Historia del príncipe Alasi y de la princesa Firuzká[97]

—Yo fui rey de Corasmia[98] y no habría cambiado mi reino, a pesar de su reducida extensión, por el inmenso imperio del califa Vathek; no, no fue la ambición lo que me trajo a este lugar funesto. Mi corazón, que no tardará en arder con el fuego de la venganza divina, se hallaba a salvo de las pasiones violentas; sólo podía albergar el encomiable y plácido sentimiento de la amistad; pero el amor, al que jamás debiera haber tenido en cuenta, fue tomando forma en él, causando, de tal suerte, mi perdición.

»Mi padre, el Rey, murió cuando yo tenía veinte años: lamenté sinceramente su pérdida, no solamente por ser el resultado de un sentimiento natural, sino porque veía la realeza como una carga muy dura de llevar.

»Si las muelles delicias del harén no me seducían en exceso, la idea de un casamiento formal aún me resultaba menos halagüeña; lo que no dejaba de ser un contrasentido, pues, a pesar de todas estas consideraciones, me hallaba comprometido solemnemente con Rondabá, princesa de Gilán[99], sin que me fuera posible anular el acuerdo concluido por mi padre para el bienestar común de ambas naciones; así pues, lo único que podía permitirme era ir dándole largas.

»Dejando a un lado las costumbres normalmente instituidas, lo que podía pasar por osadía, tuve que acceder al trono, gobernar a mucha gente, soportar la ineptitud de los grandes y la necedad de los pequeños, hacerles justicia a todos y, por consiguiente, vivir entre ellos. Pero, por aquel tiempo, generosidad y virtud no eran para mí meras palabras; cumplía fielmente mis obligaciones, aunque sólo para librarme de ellas cuanto antes y poder fomentar, siempre que me fuera posible, mi inclinación a estar solo. Una tienda, aderezada al estilo persa y levantada en mitad de un espeso bosque, era el lugar donde solía pasar mis momentos de retiro, que siempre me daban la impresión de disiparse con excesiva rapidez. Había ordenado abatir el suficiente número de árboles para formar, tal suerte, una pequeña pradera sembrada de flores, circundada por un canal de aguas tan claras como las de Rocnabad. En aquel lugar, que me recordaba la luna brillando en su plenitud, mientras se recorta sobre el azur oscuro del firmamento, admiraba la sombría perspectiva de los frondosos bosques que me rodeaban, adonde frecuentemente, me dirigía para perderme en mis ensoñaciones.

»Cierto día, cuando echado en el césped acariciaba a un joven gamo al que había domesticado, oí el galope de un caballo que se acercaba y no tardé en ver a un jinete que me resultó desconocido; su forma de vestir se me hacía extraña, su continente, feroz, y su mirada, huraña; pero no suscitó mi atención durante mucho tiempo, pues una figura angélica, que se ocultaba bajo los ropajes de un joven, arrebató mi mirada. El desconocido mantenía a aquel ser, tan encantador y delicado, estrechamente apretado contra su seno, como si quisiera impedirle que pidiera ayuda. Irritado por lo que me parecía un exceso de violencia, me levanto, impido el paso al extranjero, haciendo brillar mi sable ante sus ojos, y digo, a gritos:

»—¡Detente, miserable! ¿Cómo osas cometer tamaña tropelía ante el rey de Corasmia?

»Nada más pronunciar estas palabras, aquel a quien iban dirigidas echa pie a tierra, sin soltar su preciada carga, y, saludándome con aire respetuoso, dice:

»—Príncipe Alasi, os estaba buscando para confiaros algo de valor inigualable. Filanshaw, rey de Shirván[100] e intimo amigo de vuestro padre, se ve reducido a las necesidades más perentorias. Sus súbditos rebeldes le mantienen bajo asedio en la fortaleza de Samajié. Y como las tropas del califa Vathek apoyan la revuelta, han jurado acabar con su soberano. Filanshaw se somete con valentía a lo que el destino haya decretado para él, pero deseando, en la medida de lo posible, salvar a su único hijo, el amable muchacho que aquí veis, me ha ordenado dejarlo en vuestras manos. Ocultad en vuestro seno esta incomparable perla, de suerte que todos ignoren el nácar que le da forma, hasta el día en que el girar de los tiempos traiga nuevamente la paz. Adiós, creo que me persiguen; el príncipe Firuz os aclarará cualquier detalle que deseéis saber.

»Durante aquel monólogo, yo había tendido mis brazos a Firuz, que se había precipitado en ellos; ambos nos abrazamos con una ternura que pareció colmar de alegría a la persona que me lo había traído, la cual ya montaba nuevamente en su caballo para perderse de vista al momento.

»—Llevadme lejos de aquí —me dijo, entonces, Firuz—, pues en estos momentos temo caer en manos de quienes me persiguen. ¡Y aún más! ¡Me separarían del amigo que el Cielo me ha otorgado y hacia el que me impele el corazón!

»—No, amable niño —exclamé—, nada podrá arrancaros de mi lado; mis tesoros, mis ejércitos… todo será empleado para vuestra seguridad. Pero ¿por qué mantener ocultos vuestros orígenes, precisamente en mis estados, donde nadie puede causaros daño alguno?

»—Porque es necesario, mi generoso defensor —respondió Firuz—. Los enemigos de mi padre han jurado exterminar su estirpe y, para cumplirlo, ni siquiera el miedo a morir podrá detenerlos: si llegaran a conocer mi existencia me apuñalarían ante vuestros ojos. El mago que me ha conducido hasta vos, y que me cuidó durante mi infancia, no escatimará nada con tal de hacerles creer que ya no existo. Adjudicadme un padre, no importa quién sea, y toda mi gloria consistirá en amaros y en merecer vuestro amor.

»Mientras hablábamos de tal suerte no dejábamos de caminar, con lo que llegamos al recinto delimitado por telas de colores que rodeaba mi pabellón persa, donde dispuse que nos sirvieran un refrigerio, del que ninguno de los dos probamos gran cosa. El timbre de voz de Firuz, su manera de hablar y sus miradas causaban una impresión tan grande en lo más hondo de mi corazón que confundían mi entendimiento, haciendo que mis palabras fuesen parcas y entrecortadas. Él se dio cuenta de la turbación de mi alma y, para disiparla, abandonó el aire tierno y lánguido, que había tenido hasta entonces, y adoptó la alegría y vivacidad infantiles propias de su edad, pues no parecía tener más de trece años.

»—¡Vaya! —comentó—. ¿Aquí sólo tenéis libros? ¿Y ningún instrumento musical?

»Sonreí y pedí que me trajeran un laúd, sin saber que así demostraría Firuz su gran maestría, pues, sirviéndose de él, cantó con tanto sentimiento y gracia que me sumió de nuevo en éxtasis, del que se encargaría de liberarme con sus inocentes juegos.

»La noche, que sobrevino, nos separó. Yo había deseado su llegada, pues, a pesar de sentirme mucho más feliz de lo que jamás hubiera podido imaginar, tenía necesidad de encontrarme a solas conmigo mismo. Lo que, en principio, no me resultó nada fácil. ¡Así de confusos eran mis pensamientos! Y me resultaba imposible recordar todas las agitadas sensaciones que me habían asaltado aquel día.

»“En fin —me dije—, el cielo ha escuchado mis votos más fervientes y me envía a este amigo de corazón que jamás habría podido encontrar en mi corte; aún posee ese encanto de la inocencia que siempre consiguió conmover mi alma y que, en la edad madura, será reemplazado por las cualidades que hacen de la amistad el bien supremo del hombre y, sobre todo, del rey, algo que ningún monarca debe esperar encontrar con profusión”.

»Como había prolongado en demasía el tiempo que, por lo general, me reservaba para estar solo, y cuya duración, aunque corta para mí, le parecía larga a mi pueblo, decidí que ya era hora de regresar a Zerbend. Pocos días antes de la partida, hice venir a uno de los pastores del lugar y le ordené que dijera a todo el mundo que Firuz era su hijo y que mantuviera en secreto la verdad, bajo pena de muerte. Aquella precaución pareció contentar tanto a quien la había motivado que redobló el afecto que demostraba por mi persona, así como los cuidados con que intentaba agradarme.

»Por decirlo de alguna manera, la amistad me había domesticado: ya no hacía ascos a placeres y diversiones, en los que Firuz se hacía notar y admirar. Compartiendo tanto el optimismo como la cordialidad que la amenidad del hijo del rey Filanshaw habían hecho nacer en mí, me sorprendió bastante que, cierto día, me abordara con modos un tanto furiosos y enajenados:

»—Rey de Corasmia —me dijo—, ¿por qué me habéis engañado? Si no sois capaz de amarme con exclusión de los demás, no debierais haberme aceptado como amigo. Enviadme de nuevo con mi mago, puesto que la princesa Rondabá, que está a punto de llegar, va a apoderarse, por entero, de vuestro corazón.

»Aquella extraña ocurrencia me pareció tan fuera de lugar que, adoptando un tono severo, respondí:

»—¿A qué viene esta extravagancia, príncipe de Shirván? ¿Qué os importa a vos mi enlace con Rondabá? ¿Qué pueden tener en común el afecto debido a mi esposa con el que, por mi propia voluntad, me he comprometido a reiteraros durante toda mi vida?

»—¡Oh! Me importa —prosiguió—, y mucho, que no vayáis a encontrar una amistad sólida en mujer tan amable pues, ¿no se dice que la princesa de Gilán conjuga la firmeza de carácter y el valor de un hombre con los encantos de su sexo? ¿Qué echaréis de menos cuando estéis con ella? Y, entonces, ¿qué será de mí? Posiblemente, pensaréis que saldáis la deuda que tenéis conmigo restaurándome en mis dominios; pero os digo de antemano que, aunque, intentando desagraviarme de la pérdida de vuestra más que tierna amistad, pusierais a mis pies un imperio que abrazase todo el orbe, sólo podría consideraros como mi peor enemigo.

»Firuz me conocía mejor que yo mismo y me ponía a prueba siempre que quería; además, sabía controlarse, seducir, eclipsarse o avenirse, según lo juzgase conveniente. Tras aquello, pareció calmarse y recobrar su humor jovial.

»Aunque, nominalmente, hijo de un pastor, el heredero del rey de Shirván tenía derecho a todas mis atenciones, por lo que yo prefería ser acusado de una fantasía ridícula antes que faltar a ellas. Así pues, ocupaba la mejor ala de mi palacio, que él mismo había poblado con los domésticos que escogiera personalmente, además de los dos eunucos que, desde el día de su llegada, el mago le enviara a mi pabellón persa. Le había proporcionado maestro para que se instruyera en todo tipo de ciencias, a los que hacía rabiar; soberbios caballos, a los que agotaba hasta morir; esclavos, a los que maltrataba sin piedad alguna; pero yo nada sabía de todo aquello, pues, dado que gozaba de mis ilimitados favores, lo que ya comenzaba a suscitar murmuraciones, nadie se atrevía a acusarle.

»Un venerable mulá muy tenido en consideración por su saber y su piedad, le explicaba la sana moral del Corán, haciéndole leer y aprender de memoria los sagrados versículos, tarea que, de todas, era la que más desagradaba a mi joven amigo. Yo atribuí este distanciamiento a otro motivo distinto al que constituía su verdadera causa. Pues no habría podido ni imaginarme que su alma ya estuviera impregnada de las opiniones más contrarias al espíritu del islamismo.

»Cierto día, en que llevaba varias horas sin ver a mi amable pupilo, le encontré en una gran estancia, bailando alrededor de una extraña figura, disfrazada con una piel de asno, que le seguía en sus saltos.

»—¡Ah! ¡Querido príncipe! —dijo, mientras corría a mi encuentro con los brazos abiertos—. He aquí el mayor prodigio del mundo: mi mulá se ha transformado en asno. Es el rey de los asnos, pues todavía habla como antes.

»—¿Qué queréis decir? —exclamé—. ¿Qué juego es éste?

»—No es un juego —respondió el mulá, agitando dos orejas postizas de tamaño desmesurado—; intento complacerle, aparentando ser lo que aparento, y suplico a Vuestra Majestad que no lo tome a mal.

»Tras aquellas palabras, me sentí confuso: ¿Era la voz del mulá la que había hablado o la de un auténtico asno, que, mediante algún prestigio, diera la impresión de haberlo hecho? Y por mucho que le preguntara a Firuz el significado de todo aquello, él siempre me contestaba con risas desmesuradas:

»—Preguntádselo al asno.

»Cuando me disponía a ordenar, por la fuerza, si era necesario, que aquella desagradable bufonada llegase a su fin, ya que mi paciencia había llegado a su límite, Firuz, recobrando la seriedad, dijo:

»—Señor, espero que disculpéis el inocente artificio del que me he servido para mostraros cuan obligados se sienten vuestros semejantes hacia todos los que les rodean. No hay duda de que os habrán hablado en términos encomiásticos de este mulá, como de un hombre de gran mérito; y, como tal, habéis hecho de él el maestro de vuestro pupilo y amigo. Bueno, pues sabed que con tal de conseguir a una de mis feísimas negras, de la que está irremisiblemente enamorado, se ha mostrado de acuerdo en permanecer tres días seguidos ataviado con este ridículo disfraz y ser, de tal suerte, el hazmerreír de todo aquel a quien yo designe para que se chancee de él. Por lo demás, habréis de convenir conmigo en que el semblante de asno está muy logrado y en que el uso que hace de la palabra no malogra, en absoluto, esta representación.

»Tras todo aquello, sólo me quedaba preguntarle al mulá si Firuz había dicho la verdad.

»—No del todo —me respondió, farfullando de una manera tan ridícula que daba pena—; la joven que ha de entregarme, aunque tan negra como la noche, es igual de bella[101] que un día radiante; el aceite que barniza sus encantos huele como la flor del naranjo y su voz es agridulce como el fruto del granado; cuando juguetea con mi barba, sus dedos, que pican como los cardos, hacen que sienta un cosquilleo en el corazón: ¡oh!, permitidme que pueda conseguirla, aunque sea a costa de vivir durante tres días con la apariencia de un asno.

»—¡Bajo ella morirás, miserable! —exclamé indignado, cuando ya me fue imposible contenerme—. Y que no vuelva a oír hablar de ti.

»Tras proferir aquellas palabras, me retiré, mirando a Firuz de una manera a la que él no estaba acostumbrado.

»Pasé el resto del día reflexionando sobre la malicia de Firuz y la infamia del mulá, pero cuando sobrevino el anochecer sólo sentí la necesidad de volver a ver a mi amigo. Le hice llamar y se presentó al punto, adoptando aires de afecto y timidez.

»—¡Oh, mi querido príncipe! —dijo—. ¡No sabéis lo afligido que me sentía de la cólera que parecíais sentir por mi persona! Por eso, para obtener vuestro perdón, me he apresurado a cumplir diligentemente vuestra sentencia. El asno está muerto y enterrado y ya no volveréis a oír hablar de él.

»—Ya estáis con otra de vuestras bromas de mal gusto —comenté—. ¿Queréis hacerme creer que el mulá, que con tanta vehemencia se expresaba por la mañana, ha muerto esta misma tarde?

»—En efecto, tal y como vos mismo habíais ordenado —respondió Firuz—. Uno de mis esclavos negros, a quien quería robarle la amante, le ha despachado, dando con él en tierra, sin más miramientos, como el asno que era.

»—¡Oh! ¡Qué infamia! —exclamé—. ¡Esto es el colmo! ¿Acaso pensasteis que podíais asesinar impunemente al hombre a quien vos mismo habíais desquiciado?

»—Sólo ejecuté vuestras órdenes —prosiguió—, y al pie de la letra. Estad seguro de que la pérdida de ser tan vil no merece vuestros pesares. Adiós, me voy a llorar mi imprudencia y la falta de consistencia de vuestro afecto, que se viene abajo al menor percance.

»Le detuve cuando estaba a punto de salir y ambos nos dispusimos a cenar: tomamos unos manjares exquisitos, servidos en platos esmaltados, y discutimos nuestros puntos de vista. Debo reconocer que tuve la debilidad de reírle todas las locuras que me contó, a cuenta de su asno.

»El pueblo no se tomó tan a la ligera la muerte del mulá: se decía que Firuz, haciendo escarnio de la fe de los creyentes, había suministrado a aquel hombre piadoso un brebaje que le había vuelto loco. Todos detestaban acto tan atroz y me acusaban de sentir una inexcusable debilidad por un niño a quien tan vil cuna había dado tan viles inclinaciones. Mi madre, la Reina, se sintió en la obligación de darme a conocer aquellas habladurías y delante de Firuz me habló sin rodeos, para doblegar, si ello era posible, su arrogancia, haciéndonos a ambos reprimendas tan sensatas como afectuosas, que a mí me parecieron justas, pero que mi amigo jamás le perdonaría.

»Sobre todo, se sentía indignado por el desprecio que atraía sobre su persona el hecho de que se le hubiera adjudicado aquella vil extracción, por lo que me dijo que consideraba imprescindible que se diera a conocer la verdad. Yo le hablé del peligro de hacer lo que me pedía, contra lo que él mismo me había prevenido. Le rogué que esperara hasta el regreso de los emisarios que había enviado a Shirván, pero, en su impaciencia, pergeñó un plan que a mí me habría sido imposible imaginar.

»Cierta mañana que debía ir de caza, el príncipe de Shirván, que siempre me acompañaba gustoso en tales empresas, se sintió enfermo; como insistiese en quedarme a su lado, me instó a que me fuera, asegurándome que después de un breve reposo se hallaría, por la tarde, en condiciones de compartir conmigo todo tipo de entretenimientos que me aliviarían de la fatiga de la jornada y que él mismo pensaría.

»En efecto, a mi regreso me encontré con una soberbia colación servida en un pequeño bosquecillo de mi jardín, que él había adornado e iluminado a su aire, o sea, haciendo gala del gusto más refinado. Nos hallábamos bajo una especie de enramada, formada por las ramas entrelazadas de granados y de laureles rosados. Nuestros pies descansaban sobre el tupido tapiz formado por los pétalos de mil flores, cuyo perfume embriagaba los sentidos; innumerables vasos de cristal, llenos de frutos ambarinos que descansaban sobre nieve, reflejaban la luz de las diminutas velas que se habían dispuesto al borde de unas fuentes, de manera que casi se hallasen a flor de agua; varias orquestinas de jóvenes músicos, situadas a la distancia apropiada, nos daban una música de fondo que no llegaba a molestar nuestra conversación. Jamás había visto velada tan deliciosa, ni jamás Firuz había estado tan amable y alegre: sus agradables agudezas me animaban aún más que el vino, que me servía sin aguardar a que mi copa se hallase vacía. Cuando el astuto hijo de Filanshaw se dio cuenta de que mi cabeza se iba caldeando, puso rodilla en tierra y, tomando mis manos entre las suyas, dijo:

»—Querido Alasi, había olvidado pediros perdón para un miserable que merece la muerte.

»—Habla —respondí—, bien sabes que puedes obtener de mí todo lo que desees. Además, me agradará comprobar que tienes un corazón compasivo.

»—Se trata de lo siguiente —prosiguió Firuz—. Me encontraba hoy en mis aposentos, rodeado de vuestros aduladores, que me detestan aunque intenten complacerme, cuando el pastor que me adjudicasteis como padre se dirigió hacia mí con los brazos abiertos, para abrazarme. En aquellos momentos, la sangre de Filanshaw se agitó en mi corazón.

»"—Apártate, rústico —dije al pastor—; y vete a ahogar a los mamarrachos[102] de tus hijos con tus zafias caricias. ¿Acaso tendrás la desfachatez de seguir manteniendo que soy tu hijo?

»"—Ya sabéis de sobra que debo insistir en ello —me respondió con aplomo—, y lo mantendré aun a riesgo de mi vida.

»"Aunque su reacción era correcta, tenía curiosidad de comprobar hasta qué punto podíamos contar con la persona a la que habíamos confiado nuestro secreto, por lo que ordené que a aquel individuo, aparentemente tan resuelto, se le propinaran unos cuantos bastonazos; y, la verdad, no resistió mucho, pues no tardó en confesarlo todo.

»"Así pues, de acuerdo con vuestra explícita prohibición y con vuestras amenazas, merece la muerte; pero os suplico que le perdonéis.

»—La prueba fue un tanto dura —aduje—. Veo que no has abandonado tu crueldad. ¿Qué poder irresistible me impulsa a amarte? ¡Por supuesto que no es la simpatía!

»—Es cierto —añadió él— que no tengo tanta paciencia como vos con los hombres. Los encuentro tan carniceros como los lobos y tan falsos como los zorros que aparecen en las fábulas de Lokmán[103]; tan volubles en sus sentimientos, tan frágiles en sus promesas, que me resulta imposible no llegar a aborrecerlos. ¡Qué lástima que no fuéramos las dos únicas personas del mundo! Entonces, la Tierra, en lugar de dar asilo a tantos habitantes pérfidos y miserables, ¡se podría vanagloriar de albergar a dos amigos fieles y felices!

»Y gracias a tan exaltados y románticos[104] arrebatos de entusiasmo, Firuz consiguió hacerme pasar por alto aquella nueva prueba de la malevolencia de su corazón. Y al día siguiente supe que no me había dicho toda la verdad, que era él quien había hecho venir al pastor, a quien, por expresa indicación suya, se había insinuado el comportarse de aquella manera. Me enteré de que el pobre rústico había tenido la valentía de dejarse golpear, casi hasta la muerte, antes que infringir mis órdenes. Así pues, envié a aquel desgraciado una bolsa de dinero, mientras me hacía mudos reproches por lo lamentable de su estado.

»Dado que los últimos acontecimientos habían causado la indignación de todo Zerbend y sólo habían servido para perjudicar, aún más, a Firuz, hice una solemne declaración de su alta alcurnia y de las razones que había tenido para ocultarla. Acto seguido, no desdeñé rodearle con el esplendor de la pompa regia, lo que me permitió observar, con cierto estupor, que aquellos que más le habían atacado se mostraban celosos de obtener el honor de servirle. En aquel momento desconfié de sus intenciones, pero el príncipe de Shirván me dio ánimos:

»—No caigáis en falsas alarmas —dijo, risueño—; podemos confiar la salvaguarda de mi persona a estos individuos, lo mismo que a cualesquiera otros; no hay traición en su forma de comportarse: simplemente han cambiado de afecto en cuanto yo he cambiado de cuna. Ya no soy aquel pastorcillo astuto y cruel que todos querían llevar de vuelta a su cabaña por culpa de sus travesuras. Ahora me he convertido en un gran príncipe, bueno y sencillo, de quien pueden esperarse mil beneficios. Estoy por apostar que si ordenara que les cortaran la cabeza a cinco o seis, simplemente para jugar a la pelota con ella, los demás seguirían alabando mis excelencias, felicitándose de ser más afortunados que sus compañeros.

»Argumentos como aquél, cuya coherencia conocía demasiado bien, fueron endureciendo mi corazón, sin que fuera consciente de ello. El escrutar a los hombres con mirada demasiado clarividente es un error, pues, creyendo vivir rodeado de bestias feroces, acaba uno siendo una de ellas.

»Mi primera preocupación consistió en suponer que el príncipe de Shirván, dado el rango que acababa de conseguir, pudiera entregarse con mayor libertad que antes a sus perversas inclinaciones, pero me equivoqué; su conducta fue noble y sensata, y sus modales, corteses con grandes y pequeños; por lo que, finalmente, consiguió borrar por entero los malos recuerdos que quedaban de sus acciones.

»Aquellos días de calma se prolongaron hasta la llegada de Rondabá. Cierto día, encontrándome en los aposentos de Firuz, vinieron para anunciarme que la susodicha princesa, con una escolta digna de su rango, estaba sólo a pocas parasangas[105] de Zerbend. Turbado por la noticia, aunque sin saber por qué, miré a mi amigo. ¡Aún tiemblo al recordar el estado en que se encontraba! Una palidez mortal, que cubría su rostro, no tardó en dar paso a violentas convulsiones, que dieron con él en tierra, al privarle de conocimiento. Cuando me disponía a llevarle a su lecho, los dos eunucos que el mago le enviara me lo arrebataron, diciendo:

»—Dejadlo a nuestro cuidado, señor, y dignaos retiraros; pues, si ahora abriera los ojos y os viera a su lado moriría al instante.

»Aquellas palabras y el tono con que habían sido pronunciadas me causaron tanta impresión que apenas pude alejarme de la puerta de la habitación; y allí, sumido en una angustia indescriptible, esperé el desenlace de aquel lance, hasta que, por fin, acudió uno de los eunucos a rogarme que entrara. Firuz, sostenido por los brazos del otro eunuco, intentaba, con paso titubeante, dirigirse a mi encuentro. Le obligué a sentarse en el diván y me acomodé a su lado.

»—Amigo de mi alma —dije—, los extraños sentimientos que anidan en nuestros corazones son obra del destino. Vos estáis, en contra de cualquier lógica y de toda coherencia, celoso de Rondabá; y yo, a pesar de la palabra que le di a ella por mediación de mis embajadores, estoy dispuesto a echarlo todo por la borda antes que sumiros en un mar de penas.

»—Vayámonos a ver a tan temible heroína —respondió Firuz—. Permitid que os acompañe en esta primera visita, pues, dada mi edad, ello no os supondrá ningún problema. Si me dejáis aquí, antes de vuestro regreso habré muerto de inquietud.

»Nada tenía que objetar a aquel deseo, pues no podía por menos de dar mi consentimiento a todo lo que desease el objeto de una inexplicable predilección que avivaba mi complacencia y que no dejaba de repetir a lo largo del camino:

»—¡Ah! ¡Nada me gustaría más que la maldita princesa de Gilán no fuese bella!

»Y, sin embargo, lo era, pero de una belleza que inspiraba antes respeto que deseo: su estatura era muy elevada, su porte, majestuoso, su aire, fiero y severo. Los bucles de sus cabellos, negros como el ébano, resaltaban la blancura de su piel; y de sus ojos, que eran del mismo color, brotaban miradas más hechas para imponer que para seducir su boca, a pesar de hallarse conformada con gracia, no conocía la sonrisa amable; sus labios de coral se entreabrían para proferir palabras siempre atinadas, pero raramente insinuantes.

»Molesta por mi falta de diligencia y ofendida por el hecho de presentarme acompañado de mi amigo, lo que iba en contra de la etiqueta, Rondabá, nada más vernos, se volvió hacía mi madre, o sea, la Reina.

»—¿A cuál de estos dos príncipes he sido destinada? —preguntó.

»—A los dos, si os place —respondió, de improviso, Firuz, en tono de broma, tanto que poco me faltó para soltar una carcajada. A duras penas pude contenerme y, cuando estaba pensando en algún tipo de disculpa para la ligereza de mi amigo, la princesa de Gilán, después de mirarme atentamente de arriba abajo y de echar una mirada despectiva a Firuz, dijo, sin dejar de dirigirse a la Reina:

»—No insulta quien quiere, sino quien puede. Adiós, señora. Y vos, Kali —prosiguió, dirigiéndose al jefe de sus eunucos—, preparadlo todo para regresar después de esta noche a Gilán.

»Y tras aquellas palabras se fue, sin que la Reina tardara mucho en seguirla, ya que sólo se entretuvo lo suficiente para amenazarnos con todos los males a los que podría conducirnos la guerra que acabábamos de suscitar al ofender a Rondabá. Pero, en aquellos momentos, no estábamos de humor para alarmarnos por lo sucedido. Y en cuanto nos vimos solos, nos reímos, con todas nuestras ganas, de la escena que habíamos presenciado.

»—¿De veras que eso que hemos visto era una mujer? —decía Firuz, y añadía—: No, es el espectro de Rustam o de Lalzer[106]; a menos que la savia de esos dos fieros guerreros, ancestros de Rondabá, se haya apoderado de ese cuerpo tan largo que pretenden hacer pasar por ella. ¡Oh, querido Alasi! ¡Afilad vuestro sable, preparaos a defender vuestra vida en caso de que no observéis con exactitud las formalidades que el importante Kali os dicte con su voz argentina!

»Y ése fue el tono que mantuvimos hasta que vino la Reina a interrumpirnos: casi había logrado apaciguar a Rondabá y esperaba que yo acabara su trabajo. Sus argumentos, dictados por el amor materno, fueron apasionados y apremiantes; por eso me rendí a ellos.

»La víspera del día fijado para los solemnes esponsales me levanté antes que de ordinario. Inquieto y agitado, bajé, solo, hasta el amplio jardín que guardaba las capillas sepulcrales de mis ancestros. Tras pasearme a lo largo de las sombrías avenidas, accedí, finalmente, a una gruta que ocultaba un manantial y en cuyo interior apenas conseguía entrar algún tenue rayo de luz. Me coloqué en el rincón más oscuro para poder dar rienda suelta a mi imaginación y no tardé en ver acercarse hacia mí una figura cuyos rasgos y atavíos me recordaban los de Amru, el hijo de mi visir, que fue a sentarse en el único lugar donde había un poco de claridad, lo que le impidió verme. Yo no dije ni palabra, pues me extrañó mucho ver cómo otro personaje misterioso, que me dio la impresión de ser el jefe de los eunucos de Rondabá, surgía, o eso parecía, del seno de aquellas tinieblas, para abordarle, más o menos, con estas palabras:

»—Hijo de Ilbars, encantador Amru, alegrad vuestro corazón, que, al fin, conseguirá lo que desea: esta noche Rondabá, mi señora, vendrá a este lugar. Vos seréis el primero en recibir sus promesas, y aunque mañana también las obtenga el rey de Corasmia, no hay duda de que serán de segunda mano.

»Amru dobló la cerviz en signo de sumisión, murmuró en voz baja algunas palabras, que el resonar de las aguas convirtió en ininteligibles, y abandonó la gruta, acompañado por el otro.

»A punto estuve de seguirlos y de lavar con su sangre la afrenta sufrida; pero, tras un momento de reflexión, refrené aquel primer impulso. No sentía amor alguno por Rondabá, pues sólo la desposaba por razones de estado y porque me daba lástima. Así pues, no había motivo para sentirme desgraciado por aquello: con sólo airear el crimen de tan pérfida princesa, me desembarazaría de ella, y tanto mi honor como mi libertad estarían a salvo. Todos aquellos pensamientos se sucedieron rápidamente en mi imaginación, por lo que, bendiciendo la buena estrella que había hecho que descubriera a tiempo un suceso tan importante, me apresuro a contárselo a Firuz. Y ¿qué veo al entrar en sus aposentos? Pues me lo encuentro agarrado por sus dos eunucos favoritos, que, cogiéndole con fuerza de las manos, lloran y gritan de este modo:

»—¡Oh! ¡Querido amo! ¿Qué habéis hecho con vuestras preciosas trenzas? ¿Por qué habéis sido tan drástico al cortároslas? ¡Y, además, queréis haceros una cicatriz[107] en esta frente de marfil! ¡Antes moriremos que permitíroslo!

»Ante aquello no fui capaz de articular ni una sola palabra; y me dio la impresión de que mi silencioso dolor tuvo la virtud de conseguir que el Príncipe volviera en sí, pues, librándose de sus eunucos, corrió a mi encuentro con los brazos abiertos.

»—Calmaos, generoso Alasi —dijo, mientras me abrazaba—; y estad bien seguro de que este estado en que me veis, y que tanto os aflige, no debiera cogeros por sorpresa. A pesar de todas las lágrimas que vierto, de estos cabellos que me he cortado y de toda la desesperación que agita mi ser, os deseo que seáis feliz con Rondabá ¡aunque me cueste la vida!

»—¡Ah! —exclamé—. ¡Que mueran mil Rondabás con tal de ahorrar a vuestros precarios nervios la fiebre que los devora, aunque todas igualaran en fidelidad la perfidia que demuestra la que a nosotros atañe!

»—¿Cómo? —prosiguió Firuz—. ¿He oído bien? ¿Os referís a la princesa de Gilán? ¡Os lo ruego, aclarádmelo!

»Y entonces le conté lo ocurrido en la gruta y la resolución que había tomado de hacer pública la infamia de Rondabá. Él se mostró muy de acuerdo con mi proyecto y no me ocultó la alegría que le causaba aquel acontecimiento, por lo que me felicitó, añadiendo en voz baja:

»—Aunque he tenido que sacrificar mis cabellos, de buena os habéis salvado.

»Decidimos no revelar nuestro secreto a la Reina Madre hasta el preciso momento en que la lleváramos con nosotros para sorprender a Rondabá.

»La Reina pareció más extrañada que afligida cuando le contamos lo que, a tan tardía hora, nos llevaba a su presencia; la amistad que, en principio, sintiera por Rondabá se había ido enfriando a medida, así lo parecía, que yo le iba tomando afecto a la tal princesa; sin embargo, como no había dejado de sentir estima por ella, no se cansaba, mientras escuchaba mi narración, de hacer sus comentarios personales sobre tan curiosa aventura, que, en más de una ocasión, suscitaron la risa de Firuz.

»Bajamos hasta el jardín: un esclavo fiel, que yo había apostado en él, se acercó a decirnos que los culpables estaban en la gruta desde hacía muy poco tiempo. Así pues, entramos en ella sin dilación, alumbrándonos con antorchas y acompañados por el suficiente número de personas para hacer morir de vergüenza a quienes íbamos a sorprender tan ignominiosamente. Pero en esto me confundí, pues no se sintieron en absoluto intimidados. Por tanto, desenvainando mi sable, les lancé un feroz mandoble, en un intento de segar a un tiempo las cabezas de los dos miserables, que cayó en vacío, pues ambos se desvanecieron ante nuestros ojos.

»En aquellos momentos de confusión se oyó un griterío:

»—¡La princesa de Gilán ha escapado de la guardia que protegía la entrada de la gruta!

»Y, al instante, vimos que, nuevamente, se hacía visible.

»—Rey de Corasmia —dijo Rondabá en tono sumiso, aunque, no por ello, inseguro—, he sido avisada de que en este lugar se estaba urdiendo una conjura contra mi honor y por eso he acudido para confundir a mis enemigos. ¿De qué se trata?

»—¡Huye, desventurada! —exclamó la Reina—. ¡O de lo contrario, mi hijo repetirá el mandoble que ha fracasado por obra de tus artes mágicas!

»—No temo a la muerte —prosiguió Rondabá sin inmutarse—. Alasi jamás atentó contra mi vida. Si, acaso, algún prestigio os está induciendo a todos vosotros a error, habladme de su naturaleza, pues de sobra cuento con el auxilio que el Cielo otorga a la inocencia para ufanarme de poder acabar con el engaño al que estáis sometidos.

»El fiero y noble porte de Rondabá y sus imponentes miradas me confundieron; y casi estaba a punto de dudar de todo lo que había visto y escuchado, cuando Firuz exclamó:

»—¡Oh! Hay que reconocer que la princesa de Gilán tiene una memoria muy frágil. Nos la encontramos aquí en los brazos de su querido Amru, desaparece con su favorito, y cuando, casi al mismo tiempo, le apetece volver a escena, ya no se acuerda de nada.

»Al oír aquellas palabras, Rondabá mudó la color, que, de estar llena de vida, pasó a una palidez cadavérica, y volvió sobre mí su mirada, velada por las lágrimas.

»—¡Oh, príncipe infortunado! —exclamó—. Ahora puedo ver en toda su amplitud la profundidad del abismo que se abre a cada paso que das. El monstruo que te arrastra hacia él acabará consiguiendo la presa que ansia, pues tiene bajo su imperio a los espíritus de las tinieblas. Como no puedo salvarte, el abandonarte a tu suerte me hace estremecer. Y aunque me cubres de infamias, el verte perdido es la única angustia que atenaza mi corazón.

»Tras hablar de aquella suerte, Rondabá se alejó con paso majestuoso y nadie se atrevió a molestarla. Los demás nos quedamos como petrificados, mirándonos de hito en hito, incapaces de abrir siquiera la boca.

»—¡Cuán insensatos somos! —exclamó, al fin, la Reina—. ¿Acaso la osadía de una maga indigna puede poner en entredicho lo que hemos visto y oído? ¡Que se marche, librándonos para siempre de su odiosa presencia! ¡Sería lo mejor que pudiera ocurrirnos!

»Yo me mostré conforme con ella, y Firuz, que parecía confuso y alarmado, seguramente fue del mismo parecer; tras aquel lance, cada uno de nosotros tomó el camino que conducía a los respectivos aposentos.

»Tan grande era la confusión de mi estado mental que no me di cuenta de que Firuz me seguía de cerca. Al verme a solas con él no pude dejar de sentir un estremecimiento de espanto. ¡Oh, presentimientos enviados por el cielo, jamás haréis efecto en los corazones corrompidos!

»Firuz se arrodilla impetuosamente a mis pies, diciéndome entre sollozos:

»—¿Por qué, oh, rey de Corasmia, me habéis dado asilo? ¿Por qué no dejasteis que pereciera con Filanshaw? Yo era, por aquel entonces, un niño; nadie habría podido decir que era mago. ¡Ha sido en vuestra corte, a vuestro lado, donde he aprendido a conjurar a los dives! Rondabá, la malvada Rondabá, casi os ha persuadido de ello; ¿se atreverá, quizá, a insinuar que he empleado algún hechizo para conseguir vuestra amistad? ¡Ay! ¡Bien sabéis vos que toda la magia de que me he servido para tal fin no ha consistido sino en quereros cien veces más que a mi propia vida!

»Pero ¿por qué seguir con una escena cuyo desenlace podéis, fácilmente, prever? Al igual que el califa Vathek, tras escuchar la voz de un genio benéfico endurecí mi corazón ante su salutífero mensaje[108]. Olvidé las palabras de Rondabá y eché en saco roto la incierta duda en que me habían sumido, con lo que el príncipe de Shirván se me hizo más querido que antes. Aquello supuso el comienzo de la crisis que me llevaría a la perdición.

»Al día siguiente nos enteramos de que Rondabá había salido de madrugada con todo su séquito, por lo que, para celebrarlo, dispuse que tuviesen lugar festejos públicos.

»Algunos días después, Firuz me abordaba, delante de la Reina Madre, de la siguiente suerte:

»—Ya veis, rey de Corasmia, que habrá guerra contra el reino de Gilán, pues su monarca querrá vengar a su hija, a quien no faltarán recursos para persuadirle de su inocencia: tomad precauciones y preparad un ejército para invadir y saquear Gilán, pues vos sois el único ultrajado.

»La Reina fue del parecer de Firuz y yo acabé siendo del de ambos. Sin embargo, observaba con cierto pesar los preparativos de aquella guerra, que consideraba justa, pero que me causaba la misma preocupación que si no lo fuera; por otra parte, las alarmas que yo mismo había instalado, a causa de mi extremado afecto por Firuz, sonaban cada vez con más fuerza, a medida que iban pasando los días. Demasiado bien había aprendido el hijo de Filanshaw a leer en mi corazón para admitir los pretextos con que yo intentaba explicar mis involuntarias turbaciones; pero, no obstante, fingía creérselos, al tiempo que no escatimaba esfuerzo alguno en buscar nuevas situaciones que sirvieran para distraerme.

»Una mañana, cuando nos disponíamos a ir de caza mayor, encontramos en el patio de palacio a un hombre cargado con un pesado baúl, que discutía con mis guardias. Como quería saber qué le había llevado hasta allí, hice las preguntas pertinentes.

»—Es un joyero de Mosul —explicó el jefe de mis eunucos—. Pretende poseer las joyas más raras, pero es tan inoportuno que no quiere esperar a que Vuestra Majestad quiera otorgarle un poco de su tiempo.

»—Tiene razón —añadió Firuz—, ya que todo lo que sirve para el entretenimiento o la diversión siempre viene a cuento; vayamos a examinar las maravillas que nos promete, pues las fieras salvajes no tienen nada más que hacer que esperarnos.

»Y dicho y hecho, entramos en palacio y, acto seguido, el joyero abrió su baúl que, por otra parte, no hubiera suscitado mi curiosidad a no ser por el hecho de que mis ojos se posaron en una caja de oro, en la que habían sido grabadas estas palabras:

RETRATO DE LA PRINCESA MÁS BELLA

Y DESGRACIADA DEL MUNDO

»—¡Oh! ¡Veamos qué es esto! —exclamó Firuz—. Esta belleza compungida conseguirá, sin duda, enternecérnoslo que, a veces, resulta agradable.

»Abro la caja y me quedo inmóvil, presa de asombro.

»—¿Qué estáis viendo? —pregunta mi amigo, y mira a su vez; entonces, hace un gesto indignado y, dirigiéndose a sus dos eunucos, dice—: Apresad al insolente joyero y arrojadle al río, junto con su baúl y todas sus mercancías. ¿Cómo es posible que un miserable como éste pueda atreverse a exponer, con toda impunidad y ante los ojos de todo el mundo, a la hija de Filanshaw, el preciado capullo de rosa, que, cubierta por el humilde techo de la adversidad, creía a salvo del azote de un viento malvado?

»—¡Cielos! —exclamé a mi vez—. ¿Qué veo? ¿Y qué oigo? ¡Que nadie toque a ese hombre! Y tú, amigo de mi alma habla! ¿Esta que veo con tus mismos rasgos no será, acaso, tu hermana?

»—Sí, rey de Corasmia —respondió el príncipe de Shirván—, éste es el retrato de Firuzká, mi hermana gemela, a quien mi madre, la Reina, salvó, al mismo tiempo que a mí, del furor de los rebeldes. Cuando me separaron de ella para confiarme al mago que me condujo hasta vos, dijeron que la pondrían a salvo en algún lugar seguro, pero ahora veo que me engañaron.

»—Señor —dijo en aquel momento el joyero—, vuestra madre, la Reina, fue a refugiarse, acompañada por su hija, en la casa que poseo a las afueras de Mosul, aunque no sin ordenarme que llevara este retrato por todas las cortes de Asia, con la esperanza de que la belleza de Firuzká suscitara la comparecencia de alguien capaz de vengar a su esposo, el Rey; y debo decir que en bastantes de las que he visitado he tenido el éxito que se esperaba, aunque la Reina no me dijo que vos os encontraríais en ésta.

»—Sin duda no lo sabría, creyéndome a salvo con el mago —dijo Firuz—; pero —prosiguió, volviéndose hacia mí—, os habéis quedado pálido, querido amigo; vayamos a vuestros aposentos y dejemos la cacería para otra ocasión.

»Me dejé llevar por él y, echándome en el estrado, no dejé de contemplar aquel retrato.

»—Oh, amable Firuz —musité—, estos ojos, esta boca, todos estos rasgos son los tuyos, pero no así los cabellos, aunque me gustaría que también lo fuesen. Éstos han tomado el color del alcanfor, mientras que los tuyos recuerdan el del almizcle.

»—¡Vaya! —dijo Firuz, risueño—. Veo que os inflamáis por un dibujo deslucido, vos que habéis sido capaz de resistir los arrebatadores encantos de Rondabá. Pero calmaos, querido Alasi —prosiguió, adoptando un tono más serio—, la esposa de Filanshaw os tratará como a un hijo; voy a devolverle a su joyero y a decirle por escrito que no acepte los favores de ningún príncipe de este mundo, ya que mi bienhechor y amigo es el vengador que está buscando. Pero apresurémonos a castigar a la princesa de Gilán por la afrenta que os ha hecho y prevengámonos de su ira, pues ¿cómo podríais reconquistar mi reino si el vuestro se hallara en peligro?

»Desde el momento en que me pareció que dejaba de sentir una pasión incomprensible, la paz se hizo de nuevo en mi corazón; y, reconfortado de tal suerte, di las órdenes precisas para acelerar nuestra empresa, por lo que, al poco tiempo, nos poníamos en marcha, al frente de un numeroso ejército.

»Las fronteras de Gilán no estaban guardadas por tropa alguna, lo que nos permitió devastarlas sin ningún miramiento. Pero como la fortaleza de Firuz no iba pareja con su valor, decidí refrenar nuestro avance, aun a riesgo de darle al enemigo tiempo para armarse. Cierto día, después de que hubiéramos acampado en un valle cubierto de fresco musgo, por el que corría un límpido arroyuelo, vimos pasar, no lejos de donde nos hallábamos, una cierva, tan blanca como la nieve. Al momento, Firuz se apodera de su arco y lanza una flecha a la inocente bestia; la alcanza y derriba, por lo que corremos hasta el lugar donde ha caído al suelo. Un lugareño, que ya había reparado en nosotros, exclama:

»—¡Ah, lo que habéis hecho! ¡Habéis matado a la cierva de la mujer santa!

»Aquellas palabras causan la hilaridad de Firuz, aunque no por mucho tiempo, pues un enorme perro, compañero, sin duda, de la cierva, salta sobre él, le derriba, apresa su garganta con sus fuertes patas y parece aguardar la orden de alguien para decidirse a estrangularle. A todo esto, yo no me atrevía a atacar al perro, ni siquiera a gritarle, por miedo a excitarlo; tampoco podía arriesgarme a cortarle la cabeza de un solo tajo, pues estaba demasiado cerca de su presa; así pues, cuando ya no sabía qué hacer sino morirme de miedo, llegó corriendo una mujer con el rostro velado, la cual obligó al perro a soltar su presa y volviéndose acto seguido hacia mí, me dijo:

»—Jamás pensé, rey de Corasmia, que pudiera encontraros en el lugar donde decidí retirarme de por vida. Al salvar la vida de Firuz, acabo de devolver bien por mal, como manda el precepto divino; por tanto, no devolváis mal por bien destruyendo a estas gentes, quienes, lejos de intentar vengarme, incluso ignoran la injuria que me fue hecha.

»Y nada más acabar de hablar, se levanta el velo, nos descubre su majestuoso rostro, que era el de Rondabá, y, alejándose de nosotros de manera precipitada, nos deja sumidos en un asombro indescriptible, del que Firuz sería el primero en reponerse.

»—¡Y bien! —dijo—. ¿Dudáis ahora de las habilidades mágicas de Rondabá? ¿Qué vamos a hacer para prevenirnos de sus emboscadas? Sólo veo un único remedio: sorprenderla esta misma noche. Pongamos los medios necesarios para enterarnos del lugar donde se levanta su retiro, y, acompañados de un destacamento de nuestros más fíeles soldados, quemémosla viva en su interior; o, de lo contrario, resignémonos a ser descuartizados por los ifrits que la sirven en forma de animales.

»—¡Qué horror! —exclamé—. ¡Bonita manera de agradecer el servicio que acaba de rendirnos! Aunque fuera cierto todo lo que afirmáis, acaba de libraros de una muerte segura.

»—¡Ah, príncipe crédulo! —replicó Firuz—. ¿No veis que la infame hechicera no hace más que retrasar su venganza, ya que de lo contrario se vería expuesta a perder su fruto? Pero ¿qué digo? Sólo me quiere a mí, y consiento en ello, pues me atrevo a pensar que pueda perdonaros tras mi muerte, contentándose con haceros su esclavo.

»Aquel discurso consiguió el resultado que Firuz había estado buscando, ya que yo me desquiciaba cada vez que él me ponía en antecedentes de cualquier posible peligro que pudiera atañerle. Así pues, el vehemente modo en que me comporté durante la ejecución de su negra y espantosa conjura no debió decepcionarle. Las llamas que consumieron la rústica morada de Rondabá fueron tanto obra mía como suya; y, a pesar de los habitantes de los alrededores, a quienes dimos muerte como justo precio a su compasión, no abandonamos aquel lugar hasta que no supusimos que Rondabá yacía enterrada bajo un montón de cenizas.

»Algunos días después, cuando intenté que mi ejército avanzara hasta el interior del país, no tardé en verme detenido por las tropas enemigas, a cuya cabeza se hallaban el rey de Gilán y su hijo. No hubo más remedio que combatir y Firuz, aun a mi pesar, quiso luchar a mi lado; aquello acabó con toda mi iniciativa, ya que no pensé en atacar, sino en parar los golpes que caían sobre él, puesto que él se lanzaba al encuentro de los que iban destinados a mí; por tanto, no nos perdíamos mutuamente de vista y nadie puso en duda que al defender la vida del amigo también salváramos la propia.

»El príncipe de Gilán me había estado buscando por todas partes. Cuando consiguió localizarme, cayó sobre mí, con el sable en alto, mientras me increpaba de esta suerte:

»—Rey de Corasmia, pagarás con tu vida la atroz injuria que hiciste a mi hermana: de haberla conocido a tiempo, habría ido a buscarte a tu palacio, a pesar de los negros espíritus que en él habitan.

»Nada más pronunciar aquellas palabras, la mano que sujetaba el vengador acero, con que me amenazaba, rodó por el suelo, obra de un revés del sable de Firuz. El rey de Gilán se acerca, espumeante de rabia, y nos lanza dos furiosos mandobles. Yo esquivo el que me había sido destinado, pero el otro le alcanza a mi amigo en un hombro, lo que le hace vacilar. Hacer volar por el aire la cabeza del anciano rey, montar a Firuz en mi caballo y alejarme al galope, es sólo cuestión de un instante.

»El hijo de Filanshaw había perdido el conocimiento y yo apenas me encontraba en mejores condiciones que él. En lugar de tomar el camino que nos habría llevado a nuestro campamento, penetramos en un espeso y sombrío bosque, donde no hice más que dar vueltas como un insensato. Afortunadamente, un leñador nos vio; se acercó hasta nosotros y, deteniendo nuestra montura, me dijo:

»—Si aún os queda algo de sentido común y no queréis que este joven expire en vuestros brazos, seguidme hasta la cabaña de mi padre, donde seréis socorridos.

»Le dejo que nos guíe; el anciano nos acoge con benevolencia; tumba en un lecho a Firuz, corre a buscar un elixir que le da a beber y dice, acto seguido:

»—Un poco más y este joven habría muerto, pues a punto ha estado de perder toda su sangre: eso será lo primero que debamos reponer. Ahora examinaremos su herida, y mientras mi hijo va al bosque a buscar una hierba que me es necesaria, vos me ayudaréis a desvestir a vuestro amigo.

»Yo actué maquinalmente y con mano temblorosa; pero volví en mí rápidamente cuando, al entreabrir las vestiduras de Firuz, vi un seno que habría dado envidia a las mismísimas huríes.

»—¡Ah! ¡Pero si es una mujer! —musitó el anciano.

»—¡Que Alá sea loado! —exclamé a mi vez, presa de un delirio que iba de la sorpresa a la alegría—. Pero ¿qué me decís de su herida?

»—Que no es mortal —contestó aquel buen hombre, después de haberla examinado—, y que cuando la haya vendado, esta doncella volverá a la vida. Sosegaos pues, joven señor —prosiguió—, y, sobre todo, cuidad del reposo de aquella a quien, si no me confundo, amáis apasionadamente, pues una emoción violenta podría conseguir que expirase en vuestra presencia.

»El transporte de amor y de alegría que se había posesionado de mi alma dio paso al temor que me causaron las alarmantes palabras del anciano; le ayudé, en silencio, a hacer su trabajo y, después de arropar con unas mantas de piel de leopardo a la desfallecida Firuzká —pues se trataba de dicha princesa—, aguardé con angustia mortal a que sus ojos se abrieran de nuevo a la luz.

»Las esperanzas que me diera el anciano no tardaron en verse confirmadas; mi bien amada suspiró, tornó hacia mí su mirada lánguida y dijo:

»—¿Dónde estamos, amigo mío? ¿Acaso hemos perdido la batalla y entonces…?

»—No, no —dije, interrumpiéndola, mientras ponía una de mis manos sobre su boca—, hemos ganado, ya que vuestra preciosa vida se halla a salvo; pero estad tranquila, pues no podéis ni imaginar todas las desgracias que nos podrían sobrevenir si hablarais de más.

»Firuzká comprendió el sentido que encerraban aquellas palabras y se calló. Al momento, la debilidad de su estado la sumió en un profundo sueño.

»El anciano la observaba contento, mientras mi respiración acompañaba los movimientos de su elástico seno, sobre el que había posado suavemente una de mis manos. De tal suerte durmió durante dos horas, y sólo se despertó cuando el leñador entró, bruscamente, en la cabaña. No traía la hierba que le encargara su padre, por lo que exterioricé mi extrañeza, diciéndoselo; pero Firuzká, a quien el reposo había devuelto las fuerzas, me interrumpió para preguntarle:

»—Al menos, ¿traes alguna noticia que puedas contarnos?

»—¡Sí! ¡Sí! —respondió—. Y muy buenas. El ejército de Corasmia ha sido destruido y su campamento saqueado. Y debo decir que la victoria sería completa si consiguieran prender a esos dos príncipes malvados, Alasi y Firuz, que han huido después de haber dado muerte a nuestro rey y a su hijo. Pero la princesa Rondabá, que ha subido al trono, los sigue buscando por todas partes y promete tan gran recompensa a todo aquel que los encuentre, que no tendrá que esperar mucho tiempo para tenerlos en su poder.

»—¡Ah! ¡Me encanta todo lo que nos cuentas! —exclamó Firuzká, sin que sus pensamientos aflorasen lo más mínimo en su rostro—. Pues nos habían asegurado que Rondabá había perecido, quemada, en el incendio que asoló la rústica casa donde vivía, lo que me disgustó muchísimo, pues es una princesa excelente.

»—Es mucho mejor de lo que vos creéis —replicó el lugareño, con segundas—, y por ese motivo el Cielo la ha protegido. Su hermano, el Príncipe, que la encontró no por casualidad, se la llevó consigo pocas horas antes del atentado al que os referís, el cual, así plazca a Dios, no tardará en ser castigado.

»Y sin abandonar el tono que indicaba a las claras que nos tomaba por lo que éramos, aquel rústico hizo señas a su padre de que le siguiera. Ambos salieron y entonces pudimos escuchar, a lo lejos, el galope de varios caballos. En aquel momento, Firuzká, incorporándose y ofreciéndome una navaja de afeitar que había extraído de sus vestidos, me dijo a media voz:

»—Ya veis, querido Alasi, el peligro en que nos hallamos; apresuraos a cortar mis cabellos, que ya me han vuelto a crecer, y arrojadlos, a continuación, al fuego. No digáis ni una sola palabra; si perdéis un solo instante, ambos estaremos perdidos.

»Ante orden tan perentoria, hice lo que me decía, y, momentos después, aparecía ante nuestra vista un div, con los rasgos de un etíope, el cual preguntó a Firuzká qué era lo que quería.

»—Quiero —respondió ella— que al punto me lleves, junto con mi amigo, a la caverna del mago, tu señor, y que, de paso, aplastes a esos dos miserables que están regateando con nuestras vidas.

»El div no esperó a que se lo dijeran dos veces: nos tomó en sus brazos y salió de la cabaña, dándole una patada, con lo que se desplomó encima de nuestros anfitriones, para, a continuación, surcar los aires con tan rapidez que perdí el conocimiento.

»Cuando volví en mí, me encontraba en los brazos de Firuzká y no veía nada más que aquel encantador rostro arrimado afectuosamente al mío. Cerré suavemente los párpados, como se hace cuando queremos proseguir un sueño agradable, aunque, en aquel caso, pude comprobar que mi felicidad era algo real.

»—¡Oh, pícaro Firuz! ¡Oh, cruel Firuzká! —exclamé—. ¡No sabéis los tormentos que me habéis infligido!

»Y mientras hablaba, colmaba de ardientes besos aquellos hermosos y dulces labios que tanto acicate habían supuesto para los míos, cuando yo nada podía comprender, y que, entonces, intentaban sustraerse a mis transportes; pero, al acordarme repentinamente de la herida de mi bien amada, me detuve para darle tiempo a respirar y responder a las atenciones que le prodigaba.

»—Calmaos, querido Alasi —dijo Firuzká—, me encuentro totalmente restablecida; en breve, todo os será aclarado. Mientras tanto, alzad el rostro y mirad a vuestro alrededor.

»Obedecí y creí hallarme bajo un nuevo firmamento tachonado de estrellas, que eran mil veces más brillantes y estaban más cerca de lo normal; volví la cabeza hacia todos los lados y me pareció que me encontraba en una amplia llanura rodeada de nubes transparentes que alargaba, además de a nosotros dos, a las más bellas y deliciosas creaciones de la Tierra.

»—¡Ah! —comenté, tras unos instantes de sorpresa, mientras abrazaba a Firuzká—. ¡Qué importancia puede tener el haber sido transportados hasta el Cheheristán[109]! ¡La auténtica felicidad se encuentra entre tus brazos!

»—Esto no es el Cheheristán —respondió la hija de Filanshaw—, sino la caverna del mago, donde un número infinito de seres superiores a nuestra especie se complacen en cambiar su decoración. Pero, aparte del emplazamiento de este lugar y de la naturaleza de sus habitantes, todo en él ha sido pensado para colmar vuestros deseos.

»Y, tras una pausa, añadió, alzando la voz:

»—¿No es cierto, padre mío?

»—Sí, en efecto —respondió el mago, apareciendo súbitamente ante mi vista y avanzando a nuestro encuentro, con aire risueño—. En este lugar, el príncipe Alasi recibirá el mismo trato que antaño dispensara a mi querida Firuzká; y aun más, pues podrá poseer para siempre, si tal es su deseo, esta preciosa perla que le confiara. ¡Venga! ¡Que al instante se sirva el banquete de bodas y que se prepare todo lo necesario para tan magno acontecimiento!

»Nada más pronunciar estas palabras, la caverna cambió de aspecto, adquiriendo una forma oval y limitada, cuyas paredes se hallaban incrustadas de zafiros de tonos pálidos. Sobre un diván semicircular se hallaban sentados músicos de ambos sexos, que cautivaron nuestro oído con un melodioso concierto, mientras que sus cabezas, aureoladas de rayos, propagaban una luz más pura y dulce que la que habrían podido difundir mil antorchas.

»Alrededor de la mesa, surtida de excelentes manjares y vinos exquisitos, en la que nos veíamos instalados, corrían, incesantes, muchachitos persas y jovencitas georgianas, que se peleaban por servirnos. Eran tan blancos y graciosos como los jazmines que coronaban sus rubios cabellos, y a cada uno de sus movimientos, los vestidos de gasa, que apenas los cubrían, exhalaban los perfumes más suaves la bienaventurada Arabia.

»Tras la comida, que resultó muy entretenida y durante la cual Firuzká, que no podía olvidar tan pronto el papel de Firuz, hizo mil bromas divertidas a los jóvenes que nos servían de beber, el mago ordenó un profundo silencio y se dirigió a mí, con estas palabras:

»—Sin duda os estáis preguntando, oh, rey de Corasmia, cómo es posible que con el poder que poseo me haya molestado en ir a reclamar vuestra protección para el tesoro que me había sido confiado. Tampoco os explicáis el motivo del disfraz de Firuzká, ni el porqué de permitir durante tanto tiempo que fuerais presa de un delirio que no comprendíais y que habría podido ser explicado tan fácilmente.

»"Sabed, pues, que los naturales de Shirván, de toda la vida revoltosos y descontentos de sus señores, habían comenzado a murmurar por el hecho de que Filanshaw no tuviera herederos; y cuando su esposa, la Reina, quedó encinta, hablaron más alto y con mayor insolencia:

»"—¡Ahora, lo que hace falta es que sea varón! —vociferaron, mientras daban vueltas alrededor de la ciudadela del Rey—. ¡Nada de princesas, que sólo sirven para caer bajo el yugo de cualquier príncipe extranjero! ¡Es absolutamente necesario que tenga un hijo varón!

»"La pobre reina ya tenía bastante sin necesidad de tales exigencias, pues se iba apagando a ojos vistas. Por ello, Filanshaw vino a consultarme.

»"—Debemos engañar a esos insensatos —le dije—, ya que es lo menos que se merecen. Si la Reina da a luz una niña, la haremos pasar por un chico; y para no tener que confiar en ninguna nodriza, entregádmela: mi esposa Sudabé la criará con ternura de madre y, a su debido tiempo, yo mismo le prodigaré todas mis atenciones.

»"Aquel expediente consiguió que la Reina recobrase su vigor. Tuvo una niña, Firuzká, a la que llamaron Firuz, lo que daría lugar a la celebración de festejos públicos. Y Sudabé, nada más recogerla de las mismísimas manos del Rey, la trajo a mi caverna, de donde la niña saldría de vez en cuando, para que la vieran en la corte.

»"Así pues, recibió la doble educación que su condición exigía. Atendía a mis enseñanzas con la misma avidez que concedía a las de Sudabé y después, para descansar de la atención que nos había prestado, se iba a ver a los dives que, adoptando mil formas distintas, pueblan mi caverna.

»"Aquellos espíritus activos sentían tanto apego por Firuzká que ni uno solo de sus caprichos quedaba sin ser complacido. Mientras unos le enseñaban los diversos ejercicios que resultan convenientes a ambos sexos, otros la entretenían con pasatiempos agradables y cuentos maravillosos; y muchos de ellos recorrían el mundo en busca de curiosidades raras y noticias interesantes. Realmente, Firuzká no tenía nunca tiempo de aburrirse y siempre que se veía obligada a pasar algún tiempo en Samajié, daba muestras de alegría, ya que aquella estancia le haría desear más ardientemente volver a mi caverna.

»"Cuando la princesa de Shirván comenzaba, apenas, el decimocuarto año de su vida, el div Ghulfaquair le hizo entrega, con tremenda malicia, de vuestro retrato. A partir de entonces perdió su alegría natural y ya sólo fue capaz de soñar y de suspirar, sumiéndonos a todos en una inquietud fácil de imaginar, pues tuvo buen cuidado de ocultarnos el motivo de su pena; además, por su parte, el div se guardó sobremanera de decírnoslo, ya que se hallaba demasiado ocupado en seguir vuestros pasos para poder informarle de todo lo que hacíais. El salvaje humor que os era atribuido sólo conseguía irritar la pasión de vuestra enamorada, que ardía a causa de su deseo de conseguir amansaros. Y el curso de los acontecimientos no tardaría en darle alguna esperanza. La revuelta, ya declarada, de la gente de Shirván y la esperanza que Filanshaw depositó en mí con intención de salvar a su hija del furor de los rebeldes, al dejarme que dispusiera de ella como mejor creyera conveniente, bastaron para que Firuzká se decidiera a hablarme libremente:

»"—¡Oh, vos, que os comportáis conmigo como un padre! —me interpeló—. Vos, que me habéis enseñado a no tener vergüenza de las pasiones que nos vienen de la naturaleza, sabed que amo al príncipe Alasi, rey de Corasmia, y que voy a intentar que él me ame, por difícil que esto pueda parecer. Muy lejos se halla el tiempo en que debía ocultar mi sexo para reinar sobre un pueblo que causa la perdición de mi familia y que siempre me inspirará horror; pero considero que debo continuar con mi disfraz para insinuarme en el corazón de aquel a quien deseo poseer. Alasi desprecia a las mujeres: así pues, llamándome amigo suyo podré hacerle sentir su imperio. Dignaos guiar mis pasos hacia él; solicitad que me conceda su protección, por ser hijo del rey de Shirván, pues es demasiado generoso para negarse a ello, y os seré deudora de una felicidad sin la cual la vida me resultará odiosa.

»"No me sorprendió aquel discurso de Firuzká, pues nada más natural que, sintiéndose mujer, buscase esposo; por tanto, me limité a preguntarle de qué manera os había conocido. Me lo contó todo y habló de vos en un tono que me hizo comprender que una negativa sólo conseguiría hacerla desgraciada. Así pues, le dije:

»"—Os llevaré hasta el rey de Corasmia, haciéndoos pasar por Firuz, ya que cuento con vuestra prudencia y la entereza de alma de que soléis hacer gala. Ambas os harán falta, puesto que gracias a lo esclarecido de mis dotes astrológicas acabo de descubrir que tendréis una temible rival y que la hora de su triunfo será la de vuestra eterna desesperanza. Por lo demás, siempre que necesitéis el concurso de lo sobrenatural quemad vuestros cabellos y, al instante, mis dives acudirán para acatar vuestras órdenes.

»"El resto ya lo sabéis, señor y rey de Corasmia —prosiguió el mago—. Firuz, trabajando por cuenta de Firuzká, ha tenido éxito: gracias a sus divertidas locuras, él fue capaz de seducir vuestro corazón, tarea que ahora ella deberá concluir mediante su amor y la sabiduría que nunca la abandonó, ni siquiera durante aquellos momentos arriesgados que muy pocas mujeres se habrían atrevido a afrontar.

»—¡Oh! ¡Cuán cerca he estado de perder ese corazón que tanto me ha costado! —exclamó la princesa de Shirván—. O, por lo menos, habría perdido parte de él sin los serviciales dives, cuya ayuda invoqué a expensas de mi hermosa cabellera, que tan bien se hicieron pasar por Rondabá, Amru y Kali. ¿Qué decís de eso, Alasi?

»—Que jamás olvidaré el motivo de aquella injusticia —respondí, un tanto turbado.

»—Hija mía —dijo el mago—, este reproche que acaba de lanzaros el Príncipe y que se refiere a la injusticia, debéis achacarlo a esa inconstancia de su corazón, de la que antaño sospecharais, pues él no debiera ignorar que todos tenemos derecho a emplear todo tipo de medios para apartar de nosotros lo que nos causa, o puede llegar a causarnos, daño, y que los arrebatos de cólera o de temor que brotan de nuestro ser son suscitados por el alma vivificante y autoconservadora de la naturaleza. Pero el tiempo sigue avanzando: ya es hora de que recojáis el fruto de vuestras recíprocas penas. Rey de Corasmia, recibid de mi mano a la princesa Firuzká; llevadla a la cámara nupcial. ¡Y ojalá que en ella sintáis el ardor del fuego encerrado en el seno de la tierra, que sirve para encender, a diario, las nocturnales antorchas de los cielos!

»Recuerdo haber pensado que bien podíamos prescindir de lo que nos deseara el mago, pues los sentimientos que caldeaban nuestros corazones de sobra nos bastaban para nuestra felicidad; la amistad y el amor se turnaban en sus transportes, confundiéndose en éxtasis indescriptibles.

»Como Firuzká no tenía sueño, me habló de cómo el mago la había curado, en sólo un momento, de su herida, de cuán grande era su poder y de que debía pedirle que me dejara ver su templo del fuego[110]. Entonces me confesó que también ella había sido educada en la religión de Zoroastro, a la que tenía por la más natural y lógica de todas.

»—Eso explica —añadió— que jamás hayan podido agradarme los absurdos del Corán. Me habría gustado que todos vuestros doctores musulmanes hubieran corrido la misma suerte que el mulá, que me aburría en exceso. El momento en que le convencí para que se pusiera el disfraz de asno me pareció maravilloso. Me divertí tanto como si hubiera podido arrancarle todas sus plumas al ángel Yíbril (en el caso de que fuera tan imbécil para creer en ese cuento) como castigo por haber prestado una que sirvió para escribir tantas tonterías[111].

»Guardé silencio, reflexionando sobre el hecho de que en otro tiempo, aquellas palabras me habrían parecido de una impiedad injustificable; ni siquiera entonces me causaron placer; pero los escrúpulos que me quedaban, de poco servían ante las arrebatadoras caricias que acompañaban cada una de las palabras de Firuzká.

»Finalmente, un sueño voluptuoso se adueñó de nuestros sentidos, del que solamente nos despertamos cuando los pájaros, por la vehemencia de sus cantos, nos dieron a entender que ya era muy de día.

»Sorprendido por una música que no me esperaba, corrí hasta una de las galerías de la especie de gruta donde nos encontrábamos, viendo que daba a un jardín que contenía todo lo que en la naturaleza resulta atrayente; el mar, que lo contorneaba, realzaba las riquezas que la tierra exhibía ante nuestros ojos.

»—¿Una nueva ilusión? —pregunté—. Pues es evidente que esto no puede estar dentro de la caverna del mago.

»—Es una de sus salidas —respondió Firuzká—; pero necesitaríais más de un día para contemplar todas las maravillas que encierran estos lugares. El mago dice que todo ha sido hecho para el hombre, y que él debe apropiárselo siempre que pueda. Empleó parte de su vida en la conquista de este poder que ya ha conseguido para la otra.

»Si todo lo que me decía era cierto, entonces no estaba de más hacerle partícipe al mago de mi gran deseo de ver su templo del fuego.

»—Seréis complacido —dijo, con aire de satisfacción—; pero no puedo llevaros a él hasta que no hayáis visitado mis baños, para revestiros en ellos con las túnicas que convienen a la majestuosidad del lugar.

»Consentí en todo para complacer a Firuzká, conteniendo, por temor a ofenderla, las ganas de reír que me entraron nada más ver las grotescas túnicas con que nos disfrazaron a ambos. Pero en cuanto entramos en el templo del fuego, no supe qué hacer. Ningún espectáculo, excepto el que he podido contemplar en este funesto palacio, suscitó jamás en mí tanta sorpresa y terror juntos.

»El fuego, objeto de la veneración del mago, parecía salir de las entrañas de la Tierra y elevarse por encima de las nubes. Su llama fluctuaba desde un brillo que resultaba imposible contemplar a un resplandor azulado que contribuía a convertir los objetos que nos rodeaban en más horrorosos de lo que, en efecto, eran. La rejilla de ardiente bronce que nos separaba de aquel tremendo dios, no conseguía tranquilizarme del todo. De vez en cuando, nos veíamos rodeados de chisporroteantes torbellinos, de los que el mago se sentía muy honrado, pero de los que yo habría prescindido muy gustoso. En la parte en que nos encontrábamos, las paredes del templo estaban cubiertas de cabellos de todos los colores que, aquí y allá, dejaban al descubierto pirámides de cráneos humanos, engastados en oro y ébano. A todo aquello había que añadir el olor a azufre y betún que taladraba el cerebro e impedía respirar. Me di cuenta de que estaba temblando y de que me fallaban las piernas. Habría caído al suelo a no ser porque Firuzká me sostuvo.

»—Salgamos —dije en voz baja—; ahórrame la presencia de tu dios, pues solamente la tuya ha hecho posible que pudiera soportarla durante unos instantes.

»Como necesitaba aire fresco para recuperarme, los dives hicieron un gran agujero en la bóveda de la caverna justo en el lugar en que cenáramos la víspera, y después la decoraron de distinto modo, ofreciéndonos una comida exquisita que me permitió escuchar al mago de manera más paciente. Todo lo que me contara aquel temible huésped sobre su religión no me resultó desconocido, por lo que le dediqué poca atención; pero su moral me agradó, puesto que aguijaba las pasiones y apagaba los remordimientos. Encomió sobremanera su templo del fuego, revelándonos que los dives habían sido sus constructores, aunque nadie, sino él mismo, a riesgo de su propia vida, se había ocupado de adornarlo. Y temiendo que no me las diera, no le pedí más explicaciones al respecto, pues no podía pensar en tanta calavera y cabellera, lo que él llamaba “adornos”, sin sentir un escalofrío. Y todo aquello habría bastado para espantarme si no hubiera estado seguro del afecto de Firuzká.

»Afortunadamente, sólo tenía que sufrir una vez al día la charla del mago y el resto del tiempo lo pasaba inmerso en todo tipo de diversiones y placeres. Los dives cuidaban de que no nos faltaran y Firuzká se encargaba de administrar los que le parecían más adecuados a cada uno de mis estados de ánimo. Sus solícitos cuidados y su ingeniosa ternura difundían tal grado de voluptuosidad que me resultaba imposible llevar la cuenta. Diré, en fin, que tan bien había conseguido el tiempo presente imponerse sobre el pasado, que ni una sola vez llegué a acordarme de mi reino. Pero el mago no tardaría en acabar demasiado pronto, por desgracia, con aquella especie de delirio. Cierto día, ¡oh, día funesto!, nos dijo:

»—Debemos separarnos, queridos jóvenes; la hora de la felicidad, por la que suspiro desde hace tantos años, se acerca: me esperan en el palacio del Fuego Subterráneo, donde, feliz para siempre, poseeré tesoros que la imaginación del hombre no puede ni imaginar. ¡Ay! ¡Por qué no habrá llegado antes esta hora propicia, para que la inexorable muerte no me hubiera arrebatado a mi querida Sudabé, cuyos encantos no habían acusado el poderoso imperio del tiempo! De tal suerte, habríamos compartido juntos la felicidad perfecta, que ni los accidentes ni las vicisitudes de la vida consiguen alterar en el lugar adonde me dirijo.

»—¡Vaya! ¿Y dónde se encuentra esa morada divina? —exclamé—. ¿En qué lugar es posible vivir en la feliz eternidad de una ternura mutua? ¡Permitid que os sigamos!

»—Os lo permitiré si adoráis a mi dios —respondió el mago—, si rendís homenaje a las potencias que le sirven y si merecéis su favor por los sacrificios que exige.

»—Adoraré al dios que sea —añadí—, con tal de que me permita vivir para siempre con Firuzká, liberado del temor de ver cómo la palidez de la muerte o el criminal hierro acaban con sus días de hermosura. ¿Qué más debo hacer?

»—Debéis —contestó el mago— implantar en vuestros dominios la religión de Zoroastro, echar abajo las mezquitas, levantar en su lugar templos del fuego y, finalmente, sacrificar sin piedad a todos a quienes no podáis convertir a la verdadera fe. Eso es lo que yo hice, aunque no pudiera actuar tan abiertamente como vos, tal y como prueba la maraña de cabellos que recubre las paredes de mi templo del fuego… ¡Oh, prueba adorada, que me abrirá las puertas de la única morada donde se goza de perenne felicidad!

»—¡Venga, vámonos a toda prisa a cortar cabezas! —exclamó Firuzká, y añadió—: ¡Atesoremos sus cabellos! Habréis de convenir conmigo, querido Alasi, en que el sacrificio de los insensatos que no se dignen creer en nosotros poco ha de importarnos si con ello obtenemos el supremo beneficio de amarnos por toda la eternidad.

»Después de oír tan lisonjeras palabras, sólo me restaba darle mi total consentimiento; y el mago, que ya veía realizados sus deseos, reanudó su perorata:

»—Me siento muy feliz, rey de Corasmia, por haberos convencido, al fin, de las excelencias de mi credo; en muchas ocasiones llegué a sentirme desesperado, y no me habría tomado tantas molestias por vos si no hubierais sido el esposo de la hija de Filanshaw, mi amigo y discípulo. ¡Vaya honores en el palacio del Fuego Subterráneo que supondrá para mí vuestra conversión! Partid, pues, ahora mismo: en esta orilla encontraréis un bajel dispuesto al efecto. En vuestro reino seréis recibido entre vítores: haced en él todo el bien que os sea posible, y no olvidéis que destruir a quienes se obstinan en su error no es, a los ojos del severo dios al que habéis prometido servir, sino un bien meritorio. Cuando juzguéis que habéis merecido vuestra recompensa, dirigíos a Istajar y quemad en la Terraza de las Columnas[112] las cabelleras de todos aquellos a quienes hayáis hecho perecer por tan buena causa. El olfato de los dives será excitado por tan agradable olor y, rápidamente, os mostrarán la otra escalera, la de menos escalones, que conduce hasta el portal de ébano, el cual abrirán para vosotros, donde os recibiré con los brazos abiertos, disponiendo que os sean rendidos los honores que merecéis.

»De esta manera claudiqué a la última de las seducciones del mago. Si sólo se hubiera tratado de sus sermones, me habría reído de ellos; pero sus promesas le resultaban a mi corazón tan tentadoras que me fue imposible resistirme a ellas. Durante un instante surgió la duda de si no se trataría de un engaño; pero no tardé en decidir que bien valía la pena arriesgarse para conseguir la felicidad prometida.

»No hay duda de que el mago, excitado por la ambición y la codicia, debió de hacerse, en su momento, el mismo razonamiento, y, como todos los desventurados que vienen a parar a este lugar, resultó decepcionado.

»El fanático adorador del fuego quiso vernos embarcar, dando muestras de afecto cuando nos abrazó, al borde mismo de la orilla, no sin recomendarnos que mantuviéramos a nuestro lado, como servidores de toda confianza, a los veinte negros que componían la tripulación de nuestro navío. Cuando apenas acabábamos de hacernos a la vela, escuchamos un espantoso estruendo, parecido al del trueno cuando fulmina las montañas y arrastra por el valle sus fragmentos: la gran roca que acabábamos de abandonar se hundía en el mar. Al escuchar los gritos de alegría de los dives, que parecían retumbar por los aires, juzgamos que el mago acababa de tomar la ruta de Istajar.

»Nuestros veinte negros eran tan buenos navegantes, tan diestros y tan despiertos que, de no ser porque ellos mismos nos confesaron ser simplemente humildes adoradores del fuego, los habríamos tomado por miembros del sobrenatural cortejo del mago. Y ya que su jefe, Zululú, nos dio la impresión de hallarse evidentemente iniciado en los misterios de la caverna, le pregunté qué había sido de los pajes y de las jovencitas georgianas con los que entabláramos amistad. Me respondió que las Inteligencias que los habían conducido hasta el mago habrían dispuesto de todos ellos, sin duda para su bien, por lo que mejor sería preguntárselo a ellas.

»Mis súbditos celebraron mi regreso, a la vez que mi casamiento, con tan grandes muestras de alegría que enrojecí de vergüenza al recordar las intenciones que me habían traído hasta ellos. Si Firuz les había parecido amable, Firuzká, con las ropas que correspondían a su sexo, les resultó divina. Mi madre, más que nadie, la colmó de caricias; pero no tardaría en cambiar de talante en cuanto vio que nos enterábamos de que Motaleb, a quien acababa de nombrar primer ministro, había hecho cundir el desorden en todos los asuntos que le habían sido encomendados. Como mi madre había endiosado a aquel visir ignorante, le parecía muy mal que nos sintiésemos molestos por su causa. Firuzká, que en muy pocas ocasiones ocultaba lo que pensaba, me dijo por lo bajo:

»—Motaleb tiene una buena provisión de cabellos. ¡Cortémosle la cabeza!

»Pero me contenté con destituirle y nombrar en su lugar a un anciano apocado que no se negaba a nada y que no dudó en hacer demoler la Gran Mezquita de Zerbend en cuanto se lo propuse.

»Aquel golpe de estado causó extrañeza a todo el mundo. Mi madre, la Reina, acudió, apresurada, a preguntarme qué pretendía con tamaña impiedad.

»—No volver a oír hablar de vuestro Mahoma y de sus quimeras —le respondió, tranquilamente, Firuzká—, y restablecer en Corasmia la religión de Zoroastro, como la única digna de ser tenida en cuenta.

»Tras aquella respuesta, la piadosa princesa ya no pudo contenerse: me cubrió de injurias y lanzó contra nosotros todo tipo de anatemas que, a juzgar por el desarrollo de los acontecimientos, debieron de hacer efecto. Yo la escuché sin resentimiento, pero la opinión de Firuzká prevaleció sobre la mía, por lo que ordené que la condujeran a su torre, donde su vida, sumida en la amargura y la pena de haberme traído al mundo, no tardaría en extinguirse.

»Llevé a cabo mis iniquidades sin remordimiento alguno, pues estaba decidido a todo con tal de librarme de los temores que mi desenfrenado amor había concebido.

»Al principio, encontré tan poca resistencia a mis deseos que Firuzká, viendo que cortesanos y militares se sometían de grado, me dijo:

»—¿De dónde sacaremos el cabello? Veo multitud de trenzas que nos vendrían de perlas si las cabezas que adornan sólo fueran un poquito reacias; habrá que esperar a que cambien de opinión o correremos el riesgo de no poder irnos jamás a Istajar.

»Y, en efecto, cambiaron de opinión; la mayor parte de quienes visitaban los templos del fuego que había erigido, sólo aguardaban el momento propicio para alzarse contra mí. Se descubrieron varias conjuras que marcaron el comienzo de los sacrificios. Firuzká quiso proceder metódicamente, y ya que conocía las especiales dotes de Zululú le nombró Gran Predicador. Todos los días le hacía subir a la elevada tribuna erigida en medio de la plaza mayor que acogía a toda la gente, donde el desvergonzado negro, ataviado con una túnica de un color rojo muy llamativo, con talante seguro y penetrante voz, largaba su sermón, mientras sus diecinueve cofrades, que estaban al pie de las gradas con los sables desenvainados, cortaban la cabeza a quienes no creían en lo que se les contaba, teniendo buen cuidado de apoderarse de sus cabellos.

»Aun entonces, el poder seguía en mi mano, pues era querido por los soldados, que, por lo general, poco se preocupan del dios a quien sirven, con tal de contar con las atenciones de sus reyes.

»La persecución tuvo las consecuencias que siempre tienen las persecuciones. La gente se daba prisa en recibir el martirio: venían de todas mis provincias para burlarse de Zululú, a quien nada ni nadie inmutaba, y hacerse cortar la cabeza.

»Finalmente, la carnicería llegó a ser tan notoria que el ejército dio muestras de escandalizarse: Motaleb lo incitó a la revuelta, pero ahí no pararon sus intrigas, pues, con sumo sigilo, acabaría enviando un mensaje a Rondabá, en nombre del ejército, de los notables y del pueblo, ofreciéndole el reino de Corasmia e invitándole a cobrar venganza de la muerte de su padre y de su hermano y, también, de las injurias recibidas de mí.

»No nos faltó aviso de tan silenciosa conjura, pues raramente se aparta el adulador de su rey, a menos que su corona deje de brillar; pero sólo nos sentimos alarmados al comprobar que nuestro partido era el más débil. Por aquel entonces, mis guardias ya habían permitido, en más de una ocasión, que se maltratase a los negros, lo que a Zululú acabaría costándole las dos orejas. Por eso él fue el primero en aconsejarnos que no malográramos el fruto de tanto trabajo.

»Gracias a los cuidados y previsión de aquel diligente servidor, nuestro viaje pudo prepararse al momento, por lo que en medio de la noche abandoné mi reino, que, de hecho, había conseguido que se alzara contra mí, con la misma sensación de triunfo que habría tenido tras conquistarlo.

»Firuzká me convenció de que la dejara vestirse de nuevo con sus ropas de hombre —lo que explica que el príncipe Vathek no reconociera, en principio, su condición femenina— y ambos partimos, montados en dos soberbios corceles árabes, tan veloces como Shebdid y Bariz, los famosos corceles de Cosroes[113]; en pos nuestro venían los veinte negros, cada uno montado en un camello, la mitad de los cuales iban cargados de cabellos.

»Aunque deseábamos ardientemente llegar al término de nuestro viaje, no apresuramos nuestro avance. Aquello podía explicarse, sin duda, por el hecho de que no nos decidíamos a abandonar los placeres del momento por los que nos aguardaban el día de mañana. Acampábamos por la tarde y, a veces, nos quedábamos varios días en los lugares idílicos que surgían a nuestro paso. Una noche, cuando ya llevábamos gozando casi media luna de los encantos del valle de Maravanahar, me desperté bruscamente, agitado por lo que, en mi confusión, me pareció un sueño horripilante. Pero mi espanto no tuvo límites al ver que Firuzká no se encontraba a mi lado. Me levanté, enajenado, y salí de la tienda a buscarla, justo en el momento en que volvía, desazonada, a mi encuentro.

»—Salvémonos, querido Alasi —dijo—; montemos a cabalo ahora mismo y vayámonos al desierto, que se encuentra a pocas parasangas de aquí; Zululú, que conoce todos sus atajos, nos pondrá a salvo del peligro que nos amenaza.

»—Nada temo, mi bien amada —comenté—, puesto que te he encontrado; pero te seguiré a donde quieras ir.

»Al despuntar el día, penetramos en un bosque tan tupido que apenas conseguían penetrar en él los rayos del sol.

»—Detengámonos aquí —dijo Firuzká—, para que pueda contaros la extraña aventura que me ocurrió anoche:

»"Dormía a vuestro lado, cuando Zululú, despertándome con cuidado, me dijo al oído que Rondabá sólo se encontraba a cien pasos de nosotros, ya que, habiéndose apartado un tanto del ejército con el que marchaba hacia Corasmia, se disponía a descansar en su pabellón, sin más séquito que un pequeño número de guardias y unas pocas mujeres, las cuales dormían profundamente. Al oír aquello, me sentí presa, a un mismo tiempo, de miedo y de furor, pues acababa de recordar la predicción del mago; así que, vistiéndome del todo, palpé la hoja de mi sable, para ver si mantenía su filo.

»"—¿Qué pretendéis hacer? —dijo el eunuco—. Moderad vuestros transportes y enteraos de una vez que nada podéis contra la vida de Rondabá. El mago me ha ordenado que os lo advirtiera, si se presentaba la ocasión, y que os asegurase que vos misma pereceríais en la empresa, pues la princesa de Gilán se halla protegida por una potencia a la que nada ni nadie puede oponerse. Pero si queréis calmaros y seguir mi consejo, podremos hacerle más daño que si le cortásemos la cabeza.

»"Mientras manteníamos aquella conversación no habíamos dejado de caminar y ya estábamos lejos de nuestra tienda. Zululú, al ver que yo permanecía en mi profundo mutismo, comentó:

»"—Estáis en lo cierto al fiaros de mí. Voy a hacer que toda esta gente respire unos polvillos[114] que los mantendrán dormidos durante algún tiempo, con lo que podremos penetrar en el pabellón y, entonces, con esta pomada, que tiene la virtud de convertir en horroroso cualquier rostro, por hermoso que sea, embadurnaremos a nuestro antojo el de vuestra enemiga.

»"Todo sucedió como había dicho Zululú, pero Rondaba, a quien habíamos dejado que siguiera durmiendo de manera natural, casi me impidió seguir con mi trabajo, pues tan fuerte froté su rostro que se despertó, lanzando un grito de dolor y de espanto. Me apresuré a concluir la obra y, después, cogiendo el espejo que colgaba del cinturón de una de sus doncellas y poniéndoselo delante de la cara, dije:

»"—Reconoced, majestuosa princesa, que el pequeño monstruo de Firuz es ciertamente galante, pues se ufana de que esta pesada carga, que acaba de proporcionaros, hará que nunca os olvidéis de él.

»"Y sin saber a qué achacarlo, si al hecho de que el valor masculino de Rondabá se vio vencido por el espanto que le causara mi presencia o a la desesperación de sentirse el ser más horroroso del mundo, lo cierto es que se desvaneció, y nada hicimos nosotros para que recobrase el conocimiento.

»"El placer que sentí al impedir a mi rival saborear su triunfo, predicho por el mago, no tardó en ceder su puesto al temor de que no tardaríamos en ser perseguidos; pero aquí estamos, y seguros. Descansemos un poco. Mi seno, aún palpitante de los azares sufridos, os servirá de almohada. ¡Ay! ¡Ni Firuzká ni Firuz suelen ser crueles, a menos que alguien les dispute vuestro corazón!

»El giro seductor que Firuzká había dado a su corta narración de los hechos no consiguió que olvidara la atrocidad e infamia del crimen que acababa de cometer; nunca dejaba de sorprenderme que, con un corazón tan tierno y sensible, al menos en lo que a mí concernía, fuera capaz de los más frenéticos ensañamientos y de las más horribles crueldades. Pero más que por cualquier otra cuestión, me sentía afectado por lo que Zululú le dijera para impedir que su atentado llegara más lejos.

»"No hay duda de que la potencia que protege la vida de Rondabá —me decía a mí mismo—, ama a quienes practican el bien. Así pues, esa potencia pura y suprema no debe ser la que se dispone a recibir en su palacio a unos individuos tan malvados como nosotros dos. Y si es superior a las demás, ¿qué va a ser, entonces, de nosotros? ¡Oh, Mahoma! ¡Oh, profeta predilecto del creador del mundo! Siento que me has abandonado[115] a mi propia suerte, pues ya sólo puedo encontrar abrigo entre tus enemigos".

»Aquel pensamiento desesperado sirvió de broche a mis remordimientos. Y en el fondo de mi corazón, aunque ya demasiado tarde, me di cuenta de que quien siempre los suscitaba era la princesa de Gilán.

»Dejé que Firuzká me sacara de la ensoñación que tanto le preocupaba, y dado que no podía evocar el pasado —probablemente, tampoco lo habría deseado— sólo me quedaba lanzarme, con los ojos cerrados, al abismo de lo por venir.

»Una dulce lluvia de tiernos besos consiguió disipar aquella nube; pero Firuzká, al embriagarme de amor, solo conseguía incrementar el temor que tenía de perderla por cualquier imprevisto, como el que acababa de ocurrir. Así pues, como, por otra parte, ella no podía constatar la fealdad de Rondabá y lamentaba el tiempo que habíamos perdido a lo largo del camino y que, según decía —y yo me esforzaba en creerla—, conducía a la auténtica morada de la felicidad, ambos, de común acuerdo y con la alegría unánime de nuestros veinte eunucos negros, pusimos todo lo posible de nuestra parte para llegar cuanto antes a Istajar.

»Ya había anochecido cuando subimos a la Terraza de las Columnas, que recorrimos con cierto terror, a pesar de que todo lo que nos dijéramos el uno al otro estuviese impregnado de ternura y cordialidad. Ya no nos ofrecía el firmamento el suave resplandor de la luna; no veíamos más que el rielar de las estrellas, pero su vacilante claridad sólo conseguía realzar el sombrío tamaño de los objetos que aparecían ante nosotros. No echábamos de menos ninguna de las cosas bellas ni de las riquezas de la esfera que estábamos a punto de abandonar, ni tampoco soñábamos con las que nos deparaba el lugar adonde nos dirigíamos, pues sólo nos preocupaba la esperanza de vivir en donde jamás nos viéramos separados, aunque tuviésemos la impresión de que algunos lazos invisibles aún nos mantenían atados a la tierra.

»Con aquel tipo de pensamientos, nos resultó imposible reprimir un escalofrío al ver que los negros acababan de formar una enorme pila con los cabellos que habíamos traído. Con temblorosa mano, acercamos las antorchas que debían prenderles fuego y por poco no nos morimos de espanto al abrirse la tierra ante nosotros, con mil restallidos espantosos. A la vista de la escalera que auguraba un fácil descenso y de los cirios que iluminaban sus entrañas, recobramos un tanto la confianza. Y cuando, tras abrazarnos con ardor y cogernos de la mano, comenzamos a bajar con sumo cuidado por ellas los veinte negros, de los que ya ni nos acordábamos, se precipitaron de manera tan impetuosa sobre nosotros que fuimos a darnos de cabeza contra el portal de ébano.

»Nada diré de la terrible impresión que nos dio este lugar —pues todos los que se encuentran aquí debieron sentir algo parecido—, aunque lo que más nos asustó fue encontrarnos con el mago. Se paseaba entre la lúgubre y errante muchedumbre con la mano derecha puesta en el corazón. Nada más darse cuenta de nuestra presencia —las llamas que le devoraban el corazón le salían por los ojos— nos lanza una espantosa mirada y se aleja, precipitadamente, de nosotros. Poco después, un malicioso div se acerca a Firuzká.

»—Rondabá —le dice— ha recobrado su belleza y acaba de subir al trono de Corasmia. La hora de su triunfo es la de vuestra eterna desesperanza[116].

»Finalmente, Iblís nos dio a conocer lo terrible de nuestra suerte. ¡Él era el dios a quien habíamos servido! ¡Qué espantosa la sentencia pronunciada! ¡Nosotros, que tanto nos amamos y que vinimos a este lugar para poder amarnos siempre, deberemos odiarnos, odiarnos eternamente! ¡Oh, funesto y execrable pensamiento que, en este mismo instante, aniquila nuestro ser!