonad vuestra alma a los placeres inocentes que os ofrece este hermoso lugar, sin preocuparos de si Kalilá los comparte o no con vos. Su masculinidad le impele a los ejercicios duros y viriles. ¿Cómo podríais seguirle en una carrera o en el manejo del arco o en lanzar cañas al estilo árabe? Es lógico que se busque unos compañeros dignos de él y que deje de derrochar su tiempo aquí, a vuestro lado, entre estos bosquecillos y paravientos.
»Aquel sermón, lejos de producir el efecto deseado, sólo consiguió sacarme de mis casillas. Temblaba de rabia y daba saltos como una posesa, hasta el punto de desgarrarme el velo en mil jirones. Entonces, se me ocurrió herirme en el seno y decir, a voz en grito, que mi nodriza me había maltratado.
»Los juegos cesaron, todos se arremolinaron a mi alrededor, y aunque las princesas no me amasen con mucho ardor, por ser la hermana favorita de Kalilá, mis lágrimas, que se derramaban al tiempo que mi sangre, excitaron su indignación contra Shamelá. La pobre mujer, que nada sabía de todo aquello, terminaba, para desgracia suya, de imponer un severo castigo a dos jóvenes esclavas que acababan de robar unas granadas. Aquellas pequeñas víboras, para vengarse de ella, testificaron en su contra y ratificaron todas las mentiras que se me ocurrió inventar; a continuación, fueron a contarle todo lo sucedido a mi padre, quien, hallándose de buen humor por no tener a su lado a Shabán y por el hecho de que mi hermano hubiera clavado su jabalina en uno de los ojos de un cocodrilo, ordenó que se atase a Shamelá a un árbol y se la azotase sin misericordia.
»Sus gritos me desgarraban el corazón y ella no dejaba de repetir:
»—¿Cómo sois capaz de consentir que sufra de esta manera, vos, a quien llevé en mis brazos y amamanté con mi propia leche? Perdonadme y decid la verdad. ¿Habéis decidido que me saquen la piel a tiras sólo por intentar salvaros del negro abismo al que vuestras fogosas inclinaciones han de acabar por conduciros, tarde o temprano?
»Cuando me disponía a solicitar su perdón, algún demonio me inspiró el pensamiento de que ella, en connivencia con Shabán, le había metido a mi padre en la cabeza la idea de hacer un héroe de Kalilá. Entonces me cerré a cualquier sentimiento de humanidad y dije a gritos que siguieran azotándola hasta que confesase su crimen. Aquella horrible escena se terminó al llegar la noche. Nada más liberar a la víctima, sus amigos —y tenía muchos— se apresuraron a curar sus heridas. Fueron ellos quienes tuvieron la osadía de pedirme de rodillas que les dejara el bálsamo soberano que yo poseía, preparado por los sabios, a lo que me negué. Shamelá fue llevada en unas parihuelas que dejaron, expresamente, delante de mí. De aquel seno, a cuyo lado yo había dormido tantísimas veces, manaba un río de sangre. Al ver aquello y recordar los tiernos cuidados que la pobre mujer me prodigara desde la infancia, sentí que se me conmovían las entrañas. Me deshice en lágrimas y, arrojándome al suelo, besé la mano que tendía tímidamente hacia el monstruo que había criado, para salir corriendo en busca del bálsamo, que yo misma le apliqué mientras suplicaba su perdón y declaraba abiertamente su inocencia, por ser yo la única culpable.
»Aquella confesión hizo estremecerse a todos los que nos rodeaban, que retrocedieron, espantados, a cada una de mis exclamaciones. Shamelá, aunque medio muerta, ahogó sus gemidos con el bajo de su vestido, para no aumentar, con ellos, mi desesperación ni, tampoco, exacerbar los ánimos de quienes nos rodeaban; pero no lo consiguió, pues todo el mundo se dispersó, lanzándome miradas de reprobación.
»Finalmente se llevaron las parihuelas, con lo que me quedé sola.
»La noche era muy oscura y parecía que unos sonidos, como lamentos, saliesen de los cipreses que cubrían con su sombra aquel lugar. Presa de espanto, me perdí entre la oscura espesura, agitada por los más acerbos remordimientos; el delirio se apoderó por entero de mis sentidos, me pareció que la tierra se abría bajo mis pasos y creí caer en un abismo sin fondo. En aquel estado de congoja pude divisar, a través de las ramas de los árboles, el brillo de las antorchas del séquito de mi padre, que en aquel momento se había detenido. Alguien se destacó de la muchedumbre. Un vivo presentimiento se apoderó de mi corazón. Los pasos se hicieron más próximos y, entonces, a la luz del mortecino resplandor, tan parecido al que reina en este lugar, Kalilá apareció delante de mí.
»—Querida Zulkais —musitó, intentando compaginar las palabras con los besos—. He pasado un siglo sin veros, pero lo he empleado en cumplir los deseos de mi padre. He tenido que luchar contra uno de los monstruos más formidables del río, pero ¡qué no sería yo capaz de hacer si la recompensa es pasar una velada a solas con vos! Venga, aprovechemos el tiempo; ocultémonos en el bosque y, desde allí, riámonos de toda la barahúnda que hacen esos desgraciados, con tanto instrumento y tanta danza. Haré que nos sirvan sorbetes y pasteles en el césped que hay alrededor de la pequeña fuente de pórfido y allí gozaré de vuestras miradas y de vuestra conversación hasta que despunte el día. Entonces, ¡ay!, no tendré más remedio que volver al mundanal ruido, al lanzamiento de las malditas cañas y a sufrir los exámenes de los sabios.
»Era tal el ardor que Kalilá demostraba al decirme todo aquello, que no pude meter baza. Me tomó de la mano y corrimos entre los árboles hasta llegar a la fuente. El recuerdo de lo que Shamelá me dijera respecto a la extrema ternura que sentía por mi hermano me había hecho una gran impresión, aunque no quisiera reconocerlo. Y cuando comenzaba a decidirme a soltarme de su mano, a la luz de los farolillos que rodeaban la fuente, vi su encantador rostro reflejado en las aguas, y la mirada de sus grandes ojos, a punto de llorar de ternura, me llegó al fondo del corazón. Todas las buenas intenciones que me había hecho de cambiar de conducta y el cúmulo de remordimientos que me atenazaban dieron paso a algo nuevo que ya se estaba incubando, de naturaleza muy diferente. Dejándome caer al suelo, al lado de Kalilá, apoyé la cabeza en su seno y di libre curso a mis lágrimas. Kalilá, viéndome tan desconsolada, me preguntó, con viveza, qué me pasaba. Le expliqué todo lo que había ocurrido entre Shamelá y yo, sin omitir detalle. Al principio, se sintió conmovido por lo que le contaba de los sufrimientos de aquella mujer pero, poco después, exclamó:
»—¡Que perezca esclava tan importuna! ¿Por qué tendría uno que negarse a las más dulces inclinaciones del corazón? Zulkais, ¿cómo podríamos estar juntos sin amarnos? La naturaleza, al hacernos nacer al mismo tiempo, ¿acaso no nos ha dado los mismos gustos y el mismo ardor que abrasa nuestros sentidos? ¿Acaso mis padres y todos sus eruditos no hicieron que compartiéramos las propiedades de los mismos baños? ¿Quién sería capaz de oponerse a la simpatía que él mismo fomentó? No, Zulkais, por mucho que digan Shabán y nuestra supersticiosa nodriza, no es un crimen que nos amemos. ¡El crimen sería que soportáramos cobardemente estar separados el uno de la otra! Juremos, no por el Profeta, a quien apenas conocemos, sino por los elementos que sostienen la existencia humana, que antes de consentir en vivir separados, beberemos juntos aquel dulce brebaje de flores acuáticas[150] del que tanto nos hablaron los sabios, que nos permitirá quedarnos dormidos en un abrazo final, mientras nuestras almas levantan el vuelo hacia la paz que les brinda una nueva existencia.
»Aquellas palabras me calmaron del todo, con lo que recobré mi natural alegría y ambos pudimos proseguir nuestras bromas.
»—Mañana seré muy valiente —dijo Kalilá—, para volver a disfrutar de momentos como éstos, pues sólo así mi padre podrá someterme a sus fantasías.
»—¡Ja! ¡Ja! —exclamó Abú Taher Ahmed, saliendo de detrás de una zarza[151], donde había permanecido escondido, escuchándonos—. ¡Eso es lo que habéis decidido! Veremos si conseguís mantenerlo. Ya habéis sido suficientemente recompensado esta noche por lo poco que hicisteis durante el día. Retiraos. Y vos, Zulkais, id a llorar la enorme falta que cometisteis contra Shamelá.
»Llenos de consternación, nos arrojamos a sus pies, pero él, dándonos la espalda, ordenó a los eunucos que nos condujeran a nuestros respectivos apartamentos.
»No vayáis a creer que el Emir se comportaba así debido al carácter ardiente de nuestros recíprocos sentimientos. Sólo tenía una meta y era ver a su hijo convertido en un guerrero formidable y en un príncipe poderoso, y poco le importaban los medios para conseguirlo. Sólo veía en mí un instrumento para llegar a sus fines, y el peligro de atizar nuestra pasión, ora soplando en ella, ora dejando que se extinguiera, no le asustaba. Pero el hecho de que cada vez fueran más frecuentes los momentos de ocio y voluptuosidad era algo que le molestaba, ya que podían llegar a contrariar sus designios. Por ello, y para nuestra desgracia, decidió tomar medidas más violentas y enérgicas. ¡Ay! ¡Sin todas aquellas precauciones, proyectos y previsiones, habríamos seguido gozando de la inocencia, sin conocer, jamás, este lugar de suplicio!
»En cuanto el Emir se hubo retirado a sus aposentos, mandó llamar a Shabán y le informó de su decisión de separarnos durante algún tiempo. El prudente eunuco se prosternó al momento, tocando el suelo con el rostro, y, después de levantarse, dijo:
»—Que mi señor me perdone si su esclavo no es de su parecer; no desatéis sobre esta incipiente llama los vientos de la ausencia, porque podría elevarse como un torbellino que no sabríais vencer. Ya conocéis el impetuoso carácter del Príncipe; pues bien, hoy mismo, su hermana ha dado inequívocas pruebas del suyo. Dejadlos juntos todo el tiempo que quieran, sin llevarles la contraria; que sigan sus inclinaciones infantiles, pues no tardarán en cansarse uno del otro, y entonces, Kalilá, hastiado de la monotonía del harén, os suplicará de rodillas que le saquéis de él.
»—¿Has acabado ya de despacharte con tus sandeces? —le interrumpió, impaciente, el Emir—. ¡Ah! ¡Qué poco conoces el genio de Kalilá! Yo sí que lo he estudiado, pudiendo comprobar que las misteriosas operaciones de mis sabios no han sido en vano. Kalilá no hace nada de manera indolente. Si lo dejo con Zulkais, se hundirá en la ociosidad; si lo alejo de ella, y le hago saber que volver a verla será el premio a las proezas que exigiré de él, no habrá nada de lo que no sea capaz. ¿Qué me importa a mí la chochez de los doctores de la Ley, si él acaba siendo lo que yo quiero que sea? Has de saber además, eunuco, que, nada más degustar los frutos de la ambición, la imagen de Zulkais se disipará como la tenue bruma ante los rayos del esplendente sol. Así pues, mañana, al despuntar el alba, entra en la cámara de Zulkais; cerciórate de que no se despierta; arrópala bien con sus vestidos y condúcela, junto con sus esclavas y todo lo necesario para vivir bien, a una barca, que te estará esperando a orillas del Nilo. Sigue el curso de este río durante veintinueve días, desembarcando al trigésimo en la Isla de los Avestruces. Aloja a la Princesa en el palacio que hice levantar para acoger en él a los eruditos que vagan por los desiertos entre tantas ruinas de sabiduría. Allí mismo encontrarás a uno de ellos, a quien llaman el Trepador de Palmeras, porque lleva a cabo sus contemplaciones desde lo alto de los árboles. Conoce infinidad de historias y le encantará divertir a Zulkais, pues, por lo que Kalilá afirma, creo que a ella le gustan los cuentos con locura.
»Demasiado bien conocía Shabán a su amo para seguir oponiéndose por más tiempo a su voluntad, por lo que, moviendo negativamente la cabeza, se decidió a dar, entre profundos suspiros, las órdenes pertinentes. No le gustaba en absoluto aquel viaje a la Isla de los Avestruces y se había formado una idea poco favorable respecto al Trepador de Palmeras, pues, como fiel musulmán que era, sentía antipatía por los sabios y sus proezas, del género que fuesen.
»Todo fue preparado en un abrir y cerrar de ojos. La agitación de la víspera me había fatigado tanto que me dormí profundamente. Me sacaron tan cuidadosamente del lecho y se me llevaron con tal destreza, que cuando desperté ya me encontraba a cuatro leguas de El Cairo.
»Lo que primero me puso sobre aviso fue el ruido del agua contra nuestra barca, que sonaba de manera tan extraña que pensé haberme bebido ya el brebaje mencionado por Kalilá y hallarme más allá de los límites de nuestro planeta. Con el espíritu agitado por ideas tan extravagantes, no me atreví a abrir los ojos y tendí una mano hacia donde suponía que estaba Kalilá, a quien hacía a mi lado. Imaginaos mi emoción y sorpresa cuando, en lugar del tacto de sus delicados miembros, sentí la callosa mano de un eunuco, más viejo y rudo, si cabe, que Shabán. Así que me incorporo y comienzo a gritar. Después, abro los ojos y veo una vasta extensión de cielo y de agua que se perdía en una azulada orilla. El sol, brillando sin trabas, y el azur del firmamento llenaban de alegría la naturaleza entera. Mil aves acuáticas jugueteaban entre los nenúfares que nuestra barca rozaba continuamente; sus grandes flores amarillas brillaban como el oro y exhalaban un dulce perfume; pero nada significaban para mí aquellas maravillas naturales, pues, en lugar de alegrar mi corazón, sólo servían para llenar mi alma de oscura melancolía.
»Al mirar a mi alrededor, vi que Shabán, con aire descontento y autoritario, hacía lo posible para imponer silencio a mis entristecidas esclavas. A cada momento, el nombre de Kalilá afloraba a mis labios, hasta que lo pronuncié en voz alta, preguntando, con lágrimas en los ojos, dónde estaba y qué pretendían hacer conmigo. Shabán, en lugar de responderme, ordenó a sus eunucos redoblar sus esfuerzos y entonar cierto aire egipcio para acompasar la remadura. El maldito coro sonaba con tanta vehemencia que acabó por trastornarme. Surcábamos las olas como un delfín. Y en vano les suplicaba que se detuvieran o que, al menos, me dijeran adonde nos dirigíamos. Aquellos bárbaros permanecieron sordos a mis súplicas, y cuanto más insistía yo, más forzaban ellos su detestable cántico para no oírme. Shabán, con su voz cascada, hacía más ruido que todos los demás.
»Nada podría expresar el tormento que sentía y el horror que me producía encontrarme tan lejos de Kalilá, en medio del terrible Nilo. Pero, al caer la noche, aquel horror iría en aumento al ver, con el corazón en un puño, cómo se hundía el sol entre las aguas, mientras su luz, rielando en la superficie, se perdía en mil surcos. Entonces recordé los momentos tan agradables que, en aquella hora, solía pasar con Kalilá y, escondiendo la cabeza en el velo, me abandoné a mi dolor.
»No tardaría en dejarse sentir, empero, un ligero temblor, el de nuestra barca deslizándose entre los cañaverales. Un gran silencio sucedía, ahora, a los cantos de los remeros, pues Shabán acababa de bajar a tierra. Poco después regresaba para conducirme a una tienda que habían montado a unos pasos de la orilla. En ella se habían dispuesto varias velas encendidas, esteras por el suelo, una mesa con comida y un enorme Corán, abierto en su atril. Detestaba aquel libro santo, que jamás compartiera con Kalilá; así que lo arrojé al suelo, en un acto de desprecio, pues, muy frecuentemente, los sabios habían hecho mofa de él. Shabán se sintió en la necesidad de reprenderme y yo le planté cara para hacer que se callara. Aquel método dio resultado y no perdería su eficacia a lo largo de aquel viaje. La navegación seguía siendo parecida a la de nuestro primer día: nenúfares, aves y una infinidad de chalupas que iban y venían, cargadas de mercancías.
»Finalmente, comenzamos a dejar atrás las tierras bajas. A la manera de los desventurados que siempre están buscando algo, yo miraba fijamente el horizonte. Y una tarde, vi cómo brotaban de él masas mucho más altas y de formas más variadas que las pirámides. Eran montañas, y su aspecto me impuso respeto. Entonces me asaltó el terrible pensamiento de que mi padre quisiera enviarme al triste país del rey de los negros como ofrenda a sus ídolos, los cuales, y siempre según mis eruditos preceptores, sienten debilidad por las princesas. Shabán, al ver que mi agitación iba en aumento, acabó por compadecerse de mí y me informó del lugar a donde nos dirigíamos. Y añadió que, aunque me apartaran de Kalilá, no se trataba de una separación definitiva, y que, mientras tanto, conocería a un hombre maravilloso, al que todos llamaban el Trepador de Palmeras, que era el mejor narrador de cuentos de todo el universo.
»Aquellas noticias me calmaron un poco. La esperanza, aunque lejana, de volver a ver a Kalilá, fue como bálsamo en mi sangre, y en modo alguno me molestó saber que podría escuchar todos los cuentos que desease.
»Además, la idea de encontrarme en un lugar tan solitario como la Isla de los Avestruces le iba bien a mi espíritu novelesco. Si, en efecto, debía ser alejada de aquel a quien quería más que a la vida, antes prefería sufrir aquella suerte en un lugar salvaje que entre el boato y la algarabía de un harén. Alejada de tan vana agitación, pensaba evocar serenamente el pasado y dar rienda suelta a lánguidas ensoñaciones que estarían presididas por la adorada imagen de mi Kalilá.
»Distraída con tales pensamientos, veía, indolente, cómo nuestra barca se iba adentrando, cada vez más, en las tierras altas. Los roquedales no tardaron en adueñarse de ambas márgenes del río, por lo que me pregunté si dentro de poco no me vería privada de la luz del cielo. Distinguí árboles de una altura desmesurada, cuyas entrelazadas raíces iban a dar al Nilo. Escuché el fragor de las cataratas y observé cómo los borbotones de espuma que formaba el hervor de las aguas se convertían en una especie de niebla estival, a la manera de un iridiscente velo plateado, a través del cual pude, al fin, descubrir una isleta verde por donde los avestruces se paseaban flemáticamente. Cuando estuvimos más cerca, descubrí un edificio rematado por una cúpula, al lado de una colina llena de nidos. Aquel palacio tenía una apariencia tremendamente extraña; más tarde me enteraría de que había sido construido por un famoso cabalista. Sus murallas, de mármol amarillento, brillaban como el metal pulido, reflejando los objetos y aumentando el tamaño de sus imágenes hasta proporciones gigantescas. Al comprobar el efecto que aquel portento hacía en los avestruces, me asusté: sus cuellos parecían perderse entre las nubes y sus ojos brillaban como enormes bolas de hierro al rojo vivo. Viendo lo que me sucedía, Shabán acudió a mi lado para explicarme la virtud amplificadora de las murallas, asegurándome que aunque aquellas aves fueran tan monstruosas como parecían, estaban bien enseñadas, pues el Trepador de Palmeras llevaba trabajando cerca de cien años para conseguir de ellas una docilidad ejemplar. Así pues, ya más tranquila, bajé a tierra. El césped era fresco y muy verde. Mil flores desconocidas, mil conchas llamativas, mil caracoles barrocos poblaban la ribera. El ardor del sol se veía mitigado por el perpetuo rocío que originaban las cataratas, cuyo monótono sonido me iba induciendo al sueño.
»Sintiéndome un poco cansada, dispuse que tendiesen un sobradillo encima de una de las palmeras que tanto abundaban en aquel lugar, ya que el Trepador, que siempre llevaba a la cintura las llaves de aquel palacio, se había ido a meditar al otro extremo de la isla.
»Mientras un dulce sopor se apoderaba de mis sentidos, Shabán corrió a entregar al sabio las cartas que le enviaba mi padre, viéndose obligado a engancharlas en uno de los extremos de una larga pértiga, pues aquél se encontraba sobre la copa de una palmera de cincuenta codos de altura y no deseaba bajar sin motivo. Nada más leerlas se las llevó a la frente, en signo de respeto, y se dejó caer a velocidad meteórica, lo que concordaba con su aspecto, pues los ojos le llameaban y su nariz tenía un bello color rojo sanguina.
»Shabán se sintió desconcertado por tanta celeridad, y aún más al ver que el anciano había llegado a tierra sano y salvo, pero, sobre todo, al escuchar que le pedía que le llevara a hombros, aduciendo que jamás se rebajaba a caminar. El eunuco, que no tenía simpatía alguna por los sabios ni por sus caprichos, pues para él eran el azote de la familia del Emir, tuvo un instante de duda, pero, después, recordando las órdenes que le habían dado, se sobrepuso a su repugnancia y se lo echó a los hombros, diciendo:
»—¡Ay! ¡El buen eremita Abú Gabdol Ghehamán jamás se habría comportado de esta manera, y si lo hubiese hecho, al menos habría valido la pena!
»El Trepador, indignado por aquellas palabras, pues había tenido alguna que otra discusión amistosa con el eremita del Desierto de Arena, le dio una gran patada en mitad de la espalda y le restregó su ardiente nariz por la cara. Shabán tropezó, pero reemprendió el camino sin proferir una sílaba[152].
»A todo esto, yo me había quedado dormida, por lo que Shabán, nada más dejar a mis pies su insólita carga, me dijo, con una voz que me despertó al momento:
»—¡Os presento al Trepador! ¡Que os aproveche!
»Al verle con aquella facha, no pude reprimir una carcajada, y eso que me encontraba muy triste. Aquello no pareció importarle al anciano, que entrechocó sus llaves, dándose importancia, mientras decía a Shabán, con voz muy grave:
»—Llevadme de nuevo en hombros. ¡En marcha hacia palacio! ¡Abramos esas puertas, que jamás dejaron pasar a otra hembra que no fuera mi gran ponedora, la Reina de los Avestruces!
»Los seguí, pues ya estaba haciéndose tarde. Aquellas enormes aves comenzaron a llegar en gran número de las colinas, formando en seguida grupos que picoteaban la hierba y los árboles. Tan grande era el ruido que hacían sus picos que parecía que todo un ejército se hubiera puesto en marcha. Por último, llegué ante las relucientes murallas. Y a pesar de hallarme instruida de sus efectos, me asusté al ver mi propia imagen, por no hablar de la del Trepador, a caballo de la de Shabán.
»Al penetrar por la puerta que conducía al interior del palacio, accedimos a una sala abovedada, cuyo artesonado de mármol negro cuajado de estrellas doradas inspiraba una especie de terror que sólo las divertidas muecas del anciano conseguían disipar, aunque no del todo. El aire era sofocante y me oprimía el corazón. El Trepador, apercibiéndose de ello, encendió un gran fuego y arrojó en él una bolita de hierbas aromáticas, que extrajo de su seno. Al momento, un vapor bastante agradable, aunque un tanto penetrante, se difundió por la sala. El eunuco salió corriendo, entre estornudos. Yo, en cambio, me acerqué al fuego y, removiendo con tristeza las cenizas, me puse a escribir en ellas el nombre de Kalilá.
»El Trepador me dejó hacer; alabó la educación que me habían dado y aprobó los baños en que me sumergieran nada más nacer, añadiendo maliciosamente que nada agudiza tanto el espíritu como una pasión fuera de lo corriente.
»—Observo —prosiguió— que estáis sumida en interesantes reflexiones. Eso me agrada. Yo tenía cinco hermanas. Todos nos burlábamos de Mahoma mientras no dejábamos de amarnos con cierto fervor. Al cabo de cien años, aún recuerdo con placer aquellos momentos, pues uno nunca se olvida de las impresiones de su juventud. Aquella constancia hizo que los yinns, de cuyo favor ahora disfruto, acabaran fijándose en mí. Si, lo mismo que yo, sois capaz de perseverar en vuestros sentimientos, no pongáis en duda que ellos acaben haciendo algo por vos. Mientras tanto, confiad en mí: no seré un guardián adusto. Y no vayáis a pensar que dependo de las fantasías de vuestro padre, quien, siendo de miras estrechas, prefiere la ambición al placer. Soy más feliz con mis palmeras, mis avestruces y mis meditaciones tranquilas que él, en medio del Diván y de su esplendor. No digo, con ello, que no podáis aumentar las alegrías de mi vida: cuanto más complaciente seáis conmigo, mejor me comportaré con vos y os enseñaré más cosas hermosas. Y si dierais la impresión de encontraros a gusto en este solitario lugar, entonces adquiriríais una notable reputación de persona sabia, pues bien es cierto que al amparo de un gran nombre puede ocultarse un venero de extravagancia. En su carta, vuestro padre me cuenta lo que os ocurre; mientras se supone que no haréis otra cosa que recibir mis instrucciones, podréis hablarme de vuestro Kalilá todo lo que queráis, sin molestarme por ello. Pues, al contrario, nada hay que me cause más placer que observar los latidos de un corazón que se abandona a su joven pasión y ver los adorables rubores del primer amor difundirse por las mejillas de una joven.
»Mientras tenía lugar aquella extraña perorata, yo estaba con la mirada baja, aunque el pájaro de la esperanza no dejara de aletear en mi corazón. Al acabar, le miré a la cara, y su enorme nariz enrojecida, que brillaba como un punto luminoso en medio de todo aquel mármol negro, ya no me pareció tan desagradable. Y como aquella mirada acabó en una significativa sonrisa, el Trepador comprendió que había acabado por picar el cebo que me había ofrecido. Y se sintió tan contento que, olvidando su pereza de sabio, salió, precipitadamente, a prepararme el alimento que me era extremadamente necesario.
»Apenas se había ido, entró Shabán con una carta que tenía el sello de mi padre y que acababa de abrir.
»—Éstas son —me dijo— las instrucciones que debía abrir nada más llegar a este lugar. Acabo de leerlas. ¡Ay! ¡Qué desgracia ser esclavo de un príncipe que ha enloquecido por tanta ciencia! Infortunada princesa, bien a mi pesar, me veo obligado a abandonaros. Tengo que regresar con todo nuestro séquito, del que sólo quedará con vos Muzaka, la coja sordomuda. Mucho me temo que el espantoso Trepador sea vuestro único recurso y que sólo el Cielo sepa lo que os depara su compañía. El Emir, para quien constituye un prodigio de saber y prudencia, sabrá perdonarme por sentirme buen musulmán y disentir de él.
»Y diciendo aquellas palabras, Shabán se llevó aquella carta tres veces a la frente y, dando media vuelta, desapareció.
»La forma de llorar del pobre eunuco al despedirse de mí era tan espantosa que me entró la risa, por lo que no hice nada para retenerle. Su presencia me resultaba odiosa, puesto que siempre rehuía hablar del único objeto que colmaba mi corazón. Por otra parte, estaba encantada de que hubiera elegido a Muzaka de acompañante mía, pues con una esclava sordomuda podría confiarme con toda libertad al servicial anciano y seguir sus consejos, en caso de que me pareciesen pertinentes. De tal suerte, cuando todos mis pensamientos iban tomando un giro más agradable me encontré con el Trepador, que volvía cargado con un montón de alfombras y cojines de seda que distribuyó por el suelo. A continuación, con semblante satisfecho y buen humor, encendió unos hachones y quemó ciertas pastillas en unos pebeteros de oro. Todo aquello provenía del tesoro de palacio, que, según me explicó, estaba repleto de esplendores dignos de despertar mi curiosidad. Le dije que no ponía en duda su palabra, pero que, en aquellos momentos, el aroma de los excelentes manjares que acababa de traer había aguijado agradablemente mi apetito. Consistían principalmente en lonchas de carne de cabrito adobado con hierbas aromáticas, huevos preparados de varias maneras y pasteles, más finos que pétalos de rosa blanca. En unas curiosas conchas transparentes brillaba un licor bermejo preparado con jugo de dátiles[153], igual de chispeante que los ojillos del Trepador.
»Nos pusimos a comer como viejos amigos. Mi singular guardián alabó grandemente su vino, al que honraría reiteradamente ante el asombro de Muzaka, quien, acurrucada en un rincón, hacía muecas inverosímiles, que el pulimentado mármol se encargaba de reflejar en todas direcciones. El fuego difundía un tibio calor, lanzando chispas que, al extinguirse, dejaban un exquisito perfume; los hachones daban una luz muy viva, los pebeteros brillaban y el dulce calor del lugar contribuía a abandonarse a una voluptuosa indolencia.
»Yo encontraba mi situación tan singular, la especie de prisión donde estaba tan diferente a lo que había imaginado, y las trazas de mi guardián tan grotescas que, de vez en cuando, me frotaba los ojos, para asegurarme de que todo aquello no era un sueño. Incluso me habría resultado divertido, si la idea de que me encontraba lejos de Kalilá me hubiese dado un solo instante de tregua. El Trepador quiso distraerme de aquellos pensamientos con la historia maravillosa del gigante Gebir y la astuta Charod, pero le interrumpí diciéndole que tuviese a bien escuchar la narración de mis desgracias reales, prometiéndole que una vez acabada dedicaría toda mi atención a sus cuentos. Pero aquélla, ¡ay!, fue una vana promesa que no pude cumplir, pues, por mucho que a lo largo de varios intentos pretendiese despertar mi curiosidad, mi atención no se apartaba de Kalilá y no dejaba de repetirme: “¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Cuándo volveré a verle?”.
»El anciano, viendo que mi pasión era tan persistente y que desafiaba a cualquier tipo de remordimiento, acabó de convencerse de que yo colmaba todas sus aspiraciones; pues, como ya habréis podido comprender, aquel anciano se hallaba al servicio del soberano de este lugar de suplicio. En la perversidad de su alma y en la fatal ceguera que hace desear al género humano obtener en él asiento, se había comprometido a conducir ante Iblís a veinte desventurados, y sólo le faltaban dos, precisamente mi hermano y yo, para completar este número. Bien lejos se hallaba de impedir que mi corazón pudiera explayarse: pues aunque, de vez en cuando, diera la impresión de estar ansioso de contarme sus cuentos, argucia evidente para atizar el fuego que me devoraba, lo que le rondaba por la cabeza era algo muy distinto.
»Mientras iban tomando cuerpo sus criminales intenciones, ya había transcurrido buena parte de la noche. Me dormí de madrugada, lo mismo que el Trepador, que yacía a pocos pasos de mí, después de haberme aplicado, sin ceremonia alguna, un beso en la frente, que me quemó como un hierro candente. Tuve sueños muy lúgubres, de los que no me quedaron más que ideas confusas; pero, por lo que puedo recordar, debía tratarse de advertencias del Cielo, que aún insistía en abrirme la puerta de la salvación.
»Al despuntar el día, el Trepador me llevó a pasear por sus selváticas soledades, me presentó a sus avestruces y, a continuación, hizo que contemplara el espectáculo que suponía la puesta en práctica de su agilidad sobrenatural. No se trataba solamente, como indicaba su apodo, de que fuera capaz de trepar hasta la temblorosa copa de las palmeras más altas y delgadas, que se doblaban bajo su peso como espigas, sino de que volaba de árbol en árbol con gran celeridad. Después de varios alardes de elasticidad, se quedó inmóvil en una rama, en la que, según dijo, se disponía a realizar su meditación, y me aconsejó que fuera a bañarme con Muzaka en los estanques naturales que encontraría al borde mismo del río, al otro lado de la colina.
»El calor era excesivo, por lo que aquellas aguas, tan claras, me parecieron frescas y deliciosas. La obra que las contenía, de magnífico mármol, había sido excavada en mitad de un pequeño prado, a la sombra de unas imponentes rocas; gladiolos y pálidos narcisos crecían en sus siempre húmedas márgenes y, balanceándose al ritmo de las ondas, acariciaban mi rostro. Me gustaban aquellas flores lánguidas, pues eran el emblema de mi condición, y, durante varias horas, dejé que su perfume embriagara mi alma.
»Cuando regresé a palacio, vi que el Trepador lo había dispuesto todo para agasajarme. La velada transcurriría igual que la anterior y así, poco a poco, casi sin darme cuenta, pasaron cuatro meses, durante los cuales no llegué a saber si me sentía realmente desgraciada. Aquella soledad novelesca, la complaciente atención que el anciano ponía en ese delirio que yo sentía de continuo y la paciencia con que escuchaba las locas reiteraciones que siempre dicta el amor, parecía que contribuyeran a calmar mi dolor. Podría haber pasado años enteros al arrullo de aquellas dulces ilusiones del alma, tan alejadas de la realidad; quizá habría llegado a contemplar el encalmarse de mi pasión; podría haberme convertido en la amiga de Kalilá y en su tierna hermana, si los extravagantes proyectos de mi padre no me hubieran entregado al impío depravado que decidió convertirme en su presa. ¡Ah, Shabán! ¡Ah, Shamelá! ¡Ah, mis verdaderos amigos! ¿Por qué me arrancaron de vuestros brazos? ¿Por qué no os disteis cuenta, desde un principio, de ese germen de ternura, tan ardiente, que se encontraba en nuestros corazones y que, entonces, habría bastado con reprimir, pero que, un día, haría necesario el uso del hierro y el fuego para poder extirparlo?
»Cierta mañana, en que me encontraba sumida en mis tristes reflexiones, expresando, con más violencia de lo habitual, mi desesperación por encontrarme separada de Kalilá, el anciano, fijando en mí sus penetrantes ojos, me abordó con estas palabras:
»—Princesa, supongo que habiendo sido instruida por los sabios más preclaros no ignoraréis que existen Inteligencias por encima de nuestra especie, que gustan de inmiscuirse en nuestros asuntos y que pueden sacarnos de los trances más difíciles. Yo mismo he tenido en más de una ocasión constancia de su poder, por tener derecho a su asistencia al haber sido puesto desde el momento de mi nacimiento, igual que vos, bajo su protección. Y como veo que no podéis vivir sin Kalilá, creo llegado el momento de presentaros a estos espíritus caritativos. Pero ¿tendréis la entereza y el coraje suficientes para soportar la presencia de uno de estos seres, tan diferentes a los humanos? Sé que su proximidad produce efectos inevitables, como estremecimientos en las vísceras o inversión en el sentido de la circulación de la sangre[154]. Pero también sé que el pánico y las convulsiones, por penosos que sean, no tendrán importancia para quien ha conocido la mortal languidez que trae la privación del único objeto de sus deseos. Así pues, si os decidís a invocar en vuestra ayuda al yinn de la Gran Pirámide, que, según me he enterado, presidió vuestro nacimiento, y os ponéis en mis manos, desde esta misma tarde puedo conseguir que habléis con su hermano, que está más cerca de vos que lo que pensáis. Este ser tan célebre entre los sabios se llama Omultakos; en estos tiempos es el guardián de los tesoros que los antiguos reyes cabalistas ocultaron en el desierto. Con el concurso de otros espíritus a los que manda, mantiene una correspondencia íntima con su hermana, a la que, entre paréntesis, amara en su juventud, al igual que vos amáis a Kalilá, por lo que se compadecerá, lo mismo que yo, de vuestros sufrimientos, y no dudo que hará por vos todo lo que esté en su poder.
»Al oír aquellas palabras, las palpitaciones de mi corazón alcanzaron el paroxismo. El pensamiento de volver a ver a Kalilá me ocasionó tal transporte que me hizo levantarme de un salto y correr por la habitación como una posesa. Cuando me serené, me dirigí a donde estaba el anciano, le abracé, le llamé “padre”, me eché encima de sus rodillas y le supliqué, juntando las manos, que no retrasara mi felicidad y que me condujera, pasara lo que pasase, al santuario de Omultakos.
»El astuto degenerado se regocijaba, impíamente, del delirio en que me había hecho caer, mientras sólo pensaba en recoger sus frutos. Por eso, de repente adoptó un semblante frío y reservado, diciéndome, en tono solemne:
»—Sabed, Zulkais, que no me siento muy decidido, ya que, aunque desee ayudaros, no puedo por menos de sopesar las posibilidades presentes en asunto tan importante. Vos ignoráis cuan atrevido es el paso que os disponéis a dar, o, al menos, no os dais cuenta de los peligros que encierra. No sé si podréis soportar la espantosa soledad que encontraréis bajo aquellas inmensas bóvedas y el extraño aparato del lugar adonde he de conduciros. Tampoco puedo deciros cuál será la forma que escogerá el yinn para presentarse ante vos. Con mucha frecuencia le he visto bajo un aspecto tan espantoso que mis sentidos se quedaron embotados durante un buen rato. En otras ocasiones, adoptó apariencias tan singulares que poco faltó para morirme de risa, pues nada hay más caprichoso que estos seres. Quizá éste tenga en cuenta vuestra debilidad, pero, a pesar de ello, debo advertiros que la prueba es muy peligrosa, que el momento de la aparición del yinn resulta incierto, que no deberéis mostrar espanto, horror, o impaciencia, y que, al verle, habréis de guardaros de reír o de llorar. No olvidéis tampoco que tendréis que esperar, con el silencio e inmovilidad de la muerte y las manos cruzadas sobre el pecho, a que sea el primero en hablar; pues un gesto, una sonrisa o un gemido causarían no solamente vuestra perdición, sino la de Kalilá y la mía.
»—Todo lo que me decís —respondí— me llena el alma de terror, pero ¿de qué no seré capaz en alas de un amor tan fatal como el mío?
»—Os felicito, pues, por vuestra sublime perseverancia —prosiguió el Trepador, con una sonrisa tan maliciosa que no conseguí penetrar, al menos entonces—. Preparaos. En cuanto las tinieblas hayan cubierto la tierra iré a colgar a Muzaka de una de mis palmeras más altas, para que no se entrometa en nuestro camino; a continuación, os llevaré hasta la puerta de la galería que conduce al reducto de Omultakos, y allí os dejaré, mientras, según mi costumbre, me voy a meditar a la cima de algún árbol, desde donde haré votos por el éxito de vuestra empresa.
»Aquella tarde, mientras esperaba la hora del fatal viaje, fui presa de permanente agitación. Caminaba al azar por la isla, recorriendo sus pequeños valles y colinas y contemplando lo profundas que eran las aguas, mientras veía cómo los rayos del sol iban incidiendo sobre su superficie de manera cada vez más oblicua, lo que me hacía desear y, al tiempo, temer que desapareciera, de una vez, de aquel hemisferio. Finalmente, la quietud sagrada de los atardeceres serenos se derramó sobre el orbe.
»Vi al Trepador destacarse de la legión de avestruces, que se dirigían solemnemente al río para beber en él; se acercó hasta mí, con paso mesurado, y me dijo, llevándose un dedo a los labios:
»—Seguidme en silencio.
»Le obedecí. Abrió una puerta y me hizo entrar con él en un estrecho pasaje, cuya bóveda, a sólo cuatro pies de altura, me obligaba a marchar medio doblada. El aire que se respiraba era húmedo y sofocante, y a cada paso me enredaba en unas plantas viscosas que salían de las hendiduras por las que se filtraba la débil claridad de los rayos lunares. De vez en cuando, alguno de ellos caía a plomo sobre los pequeños pozos que flanqueaban nuestro camino. A través de aquellas aguas negras me pareció ver reptiles con rostro humano. Horrorizada, aparté la mirada; ardía en deseos de preguntarle al Trepador qué era aquello, pero su aire ceñudo y pensativo me disuadió de hacerlo. Parecía que avanzaba con cierta dificultad, al tener que apartar con las manos algo que yo no podía distinguir. No tardé mucho en dejar de verle. Nos movíamos en una total oscuridad, por lo que, para no perderme en aquel espantoso laberinto, no tuve más remedio que cogerle de la ropa. Finalmente, llegamos a un lugar en donde pudimos respirar un aire más puro y refrescante. Un único cirio, de enorme tamaño, plantado en un bloque de mármol, iluminaba aquel amplio lugar, del que partían cinco escaleras, cuyos pasamanos[155], de metales diferentes, se perdían en la oscuridad. Allí nos detuvimos y el anciano rompió su mutismo, al decirme:
»—Debéis elegir entre estas escaleras. Sólo una de ellas os conducirá hasta el tesoro de Omultakos. No os confundáis, pues de las demás, que se pierden en esta construcción, jamás regresaríais, y os acabaríais encontrando en ellas con el hambre y las osamentas de aquellos a quienes consumió.
»Y, tras aquellas palabras, desapareció y escuché una puerta cerrándose entre él y yo.
»¡Juzgad el terror que sentí en aquel momento, vos, que oísteis girar sobre sus goznes el portal de ébano que nos confina para siempre en este lugar de sufrimiento! Mi situación era, si me permitís decirlo, más cruel que la vuestra, porque estaba sola. Me derrumbé al pie del bloque de mármol. Un sueño semejante al que habrá de poner fin a nuestra existencia material fue apoderándose, paulatinamente, de mis sentidos. De repente, una voz cristalina, dulce e insinuante, como la de Kalilá, acarició mis oídos. Como en sueños, me pareció verle en una de las escaleras, la que tenía el pasamanos de bronce. Un guerrero majestuoso, cuya pálida frente se hallaba ceñida por una diadema, le tenía cogido de la mano.
»—Zulkais —dijo con aire afligido—, Alá prohíbe nuestro amor, pero Iblís, a quien puedes ver a mi lado, lo protege; implora su auxilio y sigue el camino que te indique.
»Me despierto, en alas del valor me apodero del cirio y, sin dudarlo, comienzo a subir la escalera de pasamanos de bronce. A cada paso que daba, los peldaños parecían multiplicarse, pero como mi resolución no sufría merma, no tardé en llegar a una estancia de forma cuadrada e inmensamente espaciosa, enlosada de mármol color carne, cuyas vetas hacían pensar en las arterias del cuerpo humano. Las paredes de aquel lugar tan espantoso estaban cubiertas por pilas de tapices de mil especies y colores, que se movían lentamente, como si unas personas, ahogadas por su peso, hiciesen esfuerzos para levantarlas. Por todas partes pude ver cofres de color negro, cuyos candados como de acero me dieron la impresión de hallarse recubiertos de sangre seca…