Historia del Califa Vathek

Vathek, noveno califa de la estirpe de los Abasíes, hijo de Motassem y nieto de Harún al Rachid, había subido al trono en la flor de la edad. Las grandes cualidades que ya poseía por aquel entonces hicieron presagiar a sus súbditos que su reinado sería feliz y duradero. De semblante agradable y majestuoso, uno de sus ojos cobraba aspecto tan terrible, cuando montaba en cólera, que su mirada resultaba insoportable: el desgraciado a quien miraba fijamente se caía de espaldas, llegando en ocasiones a expirar, incluso, en el sitio[15]. De modo que, por temor a despoblar sus estados y convertir su palacio en un erial, el Príncipe no montaba en cólera sino muy raramente.

Era muy dado a las mujeres y al buen yantar. Su generosidad no conocía límite, ni freno su libertinaje, pues, al igual que Ornar ben Abdalaziz[16], no creía que para alcanzar el Paraíso en el otro mundo hubiera que hacer un infierno de éste.

Vathek sobrepasaría en magnificencia a todos sus predecesores. Como el palacio de Alkorremi, levantado por su padre Motassem en la colina de los Caballos Píos, desde el que se dominaba completamente la ciudad de Samará[17], no le pareciera suficientemente amplio, le añadió cinco alas, que más bien serían otros tantos palacios, destinados a satisfacer cada uno de sus sentidos.

En el primero de ellos dispuso que las mesas, repletas siempre de los más exquisitos manjares, se renovaran continuamente a medida que éstos se fueran enfriando. Los más delicados vinos y los mejores licores manaban a raudales de cien fuentes, que nunca se secaban. Aquel palacio recibía el nombre de El Festín Continuo, también llamado El Insaciable.

El segundo era conocido como El Templo de la Melodía o El Néctar del Alma. Albergaba a los músicos y poetas más importantes de la época, quienes después de ejercitar en él su arte se desperdigaban en grupo por los alrededores, que vibraban con sus cantos.

El palacio llamado Las Delicias de los Ojos o Sustento de la Memoria suponía un hechizo imperecedero. En él se daban cita, de manera profusa y ordenada, todo tipo de rarezas traídas de los cuatro rincones del mundo, pudiendo contemplarse lo mismo una galería de pinturas del célebre Mani[18] que unas estatuas que parecían animadas. Aquí una perspectiva ciertamente lograda engañaba el sentido de la vista; allá la magia de la óptica conseguía, plácidamente, confundirla; acullá se encontraban todos los secretos de la naturaleza. En una palabra, Vathek, el más curioso de todos los hombres, no había omitido nada en aquel palacio de lo que pudiera dar contento a la curiosidad de quienes lo visitaban.

El palacio de los Perfumes, también llamado Incitación a la Voluptuosidad, se hallaba dividido en varias salas. En él ardían, incluso en pleno día, antorchas y pebeteros. Y para disipar la placentera embriaguez que producía aquel lugar se bajaba a un vasto jardín, donde la reunión de tanta flor conseguía que pudiera respirarse un aire suave y reparador.

En el quinto palacio, que recibía el nombre de Reducto de la Alegría o El Peligroso, se encontraban muchos corrillos de muchachas, bellas y obsequiosas como huríes[19], que jamás se cansaban de acoger a quienes el Califa quisiera darles de compañero.

Mas, a pesar de todas las voluptuosidades en que Vathek se solazaba, aquel príncipe no era menos amado por sus súbditos. Creíase que un soberano que se entrega al placer es, como mínimo, tan apto para el gobierno como aquel que se declara en su contra. Pero, dado lo ardiente e inquieto de su carácter, Vathek no se contentaría sólo con eso. Cuando su padre aún vivía, tanto había estudiado para no aburrirse que sabía demasiado; por eso mismo acabó por querer saber de todo, incluso hasta de ciencias que eran inexistentes. Le complacía discutir con los sabios; pero a condición de que no llevasen demasiado lejos sus discrepancias. A unos les cerraba la boca con regalos; a otros, cuya tozudez se resistía a su liberalidad, los enviaba a prisión para refrenar sus ímpetus: remedio este que, con frecuencia, tenía éxito.

También quiso Vathek inmiscuirse en querellas teológicas, y no se decantó, precisamente, por la opinión considerada generalmente como ortodoxa. Esto explica que tuviera a todos los devotos en su contra y que los persiguiera, ya que, a toda costa, siempre quería tener razón.

En el séptimo cielo, el gran profeta Mahoma, de quien los califas vienen a ser sus vicarios, se mostraba indignado por la conducta irreligiosa de uno de sus sucesores:

—Dejémosle hacer —decía a los genios, siempre dispuestos a cumplir sus órdenes—, veamos hasta dónde llegan su locura e impiedad; si se excede, ya sabremos castigarle adecuadamente. Ayudadle a construir esa torre que, a imitación de Nemrod[20], ha comenzado a levantar, aunque no para salvarse de un nuevo diluvio, como aquel gran guerrero, sino como resultado de su insolente curiosidad en penetrar los secretos del Cielo. ¡Por mucho que se afane, jamás adivinará el destino que le espera!

Los genios obedecieron, y si por el día los obreros conseguían que la torre tuviera un codo más de altura, durante la noche ellos le añadían otros dos. La rapidez con que se construyó aquel edificio halagó la vanidad de Vathek, ya que le permitió pensar que hasta la materia inanimada se plegaba a sus designios. Mas, a pesar de toda su ciencia, aquel príncipe no tenía en cuenta que los insensatos y los malvados no tardan mucho en ver volverse contra ellos sus éxitos.

Su soberbia llegó al culmen cuando, nada más subir por primera vez los once mil[21] peldaños de su torre, miró hacia abajo. Los hombres le parecían hormigas, las montañas, conchas, y las ciudades, panales de abeja. La imagen que desde aquellas alturas tuvo de su propia grandeza acabó de trastornarle del todo. Y cuando estaba a punto de adorarse a sí mismo, observó, al alzar sus ojos al cielo, que los astros seguían tan alejados de él como si se hallase a ras del suelo. Poco le importó aquella vista, pues supo consolarse de la involuntaria certeza de su propia insignificancia mediante el recurso de aparentar ser grande a los ojos de los demás; por ello se jactó de que las luces de su espíritu llegarían más allá de donde abarca la simple vista y de que conseguiría que las estrellas le revelasen los secretos de su destino.

A tal efecto, pasaba la mayoría de las noches en el pináculo de su torre, imaginándose, por creerse iniciado en los misterios astrológicos, que los planetas le anunciaban aventuras maravillosas. Su heraldo sería un hombre extraordinario que debía provenir de un país del que nunca hubiera oído hablar. Así pues, a partir de entonces puso más atención en los extranjeros que llegaban, anunciando al son de los heraldos que recorrían las calles de Samará que ninguno de sus súbditos retuviera o diese alojamiento a viajero alguno, y que a todos ellos se los condujese a palacio.

Algún tiempo después de esta proclama, apareció un hombre cuyo semblante era tan espantoso que los guardias que le habían aprehendido se habían visto obligado a cerrar los ojos mientras le conducían a palacio. El propio Califa se sintió incómodo ante su horrible figura pero, tras aquel involuntario espanto, la alegría no tardaría en hacer acto de presencia, pues el desconocido exhibió ante el Príncipe todo tipo de rarezas nunca vistas ni, mucho menos, imaginadas.

En efecto, nada había tan extraordinario como las mercancías del extranjero. La mayoría de sus joyas no sólo eran magníficas, sino que estaban concienzudamente trabajadas. Además poseían una particular virtud, descrita en el correspondiente rollo de pergamino atado a cada una de ellas. Había babuchas que incitaban a caminar, cuchillos que cortaban por sí solos, sables que herían a la menor insinuación; y todo se veía realzado por piedras preciosas que a todos les resultaban desconocidas.

Entre tanto portento había unos sables de hoja centelleante, tanto que deslumbraban. El Califa quiso tenerlos con el propósito de entretenerse en descifrar los desconocidos caracteres que llevaban grabados. Sin preguntarle al mercader cuál era su precio, hizo llevar ante él todo el oro acuñado del reino, invitándole a que tomase lo que quisiera; lo que el otro hizo en solemne silencio, contentándose con coger una exigua cantidad.

Vathek no puso en duda que el silencio del desconocido pudiera tener otra causa que el respeto inspirado por su presencia. Condescendiente, le ordenó que se acercase hasta él, y entonces le preguntó, con aire afable, quién era, de dónde venía y en qué lugares había adquirido cosas tan bellas. El hombre, o mejor dicho, el monstruo, en vez de responder a tales preguntas, se restregó tres veces la frente, más negra que el ébano, se golpeó cuatro veces el vientre, de enorme perímetro, abrió unos enormes ojos, que parecían dos tizones ardientes, y se echó a reír con horrible estruendo, mostrando unos grandes dientes de color ámbar, entreverados de verde.

El Califa, un tanto sobrecogido, repitió su pregunta; pero siguió sin recibir respuesta. Entonces, comenzando a impacientarse, exclamó:

—¿De veras sabes, desventurado, quién soy yo, y de quién te estás burlando?

Y dirigiéndose a sus guardias, preguntó si ellos le habían oído hablar. Respondieron que sí, pero que sólo había dicho despropósitos.

—Que hable de nuevo —prosiguió Vathek—, que hable del modo que sea, pero que me diga quién es, de dónde viene y de dónde ha sacado las extrañas curiosidades que me acaba de ofrecer. Juro por la asna de Balaam[22] que si persiste en su silencio haré que se arrepienta de su obstinación.

Y mientras hablaba, el Califa no se privó de lanzar contra el desconocido una de sus peligrosas miradas; pero el otro no sólo no se inmutó, sino que el terrible y mortífero ojo no hizo mella en él.

Sería imposible expresar el asombro de los cortesanos al observar que el maleducado mercader salía airoso de tamaño trance. Se habían tendido de bruces y habrían seguido en esa postura si el Califa no les hubiese dicho con voz airada:

—¡Levantaos, haraganes, y prended a ese miserable! ¡Que sea conducido a la cárcel y vigilado de cerca por mis mejores soldados! Puede llevar consigo el dinero que acabo de entregarle; que lo guarde, pero que hable.

Tras aquellas palabras, cayeron a mansalva sobre el extranjero; le encadenaron con gruesos grilletes y le condujeron a la cárcel de la gran torre. Siete verjas de barrotes de hierro, guarnecidos de púas tan largas y aceradas como espetones, le rodeaban por todas partes.

Pero el Califa permanecía sumido en la más violenta agitación. No hablaba; apenas quiso sentarse a la mesa y tan sólo probó treinta y dos platos de los trescientos que le eran servidos a diario. Solamente aquella dieta, a la que no estaba acostumbrado, habría bastado para impedirle dormir, ¡cómo no iba a acusar su efecto, unido a la inquietud que le embargaba! De modo que, en cuanto amaneció, corrió hacia la cárcel, a entrevistarse de nuevo con el pertinaz desconocido. Pero su rabia fue indescriptible cuando vio que ya no estaba allí, que las verjas estaban rotas y sin vida los guardias. Presa del más extraño delirio, comenzó a dar grandes puntapiés a los cadáveres que le rodeaban y siguió golpeándolos de la misma manera durante todo el día. Sus cortesanos y visires hicieron todo lo posible para calmarlo, pero viendo que no podrían conseguirlo, exclamaron al unísono:

—¡El Califa se ha vuelto loco! ¡El Califa se ha vuelto loco!

Aquellas palabras no tardaron en ser repetidas en todas las calles de Samará, hasta que, finalmente, llegaron a oidos de la princesa Carathis, la madre de Vathek, la cual se dispuso, tremendamente alarmada, a poner en práctica el ascendiente que tenía sobre su hijo. Su llanto y, también, sus abrazos consiguieron calmar al Califa, quien cediendo al pronto ante sus ruegos, se dejó conducir, de regreso, a su palacio.

Carathis puso especial cuidado en no dejar solo a su hijo. Después de conseguir que se acostara, se sentó a su lado, intentando darle consuelo y tranquilidad por la vía del diálogo. Nadie mejor que ella para triunfar en el empeño, pues Vathek la amaba y respetaba como madre, pero sobre todo como mujer dotada de inteligencia superior, ya que Carathis, por ser griega de nacimiento, había conseguido que él adoptara el método y las ciencias de aquel pueblo, tan odiado[23] por los buenos musulmanes.

La astrología judiciaria[24] era una de ellas y Carathis la dominaba a la perfección. Por tanto, su primera atención consistió en que su hijo recordara lo que le había sido prometido por las estrellas, por lo que le sugirió que las consultara de nuevo.

—¡Ay! —respondió el Califa, nada más recobrar el habla—. Soy un insensato, pero no por propinarles a mis guardias cuarenta mil puntapiés, como castigo por dejarse matar neciamente, sino por no darme cuenta de que aquel hombre extraordinario era el anunciado por los planetas. En lugar de maltratarlo debía haber intentado ganármelo con amabilidad y lisonja.

—Nada de recordar lo pasado —le respondió Carathis—, hay que pensar en el porvenir. Quizá veáis de nuevo a quien ahora echáis en falta; quizá las inscripciones grabadas en las hojas de los sables puedan ofreceros alguna pista. Comed y dormid, querido hijo; y mañana ya veremos qué es lo que hay que hacer.

Vathek, que siguió el sabio consejo, se levantó al día siguiente con mejor estado de ánimo, por lo que le faltó el tiempo para ordenar que le trajeran al punto los sables maravillosos. Y para que su brillo no le cegara mientras se esforzaba en descifrar sus caracteres, los contempló a través de un vidrio ahumado. Pero fue en vano: por mucho que se estrujara la mollera fue incapaz de distinguir una sola letra. Y si Carathis no hubiera llegado en el momento preciso, aquel contratiempo le habría hecho recaer en los furores del día anterior.

—Tened paciencia, hijo mío —dijo—. Bien es cierto que domináis todas las ciencias. Saber idiomas es una fútil prerrogativa del pedante. Prometed recompensas dignas de vos a quienes sean capaces de explicar estas palabras bárbaras que no comprendéis, por no hallarse a vuestra altura, y muy pronto seréis satisfecho.

—¡Es posible! —dijo el Califa—. Pero, mientras tanto, me veré abrumado por una multitud de sabihondos que probarán fortuna, no sólo para darse coba, sino para conseguir la ansiada recompensa.

Y, tras un momento de reflexión, añadió:

—Quiero ahorrarme las molestias. Haré morir a todos los que no me den satisfacción, pues, gracias al Cielo, tengo el suficiente juicio para ver si traducen o inventan.

—¡Oh, no lo dudo! —respondió Carathis—. Pero dar muerte a los ignorantes es castigo algo severo que puede traer peligrosas consecuencias. Contentaos con hacer que les quemen la barba[25]; las barbas no le son tan necesarias al Estado como los hombres.

Una vez más, el Califa se avino a las razones de su madre e hizo llamar a su primer visir.

—Morakanabad —dijo—, dispón que en Samará y en las demás ciudades de mi Imperio los pregoneros hagan saber que todo aquel que descifre caracteres que parezcan indescifrables tendrá pruebas de mi liberalidad, famosa en todo el mundo; pero que a quienes fracasen se les quemará la barba hasta el último pelo. Que también se diga que entregaré cincuenta hermosas esclavas e igual número de cajas de albaricoques de la isla de Kirmit a quienquiera que me aporte noticias del extraño hombre al que deseo volver a ver.

A los súbditos del Califa, siguiendo en ello a su señor, les gustaban mucho las mujeres y las cajas de albaricoques de la isla de Kirmit, por lo que aquellas promesas les hicieron la boca agua, pero no pudieron saborearlas porque nadie sabía qué había sido del extranjero. No ocurrió lo mismo con la primera solicitud del Califa. Los sabios, los sabihondos y los que no eran ni lo uno ni lo otro, pero que creían serlo, se atrevieron valientemente a arriesgar la barba, y todos ellos la perdieron. Los eunucos no hacían más que quemar las susodichas pilosidades, lo que acabó dándoles un olor a chamusquina tan molesto para las mujeres del serrallo que no hubo más remedio que asignarles a otros aquella tarea.

Finalmente, cierto día se presentó un anciano cuya barba excedía en codo y medio a todas las vistas hasta entonces. Los dignatarios de palacio que le acompañaban se dijeron unos a otros:

—¡Qué lastima! ¡Qué lástima tan grande quemar barba tan hermosa!

El Califa pensó lo mismo, pero no tuvo ocasión de lamentarse, pues el anciano leyó sin dificultad los caracteres explicándolos, palabra por palabra, de la siguiente manera:

«Fuimos hechos donde todo se hace bien; somos la maravilla más insignificante de una región donde todo es maravilloso y digno del más grande de los príncipes de la tierra».

—¡Oh, lo has traducido admirablemente! —exclamó Vathek—. Conozco a la persona a la que se refieren estos caracteres. Que se entreguen a este anciano tantos trajes de gala y tantos miles de cequíes como palabras haya pronunciado: ha descargado mi corazón de parte del peso que le oprimía.

Y tras estas palabras, Vathek le invitó a cenar y a pasar, incluso, algunos días en su palacio.

A la mañana siguiente, le mandó llamar, y le dijo:

—Léeme de nuevo lo que ayer me leíste; nunca me cansaré de escuchar las palabras que parecen asegurarme el bienestar que ansío.

El anciano se ajustó al momento sus antiparras verdes. Pero éstas se le cayeron de la nariz en cuanto advirtió que los caracteres del día anterior habían sido reemplazados por otros.

—¿Qué te sucede? —preguntó el Califa—. ¿Qué significan estas muestras de asombro?

—Soberano del mundo, los caracteres de estos sables ya no son los mismos.

—¿Qué dices? —prosiguió Vathek—. Pero no importa; si puedes, explícame su significado.

—Éste es, señor —dijo el anciano—: «La desgracia caerá sobre el temerario que desea saber lo que debiera ignorar y acometer lo que excede a sus facultades».

—¡La desgracia caerá, pero sobre ti! —exclamó el Califa, completamente enajenado—. ¡Fuera de mi vista! Sólo se te quemará la mitad de la barba, puesto que ayer diste con el significado correcto; en cuanto a mis presentes, jamás reclamo lo ya entregado.

El anciano, que era lo suficientemente sabio para pensar que había salido bien librado de la estupidez cometida al decirle a su señor una verdad desagradable, se retiró al punto y no se le volvió a ver.

Vathek no tardaría en arrepentirse de su arrebato. Como no dejaba de examinar los susodichos caracteres, en seguida se dio cuenta de que cambiaban a cada día y de que nadie se había presentado para aclarárselos. Esta inquieta preocupación le inflamó la sangre, causándole vértigos, mareos y una debilidad tan grande que apenas podía tenerse en pie; en aquel estado, no hacía más que ordenar que le llevaran a la torre, con el anhelo de leer algo agradable en los astros; pero esta esperanza se veía truncada, pues los ojos, ofuscados por los vapores de su mente, le traicionaban; tan sólo veía una negra y espesa nube, augurio que le parecía de lo más funesto.

Abrumado por tanta preocupación, el Califa se desanimó del todo; le dio fiebre, el apetito le abandonó y, en vez de seguir siendo el hombre más voraz de la tierra, se convirtió en su bebedor más empedernido. Una sed sobrenatural le consumía, y su boca, abierta como un embudo, recibía, de día y de noche, torrentes de líquido. Así pues, este desgraciado príncipe, incapaz de disfrutar ningún placer, mandó cerrar los palacios de los Cinco Sentidos dejó de aparecer en público, de ostentar su magnificencia y de administrar justicia a sus súbditos, y se retiró al interior del serrallo. Siempre había sido un buen marido, por lo que sus esposas se afligieron de su estado, no escatimando la ocasión de hacer votos por su restablecimiento y de darle de beber.

Entretanto, la princesa Carathis era presa del más vivo dolor. Todos los días se encerraba con el visir Morakanabad para encontrar el medio de curar o, al menos, reconfortar al enfermo. Persuadidos de que se trataba de un hechizo, pasaban conjuntamente las hojas de sus libros de magia y hacían buscar por doquier al horrible extranjero, a quien acusaban de ser el autor del encantamiento.

A pocas millas de Samará había una alta montaña cubierta de tomillo y serpol; una deliciosa llanura coronaba su cima, que podría haberse tomado por el Paraíso destinado a los musulmanes piadosos. Cien bosquecillos de arbustos odoríferos y otros tantos sotos, donde naranjos, cidros[26] y limoneros se entrelazaban con palmeras, viñas y granados, daban cumplida satisfacción tanto al gusto como al olfato. La tierra estaba cuajada de violetas; los ramilletes de alhelíes llenaban el aire con su perfume dulce y balsámico. Cuatro manantiales límpidos, tan caudalosos que habrían bastado para apagar la sed de diez ejércitos, parecían fluir en aquel lugar para imitar, aun más si cabe, al Jardín del Edén, regado por los ríos sagrados. En sus verdeantes orillas, el ruiseñor cantaba el nacimiento de la rosa, su bien amada, lamentándose de lo poco que duran sus encantos; la tórtola deploraba la pérdida de placeres más reales, mientras la alondra saludaba con su canto la luz que trae nueva vida a la naturaleza: en aquel lugar, los pájaros conseguían expresar con su gorjeo, mejor que en ninguna otra parte, todas y cada una de sus pasiones, pues los deliciosos frutos que picoteaban con delectación parecían duplicar sus energías.

En ocasiones llevaban a Vathek hasta aquella montaña para que pudiera respirar el aire puro y beber a su gusto de los cuatro manantiales. Su madre, sus esposas y algunos eunucos eran las únicas personas que le acompañaban. Todos se apresuraban a llenar grandes copas de cristal de roca, que porfiaban en entregarle; pero tal celo no iba acorde con su avidez, pues, con frecuencia, se echaba a tierra para beber el agua a lengüetadas.

Cierto día, en que el deplorable príncipe llevaba demasiado tiempo en tan vil postura, se escuchó una voz ronca, aunque potente, que le apostrofaba así:

—¿Por qué te comportas como un perro? ¡Oh, Califa tan orgulloso de su dignidad y poderío!

Ante estas palabras, Vathek levanta la cabeza y contempla al extranjero, causa de tantas penas. Se turba nada más verlo, la cólera inflama su corazón y exclama:

—¡Y tú, maldito Giaur[27]! ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No estás satisfecho de haber convertido a un príncipe, ágil y siempre dispuesto, en algo parecido a un odre? ¿No ves que me muero, no sólo por beber demasiado sino por estas ansias que tengo de seguir bebiendo?

—Échate, entonces, un trago de esto —le dice el extranjero, ofreciéndole una pequeña redoma llena de un licor rojizo—, y para que, después de la sed de tu cuerpo, calmes la de tu alma, entérate de que soy de la India, pero de una región de la que nadie ha oído nunca hablar[28].

¡Una región de la que nadie ha oído nunca hablar…! Estas palabras fueron para el Califa como un rayo de luz. Suponían la realización de parte de sus deseos, y sin dudar de que los restantes fueran a verse cumplidos, tomó la redoma de licor mágico y, sin más, se la bebió. Al momento, se encontró repuesto, saciada su sed y más ágil de cuerpo que antes. Su alegría fue, entonces, extrema, y saltando al cuello del espantoso indio, besó su boca, fea, prominente y llena de babas, con tanto ardor como si besara los labios de coral de la más hermosa de sus mujeres.

Aquellos transportes no habrían conocido término si la elocuencia de Carathis no le hubiese devuelto la calma, pues sólo ella pudo convencer a su hijo de regresar a Samará, donde, a tal efecto, se haría preceder por un heraldo que gritaba con todas sus fuerzas:

—¡El maravilloso extranjero ha regresado, ha curado al Califa, ha hablado, ha hablado!

Al momento, todos los habitantes de la gran ciudad salieron de sus casas. Grandes y pequeños corrían en masa para ver pasar a Vathek y al indio. No se cansaban de repetir:

—¡Ha curado a nuestro soberano, ha hablado, ha hablado!

Estas palabras se estuvieron repitiendo durante todo el día y ni siquiera serían olvidadas en los festejos públicos que, aquella misma tarde, se celebrarían como signo de alegría: con ellas compondrían los poetas el estribillo de todas las tonadas que iban a cantar tan bonito tema.

Sin pérdida de tiempo, el Califa ordenó abrir de nuevo los palacios de los Sentidos; y como estaba más ansioso de visitar el del Gusto que ningún otro, dispuso que se sirviera en él un espléndido festín, al que fueron admitidos sus favoritos y todos los grandes dignatarios. El indio, que había sido acomodado al lado del Califa, dio a entender que sabría estar a la altura de tan grande honor y que no se excedería en comer, beber o hablar. Pero los platos, una vez servidos, desaparecían de la mesa vistos y no vistos. Todo el mundo se miraba con extrañeza, mientras que el indio, sin darse por enterado, se echaba interminables brindis a la salud de todos, cantaba a voz en cuello, contaba historias que él mismo reía a mandíbula batiente, y ejecutaba improvisaciones, que habrían resultado dignas de aplauso de no necesitar para su declamación el concurso de gestos tan espantosos: durante toda la comida no dejó de parlotear como veinte astrólogos, de comer más que cien carreteros y de beber en proporción a todos ellos.

Pese a que la mesa había sido servida treinta y dos veces consecutivas, el Califa seguía resintiéndose de la voracidad de su vecino. Su presencia se le hacía insoportable y apenas podía ocultar su estado de ánimo y su inquietud; finalmente, encontró un momento para cuchichear al jefe de sus eunucos:

—¡Ya ves, Bababaluk, que este hombre lo hace todo en grande! ¿Qué pasaría si pudiese llegar hasta mis esposas? Ve, redobla la vigilancia y, sobre todo, presta atención a mis circasianas, que le harían más tilín que las demás.

Cuando el pájaro del alba acababa de repetir por tercera vez su canto, se anunció la hora del Diván[29]: Vathek había prometido que lo presidiría en persona. Se levantó de la mesa y se apoyó en el brazo de su visir, más aturdido por el alboroto de su ruidoso convidado que por el vino que había bebido; el pobre príncipe apenas podía tenerse en pie.

Visires, dignatarios de la Corona y hombres de leyes se dispusieron en semicírculo alrededor de su soberano, guardando un respetuoso silencio, mientras el indio, con tanta sangre fría como si permaneciera en ayunas, se sentaba, sin ningún tipo de miramientos, en uno de los peldaños del trono, riéndose, para sus adentros, de la indignación que su osadía despertaba en todos los presentes.

Entretanto, el Califa, un tanto aturrullado, administraba justicia a troche y moche. Su primer visir, dándose cuenta de ello, recurrió, al punto, a un ardid para interrumpir la audiencia y salvar el honor de su señor. Entonces le dijo, en voz muy baja:

—Mi señor, la princesa Carathis ha pasado la noche consultando los planetas y os avisa de que estáis amenazado por un peligro inminente. Cuidaos de que este extranjero, a quien con tanto miramiento pagáis unas cuantas joyas mágicas, no vaya a atentar contra vuestra vida. Su licor, que parecía curaros, podría ser un veneno de efecto retardado. No toméis a la ligera esta advertencia; preguntadle, al menos, de qué está compuesto, de dónde lo ha obtenido, y hacedle mención de los sables que, al parecer, habéis olvidado.

Harto de las insolencias del indio, Vathek respondió a su visir con un gesto de asentimiento y dirigiéndose al monstruo dijo:

—¡Levántate y declara ante el Diván aquí reunido cuáles son las drogas que sirvieron para preparar el licor que me diste de beber; pero, sobre todo, resuelve el enigma de los sables que me vendiste, mostrándote, de tal suerte, merecedor de los favores con que te he colmado!

El Califa calló tras aquellas palabras, proferidas en el tono más moderado que le fue posible. Pero el indio, sin contestar ni abandonar su puesto, siguió con sus carcajadas y sus horribles muecas. Por ello, Vathek ya no pudo contenerse: de un puntapié le arroja del estrado, persiguiéndole y golpeándole con tal rapidez, que incita a todo el Diván a imitarle. Todos los pies se hallan prestos y cada golpe que recibe es un acicate para los que vendrán.

El indio seguía el juego. Como era bajo, se había hecho una bola y rodaba bajo los golpes de sus asaltantes, que le seguían por todas partes con inusitado empecinamiento. Rodando de tal suerte, de sala en sala y de habitación en habitación, la bola atraía en pos de sí a todos con los que se topaba. Del palacio, en plena confusión, salía un tremendo ruido. Las asustadas sultanas miraban a través de sus celosías: en cuanto apareció la bola, ya no pudieron contenerse. Para detenerlas, los eunucos las pellizcaron hasta hacerles sangre, pero en vano, pues se les escaparon, ya que ni siquiera aquellos fieles guardianes, casi muertos de miedo, pudieron evitar seguirle la pista a la fatal bola.

Tras haber recorrido, de tal suerte, las salas, las habitaciones, las cocinas, los jardines y las caballerizas de palacio, el indio, finalmente, se dirigió hacia los patios. El Califa, más empecinado que los demás, le seguía de cerca, propinándole tantos puntapiés como le era posible: su celo fue la causa de que él mismo recibiera algunos embates dirigidos a la bola.

Carathis, Morakanabad y otros dos o tres visires, cuya prudencia se había resistido hasta entonces a la tónica general, queriendo evitar que el Califa diera aquel espectáculo, se arrojaron a sus rodillas para detenerle; pero él saltó por encima de sus cabezas y prosiguió su carrera. Entonces ordenaron a los almuecines que llamaran al pueblo a oración, no sólo para apartarlo del camino sino para comprometerlo, mediante sus súplicas, a alejar de sí tal calamidad; pero todo fue inútil. Bastaba con ver aquella infernal bola para sentirse atraído por ella. Incluso los almuecines, a pesar de haberla visto solamente de lejos, bajaron de sus minaretes y se unieron a la muchedumbre. Ésta aumentó hasta tal punto que, al poco tiempo, no quedaban en las casas de Samará más que paralíticos, tullidos, moribundos y niños de teta, a quienes sus nodrizas habían abandonado para correr más deprisa; hasta Carathis, Morakanabad y los demás habían terminado, finalmente, por unirse a la partida. Los gritos de las mujeres escapadas de los respectivos serrallos; los de los eunucos, esforzándose en no perderlas de vista; los juramentos de los maridos que, sin dejar de correr, se desafiaban unos a otros; el toma y daca de los puntapiés; las caídas a cada paso; todo, en suma, convertía a Samará en algo parecido a una ciudad tomada por asalto y entregada al saqueo. Finalmente, el maldito indio, después de haber recorrido, bajo aquella apariencia de bola, las calles y plazas públicas, acabó por abandonar la ciudad desierta, tomando el camino que conduce a la llanura de Catul para dirigirse a un valle situado al pie de la Montaña de los Cuatro Manantiales.

Una de las vertientes del valle se hallaba bordeada por una elevada colina, mientras que en la otra podía apreciarse la boca de una espantosa sima originada por la continua erosión de las aguas. El Califa y la multitud que le seguía, ante el temor de que la bola acabase cayendo en ella, redoblaron sus esfuerzos para alcanzarla, pero todo fue en vano: rodó hasta la sima y desapareció como una exhalación.

No hay duda de que Vathek se habría precipitado en pos del pérfido Giaur, de no haberse visto detenido por algo parecido a una mano invisible. Al gentío que venía tras él le pasó lo mismo, por lo que se hizo la calma. Y aunque todos se miraban con extrañeza, a pesar de lo ridículo de la situación nadie se rió. Con la mirada baja y el semblante confuso y taciturno tomaron el camino hacia Samará, ocultándose en sus casas, sin pensar que solamente una fuerza irresistible podía haberles hecho caer en la extravagancia que ahora se reprochaban; pues justo es que los hombres que se vanaglorian del bien, del que son meros instrumentos, acaben reivindicando las necedades que no han podido evitar.

El Califa fue la única persona que no quiso abandonar el valle. Ordenó que levantaran en él sus tiendas y, a pesar de las argumentaciones en contra de Carathis y de Morakanabad, se apostó en el borde de la sima. Por más que repitieran que el terreno podía ceder en aquel lugar y que, por otra parte, se hallaba demasiado cerca del mago, sus consideraciones fueron inútiles. Después de ordenar que se mantuvieran encendidas toda la noche mil antorchas se tendió en el fangoso borde del precipicio, intentando, al amparo de las artificiales claridades, ver a través de aquellas tinieblas, que ni siquiera todos los fuegos del Empíreo habrían podido penetrar. Tan pronto creía oír voces que salían del fondo del abismo como se imaginaba poder distinguir entre ellas las inflexiones de la voz del indio; pero no se trataba más que del bramido de las aguas y del fragor de las cataratas que, a grandes borbotones, caían de las montañas.

En tan incómoda situación pasó Vathek aquella noche. Nada más despuntar el día se retiró a su tienda, y en ella se quedó dormido, sin haber probado bocado, no despertándose hasta que la oscuridad no hubo reivindicado para sí, una vez más, el hemisferio. Sólo entonces regresó al lugar de la víspera, que no abandonaría durante varias noches. Se le veía andar a zancadas y mirar, con talante enfurecido, a las estrellas, como reprochándoles el haberle engañado.

En una ocasión y sin previo aviso, desde el valle hasta más allá de Samará, el azur del cielo se entreveró de largas rayas de color sangre; aquel horrible fenómeno parecía concernir a la gran torre. El Califa quiso subir hasta ella, pero las fuerzas le abandonaron y transido de pavor se cubrió la cabeza con el faldón de su vestido.

Aquellos espantosos prodigios no hicieron más que excitar su curiosidad. Por consiguiente, en vez de tranquilizarse, persistió en su deseo de permanecer en el lugar en que desapareciera el indio.

Cierta noche, justo cuando daba su paseo solitario por la llanura, la luna y las estrellas se eclipsaron de repente: su luz dio paso a la tiniebla más impenetrable y pudo oír, saliendo de las agitadas entrañas de la tierra, la voz del Giaur, que gritaba con estruendo más fuerte que el del trueno:

—¿Quieres entregarte a mí, adorar a las potencias terrenales y renunciar a Mahoma? Si aceptas, abriré para ti el palacio del Fuego Subterráneo. En él, bajo inmensas bóvedas, contemplarás los tesoros prometidos por las estrellas: de allí proceden mis sables y allí es donde reposa Suleimán, hijo de Daud[30], rodeado de los talismanes que subyugan al mundo.

El Califa, atónito, aunque manteniendo el ademán de un hombre hecho a las aventuras sobrenaturales, le respondió, tembloroso:

—¿Dónde estás? ¡Muéstrate a mí! ¡Disipa estas tediosas tinieblas! Después de gastar tantas antorchas en localizarte, enséñame, al menos, tu espantoso rostro.

—Entonces, abjura de Mahoma —replicó el indio—, y dame pruebas de tu sinceridad, o no me volverás a ver.

El desgraciado Califa accedió a su petición y, al momento, el cielo se despejó, por lo que, al resplandor de los planetas que parecían envueltos en llamas, pudo ver la tierra entreabierta. Al fondo se divisaba un portal de ébano. Ante él se encontraba el indio, que hacía sonar contra su cerradura una llave de oro que tenía en la mano.

—¡Ah! —exclamó Vathek—. ¿Cómo puedo bajar hasta donde te encuentras sin romperme la crisma? Ven a cogerme y ábreme la puerta cuanto antes.

—¡Calma! —respondió el indio—. Has de saber que tengo mucha sed y que hasta que no la haya saciado no podré abrirte la puerta. Necesito la sangre de cincuenta niños: elígelos de entre los hijos de tus visires y dignatarios; hasta entonces, ni mi sed ni tu curiosidad se verán satisfechas. Regresa, pues, a Samará; tráeme lo que deseo; arrójalo tú mismo a esta sima… y entonces verás.

Tras estas palabras, el indio se dio media vuelta; y el Califa, llevado por todos los demonios, se decidió al horroroso sacrificio. Así pues, puso cara de haber recuperado la tranquilidad y se encaminó hacia Samará, entre las aclamaciones de la gente, que todavía le amaba. Tan bien disimuló la involuntaria turbación de su alma que consiguió engañar a Carathis y a Morakanabad lo mismo que a los demás. Ya sólo se habló de festejos y diversiones. Incluso se trajo a colación el asunto de la bola, que hasta entonces nadie se había atrevido a mencionar: por todas partes se tomaba a broma, aunque no todo el mundo tenía motivos para reírse de él, puesto que, como resultado de las heridas sufridas durante aquella memorable aventura, todavía había bastante gente al cuidado de los cirujanos.

Vathek se sentía muy contento de que todo se hubiera desarrollado de aquella manera, porque veía que favorecía la consecución de sus abominables designios. Adoptaba un aire afable con todos, especialmente con sus visires y dignatarios. Al día siguiente los invitó a un suntuoso banquete. Paulatinamente, fue llevando la conversación hacia asuntos familiares, preguntando entonces, con aire benévolo, quién tenía los hijos más hermosos. Fue cosa de poco que cada uno de los padres se apresurase a situar a los suyos por encima de los demás. Los ánimos se caldearon y se habría llegado a las manos a no ser por la intervención del Califa, el cual fingió querer juzgar por sí mismo.

No tardó en llegar un grupo de aquellos desgraciados niños. La solicitud materna les había engalanado con todo lo que pudiera realzar su belleza. Pero mientras aquella esplendente lozanía atraía hacia sí todas las miradas y todos los corazones, Vathek la examinaba con avidez pérfida, que le condujo a elegir cincuenta de ellos para sacrificarlos al Giaur. Sólo entonces, dándose aires de bonhomía, propuso celebrar una fiesta en la llanura, en honor de sus jóvenes favoritos. Pues ellos eran, así decía él, quienes más debían alegrarse de su restablecimiento.

La bondad del Califa resulta irresistible y no tarda en ser conocida en toda Samará. Se aprestan literas, camellos y caballos; mujeres, niños, ancianos y jóvenes se acomodan a su gusto. El cortejo se pone en marcha, seguido por todos los confiteros de la ciudad y sus arrabales; el pueblo en masa, y a pie, lo sigue; todos están contentos y nadie se acuerda de lo caro que la última vez les salió a algunos tomar aquel camino.

La velada era agradable, el aire fresco, el cielo sereno; las flores exhalaban su perfume. La sosegada naturaleza parecía disfrutar de los rayos del sol poniente. Su suave luz teñía de oro la cima de la Montaña de los Cuatro Manantiales, realzando la belleza de su pendiente y dando colorido a los saltarines rebaños. Sólo se escuchaba el murmullo de las fuentes, el son de los caramillos[31] y las voces de los pastores que se llamaban unos a otros en las colinas.

Las desgraciadas víctimas, que no iban a tardar en ser inmoladas, venían a sumarse a esta conmovedora escena, osando inocencia y confianza, los niños avanzaban hacia la planicie, sin cejar en sus jugueteos: uno perseguía mariposas, otro recogía flores o recolectaba piedrecillas lustrosas; varios, en fin, se alejaban, con grácil paso, por el simple placer de encontrarse de nuevo y darse mil besos.

Ya se divisaba, a lo lejos, la horrible sima en cuyo fondo se hallaba el portal de ébano. Era como un negro surco que dividiese el llano por la mitad. Morakanabad y sus cofrades lo tomaron por una de tantas obras chocantes en que se complacía el Califa. ¡Desgraciados! Nada sabían del fin para el que había sido creada. Vathek, que no deseaba que examinaran de cerca el fatídico lugar, mandó hacer un alto y trazar un gran círculo. La guardia de eunucos se destaca para medir la liza destinada a las carreras y preparar las anillas que deberán servir de blanco a las flechas. Los cincuenta jovencitos se desnudan apresuradamente: la flexibilidad y los agradables contornos de sus delicados miembros resultan admirables. Sus ojos chispean de alegría, que se repetirá en los de sus padres. Cada uno hace votos por el pequeño combatiente que le toca más de cerca y todos están atentos a los juegos de aquellos seres amables e inocentes.

El Califa aprovecha este momento para alejarse de la muchedumbre. Mientras camina al borde de la sima escucha, no sin temblar, al indio, que, rechinando los dientes, dice:

—¿Dónde están? ¿Dónde están?

—¡Despiadado Giaur! —respondió Vathek, tremendamente turbado—. ¿No hay modo de contentarte sin ese sacrificio que exiges? ¡Ah! Si vieses la belleza de estos niños, su gracia y su ingenuidad, te ablandarías.

—¡No me vengas con ternezas, so charlatán! —exclamó el indio—. Venga, dámelos, y de prisa, o mi puerta se te cerrará para siempre.

—No grites tan alto —dijo el Califa, sonrojándose.

—¡Oh! De acuerdo en esto último —añadió el Giaur, con sonrisa de ogro—; veo que no careces de entereza, tendré paciencia un ratito más.

Mientras tenía lugar aquel espantoso diálogo, las competiciones estaban en su mejor momento. Y justo cuando el ocaso comenzaba a marcar de sombras las montañas concluyeron. Entonces, el Califa, de pie al borde de la sima, exclamó con todas sus fuerzas:

—¡A ver, esos cincuenta jóvenes, mis favoritos, que se me acerquen[32], y que lo hagan en el orden en que han triunfado en los juegos! Al primero le daré el brazalete de diamantes, al segundo el collar de esmeraldas, al tercero el cinturón de topacios, y a todos los demás, lo que vaya quedando de mi vestimenta, hasta llegar a las babuchas.

Tras estas palabras, redoblaron las aclamaciones: la bondad de un príncipe que era capaz de desnudarse para divertir a sus súbditos y animar a los jóvenes llegó a ponerse por las nubes. Mientras tanto, el Califa, desvistiéndose poco a poco y elevando el brazo tan alto como podía, iba mostrando cada uno de los premios; pero mientras que con una mano se los entregaba a los niños, que estaban ansiosos de cogerlos, con la otra los iba empujando a la sima, donde el Giaur, sin dejar de refunfuñar, repetía incansable:

—¡Más! ¡Más!

Aquella horrible artimaña se efectuaba con tanta rapidez que el niño que la sufría no tenía tiempo para pensar en la suerte corrida por los que le habían precedido; y en cuanto a los espectadores, la oscuridad y la distancia les impedían ver nada. Finalmente, Vathek, tras haber despeñado de tal suerte a la quincuagésima víctima, pensó que el Giaur acudiría a llevárselo para entregarle la llave de oro. Cuando ya se veía a sí mismo con la grandeza de Suleimán y sin tener que rendir cuentas a nadie, la grieta se cerró y, ante su gran asombro, volvió nuevamente a sentir bajo sus pies la tierra firme. Su rabia y desesperación fueron algo indescriptible. Maldecía la perfidia del indio; le llamaba con los apelativos más infames y pataleaba, como si con ello quisiera hacerse oír. Aquella agitación le duró hasta que, agotado, rodó por tierra, como si hubiera perdido la razón. Sus visires y dignatarios, que se hallaban más cerca de él que los demás, creyeron en un principio que se había sentado en la hierba para jugar con los niños, pero, llevados por una especie de funesto presentimiento, se adelantaron, viendo completamente solo al Califa, quien, con apariencia enajenada, les dijo:

—¿Qué queréis?

—¡Nuestros hijos! ¡Nuestros hijos! —exclamaron.

—Dais risa —respondió—, haciéndome responsable de las desgracias de la vida. Vuestros hijos han caído, mientras jugaban, en el precipicio que había en este sitio, y yo mismo me habría caído en él si no hubiera dado un salto hacia atrás.

Tras estas palabras, los padres de los cincuenta niños profirieron desgarradores gritos, repetidos por las madres una octava más alta, mientras todos los demás, que no sabían a qué venían aquellos gritos, les superaban en aullidos. Al pronto, todos se decían:

—Es una jugarreta que nos ha gastado el Califa para agradar a su maldito Giaur. ¡Castiguémosle por su perfidia! ¡Venguémonos! ¡Venguemos la sangre inocente!

¡Arrojemos al abismo a este príncipe cruel, y que desaparezca hasta su recuerdo!

Carathis, asustada por aquellos comentarios, se acercó a Morakanabad.

—Visir —dijo—, vos, que habéis perdido dos hermosos niños, debéis sentiros el más desdichado de los padres; pero ya que sois virtuoso, ¡salvad a vuestro señor!

—Sí, señora —respondió el visir—. Intentaré, aun a riesgo de mi vida, sacarle del peligro en que se encuentra; pero, acto seguido, le abandonaré a su funesto destino.

—Bababaluk —prosiguió ella—, poneos al frente de vuestros eunucos; dispersemos a la muchedumbre y, si es posible, llevemos de nuevo a su palacio a este desgraciado príncipe.

Por primera vez en su vida, Bababaluk y sus compañeros agradecieron la circunstancia de que se les hubiera incapacitado para ser padres. Obedecieron al visir, que, secundándolos lo mejor que pudo, consiguió realizar cabalmente su generosa empresa, tras lo cual se retiró para poder llorar a su aire.

Después de que regresara el Califa, Carathis mandó cerrar las puertas de palacio; pero al ver que el tumulto aumentaba y que por todas partes llovían insultos, dijo a su hijo:

—¡Poco importa si tenéis o no razón! Hay que salvaros la vida. Retirémonos a vuestros aposentos; una vez allí pasaremos al subterráneo que sólo vos y yo conocemos y ganaremos la torre, donde, con la ayuda de los mudos que jamás han salido de ella, resistiremos de sobra. Bababaluk creerá que aún seguimos en el palacio y defenderá su entrada por la cuenta que le tiene; entonces, sin tener que aguantar los consejos de ese llorón de Morakanabad, ya veremos qué es lo que más conviene hacer.

Vathek no respondió ni una sola palabra a todo lo que su madre le decía y la dejó hacer; pero mientras caminaba, repetía, de continuo:

—¿Dónde estás, horrible Giaur? ¿Te has comido ya a los niños? ¿Dónde están tus sables, tu llave de oro, tus talismanes?

Aquellas palabras tuvieron como resultado que Carathis adivinase parte de la verdad. Y, una vez en la torre, cuando su hijo se hubo tranquilizado, no le costó gran trabajo sonsacársela. Pues lejos de tener escrúpulos, era todo lo malvada que pueda ser una mujer, lo que no es poco, ya que este sexo pone especial empeño en sobrepujar al que le disputa la supremacía. Por lo tanto, el relato del Califa no causó a Carathis sorpresa ni horror; sólo se sintió impresionada por las promesas del Giaur, pues dijo a su hijo:

—Aunque hay que reconocer que este Giaur es un tanto sanguinario, las potencias terrenales deben de ser aún más terribles; pero las promesas de uno y los dones de las otras bien valen la pena de algún pequeño esfuerzo; ningún crimen ha de ser escatimado cuando tamaños tesoros son su recompensa. Dejad, por ello, de quejaros del indio, pues estimo que no habéis cumplido todas las condiciones que exige su servicio. No dudo que deba hacerse un sacrificio a los espíritus subterráneos, y será cuestión de pensar en ello una vez dominado este tumulto. Voy a restablecer la calma y no cuidaré de escatimar vuestros tesoros, ya que, dentro de poco, ambos tendremos muchos más.

La Princesa, que dominaba a las mil maravillas el arte de la persuasión, regresó por el subterráneo y, ya en palacio, se asomó a una ventana, dejándose ver por la muchedumbre, a la que arengó, mientras Bababaluk arrojaba oro a manos llenas. Ambas medidas resultaron eficaces: se apaciguó el tumulto, todos regresaron a sus casas y Carathis tomó de nuevo el camino de la torre.

Cuando apenas se dejaba oír la oración que daba comienzo al día, Carathis y Vathek subieron por los innumerables peldaños que conducían al pináculo de la torre, donde permanecieron algún tiempo, a pesar de que la mañana estuviese triste y lluviosa. Aquella sombría claridad era más que suficiente para reconfortar sus malvados corazones. Cuando vieron que el sol lograba atravesar la capa de nubes, hicieron instalar un toldo para que les sirviera de escudo contra sus rayos. El Califa, vencido por la fatiga, no pensó más que en descansar y, con la esperanza de tener visiones esclarecedoras, se abandonó al sueño. Por su parte, la inquieta Carathis, seguida de parte de sus mudos, comenzó los preparativos del sacrificio que debería tener lugar de noche.

Por angostas escaleras, talladas en el interior del muro y conocidas tan sólo por ella y su hijo, descendió en primer lugar hasta los misteriosos pozos que mantenían a buen recaudo las momias de los antiguos faraones, robadas de sus tumbas, llevándose buen número de ellas; después se dirigió a una galería, donde, bajo la guardia de cincuenta negras, mudas y tuertas del ojo derecho[33], se guardaba aceite de serpiente de las especies más venenosas, cuernos de rinoceronte y maderas de aroma sofocante, que unos magos habían talado en el interior de la India, por no hablar de otras mil rarezas, a cuales más espantosas: Carathis había reunido personalmente aquella colección, con la esperanza de tener, antes o después algún trato con las potencias infernales, a las que amaba apasionadamente y cuyo sabor no resultaba extraño a su paladar.

Para familiarizarse con los horrores que pensaba poner en práctica, permaneció algún tiempo con sus negras, que bizqueaban de manera seductora cada vez que miraban, arrobadas y con el único ojo que les quedaba, a calaveras y esqueletos, haciendo espantosas contorsiones y dando chillidos a medida que los iban sacando de los armarios, pero sin dejar de hacerle carantoñas a la Princesa, hasta que acabaron por aturdirla. Al final, sofocada por aquellos olores mefíticos, Carathis se vio obligada a abandonar la galería, después de haberla esquilmado de parte de sus abominables tesoros.

Entretanto, el Califa no había tenido las visiones que esperara; más aún, se había traído de aquellas elevadas regiones un apetito devorador. Había pedido de comer a los mudos, sin caer en la cuenta de que también eran sordos, y los golpeaba, los mordía y los pellizcaba porque no se movían. Afortunadamente para aquellas miserables criaturas, Carathis llegó a tiempo de terminar con tan indecorosa escena.

—¿Qué sucede, hijo mío? —dijo, sin aliento—. Me parecía escuchar los chillidos de mil murciélagos expulsados de su antro, y sólo son los de estos pobres mudos que maltratáis; en verdad, no merecéis las excelentes provisiones que os traigo.

—¡Dadme! ¡Dadme! —exclamó el Califa—. Me muero de hambre.

—¡A fe mía, que habréis de tener buen estómago para digerir todo lo que traigo! —dijo ella.

—¡Apresuraos! —insistió el Califa—. Pero… ¡Oh, cielos! ¡Qué horror! ¿Qué os proponéis? A punto estoy de vomitar.

—Vamos, vamos —replicó Carathis—, no os hagáis el melindroso y ayudadme a poner todo esto en orden; ya veréis cómo lo que ahora rechazáis os será más tarde de provecho. Preparemos la pira para el sacrificio de esta noche y no penséis en comer hasta que no esté a punto. ¿Acaso no sabéis que todo rito solemne ha de ser precedido de un riguroso ayuno?

El Califa, sin atreverse a discutir con ella, se abandonó a los retortijones y ventosidades que comenzaban a trabajarle las entrañas, mientras su madre seguía con lo suyo. No fue cosa de mucho el ordenar en las balaustradas de la torre las redomas de aceite de serpiente, las momias y las osamentas. La pira seguía elevándose y en tres horas alcanzó una altura de veinte codos. En cuanto se hizo de noche, Carathis, llena de júbilo, se despojó de sus vestidos y, dando palmas, blandió una antorcha untada de grasa humana; los mudos la imitaron; pero Vathek, extenuado por el hambre, no pudo continuar por más tiempo y cayó desvanecido.

Las ardientes gotas de las antorchas comenzaron a prender en la madera mágica mientras el venenoso aceite lanzaba mil destellos azulados y las momias se consumían entre torbellinos de denso humo negro; cuando, por último, las llamas llegaron a los cuernos de rinoceronte se propagó un olor tan infecto que el Califa volvió en sí, sobresaltado, y recorrió, con la mirada perdida, aquella escena envuelta en llamas. El ardiente aceite corría a mares, mientras las negras, que no dejaban de traerlo, unían sus aullidos a los gritos de Carathis. Las llamas se hicieron tan voraces, reflejándose de tan pronta manera por lo pavonado del acero, que el Califa, no pudiendo ya soportar ni el calor ni su resplandor, se guareció bajo el estandarte imperial.

Sorprendidos por la luz que bañaba la ciudad, los habitantes de Samará se levantaron a toda prisa, se subieron a los techos de sus casas, vieron la torre en llamas y bajaron, medio desnudos, hasta la plaza. Una vez más se suscitaba el amor que sentían por su soberano, por lo que, creyendo que iba a arder en su torre, sólo pensaron en salvarlo. Morakanabad salió de su retiro, enjugándose las lágrimas y gritando: «¡Fuego!», como los demás. Sin embargo, Bababaluk, cuyo olfato estaba más acostumbrado al olor de lo sobrenatural, supuso, con buen criterio, que Carathis llevaba a cabo alguna operación mágica y tranquilizó a todo el mundo. Por tal motivo se le tildó de viejo poltrón y de traidor insigne, al tiempo que se hacían los preparativos pertinentes para que camellos y dromedarios cargados de agua se adelantaran hacia la torre; pero ¿cómo entrar en ella?

Mientras se obstinaban en forzar las puertas, se levantó desde el nordeste un furioso viento, que hizo llegar las llamas hasta lejos. Y aunque, en un principio, hiciera retroceder a la muchedumbre, ésta no tardaría en redoblar su empeño. El infernal olor a cuerno y a momia, propagándose en todas las direcciones, apestó el aire, por lo que muchas personas, medio asfixiadas, se cayeron cuan largas eran; los que quedaban en pie decían a sus vecinos:

—Alejaos, os estáis envenenando.

Morakanabad, que había resultado más afectado que los demás, daba lástima; todos se tapaban la nariz, pero nada pudo detener a los que ya se disponían a echar abajo las puertas. Ciento cuarenta, de los más robustos y esforzados, lo consiguieron. Llegaron a la escalera y recorrieron un buen trecho en un cuarto de hora.

Carathis, alarmada por los gestos de sus mudos y negras, se acerca a la escalera, baja algunos peldaños y oye muchas voces que gritan:

—¡Ya está aquí el agua!

Y como a pesar de su edad se halla ágil, regresa rauda a la plataforma y dice a su hijo:

—Un momento. Suspended el sacrificio, pues vamos a disponer de algo que realzará su magnificencia. Algunos, imaginándose sin duda que la torre se hallaba en llamas, han tenido la temeridad de echar abajo sus puertas, invioladas hasta este momento, y traen agua. Hay que reconocer que se muestran magnánimos al olvidar todas vuestras injusticias; ¡pero qué importa! Dejémosles subir, los sacrificaremos al Giaur; a nuestros mudos no les falta fuerza ni experiencia: en seguida despacharán a esa fatigada gente.

—Sea —respondió el Califa—, si con eso terminamos y puedo cenar ya de una vez.

Aquellos desventurados no tardaron en aparecer. Sin resuello, por haber subido tan deprisa once mil peldaños temiendo que sus cubos llegaran medio vacíos, el resplandor de las llamas y el olor de las momias se encargaron de trastornar a un tiempo todos sus sentidos, nada más llegar. Y fue una lástima, porque les impidió ver la sonrisa de satisfacción con que mudos y negras les echaban la soga al cuello; pero no hubo que lamentarlo, ya que aquellas amables personas no se regocijaron menos, por ello, del espectáculo en cuestión. Jamás se estranguló con tanta facilidad; todos caían sin resistirse y expiraban sin lanzar un solo grito, de suerte que Vathek no tardó en encontrarse rodeado de los cadáveres de sus subditos más fieles, que fueron arrojados a la hoguera. Carathis, que estaba en todo, pensó que, por el momento, ya era suficiente; así pues, mandó atiesar las cadenas y cerrar las puertas de acero que daban al corredor.

Nada más ejecutarse aquellas órdenes, tembló la torre; los cadáveres desaparecieron y las llamas, de escarlata oscuro que eran, se mudaron en otras de bello color rosado. Se aspiraba un delicioso y suave vapor; las columnas de mármol vibraron con armoniosos sonidos y los licuados cuernos exhalaron un arrebatador perfume. Carathis, extasiada, se regocijaba, anticipadamente, del éxito de sus conjuros, mientras mudos y negras, a quienes los buenos olores daban cólico, se retiraban, rezongando, a sus cubiles.

Nada más marcharse, cambió la escena. La pira, los cuernos y las momias dieron paso a una mesa magníficamente puesta. En medio de una gran profusión de exquisitos platos, podían verse botellas de vino y copas de Fagfurí[34], con excelentes sorbetes sobre nieve. El Califa se arrojó como un buitre sobre todo aquello, atacando un cordero con pistachos; pero Carathis, ocupada en otros menesteres, extrajo de una urna de filigrana un rollo de pergamino que parecía no tener fin y en el que ni siquiera había reparado su hijo.

—Acabad de una vez, glotón —le dijo en tono avasallador—, y atended a las magníficas promesas que se os hacen.

Y entonces, leyó en voz alta lo siguiente:

«Vathek, mi bien amado, has superado mis esperanzas; las ventanas de mi nariz han saboreado el aroma de tus momias, de tus excelentes cuernos, y, sobre todo, de la sangre musulmana que has derramado en la hoguera. Cuando sea luna llena, sal de tu palacio, aureolado con todos los signos de tu poderío; que las escuadras de tus músicos te precedan al son de los clarines y bajo el estruendo de los timbales. Que te sigan la flor y nata de tus esclavos, tus mujeres más amadas, y mil camellos, suntuosamente equipados; y toma el camino de Istajar[35], donde estaré esperándote. Allí, ciñendo la diadema de Gián ben Gián, y nadando en toda suerte de deleites, te serán entregados los talismanes de Suleimán y los tesoros de los sultanes preadamitas[36]. Pero ¡ay de ti, si en el camino aceptas hospitalidad alguna!».

El Califa, a pesar de estar acostumbrado al lujo, jamás había cenado tan bien. Se abandonó a la alegría que le inspiraban tan buenas noticias y bebió una vez más. Carathis no hacía ascos al vino y le acompañaba en todos los brindis que, irónicamente, dedicaba a la salud de Mahoma. El pérfido licor acabó de llenarles de impía confianza. Blasfemaban: la asna de Balaam, el perro de los Siete Durmientes y el resto de los animales del Paraíso del Santo Profeta[37] se convirtieron en blanco de sus escandalosas mofas. En ese estado bajaron alegremente los once mil peldaños, burlándose de los inquietos rostros que, a través de los respiraderos de la torre, divisaban en la plaza, accedieron al subterráneo y llegaron a los aposentos reales. Bababaluk se paseaba por ellos, con aire tranquilo, dando órdenes a los eunucos, que se entretenían despabilando las velas y pintando a las circasianas sus bellos ojos. Nada más ver al Califa, le faltó tiempo para decirle:

—¡Ah! Ya veo que no habéis perecido quemado; lo sospechaba.

—¡Qué nos importa lo que pensaras, o lo que ahora pienses! —exclamó Carathis—. Ve y corre a decirle a Morakanabad que queremos hablarle y, sobre todo, no pierdas el tiempo ensimismándote en tus estúpidas reflexiones.

El gran visir llegó al punto; Vathek y su madre le recibieron con extrema circunspección, informándole, en tono de lamento, de que el incendio en lo alto de la torre había sido sofocado, pero que, desgraciadamente, había costado la vida a los valientes que habían acudido en su socorro.

—¡Aún más desgracias! —exclamó, entre gemidos, Morakanabad—. ¡Ah! Comendador de los Creyentes, no hay duda de que nuestro Santo Profeta está irritado con nosotros; a vos incumbe calmarle.

—Le calmaremos cumplidamente —respondió el Califa, con una sonrisa que no presagiaba nada bueno—. Vos dispondréis del suficiente tiempo libre para dedicarlo a la oración; este país acaba con mi salud, quiero cambiar de aires; la Montaña de los Cuatro Manantiales me hastía, debo ir a beber agua del arroyo de Rocnabad y a solazarme en los plácidos valles que con ella irriga. Durante mi ausencia gobernaréis mis estados, siguiendo los consejos de mi madre; y como bien sabéis que nuestra torre se halla repleta de cosas valiosas para la ciencia, cuidaréis de proporcionarle todo lo que ella precise para sus experimentos.

La torre no suscitaba, precisamente, las simpatías de Morakanabad, pues aparte de que en su construcción se dilapidaran tesoros prodigiosos, sólo había visto que se llevaran a ella negras, mudos y pócimas abominables. Tampoco sabía ya qué pensar de Carathis, que mudaba de opinión como el camaleón de color. A menudo, su maldita elocuencia había puesto al pobre musulmán en un brete; pero si ella no valía gran cosa, su hijo aún era peor, por lo que se alegraba de verse libre de él. Así pues, fue a tranquilizar al populacho y a prepararlo todo para el viaje de su señor.

Vathek, esperando complacer aún más a los espíritus del palacio subterráneo, quería que su viaje fuese de una magnificencia inusitada. A tal efecto, confiscó, a diestro y siniestro, los bienes de sus súbditos, mientras su digna madre visitaba los harenes y los despojaba de su pedrería. Todas las costureras y bordadoras de Samará y de las demás capitales en cincuenta leguas a la redonda, trabajaban sin pausa en los palanquines, los sofás, los canapés y las literas que debían adornar el séquito del monarca. Se incautaron todas las lujosas telas de Masulipatán[38], y tanta muselina se empleó en engalanar a Bababaluk y a los demás eunucos negros, que en todo el Irak babilónico no quedó ni una vara.

Mientras tenían lugar estos preparativos, Carathis organizaba pequeñas veladas para hacerse agradable a las potencias tenebrosas, a las que invitaba a damas de belleza más que reputada. Sobre todo, buscaba a las que eran más blancas y delicadas. Nada había tan elegante como aquellas reuniones; pero cuando la alegría se hacía general, sus eunucos echaban víboras por debajo de la mesa y soltaban escorpiones. Hay que pensar que todo aquello debía morder de lo lindo. Carathis ponía cara de no darse cuenta de nada, por lo que nadie se atrevía a rechistar. Cuando veía que las invitadas se hallaban a punto de expirar, solía dedicarse, por mera diversión, a curar algunas heridas con una excelente triaca de su invención[39]; y es que la buena princesa detestaba la ociosidad.

Pero Vathek no era tan laborioso como su madre. Pasaba el tiempo disfrutando de los sentidos en los palacios que les estaban dedicados. Ya no se le veía ni en el Diván ni en la mezquita; y mientras la mitad de Samará seguía su ejemplo, la otra mitad se quejaba de los progresos de la corrupción imperante.

Entretanto, regresó la embajada que se enviara a La Meca en otros tiempos menos impíos. Estaba formada por respetabilísimos mulás[40]. Una vez cumplida su misión, traían consigo una preciada escoba que había quitado el polvo de la santa Kaaba: se trataba de un presente digno, en verdad, del príncipe más grande de la tierra.

En aquel momento, el Califa se hallaba confinado en un lugar poco apropiado para recibir en él a embajadores. Escuchó a Bababaluk, que decía a gritos por detrás de la cortinilla:

—Aquí se encuentran el excelso Edris al Shafei y el seráfico Muhateddín, que traen la Escoba de La Meca, la cual, con lágrimas de alegría, desean, ardientemente, enseñar a Vuestra Majestad.

—Que me traigan aquí la Escoba —dijo Vathek—, quizá pueda serme de alguna utilidad.

—¿Qué? —respondió Bababaluk, desencajando el semblante.

—¡Obedece! —contestó el Califa—, pues tal es mi soberana voluntad; aquí, y no en otro lugar, quiero recibir a esa buena gente que tanto te extasía.

El eunuco se marchó, murmurando por lo bajo, y rogó a los miembros del venerable cortejo que se sirvieran seguirle. Corrió la santa alegría entre los respetables ancianos, quienes, a pesar de hallarse fatigados por el largo viaje, siguieron a Bababaluk con tal agilidad que aquello parecía cosa de milagro. Enfilaron hacia los augustos pórticos y encontraron muy halagüeño que el Califa no les recibiera en la sala de audiencias, como suele hacerse con la gente corriente. Al poco tiempo llegaron al interior del serrallo, donde, a través de ricas cortinas de seda, creyeron percibir grandes y hermosos ojos azules y negros que iban y venían como relámpagos. Penetrados de respeto y asombro, e imbuidos de su celestial misión, avanzaron en procesión hacia unos pequeños corredores que no parecían llevar a ningún sitio, y que les condujeron a la pequeña celda donde les aguardaba el Califa.

—¿Estará enfermo el Comendador de los Creyentes? —decía por lo bajo Edris al Shafei a su compañero.

—Sin duda está en su oratorio —respondió Al Muhateddín.

Vathek, que oyó el diálogo, dijo, a gritos:

—¿Qué os importa dónde esté? Seguid avanzando.

Y entonces, sacó la mano por la cortinilla y pidió la Santa Escoba. Todos se prosternaron, en señal de respeto, tanto como lo permitía el corredor, llegando, casi, a doblar el espinazo. El respetable Edris al Shafei extrajo la escoba del envoltorio de telas recamadas y perfumadas que impedían que fuera contemplada por miradas profanas y, separándose del resto de sus compañeros, avanzó pomposamente hacia el supuesto oratorio. ¡Y cuáles no serían su sorpresa y espanto cuando Vathek, con risa burlona, le arrebató la escoba que asía con temblorosa mano, para, después de localizar algunas telarañas que colgaban del azulado techo, barrerlas sin dejar una sola!

Los ancianos, que se habían quedado de piedra, no se atrevían a levantar la barba del suelo. Lo habían visto todo, pues Vathek, en un descuido, había descorrido la cortinilla que los separaba de él. Sus lágrimas humedecían el mármol. Al Muhateddín se desmayó de despecho y de fatiga, mientras el Califa, dejándose caer de espaldas, reía y daba palmas, inmisericorde.

—Querido morenote —dijo, por fin, a Bababaluk—, ve y regala a esta buena gente con mi vino de Shiraz[41]. Y ya que pueden jactarse de conocer mi palacio mejor que nadie, ningún honor será excesivo para ellos.

Y, diciendo estas palabras, les arrojó la escoba a la cara y fue a ver a Carathis para reír con ella su última gracia. Bababaluk hizo todo lo que pudo para consolar a los ancianos, pero dos de los más débiles murieron al momento; los restantes, no queriendo ver nuevamente la luz del día, se dejaron conducir a sus lechos, que jamás abandonarían.

A la noche siguiente, Vathek y su madre subieron a lo alto de la torre para consultar los astros acerca de su proyectado viaje. Y ya que las constelaciones mostraban un pronóstico de lo más favorable, el Califa quiso disfrutar de tan halagüeño espectáculo, por lo que cenó alegremente en la plataforma, todavía ennegrecida por el espantoso sacrificio. Durante la cena pudieron escuchar grandes carcajadas, que parecían retumbar en la atmósfera y que a él le parecieron señal de muy buen augurio.

En palacio todo era agitación: las luces no se apagaban en toda la noche; el golpear de yunques y martillos y el canto de las mujeres y de sus guardianes, acompañando el bordado, interrumpían el silencio de la naturaleza, lo que agradaba infinitamente a Vathek, que ya se veía subiendo triunfante al trono de Suleimán.

El pueblo estaba igual de contento que él. Y todos ponían manos a la obra para apresurar el momento que debía librarles de la tiranía de tan extravagante señor.

La víspera de la partida del insensato príncipe, Carathis se creyó en la obligación de reiterarle sus consejos. No dejó de recordarle las condiciones del misterioso pergamino que se había aprendido de memoria, instándole, encarecidamente, a que no entrase en casa de nadie a lo largo de su viaje.

—Conozco de sobra —decía— lo aficionado que eres a la buena comida y a las muchachas; pero conténtate con tus viejos cocineros, que son los mejores del mundo, y recuerda que en tu serrallo ambulante hay, al menos, tres docenas de caras hermosas que aguardan a que Bababaluk les levante el velo. Yo misma velaría por tu comportamiento si mi presencia no fuese necesaria en este lugar. Me apetece enormemente contemplar el palacio subterráneo, repleto de cosas interesantes para personas como nosotros; nada me gusta más que las cavernas; es evidente mi predilección por momias y cadáveres, y no pongo en duda que tú encontrarás la quintaesencia de ambos géneros. Por tanto, no te olvides de mí, y desde el momento en que entres en posesión de los talismanes que te darán dominio sobre los metales perfectos, abriéndote el centro de la Tierra[42], no dejes de enviarme algún genio de confianza para que me lleve consigo, junto con mi gabinete. El óleo obtenido de las serpientes que atormenté hasta causarles la muerte será un agradable presente para nuestro Giaur, quien debe gustar de este tipo de golosinas.

En cuanto terminó este hermoso discurso de Carathis, el sol se puso tras la Montaña de los Cuatro Manantiales, preludiando la llegada de la luna. El astro, que se hallaba en su plenitud, les parecía a todos, mujeres, pajes y eunucos, de belleza y diámetro extraordinarios, lo que había que achacar al ardiente deseo que tenían de emprender el viaje. La ciudad vibraba con los gritos de alegría y las fanfarrias. Sólo se veían plumas, flotando en los mástiles de todos los pabellones, y penachos, brillando a la suave claridad de la luna. Su plaza mayor hacía pensar en un parterre adornado con los tulipanes más bellos del Oriente.

El Califa, en traje de ceremonia, bajó por la gran escalera de la torre, apoyándose en su visir y en Bababaluk. Toda la concurrencia se había prosternado, al igual que los camellos espléndidamente enjaezados, que se arrodillaban ante él. El espectáculo era soberbio, por lo que el propio Califa se detuvo para gozarse en él. Todo estaba en respetuoso silencio, que se vio un tanto alterado por los gritos de los eunucos de la retaguardia. Estos solícitos sirvientes, al observar que algunos de los palanquines[43] en que viajaban las damas se inclinaban en demasía a un lado, pues algunos mozos se habían colado astutamente en ellos, desalojaron prestamente a los intrusos, no sin darles a los cirujanos del serrallo las recomendaciones pertinentes al caso.

Tan insignificantes acontecimientos no turbaron la majestuosidad de la augusta escena; Vathek saludó a la luna con aires de complicidad, escandalizando, por tan manifiesta idolatría, a doctores de la Ley, visires y notables, que se habían reunido para disfrutar de las últimas miradas de su soberano. Cuando todo estuvo a punto, pudo escucharse desde lo alto de la torre la señal de marcha, tocada por clarines y trompetas; pero aunque ya se había conseguido con anterioridad armonizar aquellos instrumentos, dio la impresión de que en la fanfarria aparecían algunas disonancias: se trataba de Carathis, que entonaba himnos al Giaur, mientras negras y mudos hacían de bajo continuo. Los buenos musulmanes, creyendo oír el zumbido de los insectos nocturnos, para ellos presagio de mal agüero, suplicaron a Vathek que cuidara de su augusta persona.

Ya enarbolan el estandarte del Califa; veinte mil lanzas refulgen en pos suyo; y el soberano, hollando majestuosamente las alfombras recamadas en oro tendidas a su paso, sube a la litera, entre las aclamaciones de sus súbditos.

Acto seguido, la comitiva se puso en marcha, en perfecto orden y en medio de un silencio tan absoluto que hasta podían oírse las cigarras que cantaban en los zarzales de la llanura de Catul. Antes de la llegada de la aurora ya habían hecho más de seis leguas, de suerte que, cuando aún brillaba en el firmamento la estrella matutina, el ingente cortejo llegó a las márgenes del Tigris, donde se detuvo para, acto seguido, montar las tiendas que permitirían a sus miembros descansar en ellas el resto de la jornada.

Así transcurrieron tres días. Al cuarto, el cielo, embravecido, estalló en mil llamaradas: el trueno producía un estruendo espantoso que hacía que las circasianas se abrazaran, temblorosas, a sus mezquinos guardianes. El Califa comenzó a echar de menos sus palacios de los Sentidos; sentía grandes deseos de refugiarse en la imponente villa de Gulchifar, cuyo gobernador había acudido a ofrecerle un refrigerio. Pero, tras echarle un vistazo a sus tablillas, y a pesar de los ruegos en contra de sus favoritas, se decidió, intrépidamente, a calarse hasta los huesos. Se había tomado la empresa muy a pecho, por lo que sus grandes expectativas mantenían incólume su coraje. La comitiva no tardó en extraviarse: se hizo venir a los geógrafos para saber dónde se encontraban, pero el estado de los empapados mapas era tan lamentable como el de sus dueños; además, desde los tiempos de Harún al Rachid no se había hecho un viaje tan largo, por lo que nadie sabía hacia dónde tirar. Vathek, que tenía grandes conocimientos de todo lo referente a la posición de los cuerpos celestes, no sabía, sin embargo, en qué parte de la Tierra se encontraba. Rugía con más fuerza, aún, que el trueno, soltando, en ocasiones, la palabra «picota», que no sonaba muy halagüeña a un oído literario[44]. Al final, pensando sólo en hacer caso a su propio parecer, mandó tirar a campo traviesa por unas escarpadas rocas, tomando un camino que debía conducirlos en cuatro días a Rocnabad: y cualquier argumentación en contra resultó inútil.

Las mujeres y los eunucos, que jamás habían visto antes nada parecido, se estremecían nada más mirar los desfiladeros de aquellas montañas y lanzaban gritos lastimeros al contemplar los horribles precipicios que bordeaban el atajo por donde atravesaban. Se hizo de noche antes de que el cortejo hubiera conseguido llegar a la cumbre del roquedal más escarpado. En aquel momento, un viento impetuoso hizo jirones las cortinas de los palanquines, dejando a las compungidas damas expuestas a todos los furores de la tormenta. La oscuridad del cielo contribuía a realzar lo terrible de aquella desastrosa noche, y al poco tiempo sólo se escuchaban maullidos de pajes y lloriqueos de damiselas.

Para colmo de la desgracia, no tardaron en escuchar unos espantosos rugidos y en distinguir en la espesura de los bosques unos ardientes ojos, que sólo podían ser de diablos o de tigres. Los exploradores, que dejaban expedito el camino lo mejor que podían, y parte de la vanguardia, fueron devorados sin apenas darse cuenta. La confusión era extrema: lobos, tigres y otros animales carniceros, feriados por sus congéneres, acudían de todas partes. Por doquier se oía un crujir de huesos y un espantoso aleteo en el aire, pues los buitres comenzaban a unirse al festín.

El espanto acabó, finalmente, por hacer presa en el gran contingente de tropas que rodeaban al monarca y a su serrallo, a dos leguas de aquel lugar. Vathek, malcriado por sus eunucos, todavía no había reparado en nada; yacía, indolente, en su amplia litera, sobre cojines de seda; y mientras dos pajecillos, más blancos que el esmalte del Franquistán[45], le espantaban las moscas, dormía profundamente, viendo brillar en sueños los tesoros de Suleimán. Esto explica que cuando se despertó, sobresaltado por la algarabía que hacían sus mujeres, se encontrara no con el Giaur y su llave de oro, sino con un Bababaluk transido y consternado.

—Señor —exclamó el fiel sirviente del más poderoso de los monarcas—, esto es el colmo de la desgracia: las bestias feroces, para las que no merecéis más respeto que un asno muerto, han caído sobre vuestros camellos. Treinta de los que transportaban la carga más preciada han sido devorados, junto con sus conductores; vuestros panaderos, vuestros cocineros y quienes llevaban vuestras provisiones personales han corrido la misma suerte, y, a menos que nuestro Santo Profeta nos socorra, ya no volveremos a probar bocado.

Al oír hablar de comida, el Califa perdió toda compostura: aulló y se propinó grandes golpes. Bababaluk, viendo que su señor había perdido por completo la cabeza, se tapó los oídos para evitar, al menos, la confusión del serrallo. Y, como a medida que las tinieblas iban en aumento el estruendo se hacía cada vez más grande, tomó una decisión heroica.

—¡Ánimo, damas y hermanos en la fe! —exclamó con todas sus fuerzas—. ¡Manos a la obra, arrimemos el hombro! ¡Que no se diga que el Comendador de los auténticos creyentes sirve de pasto de animales infieles!

Y aunque entre aquellas beldades hubiera no pocas que eran caprichosas y adustas, hay que decir que en aquella ocasión todas se mostraron sumisas. En un abrir y cerrar de ojos aparecieron luces en todos los palanquines. En un santiamén se encendieron diez mil antorchas y todos, incluso el Califa, se proveyeron de grandes teas. Tan vivo era el resplandor que hacían al arder las estopas empapadas en aceite y colocadas en el extremo de las largas pértigas, que los roquedales aparecían tan iluminados como a la luz del día. Las chispas, arremolinándose, llenaban el aire, por lo que el viento, al dispersarlas, hizo que el fuego prendiera en los helechos y en la maleza. En poco tiempo, el incendio hizo rápidos progresos: por todas partes se veía el agitarse de las desesperadas serpientes, que abandonaban su guarida entre espantosos silbidos. Los caballos, con los ollares a favor del viento, relinchaban, coceaban y se agitaban sin cesar.

Uno de los bosques de cedros, que en aquellos momentos bordeaban, se incendió y las ramas que daban al sendero propagaron las llamas a las finas muselinas y a las adornadas telas que cubrían los palanquines de las damas, obligándolas a salir de ellos, aun a riesgo de romperse el cuello. Al igual que los demás, Vathek, vomitando mil blasfemias, se vio obligado a poner sus sagrados pies en tierra.

Jamás había ocurrido nada semejante: las damas, que no sabían salir del atolladero, se caían al fango, llenas de despecho, de vergüenza y de rabia.

—¡Caminar, yo! —decía una.

—¡Mojarme yo los pies! —añadía otra.

—¡Mancharme el vestido! —exclamaba una tercera.

—¡Execrable Bababaluk! —clamaban todas a un tiempo—. ¡Hez del infierno! ¿Qué necesidad tenías de antorchas? ¡Mejor sería que nos hubiesen devorado los tigres, antes que ser vistas en este estado! Henos aquí perdidas para siempre. No habrá en el ejército porteador ni almohazador de camellos que no se jacte de habernos visto alguna parte del cuerpo o, lo que es peor, del rostro.

Y diciendo esto, las menos animosas se arrojaron de bruces al suelo. Las que tenían un poco más de coraje quisieron habérselas con Bababaluk; pero éste, que las conocía y que era pusilánime, salió a escape en busca de sus congéneres, que agitaban las antorchas y le daban a los timbales.

El incendio arrojaba una luz tan viva como cualquier día de verano, que iba pareja con el calor. ¡Oh! ¡Colmo del horror! ¡El Califa estaba tan enfangado como un simple mortal! Los sentidos comenzaron a embotársele: era incapaz de dar un paso más. Una de sus mujeres etíopes —no hay que olvidar que tenía buen surtido de esposas— se compadeció de él, y, cogiéndole por la cintura, se lo echó al hombro; mas, viendo que el fuego se le venía por todos los lados, salió de estampía, a pesar del peso de su carga. Las restantes damas, a quienes el peligro había devuelto el uso de sus piernas, la secundaron con todas sus fuerzas; tras ellas, y al galope, saldrían los guardias, mientras los palafreneros se encargaban de dispersar a los camellos, que acabaron tropezándose unos con otros.

Después de tan molestas vicisitudes llegaron al lugar donde diera comienzo el asalto de las fieras, las cuales demostrarían no carecer de agudeza al retirarse ante estruendo tan horrible, habiendo, por lo demás, cenado de maravilla. Con todo, Bababaluk agarró a dos o tres de las más rollizas, que se habían atracado tanto que no podían moverse, y comenzó a desollarlas con muy buena maña; y como, entre el incendio y sus personas, habían puesto la suficiente tierra por medio para sentir solamente un calor moderado y agradable, decidieron detenerse en aquel lugar. Recogieron los jirones de las telas pintadas; enterraron los restos del festín con el que se regalaran lobos y tigres; tomaron cumplida venganza en unas cuantas docenas de buitres que se habían refocilado a gusto, y, después de haber efectuado el recuento de los camellos, que, parsimoniosamente, se disponían a producir sal de amoníaco, metieron en las literas a las damas, como mejor se pudo, y erigieron la tienda imperial en el terreno menos escarpado.

Vathek, tendiéndose sobre unos cojines de pluma, comenzó a recuperarse de los achuchones de la etíope: ¡ruda montura donde las haya! El reposo le devolvió su habitual apetito; pidió de comer, pero ¡ay!, los delicados panecillos, cocidos en horno de plata como deferencia a su regio paladar; los apetitosos pasteles, las ambarinas confituras, las botellas de vino de Shiraz, las porcelanas repletas de refrescante nieve, las excelentes uvas que crecen a orillas del Tigris… ¡todo aquello había desaparecido! Bababaluk sólo podía ofrecerle un buen lobo asado, buitre adobado, hierbas amargas, setas venenosas, y, por último, cardo y raíz de mandrágora, que ulceraban la garganta y abrasaban la lengua. En lo referente a los licores, sólo disponía de algunas frascas de pésimo aguardiente, que los galopillos habían escondido en sus babuchas.

Puede uno imaginarse que tan detestable colación causara la desesperación de Vathek: se tapaba la nariz y mascaba haciendo unas muecas espantosas. A pesar de ello, comió poco, por lo que se fue a dormir para hacer mejor la digestión.

Según pasaba el tiempo, las nubes iban desapareciendo del horizonte. El sol era ardiente, y sus rayos, reflejados por las rocas, abrasaban a Vathek, a pesar de las cortinas que le aislaban del exterior. Un enjambre de hediondas moscardas, del color de la absenta, le picaron hasta hacerle sangrar. Incapaz de soportarlo, se despertó, sobresaltado y fuera de sí, porque aunque se debatiera con todas sus fuerzas no sabía qué hacer, ya que Bababaluk, cubierto de aquellos desagradables insectos que se disputaban su nariz, seguía roncando. Los pajecillos habían tirado los abanicos al suelo. Estaban medio muertos y empleaban su último aliento en hacerle amargos reproches al Califa, el cual, por primera vez en su vida, oía la verdad sobre su persona.

Vathek aprovechó aquel momento para reanudar sus imprecaciones contra el Giaur, e incluso comenzó a hacerle a Mahoma algunos cumplidos.

—¿Dónde estoy? —exclamó—. ¿Qué son esas rocas espantosas? ¿Y esos tenebrosos valles? ¿Hemos llegado al espantoso Caf[46]? ¿Va a venir el Simurg[47] a sacarme los ojos, en venganza por mi impía expedición?

Mientras hablaba de tal suerte, asomó la cabeza por una de las hendiduras de su tienda; pero ¡ay, lo que vio! Por un lado, una llanura de negras arenas que parecía no tener fin; por el otro, grandes rocas cortadas a pico, totalmente cubiertas de los abominables cardos que aún le quemaban la lengua. No obstante, creyó descubrir entre las zarzas y los espinos algunas flores gigantescas; pero se equivocaba: no eran más que trozos de las telas pintadas y reliquias de su magnífico cortejo. Y puesto que las rocas presentaban numerosas grietas, Vathek aguzó el oído, con la esperanza de poder escuchar entre ellas el ruido de algún torrente; pero sólo oyó el sordo murmullo de la gente que, renegando de su viaje, se quejaba de la falta de agua. Incluso, cerca de él, había algunos que decían a gritos:

—¿Por qué nos han traído hasta aquí? ¿Acaso nuestro Califa va a construirse otra torre? ¿No será que los despiadados ifrits[48], a los que tanto ama Carathis, se han venido a vivir a estos pagos?

Al oír el nombre de Carathis, Vathek se acordó de las tablillas que le había dado su madre, con la expresa recomendación de que sólo recurriera a ellas si la situación era desesperada. Mientras las iba repasando, oyó gritos de júbilo y batir de palmas: las cortinas del pabellón se abrieron, mostrando a Bababaluk, el cual, acompañado de varias de sus favoritas, le traía dos enanos, de un codo de estatura, portadores de una gran cesta llena de melones, naranjas y granadas, quienes, con voz argentina, canturrearon[49] así:

—Vivimos en la cima de estas rocas, en una cabaña entretejida con cañas y juncos, que suscita la envidia de las mismísimas águilas; una fuentecilla nos da lo suficiente para poder cumplir con el abdest[50], y no pasa ni un día sin que recitemos las oraciones prescritas por nuestro Santo Profeta. Os estimamos, ¡oh, Comendador de los Creyentes! Nuestro señor, el buen emir Fakreddín, os estima igualmente, reverenciando en vos al vicario de Mahoma, y, a pesar de que seamos pequeños, confía en nosotros, pues sabe que nuestros corazones le son fieles en el mismo grado en que resultan despreciables nuestros cuerpos; por eso nos ha apostado aquí, para que socorramos a quienes se extravíen en estas solitarias montañas. La noche pasada, cuando en nuestra pequeña celda estábamos enfrascados en la lectura del santo Corán, unos vientos impetuosos apagaron, de súbito, las luces, haciendo temblar nuestra vivienda. Pasamos dos horas en la más completa tiniebla, hasta que, a lo lejos, escuchamos unos sonidos, que tomamos por las campanillas de una cáfila[51] que se abría camino entre las rocas. Al momento, pudimos distinguir gritos, rugidos y el sonar de unos timbales. Helados de espanto, llegamos a pensar que el Deggial[52], con sus ángeles exterminadores, se disponía a desatar sus males sobre la Tierra. En medio de estas reflexiones, brotaron del horizonte unas llamas de color sangre y poco después nos vimos rodeados de centellas. Presa del pánico a causa de tan terrible espectáculo, nos arrodillamos y abrimos el libro escrito al dictado de las Inteligencias Bienaventuradas, leyendo, a la luz de los fuegos que nos rodeaban, el versículo que dice así:

»“Sólo en la misericordia del Cielo depositaréis vuestra confianza; sólo en el Santo Profeta seréis reconfortados; hasta la montaña de Caf puede temblar, pues sólo el poder de Alá es inquebrantable”.

»Nada más pronunciar estas palabras, un celestial sosiego se adueñó de nuestras almas; se hizo un profundo silencio y oímos claramente una voz que parecía salir del aire, y que decía:

»—Siervos de mi siervo fiel, calzaos las sandalias y bajad hasta el tranquilo valle donde habita Fakreddín; decidle que se le presenta una inmejorable ocasión de saciar la sed de su hospitalario corazón, pues el mismísimo Comendador de los Creyentes vaga por estas montañas y precisa ayuda.

»Dado lo angélico de la misión, obedecimos con alegría: nuestro señor, henchido de piadoso celo, ha recogido con sus propias manos estos melones, naranjas y granadas y viene siguiendo nuestros pasos con cien dromedarios cargados del agua más límpida de sus fuentes, para besar el bajo de vuestras sagradas vestiduras y rogaros que entréis en su humilde morada[53], engastada en estos áridos desiertos a la manera de una esmeralda en el plomo.

Tras haber hablado de tal suerte, los enanos permanecieron de pie, con las manos cruzadas sobre el estómago y en un profundo silencio.

Mientras tenía lugar tan curioso discurso, Vathek se había apropiado de la cesta y, mucho antes de que hubiera terminado, todo lo que contenía había desaparecido en su boca. A medida que engullía iba sintiéndose más piadoso, por lo que comenzó a rezar, pidiendo un Corán al mismo tiempo que un poco de azúcar.

Cuando se hallaba en tal disposición de ánimo, las tablillas, que estaba leyendo en el momento en que llegaron los enanos y de las que ya no se acordaba, le dieron de ojo. Así pues, las cogió; pero poco le faltó para no caerse de espaldas, cuando vio en grandes caracteres rojos, trazados por la mano de Carathis, estas palabras, que en aquella situación le dieron un escalofrío:

«Guárdate de los viejos doctores y de sus diminutos mensajeros que no miden más de un codo; desconfía de sus piadosas supercherías: en lugar de comerte sus melones, pásales a ellos por el espetón. Como tengas la debilidad de aceptar su hospitalidad, nada más franquear el palacio subterráneo su puerta se cerrará, aplastándote. Y todos acabarán escupiendo sobre tu cuerpo, y los murciélagos elegirán tu vientre para instalar en él su nido».

—¿Qué significa este espantoso galimatías? —exclamó el Califa—. ¿Acaso debo morirme de sed en el desierto, cuando puedo refrescarme en este acogedor valle con sus melones y pepinos? ¡Malditos sean el Giaur y su portal de ébano! Ya me han fastidiado bastante; además, ¿quién puede darme órdenes? Me dicen que no puedo entrar en casa de nadie. ¡Vaya! ¿Es que no puedo entrar en cualquier sitio que me pertenezca?

Bababaluk, que no perdía ni una sola letra de aquel soliloquio, se mostraba totalmente de acuerdo con él, lo mismo que todas las damas, lo que, para variar, era toda una novedad.

Agasajaron a los enanos, les hicieron caricias, los colocaron con sumo cuidado sobre cojines de satén y admiraron la simetría de sus cuerpecillos, que querían contemplar en toda su plenitud, por lo que les ofrecieron fruslerías y golosinas, que ellos rehusaron con encomiable circunspección. Aquellas criaturas gatearon hasta el estrado del Califa y, subiéndose en sus hombros, le musitaron plegarias en ambos oídos. Sus lengüecillas se movían como las hojas del álamo; y cuando ya estaban a punto de agotar la paciencia de Vathek, los vítores de la tropa anunciaron la llegada de Fakreddín, acompañado de cien ancianos caducos y otros tantos Coranes y dromedarios. Todo fueron prisas para hacer las abluciones y recitar el Bismillá[54]. Vathek, librándose de aquellos importunos y eventuales consejeros, aprovechó la coyuntura para unirse al rito, pues le ardían las manos de calor y deseaba refrescárselas.

El buen emir, religioso a ultranza y muy amigo de cumplidos, hizo un discurso cinco veces más largo y cinco veces menos interesante que el de sus pequeños adelantados. El Califa, no pudiendo aguantar más, exclamó:

—¡Por el amor de Mahoma! Acabemos de una vez, querido Fakreddín, y vayámonos a vuestro verde valle para comer los espléndidos frutos con que os regala el Cielo.

En cuanto acabó de hablar se pusieron en marcha; como los ancianos iban un tanto lentos, Vathek, bajo cuerda, ordenó a los pajecillos aguijar a los dromedarios. Las cabriolas de estos animales y los apuros de sus octogenarios jinetes eran tan divertidos que no hubo ningún palanquín que no retumbase con el estruendo de las carcajadas.

Bajando por unos amplios pasajes, que el emir había hecho practicar en la roca, llegaron finalmente al valle; no tardarían en escuchar el murmullo de los arroyuelos y el estremecimiento de las hojas. El cortejo enfiló, al punto, un sendero bordeado de arbustos en flor, que conducía a un gran bosque de palmeras, cuyas ramas proyectaban su sombra sobre un vasto edificio de piedra de sillería. El edificio se hallaba rematado por nueve cúpulas y adornado con otros tantos portales de bronce sobre los que habían sido grabadas en esmalte las siguientes palabras:

«He aquí el asilo de los peregrinos, el refugio de los viajeros y el lugar donde reposan los secretos de todos los países del mundo».

Nueve pajes, esplendorosos como la luz del día, y recatadamente vestidos con largas túnicas de lino de Egipto, se encontraban ante cada uno de los nueve portales, para dar la bienvenida al cortejo con talante franco y afable. Los cuatro más amables acomodaron al Califa en un magnífico techtraván[55]; otros cuatro, algo menos complacientes, se encargaron de Bababaluk, el cual se estremecía de alegría al ver la magnífica morada que le había caído en suerte; el resto de la comitiva fue atendido por los restantes pajes.

En cuanto no quedó en escena nada de género masculino, la puerta de un gran recinto que podía verse a la derecha giró sobre sus bien diseñados goznes, dejando salir a una personilla de grácil talle, cuya cabellera, de tonos rubio ceniza, ondeaba al capricho de los céfiros del crepúsculo. Una banda de muchachas, parecidas a las Pléyades[56], la seguía de puntillas. Todas corrieron a los pabellones donde se alojarían las esposas del Califa, y la damisela, inclinándose grácilmente, dijo a aquéllas:

—Os esperábamos, encantadoras princesas; hemos dispuesto confortables lechos y sembrado vuestras habitaciones de jazmín: ningún insecto apartará el sueño de vuestros párpados; lo expulsaremos con un millón de plumas. Venid, pues, amables damas, a refrescar vuestros delicados pies y vuestros marfileños miembros en nuestros baños de agua de rosas; allí, y al suave resplandor de los pebeteros nuestras sirvientas os recitarán todo tipo de cuentos.

Ni que decir tiene que las sultanas aceptaron muy gustosas tan obsequioso ofrecimiento y siguieron a la damisela hasta el harén del emir; mas dejémoslas un momento para regresar al lado del Califa.

El príncipe en cuestión había sido llevado al interior de una gran cúpula, iluminada por mil lámparas de cristal de roca. Otras tantas copas del mismo material, llenas de deliciosos sorbetes, refulgían sobre una gran mesa, donde había gran profusión de delicados manjares: entre otros, arroz con leche de almendras, sopas al azafrán y cordero con nata, que era la delicia del Califa, quien, lleno de alegría, comió de ellos en exceso, ofreciéndole, a cambio, al emir inequívocas muestras de amistad, como lo prueba el hecho de conseguir que los enanos bailasen, a pesar suyo, ya que aquellos diminutos devotos no se atrevían a desobeceder al Comendador de los Creyentes. Y cuando todo hubo acabado, se echó en el sofá y durmió con mayor tranquilidad que nunca.

Bajo aquella cúpula reinaba un apacible silencio, que sólo se veía interrumpido por el sonido de las mandíbulas de Bababaluk, el cual se iba reponiendo del triste ayuno al que se había visto obligado durante su estancia en la montaña. Como se encontraba demasiado animado para dormir y no le gustaba estar sin hacer nada, quiso ir en seguida al harén para atender a las damas y comprobar si se habían ungido, en la manera prescrita, con bálsamo de La Meca y si sus cejas y todo lo demás estaba en orden; en una palabra, para prestarles cualquiera de los pequeños servicios que precisaran.

Buscó largo rato, pero sin éxito, la puerta del harén. Por miedo a despertar al Califa no se atrevía a levantar la voz, pues no veía a nadie en el palacio. Cuando ya comenzaba a desesperarse pensando que no conseguiría su propósito, oyó un pequeño cuchicheo: eran los enanos que habían vuelto a su primitiva ocupación, leyendo por noningentésima novena vez el Corán. Con extrema cortesía invitaron a Bababaluk a su lectura, pero él tenía otras cosas que hacer. Los enanos, aunque un punto escandalizados, le indicaron el camino de los aposentos que buscaba. Para llegar a ellos debía pasar por cien corredores muy oscuros. Los recorrió a tientas y al llegar al extremo de un largo pasillo pudo escuchar el agradable cacareo de las mujeres, que llenó de gran gozo su corazón.

—¡Vaya, vaya, así que todavía no os habéis dormido! —exclamó, dando grandes zancadas—. Espero que no pensarais que había dimitido de mi cargo; sólo me detuve a comer las sobras de nuestro señor.

Dos eunucos negros, oyéndole hablar tan alto, se separaron apresuradamente de los demás, sable en mano; pero al momento se escuchó por doquier:

—¡Sólo es Bababaluk! ¡Sólo es Bababaluk!

En efecto, aquel diligente guardián avanzó hacia una cortina de seda encarnada, que dejaba pasar una agradable claridad, lo que le permitió distinguir un gran baño de pórfido oscuro, de forma oval. Amplias cortinas, cayendo en generosos pliegues, lo rodeaban; y como estaban entreabiertas, pudo entrever en él un grupo de jóvenes esclavas, distendiendo, con molicie, sus brazos, como si quisieran abarcar el agua perfumada y reponerse, con ello, de sus fatigas; entre ellas, Bababaluk pudo reconocer a sus antiguas pupilas. Las miradas lánguidas y tiernas, las palabras susurradas al oído, las encantadoras sonrisas con que acompañaban cualquier pequeña confidencia, el dulce aroma de las rosas, todo, en suma, destilaba tanta voluptuosidad que hasta al mismísimo Bababaluk le resultó muy difícil no abandonarse a ella.

A pesar de todo, pudo comportarse con la gravedad requerida, disponiendo, con tono magistral, que aquellas beldades salieran del agua y que se las peinara con mucho esmero. Mientras daba tales órdenes, la joven Nuronihar, hija del emir, gentil como una gacela y llena de picardía, hizo señas a una de sus esclavas de bajar con sumo cuidado el gran columpio fijado al techo con cordoncillos de seda. Mientras se efectuaba la maniobra, dio instrucciones, por señas, a las mujeres del baño, las cuales, a pesar de sentirse molestas por tener que salir de aquel lugar de molicie, enmarañaron sus cabellos para darle quehacer a Bababaluk, al tiempo que le preparaban mil jugarretas.

Cuando Nuronihar vio que estaba a punto de perder la paciencia, se le acercó y, con fingido respeto, dijo:

—Señor, resulta improcedente que el jefe de los eunucos del Califa, nuestro soberano, se vea obligado a quedarse de pie; dignaos acomodar vuestra gentil persona en este sofá, que se quebrará, injuriado, si carece del honor de acogeros.

Encantusado por tan lisonjeras palabras, Bababaluk respondió galante:

—Delicia de las niñas de mis ojos, acepto la propuesta que mana de vuestros azucarados labios; pues, a decir verdad, mis sentidos se ven mermados por la admiración que me ha causado el radiante esplendor de vuestros encantos.

—Descansad, pues —contestó la hermosa, llevándole al supuesto sofá.

El artilugio cobró vida al instante, saliendo disparado como una exhalación. Todas las mujeres, viendo entonces de qué se trataba, abandonaron, desnudas, el baño y se pusieron como locas a impulsar el columpio. En poquísimo tiempo recorrió todo el espacio que había en aquella altísima bóveda, cortándole la respiración al infortunado Bababaluk, quien en ocasiones rozaba la superficie del agua y en otras iba a darse de narices contra las vidrieras; en vano llenaba el aire con sus gritos, con voz que sonaba como una olla cascada y que las carcajadas no permitían entender.

Nuronihar, ebria de juventud y de contento, se hallaba ciertamente familiarizada con los eunucos de los harenes corrientes; pero jamás había visto a ninguno tan fastidioso ni tan regio, por lo que se divertía más que ninguna. Por último, se puso a parodiar unos versos persas, y cantó así:

—Dulce y blanca paloma que por los aires vuelas,

sírvete echar un vistazo a tu fiel compañera.

Gorjeante ruiseñor, yo soy tu rosa,

cántame, al menos, una linda estrofa.

Sultanas y esclavas, animadas por tamaña chanza, tanto le dan al columpio que la cuerda termina por romperse, con lo que el pobre Bababaluk cae como una tortuga en mitad del baño. El clamor se generaliza; doce portillos, hasta entonces desapercibidos, se abren, por los que todas salen a escape, aunque no sin haberle arrojado antes a la cabeza todos sus paños y apagado las luces, rompiendo, de paso, algunas de las lámparas.

El deplorable animal, con el agua al cuello y a oscuras, podía desembarazarse del fárrago que le había caído encima y, muy a pesar suyo, escuchaba carcajadas por todas partes. En vano se debatía para salir del baño; el borde, que había recogido parte del aceite vertido por las lámparas rotas, le hacía resbalar y caer con un ruido sordo que resonaba en la bóveda. Tras cada caída redoblaban las malditas carcajadas. Creyendo aquel lugar habitado más por demonios que por mujeres, tomó la decisión de cejar en el empeño y permanecer contrito en el baño. Su estado de ánimo se materializó en un largo soliloquio repleto de imprecaciones, de las que no perdieron palabra sus maliciosas vecinas, las cuales, despreocupadamente, se habían acostado todas juntas.

El amanecer le sorprendió en aquel triste estado; al cabo pudieron sacarle de debajo del montón de ropa, medio asfixiado y calado hasta los huesos. El Califa había ordenado que le buscaran por todas partes y, por fin, se presentaba a su señor, renqueante y castañeteando los dientes. Al verle en semejante estado, Vathek exclamó:

—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha puesto en salmuera?

—¿Y quién os ha mandado a vos entrar en este deleznable lugar? —le espetó, a su vez, Bababaluk—. ¿Acaso un monarca como vos ha de venir a cobijarse con su harén en la casa de un vejestorio de emir que no sabe cómo vivir? ¿Y las encantadoras damiselas que tiene? Fijaos que han sido ellas las que me han puesto en remojo, como al pan duro, y me han hecho menearme toda la noche en su maldito columpio, como si yo fuera un titiritero. ¡Bonito ejemplo para vuestras sultanas, a quienes he procurado dar una buena educación!

Vathek, sin comprender nada de aquella perorata, hizo que le explicara toda la historia. Pero, en lugar de compadecerse del pobre infeliz, se echó a reír con todas sus ganas, nada más pensar en la facha que debía de tener subido al columpio. Bababaluk se consideró ultrajado y poco faltó para que le perdiera el respeto.

—Reíd, reíd, señor —decía—, me gustaría que la tal Nuronihar también os hiciera alguna mala pasada; pues es lo suficientemente malvada para no perdonárosla ni siquiera a vos mismo.

Y aunque, en un principio, el Califa no se sintió impresionado por estas palabras, más tarde no tardaría en recordarlas.

Mientras ambos hablaban de tal suerte, llegó Fakreddín para invitar a Vathek a las plegarias y abluciones de rigor, que se hacían en una amplia pradera surcada de infinidad de arroyuelos. El Califa comprobó que el agua era tan fresca como mortalmente aburridas las plegarias. A pesar de ello se distraía con la multitud de calenders, santones y derviches[57] que iban y venían por la pradera. Brahmanes, faquires y demás charlatanes llegados de la India, que se habían detenido en casa del emir, eran los que más le divertían. Todos tenían alguna disparatada singularidad que los caracterizaba: unos arrastraban una larga cadena, otros un orangután; algunos iban armados de disciplinas; pero todos superaban triunfalmente las diversas pruebas. Se los veía subir a los árboles o balancearse alrededor de unas brasas con un pie en el aire, dándose porrazos sin piedad. También había quienes veneraban a sus piojos, que respondían, solícitos, a tanta caricia. Aquellos charlatanes ambulantes soliviantaban a derviches, calenders y santones. Los habían puesto a todos juntos con la esperanza de que la simple presencia del Califa pudiera curarles de su locura y convertirlos a la fe musulmana; pero ¡ay!, quienes habían dispuesto tal cosa se confundieron de cabo a rabo: Vathek, en lugar de sermonearlos, los trató de bufones, diciéndoles que presentasen sus respetos a Visnú e Ixhora[58], y tuvo la ocurrencia de prendarse del más ridículo de todos, un robusto anciano de la isla de Serendib[59].

—¡Eh, tú! —le dijo—. Por el amor de tus dioses, haz alguna cabriola para que me divierta.

Ante aquella ofensa, el anciano se echó a llorar; y como lo hacía muy mal, Vathek se dio media vuelta y se fue. Bababaluk, que, provisto de un quitasol, seguía al Califa como una sombra, le dijo entonces:

—Póngase Vuestra Majestad en guardia contra esa canalla. ¡Qué desafortunada idea reunirlos aquí a todos! ¡Parece mentira que tan gran monarca se regale con tamaño espectáculo y con la presencia de estos talapones[60], más sarnosos que los perros! Si yo estuviera en vuestro lugar mandaría encender una gran hoguera y borraría de la faz de la tierra al emir, con su harén y su casa de fieras incluida.

—¡Cállate! —le reprendió Vathek—. Todo esto me divierte sobremanera; permaneceré en la pradera hasta que no haya catalogado todos los animales que la habitan.

Y así hizo: según iba avanzando el Califa le presentaban toda suerte de lastimosos objetos: ciegos, tuertos, caballeros desnarigados, damas desorejadas y otras lindezas, todo ello para hacer evidente la gran caridad de Fakreddín, el cual, rodeado de sus vejestorios, distribuía en derredor cataplasmas y emplastos. Al llegar el mediodía, los tullidos hicieron una solemne entrada, por lo que al poco tiempo pudo contemplarse en aquella planicie las más notables colecciones de inválidos. Los ciegos, a tientas, se iban con los ciegos; los cojos renqueaban juntos y los mancos contorsionaban el único brazo que les quedaba. Al borde de una gran cascada se encontraban los sordos; los de Pegu eran los que tenían las orejas más hermosas y más largas, y disfrutaban de la ventaja de oír todavía menos que los demás. Aquel lugar también venía a ser punto de reunión de todo género de excrecencias, como bocios, jorobas e, incluso, cuernos, algunos de ellos de reluciente pulido.

Como el emir quería dar solemnidad al festejo y hacerle todos los honores posibles a su ilustre invitado, dispuso que se extendieran sobre el césped innumerables pieles y manteles, encima de los que se sirvieron pilafs[61] de todos los tipos y otros manjares, acordes con la ortodoxia de los buenos musulmanes. Vathek, tolerante hasta el escándalo, había hecho preparar, adrede, ciertos platillos considerados como abominables, que escandalizaron a los fieles. Al poco rato, la bendita asamblea estaba comiendo con todas sus ganas. El Califa quiso hacer otro tanto, a pesar de todas las advertencias en contra del jefe de los eunucos, y decidió comer en aquel lugar. Inmediatamente, el emir hizo que instalaran una mesa al pie de unos sauces. El primer plato consistió en pescado del río de arenas doradas que corría en las estribaciones de una elevada colina. El pescado era asado a medida que se iba capturando, sazonándose a continuación con finas hierbas del monte Sinaí[62]; pues no hay que olvidar que en casa del emir lo piadoso y lo excelente siempre se daban juntos.

Todavía se andaba el festín por los entremeses cuando sin previo aviso, se escuchó un melodioso acorde de laúdes que sonaba cerca de la colina y que fue repetido por el eco. El Califa, presa de placer y de asombro, miró hacia arriba, de modo que un ramillete de jazmines fue a darle en el rostro. Mil carcajadas saludaron aquella pequeña travesura, justo al mismo tiempo que, a través de la espesura, se dejaban vislumbrar las elegantes formas de varias muchachas que brincaban como jóvenes corzas. La fragancia de sus perfumadas cabelleras llegó hasta Vathek, el cual, dejando de comer y como embrujado, dijo a Bababaluk:

—¿Acaso habrán dejado las perís[63] sus esferas? ¿Ves aquella, de tan delgado talle, que tan intrépidamente corre al borde de los precipicios, y que, volviendo la cabeza, parece no preocuparse más que de los graciosos pliegues de su vestido? ¡Con qué impaciencia tan adorable le disputa el velo a los zarzales! ¿Sería ella quien me arrojó los jazmines?

—¡Oh! Seguro que sí —respondió Bababaluk—, y capaz sería de arrojaros a vos mismo desde lo alto de las rocas; la reconozco: es mi buena amiga Nuronihar, la que tan gentilmente me prestara su columpio. Vamos, mi buen amo y señor —prosiguió, mientras desgajaba la rama de un sauce—, permitidme que vaya a azotarla por haberos faltado al respeto. El emir no ha de quejarse; pues, dejando a un lado lo agradecido que estoy a su piedad, comete gran yerro al soltar por las montañas un rebaño de damiselas; el aire agreste agudiza en exceso los pensamientos.

—¡Haya paz, blasfemo! —dijo el Califa—. No hables así de la que hace que mi corazón vague por estos montes. Antes consigue que mis ojos puedan mirarse en los suyos y que pueda respirar su dulce hálito. ¡Con qué gracia y ligereza corre, palpitante, por estos campestres lugares!

Y diciendo estas palabras, Vathek tendió sus brazos hacía la colina y, alzando los ojos con una agitación que jamás sintiera anteriormente, intentó no perder de vista a la que ya le había cautivado. Pero su curso era tan difícil de seguir como el vuelo de las hermosas mariposas azareas de Cachemira, tan raras y vivaces.

Vathek, no satisfecho con ver a Nuronihar, también quería oírla, por lo que, ávido, aguzaba el oído para distinguir su acento. Por fin oyó que decía a una de sus acompañantes, con la que cuchicheaba al amparo del pequeño matorral desde el que le arrojara el ramillete:

—Hay que reconocer que un califa resulta muy vistoso: pero mi pequeño Gulchenruz es mucho más encantador; una trenza de su suave cabellera vale más que todos los ricos bordados de la India; prefiero, y con mucho, el malicioso mordisqueo de sus dientes en mi dedo que la sortija más hermosa del tesoro imperial. ¿Dónde le has dejado, Sutlememé? ¿Por qué no está aquí?

Bien le hubiera gustado al inquieto Califa seguir escuchando aquella conversación durante más tiempo, pero ella se alejó con todas sus esclavas. El enamorado monarca siguió con la vista hasta verla desaparecer, quedándose como el extraviado viajero a quien, de noche, las nubes ocultan la constelación por la que se guía. Ante él parecía extenderse un velo de tinieblas; todo lo veía apagado, todo se le presentaba con distinto aspecto. El sonido del arroyo le llenaba el alma de melancolía, y sus lágrimas se vertían sobre los jazmines que había cobijado en su ardiente seno. Incluso llegó a recoger algunas piedrecillas para recordar continuamente el lugar en que sintiera los primeros impulsos de una pasión que hasta entonces le fuera desconocida. Mil veces había intentado alejarse, pero en vano. Una dulce languidez embargaba su alma. Tendido a orillas del arroyo, no dejaba de dirigir su mirada hacia la azulada cima de la montaña.

—¿Qué es lo que me ocultas, peñasco despiadado? —exclamó—. ¿Qué ha sido de ella? ¿Qué acontece en tus soledades? ¡Cielos! ¡Quizá ella vague, en estos momentos, por tus grutas, con su afortunado Gulchenruz!

Mientras tanto, comenzó a caer el relente. El emir, preocupado por la salud del Califa, hizo que le llevaran la litera imperial; Vathek se dejó conducir a ella sin darse cuenta, siendo traído de vuelta al soberbio salón donde fuera recibido la víspera.

Pero dejemos al Califa entregado a su nueva pasión y sigamos por las rocas a Nuronihar, la cual, finalmente, se había encontrado con su enamorado, el pequeño Gulchenruz.

El tal Gulchenruz era el hijo único de Alí Hassán, hermano del emir, y, asimismo, la criatura más delicada y amable del universo. Su padre, el cual ya hacía diez años que partiera con rumbo a mares desconocidos, le había dejado al cuidado de Fakreddín. Gulchenruz sabía escribir en diferentes lenguas con maravillosa precisión, y pintaba sobre vitela los arabescos más hermosos del mundo. Su voz era dulce, y él la sabía acompasar con el laúd de la manera más enternecedora posible. Cuando cantaba los amores de Leilá y Mecnún[64], o de cualquier otra pareja de infortunados amantes de los siglos pasados, las lágrimas bañaban los ojos de sus oyentes. Sus versos, pues al igual que Mecnún era poeta, inspiraban una languidez y molicie ciertamente peligrosas para las mujeres. Todas le amaban con locura, lo que quizá explica que, a pesar de haber cumplido ya los trece años de edad, aún no hubieran podido arrancarle del harén. Su baile poseía la ligereza del vilano que, impulsado por los primaverales céfiros, revolotea en el aire. Pero aquellos brazos, que cuando bailaba con tanto donaire se entrelazaban con los de las muchachas, no servían para lanzar los dardos de la caza, ni para domar los fogosos caballos que su tío criaba en los pastizales. No obstante, tiraba al arco con mano segura y habría dejado atrás a todos los muchachos en cualquier carrera sólo con atreverse a romper las ataduras de seda que le ligaban a Nuronihar.

Hacía ya años que los dos hermanos habían comprometido mutuamente a ambos hijos, por lo que Nuronihar amaba a su primo aún más que a las niñas de sus ojos, Y eso que eran hermosos. Ambos tenían los mismos gustos y ocupaciones, la misma mirada tendida y lánguida, la misma cabellera, la misma blancura; cuando Gulchenruz se vestía con las ropas de su prima, parecía más mujer que ella misma. Y si, por casualidad, abandonaba un momento el harén para ir a visitar a Fakreddín, entonces adoptaba la timidez del cervatillo que acaba de separarse de la cierva. Pero a pesar de todo, tenía la suficiente malicia para burlarse de los solemnes vejancones; por eso mismo, había ocasiones en que éstos le zaherían de forma despiadada. Entonces, muy afectado, entraba a escape en el harén, corriendo, tras de sí, todos los cortinajes, y se refugiaba, sollozando, entre los brazos de Nuronihar, la cual, a pesar del gran aprecio en que tenía sus virtudes, amaba aún más sus defectos.

Así pues, Nuronihar, tras dejar en la pradera al Califa, corrió junto a Gulchenruz por las montañas alfombradas de césped que protegían el valle donde vivía Fakreddín. El sol se ocultaba ya en el horizonte, haciendo que ambos jóvenes, de imaginación viva y exaltada, creyeran ver en las hermosas nubes del poniente las cúpulas de Shaddukián y de Ambreabad[65], donde habitan los perís. Nuronihar se había sentado en la ladera de la colina y tenía sobre sus rodillas la perfumada cabeza de Gulchenruz; pero la imprevista llegada del Califa y el esplendor que le rodeaba habían conseguido turbar su ardiente alma. Impulsada por su vanidad, no se había podido resistir a hacerse notar por aquel príncipe. Había visto, con toda claridad, cómo recogía los jazmines que le había arrojado, por lo que su amor propio se sintió halagado. Por eso, su turbación fue en aumento cuando a Gulchenruz se le ocurrió preguntarle qué había sido del ramillete que había aderezado para ella. Por toda respuesta le besó en la frente y, levantándose precipitadamente, comenzó a pasearse a grandes zancadas, presa de agitación e inquietud indescriptible.

Mientras tanto, se hacía de noche: el color oro puro del sol poniente se había mudado en rojo sanguina; las inflamadas mejillas de Nuronihar adquirían el resplandor de un horno ardiente. El pobrecillo Gulchenruz se apercibió de ello, estremeciéndose hasta lo más profundo de su alma al ver tan agitada a su gentil prima.

—Vámonos —dijo con voz tímida—, hay algo funesto en el cielo. Los tamarindos se estremecen más de lo acostumbrado y este viento me hiela el corazón. Venga, vámonos; este atardecer es muy lúgubre.

Y mientras así hablaba, había tomado a Nuronihar de la mano y tiraba de ella con todas sus fuerzas. Nuronihar le siguió sin saber qué hacía. Mil ideas le rondaban por la imaginación, a cuál más extraña. Sin darse cuenta, dejó atrás un gran corro de madreselvas por el que sentía gran predilección; hasta el propio Gulchenruz, que corría como si le persiguiera alguna fiera salvaje, no pudo privarse de arrancar algunos tallos.

Unas cuantas muchachas que se encontraban por las inmediaciones, al verlos llegar tan deprisa creyeron que, como de costumbre, querían bailar. Así que, al momento, formaron un círculo y se cogieron de las manos; pero fue en vano, porque Gulchenruz, sin aliento, se dejó caer sobre el musgo. La consternación se adueñó, entonces, de tan alegre corrillo; Nuronihar, a punto de perder los nervios y fatigada no sólo por la carrera que acababa de dar sino, también, por lo tumultuoso de sus pensamientos, no a su lado. Tomando sus manecitas heladas, las calentó en su seno, mientras frotaba sus sienes con una pomada aromática. Finalmente, Gulchenruz volvió en sí y, escondiendo la cabeza en el vestido de Nuronihar, le suplicó no volver tan pronto al harén. Temía ser reprendido por Shabán, su ayo, un viejo eunuco arrugado que, precisamente, no era de los más afables. A aquel guardián malhumorado no le habría hecho gracia enterarse de que había interrumpido el acostumbrado paseo de Nuronihar Así pues, toda la pandilla se sentó en corro sobre el césped dando comienzo a todo tipo de juegos infantiles. Los eunucos se situaron a cierta distancia y se pusieron a charlar entre sí. Todos se sentían alegres, menos Nuronihar, que permanecía pensativa y abatida. Su nodriza se dio cuenta y comenzó a narrar unos cuentos muy divertidos, en los que Gulchenruz, quien ya había dejado a un lado todas sus inquietudes, encontraba gran deleite. Reía, aplaudía y hacía mil carantoñas a todo el mundo, incluso a los eunucos, puesto que, a pesar de la edad y decrepitud manifiestas de estos últimos, no quería sino que corrieran tras él.

A todo esto, había salido la luna; como hacía una noche deliciosa y se estaba muy a gusto, se decidió por unanimidad cenar al aire libre. Uno de los eunucos corrió a buscar melones; los demás provocaron una lluvia de almendras tiernas, al agitar los árboles que cubrían con su follaje a la amable cuadrilla. Sutlememé, que se distinguía por hacer ensaladas, llenó grandes fuentes de porcelana con las hierbas más delicadas, huevos de pajarillos, leche cuajada, zumo de limón y rodajas de pepino, que pasó a la concurrencia, ayudándose con un cucharón de cocknos[66]. Pero no habían contado con Gulchenruz, el cual, acurrucado como siempre en el regazo de Nuronihar, cerraba su roja boquita cada vez que Sutlememé le ofrecía algo. No quería tomar nada que no viniera de la mano de su prima, y se quedaba prendido de sus labios como la abeja que se embriaga con el néctar de las flores.

En medio del júbilo general se divisó una luz en la cima de la montaña más alta. Dicha luz derramaba una claridad difusa, que habría podido confundirse con la de la luna llena, si no fuera porque este astro se encontraba ya en el horizonte. El fenómeno causó una emoción general, que dio lugar a mil conjeturas. No podía tratarse de un incendio, puesto que la luz era clara y azulada. Por otra parte, jamás se había visto meteoro de semejante apariencia y tamaño. En ocasiones, la extraña luminosidad palidecía, para, instantes después, recobrar su fuerza. En un principio se la supuso en la cima, inmóvil; de pronto, la abandonó, para relucir en un frondoso bosque de palmeras, y, después de seguir el curso de los torrentes, se detuvo, finalmente, a la entrada de un pequeño valle, estrecho y tenebroso. Gulchenruz, cuyo corazón se estremecía ante todo lo que le parecía imprevisto y extraordinario, temblaba de miedo. Tiraba del vestido a Nuronihar, suplicándole que regresaran al harén. Las mujeres le secundaron; pero la curiosidad de la hija del emir era demasiado intensa y pudo con ella. Pasara lo que pasase, tenía que contemplar aquel fenómeno.

Mientras discutían de tal suerte, brotó de aquella luz un rayo de fuego, tan deslumbrante que todo el mundo corrió a resguardarse, dando grandes gritos. También Nuronihar retrocedió algunos pasos, aunque al pronto se detuvo y avanzó hacia el fenómeno. El globo de fuego se había parado sobre el pequeño valle y ardía en majestuoso silencio. Nuronihar, cruzando los brazos sobre su pecho, dudó algunos instantes. El miedo de Gulchenruz, la profunda soledad en que, por primera vez en su vida, se encontraba, la imponente serenidad de la noche… todo contribuía a asustarla. En más de mil ocasiones estuvo a punto de darse la vuelta; pero el globo luminoso seguía estando frente a ella. Presa de un irresistible impulso, se dirigió hacia él, a pesar de zarzas, espinos y de todos los obstáculos naturales que pudieran entorpecer su avance.

Nada más llegar a la entrada del pequeño valle, se vio envuelta en tinieblas y sólo alcanzó a distinguir un débil resplandor, muy lejano. El rumor de los saltos de agua, el roce de las hojas de las palmeras y los chillidos fúnebres e intermitentes de los pájaros que hacen su nido en los troncos de los árboles, no hacían sino aumentar el terror de su alma. Todo el tiempo creía estar pisando algún reptil venenoso. Las historias que le habían contado de los malvados dives y de los sombríos gules[67] afloraron en su memoria. Se detuvo por segunda vez, pero la curiosidad pudo con ella, por lo que, valientemente, tomó un tortuoso sendero que la conducía hasta el resplandor. Hasta aquel momento siempre había sabido dónde se encontraba, pero en cuanto puso un pie en el sendero se perdió.

—¡Ay! —se decía—. ¿Por qué no estaré ahora en los aposentos, tan seguros y bien iluminados, donde pasaba las noches con Gulchenruz? ¡Habría que ver, ay, niño querido, cómo palpitarías si errases como yo por estas profundas soledades!

Pero mientras hablaba de tal suerte, no dejaba de andar. De pronto, alcanzó a ver unos peldaños tallados en la roca; la luz había aumentado y ahora aparecía sobre su cabeza, en lo más alto de la montaña. Subió audazmente los escalones. Cuando hubo llegado a cierta altura, le pareció que la luz salía de una especie de antro; en él se escuchaban unos sonidos lastimeros y melodiosos: eran como voces que compusieran una especie de cántico similar a los himnos que se entonan ante las tumbas. Al mismo tiempo, sus oídos acusaron otro sonido, como el del agua al llenar un baño. Divisó grandes cirios encendidos, colocados sin ningún orden en las grietas de la roca. Aquella escena la heló de terror: sin embargo, siguió subiendo; el olor sutil y violento que exhalaban los cirios la reanimó, por lo que pudo llegar hasta la entrada.

En aquella especie de éxtasis, echó un vistazo a su interior y vio una gran cuba de oro llena de agua, cuyo tibio vapor destilaba sobre su rostro una lluvia de esencia de rosas. Una sosegada sinfonía resonaba en la caverna; al borde de la cuba se habían dispuesto regias vestiduras, diademas y plumas de garza, cuajadas de carbunclos. Mientras se hallaba admirando tamaña magnificencia, la música dejó de tocar, y pudo escucharse una voz que decía:

—¿Quién es el monarca para el que se han encendido estos cirios, preparado este baño y estas vestiduras, dignas tan sólo de los soberanos, no ya de la tierra, sino de las mismísimas potencias talismánicas[68]?

—Son para la encantadora hija del emir Fakreddín —respondió una segunda voz[69].

—¿Cómo? —prosiguió la primera—. ¡Para esa atolondrada que malgasta su tiempo con un niño voluble entregado a la molicie, que sólo sirve, y malamente, para hacer de marido!

—¡Qué me dices! —replicó la otra voz—. ¿Cómo podría divertirse con tales majaderías cuando por ella arde de amor el Califa, el soberano del mundo, aquel que debe disfrutar los tesoros de los sultanes preadamitas, un príncipe con una estatura de seis pies y una mirada que les penetra a las jovencitas hasta el tuétano? No, ella no puede negarse a una pasión que la colma de gloria, por lo que dejará a un lado su jugueteo infantil: entonces, todas las riquezas que se encuentran en este lugar, así como el carbunclo de Jamshid[70], serán para ella.

—Creo que tienes razón —dijo la primera voz—, me voy a Istajar, a preparar el palacio del Fuego Subterráneo para recibir a los esposos.

Las voces cesaron, se apagaron las antorchas, la más espesa oscuridad ocupó el lugar de la radiante claridad, y Nuronihar se encontró, tendida, tan larga como era, en un sofá del harén de su padre. Nada más dar una palmada, acudieron rápidamente Gulchenruz y las demás mujeres, las cuales, desesperadas de no encontrarla, habían enviado a los eunucos a buscarla por todas partes. También apareció Shabán, quien la reprendió sobremanera.

—Pequeña impertinente —dijo—, o disponéis de alguna ganzúa o sois la predilecta de algún yinn, que os lleva a donde queráis. Voy a poner a prueba vuestros poderes; entrad sin premura en la cámara de los dos tragaluces y olvidaos de la compañía de Gulchenruz; vamos, en marcha, señora, que voy a encerraros en ella con doble vuelta.

Ante tales amenazas, Nuronihar alzó su altiva faz y miró fijamente a Shabán con sus ojos negros, tremendamente dilatados después de la conversación que escuchara en la gruta maravillosa.

—Vete —dijo— a hablar así a los esclavos; pero respeta a la que ha nacido para dar leyes y someter todo a su imperio.

Iba a seguir con el mismo tono, cuando se oyeron unos gritos que decían:

—¡El Califa! ¡El Califa!

Al momento, todas las cortinas quedaron descorridas, los esclavos se prosternaron, formando doble fila, y el pobrecillo Gulchenruz se ocultó debajo de una tarima. En primer lugar apareció una fila de eunucos negros, arrastrando tras de sí largas túnicas de muselina recamadas en oro; en las manos llevaban palmatorias que exhalaban el dulce perfume de la madera del áloe. Tras ellos marchaba, serio y moviendo la cabeza, Bababaluk, pues no estaba, precisamente, contento de la visita. Vathek, magníficamente vestido, le seguía de cerca. Su manera de andar era noble y sosegada; su buena planta habría causado admiración aunque no hubiera sido el soberano del mundo. Se acercó a Nuronihar y, nada más clavar la mirada en sus radiantes ojos, que hasta entonces sólo había visto de lejos se sintió fuera de sí. Nuronihar, al darse cuenta, los bajó en seguida; pero su turbación aumentó su belleza inflamando, aún más, el corazón de Vathek.

Bababaluk, buen conocedor de aquel tipo de lances, se dijo que a mal tiempo buena cara, por lo que hizo ademán a todos de que se retirasen. Escudriñó todos los rincones de la sala para ver si se había escondido alguien, y vio unos pies que salían por debajo de la tarima. Tiró de ellos sin ceremonia, y comprobando que pertenecían a Gulchenruz, se lo echó a la espalda, llevándoselo consigo, al tiempo que le hacía mil carantoñas, a cual más repulsiva. El pequeño gritaba y se debatía, mientras sus mejillas enrojecían como la flor del granado y sus ojos, a punto de soltar una lágrima, refulgían de despecho. En su desesperación, lanzó a Nuronihar una mirada tan significativa que el Califa se apercibió y dijo:

—¿No será ése vuestro Gulchenruz?

—Soberano del mundo —respondió ella—, perdonad a mi primo, cuya inocencia y dulzura no merecen vuestra cólera.

—Tranquilizaos —dijo Vathek, sonriendo—, está en buenas manos; Bababaluk ama a los niños y nunca se encuentra sin dulces ni confituras.

La hija de Fakreddín, completamente confundida, dejó que se llevaran a Gulchenruz sin decir una palabra. Sin embargo, lo agitado de su seno revelaba el estado de su corazón. Vathek, totalmente enajenado, se entregó a los delirios de su pasión más ardiente: cuando se disponía a vencer la última resistencia, ya debilitada, que se oponía a su voluntad, fue interrumpido por el emir, el cual, entrando súbitamente, se arrojó a sus pies, con la frente en tierra.

—Comendador de los Creyentes —dijo—, no os rebajéis con vuestra esclava.

—No, emir —contestó Vathek—, por el contrario, exalto su posición hasta equipararla conmigo, nombrándola mi esposa; por ello, la gloria de vuestra familia se extenderá de generación en generación.

—¡Ay, señor! —respondió Fakreddín, arrancándose unos cuantos pelos de la barba—. Abreviad los días de vuestro fiel servidor, antes de que falte a su palabra. Nuronihar se halla solemnemente prometida a Gulchenruz, el hijo de mi hermano Alí Hassán; sus corazones se hallan unidos; la palabra ha sido dada por ambas partes; nadie se atrevería, por ello, a violar tan sagrado compromiso.

—¡Cómo! —replicó con brusquedad el Califa—. ¿Quieres entregar esta divina beldad a un marido aún más femenil que ella? ¿Piensas que voy a dejar marchitar sus encantos en tan flojas y débiles manos? ¡No! ¡Es en mis brazos donde debe discurrir su vida; y así me place! Retírate y no turbes esta noche, que consagro al culto de sus encantos.

El agobiado emir desenvainó, entonces, su sable, entregándoselo a Vathek; y alargando el cuello, dijo, con tono decidido:

—Señor, herid a vuestro infortunado anfitrión; ha vivido demasiado, puesto que tiene la desgracia de ver que el vicario del Profeta viola las sacrosantas leyes de la hospitalidad.

Nuronihar, que había permanecido sin habla en el transcurso de aquella escena, no pudo resistir por más tiempo la pugna entre las pasiones opuestas que atenazaban su alma y cayó desvanecida; entonces Vathek, tan temeroso de su vida como furioso de encontrar resistencia, dijo a Fakreddín:

—¡Socorred a vuestra hija!

Y se concentró en sí mismo, lanzándole su terrible mirada. Instantáneamente, el desgraciado emir cayó de espaldas, bañado en mortal sudor.

Gulchenruz, que había podido escapar de las manos de Bababaluk, regresaba en ese momento. Al ver por los suelos a Fakreddín y a su hija, pidió auxilio con todas sus fuerzas. El pobre niño, intentando reanimar con sus caricias a Nuronihar, no dejaba de besar, pálido y jadeante, la boca de su amante. Por fin, el dulce calor de sus labios la hizo volver en sí y al momento recobró el uso de los sentidos.

En cuanto Fakreddín se hubo repuesto del aojo del Califa, se hizo cargo de la situación; después de mirar a su alrededor para ver si el peligroso príncipe se había marchado, mandó llamar a Shabán y Sutlememé y, llevándolos aparte, les dijo:

—Amigos, a grandes males grandes remedios. El Califa trae a mi familia horror y desolación; no puedo resistirme a su poder; otra mirada suya me llevaría a la tumba. Que me consigan un poco de esos polvos soporíferos que un derviche trajo del Arracán. Administraré a los dos niños una dosis cuyo efecto les durará tres días. El Califa pensará que han muerto. Entonces, haciendo como que los enterramos, los llevaremos a la caverna de la venerable Meimuné, donde comienza el Gran Desierto de Arena, cerca de la cabaña de los enanos; y, cuando todos se hayan ido, vos, Shabán, con cuatro eunucos escogidos, los llevaréis junto al lago, donde habréis hecho llevar provisiones para un mes. Un día para la incredulidad, cinco para lamentarse, quince para pensar en ello y el resto para disponerse a reemprender el camino; éste es, según mis cálculos, el tiempo que necesitamos, Vathek y yo, para encontrar sosiego.

—La idea es buena —dijo Sutlememé—; y hay que sacarle todo el partido posible. Me parece que a Nuronihar le gusta el Califa. Tened por seguro que, a pesar de todo el afecto que pueda sentir por Gulchenruz, no podremos retenerla en las montañas mientras sepa que él sigue aquí. Convenzámosla, pues, de que de verdad está muerta, al igual que Gulchenruz, y de que ambos han sido conducidos a los roquedales para expiar en ellos las faltas veniales que cometieron por amor. También les diremos que nosotros, desesperados por su ausencia, pusimos fin a nuestras vidas; por otra parte, vuestros enanitos, a los que jamás han visto, les parecerán personajes extraordinarios. Los sermones que les propinarán han de producir en ellos, a buen seguro, grandes resultados, y podría apostar a que todo va a salir inmejorablemente.

—Apruebo tu idea —dijo Fakreddín—; pongamos manos a la obra.

Y sin perder un momento, fueron a buscar los polvos, que echaron en un sorbete: Nuronihar y Gulchenruz, sin sospechar nada, se tomaron el preparado.

Una hora más tarde sintieron náuseas y palpitaciones. Un entumecimiento general se adueñó de ellos. Tras levantarse y subirse a duras penas en la tarima, se tendieron en un sofá.

—Haz que entre en calor, querida Nuronihar —decía Gulchenruz, manteniéndola estrechamente abrazada—; pon tu mano sobre mi corazón: está helado. ¡Ah! Estás igual de fría que yo. ¿No será que el Califa nos ha matado a ambos con su terrible mirada?

—Me muero —contestó Nuronihar, con voz apagada—; estréchame entre tus brazos, para que al menos pueda exhalar mi alma entre tus labios.

A guisa de respuesta, el tierno Gulchenruz dio un profundo suspiro; ambos dejaron caer sus brazos, como muertos, y ya no dijeron nada más.

En aquel momento, todo fue estruendo de gritos en el harén. Shabán y Sutlememé demostraron un consumado arte al dar a entender que estaban desesperados. El emir, molesto de tener que llegar a tales extremos, observaba por vez primera el efecto de los polvos y no tenía necesidad de fingirse afligido. Habían apagado las luces. Sólo dos lámparas arrojaban su triste resplandor sobre los rostros de aquellas hermosas flores que, según el parecer de todos, se habían marchitado en la primavera de su vida; sólo los esclavos, que habían acudido de todas partes, permanecían inmóviles ante el espectáculo que se desarrollaba ante ellos. Se trajeron las vestiduras fúnebres; los cuerpos fueron lavados con agua de rosas y ataviados con togas[71] más blancas que el alabastro; y sus hermosas trenzas, entrelazadas, recibieron los aromas de los perfumes más exquisitos.

Cuando iban a colocarles en la cabeza una corona de jazmín, su flor preferida, llegó el Califa, que acababa de enterarse del trágico suceso. Estaba tan pálido y taciturno como los gules que vagan de noche por los sepulcros. En tales circunstancias, se olvidó de sí mismo y de todo el mundo y se precipitó en medio de los esclavos, para prosternarse al pie de la tarima y golpearse el pecho, sin dejar de culparse de ser un atroz asesino, maldiciéndose una y mil veces. Mas, cuando descubrió, con su temblorosa mano, el velo que cubría el pálido rostro de Nuronihar, lanzó un alarido y se desplomó como muerto. El jefe de los eunucos, entre horribles muecas, se lo llevó al momento, diciendo:

—Ya le había advertido yo que Nuronihar le jugaría alguna mala pasada.

Nada más irse el Califa, el emir comenzó los preparativos del duelo e hizo condenar la entrada al harén. Se cerraron todas las ventanas, se rompieron todos los instrumentos musicales y los imames empezaron a recitar sus oraciones. Los llantos y los lamentos redoblaron durante toda la tarde de aquella lúgubre jornada. En cuanto a Vathek, gemía en silencio, pues para atenuar las convulsiones que le causaban tanta rabia y dolor no habían tenido más remedio que administrarle unos calmantes.

Al despuntar el día siguiente, se abrieron los grandes batientes de las puertas de palacio y el convoy se puso en marcha hacia la montaña. Las severas jaculatorias de «¡No hay otro dios que el Dios!»[72] llegaron a oídos del Califa, quien, a toda costa, quiso infligirse heridas y seguir las pompas fúnebres; y si no llega a ser porque su extrema debilidad le impidió andar, nadie hubiera podido disuadirle de ello; pero, al primer paso, cayó al suelo y hubo que meterlo en la cama, donde permaneció varios días en un estado de pérdida de conocimiento que daba pena a todos, incluido el emir.

Nada más llegar la procesión a la gruta de Meimuné, Shabán y Sutlememé despidieron a todo el mundo, excepto a los cuatro eunucos de confianza que permanecieron con ellos, y, después de descansar unos momentos cerca de los ataúdes, que, dicho sea de paso, disponían el suficiente aire, dispusieron que los transportaran hasta una laguna, cuya orilla estaba cubierta de musgo grisáceo. Aquel lugar era punto de encuentro de garzas y cigüeñas que, de continuo, pescaban en él unos pececillos de color azulenco. Los enanos, que a tal efecto habían recibido instrucciones del emir, no tardaron en llegar al lugar, donde construyeron, gracias al concurso de los eunucos, unas cabañas hechas de cañas y juncos, tarea que realizaron a la perfección. También levantaron un almacén de provisiones, un pequeño oratorio para uso propio y una pirámide de madera. Estaba hecha de leños, dispuestos con extrema precisión, y servía para mantener encendido el fuego, pues entre aquellas montañas hacía frío.

Por la tarde hicieron dos grandes fogatas al borde del lago y los dos hermosos cuerpos fueron sacados de sus respectivos ataúdes, para ser conducidos, con sumo cuidado, al lecho de hierbas secas de una de las cabañas. Los dos enanos comenzaron a recitar el Corán con voz clara y argentina. Shabán y Sutlememé se quedaron de pie, a cierta distancia, mientras aguardaban, inquietos, el momento en que los polvos dejaran de hacer su efecto. Al poco tiempo, Nuronihar y Gulchenruz estiraban débilmente los brazos y, abriendo los ojos, miraban, en el mayor de los asombros, todo lo que les rodeaba. Incluso intentaron levantarse, pero, al fallarles las fuerzas, volvieron a caer en su lecho de hojas. Al momento, Sutlememé les obligó a ingerir el cordial que, a tal efecto, le entregara el emir.

Entonces, Gulchenruz se despejó por completo, estornudó sonoramente y se levantó con una agilidad que venía motivada por la sorpresa. Una vez fuera de la cabaña, husmeó el aire con avidez extrema, y exclamó:

—¡Respiro, oigo ruidos, veo un firmamento cuajado de estrellas! ¡Todavía estoy vivo!

Nada más oír las inflexiones de la voz del amado, Nuronihar se libera de las hojas de su lecho y corre a estrechar entre sus brazos a Gulchenruz. Las largas togas con que habían sido ataviados, sus coronas de flores y lo desnudo de sus pies fueron lo primero que les dio de ojo. Ella ocultó el rostro entre sus manos para reflexionar. La visión del baño encantado, la desesperación de su padre, y, sobre todo, la majestuosa presencia de Vathek rondaban por su imaginación. Recordaba haberse encontrado enferma y moribunda, lo mismo que Gulchenruz; pero todas aquellas imágenes se agolpaban, confusas, en su mente. Aquel singular lago, las llamas reflejadas en las plácidas aguas, el pálido color de la tierra, las inusuales cabañas, los juncos que se acunaban a sí mismos, tristemente, las cigüeñas, cuyo lúgubre grito se fundía con las voces de los enanos; todo aquello acabó por convencerla de que el Ángel de la Muerte le había abierto el portal de una nueva existencia.

Por su parte, Gulchenruz, transido de muerte, se había pegado a su prima. También creía encontrarse en la tierra de los fantasmas y se espantaba ante su silencio.

—Habla —se atrevió a decir—. ¿Dónde estamos? ¿Ves esos espectros que remueven las brasas ardientes? ¿Serán Munkar y Nakir[73] que van a arrojarnos a ellas? ¿Pasará el fatídico puente[74] por este lago, cuya tranquilidad quizá oculta un abismo acuático en el que no dejaremos de hundirnos a lo largo de la eternidad?

—No, hijos míos —dijo Sutlememé, acercándose hasta ellos—, tranquilizaos; el ángel exterminador que ha conducido nuestras almas al lado de las vuestras nos ha asegurado que el castigo por vuestra vida muelle y voluptuosa se limitará a pasar una larga serie de años en este lugar tan triste, donde el sol apenas se muestra y donde la tierra no produce flores ni frutos. He aquí a nuestros guardianes —prosiguió, señalando a los enanos—, que proveerán todas nuestras necesidades: pues almas tan profanas como las nuestras aún guardan algo, en este estado intermedio, de su grosera existencia. Por todo manjar comeréis arroz, y vuestro pan se embeberá de las nieblas que, incesantes, cubren este lago.

Ante tan triste perspectiva, los pobres niños se deshicieron en lágrimas, prosternándose ante los enanos, los cuales, haciendo a la perfección su papel y según su costumbre, les propinaron un discurso, tan hermoso como inacabable, sobre el camello sagrado que, dentro de unos miles de años, se encargaría de conducirlos al Paraíso de los Creyentes.

Tras acabar el sermón, hicieron las abluciones, alabaron a Alá y al Profeta, cenaron de manera un tanto exigua y volvieron al lecho de hojas secas. Nuronihar y su primito se sintieron muy a gusto al observar que los muertos se acostaban en su misma cabaña. Como habían dormido más que suficiente, pasaron el resto de la noche comentando lo sucedido, aunque sin dejar de abrazarse, por miedo a los espíritus.

A la mañana siguiente, sombría y lluviosa, los enanos se subieron a unas largas pértigas hincadas en el suelo, a guisa de minaretes, y llamaron a oración. Toda la congregación se reunió: Sutlememé, Shabán, los cuatro eunucos, algunas cigüeñas, aburridas de tanto pescar, y los dos niños. Estos últimos, tras abandonar perezosamente su cabaña con melancólico y tierno talante, cumplieron sus devociones con fervor. A continuación, Gulchenruz preguntó a Sutlememé y a los demás cómo era que su fallecimiento les venía tan bien, por lo oportuno.

—Nos hemos matado de desesperación por vuestra muerte —respondió Sutlememé.

Nuronihar, que a pesar de todo lo sucedido no había olvidado su visión, exclamó:

—¿Y el Califa? ¿Habrá muerto de dolor? ¿Vendrá aquí?

Los enanos, tomando la palabra, le respondieron, solemnes:

—Vathek está condenado sin remedio.

—Estoy de acuerdo —exclamó Gulchenruz—, y me encanta, pues no me extrañaría que su horrible aojamiento fuera el responsable de que estemos aquí, comiendo arroz y escuchando sermones.

De este modo, y a orillas de aquel lago, transcurrió una semana. Nuronihar pensaba en toda la magnificencia que su importuna muerte le había hecho perder, y Gulchenruz hacía cestas de juncos con los enanos, los cuales le resultaban muy divertidos.

Mientras aquella idílica escena tenía lugar en el montañoso seno, el Califa representaba otra parecida en casa del emir. Nada más recobrar el uso de los sentidos, exclamó, con una voz que hizo estremecer a Bababaluk:

—¡Pérfido Giaur! Tú fuiste quien mató a mi querida Nuronihar; renuncio a ti y pido perdón a Mahoma, el cual la habría dejado a mi lado si yo hubiera sido más juicioso. Vamos, traedme agua para mis abluciones, y que se acerque el buen Fakreddín para reconciliarme con él, de suerte que podamos orar juntos. Luego iremos a visitar el sepulcro de la infortunada Nuronihar. Quiero hacerme eremita y pasar mis días en aquella montaña para expiar mis crímenes.

—¿Y qué comeréis allí? —preguntó Bababaluk.

—Y yo qué sé —contestó Vathek—; te lo diré cuando me entre apetito, para lo que, me parece, aún falta bastante.

La llegada de Fakreddín interrumpió esta conversación. Vathek, nada más verle, saltó a su cuello, y tanto le bañaba con sus lágrimas y le decía cosas piadosas, que el emir lloraba de alegría, congratulándose, por lo bajo, de la admirable conversión que acababa de conseguir. Por ello se comprende que no pensara oponerse al peregrinaje a la montaña; así pues, cada uno se instaló en su litera y ambos partieron.

A pesar del celo con que se cuidaba al Califa, no pudieron evitar que al visitar el lugar donde se decía que estaba enterrada Nuronihar se hiciera algunos rasguños. Sólo a duras penas pudieron arrancarle de allí, después de su solemne juramento de que regresaría a diario, lo que, precisamente, no suscitó el aplauso de Fakreddín, aunque se dijo que el Califa no llevaría adelante su promesa, contentándose con ir a rezar a la caverna de Meimuné; además, el lago estaba tan oculto entre los roquedales que no creía que fuera posible encontrarlo. La certeza del emir se veía confirmada por la conducta de Vathek. Cumplía con tanta exactitud su decisión, regresando de la montaña tan devoto y contrito, que todos los vejestorios caían en éxtasis.

Por su parte, Nuronihar no estaba tan contenta. Aunque amara a Gulchenruz y la dejasen a solas con él para que su ternura se viese incrementada, le veía como un juguete, lo que no era óbice para que el carbunclo de Jamshid le resultase muy apetecible. En ocasiones llegaba a dudar de su condición, pues no podía comprender cómo era posible que los muertos tuviesen todas las necesidades y fantasías de los vivos. Para aclarar aquel misterio, una mañana, mientras todos dormían, se levantó suavemente del lugar en que reposaba, al lado de Gulchenruz, y, después de darle un beso, siguió la orilla del lago, descubriendo que iba a desaguar bajo un peñasco, cuya cima no le pareció inaccesible. Sin pensarlo dos veces, la escaló lo mejor que pudo y, al encontrarse al aire libre, echó a correr como la cierva que huye del cazador. A pesar de saltar con la ligereza del antílope, tuvo que sentarse al amparo de unos tamariscos, para recobrar el aliento. Mientras se hallaba entregada a sus pensamientos, creyendo reconocer aquellos parajes, Vathek se presentó, de sopetón, ante ella. El Príncipe, inquieto y agitado, se había adelantado a la aurora. Al ver a Nuronihar se quedó como inmóvil. No se atrevía a acercarse a aquella figura temblorosa y pálida que, sin embargo, aún cautivaba su vista. Por fin, Nuronihar, entre contenta y afligida, alzó hacia él sus bellos ojos, y dijo:

—Señor, ¿no vendréis a comer arroz en mi compañía y a escuchar sermones?

—¡Sombra adorada! —exclamó Vathek—. ¡Habláis! ¡Seguís teniendo la misma elegancia en la figura, la misma mirada radiante! ¿No poseeréis también su consistencia?

Y diciendo esto, la abraza con todas sus fuerzas, sin dejar de repetir:

—Pero si es carne… y animada de suave calor. ¿Qué significa este prodigio?

Nuronihar respondió con modestia:

—Mi señor, bien sabéis que mi fallecimiento tuvo lugar aquella noche en que me honrasteis con vuestra visita. Mi primo dice que fue debido a uno de vuestros aojamientos, pero yo no lo creo; no me parecieron tan terribles. Gulchenruz murió al mismo tiempo que yo, y ambos fuimos llevados a una región muy aburrida, donde se come pobremente; si también estáis muerto y venís a reuniros con nosotros, os compadezco, pues los enanos y las cigüeñas acabarán por marearos. Además, es un fastidio, tanto para vos como para mí, haber perdido los tesoros del palacio subterráneo que nos estaban reservados.

A la sola mención del palacio subterráneo, el Califa cesó en sus caricias, que ya habían llegado demasiado lejos, para que Nuronihar le explicara lo que había querido decir. Entonces ella le contó su visión, lo que vino después y la historia de su pretendida muerte, describiéndole el lugar de expiación del que se había escapado con tal lujo de detalles que habrían suscitado su hilaridad de no encontrarse tan preocupado. No había acabado, apenas, de hablar, cuando Vathek, volviéndola a coger entre sus brazos, dijo:

—Vamos, luz de mis ojos, ya se ha aclarado todo. Ambos estamos llenos de vida: vuestro padre es un bribón que nos ha engañado para separarnos; y el Giaur, quien, por lo que creo, quiere que viajemos juntos, no es mucho mejor. Tiempo habrá para que nos tenga en su palacio del Fuego, pues concedo mucho más valor a vuestra persona que a todos los tesoros de los sultanes preadamitas; y quiero poseerla a mi antojo y al aire libre, durante muchas lunas, antes de que me trague la tierra. Olvidad a ese tontito de Gulchenruz y…

—¡Ah! ¡Señor, no le hagáis ningún daño! —le interrumpió Nuronihar.

—No, no —prosiguió Vathek—; ya os he dicho que no temáis por él; es tan empalagoso y está tan en leche que me resulta imposible sentir celos de su persona: le dejaremos con los enanos que, entre paréntesis, son antiguos conocidos míos; su compañía le conviene más que la vuestra. Por lo demás, jamás volveré a casa de vuestro padre; no quiero oírle a él ni a sus vejestorios gritándome al oído que estoy violando las leyes de la hospitalidad, como si el desposaros con el soberano del mundo no fuera para vos mayor honor que hacerlo con una jovencita vestida de muchacho.

Nuronihar no se molestó en contradecir tan elocuente discurso. Sólo echaba en falta que el enamorado monarca no se mostrara un poco más encaprichado del carbunclo de Jamshid; pero, pensando que cada cosa llegaría a su tiempo, se mostró conforme en todo y totalmente sumisa.

Cuando el Califa lo juzgó conveniente, llamó a Bababaluk, que dormía en la caverna de Meimuné, soñando que el fantasma de Nuronihar le volvía a sentar en el columpio, impulsándole con tanta fuerza que ora se cernía sobre las montañas, ora rozaba los abismos. A la voz de su señor, se despertó sobresaltado, saliendo a la carrera, y cuando llegó a su lado, sin resuello, pensó que se iba a caer de espaldas al ver de nuevo al espectro con el que acababa de soñar.

—¡Ah, señor! —exclamó, retrocediendo diez pasos y tapándose los ojos con la mano—. ¿Acaso desenterráis a los muertos? ¿No haréis también el trabajo de los gules? Pues no contéis con comeros a esta Nuronihar; después de todo lo que me ha hecho sufrir, puede que sea tan malvada que se atreva a devoraros incluso a vos.

—Deja de hacer el imbécil —dijo Vathek—; no tardarás en convencerte por ti mismo de que ésta que tengo entre mis brazos es Nuronihar, vivita y coleando. Preocúpate de que planten mis tiendas en un valle que he visto cerca de aquí; en él quiero fijar mi morada, junto a este bello tulipán cuyos colores he de avivar. Dispón todo lo necesario para que, hasta nueva orden, podamos llevar una vida voluptuosa.

Las noticias de tan imprevisto incidente no tardaron en llegar a oídos del emir. Desesperado, porque su estratagema no había tenido éxito, se abandonó al dolor, cubriéndose el rostro con ceniza, como era de rigor; sus vetustos seguidores hicieron otro tanto, por lo que el palacio cayó en el más lamentable desorden. Todo era descuido; ya no se atendía a los viajeros ni se hacían más emplastos y, en lugar de la caritativa actividad que reinara en aquel asilo, sus habitantes sólo se preocupaban de hacerse los cariacontecidos; todo era gemir y darle a la ceniza, con caras de un codo de largas.

Al no encontrar a su prima, Gulchenruz se quedó de piedra. Los enanos estaban tan sorprendidos como él. Únicamente Sutlememé, más sagaz que todos ellos, sospechó desde un principio lo sucedido. Mantuvieron entretenido a Gulchenruz, con la halagüeña esperanza de que encontraría a Nuronihar en cualquier lugar de las montañas, donde la tierra sembrada de flores de azahar y jazmín, sugeriría lechos más agradables que el suelo de una cabaña, y donde podrían cantar al son del laúd e ir en pos de las mariposas.

Cuando Sutlememé se hallaba en lo mejor de sus quiméricas descripciones, la llamó aparte uno de los cuatro eunucos, para explicarle los pormenores de la fuga de Nuronihar y anunciarle lo dispuesto por el emir. Al momento recaba el consejo de Shabán y los enanos; hacen el equipaje; se instalan en una chalupa y navegan como si no pasara nada. Gulchenruz se hacía a todo; pero, nada más llegar al lugar en que el lago desaparecía bajo la bóveda rocosa, y penetrar la barca en su interior, rodeada por la más completa oscuridad, comenzó a dar desgarradores gritos, presa de tremendo miedo, pues creía que se dirigía a la total perdición, por haberse aprovechado demasiado de su prima.

Entretanto, el Califa y la que reinaba en su corazón pasaban plácidamente los días. Bababaluk había hecho plantar las tiendas y cerrar las dos entradas del valle con magníficas mamparas forradas con telas de la India y guardadas por esclavos abisinios, sable en mano. Para mantener en constante verdor el césped de tan hermoso recinto, unos eunucos de raza blanca no dejaban de dar vueltas en su interior, sirviéndose de regaderas de plata sobredorada. El aire de las proximidades del pabellón imperial se renovaba constantemente, gracias al continuo movimiento de unos abanicos; la suave claridad del día, filtrada por la muselina, bastaba para iluminar aquel lugar de voluptuosidad, donde el Califa gozaba plenamente de los encantos de Nuronihar. Ebrio de placer, escuchaba con arrobo su bella voz y los acordes de su laúd. Por su parte, ella estaba encantada de escuchar las descripciones que le hacía de Samará y de su torre repleta de maravillas. Se complacía, especialmente, en escuchar de sus labios la aventura de la bola, desde el principio hasta que desaparecía en la grieta, momento en que el Giaur hacía acto de presencia ante el portal de ébano.

Conseguían pasar el día con ese tipo de entretenimientos, pues, por la noche, ambos amantes se bañaban juntos en un gran estanque de mármol negro, que resaltaba portentosamente la blancura de Nuronihar. Bababaluk, que ya había sucumbido a los encantos de la bella, procuraba celosamente que los alimentos les fueran servidos a la pareja sin escatimar nada; siempre había algún manjar que les resultaba desconocido; incluso hizo traer de Shiraz un vino burbujeante y delicioso, embodegado antes del nacimiento de Mahoma. Y uno podía ver los pequeños hornos practicados en la roca, que servían para cocer los panes de leche que Nuronihar amasaba con sus propias manos, tan delicadas, para darles ese sabor que tanto agradaba a Vathek y que le hacía olvidarse de los guisados que le preparaban sus demás mujeres; así se explicaba el hecho de que las pobres, viéndose abandonadas, se murieran de pena en casa del emir.

La sultana Dilara, hasta entonces la favorita, se tomó muy a pecho aquel desdén, lo que cuadraba con su fogoso carácter. Mientras gozara del favor de Vathek, había estado imbuida de sus extravagantes ideas, por lo que ardía en deseos de contemplar las tumbas de Istajar y el palacio de las cuarenta columnas; y ya que se había criado entre magos[75], se alegraba de ver al Califa tan dispuesto a entregarse al culto del fuego: por eso mismo, la vida de voluptuosidad e inacción que compartía con su rival la afligía por partida doble. La pasajera piedad que, de vez en cuando, afligía a Vathek había suscitado en ella una señal de alarma, pero aquello era mucho peor. Por lo tanto, tomó la decisión de escribir a la princesa Carathis para informarle de que todo iba mal, de que no se habían cumplido las condiciones del pergamino, de que habían comido, dormido y alborotado en casa de un viejo emir, temible por su religiosidad, y, ahora venía lo peor, de que nada permitía presagiar que Vathek fuera a conseguir los tesoros de los sultanes preadamitas. La carta fue confiada a dos leñadores, que trabajaban en uno de los grandes bosques de la montaña, y que, conocedores del camino más corto, llegaron en diez días a Samará.

Los mensajeros hicieron su entrada cuando la princesa Carathis jugaba al ajedrez con Morakanabad. Ya habían pasado algunas semanas desde que abandonara las alturas de su torre, tras consultar los astros para ver el futuro de su hijo y comprobar que todo lo relacionado con ellos parecía confuso. Y por más que insistiese en repetir las fumigaciones y en tumbarse en los tejados a la espera de conseguir visiones místicas, sólo fue capaz de soñar con bordados, ramilletes y otras tonterías similares. Así pues, toda aquella agitación sólo había servido para sumirla en un abatimiento del que ni siquiera las drogas que ella misma preparaba podían librarla, por lo que cifraba su última esperanza en el bonachón Morakanabad, el cual, lleno de honestidad y confianza, no se sentía, precisamente, en un lecho de rosas cuando se encontraba en su compañía.

Y como nadie tenía noticias de Vathek, se contaban sobre él mil historias, a cual más inverosímil. Se comprende, pues, con qué impaciencia rompió Carathis el lacre de la carta, y cuál fue su rabia al enterarse de la negligente conducta de su hijo.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo—. Poco me importa la muerte, si con ello consigo que logre entrar en el palacio del Fuego. ¡Muera yo en las llamas y reine Vathek en el trono de Suleimán!

Y diciendo esto, hizo una pirueta tan mágica y espantosa que Morakanabad retrocedió aterrorizado; a continuación, ordenó enjaezar su gran camello Albufaki y llamar a la repulsiva Nerkés y a la despiadada Cafur:

—No necesito más séquito —dijo al visir—; me reclaman asuntos urgentes, así que nada de despedidas suntuosas: cuidad del pueblo y desplumadlo bien en mi ausencia, ya que gastamos mucho y nunca se sabe lo que puede pasar.

La noche era muy oscura y de la llanura de Catul llegaba un viento malsano, que habría alejado a cualquier viajero, por mucha prisa que tuviera; pero no a Carathis, la cual se complacía sobremanera en todo lo que era funesto, lo mismo que Nerkés y Cafur, quien, además, tenía particular inclinación por todo lo pestilente. A la mañana siguiente, la encantadora caravana, guiada por los dos leñadores, se detuvo en las inmediaciones de un gran pantano que exhalaba un vapor tan letal que habría causado la muerte a cualquier animal que no fuera Albufaki, el cual, como era de esperar[76], aspiraba encantado aromas tan malolientes. Los leñadores suplicaron a las damas no pasar la noche en aquel lugar.

—¡Dormir! —exclamó Carathis—. ¡Vaya ocurrencia! Yo sólo duermo para conseguir visiones; en cuanto a mis acompañantes, demasiadas preocupaciones tienen ya para pensar en pegar el único ojo que les queda.

Y aquella pobre gente, que comenzaba a sentirse incómoda con tamaña compañía, se quedó boquiabierta.

Carathis se apeó, al igual que las dos negras que llevaba a la grupa; y todas, en camisa y pantaloncillos, corrieron bajo el ardor del sol para coger hierbas venenosas, que eran muy abundantes en las inmediaciones del pantano. Aquella provisión estaba reservada para la familia del emir y para cualquiera que pusiera la mínima pega al viaje a Istajar. Por otra parte, a los leñadores, que se morían de espanto viendo correr a aquellas tres horribles apariciones, no les hizo ni pizca de gracia la familiaridad de Albufaki. Pero fue mucho peor cuando, a pesar de ser mediodía y hacer un calor que fundía las piedras, Carathis les ordenó reanudar la marcha; pues, a pesar de todas sus objeciones, no tuvieron más remedio que obedecer.

Albufaki, que se sentía muy a gusto en soledad, resoplaba nada más ver el más leve signo de vida humana, por lo que Carathis, accediendo a sus caprichos, la evitaba al punto. De tal suerte, los leñadores no pudieron tomar ningún alimento por el camino. Las cabras y las ovejas, que tal parecía les enviara la Providencia, y cuya leche habría bastado para calmar sus penalidades, huían nada más ver al repulsivo animal. En cuanto a Carathis, hay que decir que no necesitaba tomar alimentos tan vulgares, pues le bastaba con una opiata que había descubierto desde hacía mucho y que compartía con sus queridas mudas.

Al caer la noche, Albufaki se paró en seco y golpeó en el suelo con una de sus patas. Carathis, conocedora de sus hábitos, supo que debían de encontrarse en las proximidades de un cementerio. En efecto, a la pálida luz de la luna no tardó en distinguir una larga muralla y una puerta entreabierta, tan alta que hasta Albufaki pudo pasar por ella[77]. Los desgraciados guías, viendo llegar el fin de sus días, rogaron humildemente a Carathis que les diera sepultura, puesto que aquel lugar se prestaba a ello, tras lo cual exhalaron su último aliento. Nerkés y Cafur bromearon, a su manera, acerca de la estupidez de aquella gente, encontrando el aspecto del cementerio muy de su agrado, por no hablar de lo coquetos que les resultaban sus sepulcros: por lo menos había dos mil en la falda de una colina. Carathis, demasiado ensimismada en sus grandes proyectos para fijarse en aquel espectáculo, por risueño que pudiera parecerle, se apresuró a sacar partido de la situación.

«Es muy probable —se dijo— que tan hermoso cementerio sea frecuentado por los gules, especie que no carece de inteligencia; así pues, ya que he dejado morir por un descuido a esos estúpidos guías, les preguntaré a los gules por el camino y, para que piquen, les propondré que se regalen con estos cadáveres frescos».

Nada más acabar tan bien pensado monólogo, habló por señas con Nerkés y Cafur, diciéndoles que fueran a llamar a las tumbas y a entonar ante ellas su bonito gorjeo.

Las negras, contentísimas por la orden, puesto que ya se prometían diversión a mansalva en compañía de los gules, se fueron con aires de conquista y empezaron a hacer «¡Toc! ¡Toc!» en los sepulcros. A medida que llamaban se oía un ruido sordo bajo tierra, las arenas se agitaban y los gules, atraídos por el aroma a fresco de los cadáveres recientes, salían por todas partes, olfateando el aire. Todos los presentes se congregaron ante un túmulo de mármol blanco, sobre el que Carathis se había sentado, flanqueada por los cadáveres de sus dos desgraciados guías. La Princesa recibió a su público con exquisitos modales, dejando los negocios para después de la cena. En cuanto se enteró de lo que quería saber, lo que no le llevó mucho, no quiso perder más tiempo, por lo que mandó reanudar la marcha: las negras, que, por aquel entonces, ya había entablado con los gules lazos más que cordiales, le suplicaron, hasta agotar el lenguaje de sus manos, que, al menos, aguardara hasta la aurora; pero Carathis, que era la virtud misma y enemiga jurada de amoríos y molicies, desestimó su ruego y, montando en Albufaki, les ordenó subirse a él lo antes posible.

Durante cuatro días y cuatro noches prosiguieron viaje sin detenerse. Al quinto atravesaron montañas y bosques medio quemados, llegando, al sexto, ante las magníficas mamparas que sustraían a cualquier mirada los voluptuosos extravíos de su hijo.

Al despuntar el día, los guardias seguían roncando en sus puestos, completamente confiados; de súbito, el rápido trote de Albufaki los despertó: creyendo ver espectros surgidos del negro abismo, salieron huyendo, sin más miramientos. Vathek estaba bañándose con Nuronihar, mientras oía los cuentos que les narraba Bababaluk y se reía de él. Alarmado por los gritos de sus guardias, salió del agua, dando un brinco; pero en cuanto vio aparecer a Carathis, no tardó en meterse de nuevo en el líquido elemento: su madre, avanzando al frente de sus negras, y siempre cabalgando a Albufaki, destrozaba las muselinas y los finos cortinajes del pabellón. Ante aquella aparición imprevista, Nuronihar, que no había conseguido librarse de sus remordimientos, creyó llegada la hora de la venganza celeste y se pegó amorosamente al Califa. Carathis, sin apearse de su camello y echando espumarajos ante el espectáculo que se ofrecía a su casta mirada, estalló sin miramientos:

—Monstruo de dos cabezas y cuatro piernas[78] —exclamó—, ¿qué significa todo este enredo? ¿No te da vergüenza manosear a esta pollita en vez de empuñar los cetros de los sultanes preadamitas? ¿Por esta indigente has incumplido alocadamente las condiciones del Giaur? ¿Y por ella malgastas unos instantes preciosos? ¿Es éste el fruto que sacas de las magníficas enseñanzas que te he dado? ¿Era ésta la meta de tu viaje? Despégate de los brazos de esa tontita; ahógala en el agua, y sígueme.

En un primer acceso de furor, Vathek pensó destripar a Albufaki y rellenarlo con las negras, e incluso con Carathis; pero las imágenes del Giaur, del palacio de Istajar, de sables y de talismanes invadieron su mente con la celeridad del rayo. Así pues, dijo a su madre, con tono cortés, aunque decidido:

—Seréis obedecida, temible señora; pero no ahogaré a Nuronihar, pues me resulta más dulce que el mirobálano confitado[79]; mucho le gustan los carbunclos y, en especial, el de Jamshid, que le ha sido prometido; ha de venir con nosotros, pues pretendo que repose en los divanes de Suleimán, ya que no puedo dormir sin ella.

—¡Magnífico! —respondió Carathis, bajándose de Albufaki, que dejó al cuidado de las negras.

Nuronihar, que mientras tanto seguía aferrada a Vathek, se tranquilizó un tanto, y dijo tiernamente al Califa:

—Querido soberano de mi corazón, os seguiré, si es necesario, hasta más allá del Caf, en el país de los ifrits; e, incluso, no tendré miedo de subir por vos hasta el nido del Simurg que, después de vuestra madre, es el ser más respetable de todo el universo.

—He aquí —dijo Carathis— una joven que posee coraje y educación.

Era muy cierto que Nuronihar poseía ambas cualidades, pero, a pesar de toda su firmeza, había momentos en los que no podía dejar de pensar en los encantos de su pequeño Gulchenruz y en los días llenos de ternura que había pasado con él; las pocas lágrimas que humedecieron sus ojos no le pasaron inadvertidas al Califa; pues, para rematar su indiscreción, incluso llegó a decir en voz alta, sin darse cuenta:

—¡Ay! Dulce primo mío, ¿qué será de ti?

Al oír aquellas palabras, Vathek frunció el ceño, al tiempo que Carathis comentaba:

—¿Qué significa tanto puchero? ¿Qué ha dicho?

El Califa respondió:

—Se le ha escapado un suspiro por un muchachito de ojos lánguidos y suaves trenzas al que amaba.

—¿Dónde está ahora? —prosiguió Carathis—. Es necesario que conozca a ese precioso niño, pues —y bajó el tono de voz— tengo la intención, antes de partir, de congraciarme con el Giaur; nada habrá para él más apetecible que el corazón del tierno niño que se abandona a los primeros impulsos del amor.

Vathek, nada más salir del baño, ordenó a Bababaluk que reuniera a sus tropas, sus mujeres y demás bienes muebles de su serrallo y dispusiera todo para partir dentro de tres días. En cuanto a Carathis, se fue sola a una tienda, donde tuvo la ventura de que el Giaur se sirviera satisfacerla con estimulantes visiones. Al despertar, vio echadas a sus pies a Nerkés y Cafur, las cuales le comunicaron por signos que al ir a llevar a Albufaki a las márgenes de una laguna para que paciera en un musgo gris, tolerablemente venenoso, habían visto unos peces azulencos, del estilo de los del estanque de lo alto de la torre de Samará.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo Carathis—. Quiero ir a ese lugar ahora mismo; mediante una sencilla operación mágica haré que esos peces me sirvan de oráculo; podrán aclararme muchas cuestiones y decirme dónde está el tal Gulchenruz, a quien quiero inmolar a cualquier precio.

Y acto seguido, se puso en marcha con su negro cortejo.

Puesto que los malos asuntos suelen dar alas a quienes los emprenden, Carathis y sus negras no tardaron en llegar al lago. Hicieron un fuego con las drogas mágicas de que siempre estaban provistas y, desnudándose del todo, entraron en el agua hasta que les llegó a la barbilla. Nerkés y Cafur agitaron las inflamadas teas mientras Carathis entonaba nombres bárbaros. Acto seguido, todos los peces sacaron la cabeza fuera del agua, espumeante por las fuertes sacudidas de sus aletas; y constreñidos por el poder del encantamiento, abrieron las lastimeras bocas, diciendo al unísono:

—Somos vuestros servidores de la cabeza a la cola: ¿qué queréis de nosotros?

—Peces —dijo Carathis—, os conjuro por vuestras brillantes escamas a que me digáis dónde se encuentra el pequeño Gulchenruz.

—Al otro lado de estas rocas, señora —respondieron a coro todos los peces—. ¿Estáis satisfecha? Nosotros no del todo, al tener que abrir la boca de esta manera y exponernos al aire.

—Sí —contestó la Princesa—, ya veo que no estáis acostumbrados a discursos largos. Os dejaré tranquilos, aunque no será por falta de preguntas.

Y dicho esto, las aguas se calmaron y los peces desaparecieron.

Carathis, envenenada por la maldad de sus propósitos, escaló las rocas sin pérdida de tiempo, y divisó bajo el follaje al amable Gulchenruz, que era velado en su sueño por los dos enanos de siempre, que farfullaban oraciones. Aquellos personajillos tenían el don de presentir la proximidad de todo enemigo de la fe musulmana, por lo que notaron la llegada de Carathis, quien, parándose en seco, se dijo, ensimismada: «¡Cómo inclina lánguidamente su cabecita! Es, justamente, el niño que estaba buscando».

Los enanos interrumpieron tan conmovedora reflexión echándose sobre ella y arañándola con todas sus fuerzas. Nerkés y Cafur acudieron cabalmente en defensa de su señora, pellizcando tan fuerte a los enanos que les hicieron exhalar su último suspiro, aunque no antes de que aquéllos rogaran a Mahoma que cobrara venganza en la malvada mujer y en todo su linaje.

Ante el ruido que tan extraño combate desatara en el pequeño valle, Gulchenruz se despertó, dio un furioso brinco, se subió a una higuera y, llegando a la cima del roquedal, corrió sin pararse a recobrar el aliento, hasta que, al fin, cayó como muerto entre los brazos de un viejo y bondadoso genio, que quería a los niños y cuya única ocupación era protegerlos. Había dado la casualidad de que, tiempo atrás, aquel genio estuviera dando su aérea ronda cuando el Giaur no hacía más que gruñir en el interior de su horrible grieta, lo que le permitió abalanzarse sobre él y quitarle los cincuenta chiquillos que Vathek había tenido la impiedad de sacrificarle. Cuidaba de tan interesantes criaturas en unos nidos que estaban más altos que las nubes, pues él mismo vivía en un nido mucho más grande que todos los demás juntos, del que había expulsado a las aves rok[80] que lo construyeran.

Aquellos refugios, seguros a toda prueba, estaban a salvo de los ataques de dives e ifrits, gracias a unas banderolas que ondeaban al viento, en las que habían sido escritos, con caracteres dorados que refulgían como el relámpago, los nombres de Alá y del Profeta. Por ello, Gulchenruz, que todavía no había sido desengañado de su supuesta muerte, se creyó en la morada de la paz eterna. Se abandonaba sin temor a las delicias de sus amiguitos; todos se reunían en el nido del venerable genio y, de común acuerdo, besaban la tersa frente y los hermosos párpados de su nuevo compañero. Y allí, alejado del mundanal ruido, de la impertinencia de los harenes, de la brutalidad de los eunucos y de la inconstancia de las mujeres, encontró el lugar que más acorde iba con su forma de ser. Tan feliz como sus compañeros, pasó días, meses y años en aquella agradable compañía, pues el genio, en lugar de colmar a sus pupilos de riquezas perecederas y conocimientos inútiles, les gratificaba con el don de una infancia perpetua.

Carathis, poco acostumbrada a que se le escapara una presa, montó en espantosa cólera contra las negras, a quienes acusaba de no haberse apoderado del niño con la suficiente diligencia, al detenerse a pellizcar, por simple gusto y hasta la muerte, a unos insignificantes enanitos. Volvió al valle refunfuñando; y al comprobar que su hijo no se había levantado todavía del lecho que compartía con su amada, descargó contra él y Nuronihar su mal humor; no obstante, la perspectiva de partir al día siguiente hacia Istajar y, gracias a los buenos oficios del Giaur, llegar a conocer al mismísimo Iblís[81], le proporcionó cierto consuelo; pero el destino había dispuesto las cosas de otro modo.

Al atardecer, mientras la princesa departía con Dilara, a la que había hecho venir y que era muy de su agrado, Bababaluk acudió a decirle que por la parte de Samará el cielo parecía estar en llamas, lo que podría ser presagio de algo funesto. Sin perder tiempo, Carathis cogió sus astrolabios y demás artilugios mágicos, calculó la posición de los planetas, hizo sus cálculos y dedujo, con gran desazón, que en Samará tenía lugar una formidable rebelión: Motavekel[82], aprovechando el horror que inspiraba su hermano, había sublevado al pueblo y, después de apoderarse del palacio, asediaba la gran torre, adonde se había retirado Morakanabad con un pequeño número de los que aún le eran fieles.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Que voy a perder mi torre, mis mudos, mis negras y mis momias y, lo más importante, mi gabinete de experimentación, que tantos desvelos me ha costado, sin saber siquiera si el atolondrado de mi hijo va a ser capaz de llevar su aventura a buen término? No, no me cruzaré de brazos: parto al momento a socorrer a Morakanabad con mis temibles artes y a desatar sobre los conspiradores una lluvia de clavos y chatarra ardiente; de los depósitos que hay bajo las grandes bóvedas de la torre sacaré los torpedos[83] y las serpientes, que deben estar rabiando por la falta de alimento, y ya veremos si pueden plantarles cara.

Mientras así hablaba, Carathis corría a ver a su hijo que comía plácidamente con Nuronihar en su bonito pabellón encarnado.

—Eres un glotón —le reprendió—; sin mi previsión pronto serías el Comendador de las Tortas; tus creyentes han faltado a la lealtad que te juraron; en este momento, tu hermano Motavekel es dueño de la colina de los Caballos Píos; no podría vencerle tan fácilmente, si no fuera porque en nuestra torre aún me quedan unos cuantos recursos. Pero no perdamos el tiempo, te lo diré en dos palabras: recoge las tiendas, ponte en camino esta misma noche y no te detengas a pasar el rato en ningún sitio. Aunque no hayas tenido en cuenta las condiciones del pergamino, aún tengo esperanzas; pues hay que reconocer que al seducir a la hija del emir, después de haber aceptado su pan y su sal, has violado a las mil maravillas las leyes de la hospitalidad. Tal forma de comportarse sólo puede agradar al Giaur; y si, ya en camino, haces alguna que otra canalladita, todo irá sobre ruedas y podrás entrar triunfalmente en el palacio de Suleimán. ¡Adiós! Albufaki y mis negras me esperan a la entrada.

El Califa, sin saber qué responder a aquella perorata, deseó buen viaje a su madre y terminó de cenar. A medianoche levantó el campamento, a los sones de fanfarrias y trompeterías; pero, por más que se les diera a los timbales, era imposible acallar los gritos del emir y de sus vejestorios, ciegos a fuerza de llorar y a los que ya no quedaba un solo pelo sano. Nuronihar, apenada por aquella música, se sintió muy aliviada nada más alejarse de ella. Iba en la litera imperial, con el Califa, y ambos pasaban el rato imaginando la magnificencia que, a no mucho tardar, iban a conocer. Las restantes mujeres se hallaban un tanto tristes en sus palanquines y Dilara se daba ánimos pensando que iba a celebrar los ritos del fuego en las augustas terrazas de Istajar.

Cuatro días después llegaron al acogedor valle de Rocnabad. La primavera estaba en todo su esplendor, y las grotescas ramas de los almendros en flor se recortaban sobre el azur de un cielo resplandeciente. La tierra, sembrada de jacintos y junquillos, exhalaba suaves fragancias; miles de abejas, y casi el mismo número de santones, habían hecho su morada en ella. En ambas orillas de un riachuelo podía observarse la alternancia de panales y oratorios, cuya pulcritud y blancura contrastaba con el verde parduzco de los elevados cipreses. Los piadosos anacoretas se distraían cultivando pequeños jardines, que rebosaban de frutos, sobre todo de melones almizclados, los mejores de Persia. En ocasiones se los veía desperdigados por la pradera, entretenidos en dar de comer a pavones más blancos que la nieve y a tórtolas azulencas. Mientras estaban ocupados en tales faenas, los heraldos del cortejo imperial anunciaron con voz imperiosa:

—Habitantes de Rocnabad, prosternaos junto a vuestros límpidos manantiales y estad agradecidos al Cielo por mostraros un destello de su gloria, pues ya se acerca el Comendador de los Creyentes.

Los pobres santones, movidos de santo celo, se apresuraron a encender los cirios de todos los oratorios y, tras abrir sus Coranes, que descansaban en facistoles de ébano fueron al encuentro del Califa con pequeñas cestas llenas de higos, miel y melones. Mientras avanzaban en procesión y acompasadamente, caballos, camellos y guardias hacían terribles destrozos en los tulipanes y las demás flores del valle. A los santones les resultaba imposible no poner un compadecido ojo en aquel estrago y otro en el Califa y en el Cielo. Nuronihar, encantada con tan hermosos lugares que le recordaban las amables soledades de su infancia, rogó a Vathek que hicieran un alto: mas el Príncipe, pensando que el Giaur podría tomar por habitáculos aquellos pequeños oratorios, ordenó a sus exploradores que los demoliesen. Los santones se quedaron de piedra al ver que se cumplía una orden tan bárbara y lloraron a lagrimones, por lo que Vathek les hizo expulsar a puntapiés por sus eunucos. Sólo entonces bajó de la litera con Nuronihar y ambos se pasearon por la pradera, recogiendo flores y diciéndose requiebros; pero las abejas, que eran buenas musulmanas, se sintieron obligadas a vengar la afrenta hecha a sus queridos amos, los santones, y tanto se empecinaron en picarlos, que el Califa y su amada agradecieron muchísimo que sus tiendas ya estuviesen montadas y pudieran guarecerse en ellas.

Bababaluk, a quien no había escapado la opulencia de pavones y tórtolas, al punto mandó asar unas cuantas docenas y guisar otras tantas. Comieron, rieron, trincaron y blasfemaron a su antojo hasta el momento en que todos los mulás, jeques, cadís e imames de Shiraz, quienes al parecer no se habían encontrado con los santones, llegaron con asnos engalanados de guirnaldas, cintas y campanillas de plata, y cargados con lo más relevante de la región, que presentaron al Califa, suplicándole se dignase honrar con su presencia la ciudad y sus mezquitas.

—¡Oh! Mucho me guardaré de hacer lo que me pedís —dijo Vathek—, por lo demás, acepto vuestros presentes, pero os ruego que me dejéis tranquilo, ya que no me gusta reiterar mis negativas: después de ver vuestras trazas de malos jinetes, lo más aconsejable sería que regresarais andando; pero como supondría grave ofensa al decoro permitir que personas tan respetables como vosotros tuvieran que caminar, mis eunucos tendrán la precaución de ataros a vuestros asnos, y puesto que conocen los usos de la etiqueta, pondrán especial cuidado en que no me vayáis a dar la espalda[84].

Algunos jeques fogosos, pensando que Vathek estaba loco, se sintieron en la necesidad de dar a conocer su opinión en voz alta. Buen cuidado tuvo Bababaluk de que los maniataran con doble cuerda, tras lo cual, aguijando a todos los asnos con unas zarzas, las monturas partieron al galope, coceando y chocándose entre ellas de la manera más divertida. Nuronihar y su Califa se regocijaron a porfía de tan indigno espectáculo, riéndose a mandíbula batiente cuando los ancianos cayeron, junto con sus cabalgaduras, en el riachuelo, quedándose unos cojos, otros mancos y los más maltrechos, o mucho peor.

Pasaron en Rocnabad dos días deliciosos, sin verse molestados por nuevas embajadas. Al tercero, reanudaron la marcha; tras dejar Shiraz a la derecha, llegaron a una extensa planicie desde la que podía verse a lo lejos, en el horizonte, las negras cumbres de las montañas de Istajar.

Al divisarlas, el Califa y Nuronihar, incapaces de contener su entusiasmo, saltaron de la litera y prorrumpieron en exclamaciones que causaron asombro a todos los que las escucharon.

—¿Iremos a palacios que irradian luz? —comentaban entre sí—. ¿O quizá a jardines más deliciosos que los de Shaddad[85]?

¡Pobres mortales! No hacían más que perderse en conjeturas, pues el pozo de los secretos del Todopoderoso les estaba vedado.

Entretanto, los genios[86] bienhechores, que todavía se preocupaban de la conducta de Vathek, se dirigieron al séptimo cielo, donde se halla Mahoma, y le dijeron:

—Misericordioso Profeta, tended vuestros indulgentes brazos hacia este vicario o, de lo contrario, caerá sin remisión en las trampas que los dives, nuestros enemigos, le han tendido; el Giaur le aguarda en el abominable palacio del Fuego Subterráneo; si pone un pie en él estará perdido para siempre.

Mahoma respondió indignado:

—Sobradamente merece la suerte de tener que valerse por sí solo; sin embargo, os concedo que hagáis un último intento para apartarle de su empresa.

Al instante, uno de aquellos genios bienhechores tomó la apariencia de un pastor, más famoso, a cuenta de su piedad, que todos los derviches y santones de la región; se situó en la ladera de una pequeña colina, junto a un rebaño de ovejas de blanco vellón, y comenzó a tocar, en un instrumento nunca visto, aires de tan arrebatadora melodía que llegaban al alma y que eran capaces de despertar los remordimientos y de expulsar cualquier pensamiento frívolo. Ante tan poderosos sones, el sol se cubrió con un sombrío velo y las aguas de una laguna cercana, más transparentes que el cristal, se volvieron rojas como la sangre. Todos los que formaban parte del pomposo séquito del Califa se sintieron atraídos, muy a su pesar, hacia aquella parte de la colina, y, con la cabeza gacha, se quedaron consternados; cada cual se reprochaba el mal que había hecho: a Dilara le palpitaba el corazón, mientras el jefe de los eunucos, con aire contrito, pedía perdón a las mujeres por haberlas atormentado, con frecuencia, por el simple placer de hacerlo.

Vathek y Nuronihar, que seguían en su litera, habían palidecido, y, mirándose con rencor, se culpaban a sí mismos; el uno, de mil crímenes, a cual más negro, y de mil ambiciosos e impíos proyectos; la otra, de la tristeza en que había sumido a su familia y de la pérdida de Gulchenruz. Y, mientras sonaba la fatal música, a Nuronihar le parecía oír los lamentos de su padre agonizante y a Vathek los sollozos de los cincuenta niños que había sacrificado al Giaur. En su angustia, se veían atraídos hacia el Pastor, cuya fisonomía tenía algo de imponente, tanto que, por primera vez en su vida, Vathek perdió la serenidad, mientras que Nuronihar se tapaba el rostro con ambas manos. Cuando cesó la música, el genio se dirigió al Califa y dijo:

—¡Príncipe insensato, a quien la Providencia confiara el velar por los pueblos! ¿Así respondes a tu misión? Has llegado al culmen de tus crímenes. ¿Tanta prisa tienes ahora de correr hacia tu castigo? Aunque bien sabes que al otro lado de estas montañas Iblís y sus malditos dives detentan su funesto imperio, pareces olvidarlo, y seducido por un fantasma malvado vas a entregarte a ellos. Aprovecha esta última oportunidad que se te concede: abandona tu atroz propósito, regresa sobre tus pasos, devuelve Nuronihar a su padre, a quien aún queda un atisbo de vida, destruye la torre con todas sus abominaciones, no aceptes los consejos de Carathis, sé justo con tus súbditos, respeta a los ministros del Profeta, repara tus impiedades con una vida ejemplar y, en lugar de gastar tu tiempo en placeres voluptuosos, ve a llorar tus crímenes sobre las tumbas de tus piadosos ancestros. ¿Ves esas nubes que ocultan el sol? A menos que cambie tu corazón, en el momento en que reaparezca el astro ya habrá pasado para ti el tiempo de la misericordia.

Vathek, vacilante y temeroso, estaba a punto de prosternarse ante el pastor, presintiendo que su naturaleza debía ser muy superior a la humana; pero su orgullo pudo más, por lo que, alzando altaneramente el rostro, le lanzó una de sus terribles miradas.

—Quienquiera que seas —dijo—, deja de darme consejos inútiles. Si quieres engañarme, acabarás por engañarte a ti mismo: si todo lo que he hecho es de naturaleza tan criminal como pretendes, entonces no podría haber para mí un solo instante de arrepentimiento; he nadado en un mar de sangre para conseguir un poder que hará temblar a tus semejantes; por eso mismo, no te hagas ilusiones de que vaya a echarme atrás al llegar a puerto, ni de que abandone a la que me es mucho más querida que la vida y que tu misericordia. ¡Que aparezca de nuevo el sol para iluminar mi sendero, sin importar adonde conduzca[87]!

Y diciendo estas palabras, que hicieron estremecerse al mismísimo genio, Vathek, arrojándose en brazos de Nuronihar, ordenó espolear a los caballos y proseguir la marcha.

No resultó difícil ejecutar la orden; la extraña atracción había desaparecido, el sol brillaba con toda la fuerza de su luz, y del pastor, después de que lanzara un lastimero grito, no se veía ni rastro. A pesar de todo, la funesta impronta de la música del genio había quedado grabada en el corazón de muchos de los acompañantes de Vathek, pues con espanto se miraban unos a otros. Aquella misma noche huyó buena parte de ellos, y del que fuera numeroso cortejo sólo quedaron el jefe de los eunucos, algunos esclavos idólatras, Dilara y un exiguo número de mujeres que, como ella, practicaban la religión de los magos.

Pero aquella deserción poco importó al Califa, devorado por la ambición de dar órdenes a las Inteligencias de la oscuridad. Y como el hervor de su sangre le impedía dormir, ya no hizo ningún alto. Nuronihar, cuya impaciencia sobrepasaba, si es que ello era posible, a la suya, le urgía a apretar la marcha y, para aturdirle, le prodigaba mil caricias tiernas. Ya se sentía más poderosa que Balkis[88] y se imaginaba a los genios prosternándose al pie de su trono. De tal suerte, avanzaron a la luz de la luna hasta divisar dos esbeltas rocas que formaban una especie de portal a la entrada del estrecho valle que se terminaba en las vastas ruinas de Istajar. Prácticamente en la cima de la montaña, podían verse las fachadas de varias tumbas reales, cuyo espantoso aspecto se veía realzado por las sombras nocturnas. Pasaron por dos aldeas casi desiertas. Sólo quedaban en ellas dos o tres débiles ancianos, quienes al ver los caballos y las literas se arrodillaron diciendo:

—¡Cielos! ¡Otra vez los fantasmas que nos atormentan desde hace seis meses! ¡Ay de nosotros! ¡Nuestra gente, aterrorizada por las extrañas apariciones y el estruendo que retumba bajo las montañas, nos ha abandonado a merced de los espíritus maléficos!

Tales lamentos le parecieron al Califa de tan mal agüero que hizo pasar a sus caballos por encima de los pobres ancianos, llegando, finalmente, al pie de la gran terraza de mármol negro. Sólo entonces bajó de la litera, acompañado de Nuronihar. Con el corazón en un puño y mirando con aprensión a todo lo que les rodeaba, aguardaron, entre involuntarios estremecimientos, la comparecencia del Giaur; pero nada parecía presagiarla. En el aire y en la montaña reinaba un silencio fúnebre. La luna proyectaba sobre la gran plataforma la sombra de las imponentes columnas de la terraza, que se perdían en las nubes. Aquellas tristes columnas[89], cuyo número resultaba imposible de contar, no se hallaban cubiertas por techo alguno; y sus capiteles, de factura desconocida en los anales de la Tierra, servían de morada a las aves nocturnas que, alarmadas por la presencia de tanta gente, huyeron graznando.

El jefe de los eunucos, transido de miedo, suplicó a Vathek que se dignara dar licencia para encender fuego y preparar algún alimento.

—No, no —respondió el Califa—, no es momento de pensar en esas cosas. ¡Quédate donde estás y aguarda mis órdenes!

Y diciendo estas palabras en un tono firme, ofreció su mano a Nuronihar, con lo que ambos comenzaron a escalar los peldaños de una amplia pendiente y así pudieron llegar a la terraza, embaldosada de mármol y tan tersa como la superficie de un lago, de suerte que ninguna planta podía crecer en ella. A la derecha se levantaban varias hileras de columnas, situadas enfrente de las ruinas de un inmenso palacio, cuyas paredes se hallaban cubiertas por varias figuras: en la de delante se veían las gigantescas estatuas de cuatro animales, con los rasgos del grifo y del leopardo[90], que daban miedo; no lejos de éstas podían distinguirse a la luz de la luna, que iba a dar precisamente en aquel lugar, unos caracteres similares a los que aparecieran en los sables del Giaur; pues, lo mismo que ellos, tenían la propiedad de cambiar a cada instante; cuando, por fin, se aquietaron, adoptaron la forma de letras árabes, con lo que el Califa pudo leer las siguientes palabras:

«Vathek, has faltado a las condiciones de mi pergamino; merecerías regresar sin nada; pero en atención a tu compañera y a todo lo que has hecho para conseguirla, Iblís permite que se abran ante ti las puertas de su palacio, y que el fuego subterráneo te cuente entre sus adoradores».

Apenas hubo acabado de leer, la montaña a la que estaba adosada la terraza sufrió un temblor y pareció que las columnas fueran a desplomarse sobre sus cabezas. La roca se entreabrió, dejando ver en su seno una escalera de mármol pulimentado, que parecía conducir al abismo. En cada peldaño se habían dispuesto dos grandes cirios, similares a los que Nuronihar contemplara en su visión, cuyos vapores alcanforados se elevaban en espiral bajo la bóveda.

Aquel espectáculo no sólo no asustó a la hija de Fakreddín, sino que le infundió nuevos bríos; y sin pensarlo dos veces ni despedirse, siquiera, de la luna y de las estrellas, dejó el aire puro de la atmósfera para sumergirse en aquellos relentes infernales.

El paso de ambos impíos era firme y altanero. Mientras bajaban, al amparo de la cruda luz de los cirios, se admiraban mutuamente, encontrándose tan resplandecientes que ya creían haberse convertido en Inteligencias Celestes. Lo único que les inquietaba era el hecho de que los peldaños no acabasen nunca. Y tanto se apresuraron, presa de ardiente impaciencia, que sus pasos se aceleraron hasta tal punto que más que caminar pareció que cayeran rápidamente en un precipicio; por fin se detuvieron ante un gran portal de ébano que el Califa no tuvo dificultad en reconocer: allí le aguardaba el Giaur con una llave de oro en la mano.

—Sed bienvenidos, a pesar de Mahoma y de toda su cuadrilla —dijo, con su espantosa sonrisa—; yo mismo me encargaré de vuestra introducción en palacio, donde, tan merecidamente, os habéis ganado un lugar.

Y diciendo estas palabras, tocó con la llave la cerradura esmaltada, de suerte que, al momento, los dos batientes se abrieron con estruendo mayor que el del trueno en plena canícula, para cerrarse con el mismo estruendo una vez hubieron entrado.

El Califa y Nuronihar se miraron con asombro, al verse en un lugar, a pesar de estar abovedado, tan amplio y de techos tan altos[91] que, al principio, lo tomaron por una inmensa llanura. En cuanto sus ojos se acostumbraron al tamaño de los objetos, descubrieron hileras de columnas y arcadas que, por efecto de la perspectiva, parecían disminuir de tamaño con la distancia para terminar en un punto, tan radiante como el sol cuando lanza sobre el mar sus últimos rayos. El pavimento, cubierto de polvo de oro y azafrán, exhalaba tan sutil olor que ambos se sintieron aturdidos. No obstante, prosiguieron su camino y observaron infinidad de pebeteros en los que ardían ámbar gris y madera de áloe. Entre las columnas había mesas con innumerable variedad de manjares y de vinos, espumeantes en vasos de cristal. Una muchedumbre de yinns y demás espíritus burlones[92] de ambos sexos bailaban lascivamente formando corrillos, al son de la música que sonaba a su paso.

En medio de aquella inmensa sala, en profundo silencio y con la mano derecha puesta encima del corazón, se paseaba una multitud de hombres y de mujeres que no parecían prestar atención a nada ni a nadie. Estaban pálidos como cadáveres, y sus ojos, hundidos en las órbitas, parecían los fuegos fatuos que, de noche, se ven en los cementerios. Unos se hallaban sumidos en profunda ensoñación; otros echaban espumarajos de rabia, corriendo de un lado para otro como tigres heridos por un dardo emponzoñado; todos se evitaban entre sí; y, a pesar de hallarse en medio de una muchedumbre, cada uno iba a su aire, como si se encontrase solo.

A la vista de tan funesta compañía, Vathek y Nuronihar se quedaron helados de espanto. Importunaron al Giaur, preguntándole qué significaba todo aquello y por qué motivo aquellos espectros deambulantes no apartaban nunca la mano del corazón.

—No os preocupéis ahora de esas cuestiones —les respondió con brusquedad—, dentro de poco os enteraréis de todo: apresurémonos a presentarnos a Iblís.

Así pues, siguieron andando entre aquella gente; pero, a pesar del aplomo de los primeros instantes, no tenían el valor de contemplar las perspectivas de las distintas salas y galerías que se abrían a derecha e izquierda, iluminadas por llameantes antorchas y braseros cuya llama se elevaba como una ardiente pirámide hasta el centro de la bóveda. Finalmente, llegaron a un lugar donde largas colgaduras de brocado carmesí y oro pendían por doquier, en abrumadora confusión. Allí ya no se oía ninguna música ni algazaras de baile, y la luz parecía venir de lejos.

Vathek y Nuronihar se abrieron camino a través de las colgaduras y entraron en un amplio tabernáculo tapizado de pieles de leopardo. Ancianos de luengas barbas e ifrits armados de punta en blanco se prosternaban, en número infinito, ante las gradas de un estrado, en lo alto del cual, y sentado sobre un globo de fuego, se hallaba el temible Iblís. Su rostro era el de un joven de veinte años, cuyos rasgos, nobles y bien formados, se hubieran marchitado por el efecto de vapores malignos. Desesperación y orgullo hallábanse grabados en sus grandes ojos, y su flotante cabellera aún guardaba algo de la de un ángel de luz[93]. Su mano, delicada a pesar de hallarse ennegrecida por el rayo, asía el cetro de bronce que hace temblar al monstruo Urambad[94], a los ifrits y a las demás potencias del Abismo.

Ante aquella visión, el Califa perdió completamente el aplomo y se prosternó con el rostro en tierra. Nuronihar, a pesar de sentirse abrumada, no podía por menos de admirar el porte de Iblís, ya que estaba dispuesta a encontrarse con algún espantoso gigante. Iblís, con una voz más dulce de lo que cabía esperar y que, sin embargo, se hallaba teñida de negra melancolía, dijo:

—Os acojo en mi Imperio, criaturas de arcilla; ya sois parte de mis adoradores; disfrutad de todo lo que en este palacio se ofrezca a vuestra mirada, de los tesoros de los sultanes preadamitas, de sus relampagueantes sables y de los talismanes que obligarán a los dives a abriros los subterráneos del monte Caf, que se comunican con éstos. Allí encontraréis con qué satisfacer vuestra insaciable curiosidad. Sólo dependerá de vosotros penetrar o no en la fortaleza de Ahrimán[95] y en los salones de Argenk[96], donde se hallan representadas todas las criaturas racionales y los animales que habitaban la Tierra antes de la creación de ese ser despreciable a quien llamáis el Padre de los Hombres.

Tras aquel discurso, Vathek y Nuronihar se sintieron más tranquilos y hasta seguros. Y, vehementes, dijeron al Giaur:

—Llevadnos presto al lugar donde se encuentran esos preciosos talismanes.

—Venid —respondió el malvado div, con su pérfida mueca—, venid, vuestro será todo lo que nuestro señor os promete, y mucho más.

Y a continuación, les hizo entrar en un largo corredor, que comunicaba con el tabernáculo; y mientras marchaba en cabeza, dando grandes zancadas, era seguido por sus desventurados discípulos, los cuales parecían alborozados. Así llegaron a una espaciosa sala, rematada por una cúpula muy alta, alrededor de la cual podían verse cincuenta puertas de bronce, cerradas con candados de acero. En aquel lugar reinaba una fúnebre penumbra, que permitía ver unos lechos de madera de cedro incorruptible sobre los que yacían los descarnados cuerpos de los famosos reyes preadamitas, antaño monarcas universales del planeta. Todavía les quedaba la suficiente vida para darse cuenta de su deplorable condición: sus ojos conservaban una triste actividad; intercambiaban entre sí miradas lánguidas y todos mantenían su mano derecha encima del corazón. A sus pies se veían las inscripciones que recordaban los acontecimientos de su reinado, su poderío, su orgullo y sus crímenes. Suleimán Raad, Suleimán Daki y Suleimán, apodado Gián ben Gián, quienes, después de haber encadenado a los dives en las tenebrosas cavernas del monte Caf, se volvieron tan presuntuosos que llegaron a dudar de la potencia suprema, gozaban de un rango importante, aunque no equiparable al del profeta Suleimán ben Daud.

Este rey, tan renombrado por su sabiduría, se encontraba sobre el estrado más alto, exactamente bajo la cúpula. Aparentaba tener más vida que los demás y, aunque de vez en cuando lanzara profundos suspiros y, al igual que sus compañeros, posara la mano derecha sobre su corazón, el rostro se le veía más sereno; parecía estar pendiente del estruendo que hacía una catarata de negras aguas que se divisaba a través del enrejado de una de las puertas. Ningún otro ruido turbaba el silencio de aquel lúgubre lugar. Una línea de vasijas de bronce rodeaba el estrado.

—Levanta las tapaderas de esos recipientes cabalísticos —dijo el Giaur a Vathek—, y coge los talismanes que romperán las puertas de bronce y te convertirán en dueño de los tesoros que esconden y de los espíritus que los guardan.

El Califa, completamente desconcertado por tan siniesra escenografía, se acercó, titubeante, a las vasijas y creyó morir de terror al oír los gemidos de Suleimán, a quien en su turbación había tomado por un cadáver. En aquel momento, una voz que salía de la lívida boca del profeta pronunció estas palabras:

—Mientras duró mi vida, me senté en un magnífico trono. A la derecha, en doce mil sitiales de oro, patriarcas y profetas escuchaban mis teorías; a la izquierda, sabios y doctores, en otros tantos tronos de plata, asistían a mis juicios. Mientras, de tal suerte, administraba justicia a la innumerable multitud, los pájaros, revoloteando sin descanso alrededor de mi cabeza, me hacían de dosel, protegiéndome de los ardores del sol. El pueblo prosperaba; mis palacios subían hasta las nubes; construí un templo al Altísimo, que fue la maravilla del universo; pero, pusilánime, me dejé arrastrar por el amor de las mujeres y por una curiosidad que no se limitaba a las cosas sublunares. Seguí los consejos de Ahrimán y de la hija del Faraón; adoré al fuego y a los astros y, abandonando la Ciudad Santa, ordené a los genios que construyeran los soberbios palacios de Istajar y la terraza y sus columnas, dedicando cada una de ellas a una estrella. Allí, durante algún tiempo, gocé plenamente del esplendor del trono y de todo tipo de placeres; no sólo los hombres, sino también los genios, se sometieron a mí. Y cuando ya comenzaba a creer, como les ocurriera a los desgraciados monarcas que me rodean, que la venganza celeste había quedado relegada al olvido, el rayo echó abajo lo que yo había construido y me precipitó a este lugar. Sin embargo, al contrario que todos sus moradores, no me hallo totalmente desprovisto de esperanza. Un ángel de luz me ha hecho saber que, en consideración a la piedad de mis años de juventud, mi tormento cesará cuando esta catarata, cuyas gotas cuento todo el tiempo, deje de manar; pero ¡ay de mí! ¿Cuándo llegará ese momento tan deseado? Sufro más y más, pues un fuego inextinguible devora mi corazón.

Y diciendo estas palabras, Suleimán alzó al cielo ambas manos en ademán de súplica, y el Califa observó que su pecho era transparente como el cristal y que albergaba en su interior un corazón en llamas. Ante tan terrible visión, Nuronihar cayó, como petrificada, en brazos de Vathek.

—¡Oh, Giaur! —exclamó el desgraciado príncipe—. ¿A qué lugar nos has traído? Déjanos salir de él; te eximo de todas tus promesas. ¡Oh, Mahoma! ¿Ya no queda misericordia para nosotros?

—No, ya no queda —contestó el malvado div—; has de saber que ésta es la morada de la desesperación y de la venganza; tu corazón se abrasará como el de todos los adoradores de Iblís; pocos días te quedan antes de ese fatal plazo, empléalos del modo que prefieras: duerme sobre montones de oro, gobierna a las potencias infernales, recorre a tu antojo estos inmensos subterráneos, ninguna puerta se cerrará ante ti; en cuanto a mí, ya he cumplido mi misión y te dejo a solas con tu propia conciencia.

Y diciendo estas palabras, desapareció.

El Califa y Nuronihar se quedaron mortalmente abatidos; no les brotaban las lágrimas y apenas podían mantenerse en pie; por fin, tomándose apesadumbrados de la mano, salieron tambaleándose de la funesta sala. Todas las puertas se abrían a su paso, los dives se prosternaban ante ellos, incalculables tesoros se exponían a su mirada; pero ya nada les quedaba de la curiosidad, el orgullo o la avaricia. Y, con la misma indiferencia con que escuchaban los coros de los yinns, contemplaban los soberbios banquetes que podían verse por todas partes. Erraban de estancia en estancia, de sala en sala, de pasillo en pasillo, lugares todos sin fin ni contornos precisos, iluminados por la misma claridad sombría, decorados todos ellos con la misma magnificencia apagada, recorridos, sin excepción por gente que buscaba reposo y sosiego, pero que no era capaz de encontrar ninguna de ambas cosas, ya que a todas partes llevaba el corazón abrasado en llamas. Evitados por todos aquellos desventurados, los cuales parecían decirse unos a otros con la mirada: «Tú fuiste quien me sedujo», o contestarse: «Y tú quien me corrompió», se mantenían aparte, esperando angustiosamente el instante en que acabarían convirtiéndose en entes tan espantosos como ellos.

—¿Cómo? —decía Nuronihar—. ¿Que llegará el momento en que retire mi mano de la tuya?

—¡Ah! —decía Vathek—. ¿Acaso dejarán mis ojos de beber a grandes sorbos la voluptuosidad de los tuyos? ¿Llegaré a horrorizarme de los dulces momentos que ambos pasamos juntos? No, no fuiste tú quien me trajo hasta este detestable lugar, sino los impíos principios con que Carathis pervirtiera mi juventud los causantes de mi perdición y de la tuya. ¡Ah! ¡Que al menos ella sufra con nosotros!

Y diciendo estas palabras, llamó a un ifrit, que atizaba un brasero, y le ordenó arrebatar a la princesa Carathis del palacio de Samará y traerla a su presencia.

Después de que fuera dada aquella orden, el Califa y Nuronihar prosiguieron su marcha entre la silenciosa muchedumbre, hasta el momento en que oyeron hablar al fondo de una galería. Suponiendo que se trataba de otros desventurados que, como ellos, aún no habían recibido la sentencia definitiva, se guiaron por las voces y no tardaron en comprobar que salían de una pequeña habitación de forma cuadrada, donde cinco personas, cuatro hombres jóvenes de buena planta y una hermosa mujer sentados en varios sofás, departían con gran desánimo la luz de una lámpara. Todas estas personas tenían aspecto melancólico y abatido y dos de ellas se abrazaban con suma ternura. Al ver entrar al Califa y a la hija de Fakreddín, se levantaron educadamente, saludándolos y haciéndoles sitio. Acto seguido, la que tenía el porte más distinguido se dirigió al Califa en los siguientes términos:

—Extranjero, que sin duda os encontráis en la misma y terrible espera que nosotros, puesto que aún no lleváis la mano derecha sobre el corazón; si acaso venís a compartir los horrorosos momentos que deberán transcurrir hasta nuestro común castigo, dignaos contarnos las aventuras que os han conducido hasta este lugar de perdición y nosotros os referiremos las nuestras, que bien merecen ser narradas. Pues recordar los propios crímenes, aunque ya no haya tiempo para arrepentirse de ellos, es la única ocupación que cuadra a desventurados como nosotros.

El Califa y Nuronihar dieron su consentimiento a tal propuesta, por lo que Vathek, tomando la palabra, les hizo, entre gemidos, una sincera relación de todo lo ocurrido. Cuando hubo terminado tan penosa narración, el joven que le dirigiera la palabra dio comienzo a la suya.