Historia del príncipe Barkiaroj[118]
—Mis crímenes son mayores, si cabe, que los del califa Vathek, aunque debo hacer constar que los consejos impíos y temerarios no acarrearon mi condenación, como en su caso. Y el encontrarme ahora en esta terrible morada se debe a mi deseo de olvidar los saludables consejos de la que fuera mi más sincera amiga.
»Nací junto al mar Caspio, en el Daghestán[119], muy cerca de la ciudad de Berduka. Fui el tercero de los hijos de un pescador, hombre de bien, que vivía tranquila y cómodamente del fruto de su trabajo. Perdimos a nuestra madre cuando éramos demasiado jóvenes para echarla de menos, pero, al ver que nuestro padre rompía a llorar, le imitamos. Mis hermanos y yo éramos extremadamente industriosos, muy sumisos y en modo alguno ignorantes. Un derviche, amigo de mi padre, que nos había enseñado a leer y a escribir unos cuantos caracteres, venía con frecuencia a pasar las tardes con nosotros, para entretenernos con comentarios piadosos, mientras no dejábamos de trenzar las cestas de junco, y explicarnos el Corán. Alsalami, así se llamaba el derviche, era, en verdad, un hombre de paz, como indicaba su nombre, pues lograba conciliar nuestras pequeñas desavenencias, llegando incluso a erradicarlas, y, todo ello, haciendo gala de una bondad y de un afecto que tenían como resultado que nos fuese muy querido. Cuando veía que sus máximas y sentencias nos ponían muy serios, entonces nos distraía contándonos algún cuento, de suerte que los principios que deseaba inculcarnos obtenían una mejor acogida.
»Un jardín de considerable extensión, que habíamos plantado siguiendo las indicaciones del derviche, le proporcionaba nuevas ocasiones de entretenernos e instruirnos. Nos enseñó las virtudes de las plantas y el arte de cultivarlas; íbamos con él a recoger flores, que, una vez destiladas, proporcionaban esencias medicinales o aromáticas, y nos sentíamos henchidos de alegría cuando, así nos lo parecía, el alambique conseguía cambiar su naturaleza. Yo me mostraba inquieto, con ganas de adquirir conocimientos, lo que motivó que Alsalami me obsequiase con un trato que me resultaba halagüeño. Gozar de su favor era algo que me enorgullecía; pero aunque, en su presencia siempre me comportase con suma modestia, en cuanto se iba daba rienda suelta a mi arrogancia; y en las disputas que, a cuenta de todo ello, se originaban entre mis hermanos y yo, siempre conseguía echarles a ellos la culpa. Gracias al buen provecho que sacábamos de las destilaciones, de las cestas de junco y de la pesca, vivíamos con cierto desahogo. Dos esclavos negros mantenían nuestra rústica vivienda en tal grado de limpieza que nos parecía mucho más cómoda de lo que era; y aunque los manjares que nos servían fueran sencillos, resultaban sanos y de excelente paladar. A todo esto venían a sumarse unos comodísimos baños, con lo que puede decirse que disfrutábamos de un bienestar que resultaba vedado a gran número de personas de nuestra condición.
»Pero a pesar de tantas comodidades, que me hubieran permitido llevar una vida regalada, mi mal genio, que todos los días hacía acto de presencia, conseguía descollar por encima de cualquier otro de mis estados de ánimo.
»En una de las paredes del último piso de nuestra casa, mi padre había instalado un armario empotrado, que jamás abría en nuestra presencia, reiterando, con suma frecuencia, que guardaba su llave para aquel de los tres hijos que más pruebas diera de merecer tal favor. Aquella promesa, que yo recordaba día y noche, y algunas vagas alusiones del derviche, que daban a entender que no se nos había concedido la vida para vivir en el estado de tinieblas en que nos encontrábamos, nos hicieron concebir la esperanza de que aquel armario podría encerrar algún tesoro cuantioso. Aunque mis hermanos lo codiciaran, no abandonaron las diversiones propias de su edad, a las que se entregaban en compañía de nuestros vecinos. En lo que a mí se refiere, debo decir que, poco a poco, iba languideciendo y marchitándome en aquella casa y no pensaba más que en el oro y en las piedras preciosas que debía de haber dentro del armario en cuestión, lo que únicamente servía para aumentar los deseos que albergaba de convertirme en su beneficiario. Mi padre y su amigo no se cansaban de alabar mi sabiduría, valorando en exceso la asiduidad que demostraba al derviche. ¡Qué lejos estaban de leer en mi corazón!
»Cierta mañana, en que el derviche se hallaba presente, mi padre nos habló de esta manera:
»—Hijos míos, ya habéis llegado a la edad en que el hombre debe buscar una compañera que le ayude a soportar los males de la vida. Yo no quiero influir en esta elección, pues tuve libertad para elegir a vuestra madre, con quien encontré la felicidad; así pues, me gustaría pensar que todos vosotros seréis capaces de hallar una mujer que sea buena. Id a buscarla. Tenéis un mes para encontrarla: he aquí un poco de dinero para poder vivir durante ese tiempo. Pero si regresarais hoy mismo me daríais una alegría, pues ya soy viejo y mi mayor deseo es ver, antes de morir, que mi familia va en aumento.
»Mis hermanos doblaron la cerviz en signo de sumisión y partieron como el que va a cosa hecha, lo que me dio a entender que no tropezarían con muchas dificultades para contentar a mi padre.
»Me sentí indignado al pensar en la ventaja que aquello les daría sobre mí y los seguí, sin pensar en las consecuencias. Se fueron a ver a los amigos que tenían por los alrededores. Y como yo no tenía ninguno, me dirigí a la ciudad más cercana.
»Mientras recorría las calles de Berduka me decía a mí mismo:
»"¿Adónde voy? ¿Cómo podré encontrar una mujer? Ya que no conozco a ninguna, ¿abordaré a la primera que vea? Sin duda, ella se reirá de mí y de lo disparatado de mi idea. Y tendrá razón, pues todavía me queda un mes; aunque, si lo pienso, mis hermanos dan toda la impresión de hallarse dispuestos a satisfacer a mi padre esta misma noche. Seguro que le da la llave al que realice una elección más acorde con sus gustos. Y ese preciado tesoro, ese magnífico tesoro, que tantos suspiros me ha costado… ¡lo habré perdido para siempre! ¡Qué desgraciado soy! Si no consigo regresar a casa antes de que se ponga el sol, mejor será que me vaya para siempre. Pero si fuera a ver al derviche… ¡Vaya! Ahora debe estar precisamente en su oratorio. Siempre me prefirió a mis hermanos. ¡Seguro que se apiadará de mi situación!
»Le diré, en tono de súplica: ¡Tened piedad de mí!; y, claro, la tendrá, pero su piedad estará mezclada con el desprecio.
»Este muchacho —dirá para sus adentros—, siempre parecía muy dispuesto, y a los veinte años… ¡es incapaz de buscarse una mujer! No es más que un simple, que no se merece la llave del armario.
»Ensimismado en aquellas reflexiones que me hacía, andaba de un lado para otro, sin detenerme en ninguno. La vista de una mujer me hacía estremecer; si daba dos pasos en su busca, luego retrocedía cuatro; ellas se reían en mis propias barbas y todos los que pasaban me tomaban por un desequilibrado.
»—¿No es ése el hijo de Ormossuf, el pescador? —preguntaban unos.
»—¿Qué estará buscando con esa cara de alucinado? ¡Qué lástima que haya perdido la razón! Bueno, por lo menos hay que agradecer que no se muestre furioso —les contestaban otros.
»Molesto por aquellos insultos, abrumado de fatiga y viendo que ya se hacía de noche, opté por seguir el camino que me conduciría a un caravanserrallo, decidido a abandonar el Daghestán por la mañana, para no exponerme a la mortificación de ver cómo uno de mis hermanos se convertía en el dueño del tesoro que yo tanto había envidiado.
»Como ya estaba bastante oscuro, caminaba despacio, con los brazos cruzados encima del pecho y la desesperación, que embargaba mi corazón, pintada en el rostro. De repente, al doblar la esquina de una calle, vi venir de lejos a una mujer de poca estatura, con el rostro tapado, que parecía tener mucha prisa, pero que, parándose de inmediato delante de mí y saludándome cortésmente, me dijo:
»—Amable joven, ¿qué os ha ocurrido para contrariaros de ese modo? A vuestra edad y con esa gallarda figura, nada debiera disgustaros; en cambio, tal parece que os abrume la tristeza.
»Aquellas palabras de halago me dieron ánimos, por lo que tomé de la mano a la desconocida, que no se negó a ello, y le dije:
»—¡Oh, estrella favorable que os ocultáis tras tan ligera nube de muselina! ¿No os habrá destinado, acaso, el cielo para que rijáis mi destino? Busco a una mujer que quiera desposarse conmigo esta misma tarde y venir a vivir a mi lado en la casa de mi padre; y no sé dónde buscarla.
»—Si no tenéis nada que objetar, acabáis de encontrarla —me respondió, con un tono afable y teñido de timidez—. Tomadme. No soy ni joven ni vieja, ni bella ni fea, sino casta, industriosa y prudente. Mi nombre es Homaiuna, que es todo lo contrario de una señal de mal agüero[120].
»—¡Oh! Os acepto de todo corazón —exclamé, inmensamente feliz—, pues aunque no fuerais todo lo que afirmáis nadie podría negar vuestra bondad, al seguir de tal suerte a un desconocido; por otra parte, mi padre sólo exigió que le llevara una mujer que fuera buena. Por tanto apresurémonos para adelantar o, al menos, alcanzar a mis hermanos.
»Así pues, nos pusimos en marcha o, mejor, echamos a correr con todas nuestras ganas. La pobre Homaiuna no tardó mucho en quedarse sin aliento e incluso me pareció que cojeaba un poco. Como siempre fui bastante robusto, la instalé sobre mis hombros y sólo la deposité en el suelo cuando llegamos a la puerta de nuestra casa.
»Mis hermanos y sus novias habían llegado mucho antes que yo, pero el derviche, que seguía comportándose como un amigo, había insistido en aguardar hasta el anochecer para celebrar una ceremonia triple y casarnos a todos al mismo tiempo. Aunque mis futuras cuñadas aún no se habían quitado el velo, al comparar su espléndida estatura con la de Homaiuna me puse colorado de vergüenza. Y mucho peor me sentí cuando, después del mutuo juramento de fidelidad, tuve que levantarle el velo a la que ya era mi mujer. Me temblaba la mano y tenía deseos de apartar la mirada, pues estaba seguro de encontrarme con una diminuta monstruosidad. Pero ¡vaya sorpresa tan agradable que me esperaba! Bien era verdad que Homaiuna no poseía una belleza tan deslumbrante como la de las mujeres de mis hermanos, pero tenía unos rasgos regulares, una fisonomía espiritual y una apariencia de inefable candor que la hacía interesante. Alsalami, que se dio cuenta de las maliciosas risas de mis hermanos, me dijo por lo bajo que estaba seguro de que había hecho la mejor elección y que debía estar contento de mi buen partido.
»Cuando nos dispusimos a acostarnos, lo primero que vimos fue el fatídico armario, ya que se encontraba en mi habitación. Y a pesar de sentir el natural deseo hacia mi mujer, no fui capaz de reprimir el suspiro que siempre brotaba de mi pecho al contemplar el misterioso mueble.
»—¿Tendré, quizá, que sufrir la desgracia de no gustaros? —dijo, tiernamente, Homaiuna.
»—Claro que no —respondí, mientras la abrazaba—; y para que abandonéis cualquier duda al respecto, os diré que este armario contiene un tesoro y que mi padre prometió entregar la llave que lo abre a aquel de sus hijos que se mostrara más digno de merecerlo. Pero no parece que tenga la misma prisa que nosotros y no acaba de decidir de una vez a quién debe entregarle el tesoro.
»—Vuestro padre es sabio —comentó mi mujer—, y teme equivocarse. Sólo a vos concierne acabar con su indecisión. No olvidéis, sin embargo, que me llamo Homaiuna y que es natural que os traiga buena suerte.
»La manera tan llena de afecto y de gracia con que pronunció aquellas palabras me hizo olvidar totalmente, al menos por aquella noche, las riquezas que acaparaban todos mis pensamientos. Y si no hubiera sido el más insensato de los hombres, no habría vuelto a acordarme de ellas, ya que poseía el más grande e inestimable de los tesoros: una verdadera amiga. No tardé en convencerme de que el azar había hecho más por mí que la previsión por mis hermanos. Sus mujeres eran perezosas, llenas de vanidad y se peleaban continuamente entre sí. Pero aunque no apreciaran en absoluto a Homaiuna, cuya modestia y diligencia les encendía el rostro, siempre la elegían como árbitro de sus desavenencias, pues no podían por menos de respetarla. Mi padre estaba atento a todo y no decía ni palabra; pero yo era capaz de leer sus pensamientos en las miradas que le echaba al derviche, el cual, sin sentirse cohibido, alababa grandemente a mi mujer.
»Un día, este último, aprovechando que ambos nos encontrábamos a solas, me dijo:
»—Barkiaroj, tengo una pregunta que haceros, a la que deberéis responder con la mayor sinceridad, pues me la dicta vuestro propio interés. ¿Dónde habéis conocido a Homaiuna?
»Dudé un momento, antes de responderle, hasta que el deseo de saber el motivo de su curiosidad me llevó a hablarle sin reparos.
»—¡Ésta sí que es una aventura singular! —exclamó—. Y me confirma en la idea que me habían sugerido mis observaciones. ¿No habéis notado, hijo mío, que cuando vuestra mujer se pasea a sus anchas por el jardín, las flores a las que se acerca toman colores más vivos y aromas más suaves, y que cuando coge la regadera, parece como si cayera el brillante y fecundo rocío del final de la primavera? He visto cómo vuestras cestas de junco adquieren un lustre y una finura fuera de lo corriente en cuanto ella las sube al camello que se encargará de llevarlas al mercado. En dos ocasiones ha cosido vuestras redes, las mismas con las que habéis conseguido una pesca prodigiosamente abundante. ¡Oh!, seguro que debe estar protegida por algún poderoso yinn. Así pues, queredla y respetadla como si fuera la fuente de donde brota vuestra felicidad.
»Aseguré a Alsalami que no tendría gran problema en seguir sus consejos, ya que nadie conocía mejor que yo la inestimable valía de mi mujer, y me despedí de él al poco rato, pues necesitaba reflexionar sobre lo que me acababa de contar.
»“Si es cierto, como así parece —me dije—, que Homaiuna es asistida en todo lo que hace por una potencia sobrenatural, ¿por qué no abre para mí el armario o, al menos, por qué no convence a mi padre de que me entregue la llave? Posiblemente ni siquiera habrá pensado en ello. ¿Debo proponérselo? ¡Ah! ¿Cómo puedo atreverme a tanto? Sus sabios discursos y sus celestes miradas me imponen gran respeto. Hagamos que mi corazón siga guardando la insatisfacción que produce la envidia, pues si ella llegara a conocer mis anhelos me despreciaría, antes que prestar su ayuda a tan malvados designios. Cuando uno no ha conseguido engañarse a sí mismo, sólo le queda el recurso de esconder sus vicios a los ojos de los demás”.
»Y tras aquella reflexión, me decidí a practicar la hipocresía, con cierto éxito, o eso me pareció, durante algún tiempo.
»Mientras tanto, en el seno de nuestra pequeña familia todo iba bien y sin preocupaciones. Pero una tarde, en que mis hermanos y yo volvíamos de vender lo que habíamos pescado, encontramos a Ormossuf sufriendo un ataque de gota, enfermedad que padecía desde hacía algún tiempo, pero que, hasta entonces, no se había ensañado con él de manera tan violenta. Al momento nos sentimos consternados, y sentándonos en cuclillas a su lado, permanecimos en un doliente silencio, que no fue roto por el derviche ni por los dos esclavos negros que le sujetaban. Mientras tanto, mi mujer se dedicaba a prodigarle todos los cuidados posibles, ya que mis cuñadas se habían retirado a sus respectivas habitaciones, con el pretexto de que no tenían el valor de contemplar tan triste espectáculo.
»Finalmente, los agudos dolores de Ormossuf remitieron. Entonces, volviendo la vista hacia nosotros, dijo:
»—Queridos hijos, sé y veo lo que me amáis; por eso estoy seguro de que, a pesar de sentiros fatigados, no dudaréis en satisfacer una fantasía que se me acaba de ocurrir. Como hoy no he comido, me apetecería tener de cena unos cuantos peces suculentos, pero que no sean de especies corrientes; coged vuestras redes y ved qué podéis hacer por mí. Y una vez que hayáis separado las capturas, decidle a vuestras mujeres que se encarguen de cocinarlas. Mirad que sólo habréis de arrojar vuestras redes una vez, pues ya es tarde y podría sobreveniros algún accidente. No me hallo en condiciones de soportar la inquietud que me causaría ver que tardabais en regresar.
»Nos levantamos en cuanto hubo acabado su discurso y, ya a bordo de nuestra barca, que estaba amarrada casi a la puerta de casa, nos alejamos un poco hasta llegar a la zona en que el mar se mostraba más generoso en capturas. Y allí arrojamos las redes, mientras cada uno de nosotros hacía votos por su propio éxito y el fracaso de los demás. Como la noche era oscura, nos resultó imposible examinar nuestras capturas. Así pues, regresamos a casa sin saber qué habíamos cogido; no obstante, debo decir que mis hermanos dieron inequívocas muestras de envidia al ver que yo casi no podía caminar debido al peso de mis redes, mientras que ellos llevaban las suyas sin gran esfuerzo. Pero aquel fracaso casi estuvo a punto de convertirse en un éxito, pues resultó que cada uno de ellos había cogido un enorme pescado de una especie desconocida, cubierto de magníficas escamas, mientras que el mío era tan pequeño y de un color tan negruzco y uniforme que más parecía un reptil que uno de los pobladores del mar. No necesité las carcajadas de mis cuñadas y de sus maridos para sentirme confundido y despechado, por lo que arrojé el pez al suelo, dispuesto a pisotearlo. En aquel momento, mi mujer, tras recogerlo, me dijo al oído:
»—Ten confianza, querido Barkiaroj: voy a preparar este pececillo, que tanta desazón te causa, para que compruebes que es el más delicioso de los tres.
»Y como tenía tanta confianza en ella, aquellas palabras consiguieron que en mi corazón se hiciera de nuevo la esperanza, con lo que volví a ser el de siempre.
»Ormossuf no pudo por menos de sonreír al ver aquel átomo de pescado que, servido entre los otros dos, desentonaba muchísimo.
»—¿De quién es esto? —preguntó.
»—De mi marido —contestó Homaiuna—; es un bocado exquisito, aunque casi se lo pueda comer uno de una vez. Dignaos tomarlo en seguida y que os aproveche. ¡Ojalá pueda haceros todo el bien que os deseo! ¡Que todos los votos con los que rogamos por vuestro restablecimiento se vean realizados en cuanto os lo comáis!
»—Cualquier manjar que tu donosura tenga a bien prepararme me sabrá delicioso —añadió el buen anciano—; voy a satisfacer tu deseo, querida hija.
»Y diciendo estas palabras, depositó en su boca un trozo del pescado.
»Entonces mi hermano mayor, picado por aquella deferencia, exclamó:
»—¡Vaya! Si sólo se trata de decir en voz alta cumplidos para agradar, nadie puede hacerlos tan bien como yo: me gustaría intercambiar mis años con los de mi padre, dándole mi vigor y tomando, a cambio, su cansancio.
»—¡Yo digo lo mismo! —le interrumpió mi otro hermano—. Y con el corazón en la mano.
»—Pues yo tampoco me quedaré atrás en piedad filial —añadí cuando me llegó el turno—; con mucho gusto cargaría, y para siempre, con la gota que atormenta a nuestro querido padre, que es algo mucho peor que quedarse con sus arrugas.
»Pero mientras pronunciaba aquellas palabras con la entonación propia del entusiasmo tenía la mirada baja y puesta en la mesa, por miedo a que Homaiuna pudiera ver lo lejos que estaban de mis pensamientos. Por eso, ante los penetrantes gritos de mis cuñadas, levanté la cabeza y, ¡oh, inusitado prodigio! ¡Oh, milagro que todavía detiene los latidos de mi corazón cada vez que me acuerdo de él!
»Entonces vi que mis hermanos estaban achacosos y cubiertos de arrugas, y mi padre, radiante de juventud.
»El espanto atenazó mi alma, ya que lo mismo que ellos también había formulado un deseo temerario.
»—¡Cielos! —exclamé—. ¿Acaso…?
»No pude decir más, porque los agudos dolores que me asaltaron me quitaron hasta la fuerza del habla, los miembros se me atiesaron, el corazón me falló y caí al suelo, en una especie de trance del que no tardaría en volver debido al alboroto que había en aquella habitación. Mis cuñadas decían mil injurias a sus maridos, reprochándoles el deseo que se habían atrevido a expresar en voz alta; ellos se defendían diciendo que sólo habían hablado por hablar, lo que no podía llamarse, propiamente, un deseo. Y como Homaiuna dijera que el Cielo, para desenmascarar a los falsarios les tomaba, con mucha frecuencia, la palabra, todos se echaron sobre ella, llamándola hechicera y diva malvada, y comenzaron a golpearla. Ormossuf y el derviche, que tomaron partido por mi mujer, no fueron respetados; pero no les importó, pues devolvían el ciento por uno de los golpes que recibían. El primero, que de nuevo era fuerte y robusto, y el segundo, que no había dejado de serlo, tenían ventaja sobre dos hombres quebrantados y vacilantes y sus mujeres, a quienes un furor ciego se encargaba de anular. Finalmente, mi padre, molesto por tan indigno espectáculo y ofendido por la impiedad de sus malvados hijos, se apoderó de una disciplina erizada de cien nudos y los expulsó de la casa, pero no sin la maldición que se merecían.
»Durante el tiempo que duró aquella escena me hubiera puesto al lado de mis hermanos, a pesar de mis sufrimientos, si no hubiese sido porque volví a acordarme de la llave del dichoso armario y juzgué más conveniente para obtenerla el reprimir la rabia que me dominaba. Así pues, para sofocar los gritos involuntarios que me subían a la garganta, me metí el faldón del vestido dentro de la boca y me quedé echado encima del suelo, como si acabara de perder el conocimiento.
»En cuanto mis hermanos y sus esposas se hallaron lejos de la casa, el derviche, Homaiuna y mi padre vinieron a socorrerme e intentaron que me levantase. Los cuidados que me prodigaban y la piedad que veía en sus miradas apenas me conmovieron, pues estaba furioso, sobre todo, con mi mujer, a la que consideraba responsable de todo lo ocurrido; así pues, tuve necesidad de toda mi fuerza de voluntad y de autocontrol, que debía al continuo ejercicio de la hipocresía, para poder contenerme.
»—Dignaos —dije con voz entrecortada de gemidos—, dignaos llevarme al lecho, para aliviar mis acerbos dolores; aunque, ocurra lo que ocurra, jamás me arrepentiré de haber librado al querido autor de mis días de tan insoportable dolencia.
»—¡Oh! ¡Eres el único que merece, a causa de su demostrada piedad filial, la llave del fatal armario! —exclamó Ormossuf—. Hela aquí —prosiguió, mientras me la enseñaba—; las promesas hechas a mi estirpe están a punto de cumplirse en ti. Tu padre será feliz viendo tu felicidad cumplida.
»—Sólo me sentiré feliz si vos lo sois —dije, con gratitud fingida—; pero, dado que sufro, el reposo es el único bien que ansío en este momento.
»Al punto me llevaron a mi habitación, donde me apetecía enormemente estar, y, en cuanto mi mujer y yo nos quedamos a solas, ella me dijo:
»—Esto es un bálsamo salutífero que os aplicaré en la planta de los pies y que os aliviará.
»—¡Oh!, vos sí que sabéis a qué ateneros —dije, mirándola severamente—, pues me parece que no hay nada que desconozcáis.
»Homaiuna no pareció darse por aludida de mi mal humor. Me aplicó el bálsamo y mis dolores remitieron. Aquel servicio me reconcilió un poco con ella y la abracé de paso, mientras me dirigía hacia el armario. Temblando de codicia, introduje la llave y la giré: esperaba sentirme deslumbrado por el brillo de tanto oro y piedras preciosas como me imaginaba. Pero en lugar de aquel tesoro, sólo encontré una pequeña cajita de hierro que contenía una sortija de plomo y un trozo de pergamino bien doblado y lacrado. Al ver aquello, me sentí confuso. Y la sola enumeración de todos los infortunios que me habían costado lo que sólo me parecían simples bagatelas, atenazó de tal modo mi corazón que me sentí incapaz de respirar.
»—No perdáis el ánimo tan pronto —dijo mi mujer—, y, sobre todo, no os arrepintáis de la piadosa acción que acabáis de realizar. Leed.
»Hice lo que me aconsejaba Homaiuna, aunque no sin avergonzarme del hecho de que hubiera podido conocer mi pensamiento; así pues, leí en voz alta las siguientes palabras, escritas en bellísimos caracteres:
»—“Toma esta sortija, que hará que seas invisible si te la pones en el dedo meñique de la mano izquierda; de este modo reconquistarás el reino de tus antepasados, gobernando como el mejor o como el más depravado de los monarcas”.
»Al oír aquello, Homaiuna comenzó a orar a Alá, con voz tan fuerte y penetrante que hizo vibrar la habitación donde nos encontrábamos:
»—¡Oh, Alá! ¡Alá, no dejes a este esposo que me has otorgado la responsabilidad de elegir en tamaña tesitura! Indúcele al bien, aunque yo deba permanecer para siempre en este estado, como una simple mortal. Consiento en no volver a ver jamás mi deliciosa patria y que mis días transcurran en el exilio en que me encuentro, con tal que mi querido Barkiaroj se convierta en el bondadoso monarca anunciado por este escrito.
»Viendo el brillo que brotaba de los ojos de Homaiuna y el resplandor de su figura mientras oraba, caí a sus pies, con el rostro en tierra, y, tras un momento de silencio, dije:
»—¡Oh, vos, a quien no me atrevo a mirar, conducid mis pasos por la senda que se abre ante mí y ojalá que vuestro generoso deseo pueda verse cumplido!
»—Será lo que haya sido escrito —declaró, ayudándome a levantarme con ademanes tiernos y llenos de dulzura—. Pero a pesar de ello, pon atención a lo que voy a decirte, porque espero que mis palabras queden grabadas en tu corazón. No te ocultaré nada de lo que a mí concierne ni de lo que debas hacer, resignándome a mi suerte.
»Y diciendo esto, suspiró profundamente y comenzó su narración, tal y como sigue:
HISTORIA DE HOMAIUNA
»—Estoy enterada, hijo de Ormossuf, de que vos y el derviche Alsalami pensabais que me hallaba protegida por alguna Inteligencia Celeste. ¡Cuán lejos estáis de adivinar mis gloriosos orígenes! Soy la mismísima hija del gran Asfendarmod, el más famoso, el más poderoso y, ¡ay!, el más severo de todos los perís, y vine al mundo en la soberbia ciudad de Giauhar, capital del delicioso país de Shadukán, en compañía de una hermana, a la que se puso el nombre de Ganigul. Las dos fuimos criadas juntas, lo que aumentó la mutua ternura que nos unía, a pesar de la disparidad de nuestros temperamentos. Mi hermana era dulce, lánguida, tranquila, y sólo buscaba el encanto de la ensoñación poética; yo me sentía viva y activa y siempre estaba intentando hacer algo, sobre todo el bien, cuando se me presentaba la ocasión.
»Cierto día, nuestro padre, a quien nunca habíamos sido capaces de mirar sin sentirnos sobrecogidas y que no parecía prestarnos gran atención, dispuso que nos acercáramos a su resplandeciente trono.
»—Homaiuna y vos, Ganigul —dijo—, he visto y comprobado que la belleza, patrimonio común de la raza de los perís, se halla por igual en vosotras dos; pero también he observado que vuestras inclinaciones no se parecen en nada. Esta diversidad de caracteres se da siempre y es algo que contribuye al bien común. Os encontráis en la edad en que podéis fiaros de vuestro corazón y decidir la manera en que habréis de pasar la vida. Hablad. ¿Qué puedo hacer por vosotras? Siendo soberano de la región más maravillosa del Ginnistán, en la que, tal y como su nombre indica[121], deseo y placer, con tanta frecuencia separados, se dan, casi siempre, juntos, sólo necesitáis pedir cualquier deseo para ver que se hace realidad. ¡Homaiuna, hablad la primera!
»—Padre —declaré—, me gusta la acción y socorrer a los miserables y hacerlos felices. Disponed que me construyan una torre desde la que pueda ver toda la Tierra y enterarme de los lugares en que se necesite mi asistencia.
»—Hacer siempre el bien a los hombres, criaturas volubles e ingratas, es tarea más dura de lo que creéis —comentó Asfendarmod, y se dirigió a mi hermana—. ¿Y vos, Ganigul? ¿Qué deseáis?
»—Simplemente el dulce reposo —contestó ella—. Si dispusiera de un retiro donde la naturaleza hiciese gala de sus encantos más seductores, y del que hubieran sido erradicadas las artes de la envidia y las pasiones turbulentas, y se hallase habitado por la dulce voluptuosidad y la atrayente molicie, entonces me sentiría contenta y bendeciría a diario la indulgencia paterna.
»—Yo os concedo vuestros deseos —dijo Asfendarmod—; y ahora mismo podéis partir a vuestros respectivos lugares. Con sólo mirar a las Inteligencias que me obedecen, he podido disponerlo todo para que sea como decís. Ahora partid. Volveremos a vernos. Bastará con que os paséis por aquí o con que yo vaya a visitaros. Pensad, sin embargo, que cuando nosotros, habitantes de Shadukán, tomamos una decisión como la que acabáis de tomar, ya es para siempre; la raza celeste a la que pertenecemos nada debe conocer de los inquietos deseos, ni mucho menos de la insatisfacción, que tanto tormento causan a la débil Humanidad.
»Tras aquellas palabras, mi padre dio a entender, con un gesto, que nos retiráramos, y, al instante, me encontré en el interior de una torre levantada en la cumbre del monte Caf.
»En sus paredes podían verse innumerables espejos, que reflejaban, aunque con la vaporosa neblina de los sueños, mil escenas diversas que acontecían sobre la Tierra. El poder de Asfendarmod había eliminado las distancias, consiguiendo no sólo ver las imágenes sino, también, oír los sonidos y las palabras de los seres animados a los que uno dirigía la mirada[122].
»"La primera escena que, de casualidad, suscitó mi atención, me permitió ver un espectáculo que me llenó de justa cólera. Una madrastra impía intentaba persuadir a su marido, mediante caricias calculadas y artificiosos discursos, de que entregase su hija en matrimonio a un negro deforme, quien, según ella, había intentado arrebatarle la inocencia. La joven virgen, como la azucena herida por la podadera, inclinaba su hermosa cabeza, esperando, con una palidez mortal, la suerte que no se merecía; el monstruo al que la iban a entregar, con ojos de basilisco y lágrimas de cocodrilo, pedía perdón por la ofensa que no había podido llevar a cabo con la joven, mientras ocultaba en su corazón, tan negro como su rostro, los crímenes que había perpetrado con su madrastra. Con un simple vistazo pude ver todo aquello reflejado en sus rostros y me transporté con la celeridad de la luz hasta el lugar donde sucedía aquella escena. Toqué con mi varita invisible (en la que se halla concentrada, de manera misteriosa, la energía celeste, patrimonio de la superior estirpe de los perís) a la malvada mujer y a su vil protegido. Al instante cambiaron de tono y se miraron con furor, acusándose recíprocamente y descubriendo su juego, de manera tan infame que el marido, enajenado de ira, acabo cortándoles la cabeza a ambos. Acto seguido, se acercó a su temblorosa hija, derramando sobre ella lágrimas de ternura, y, después de buscar y encontrar a un hombre tan joven y hermoso como ella, hizo que se casara con él sin pérdida de tiempo.
»Yo me retiré a mi torre, muy satisfecha de realizar una acción tan justa y equitativa que había tenido como resultado la felicidad de dos seres amables, y pasé una noche deliciosa.
»Nada más despuntar el día me fui a contemplar los espejos. Me detuve delante de uno que me permitía ver completamente el harén de un sultán de la India. Allí, en un soberbio jardín, se encontraba una mujer bellísima, de estatura majestuosa y altanero y orgulloso porte, que parecía presa de gran agitación. Se paseaba con largos pasos por una terraza, mirando hacia todas partes con una inquietud que sólo remitió al divisar a un eunuco negro que se dirigía hacia ella, visiblemente solícito.
»—Vuestras órdenes han sido cumplidas, reina del mundo —dijo, con una profunda reverencia—; la imprudente Nurjehan ha sido encerrada en la Gruta Negra. El Sultán no la buscará en ese sitio; y esta misma tarde se alejará para siempre, cuando se la lleve el mercader de esclavos con quien he hablado.
»—Aunque sólo habéis cumplido con vuestra obligación —contestó la dama—, no dejaré de recompensaros con liberalidad. Y ahora contadme cómo pudisteis apoderaros de mi odiosa rival, sin que ella gritara y alarmara a la guardia.
»—La abordé nada más salir de los aposentos de nuestro dueño y señor, con quien permaneció hasta que se quedó dormido —respondió el eunuco—. Cuando se disponía a retirarse a los suyos, yo, más rápido que el rayo, la agarro y, enrollando a su alrededor la alfombra que había conseguido, me la llevo a la Gruta Negra. Una vez allí, para consolarla un poco, le conté que aquella misma noche se iría con un mercader de esclavos, el cual, posiblemente, podría llegar a venderla a otro rey, con lo que mejoraría su suerte. Tranquilizaos, os lo ruego, mi querida señora, pues el Sultán, nada más despertarse, vendrá a vuestro lado, ya que a pesar de sus infidelidades aún sois la soberana de su corazón.
»—No quería compartirlo con la indigna Nurjehan —se lamentó la dama—; pero ya que me siento vengada, disimularé mi dolor.
»Aquella conjura no fue de mi agrado, por la manera en que había sido llevada; por tanto, decidí proteger a aquella desgraciada, víctima de los celos. Volé hasta la Gruta Negra, abrí una estancia secreta, en donde se encontraba Nurjehan, y, tras sumirla en un profundo sueño, la rodeé de una nube que la hacía invisible. En aquel estado la llevé al lado del Sultán, que aún dormía, y emprendí el vuelo hacia la inmensa ciudad que lindaba con el palacio imperial.
»Pasé el resto del día volando por encima de calles y casas y vi muchas cosas que no marchaban muy bien que digamos, pero que decidí enmendar. Sin embargo, sentí curiosidad de saber qué ocurría en el harén, por lo que aquella misma noche volví a él. Y cuál no sería mi sorpresa al divisar, bajo la luz de mil antorchas que iluminaban una inmensa sala, el cuerpo de la altiva dama que había visto aquella misma mañana, dentro de un ataúd de madera de áloe[123], totalmente cubierto de moretones. El Sultán tan pronto se sumía en muda aflicción, vertiendo un torrente de lágrimas, como, echando espuma por la boca, juraba que descubriría la mano atroz que había truncado los días de su favorita. Todas sus esposas, dispuestas en círculos concéntricos alrededor del estrado fúnebre, sollozaban sin freno alguno, haciendo con sus entrecortadas exclamaciones los más conmovedores elogios a la difunta sultana. Nurjehan no se quedaba atrás en expresar su dolor y prodigar sus alabanzas. La miré fijamente, leyendo en su corazón y revistiéndolo con mi oculta influencia. Al momento, rueda sobre el piso como una posesa, se acusa de haber vertido veneno en la copa de un sorbete que preparaban para su rival y añade que si llevó a cabo acto tan atroz fue porque soñó que la favorita la había encerrado en la Gruta Negra, en espera de entregarla a un mercader de esclavos. El Sultán, furioso, dispone que la lleven fuera de su presencia y que la estrangulen al momento.
»Pensando que lo mejor sería que todo se desarrollase de aquella forma, regresé a mi torre, un tanto confusa y pensativa.
»¡Ah! —me dije—. ¡Cuánta razón tenía Asfendarmod al decir que hacer el bien a los hombres era una tarea penosa! Pero lo que no me dijo es que nunca se sabe si al pretender hacer el bien no acabará uno haciendo el mal. He impedido una venganza que resultaba excesiva por deber su inspiración a los celos, pero he sido la responsable de dejar en libertad a una furia que, desatada por lo que creía no ser sino un sueño, ha cometido un horrible atentado. ¡Cuán perversas son las criaturas de arcilla a las que he prodigado mis atenciones! ¿No sería mejor que se devoraran entre sí y vivir como mi hermana, disfrutando de la felicidad que es patrimonio de una naturaleza tan perfecta como la nuestra? Pero ¿qué digo? ¿Acaso puedo ya elegir? ¿No dijo mi padre que la decisión que tomáramos sería irrevocable? ¿Qué haré, entonces? No siempre seré capaz de leer en los corazones de los hombres al mirarles a la cara, porque aunque las grandes pasiones se delaten por sus signos externos, la malicia premeditada permanecerá oculta a mi mirada. Y aunque, por otra parte, si bien es cierto que mi misteriosa influencia aviva los remordimientos e impele a confesar los crímenes, pero sólo si ya han sido cometidos, no puede descubrir las negras intenciones; y las mías, por limpias que sean, podrían causar desgracias sin cuento.
»Aquellas consideraciones que me hacía me atormentaban de día y de noche; permanecía en la torre sin saber qué hacer; y a pesar de que los acontecimientos que observaba me movieran a compasión o a un deseo de justicia, el temor a cometer algún error conseguía refrenar mis impulsos. Si veía a un visir urdir viles cábalas para causar la perdición de quien podía ser su rival, empleando tanto la lisonja como la calumnia, me sentía obligada a levantar el vuelo para hacer fracasar sus planes; pero, al instante, me contenía, al pensar que su competidor podría ser tan malvado como él y oprimir al pueblo todavía más, lo que me expondría a oír, en el gran día del Juicio Final, miles de voces clamando contra mí: “¡Alá, vénganos!”. Y debo decir que el curso de los acontecimientos, que observaba con atención, casi siempre justificaba mis previsiones.
»Cierto día, poco después de posar mis ojos en la floreciente ciudad de Shiraz y de fijarme en una casa que destacaba de las circundantes por su pulcritud, vi a una mujer de belleza tan discreta y gracia tan natural que me prendé de ella. Acababa de entrar en una habitación un tanto abigarrada de adornos, en la que se encontraba un pequeño oratorio donde se había arrodillado para rezar con un fervor que resultaba edificante. En aquel preciso momento, su marido, sin previo aviso, echó abajo la puerta, que estaba cerrada por dentro, la cogió de los cabellos y extrayendo de sus vestiduras un látigo de cuerdas comenzó a descargarlo sobre ella. Ante aquella barbarie no pude contenerme, por lo que me apresuré a prestar mi socorro a la infortunada, llegando a su lado en el preciso momento en que un sonoro estornudo retumbaba en un trastero que servía para guardar esteras de la India. Al oír aquel ruido, el marido echa a correr y saca del oscuro reducto a un feo y repulsivo faquir. Sus cabellos eran crespos y sucios; su barba, rojiza y repugnante; su piel, olivácea y aceitosa; su cuerpo, casi desnudo y cubierto de cicatrices. El furioso persa no parecía menos confuso que yo a la vista de aquella aparición. La miró durante un momento, sin decir nada, y exclamó:
»—Así que éste es, infame, el bello galán que os cautiva. Bien sabía yo que había un hombre con vos, pero no esperaba toparme con semejante monstruo. Y tú —prosiguió, dirigiéndose al faquir—, ¿cómo has tenido la impudicia de venir hasta aquí?
»—He venido —respondió el hipócrita, sin inmutarse— a hacer lo que a vos se os da mejor que a mí. La flagelación es una obra meritoria, puesto que macera el cuerpo y, consiguientemente, hace que el alma se eleve al cielo. Me disponía a administrársela a vuestra esposa, que me confía sus pequeñas dolencias espirituales, para lo cual había traído este adminículo de penitencia que podéis ver. Pero como vos os habéis adelantado, por hoy ya ha recibido lo suficiente; así pues, con vuestro permiso me retiro.
»Y mientras hablaba, sacó de una especie de cinturón, que llevaba por toda vestimenta, una larga disciplina, muy renegrida, y dio unos pasos hacia la puerta.
»De manera refleja, el marido le cerró el paso, pues se sentía confuso e inseguro. Su mujer, dándose cuenta, se arrojó sin perder tiempo a sus pies.
»—¡Ah!, querido esposo —exclamó—, acabad de una vez conmigo, pero no os perdáis atacando a este hombre de bien, amigo de nuestro Santo Profeta. ¡Disponeos a sufrir la maldición que caerá sobre vos si os atrevéis a hacerle cualquier ultraje!
»—¿Qué significa todo esto? —dijo el pobre persa, vacilante y casi convencido de la inocencia de su mujer—. No me asusto tan fácilmente. Cesad en vuestros lamentos y decidme cómo ha conseguido llegar hasta vos este pretendido santo y desde cuándo le conocéis. Me dará mucho gusto pensar que no sois tan culpable como me pareciera en un primer momento; pero exijo detalles y, sobre todo, sinceridad.
»No tardó en verse satisfecho de ambas peticiones, pues en aquel momento toqué con mi varita a su pérfida esposa, la cual se incorporó, fuera de sí, diciendo, con voz chillona:
»—Sí, amo con locura a este vil seductor y mucho más de lo que jamás haya podido amarte a ti, ¡oh, tú, que tiranizas mi vida! Más aún, cien veces he besado sus ojos legañosos y su boca amoratada; en una palabra, a un mismo tiempo le he entregado tus bienes y mi persona. A cambio, él me ha enseñado a burlarme de Alá y su Profeta, a proferir las blasfemias más infamantes y a ridiculizar las cosas más sagradas. Sabía que me hacías espiar y oraba para que no me descubrieras, pero no había pensado que pudiera producirse este accidente tan tonto. Éstos son mis crímenes: tan horribles me resultan que no he tenido más remedio que revelártelos. Que mi cómplice niegue los suyos, si es que se atreve.
»El faquir, que se había quedado mudo, abrió la boca para responder. No sé lo que podría haber llegado a contar, pues no me molesté, siquiera, en someterle a mi influjo. De cualquier modo, el enfurecido persa no le dio tiempo a pronunciar ni una sílaba, pues lo cogió por la cintura y le arrojó desde lo alto de un balcón, camino que, acto seguido, tomaría también su mujer. Como la altura era considerable y el patio donde cayeron estaba pavimentado de piedras puntiagudas, ambos quedaron destrozados.
»Cuando, pensativa, volvía, tras aquel lance, a mi casa, pude escuchar unos gritos que pedían ayuda y que salían de un espeso bosque. Me dirigí hacia aquel lugar y vi a un joven, más hermoso que los ángeles del séptimo cielo, atacado por tres negros, cuyos resplandecientes sables ya le habían ocasionado varias heridas, y que le preguntaban insistentemente:
»—¿Dónde está vuestro hermano? ¿Qué habéis hecho de vuestro hermano?
»—Bárbaros —respondió—, se encuentra, ¡ay!, en el lugar adonde queréis enviarme. Vosotros le asesinasteis y ahora queréis hacer lo mismo conmigo.
»Aquellas palabras me conmovieron. Y la compostura de quien las pronunciaba, a pesar de estar asustado, me pareció tan interesante que me sentí obligada a tomar partido por él. Pero cuando me disponía a quitárselo a sus enemigos, que habían conseguido desarmarle, apareció otro joven, cubierto de sangre, que a rastras había salido de entre unas malezas.
»—Amigos —dijo con voz muy débil a los negros que corrían a su encuentro—, llevadme sin pérdida de tiempo al palacio de mi querida Adna, para que pueda grabar su rostro en mi última mirada. Y ojalá que el Cielo tenga a bien concederme el tiempo suficiente para casarme con ella. Ésa sería la mejor forma de vengarme de mi hermano, que me ha asesinado para impedir este matrimonio y, así, quedarse con todos mis bienes. Ya veo que os habéis enterado, aunque demasiado tarde, de su atroz proyecto, y que ya ha comenzado a recibir su justo castigo. No le socorráis. Dejad que su sangre siga vertiéndose en este lugar tan alejado, pues no estamos obligados a prestarle ayuda.
»Los negros obedecieron y se llevaron a su señor; atrás quedó el criminal, tirado en el suelo, pálido y huraño, como si fuera un espectro recién salido del infierno. Y yo no me sentí obligada, en absoluto, a concederle mi ayuda.
»Aquellas dos aventuras acabaron de convencerme de que era muy posible que mis actos de caridad no fueran dirigidos a quienes lo merecían. Por eso mismo, me dispuse a apelar a la justicia de Asfendarmod para referirle el cambio que tales acontecimientos habían operado en mi corazón.
»Sin embargo, como conocía su extremada severidad, pensé que sería mejor para mí hallarme en compañía de mi hermana, por lo cual abandoné mi torre y alcé el vuelo hacia donde vivía.
»La morada que Ganigul pidiera a mi padre respondía perfectamente a sus aspiraciones. Era una isla de pequeñas dimensiones, en la que un río, de aguas transparentes y márgenes cubiertas de espinos en flor, formaba siete círculos concéntricos. En el espacio que quedaba libre entre cada uno, la hierba era tan fresca que, con mucha frecuencia, los peces abandonaban la plateada onda para ir a disfrutar de sus delicias. Diversas especies de animales herbívoros pastaban en aquellos prados, repletos de flores. Y la fauna que la poblaba se encontraba tan a gusto en el área que le había sido asignada, que no pensaba en franquear sus límites. Toda la isla era, al mismo tiempo, parterre y vergel y, por lo entrelazadas de sus ramas, daba la impresión de que arbustos odoríferos y árboles frutales se hubieran hecho muy buenos amigos. Las flores más delicadas alfombraban las playas, recubiertas de polvo de oro puro. Un emparrado de naranjos y mirtos, al que servía de empalizada un seto de rosas de tamaño gigantesco, venía a ser el palacio de mi hermana, adonde se retiraba a pasar la noche en compañía de otras seis perís, que habían decidido compartir su destino. Aquel delicioso reducto se hallaba en medio de la isla y era atravesado por un arroyuelo formado por la filtración de las aguas. Y como sus precoces ondas corrían por un terreno de grava que no era totalmente plano, creaban un murmullo que iba perfectamente acorde con los melodiosos cantos de los ruiseñores. A ambos lados del arroyuelo podían observarse unos lechos formados por pétalos de flores y plumas de todos los colores, dejadas caer de sus ligeros cuerpecillos por los pájaros, que inducían al más voluptuoso de los sueños. Aquél era el lugar[124] donde Ganigul se retiraba a descansar, aunque en alguna ocasión fuera en pleno día, para leer a gusto los Maravillosos anales de los yinns, las crónicas de los mundos pasados y las profecías de los que habían de llegar.
»Después de los días tan agitados que había vivido en mi torre, me parecía que en aquella morada tan tranquila acababa de nacer a una nueva vida. Mi hermana me recibió de mil amores y sus amigas no fueron menos solícitas que ella a la hora de procurarme todo tipo de diversiones. Lo mismo competían corriendo con los animales más veloces, que sumaban sus celestes voces al canto de los pájaros; jugueteaban con las cabras que se apresuraban a ofrecerles sus ubres llenas de leche, al igual que las ovejas y las vacas; y competían en agilidad con las vivarachas gacelas. De todos los animales que, de tal suerte, les proporcionaban todos los días materia de entretenimiento, sin olvidar al fiel y cariñoso perro ni al flexible y ligero gato, ninguno resultaba tan encantador como un pequeño leiki que no dejaba ni a sol ni a sombra a la afortunada Ganigul. El gorjeo tan divino del portentoso pájaro y los brillantes colores de su plumaje no valían nada si se comparaban con la extremada sensibilidad de su corazón y con el instinto sobrenatural que una potencia superior había tenido a bien otorgarle. Ya reposara en el seno de su dueña o revoloteara alrededor de los mirtos que le daban sombra, no dejaba de articular versos que nunca se repetían, ni de estar atento a todos sus movimientos, como si esperase ardientemente recibir sus órdenes. El batir de sus alas expresaba lo alegre que se sentía cuando su celo entraba en acción; volaba como el rayo para ir a buscar las flores o los frutos que Ganigul le pedía y que le traía en su pico encarnado, que, a continuación, insinuaba amorosamente entre sus labios como premio a sus fatigas. A veces yo también era objeto de sus caricias, a las que correspondía equitativamente, pero suspirando por carecer en mi soledad de un compañero como él.
»Entretanto, mi hermana me había recordado, de manera muy acertada, que, como por aquel tiempo tenía lugar la gran asamblea de la estirpe de los perís, presidida desde siempre por Asfendarmod, se imponía dejar la visita que ambas habíamos pensado hacerle para otro momento más propicio.
»—Querida Homaiuna —me dijo cierto día—, conocéis la ternura que siento por vos y bien sabéis que nada deseo como vuestra compañía. ¡Pluguiera al cielo que hubierais elegido, como yo, la paz y tranquilidad de esta morada! ¡Ojalá que nuestro padre os permitiera compartir sus delicias! Mientras tanto, os aconsejo que no abandonéis tan pronto el género de vida que habéis tomado, pues quizá encontréis algo que no esperáis y que os resulte satisfactorio; si no, dispondréis de nuevas razones que contarle al severo Asfendarmod a la hora de pedir su dispensa. En cuanto al momento de vuestra partida, dilatémoslo lo más que podamos: gozad en este lugar de mi amistad y de cuanto nos rodea. He excluido de mi morada las artes, puesto que la naturaleza me prodiga sus dones; poseo todo lo que había deseado y más aún, pues no tenía ni idea del presente que me dispensó un afortunado azar.
»—Sin duda, os referís a vuestro bienamado pájaro —dije, conmovida—. ¿Cómo pudisteis haceros con él?
»—¡Oh! Os contaré la historia con muchísimo gusto —respondió—, pues siempre que pienso en ella me da gran placer. Cierto día, en que me hallaba sentada a la sombra de aquellas frondosas lilas que desprenden tan agradable aroma, observé que, de repente, el cielo se vestía con colores más vivos y tonos más rosados que los de la aurora más brillante. Una luz, cuya intensidad no podría describiros, derramaba a su alrededor alegría y contento inefables. Parecía venir en línea recta como de una especie de santuario, como del mismísimo trono, si se me permite decirlo, de la potencia suprema[125]. Al mismo tiempo, pude escuchar unos acordes que rebosaban armonía divina, sones arrebatadores e imprecisos que se perdían en el seno del aire. Una nube de pájaros, casi imperceptible, llenó por completo el firmamento. Lo que me había producido aquel éxtasis era el murmullo de tantísimas alas, unido al de su canto. Y mientras mi alma estaba inmersa en la contemplación de aquella maravilla, un pájaro se separó del grupo, cayendo, como extenuado, a mis pies. Lo recogí con ternura y lo mantuve en mi seno para infundirle calor, dándole ánimos para que levantara el vuelo; pero él no quiso dejarme. Siempre regresaba a mí y me hacía creer que dependía de mis cuidados. Como veis, su forma es la del leiki, pero sus cualidades internas igualan a las de los seres más favorecidos. Una inspiración celeste parece dominar su cántico, su lengua es la del Empíreo y las sublimes poesías que recita deben parecerse a las que las bienaventuradas Inteligencias declaman, sin duda, en el seno de la gloria y de la inmortalidad. Resulta lo más maravilloso de esta comarca en la que todo es, en sí mismo, puro prodigio, y me sigue y me sirve como el esclavo más sumiso; si yo soy el objeto de su reconocimiento más tierno, él lo es de mi admiración y de mis cuidados. ¡Ah! ¡Con cuánto acierto se le llama el pájaro del amor!
»Aquellas últimas palabras me causaron una gran turbación que apenas pude ocultar. La envidia se apoderó de mi alma. Ahora creo que debí de adquirirla como resultado de mis contactos con la Humanidad, pues, hasta entonces, aquella envilecedora pasión era desconocida entre nosotros. Todo contribuía a convertir en cáustica mi tristeza, siempre intentaba estar sola y no me soportaba ni a mí misma. Al anochecer dejaba la florida perennidad de la enramada de mi hermana, para errar al azar en la insondable espesura. Entonces me soliviantaba la brillante luminosidad de las luciérnagas, pues las había a miles. Hubiera deseado aplastar aquellos insectos, cuya maravillosa facultad y portentosa constelación admirase antaño. Pues a mis vergonzosas ensoñaciones lo que le iba era la oscuridad, y no la luz.
»¡Oh, Ganigul! —me decía, enajenada—. ¡Qué feliz sois vos y qué miserable me siento yo! ¡Qué diferencia entre esta apacible isla y mi torre, entre vuestras tranquilas distracciones y mi continuo trajinar, entre estos objetos, siempre risueños, y estos animales inocentes y fieles que os rodean y aquella tierra injusta, llena de hombres perversos e ingratos, que siempre contemplo en cuanto abro los ojos! Ya que no carecéis de amigas dispuestas a agradaros y de un número infinito de criaturas que os sirven de distracción, ¿por qué no voy yo a poder quedarme con ésta, que sería como tenerlo todo? ¡Sí! ¡La tendré! ¡Y os la quitaré, pues, sin duda, os negaríais a dármela! La llevaré conmigo, ya que este encantador lugar os servirá de consuelo.
»Y aunque en principio rechazara, horrorizada, la idea de aquel crimen, poco a poco me fui acostumbrando a ella y no tuve que esperar mucho para encontrar la funesta ocasión de perpetrarlo.
»Un día, en que me encontraba sola en un bosquecillo de jazmines y granados, llegó el leiki en busca de flores. Lo llamé y voló a mi encuentro; acto seguido, le até patas y alas con un junquillo y lo oculté en mi seno. Cuando me disponía a emprender el vuelo que delataría mi huida, escuché la voz de mi hermana, que me llamaba. Me pareció que todo se me venía encima y fui incapaz de dar ni un solo paso.
»—¿Qué queréis de mí? —dije, con tono lastimero.
»—¡Ah! Pero ¿por qué buscáis de esa manera la soledad? —dijo con ternura Ganigul, apresurándose a llegar a mi lado—. En nombre de nuestra amistad, dejadme compartir vuestras penas.
»—¡No! —exclamé, completamente turbada, mientras seguía apretando contra mi seno al pájaro, que no dejaba de estremecerse, para impedirle que cantara—. No, no os molestaré más con mi presencia. Adiós, me voy.
»Apenas hube pronunciado aquellas palabras, una nube negra y espesa veló el firmamento, apagando los colores de la brillante vegetación que me rodeaba, al tiempo que el aire resonaba con los furores de la tormenta. Entonces mi padre hizo acto de presencia desde lo alto de un meteoro cuya terrible reverberación obligó a que todo lo que me rodeaba adquiriese una apariencia llameante.
»—¡Detente, desventurada! —exclamó, refiriéndose a mí—. ¡Detente y contempla la inocente víctima que acabas de inmolar a tu bárbara envidia!
»Me detuve y, ¡oh, qué horror!, comprendí que acababa de asfixiar a aquel pájaro tan maravilloso al que tanto quería.
»En aquel mismo momento, se hizo la oscuridad en mi mente, vacilé y caí al suelo, como privada de vida.
»Cuando la grave y penetrante voz de Asfendarmod me devolvió, nuevamente, el uso de los sentidos, ya no vi ni a mi hermana ni a sus amigas ni a su fatal leiki. Me encontraba a solas con mi inexorable juez.
»—¡Hija criminal! —me increpó—. Ve a arrastrarte sobre esa tierra, cuyos asuntos sólo competen a Alá, de la que tú sólo has traído sus vicios. Tómate el tiempo que desees para examinar a los hombres antes de decidirte a protegerlos. Aunque conserves algunos de los privilegios inherentes a tu ser, te verás expuesta a la mayor parte de sus peores y más crueles sufrimientos. ¡Eh! ¡Vosotros, vientos misteriosos, potencias invisibles que ejecutáis mis órdenes, llevadla hasta la tenebrosa morada de los humanos! ¡Ojalá que mediante el ejercicio de la paciencia y la prudente sabiduría sea capaz de merecer de nuevo nuestras luminosas moradas!
»Ante tan fulminante sentencia, caí, aterrorizada, de rodillas, y, sintiéndome incapaz de hablar, levanté las manos hacia mi padre, como mudo signo de implorar su ayuda; pero un torbellino, que no parecía carecer de consistencia, me rodeó y, alzándome del lugar en que me encontraba, me precipitó hacia la Tierra, sobre la que estuve cayendo por espacio de siete días y siete noches, sin dejar de dar vueltas en su interior durante todo aquel tiempo, al final del cual fui depositada sobre la cúpula de un palacio que dominaba una inmensa ciudad. Gracias a ello supe que ya había llegado a mi destino y acepté, humildemente, la suerte que había merecido.
»En seguida me puse a examinar el lugar donde me encontraba y sus alrededores, y lo primero que me llamó la atención fue el aire tan lúgubre que se respiraba en toda la ciudad; hombres, mujeres, niños y ancianos llevaban ceniza en la cabeza y, por todas partes, corrían como si tuvieran prisa. Poco a poco, se fueron agrupando en la plaza que estaba frente a palacio y allí se quedaron, en espera de algún suceso extraordinario. Como no estaba segura de haber conservado el don que me permitía transportarme al lugar que me apeteciera, formulé el deseo, con un poco de miedo, de encontrarme entre aquella muchedumbre. Al momento estuve al lado de un gran eunuco negro que intentaba mantener el orden, golpeando con su bastón a diestra y siniestra. A pesar de su apariencia ruda, su fisonomía me agradó, por lo que deseé que pudiera verme, lo que, en efecto, se vio cumplido puntualmente.
»—¿Qué hacéis aquí, jovencita? —dijo, en tono entre amistoso y de reprimenda—. ¡Y sin velo! ¡Cómo si hubierais perdido la mollera! Y, sin embargo, parecéis comedida, si no me engaña vuestro porte. Seguidme ahora mismo a palacio, pues poco le faltaría a esta chusma para decidirse a insultaros. Además, me encantan las aventuras y así vos podréis contarme las vuestras.
»Incliné la cabeza en señal de sumisión y cogiéndole de la ropa me decidí a obedecerle. A fuerza de golpes fue abriéndose camino. Los soldados me dejaron pasar, a instancias suyas, y así llegamos a sus habitaciones, que se encontraban muy aseadas.
»—Sentaos —indicó—; debéis de sentiros fatigada. En este momento me resulta imposible tener el placer de escuchar una historia que resulte larga; decidme, solamente y en pocas palabras, quién sois y cómo pudisteis encontraros en mitad del populacho, medio desnuda y, por lo que me pareció, sola.
»—Soy —dije— la desdichada hija de un poderosísimo príncipe que vive muy lejos de aquí. Alguien, a quien no conozco, me ha arrancado de su lado, haciéndome viajar durante varios días, con tanta premura que no he podido contemplar la ruta que tomábamos; finalmente, me ha dejado aquí en el estado en que me encontrasteis y en el que me veis, menos desgraciada de lo que hubiera pensado si es que logro conseguir vuestra inapreciable protección.
»—Es innegable —comentó Gehanguz, que así se llamaba el eunuco— que vuestro atavío es muy bonito; además, tenéis cierto aire de grandeza que va muy acorde con lo que contáis acerca de vuestro nacimiento; pero sed sincera y decidme si, acaso, vuestros raptores os han ultrajado en el camino.
»—¡Oh! ¡En absoluto! —respondí—. Se trataba de un asunto de venganza y ya se sabe que el deseo de hacer el mal impide al corazón sentirse atraído por otro tipo de pasiones.
»—Bien. Por el momento, creo que es suficiente —dijo Gehanguz—. No me parece que carezcáis de ánimos y creo que podréis serme de tanta utilidad como yo a vos. Reposad, tomad algún refrigerio y vestíos de manera más conveniente; volveré a veros dentro de unas horas.
»Nada más terminar de hablar, dio unas palmadas, con lo que aparecieron casi al momento varias jóvenes, a las que prodigó sus instrucciones, y se fue.
»Las jóvenes se acercaron a mí, mostrando mucho respeto, y me condujeron a los baños, donde frotaron mi cuerpo con preciadas esencias, para, a continuación, cubrirme con un vestido muy bonito y servirme una excelente colación. Sin embargo, guardé profundo silencio, sumida, como estaba, en el abismo de mis tristes cavilaciones.
»¿Qué voy a hacer? —me decía—. ¿Quedarme en este lugar al cuidado de Gehanguz? Parece buena persona pero, en lo referente al género humano, creo que ya he aprendido a no fiarme de las apariencias. Por otra parte, en cualquier rincón habitado de la Tierra al que pudiera dirigirme volando seguiría encontrándome con hombres y, por eso mismo, con el mismo problema. Puesto que merezco el castigo que me ha infligido mi padre, ¿no sería mejor sufrirlo de una vez, abandonándome a la suerte, y no servirme de mis poderes sobrenaturales más que cuando me resulten imprescindibles? Además, los terribles ejecutores de las órdenes de Asfendarmod me han dejado en este lugar. Razón de más para quedarme en él, intentando, mediante una resignación sin límites, volver a merecer las bienaventuradas regiones cuya entrada no me estará vedada eternamente.
»El sueño no tardó en cerrar mis párpados y, entonces, un afortunado sueño me devolvió a Shadukán: me encontraba al lado de Ganigul, debajo de su enramada de naranjos y mirtos; ella me miraba con tristeza y compasión; a su alrededor volaba el leiki, dando gritos lastimeros; cuando intentó calmarlo, yo me eché a sus pies. Entonces, ella me tomó entre sus brazos y, con suma ternura, me apretó contra su seno. En aquel momento, y en medio del éxtasis de aquel abrazo, me despertó la voz del eunuco.
»—Venga —dijo con sus modales bruscos, aunque no del todo desagradables—, hablemos un poco de vuestros asuntos; podéis comenzar por decirme vuestro nombre.
»—Me llamo Homaiuna —respondí, con un hondo suspiro—. Es indudable que no acertaron al darme este nombre.
»—¡Oh! ¡En absoluto! —exclamó Gehanguz—. No hay felicidad que dure toda una vida sin sufrir, al menos, algún revés. Vos ya habéis sufrido el vuestro, pero ahora los dos vamos a tener éxito en lo que nos propongamos, y a eso voy. Os encontráis en la famosa ciudad de Chuca, capital de la región más grande y rica de la Península Índica. El monarca que, hasta hace pocos días, reinaba en ella, tenía otros veinte reyes por vasallos, innumerables elefantes, tesoros incalculables y una infinidad de súbditos industriosos y sumisos; pero, a pesar de todo ello, no consiguió librarse del sueño eterno, como cualquier hombre. Esta misma mañana ha sido llevado al lecho del largo descanso, lo que explica que hayáis visto a todo su pueblo en duelo.
»—O sea —le interrumpí—, que este gran monarca ha muerto y acabáis de enterrarlo.
»—¡Qué decís! —exclamó el eunuco, con talante hosco—. ¿Cómo osáis pronunciar tan malsonantes palabras, que no existen en todo Chucán? Poned atención a esta cuestión o todo lo que pretendo contar acerca de vuestro nacimiento y elevada educación caerá en saco roto.
»—No perdáis cuidado —dije, con una sonrisa—, sabré acostumbrarme a tan delicada costumbre.
»—¡Bien! —continuó, ya más suave—. Sabréis que nuestro buen rey no tuvo hijos varones, sino solamente dos hijas gemelas, tan bellas como amables. Y ya fuera porque le resultara embarazoso elegir a una de ellas o porque tuviera sus razones para no hacerlo, el hecho es que mientras vivió nada dijo, ni nada dio a entender, respecto a cuál de las dos entregaría su corona. Sin embargo, poco antes de su último sueño hizo venir a cuatro ancianos, que habían sido visires durante su reinado y cuya profunda sabiduría jamás se vio desmentida a lo largo de cincuenta años, y les entregó el pergamino sagrado que contenía su última voluntad, sellado con los veintiún sellos del Imperio. Sólo hace unos momentos que lo han abierto y todavía no han decidido nada.
»—¡Pero cómo! —comenté—. ¿Es que no aparece en ellos quien debe sucederle?
»—No —prosiguió Gehanguz—, parece ser que se limitó a dejar a sus hijas un problema para que lo resolvieran que, según me han asegurado, es muy complicado, y dispuso que la que mejor lo resolviera de acuerdo con sus propias ideas, las de él, se entiende, de las que también son depositarios los cuatro visires, fuese declarada reina absoluta del Chucán y de sus estados vasallos. Ya me había enterado yo de algo gracias a una de sus sultanas favoritas, que siempre me ha protegido, más por mi celo en cumplir mis obligaciones que por ser jefe de los eunucos; pero como no sabía de qué se trataba realmente, no me dijo nada en concreto. A juzgar por el silencio de las princesas, que son las únicas que han hablado con los cuatro visires, la resolución debe ser bastante peliaguda. Cuando salieron del Diván parecían como ensimismadas en una profunda ensoñación. Incluso se les oyó comentar entre sí, y en voz baja, que los cuarenta días que les habían dado de plazo para pensar en la respuesta no eran suficientes. Como veis —prosiguió Gehanguz—, así están las cosas. Y ahora viene mi plan. Os llevaré con las princesas, que viven juntas en perfecta armonía, o eso parece; y ellas os recibirán encantadas, pues les gustan las novedades y se aburren de sus esclavas. Os insinuaréis para recibir sus favores y repartiréis entre las dos vuestras atenciones, de suerte que quien resulte reina sea benévola con vos. Les hablaréis con frecuencia de mí y contrarrestaréis, en la medida de lo posible, todo aquello que las tontuelas que las rodean puedan decir en mi contra. Si observáis que una de las princesas se inclina más a mi favor que la otra, entonces la ayudaréis con vuestros consejos, a los que irán a sumarse los míos, en caso de que os confíe la tremenda pregunta a que debe responder. De cualquier modo, siempre me defenderéis ante las dos. Por el uso que hacéis de las palabras, veo que tenéis inteligencia, lo que no se ve, en absoluto, desmentido por vuestra mirada; así pues, no os resultará difícil adquirir ascendiente sobre las princesas, como suele ocurrirle, de forma espontánea, a las personas de carácter en sus relaciones con aquellas que carecen de dicha cualidad; y de tal suerte, me confirmaréis en mi puesto y seréis la favorita de una gran reina, lo que no es poco. Por lo demás, no es la ambición, ni mucho menos el interés, lo que me mueve a haceros esta proposición, sino el deseo de que siga habiendo en el harén este orden admirable del que soy artífice. Sería una lástima que alguien de ideas enrevesadas echara por tierra una obra que tanto me ha costado mantener en pie. Vos misma comprobaréis el resultado de mis desvelos y, aunque no pongo en duda que si os decidís a secundar mis planes no es sino por seguir vuestro sentido de lo que es justo, ello no será óbice para que me sienta vuestro más reconocido deudor.
»Mientras escuchaba a Gehanguz no dejaba de examinarle atentamente. En sus ojos, que escruté para ver si se encontraba agazapada en su interior alguna nube, por pequeña que fuese, que pudiera presagiar malas intenciones, sólo descubrí un alma ardiente, sencilla y sincera. Así pues, decidí obrar con ecuanimidad en el asunto que, de tal suerte, se disponía a servirme en bandeja y a satisfacerle sólo en lo que yo creyera que se merecía.
»Aquel mismo día me presentó a las dos princesas, Gulzara y Rezié, haciendo de mí el mismo elogio que podría haber hecho alguien que me conociera de veras. No pude por menos de sonreírme ante cada una de las prendas con que su inventiva iba engalanando mi inteligencia y dotes naturales y le eché una mirada significativa que casi le desarmó; pero como me dio un poco de lástima, me vi obligada a asegurarle, con otra mirada, que mantendría todo lo que estaba diciendo de mí.
»Y, de tal modo, de soberana de Shadukán me convertí en esclava del Chucán. Mi belleza celestial se había mudado en una apariencia de lo más corriente y mi juventud en flor en una edad indefinida; aún permanecería en aquel exilio y bajo aquella forma durante tiempo ilimitado, sujeta a males que no conocía y que ni siquiera podía prever. La caída era terrible, pero la había merecido y no me quejé.
»Desde un principio, mis nuevas amas me tomaron gran afecto: les contaba unos cuentos que les divertían muchísimo y se sentían embriagadas de placer por mi melodiosa voz, cuando cantaba para ellas acompañándome con el laúd. Siempre estaba inventando nuevos adornos y tocados que hacían que parecieran más bellas. Entre los refrescos que les preparaba, de agradables sabores, nunca había dos iguales. Al ver todo aquello, el pobre Gehanguz no hacía más que abrir unos ojos como platos y extasiarse de sorpresa y alegría.
»Aunque Gulzara me agradara más que su hermana, tenía buenas razones para desconfiar de ese impulso involuntario que nos atrae hacia un determinado objeto, porque, generalmente, resulta engañoso. Por eso mismo no me sentí molesta por el hecho de que se pusieran a discutir sobre cuál de las dos me tomaría a su servicio, ya que ello me daba ocasión de examinarlas con más detenimiento. Y, aprovechando la coyuntura, no tardé en convencerme de que, al menos por aquella vez, mi intuición era acertada. Bajo el disfraz de una seductora amabilidad, Rezié ocultaba un corazón malvado, que no habría dudado en dejar al descubierto si sus violentas pasiones no se lo hubieran impedido. En cuanto su vanidad le hizo pensar que yo la prefería a Gulzara, se me entregó sin reservas, revelándome la pregunta que les había dejado su padre, el Rey, así como la respuesta que pensaba dar. Me causó gran placer constatar que no sería reina, pues no se lo merecía. Todos sus proyectos rezumaban injusticia contra su pueblo y maldad contra su hermana. Gulzara, más reservada, no me concedió tan fácilmente su confianza; tuve que ganármela con asiduidad y con infinidad de atenciones que no me costaron nada, porque la amaba y deseaba poder serle útil. Al final acabó por confesarme, empleando ese lenguaje sencillo y sincero que siempre convence, que no tenía ninguna ambición y que, de ser reina, sólo haría el bien, pero que confiaba en su hermana y que ni siquiera se había preocupado de pensar lo que les había propuesto su padre, el Rey. Como a medida que iba hablando me parecía más digna de reinar, me creí en la obligación de decirle que debía aspirar al trono y someterse a la última voluntad del Rey; pero sólo conseguí persuadirla después de haberle explicado el complicado problema de una manera que le pareció singularmente satisfactoria.
»El día en que, finalmente, debía dilucidarse aquel importante asunto, la ciudad resonaba con los ruidosos instrumentos al uso en la comarca; una vez más, la muchedumbre se agolpó, como un enjambre de abejas inquietas. Gehanguz, llamándome aparte, me preguntó si sabía algo de lo que iba a pasar.
»—Tranquilizaos —dije—, todo irá bien; conservaréis vuestro puesto, ya que estoy convencida de que lo deseáis por buenas razones.
»Nada más oír aquello, se puso a dar saltos como una cabritilla y corrió a abrir a las princesas, que me precedían, la puerta del Diván.
»Todos se hallaban sentados y el espectáculo era de lo más sorprendente. Al fondo de una sala inmensa y misteriosa se elevaba un trono de esmalte azulado salpicado de infinidad de lentejuelas fosforescentes[126], a guisa de estrellas, que producían una notable claridad, aunque un tanto siniestra. Cuatro columnas, dos de jaspe con intrusiones de sanguina y las otras dos del más puro alabastro, sostenían aquel trono simbólico. Nada más verlo me di cuenta de que era obra de los yinns y de que las columnas rojas significaban la severidad, las blancas la clemencia, y las estrellas, la luz sobrecogedora que emana de todo buen monarca y que sólo debe usar para iluminar a su pueblo[127]. Los cuatro visires que velaban por el cumplimiento de las órdenes del rey dormido estaban de pie, dentro de un enrejado de acero provisto de púas que rodeaba el trono. A pocos pasos de ellas, pero hacia el exterior, se habían colocado alfombras similares a las que se utilizan en las mezquitas para rezar, sobre las que se encontraban arrodillados los embajadores de los veinte reinos vasallos de la Corona de Chucán. Los notables del Estado estaban a considerable distancia, inclinados en profunda reverencia y con el dedo índice sobre los labios[128].
»Las princesas se adelantaron hacia la reja de acero, con la mirada baja y las manos cruzadas sobre el pecho. Entonces, uno de los visires, después de mostrar a todos los allí reunidos la firma del Rey, escrita en grandes caracteres sobre un pergamino transparente, leyó en voz alta lo que sigue:
»—Rezié y Gulzara, hijas mías: no he querido decidir cuál de vosotras ha de franquear las aceradas púas que rodean la real sede. Que la suerte sea vuestro único arbitro. Responded a esto: '¿Quién es más digna de reinar, una princesa que, siendo virgen, se casa, ama a su marido y da sucesores al trono, o una princesa que, siendo virgen, no se casa, y que, sin embargo, tiene infinidad de hijos e hijas, a los que quiere como a las niñas de sus ojos?'.
»—Prudentes ancianos —dijo Rezié—, ya veis que el Rey, al decretar que nos plantearais tan extraño enigma, ha querido divertirse, pues solamente una mujer casta y unida exclusivamente a su esposo merecería ocupar su trono. Como, sin duda, mi hermana piensa como yo, ambas reinaremos juntas, si es que convenís en ello.
»Nada dijeron los visires y lo único que hicieron fue volverse hacia Gulzara, quien, sin afectación, habló de este modo:
»—Yo creo que nuestro padre, el Rey, ha querido insinuar que una princesa que no tuviera más hijos que sus súbditos y que quisiera hacerlos felices mientras viviese, antes que pensar en darles un señor después de abandonarlos, y que no tuviera otras preocupaciones que el bien público, sería, sin lugar a dudas, digna de ser reina. Prometo no casarme jamás y no tener más hijos que los que conforman mi pueblo.
»Nada más pronunciar estas palabras, los cuatro visires, después de abrir precipitadamente la puerta de la verja, se echaron a sus pies, gritando con todas sus fuerzas:
»—¡Honor y gloria a Gulzara, reina de Chucán! ¡Felicidad eterna para Gulzara, nuestra Reina!
»Embajadores y dignatarios repitieron aquellas aclamaciones en un tono todavía más alto, de suerte que llegaron hasta la muchedumbre reunida delante del palacio, la cual la formuló a su vez, con lo que el aire de las proximidades pareció que retumbaba, pues, además, por todas partes se repartían tortazos, garrotazos e incluso puñaladas. La barahúnda era tan horrible que habría bastado para asustarme, si es que yo hubiera podido asustarme de algo.
»—Pero ¿qué ocurre? —dije por lo bajo a Gehanguz—. ¿Es que, acaso, a toda esa gente le ha entrado la rabia?
»—¡Qué va! —me contestó—. Sólo hacen lo que deben. Aquí es costumbre que cuando ocurra algún acontecimiento importante y beneficioso se celebre de esta manera, pues así queda grabado en la memoria. ¡Dichosos aquellos que han perdido un ojo, o algún miembro, en la ocasión! Pues entonces se piensa que sus familiares se preocupan celosamente del bien del Estado, y los hijos que ven en sus padres aquellas cicatrices honorables se honran por ello de generación en generación. Por lo demás, se trata de una costumbre que resulta muy necesaria, pues la gente es tan inconstante que en seguida olvida lo sucedido, a menos que se le recuerde continuamente.
»Mientras tanto, los cuatro visires habían mostrado a todos los miembros del Diván el escrito del Rey, que probaba lo correcto de la contestación de Gulzara y su derecho a ser reina. Así pues la sentaron en el trono, a cuyos pies acudió Rezié para rendirle homenaje, con una sonrisa que a todos pareció de alegría, pero que a mis ojos no era sino la máscara del despecho. La flamante reina le dio las gracias con suma ternura y, elevando tres veces seguidas la mano derecha por encima de su cabeza, para solicitar la atención general, dijo:
»—Venerables consejeros de mi padre, jamás abordaré ningún asunto importante sin antes recabar vuestro parecer. Pero ¿quién os informará a vosotros de mis intenciones? ¿Quién se preocupará, junto a mí, de todos aquellos pormenores tan necesarios para el bien del Estado? Virgen soy y virgen he prometido permanecer para siempre. Por eso mismo no sería en absoluto conveniente para mi persona mantener a diario entrevistas con un hombre. No os extrañe, pues, que nombre a Homaiuna, cuya sobrada capacidad ya conozco, primer visir, y que haga mi real voluntad invistiéndola con todo el poder que trae consigo dicho cargo.
»Los cuatro ancianos, los veinte embajadores y los notables del Reino, asintieron, unánimemente, a la voluntad de la Reina. Gehanguz se acercó hasta mí, pasmado de alegría, e hizo que me situara en el primer peldaño del estrado regio. Todos me elogiaban a media voz, y eso que nadie me conocía. Entonces, Rezié, incapaz de aguantar más, pidió permiso para retirarse y me dijo al pasar:
»—Ésta es otra más de tus jugadas, malvada esclava; cara pagarás tu presunción e insolencia.
»No me di por aludida ante tan insultante amenaza, resuelta a ocultársela a Gulzara, quien se habría visto afligida e inquieta por su causa, pues me sentía llena de admiración por aquella amable princesa, ya que jamás me habría esperado el generoso ofrecimiento que acababa de hacerme.
»—¿Por qué, oh soberana mía, habéis prometido no casaros jamás? —le pregunté, en cuanto estuvimos solas—. Os bastaba con haber respondido de acuerdo con las ideas de vuestro padre.
»—El sacrificio no es tan grande como piensas, querida Homaiuna; pero no puedo decirte más, ya que cualquier detalle no haría más que envenenar la herida, aún sangrante, de mi corazón, y hay otras materias que requieren nuestra atención. Siento que en ti hay algo sobrenatural; por eso vas a cargar con todo el peso de la realeza. Disponlo todo en el Imperio; y, si me aprecias, haz que los anales de mi reinado sean célebres a causa de la equidad de mi gobierno. La esperanza de una vida gloriosa en la memoria de los hombres me consolará del hecho de haber llevado entre ellos una vida llena de infelicidad.
»Respeté la reserva de Gulzara y cumplí con creces su generoso deseo. En toda la India se escuchaba su nombre y la prosperidad de su Imperio suscitaba en todos los reyes envidia y admiración. Los veinte príncipes que le eran vasallos quisieron, de común acuerdo, pagarle el doble de tributo, que casi todos ellos traerían en persona. En las grandes terrazas que servían de techumbre a los palacios de los notables del Chucán vivían, pues continuamente se encontraban en ellas, bandas de músicos que cantaban alabanzas a la Reina y tocaban fanfarrias para que bailase la gente. Todo aquello hacía que Gulzara se sintiera más animada que de ordinario. En cuanto a Gehanguz, no se tenía de alegría y bendecía todo el tiempo la hora en que me había conocido.
»Cuando ya habían transcurrido cinco años desde que mi buen tino comenzara a dar tan placenteros frutos, de lo que, al fin, podía sentirme contenta, cierta mañana entró en mis aposentos el servicial eunuco, con aspecto despavorido.
»—Homaiuna —me dijo—, venid en seguida a ver a la Reina, pues se ha vuelto loca, ríe y llora al mismo tiempo y pasa de la más desenfrenada alegría a la desesperación más imprevista, dando muestras de la más completa demencia. ¡Ah! ¡Estamos perdidos! ¡Rezié querrá gobernar ahora! ¡La gran fábrica de felicidad que vos habíais levantado en el Chucán y la pequeña obra maestra que yo había realizado en el harén serán destruidas! ¡Infortunado día! ¡Día con crespones negros! ¡Por qué no me habré muerto antes de encontrarme contigo!
»No me molesté en responder a las exclamaciones de Gehanguz, sino que me apresuré a seguirle. Gulzara vino a mi encuentro, con la mirada perdida, y, tras tomar fuertemente mi mano entre las suyas, me dijo:
»—¡Ha vuelto…! ¡No está muerto…! ¡Sólo se le han quemado un poco las hermosas pestañas y chamuscado los cabellos! Pero, aparte de esto, se encuentra tan magnífico como siempre. ¡Y desea verme! ¡Qué felicidad imprevista! ¡Ah, no! ¡Qué abrumadora desgracia! —prosiguió en su delirio, dejándose caer en un sofá y vertiendo un torrente de lágrimas—. He renunciado a él para siempre, ¡ay!, y no por falta de amor, sino porque le amaba demasiado. ¿Qué será de mí? ¡Dadme vuestros consejos, Homaiuna! Los seguiré al pie de la letra; aunque puede ocurrir que también cause vuestra desgracia por habérmelos dado.
»—Calmaos, mi reina —dije—, y explicaos mejor. No comprendo qué queréis decir ni a qué os referís.
»—¡Oh! ¡Tienes razón! —continuó—. Jamás te hablé de mi relación con el príncipe Tograi, el sobrino de mi madre, a quien quise desde mi más tierna infancia, pues ponía toda su alma en corresponder a mi ternura, y de quien se dijo que había perecido en un incendio, que ahora ha vuelto, cuando, fiel a su memoria, he hecho realidad mi promesa de no casarme jamás. ¿Qué pensará de mí?
»—Estoy segura de que se sentirá tremendamente reconocido al enterarse de que ese gran sacrificio que, por todas partes, se pregona como un acto de inusitada generosidad, se hace, realmente, por él, por lo que, si es cierto que el Príncipe es digno de vos, no podrá por menos de aplaudirlo.
»—Habláis así porque hacéis gala de sangre fría, sensata Homaiuna —replicó la Reina—; el ardor de mis sentimientos no resiste la frialdad de vuestras palabras. Retiraos; y vos, Gehanguz, traed al instante y a mi presencia al príncipe Tograi.
»—Os obedezco —dije, recriminándome aún más de lo que me había recriminado Gulzara, por haberle plantado cara a una pasión que estaba tan claramente dominada por el delirio y no haber cedido, aunque sólo hubiera sido un poco, a lo que ella esperaba de mí.
»Durante tres horas, las más crueles que pasara desde mi exilio del Shadukán, no hice más que afligirme por mi amable princesa y deplorar lo inestable de su felicidad, que pensaba haber contribuido a consolidar sobre inquebrantables cimientos. Pero sería ella misma quien me sacara de mis cavilaciones. Vino hacia mí con los brazos abiertos y me inundó con sus lágrimas. Cuando se sintió un poco más calmada, dijo:
»—Ya he recobrado la razón, querida Homaiuna, pero mi profundo dolor no se disipará tan fácilmente como mi locura: escucha, estremécete y laméntate conmigo. El príncipe Tograi, que esplendía de belleza, de juventud y, por lo que me pareció, de amor, apareció ante mí como si acabara de bañarse en las aguas de la fuente inmortal del profeta Kedder y se arrojó a mis pies para besar el bajo de mi túnica. Yo le di la mano, pero creo que le habría abrazado si la presencia de Gehanguz, a quien había ordenado permanecer a cierta distancia, no me hubiera dado reparos. Él supo leer en mis ojos los impulsos de mi corazón, y en lugar de hacerme partícipe de ese reconocimiento al que vos antes aludierais, me cubrió de reproches. Y no sólo he disculpado su arrebato sino que, para que se tranquilizara, hasta he llegado a sugerirle que podría abdicar de la corona de Chucán y unirme a él, confesándole, con toda sinceridad, que a su lado no echaría de menos un trono al que debía renunciar para mantener el solemne compromiso que había contraído al aceptarlo. Se lo expliqué, diciéndole que si mi esposo iba a ser el único objeto de mi afecto y de mis pensamientos ya no podría querer a mis súbditos con la misma ternura que una madre. Y añadí que toda la gloria adquirida no conseguiría consolarme del dolor que me había causado su pérdida y que, al tenerle de nuevo, ya no podría vivir sin él. Y siento —prosiguió la Reina— vergüenza, por haber tenido la debilidad de hablarle de esa manera, pues, aunque resulte difícil de creerlo, Homaiuna, el ingrato Tograi se ha atrevido a abusar de mis sentimientos y no ha tenido empacho alguno en desvelarme su corazón, que es más negro que el rostro de un etíope.
»—¿Qué decís de renunciar al Imperio de Chucán? —lanzó el arrogante—. ¿Eso piensa la reina Gulzara o es que se complace en recitarme una rapsodia digna de los eremitas del desierto de Hejaz[129]? Dejémonos de bromas y hablemos seriamente. Si habéis gemido por mi ausencia, si habéis llorado a causa de mi supuesta muerte y si me amáis como aseguráis, entonces hacedme subir, sin pericia de tiempo, al trono azul tachonado de estrellas. La chochez de vuestro padre nada tiene que ver con vuestro derecho a la Corona y, menos aún, con su innegable posesión. Con mi brazo defenderé el primero y haré realidad la segunda: antes de que el menor reproche desagradable pueda llegar a vuestros oídos… ¡haré correr ríos de sangre! Y de este modo, todos los que se os acerquen os respetarán tanto como yo. Quien ocupa la regia sede no ha de verse obligado por promesa alguna. Por tanto, comenzad por deshaceros de cierta criatura a la que, ridículamente, habéis dado el nombramiento de primer visir; pues aunque se diga de ella que es maga, siendo muy posible que sólo sea maliciosa y astuta, eso ya es bastante para meterla en un saco y arrojarla al río. Vamos, mi bien amada, decidíos de una vez, no os turbéis de esa manera, ¿o, es que aún no habéis esperado lo suficiente la felicidad que podrán daros estos brazos?'.
»Tograi tenía mucha razón al decir que me encontraba muy turbada, ya que me sentía como si fuese a morirme, pero el horror que me causaban tanta impiedad e insolencia me dio fuerzas, así que, en lugar de responderle, di una palmada. Nada más llevarse Gehanguz su silbato a los labios, hicieron su aparición cincuenta eunucos, con los sables a punto. En aquel momento, ¡oh, prodigio de una pasión que ni siquiera la vergüenza ha podido vencer!, me apiadé de él y le hablé así, con más aplomo que irritación:
»—Sobrino de mi madre, te hago gracia de la vida en consideración a los lazos de sangre que nos unen. Vete de mi vista y compórtate de tal modo que jamás vuelva a verte, a menos que quieras sufrir el castigo que mereces y ser descuartizado en mil pedazos por los relucientes sables que ves ante ti.
»Al acabar de hablar, indiqué con un gesto a los eunucos que hicieran salir a aquel miserable príncipe, pero tuvieron que llevárselo casi a rastras, pues apenas podía tenerse en pie, de lo aterrado que estaba. Durante una hora entera me quedé como petrificada, sentada en el estrado. Y después, un torbellino de pensamientos fugaces y dolorosos me sumió en una especie de delirio, durante el cual me parecía ver a Tograi igual de amable y sumiso que hacía siete años, cuando se despidió de mí para dirigirse al destierro, por orden de mi padre. Pero su imagen desaparecía y era suplantada por la del Tograi altanero e infame, que me daba consejos o, más bien, órdenes inicuas que me llenaban de deshonor.
»Querida Homaiuna —concluyó la Reina—, jamás dejarán de inquietarme esas dos imágenes, tan opuestas entre sí. Sólo la muerte podrá librarme de ellas, pero, hasta entonces, seré digna de vuestras condolencias. Y ahora poned atención y observad mis órdenes: todos los días, después de la hora del Diván, vendréis a ver cómo fluyen mis lágrimas y, si lo deseáis, a unir las vuestras a las mías. Cuidaréis de que Gehanguz consiga que el interior de palacio esté tan triste como mi corazón. Deseo que mis músicos no toquen ni canten en mi presencia más que aires lúgubres. No dispondré que cese la alegría entre mi pueblo; pero quien se dirija a mí con la sonrisa en los labios recibirá el peso de mi pena[130].
»Garanticé a Gulzara que para mí sería un consuelo poder unir mis lágrimas a las suyas y que, tanto en aquel punto como en todos los demás, sería escrupulosamente obedecida. Entonces pensé que, mejor que combatir su dolor, lo que tenía que hacer era olvidarse de él. Como las obligaciones inherentes a su estado ponían a mi alcance todo tipo de distracciones, decidí aprovecharlas en su favor; y debo decir que, de no haber sido por un incidente funesto, quizá habría podido llevar de nuevo la tranquilidad a aquel corazón tan generoso.
»Rezié se había retirado a un palacio que poseía en la cumbre de una montaña y sólo muy de tarde en tarde, y representando alguno de los papeles que antes había estudiado con sumo cuidado, veía a su hermana. Gulzara, que todavía no la había desenmascarado, pagaba su fingida adhesión con una amistad sincera. Cierto día, cuando la pérfida princesa llevaba mucho tiempo sin acudir a Chuca, su primer eunuco solicitó una audiencia en su nombre. Aunque quise retirarme, la Reina hizo que me quedara, por lo que llegué a enterarme de sus propósitos, expuestos en voz alta por su mensajero:
»—La princesa Rezié, he aquí su anillo —explicó su eunuco—, se prosterna ante vuestros augustos pies y reconoce que Vuestra Alteza, gracias a sus buenas luces, ha conquistado con justicia el trono al que, antaño, ella aspirara. No obstante, se atreve a suplicaros que le otorguéis como indemnización vuestro permiso para casarse con el príncipe Tograi, que sólo cobra vida ante la luz de su presencia y quien, a su vez, necesita algún tipo de consuelo, al tener la desgracia de haber perdido los buenos favores de su gloriosa soberana. La incertidumbre que mi princesa siente ante vuestra respuesta la mantiene sumida en cruel angustia; por otra parte, el Príncipe no se atreve a aparecer ante vos. Sin estos impedimentos, ambos habrían acudido a pediros de rodillas el cumplimiento del común deseo de sus corazones.
»Por la palidez que se había apoderado del rostro de Gulzara y las palpitaciones de su seno, deduje que se iba a desmayar. Así que le dije al eunuco que saliera y aguardase en la galería cercana la respuesta a su mensaje. Gehanguz, que también se había sentido alarmado, le llevó afuera y regresó a tiempo de ayudarme a sostener a la Reina, que acababa de perder el conocimiento entre mis brazos. Como no queríamos que sus enemigos se alegraran, nosotros mismos la socorrimos, sin llamar a nadie, llevándola hasta su lecho. El síncope fue prolongado. Finalmente, abrió los ojos, con los que me miró de forma lánguida, y me dijo, aparentemente ya tranquila:
»—¿Qué voy a hacer, Homaiuna?
»—Lo que os dicte la generosidad de vuestro corazón —le respondí.
»—Pero mi hermana —prosiguió— no podrá ser feliz con un hombre tan malvado y antes o después, más bien creo que antes, mis súbditos serán muy desgraciados. ¿No debería salvarlos a todos, cuando aún es tiempo, mandándole cortar ahora mismo la cabeza a Tograi? Tiemblo al tener que verme obligada a tales extremos, pero, en este caso, creo que la crueldad es un mal necesario. ¿Qué decís vos, Homaiuna?
»—Sólo compete a Alá decidir lo que el presente debe influir en el porvenir, que Él ve sin que nada empañe su vista —contesté.
»—Así pues, ¡queréis que dé mi consentimiento a esta odiosa unión! —dijo con voz alterada—. Pues bien. Esto será el golpe de gracia. Gehanguz, id a llevarle al mensajero la respuesta favorable a los deseos de mi hermana y de su…
»Pero no acabó la frase, pues dando un grito lleno de dolor, cayó desvanecida en el lecho.
»A partir de ese momento, ya no fue posible seguir disimulando. Llamamos a los doce médicos que estaban de guardia y todos, a la vez, se pusieron a buscar el pulso de la desvanecida Gulzara en los lugares en que suele localizarse mejor; y cuando yo todavía seguía pensando en todo tipo de incertidumbres, a cual más desagradable, aquellos pájaros de mal agüero graznaron estas crueles palabras:
»—Duerme, duerme para siempre.
»Y habían dicho la verdad, pues Gulzara acababa de expirar.
»Me resultaría imposible describiros la aflicción que me causó aquella funesta catástrofe, cuya magnitud yo misma aumentaba por pensar que debía culparme de la muerte prematura de la amable Gulzara.
»¡Con cuánta desconsideración me he comportado! —me decía, sin dejar de reprocharme en mi fuero interno—. Al obligar a esta generosa princesa a realizar un esfuerzo superior a sus posibilidades he puesto fin a la triste cuenta de sus días hábiles. Todavía no conozco lo violentas que son las pasiones de los seres humanos ni la extensión ni el poder de su débil raciocinio… ¡y quiero gobernarlos! ¡Qué dura experiencia, que me ha hecho perder una amiga, casi tan cara a mi corazón como Ganigul y su funesto pájaro! Pero ¿cómo podía dejar que se mancillara con la sangre de un príncipe a quien sólo puede reprochársele una simple ambición, cuando es exclusivo de Alá aventar cualquier designio, como el viento hace con los granos de arena? ¿Acaso debía yo soportar que su hermana la acusara de dejarse llevar por la envidia más rastrera? ¿O verla humillada ante sus súbditos? ¡Oh, bella y radiante alma, que, en este momento, acompañada de las celestiales Inteligencias, recibes la recompensa a tanta virtud! ¡Perdóname por demostrar tanto celo! Tal y como deseabas, vivirás para siempre en la memoria de los hombres, y tu imagen, dulce y singular, jamás dejará de estar presente en mis recuerdos, por toda la eternidad.
»Absorta en tales pensamientos, aún seguía arrodillada al pie del lecho real, que mojaba con mis lágrimas, cuando el eunuco de Rezié, cogiéndome bruscamente de los hombros, me dijo:
»—¿Qué hacéis aquí, osadísima Homaiuna? ¿Por qué no os habéis retirado a vuestros aposentos, al igual que vuestras compañeras? Aquí tenemos la costumbre de mantener encerradas a las esclavas de la reina dormida hasta el momento de su conducción al lugar de su largo descanso. Venga, seguidme, ya habéis dejado de ser gran visir; ahora no sois más que una esclava vil y peligrosa.
»Me levanté al punto y seguí al eunuco sin decir ni una sola palabra. Me trajo comida para tres días, añadió algunas impertinencias más y se preocupó con sumo cuidado de que mi puerta estuviera bien cerrada. Habría podido desafiarle en cualquier momento y escaparme de sus manos; pero tenía curiosidad de saber lo que me deparaba Rezié. También quería asistir al cortejo fúnebre de Gulzara; por otra parte, los lamentos que se escuchaban por doquier me aliviaban un poco.
»—Nuestra buena reina se ha dormido —decía la muchedumbre—, jamás se despertará. La que fuera nuestra madre duerme y quizá también se duerma Homaiuna, que tanto bien nos ha hecho.
»Aquellas tristes palabras, que quienes pasaban por palacio repetían incesantemente, no se apartaron de mis oídos durante tres días. En la mañana del cuarto, el mismo eunuco que me había encerrado vino a traerme un vestido largo de seda roja con rayas negras y un velo tupido a juego, y después de que él mismo me los hubiera puesto, comentó:
»—Va a tener lugar el duelo de los esclavos que servían a Gulzara. Se os ha hecho el honor de que avancéis al frente de las mujeres, Gehanguz irá delante de los eunucos; las dos filas se situarán a derecha e izquierda, respectivamente, de la carroza que llevará a nuestra reina dormida hasta la Llanura de la Tranquilidad. Seguidme.
»Llegamos al gran patio del palacio, en cuyo centro se encontraba una gran litera de madera de sándalo, uncida a cuatro unicornios negros. Al agudo son de mil instrumentos lúgubres y a los gritos, aún más estridentes, de los chucaníes, el cuerpo de Gulzara fue depositado en la litera, para extender sobre él un gran tapiz, recamado totalmente en plata, que dejaba al descubierto el agraciado rostro de la bella princesa, que, ciertamente, sólo parecía dormida.
»Muchos personajes a caballo, singularmente ataviados y llevando en la mano una especie de cetro de ágata blanca, dieron su toque final al cortejo, que, al momento, se puso en marcha. La gran cantidad de flores que había por el suelo, incrementada por la que, a cestas enteras, tiraban los chucaníes, sólo sirvió para que nuestro avance fuese extremadamente lento. Por fin conseguimos llegar a la silenciosa y solitaria llanura que era nuestra meta, donde se alineaban, por orden de sucesión, desde hacía una infinidad de siglos, las tumbas de los reyes y reinas del Chucán. El aspecto de todo aquello era extraño e impresionante; de aquellos edificios sólo se divisaban sus cúpulas, de piedra negra y muy reluciente, a través de las cuales se había hecho pasar gran cantidad de tubos de oro. Todo lo demás se encontraba en un subterráneo, cuyos límites apenas se distinguían, al que se bajaba por una pendiente, relativamente cómoda. Y dado que un número infinito de grandes cirios de cera perfumada devolvían a aquel sombrío lugar la claridad del día, busqué afanosamente con la mirada las puertas de las tumbas, cuyas cúpulas admirara cuando me encontraba en el exterior, sin conseguir ver ninguna. No tardé en darme cuenta de que estaban tapiadas y marcadas con grandes placas de oro, en las que se había grabado una leyenda que, más o menos, venía a decir en todas ellas lo mismo, o sea, que allí descansaba tal rey, que había reinado durante tantos años, y que nadie se atreviera a tocar siquiera aquellas paredes, no fuera a turbar su sueño; y terminaba, invariablemente, diciendo que lo único de él a lo que su pueblo tendría acceso sería su renombre.
»Todavía fue necesario avanzar mucho más antes de llegar a la tumba reservada para Gulzara, entrando, sin alterar el orden del cortejo, por la embrazadura de una anchísima puerta que acababan de quitar. Las paredes de su interior se hallaban revestidas con el mismo tipo de piedra negra que se apreciaba en el exterior, pero la gran cantidad de pequeñas lámparas de oro suspendidas de su bóveda alegraba aquella oscuridad y difundía un olor infinitamente agradable.
»La litera fue depositada en el centro de aquel vasto recinto y los visires, los veinte embajadores y los notables del Estado fueron, uno tras otro, a prosternarse ante la reina dormida y a desearle un feliz reposo. Incluso Tograi, el infame Tograi, tuvo la osadía de cumplir con aquel ritual, pero se presentó en último lugar y, con aire huraño y turbado, musitó, entrecortado, el saludo de rigor. Yo, que me estremecí nada más verle, ya me disponía a castigarle por su atrevimiento, cuando un pálido y descarnado anciano de mirada siniestra, que inspiraba terror, comenzó a chillar, diciendo con voz estridente:
»—Homaiuna, y vos, Gehanguz, habéis de saber que los sabios visires que gobiernan el Chucán en este breve interregno han decidido que, ya que ambos erais los esclavos favoritos de Gulzara, habréis de hacerle compañía. Mostraos reconocidos por el honor que se os hace y no faltéis al respeto que debéis a vuestra reina.
»Y dicho esto y después del lamentable toque que le hizo dar a una trompeta de bronce, prosiguió, en un tono todavía más lúgubre:
»—La reina Gulzara se halla en el seno del reposo eterno; dejadla dormir y devolvedle lo que es suyo.
»Apenas me enteré de aquellas últimas palabras, lo que demuestra lo confundida que me sentía por la sentencia que las había precedido. ¡Todos se habían retirado, casi habían tapiado la puerta y todavía no me había dignado mirar siquiera al pobre Gehanguz! ¡A aquel corazón leal y sensible que, en aquellos momentos, sufría por mí! Él fue el primero en romper el silencio, exclamando:
»—¡Oh, Gulzara! ¡Oh, querida ama! ¡Mirad a vuestra bien amada Homaiuna, la divina joven que tan felices hizo a vuestros súbditos, sepultada aquí para siempre jamás! Y queríais salvarla, ¡ay!, disponiendo que yo la condujera lejos de vuestro Imperio, pero no esperabais el súbito sueño que se adueñaría de vos.
»—Así que —dije tranquilamente a Gehanguz— sepultar viva a la gente parece ser la costumbre al uso en el Chucán.
»—¡Oh, sí! —me respondió—. Es una de las costumbres absurdas y crueles que los chucaníes, a los que se les ha metido en la cabeza, y eso desde hace ya siglos, el darles el calificativo de sagradas y venerables, aplican a los servidores más fieles de sus reyes y reinas, distinción que declinarían con mucho gusto todos aquellos en quienes recae costumbre tan honorable. Siempre me ha parecido repugnantemente bárbara e indigna de un pueblo inteligente. Pero las lámparas, fruto del amor y gratitud de aquellos a quienes, en este momento, debemos el encontrarnos bañados por tan agradable luz, tienen un origen muy diverso y altamente encomiable.
»—Explicaos —dije.
»—Ya os habréis fijado —prosiguió— en todos los tubos de oro que sobresalen de cada una de las cúpulas de estas tumbas; pues bien, se corresponden con las lámparas que están suspendidas en su interior, ya que gracias a un ingenioso artificio sirven para llevar hasta ellas la mecha y el aceite que las mantienen encendidas. Y no es el Estado el que corre con los gastos, sino la gente, que se siente deudora, pues cuando han perdido a un buen rey o a una buena reina, todos, hombres, mujeres y ancianos, se desviven para que en su tumba siga habiendo esta iluminación que ahora veis. Su devoción al respecto es mayor o menor según el bien que recibieron del difunto y es algo que se hereda de padre a hijo. De tal suerte, gracias a una abertura que se encuentra en lo alto de cada cúpula, donde se ha colocado un espejo de metal pulido, aún pueden verse las tumbas iluminadas de algunos reyes dormidos desde hace bastantes siglos, Mientras que en la mayoría de las recientes, las lámparas se apagaron al poco tiempo. Incluso se ha dado el caso de que algunos soberanos injustos se hayan quedado a oscuras al cabo de dos días, ya que sus favoritos, igual de malvados que ellos, no podían por menos de mostrarse ingratos, por lo que no se preocuparon del aceite y de las mechas que debían prodigar a sus benefactores. Así pues, ya veis que llamar a estas lámparas “lámparas de amor y gratitud”, y al deslumbrante espejo de metal pulido “el ojo de la justicia”, no es algo desacertado. Pero no temáis que vayamos a quedarnos a oscuras, pues, gracias a vuestras atenciones, la tumba de Gulzara estará iluminada hasta el Juicio Final.
»Me sentí tan conmovida por los sentimientos de Gehanguz y por la calma sagrada que reinaba sobre su rostro, en un momento tan terrible que reducía a nada cualquier ayuda que hubiera podido llegarnos por parte humana, que desde el fondo de mi corazón dirigí a Asfendarmod la siguiente plegaria:
»Soberano del feliz Shadukán, vos, que en recompensa a vuestro celo por la fe del Santo Profeta habéis recibido el don de escuchar las plegarias de vuestros súbditos, en cualquier parte del mundo en que se encuentren, conceded a vuestra desventurada hija la gracia de salvar a este ser honesto y generoso, pues sólo soy capaz de ayudar a los demás con mis cuidados y atenciones, por haber perdido la facultad de socorrerles de otro modo; por tanto, si estáis de acuerdo, Gehanguz no morirá de forma tan cruel.
»Como nada más terminar aquella muda plegaria me sentí a rebosar de esa singular confianza que para los seres de nuestra especie siempre es presagio de éxito seguro, me acerqué al eunuco y tomándole de la mano, le dije:
»—Vuestra piadosa y serena resignación va a ser recompensada; manteneos a mi lado y no sintáis miedo alguno.
»Apenas hube pronunciado estas palabras, se abrió la cúpula y pude echarme a volar, con lo que me encontré, tal y como había deseado en aquel momento, ante las puertas de la ciudad de Ormuz, siempre en compañía del eunuco.
»—Bueno, pues ya estáis a salvo —le dije—; acordaos de la perí Homaiuna y seguid practicando el bien y la justicia.
»El estupor de Guhenguz le impidió responderme y estoy por asegurar que hasta que no estuve bastante lejos no se vio con fuerzas para abrir la boca. Por mi parte, emprendí el regreso hacia Chuca, pues quería saber qué había sido de Rezié y Tograi.
»Pero creo que mañana, con más tranquilidad, acabaré esta historia, puesto que ya se halla muy avanzada la noche y ahora debemos hablar de los asuntos que os conciernen antes de irnos a descansar. Os bastará con saber que Rezié y Tograi no se casaron sino que, muy al contrario, llegaron a detestarse mutuamente y a destruirse entre sí. Pero mucho antes de aquel desenlace yo ya había abandonado la región y recorrido infinidad de países que se hallaban expuestos a mil males, aunque ninguno de ellos parecía haber sido designado para mí. Justamente después de haber visitado las montañas del Daghestán, os encontré en las calles de Berduka. A pesar de vuestro aire distraído me gustasteis, y un sentimiento que hasta entonces me era desconocido se adueñó de mi corazón… El resto ya lo sabéis y nadie mejor que vos podrá decir si mantuve lo que entonces prometí. Sin embargo, como en el Shadukán había leído con mucha asiduidad los anales de los yinns, en cuanto me hablasteis del fatal armario conocí su contenido, pero no se me ocurrió ninguna idea para influir en vuestro padre, con la idea de beneficiaros, hasta que no me la proporcionó el pescadito que capturasteis. En efecto, aquella forma tan vil albergaba a un potente yinn, castigado de tal suerte, a causa de sus crímenes, por Asfendarmod. Su liberación era un asunto peliagudo pues, antes que nada, era necesario capturar al pez, lo que visto su pequeñez y excesivo peso, no era nada fácil, ya que cuando no se colaba por el entramado de la red acababa rompiéndola. Después, en lugar de darle muerte, había que instarle a que dejara salir al espíritu que estaba dentro de él, pero sin hacerle daño. Como yo sabía todo aquello le devolví al yinn su libertad; y como él había jurado cumplir todos los deseos que concernieran a la persona que se comiera el pescado después de que él hubiera conseguido salir de su interior, hice todo lo posible para que Ormossuf lo probara y que vosotros tres hicierais votos a su salud, de lo que sólo vos no os arrepentisteis. Ello os ha servido para que podáis subir al trono que perdiera uno de vuestros ancestros por no seguir los consejos de un perí que le protegía y que, para consolarle, le entregó esta sortija mágica contenida en una cajita de hierro[131], mientras le decía que aquel de sus descendientes que la abriera tomaría posesión del trono del Daghestán. Desde entonces, y a través de muchas generaciones, el recuerdo de esta promesa ha pasado de padres a hijos, pero la caja ha resistido todos los intentos realizados para abrirla, hasta que vuestro padre, que intentara, infructuosamente, probar fortuna, quiso, siguiendo el consejo de Alsalami, reservarla para aquel de sus hijos que más se distinguiese en el ejercicio de la piedad filial.
»Hasta aquí todo lo que debíais conocer. Ahora os diré lo que deberéis hacer: en cuanto Ormossuf y el derviche se hayan levantado, les pondréis al corriente de vuestros proyectos y pediréis su bendición; acto seguido, os dirigiréis a Berduka, llevando vuestra sortija en la mano izquierda. Así podréis entrar, sin ver visto por nadie, en el jardín del Rey. Al fondo divisaréis el tronco de un enorme árbol que nadie ha sido capaz de arrancar, al menos hasta ahora. En cuanto lo toquéis con vuestra sortija, se abrirá de cuajo, lo que os permitirá encontrar en su interior un saquito de piel de serpiente, que cogeréis, ya que contiene un magnífico surtido de las gemas más deslumbrantes de todo Shadukán, y me lo traeréis. Entonces me iré volando hasta las ciudades en donde mejor se coticen para venderlas en ellas.
»Con el dinero obtenido podremos llegar sin percance alguno a las montañas del Daghestán que, por otra parte, aún se sienten unidas a vuestra familia y odian al usurpador, por lo que, tal y como conviene a un príncipe, os permitirán tomar posesión de vuestro reino a la cabeza de un ejército.
»En este punto, Homaiuna dejó de hablar y yo, tremendamente confundido y espantado por las maravillas que me había contado, me hinqué de rodillas ante ella, asegurándole respeto y obediencia sin límites. Aquello no pareció gustarle, porque me preguntó, con lágrimas en los ojos, si la ternura que sentía por ella no habría quedado menguada al haberme enterado de aquellos pormenores de su vida. Contesté a mi mujer con un abrazo y nos acostamos. Yo hacía como que dormía, para poder meditar, sin que ella me interrumpiera, acerca de la situación en que me encontraba, la cual, sin lugar a dudas, era mucho mejor de lo que hubiera esperado. Pero, a pesar de ello, me sentía desesperado.
»¿De qué me va a servir ser rey, si esta temible perí se encarga de gobernar mi reino y me trata del mismo modo que a la reina de Chucán? —no dejaba de preguntarme—. ¿Me obligará a cumplir sus deseos, aun a costa de mi voluntad y de mi vida? ¡Qué me importa a mí ese bien del pueblo del que tanto habla! Lo que mueve mi corazón es mi bienestar particular, que jamás tendré con ella. No obstante, si se limitase a darme consejos y a hacerme reproches, el asunto no me preocuparía, pero ése no es el caso, ya que aunque haya hablado en términos muy discretos del poder sobrenatural que le queda, muy bien ha podido engañarme, del mismo modo que yo le engaño a ella; todavía podría tener en su poder la terrible varita, pues si bien es cierto que no la ha mencionado para nada en el asunto de Gulzara, también es verdad que lo ha dejado sin acabar. Será cuestión de que me cuente esa historia hasta el fin. ¡Ah! ¡Antes preferiría quedarme como pescador toda mi vida que ser esclavo de un trono!.
»Cuando aún no se habían calmado las preocupaciones que agitaban mi perverso corazón, se hizo de día. Y poco me faltó para maldecirlo. Ahora pienso que habría acertado al hacerlo, ya que su luz alumbró los primeros pasos que acabarían llevándome al abismo en que nos encontramos.
»Hice acopio de toda mi hipocresía para ocultar a mi mujer, al derviche y a mi padre la preocupación que me atenazaba y me puse en camino, deseándome la mejor de las suertes, sin saber que yo mismo me encargaría de que quedase en nada.
»Como justo al llegar a Berduka me encontré con varias personas que me conocían y una de ellas no pareció reparar en mí, comencé a sentir por mi sortija una confianza que hasta entonces le había negado. Así pues, entré un tanto despreocupado en el jardín del Rey y corrí hacia el árbol que me había indicado Homaiuna; nada más tocarlo, se abrió de cuajo, con lo que pude coger el saquito de piel de serpiente. Estaba tan impaciente por ver aquellas joyas sin par, formadas en el Shadukán, que no pude esperar a salir del jardín para contemplarlas. Una a una, las fui sacando del saquito y, a pesar de estar prácticamente cegado por sus destellos, las miré una y otra vez: había dieciséis, cuatro diamantes, cuatro carbunclos, cuatro esmeraldas y cuatro rubíes, cada uno de ellos del grosor de una naranja del Jotán[132].
»Y ya que para contemplarlas mejor las había dejado en el césped de una alameda solitaria, adonde me había ido a descansar, para así poder extasiarme de admiración y alegría ante su contemplación, un enano que se encontraba subido a un árbol, de cuya presencia no me había dado cuenta, se abalanzó sobre mí. Sólo tuve tiempo de meter mi tesoro en su saquito y alejarme, mientras que el enano, muy alterado, no hacía más que mirar debajo de la hierba y escarbar la tierra con sus uñas, hasta que, dándose por vencido, exclamó:
»—¡Ay! Ya ha desaparecido esa visión tan deslumbrante. ¡Bueno! Quizá se presente en otro momento. Vayamos en busca de mi bella princesa; si es obra de algún yinn no creo que se niegue a repetir de nuevo el espectáculo en su presencia.
»Y diciendo esto, echó a correr hacia palacio, de tan grácil manera que la hierba y las flores apenas acusaban su paso.
»No tardé en darme cuenta de que las gemas, al abandonar el contacto con mi cuerpo, se habían hecho visibles por eso mismo, me asusté al pensar en las consecuencias que podría acarrearme aquella imprudencia y creí que lo más acertado sería salir lo antes posible del jardín. Dado que todavía me encontraba muy lejos de la puerta por la que había entrado, me dije, apretando el paso:
»¿Adónde voy? ¿Me arriesgaré a dejar pedrería tan inestimable en manos de una mujer? Y suponiendo que la mía no sufra la manía que afecta a todos los miembros de su sexo en cuestión de joyas y que me otorgue el premio prometido, ¿para qué voy a utilizarlas en comprar un trono que supondrá mi esclavitud? No, mejor será que yo mismo vaya a vender las que necesite para rodearme de placeres y voluptuosidad y vivir de tal suerte ignorado, pero no por ello infeliz, en cualquier rincón del mundo. Habrá que confiar en que Homaiuna no descubra mi refugio, pues ella no puede adivinarlo todo y, casi con toda seguridad, menos aún lo que le gustaría. Así pues, vayámonos al puerto y metámonos, al amparo de la invisibilidad, en el primer barco que zarpe de él. Creo que bien puedo pasar de despedirme de la perí, de Ormossuf y de Alsalami, pues la una ya ha hecho bastante al agobiarme con sus sermones y el otro al endosarme su gota; y, en lo que se refiere al tercero, la verdad, nunca fue demasiado importante para mí. Estoy seguro de que no echaré en falta a ninguno.
»Mientras, de tal suerte, se desarrollaba aquel monólogo, no había dejado de caminar y me hallaba perdido en las alamedas del jardín, que formaban una especie de laberinto. Pero cuál no sería mi sorpresa al encontrarme de nuevo a cuatro pasos del lugar donde había descubierto mis piedras preciosas y escuchar al maldito enano que gritaba a grito pelado, a la cohorte de eunucos que le seguía:
»—En efecto, aquí mismo es donde contemplé aquellas maravillas… Las vi con mis propios ojos… Lo juro por mi diminuta alma y por el gran corazón que posee la princesa Gazahidé, mi querida ama.
»Y cuando, tras aquel nuevo sobresalto, me disponía a reemprender la huida, una joven beldad, más deslumbrante que mis diamantes, que mis rubíes, que mis esmeraldas y que mis carbunclos, todos juntos, se abrió paso entre aquella muchedumbre y, con un mohín de capricho, no exento de dignidad, exclamó:
»—¡Callad y escuchad lo que ha de deciros la hija de vuestro rey, la princesa Gazahidé! Creo firmemente en todo lo que mi pequeño Calili acaba de contarnos, así que dejad de motejarle de visionario. Deseo con todas mis fuerzas contemplar las piedras preciosas que el yinn tuvo el atrevimiento de exhibir sobre la hierba, por lo que intentaré que me las enseñe de nuevo, recurriendo a todas las instancias que pueda sugerirme mi curiosidad. Vamos, instalad aquí mismo una tienda, pues no abandonaré este lugar hasta obtener lo que deseo. Si, acaso, alguno de vosotros tiene algo que objetar, que lo diga, que yo haré que se arrepienta. Y si quien se opone es mi padre, entonces me vengaré, no poniéndome más en el cabello esas flores azules que tanto le gustan.
»Mientras Gazahidé hablaba, mis ojos estaban fijos en los suyos y me sentía como si mi alma fuese a levantar el vuelo hacia la de ella. Sólo regresé de aquel éxtasis de amor al ver que todos se disponían a satisfacer sus deseos. Entonces sentí ese escalofrío que siempre nos atenaza al ver cercana la realización de un deseo muy querido, y apoyándome en un árbol que estaba algo alejado, a pesar de las consecuencias que aquello pudiera traer, me decidí a hacerme pasar por el supuesto yinn.
»Me impacientaba por la lentitud con que los eunucos levantaban la tienda y, con mucho gusto, habría hecho añicos los adornos que colgaban de ella. Sólo veía con buenos ojos el amplio diván donde pensaba sorprender la credulidad de la joven princesa, ya que, como había dicho que quería estar sola, al contar con el favor del Rey, que le reía todas las gracias, quienes la rodeaban no tardarían en satisfacer su deseo.
»Aunque aquél fuera un típico día de verano y el sol se hallara en su punto más alto, el calor se veía mitigado por lo frondoso de unos árboles, que formaban como una segunda tienda, y por la gasa de los cortinajes que sólo dejaban pasar de los solares rayos lo suficiente para dar una claridad suave y voluptuosa.
»Recuerdo que me impacienté por tener que sufrir las ceremonias que preludiaban la entrega a Gazahidé de unas copas de refrescantes sorbetes y de unos tarros de confitura al jengibre, que tomó con premura para desembarazarse cuanto antes de sus eunucos y esclavas, quienes, por fin, se alejaron a tanta distancia que, a menos que su ama gritase con todas sus fuerzas, no podrían serle de gran ayuda.
»Sólo entonces avancé de puntillas y, levantando diestramente los cortinajes, entré en aquel paraíso que me prometía mil delicias. Como Gazahidé estaba echada en el bendito diván, mis ojos no perdieron detalle de una sola de las proporcionadas medidas de sus delicados miembros. Y como mi emoción era tan grande, incapaz de seguir en pie, me caí por los suelos, a escasos pasos de la Princesa. En ese mismo momento, ella pareció hacerse cargo de la situación y exclamó, juntando sus manos, pequeñas y blancas:
»—¡Oh, yinn, poderoso yinn, que mostrasteis a mi enano vuestras gemas, no me neguéis a mí el favor que le otorgasteis a él!
»Nada más pronunciar aquellas palabras, deposité en el suelo un carbunclo tan resplandeciente que sus rayos hacían palidecer de envidia a los del mismísimo sol. Gazahidé se sintió tan maravillada al contemplarlo que, ante el temor de que se pusiese a gritar, dije en voz baja:
»—Admirad en silencio lo que es menos hermoso que vos.
»Ella sonrió y tomando confianza ante tan lisonjeras palabras, se dispuso a apoderarse rápidamente del carbunclo, que yo recogí al momento.
»—¡Oh, cielos! —exclamó—. No quería robarlo, sino solamente tenerlo un instante en mis manos. Me habláis apasionadamente y después sois cruel.
»—No, reina de belleza —respondí—, me hallo muy lejos de querer afligiros, pero sólo podréis tocar las piedras preciosas bajo una condición, la cual os daré a conocer después de habéroslas mostrado todas. Volved a vuestro diván y contened vuestra curiosidad durante algunos momentos.
»Gazahidé me obedeció, un tanto intimidada y respetuosa, y entonces me dispuse a formar un cuadrado con las gemas, salteándolas de manera que su brillo se reforzase mutuamente y ocultándolas con mis ropas, para que pudiese descubrirlas al mismo tiempo.
»No tardaría en arrepentirme de darle a la amable Gazahidé aquel espectáculo, ya que recibió un destello tan grande que cayó en el diván boca arriba y se quedó como privada de vida. Yo corrí hacia ella, espantado a mi vez, aunque no sin haber devuelto el tesoro a su saquito de piel de sepiente, que até a mi cintura. La encontré pálida, con los ojos cerrados, e inmóvil, pero ¡qué bella me pareció en aquel estado! Le entreabrí el vestido para que se refrescara y viendo que estaba fría e inanimada la cubrí de ardientes besos para que entrara en calor. Cuando ya no podía contenerme, ella, recuperándose de su trance, exclamó:
»—¿Quién ha osado tocarme?
»—El yinn Farukruz, el mismo que os ha socorrido —le dije.
»—¡Ah! —prosiguió ella, ya más calmada—. Así que tenéis un nombre, aunque no sea tan bonito como vuestras gemas. Pero ¿dónde están? Decidme qué he de hacer para poder tenerlas entre mis manos, una tras otra; pero no me las enseñéis todas juntas, no vaya a ocurrir de nuevo un accidente.
»—Sólo habréis de darme un beso por cada una de ellas —respondí; y en mi voz podía notarse el miedo y la esperanza.
»—¡Oh! ¿Sólo eso? —comentó—. ¡No me importa! El beso de un espíritu ha de ser como el soplo del viento que levanta la estrella de la tarde. ¡Refrescará mis labios y me alegrará el corazón!
»No esperé a que volviera a repetir aquella invitación tan arrebatadora; mi beso fue largo y ella lo aguantó con una especie de agradable impaciencia; cuando vi que se iba a quejar del ardor que, precisamente, no esperaba encontrar, le puse en la mano un rubí, cuya reverberación se confundía con el encantador rubor que animaba sus mejillas. Ella le dio vueltas, como distraída, y, devolviéndomelo, me dijo:
»—Y ahora, dadme una esmeralda que valga lo mismo.
»El segundo beso fue acompañado por un abrazo tan ceñido que le hizo estremecerse. Y añadió con voz conmovida:
»—Farukruz, puesto que se os puede palpar, no hay duda de que podréis haceros visible. ¡Ah! ¡Prefiero veros a vos antes que a vuestras gemas!
»En aquellos momentos tenía tan buena opinión de mi rostro que no temía enseñarlo y, además, aquel día estaba vestido con suma propiedad. Así pues, me quité el anillo del dedo meñique de la mano izquierda y nada más observar que al primer vistazo le había caído bien a Gazahidé, volví a tomarla entre mis brazos. Al principio, correspondió encantada a mis caricias, pero después, y sin previo aviso, se liberó violentamente de mis brazos, exclamando, colérica:
»—¡Habráse visto! Sois un yinn malvado, que, abusando de mi inocencia y mi falta de malicia, desearíais convertiros en mi marido sin el consentimiento de mi padre; retiraos, no quiero volver a oír hablar de vuestras piedras preciosas; si tenéis la audacia de acercaros a mí, gritaré con todas mis fuerzas.
»Aquella amenaza hizo que me echara a temblar, pues mi invisibilidad no era como la de la perí, cuyo cuerpo, inmaterial a voluntad, no encontraba ningún obstáculo que lo detuviera; a mí podían encerrarme y hacerme morir de muchas maneras. Durante breves momentos me quedé en silencio, mientras pensaba en todo aquello, pero el peligro en que me hallaba y el amor, que aún inflamaba mi corazón, aguzaron mi inventiva. Por eso exclamé:
»—¡Oh, hija de rey! ¡Oh, vos, la más bella de las terrenales hembras! Ahora comprendo que ha llegado el momento de revelaros la gloria y la felicidad a las que habéis sido destinada; sosegaos y escuchadme. Pues sólo así me haréis justicia, lo que os permitirá ser más dulce que el leiki, de quien poseéis su sensibilidad y su gracia.
»—Hablad —dijo la bella, con aire solícito—; ya tenéis toda mi atención; pero sentaos al otro extremo del diván y, sobre todo, no me toquéis.
»Como en mi memoria todavía se hallaban frescas todas las maravillas que me contara Homaiuna, comencé a narrarle mis supuestas aventuras de la siguiente manera:
HISTORIA DEL YINN FARUKRUZ
(O SEA, FALSA HISTORIA DE BARKIAROJ)
»—Sin duda habréis oído hablar del gran Asfendarmod, soberano del Shadukán y de todos los perís, yinns y dives que han existido antes y después de los reyes preadamitas. Pues bien, yo soy su hijo, su hijo querido, en quien había puesto toda su confianza[133] al colocar bajo mi custodia a dos de mis hermanas, inquietas como el bulbul[134] y acerbas como la cebra, y recomendarme que jamás las perdiera de vista. Para hacerme las cosas más fáciles, les había despojado a ambas de sus alas, encerrándolas en una torre cuya llave me entregó a mí para que la guardara celosamente.
»A uno de sus amigos yinns se le metió en la cabeza liberarlas, y en ello puso todo su celo. A ambos nos unía, desde siempre, una amistad íntima y solíamos pasar juntos días enteros. Estuve sin verle durante cerca de media luna y a los reproches que le hice al encontrármelo de nuevo sólo contestó con un profundo suspiro. Sentí que peligraba nuestra amistad y le rogué que me abriera su corazón.
»—¡Ah! —exclamó por fin—. Sólo hay un perí que sea digno de ella, y ése es el hijo de Asfendarmod. ¡He sido un insensato perdiendo tanto tiempo en contemplarla! Sí, querido Farukruz —prosiguió—, la princesa Gazahidé, hija única del rey del Daghestán, sólo debe ser vuestra. La he visto salir del baño como el sol del seno de la onda; la mitad de sus cabellos, de oro puro, como otros tantos rayos deslumbrantes, todavía labraban las transparentes aguas mientras que la otra mitad brillaba sobre su marfileña frente; sus ojos, de un color más vivo y resplandeciente que el azur del firmamento, recibían la agradable sombra de los hilos de negra seda que formaban sus delgadas pestañas y sus largos párpados; su nariz no desentonaba con las hojas de la pequeña puerta de flexible coral que se hallaba en su proximidad, y que encerraban las perlas más bellas del mar de Golconda[135]; en cuanto al resto de sus encantos que, gradualmente, iban ofreciéndose a mi mirada, no vi nada que no me dejara anonadado; sólo sé que aquella forma ideal parecía salida del taller del célebre Mani, quien no se había olvidado de situar sobre un fondo más blanco que la nieve los colores que le daban vida.
»Aquella descripción, que nada tenía de lisonja, me acaloró hasta tal punto que exclamé:
»—¡Ah! ¡Dejad de atormentarme, amigo cruel! Bien sabéis que no podría dejar a un lado las obligaciones que me atan a mis hermanas, quienes, a cada instante, me están pidiendo cosas nuevas. ¿Por qué consumirme de esta manera? Sí, ardo en deseos de ver a Gazahidé, pero ¡ay!, no puedo.
»—Idos, querido Farukruz —me dijo el yinn, en tono afectuoso—, idos a satisfacer tan natural deseo; yo me quedaré en la torre para atender a las hijas de Asfendarmod, quien nunca ha de saber que las dejasteis a mi cuidado; dadme las llaves y partid.
»En mi atolondramiento, acepté el ofrecimiento del malicioso yinn y emprendí el vuelo hacia el lugar que tanto me hacía suspirar. Y como había sido tan veraz acerca de vuestros encantos, ni siquiera llegué a sospechar de su traición; así pues, él disponía de todo el tiempo que quisiera antes de que se me ocurriera regresar al Shadukán. Os miraba y seguía vuestros pasos; y cuando ya me había olvidado hasta de mí mismo, los torbellinos que ejecutan la voluntad de mi padre me arrebataron de este lugar y me depositaron a los pies de su trono. Asfendarmod me hizo los reproches que merecía y en el primer arrebato que le entró me condenó a permanecer durante cien años entre los hombres, con el aspecto que ahora tengo, aunque sin despojarme de la facultad de hacerme invisible. Pero entonces, yo, que me sentía más afligido por haberle ofendido que por el castigo que me acababa de imponer, me abracé a sus piernas y las regué con mis lágrimas. Él leyó mi corazón y se sintió conmovido por mi amor filial.
»—Desventurado Farukruz —me dijo—, no puedo revocar mi sentencia, pero sí mitigar tu suerte; puesto que Gazahidé es la causa de tu desgracia, ¡que sea ella quien te consuele! Ve en su busca, consigue su amor, cásate con ella y dile que, como regalo de boda, durante los cien años que has de vivir a su lado podrá conservar, sin mácula, belleza y juventud.
»Tras aquellas palabras, me entregó las gemas que ya habéis visto y, tras prometerme su ayuda, me hizo venir hasta aquí. El miedo a asustaros, por aparecer ante vos de manera súbita, hizo que me decidiera a suscitar la curiosidad de vuestro enano, para, así, motivar la vuestra. Y aunque lo haya conseguido, me habría sentido completamente satisfecho si me hubierais amado lo suficiente para tomarme por esposo antes de haberos tenido que contar mi historia.
»Gazahidé, que había escuchado aquella rapsodia con signos de credulidad y admiración, que me resultaron ciertamente placenteros, se acercó a mí en cuanto hube acabado de hablar y, tomando mis manos entre las suyas, me dijo:
»—Oh, señor a quien amo, no pongáis en duda mi amor por vos, pues vuestra primera mirada se ha llevado consigo mi corazón. Lo que pasa es que tengo un padre bondadoso a quien no puedo faltar al respeto, pues sólo él puede disponer de mí. Permitidme que le envíe recado con Calili de que acuda al instante; se sentirá alborozado por el honor que queréis hacerme y todo se llevará a cabo según vuestros deseos y los míos, de forma que resulte conveniente al hijo del gran Asfendarmod.
»Ya había llegado demasiado lejos para echarme atrás; además, suponía que el rey de Daghestán sería como la mayor parte de sus semejantes, que suelen carecer de una personalidad fuerte, por lo que esperaba poder imponerle la mía tan fácilmente como a su hija quien, de acuerdo con mi consentimiento, salía en aquellos momentos de la tienda y llamaba a voces a Calili.
»El enano llegó, corriendo y sin resuello.
»—Y bien —no se le ocurrió decir nada más—. ¿Qué habéis visto, oh, Princesa? Las gemas, sin duda.
»—Algo mucho mejor que eso —respondió—; ve a decirle a mi padre que aquí mismo le están esperando una felicidad y un portento que ni siquiera puede imaginar.
»—¿Qué? —saltó el enano—. ¿Acaso habéis visto algo más hermoso que lo que yo vi? ¡Oh! ¡Decidme qué es, querida ama, decídmelo, a ello os conjuro! Soy incapaz de dar un solo paso a menos que satisfagáis mi curiosidad.
»Y como el enano no hacía más que repetir aquel estribillo con importunidad infantil, Gazahidé, vencida por la impaciencia, le administró dos buenos bofetones que le hicieron salir a la carrera, con tanta prisa que no pudo aguantarse la risa. No tardó en llamarme, ya que estando Calili presente, me había vuelto a hacer invisible, y, tras rogarme que le confiara uno de mis carbunclos, me dijo que estuviera atento a la conversación que mantendría con su padre y que sólo me mostrara en el momento oportuno.
»Nada más ver al Rey y oírle hablar, me di cuenta de que podría engañarle fácilmente. Escuchó mi historia, estudió el carbunclo, boquiabierto y con unos ojos como platos, supongo que por el estupor, y al momento gritó:
»—¡Oh, hijo de Asfendarmod, generoso Farukruz, apareced, os lo suplico! Permitidme homenajearos y daros las gracias. Hoy mismo seréis el esposo de Gazahidé y mañana os cederé el trono. No pido otra felicidad que ver siempre a mi hija bella, joven y dichosa, a menos que tengáis a bien prolongar mis días para que pueda ver los preciosos hijos que nacerán de vos.
»Mi apariencia no quitó valor al concepto que el buen monarca se había hecho de mí, pues si bien era cierto que mis atavíos no eran suntuosos, mi pedrería hacía que sólo se fijase en ella. Se la ofrecí como dote para su hija, pero él la rechazó, diciendo que el carbunclo, que guardaba consigo por amor a mí, valía mucho más que todas las mujeres del mundo, lo que suscitó en Gazahidé un pequeño mohín.
»Todos juntos regresamos a palacio; los eunucos, viéndome salir de la tienda hicieron feísimos aspavientos, del miedo que les entró; las esclavas también se asustaron un poco, aunque no tardaron en tranquilizarse; en cuanto a Calili, no sé si por aversión o por un presentimiento, no dejó de mirarme de través.
»Después de haber sido bañado, perfumado y ataviado con exquisitas galas, desposé a Gazahidé, aunque no sin ocultar mi tremenda alegría, que no me habría permitido adoptar un aire de dignidad acorde con mis supuestos orígenes. El resto del día transcurrió entre festines, bailes y conciertos, que apenas me divirtieron y de los que la Princesa no pareció sacar gran partido. No le ocurrió lo mismo al Rey, cuyo contento era tal que jugaba como un niño con pajes y esclavas, sin privarse de dejar oír el eco de sus risas, repetidas por las bóvedas de palacio.
»Cuando nos dio las buenas noches me repitió que al día siguiente me resignaría su corona, a lo que contesté que dejara para más tarde tan gran honor con objeto de pasar tres días en el harén y dedicarlos por entero a mi querida Gazahidé y al goce de su regia compañía, petición a la que accedió, no sin darme cumplidas gracias. Yo estaba perdidamente enamorado y durante aquellos tres días quería gozar ininterrumpidamente de mi felicidad, ya que tenía muy claro que en cuanto Homaiuna se enterase de mi aventura, tan contraria a sus proyectos, no tardaría en aparecer para empañarla. Pero ¿cómo es posible ser feliz cuando no se deja de sentir la inminencia de un castigo, ciertamente merecido? En medio de los placeres me encontraba sobrecogido de terror y al mínimo ruido estaba a punto de saltar del lecho, temiendo ser sorprendido por la enfurecida perí. Por eso, aquellos tres días, que, sin embargo, son los únicos de toda mi vida que recuerdo con nostalgia, no fueron más que un continuo tránsito de los transportes del amor a los embates del terror.
»Cuando la aurora apenas acababa de hacer su aparición sobre el horizonte, se presentó una cohorte de eunucos para conducirme al Diván. El corazón me latía fuertemente y me sentía agitado por un presentimiento funesto, pero no había modo alguno de solicitar un nuevo aplazamiento y, además, el Rey no habría atendido a disculpa alguna. Se veía que le había costado muchísimo escribir y aprenderse de memoria el discurso, en donde mi historia aparecía con mucho florilegio, y que tenía muchísimo miedo de olvidarse de algo. Pero, a pesar de todo, pudo despacharlo de un tirón, ante el gran asombro de quienes le escuchaban, que no dejaron de mirarme durante todo el tiempo que hablaba. Cuando por fin se disponía a colocar en mi turbante el distintivo regio, un viejo emir, a quien yo conocía muy bien, se acercó y le habló al oído. El buen monarca cambió de color, dijo que se encontraba mal, despidió a la asamblea y yo fui llevado de vuelta al harén.
»Poco después, Gazahidé recibía la orden de dirigirse a los aposentos de su padre, de los que volvería anegada en lágrimas.
»—¡Ah, querido esposo! —me confió—. Acaban de acusaros de algo muy extraño. El emir Mohabed dice que sois el hijo del pescador Ormossuf que iba a venderle pescado a casa y que os ha visto cientos de veces e incluso hablado al pasar. Asegura que la historia que nos habéis narrado no es más que un cuento, que vuestras gemas son falsas y que sólo parecen verdaderas gracias a la magia; en suma, que sois un impostor ayudado por algún malvado div. Mi padre no está convencido del todo, aunque se ha estremecido al oír el nombre de Ormossuf, a quien sabe con más derecho que él al trono del Daghestán, y eso es algo que le espanta. Se disponía a ordenar la detención del buen pescador y de toda su familia, para proceder a un examen más riguroso de los hechos, pero yo misma le he suplicado que esperase hasta mañana antes de dar la orden. Le he hecho ver que si realmente vos erais Farukruz, jamás le perdonaríais tal ultraje, lo que atraería la cólera de Asfendarmod y me haría desgraciada el resto de mis días. No he tenido más remedio que insistir en que, dado lo mucho que me amáis, me confiaríais vuestro secreto y, de tal suerte, él se enteraría por mí. Así pues, decidme sin miedo la verdad y contad con mi corazón y con mi fe. Si acaso sois Barkiaroj, el hijo de Ormossuf, no por ello voy a amaros menos ni a dejar de intentar arreglarlo todo para que aún podamos ser felices.
»Tanto anidaba la falsía en mi alma que no llegué a creer que fuese sincera, lo que hizo que nada estuviera más lejos de mi intención que ponerme a merced de mi segunda mujer, pues demasiado asustado estaba ya del poder que sobre mí ejercía la primera. Me sentía cohibido, porque Gazahidé seguía insistiendo en su ofrecimiento de la manera más tierna. Súbitamente, me vino a la imaginación una idea atroz, que descargó mi perverso corazón de la opresión que lo atenazaba. Adoptando un aire tranquilo dije, sonriendo, a la Princesa:
»—Admiro vuestra prudencia, pues bien sabéis que mejor es contentarse con lo que uno tiene que soñar con imposibles y vos no habéis querido prescindir de lo que, en estos momentos, se encuentra al alcance de nuestra mano. Me abstendré de llevaros la contraria y tampoco seré quien impida que podamos pasar este día de la misma manera, igual de plácida, que los otros tres que lo antecedieron. Por lo demás, si los detalles que me dispongo a confesaros, y que mañana contaréis al Rey vuestro padre no le satisfacen, siempre podrá, si lo desea, discutirlos con todos los pescadores de Berduka. Acabará por pedirme perdón, a lo que me avendré por amor a vos.
»Al igual que la rosa casi marchita por el calor del mediodía recobra su colorido al recibir la imperceptible sombra de una nube, Gazahidé se animó nada más oír mis palabras: sus mejillas se cubrieron de ese suave tono rosáceo que las llenaba de hermosura y sus ojos fulguraron de amor y de alegría, lo que hizo que mi ardor por ella fuese en aumento. Respondí con embeleso a las caricias que me prodigaba para hacerme olvidar la injuria que creía haberme hecho, aunque en ningún momento dejé de ratificarme en la decisión de intentarlo todo para no perder aquella felicidad que me embargaba. Las horas pasaron rápidamente; al caer la tarde, el Rey, que sin duda no se atrevía a comparecer ante mí, envió al jefe de sus eunucos para informarse de lo que acontecía a su hija, quien le dio el mensaje de que todo marchaba a las mil maravillas y de que durmiera tranquilo.
»No había olvidado que había prometido a la Princesa contarle de manera más detallada mis aventuras, pero el hecho era que había ido posponiendo la narración hasta encontrar un momento más propicio a mis planes. Así pues, nada más acostarnos, comencé a entrar en materia. Y como mi relación resultó incoherente, larga y aburrida, tal y como yo quería, la dormí y a punto estuve de dormirme también; pero mis negros planes me mantuvieron muy despierto.
»Cuando ya estaba muy avanzada la noche, me puse el anillo en la mano izquierda y me encaminé hacia los aposentos del Rey, adonde él mismo me condujera días antes. El enano Calili y el resto de los eunucos de Gazahidé dormían en la antecámara de la Princesa; los que guardaban al Rey se hallaban a ambos lados de la puerta de entrada, de la que sólo me separaba una cortina. Pasé entre ellos, sin hacer el menor ruido, y me encontré con el venerable monarca, que dormía profundamente. A la luz de las velas que iluminaban su habitación, lo calculé todo tan bien que un simple cojín apretado contra su rostro me bastó para asfixiarle, sin darle tiempo, siquiera, a suspirar. Acto seguido, le coloqué con medio cuerpo fuera del lecho y la cabeza colgando, para que la extravasación de la sangre en su rostro pudiese atribuirse a un accidente natural, y regresé, temblando, por donde había venido. Me encontraba tan afectado que, incapaz de recordar el camino, me despisté por dos o tres corredores que no conocía. Cuando, al fin, pude orientarme, nada más llegar a la puerta de los aposentos de Gazahidé di un mal paso y me caí al suelo, todo lo largo que era. Asustado por la caída, que atribuí a causas sobrenaturales, exclamé, con voz tenue y trémula:
»—¡Oh, cruel Homaiuna, no me hagáis sentir tan pronto el peso de vuestra terrible influencia! ¡Dejadme, al menos, el tiempo suficiente para gozar del fruto de mi crimen!
»Me di cuenta de que ya no tenía miedo. Me incorporé lentamente y fui a echarme al lado de la Princesa, aunque todo lo lejos que podía, por miedo a despertarla y que se diera cuenta de que no estaba dormido.
»Tan lejos estaban ya los remordimientos que me asaltaran, nada más cometer tan cruel acción, que comencé a buscar excusas, aduciendo la extrema necesidad en que me encontraba de defender mi vida. Y no pude por menos de felicitarme al pensar que el amor que la heredera del trono sentía hacia mí me aseguraba el poder acceder a él.
»Ensimismado en aquellos pensamientos, se hizo de día sin que tal hecho me inquietara, por lo que no me sentí alarmado al escuchar los gritos que no tardaron en sonar por todo el harén. Gazahidé se despertó, sobresaltada, se incorporó a medias y se derrumbó en el lecho, como sin vida, pues acababa de enterarse, por los gritos, de la súbita muerte de su padre, el Rey. Sus esclavas y eunucos correteaban por todos los lugares de palacio. Calili era el único que se había quedado a su lado y me ayudaba a socorrerla. Durante algún tiempo, nuestros cuidados resultaron inútiles, hasta que, finalmente, abrió los ojos, que fijó en mí, como si pidiera ayuda. Le tendí mis pérfidos brazos, pero antes de que hubiera podido abrazarla, recibí sobre mi pecho desnudo el terrible influjo de la fatal varita de Homaiuna. Caí hacia atrás y, mientras rodaba por tierra, exclamé, con voz desaforada:
»—¡Maldita sea tu existencia, infame Barkiaroj! ¡Y malditas la perversidad, la hipocresía y la ingratitud con que pagas a Homaiuna y la perfidia que muestras hacia la inocente Gazahidé! ¡Y, sobre todo, maldita sea la sortija que, al hacerte invisible, ha propiciado tu último crimen! ¡Que se abra la tierra para precipitar en su seno al asesino de su soberano dormido, el venerable anciano que te había adoptado como hijo! ¡Ah! ¡Al menos acabemos a mordiscos con las horribles manos que le han asfixiado, vengando así a la ultrajada naturaleza!
»Y sin dejar de proferir tan furiosas exclamaciones, comencé a morderme los brazos y a darme de cabezadas contra el suelo, con lo que la sangre comenzó a brotar de mis muchas heridas, mientras Gazahidé, como si estuviese petrificada, me miraba y me dejaba hacer.
»Al cabo de media hora de tan crueles tormentos, cesó la terrible influencia, con lo que mi malvado modo de ser se adueñó de la situación. Comprendí que, a menos que recurriera a alguna nueva estratagema, estaba perdido, por lo que, suspirando hondamente, comenté:
»—¡Gracias al cielo que ya pasó este acceso de frenesí! Tranquilizaos, querida esposa, que tardará mucho tiempo en manifestarse: es el segundo que sufro en toda mi vida.
»Y dicho aquello, me arrastré hacia su cama; pero el enano, con ojos que le ardían de cólera, se interpuso entre ella y yo, exclamando:
»—No te acerques a mi princesa, monstruo detestable. En vano querías achacar a una pasajera pérdida de razón la confesión de un magnicidio del que, realmente, eres culpable. Yo mismo te he oído esta noche volver de los aposentos del Rey; te has caído a cuatro pasos de mi lecho y has conjurado a la tal Homaiuna, a quien ahora acabas de mencionar de nuevo, para que te dejara gozar del fruto de tu crimen. Creía haber tenido una pesadilla, pero ahora veo que había oído la verdad, ¡y demasiado bien! Si te atreves a avanzar un solo paso más te salto a los ojos y te arranco con mis uñas lo poco de carne que te queda después de ese acceso sobrenatural de remordimiento que has sufrido.
»Debo decir que aunque mis movimientos convulsivos me hubieran sumido en un abatimiento extremo, la rabia de ver ratificado lo que me esforzaba en negar me dio la fuerza suficiente para levantarme, agarrar a Calili y arrojarle al mar, adonde, por aquella parte, daban las murallas de palacio; pero, para mi desgracia, en lugar de ahogarse se echó a nadar con sorprendente agilidad.
»Me sentía confundido y Gazahidé volvía a caer desfallecida. Justo en aquel momento, pude oír una algarabía de voces que gritaban:
»—¡Venganza! ¡Venganza! ¡Cerrad las puertas y poned sables cruzados delante de ellas! ¡Barkiaroj ha asfixiado a nuestro rey! ¡No dejemos escapar al canalla!
»Tan espantoso alboroto hizo que me pusiese a temblar como un cobarde, por miedo a perder la vida, así que dejé a la Princesa y me hice invisible, echando a correr para intentar salir de palacio; pero fue inútil, pues todos los caminos estaban cortados y los deslumbrantes aceros relampagueaban por todas partes. En aquel peligro extremo, me agarré a un sicómoro de cincuenta codos de alto que estaba plantado en mitad del patio mayor. Subí por él en muy poco tiempo y me instalé sobre su copa lo mejor que pude. Desde allí pude ver, presa de indecibles espantos, a la muchedumbre, que esperaba darme muerte y que no hacía sino crecer a cada instante, y también al furioso enano, que no se cansaba de darle ánimos. Aquella escena, de la que era miserable espectador y acobardado sujeto, se mantuvo sin ningún tipo de interrupciones durante todo aquel día y la noche que le siguió; y, por si aquello fuera poco, la incómoda postura en que me encontraba, sumada a mi agitado estado, desató un cruel ataque de la maldita gota que me había venido de mi padre. Si entonces hubiese gritado, todo el mundo me habría oído en una legua a la redonda; pero el miedo me contuvo. Mientras tanto, como veía que, de hora en hora, me iba sintiendo cada vez más débil, deshice las vueltas de mi turbante y me até con él al árbol lo mejor que pude, para no acabar en las picas y en las afiladas espadas de mis enemigos.
»En aquel estado, con las imprecaciones a flor de labios y la desesperación en el corazón, pasé un día más, sin dejar de contemplar la horrorosa confusión que reinaba a mi alrededor. Y al final, cuando ya sólo veía como a través de una nube y no podía escuchar las cosas con nitidez ni, casi, darme cuenta de mi existencia, el sonido de los tremendos golpes que alguien, fuera de palacio, daba contra sus puertas con ayuda de un hacha, me hizo estremecer y perder el conocimiento.
»Cuál no sería mi sorpresa cuando, al recobrar el uso de los sentidos, me encontré cómodamente tendido sobre unos cojines de seda suavemente perfumados. Abrí los ojos y vi, a la suave luz de una gran lámpara de cristal, que me encontraba en uno de los extremos de una larga habitación de tonos grisáceos, mientras que en el otro, donde se había instalado una especie de oratorio, un derviche salmodiaba sus rezos con gran fervor, repitiendo mi nombre a cada palabra. No supe qué pensar de aquella visión, que seguí contemplando durante largo tiempo, hasta que saqué la conclusión de que me hallaba en la tierra de los muertos. Agradablemente sorprendido por recibir en ella tan favorable trato, no pude aguantarme las ganas de gritar:
»—¡Oh! ¡No merecía tanta misericordia!
»Aquellas palabras hicieron que el derviche se diera la vuelta y acudiera, solícito, a mi lado, por lo que pude reconocer, en él, a Alsalami.
»—Hijo mío —me dijo—, me gustan estas primeras palabras que brotan de un corazón contrito. ¡Que el Cielo sea loado, no moriréis impenitente!
»—¿Acaso me encuentro aún entre los vivos? —le pregunté.
»—En efecto —me respondió—, gracias a la bondad de Homaiuna.
»—Si mi vida hubiese dependido de esa cruel perí —añadí—, ya habría dejado de respirar; hizo todo lo que pudo para destruirme.
»—No, no —prosiguió Alsalami—, sólo hizo lo que debía, pues no era propio de una Inteligencia pura como ella permitir que tocaseis a Gazahidé con las manos aún impregnadas del hálito que acababais de sofocar en su padre. Y si hizo sentir en vos su terrible influencia, no fue para que divulgarais vuestro crimen, sino para que no lo aumentaseis con tan atroz infamia. No obstante, cuando os ha visto atado al sicómoro, pues nunca fuisteis invisible para ella, se ha enternecido, y diciendo: “Hay que salvarle y darle tiempo para que se arrepienta”, ha emprendido el vuelo, para encontrar a los hombres valientes y fornidos que viven en las montañas, y ha conseguido que fueran a defender vuestra causa. Bajo su liderazgo han vencido a vuestros enemigos, han echado abajo las puertas de palacio y os han bajado del árbol, después de que ella os quitara del dedo la funesta sortija. A continuación, os ha administrado los auxilios que necesitabais y, dejándome en este lugar a la espera de que os hiciesen efecto, se ha ido para acabar de consolidar el trono que ha de ser para vuestra familia. ¡Oh, Barkiaroj!, podríais haber subido al trono de la manera más fácil, sin tener que cometer un crimen; por eso, vuestra penitencia se convertirá en los peldaños que os conducirán a él. También Daud[136] fue un asesino como vos, pero se hizo merecedor del perdón, llegando a ser el mejor de los reyes.
»Tamaño discurso, piadoso y reconfortante, que, sin embargo, encontré poco relevante, me hizo comprender que si se trataba de sacar provecho de la hipocresía aquél era el momento más oportuno para ello. Así pues, comencé a golpearme en el pecho, pero sin hacerme daño de veras, y adopté un aire compungido que parecía muy natural: me acusé, me confesé culpable sin paliativos y supliqué al derviche que intercediera por mí. Y para rematar la escena, después de conseguir que el santo varón llorase a lagrimones, dije:
»—¡Ay! ¿Qué ha sido de la inocente princesa a la que convertí en huérfana?
»—Se encuentra en este mismo palacio —me respondió—, y muy enferma: sigue en el lecho en que la dejasteis, pero como se halla al cuidado de Homaiuna, podéis dar por hecho que conseguirá reanimarla. Haciendo gala del mismo celo, aunque sin ofender su propio sentido de la verdad, la perí ha conseguido calmar los ánimos de los amigos del difunto rey, que habían comenzado a poner en tela de juicio la acusación que sólo Calili fue capaz de lanzar contra vos, ya que Gazahidé no ha abierto la boca para quejarse, ni siquiera para pronunciar vuestro nombre.
»—¿Cuál ha sido la suerte de ese maldito enano? —exclamé, airado.
»—Calma, calma, hijo mío —dijo el derviche—; para implorar el perdón de Alá hay que ser capaz de perdonar. El enano ha huido, sin que nadie le persiguiera.
»—¡Que el cielo guíe sus pasos! —comenté, haciéndome el resignado—. En efecto, ¿acaso hay otro tan malvado como yo? Pero, al menos, ¿no podría ver a mi padre y darle las gracias a Homaiuna?
»—Ormossuf —me explicó— gobierna ahora el reino, aunque todavía no haya querido aceptar el título de rey; en este momento se halla demasiado ocupado para venir a veros y, a decir verdad, no parece que le apetezca mucho hacerlo. En cuanto a la perí, sin duda podréis verla, puesto que tal es vuestro deseo. Pero calmaos, tanta agitación podría haceros daño.
»Y diciendo estas palabras, regresó a su oratorio.
»Lo que yo quería era que me dejaran solo para poder pensar a gusto, pues tenía que preparar el plan que me diera la corona con que iba a convencer a Gazahidé o, al menos, a apoderarme de su voluntad, ya que la encantadora princesa no se me iba de la imaginación. Pero en aquellos momentos, mi suerte dependía de Homaiuna, quien no resultaba tan fácil de engañar como el derviche. De nada servirían con ella las protestas exageradas ni las muecas, por lo que no las puse en práctica, dejando que mis miradas la convencieran, no sólo de mi arrepentimiento, sino de que, una vez más, sentía por ella una gran ternura. A pesar de mis experiencias recientes, Homaiuna no se mostraba distante, ya que me amaba. Alsalami hablaba con mucho entusiasmo en mi favor y Ormossuf quería dejar su cargo. Así que, entre los tres, decidieron proclamarme rey del Daghestán. No me pareció acertado hacerme el ofendido, por lo que me contenté con decirle a la perí:
»—Creo que habré de repetir lo que la reina de Chucán os dijo en una ocasión parecida: “Vas a cargar con todo el peso de la realeza, querida Homaiuna”.
»Aquellas palabras, y lo que implicaban, agradaron muchísimo a mi activa esposa y yo mantuve su vigencia durante los primeros días de mi reinado, porque ello convenía a mis intereses. Le dejé hacer todo lo que quiso, hasta nombrar gran visir a Alsalami, aunque, a mis ojos, aquella elección resultase ridícula. Y como de lo que se trataba era de ganar el amor y el respeto de mis súbditos, puse en ello todo mi empeño. No había momento en que no se me viera en las mezquitas, dando jugosas limosnas a los pobres y excesivas liberalidades a los imames. Casi a diario administraba justicia personalmente, y sólo cedía mi puesto a Alsalami para contentar a Homaiuna.
»Cierto día, en que los dos estaban conmigo y se sentían de inmejorable humor, les largué un discurso acerca del destino, dejando que se explayaran largo y tendido, como era su costumbre, sobre aquella cuestión. Después de llevar escuchándolos cierto rato con fingida atención, me inmiscuí en su disertación.
»—¡Ay! No creo que haya otra persona tan convencida como yo de que somos esclavos del destino. El amor que sentía por Gazahidé me hizo cometer un crimen del que nunca acabaré de arrepentirme y, sin embargo, ardo en deseos de ver a tan desventurada princesa: su imagen me sigue por todas partes y perturba mis oraciones; si no satisfago pronto este deseo invencible, jamás volveré a ser el mismo. No os ofendáis por mis palabras, querida Homaiuna —proseguí—, pues la ternura que siento por vos se fundamenta en la admiración y en el reconocimiento, por lo que será eterna. Lo contrario de la ciega pasión que me mueve hacia vuestra rival, que sólo ha de durar mientras se vea contrariada.
»—No estoy celosa —respondió la perí, con un ademán de tranquila y sosegada majestad—, pero tengo miedo de vuestro carácter, tan violento, y puedo prever los males que sería capaz de ocasionaros. Gazahidé siente tanto pánico por vos que antes preferiría encontrarse cara a cara con el Deggial. Vuestra simple presencia podría causar su muerte.
»—¡Oh! Uno no se muere tan fácilmente por eso —dije—; seré capaz de tranquilizarla, siempre que no os opongáis a mis métodos; a decir verdad, los vuestros son mejores y resultan más útiles.
»—Haced lo que queráis —claudicó, al fin—; no tengo más remedio que resignarme, pero me embargan funestos presentimientos.
»Hice como que no había oído aquel último comentario ni, mucho menos, los profundos suspiros con los que Alsalami se sirvió aderezarlo, y, al momento, me encaminé a los aposentos de Gazahidé.
»Las esclavas y los eunucos de la Princesa se espantaron al verme caminar tan resuelto, por lo que tuve que ordenarles, bajo pena de muerte, que mantuvieran silencio y se abstuvieran de seguirme. Entré silencioso y sin hacerme invisible, por miedo a darle un susto de muerte a Gazahidé, y tuve tiempo de contemplarla sin que ella me viese. Sentada en un montón de cojines, estaba, prácticamente, de espaldas a la puerta; daba la impresión de que sus cabellos, que le caían por detrás, recamaban en oro la negra túnica que llevaba puesta. Con la cabeza doblada sobre sus rodillas, llenaba de lágrimas el carbunclo que yo ofreciera a su padre y que él le entregara para que se lo guardase. De puntillas, fui girando a su alrededor hasta que, arrojándome sobre ella, la estreché fuertemente entre mis brazos, por miedo de que intentara escaparse de mí.
»Pero como, a pesar de mi audacia, no podía ver ni tocar a la mujer que me inspiraba una pasión tan violenta, y a la que tan gravemente había ofendido, sin sufrir un estremecimiento involuntario, apenas pude balbucir unas palabras de disculpa, que no tardaron en verse interrumpidas por un grito desgarrador, seguido de un desvanecimiento que más se parecía a la muerte.
»En buena lógica, un accidente de aquel género habría sido suficiente para acabar con mis fogosos transportes, pero no hizo más que exacerbarlos. Lleno de vergüenza y desesperación, salí al poco rato, cubriéndome la cabeza con un extremo del vestido, para ordenar a los eunucos y esclavas que acudieran a socorrer a su señora.
»En aquellos momentos no tenía necesidad alguna de la varita fatal: mi corazón estaba muy atormentado, pero más por el despecho y la rabia que por los remordimientos. Aquel intento sería seguido por muchos otros, que tendrían el mismo éxito. En todos ellos no hice más que abrazar compulsivamente a un cuerpo muerto para, después, alejarme de él, asqueado. Con mucha frecuencia me iba a la mezquita, nada más acabar aquellas desagradables sesiones, para golpearme el pecho, con tanta violencia que los asistentes no ocultaban la admiración que les producía el hecho de ver a un rey que defendía la penitencia con el mismo celo que un entusiasta faquir.
»Sin embargo, Homaiuna, que no podía dejar de ignorar mis funestas visitas a Gazahidé, ni siquiera las mencionó; e hizo bien, pues siendo ella la causa primera de mi inusitado malhumor, yo habría acabado por perder la paciencia. Alsalami se atrevió a insinuar un tímido reproche, que sofoqué al momento con una mirada que le heló de espanto, lo que motivó que se fuera a la cama, de la que ya no se levantaría jamás. La perí vino a anunciarme su muerte y a proponerme que escogiera otro visir de su misma escuela. Pero como estaba demasiado enfadado con ella para complacerla, le eché en cara el haber agobiado de preocupaciones a un pobre solitario que desde su juventud se había acostumbrado a una vida tranquila, por lo que, como era de esperar, había sucumbido bajo el peso de la carga que le había caído encima. En el futuro, yo mismo, le aseguré, eligiría personalmente a mi gran visir.
»—Os comprendo —exclamó, con aire que más que irritado parecía triste y compasivo—; sólo queréis dar vuestra confianza a quienes halaguen la desordenada pasión que os atormenta y que os convierte en la comidilla de vuestro harén. ¡Ah! ¡Si el Cielo no lo remedia, acabaréis convirtiéndoos en el malvado monarca, azote del mundo que presagiaba el fatal pergamino!
»Y tras estas palabras, se retiró, no sin que yo me quedará con las ganas de hacer que se arrepintiera, a fuerza de palos, de todo lo que me había dicho. Debo aclarar que cuando por fin me contó el desenlace de su historia, pude enterarme de que era posible infligirle los tormentos más crueles y hacer que sufriera los dolores más agudos sin causarle la muerte. Y si me contuve en aquella ocasión, fue por miedo a que pudiera encontrar el medio de privarme de la Princesa; pero, para mi desgracia, sólo sería capaz de mantener tan sabia decisión durante muy poco tiempo.
»A la mañana siguiente, nada más despertarme, oigo un tremendo griterío que viene de los aposentos de Gazahidé. Me levanto, todo alarmado, y corro hacia ellos; sus eunucos y esclavas se prosternan, tocando el suelo con el rostro, ante mi paso. Como enloquecido, dejo atrás la vil barahúnda y entro en la cámara de la Princesa. Allí, encima del estrado, me encuentro el carbunclo, con un escrito donde leo lo siguiente:
»“¡Recoge tu maldito carbunclo, detestable Barkiaroj! El mar, que ya se dispone a acoger el miserable cuerpo que a diario ultrajas, jamás te lo devolverá. ¡Pluguiera al Cielo que sus olas se lo hubieran llevado consigo antes de la hora fatal en que lo profanaste por vez primera!”.
»Como el ser enfermo que se ufana de seguir viviendo, a pesar de los males que le van consumiendo, y que, de repente, siente que el Ángel de la Muerte le toca con su mano, yo me sentí aniquilado al faltarme la causa de mi cotidiano dolor. Me eché encima del diván en un estado de estupor que me duró hasta el mediodía. Y cuando, de nuevo, fui capaz de pensar, no se me ocurrió otra cosa que echarle la culpa a la perí.
»“Fue ella —me dije— quien, con su maldito pescadito, me hizo coger la gota de mi padre y la funesta sortija; quien, en un ataque de celos, me obligó a confesar mi crimen delante de Gazahidé y quien me expuso a los peligros más extremos. Sin duda fue ella quien sumió en sobrenatural letargia a una princesa que sentía por mí tanta ternura y amor que sólo con escucharme me habría otorgado su perdón y que, con toda seguridad, no obraba con plena libertad al preferir la muerte a mi persona. Pero ¿de veras se habrá arrojado al mar? ¿Debo hacer caso de un escrito que, quizá, haya sido dejado para confundirme? Es evidente que Gazahidé no ha podido escaparse por medios naturales, puesto que la altura de estas ventanas y la incorruptible fidelidad de quienes la vigilaban me lo aseguran. Pero ¿quién me dice a mí que la perí no la ha secuestrado y llevado a cualquier otro país? ¿No pidió, y obtuvo, algo parecido, con tal de ayudar al eunuco Gehanguz? ¿No me amenazó ayer mismo, de manera velada? ¡Ah! ¡Antes preferiría que Gazahidé se hubiera ahogado de veras, que verla en los brazos de otro! De cualquier modo, debo vengarme de Homaiuna y para ello tengo que seguir disimulando”.
»Tras aquella reflexión, que iría seguida de un complot digno de mí, salí con triste determinación de tan funestos aposentos, aunque ya más sosegado, y me dirigí a los míos. Lejos de negarme a recibir a Homaiuna, la cual no tardaría en venir a verme, la recibí con muestras de agradecimiento.
»—Ya me habíais avisado —comenté— de que el Cielo detendría el curso de mis excesos culpables; estáis inspirada, pero, desgraciadamente, siempre que acabo creyéndoos ya es demasiado tarde. Necesito estar solo. Y aunque me resulte imposible no llorar la pérdida que he ocasionado creo que podré soportarla con resignación. Ayudadme con vuestros consejos y seguid gobernando mis estados mientras me entrego a prácticas piadosas, tan necesarias para la salvación de mi alma.
»—¡Que Alá y su Profeta sean alabados por haberos devuelto tan nobles sentimientos! —exclamó la perí—. ¡Qué lástima que ello sólo haya sido posible a costa de la vida de la pobre princesa! Yo la amaba y por eso me habría gustado, al menos, rendirle un último servicio. ¡Vana esperanza! Sólo han podido encontrar su velo, que flotaba entre dos aguas, lo que implica que debió tomar alguna medida para asegurarse de que su cuerpo desapareciera para siempre bajo las ondas.
»—Así pues —y en ese momento miré fijamente a los ojos de Homaiuna—, ¿vos creéis que la amable Gazahidé ha perecido sin remisión en la profunda mar?
»—¿Que si lo creo? —respondió—. Por supuesto. ¿Es que acaso podéis dudarlo? ¡Ah, querido Barkiaroj! Abandonad tan quiméricas ideas, que sólo conseguirán enturbiar vuestras buenas intenciones. Buscad, más bien, vuestro solaz en los placeres permitidos; por mi parte, sólo deseo que seáis feliz sin tener que reprocharos ningún crimen ni vergüenza alguna.
»Aquel discurso, tan lleno de afecto, en lugar de conmoverme sólo consiguió aumentar la inquina que sentía contra la perí. Yo sabía que ella era incapaz de mentir, lo que implicaba que no había secuestrado a Gazahidé; pero eso no quería decir que no hubiera sido la causa de su muerte. Así pues, me reafirmé en el plan que había urdido contra ella y lo puse en práctica después de tres días de fingidas muestras de ternura y confianza que no tenían otro objeto que apartar de mí cualquier sospecha.
»Dicen que al malvado se le conoce por lo corrompido de su corazón; por eso mismo, nada más enterarme de que Ologú, el jefe de mis eunucos, era un malvado que no se avergonzaba de serlo, pensé haber encontrado el instrumento que necesitaba para mis planes. Sin perder tiempo, le dije que eligiera a dos de sus congéneres, los que a él le parecieran mejor preparados, para dar un golpe de mano. Y, en cosa de poco, estaba ya de vuelta con ellos, de los que respondía personalmente.
»—Amigos —dije—, sólo a vosotros voy a confiar, por ahora, mi infortunio: un funesto hado me obligó a casarme con una maga que se hizo pasar por una criatura inocente y de lo más corriente. Poco después de nuestros esponsales hizo algunos trucos de magia, a los que no di gran importancia y que dejé pasar como si tal cosa. Pero, en seguida, la cosa fue a mayores. Para que yo reinara o, más bien, para reinar ella en mi lugar, asfixió al Rey, y, ahora, en un ataque de celos, acaba de arrojar al mar a la Princesa. Es mi deber castigar tan execrables crímenes, aunque lo más difícil sea encontrar el modo, ya que como ella tiene la facultad de desaparecer y transportarse a donde quiera, nada conseguiría con entregarla a la justicia pública. Por tanto, sólo si se la sorprendiera dormida podría infligírsele el castigo que se merece.
»—Señor —me interrumpió Ologú—, hace ya mucho que me di cuenta de la malicia e hipocresía de Homaiuna; si vos nos lo ordenáis, esta misma tarde entraremos en su cámara armados hasta los dientes y la coseremos a puñaladas antes de que llegue a darse cuenta.
»—Eso me agradaría —dije, a mi vez, y añadí—: Tamaño acto de equidad no quedaría sin recompensa.
»Aquella nueva perversidad tuvo el éxito esperado: si la perí hubiese podido morir, habría tenido no una sino mil muertes, pues todo su cuerpo era una llaga momentos antes de sustraerse a la mirada de sus crueles asaltantes, quienes, por orden mía, airearon los crímenes de los que nadie más que yo la acusaba y la manera en que había conseguido frustrar la venganza que yo esperaba llevar a cabo.
»La veneración que todos sentían por mi persona y el elevado número de testigos que apoyaron mis declaraciones hicieron que la impostura fuese creída por una gran mayoría; todos se compadecían de mí; los partidarios del rey asfixiado y de la princesa ahogada me agradecieron la justicia que había querido tomarme por mi mano y me obligaron a proclamar la pena de muerte contra aquellos de mis súbditos que dieran socorro o asilo a Homaiuna. Lógicamente, Ormossuf era el único que podía ver a través de aquel velo de iniquidad, pero sin su amigo el derviche para animarle se sentía muy indolente, por lo que apenas le presté atención y, en efecto, ya no volví a oír hablar de él.
»Nada podría compararse a la alegría que sentí al pensar que bastante tendría ya la perí con curarse de sus heridas, para venir a importunarme durante mucho tiempo. Por tanto, decidí aprovecharme de aquellos momentos de descanso e intentar olvidar entre placeres desenfrenados el recuerdo de Gazahidé, pues los que me proporcionaba mi harén me parecían demasiado insípidos para conseguir el efecto buscado. Mi sortija, ¡cómo no!, me procuraría, a buen seguro, placeres más picantes, que no afectarían en nada a mi fama de santo. Y dicho y hecho: en cuanto se lo mencioné a Ologú, no tardó en confeccionar la lista de las mujeres más bellas de Berduka, entre la cuales se encontraba la favorita del emir Mohabed, quien tanto mal me hiciera al reconocer en mí a Barkiaroj, el hijo del pescador, justo cuando, bajo el disfraz de Farukruz y de la manera más fácil del mundo, me iba a convertir en rey.
»Con gran delectación, decidí comenzar por ella. A tal efecto, nada más despuntar el día, envié a Ologú a casa del emir, con la orden de decirle personalmente que acudiera urgentemente al Diván. Yo, que entré en sus aposentos al tiempo que el emisario, me agazapé en un rincón de la habitación, desde el que escuché las divertidas disculpas del buen anciano:
»—Debo abandonarte, luz de mis ojos —dijo a su mujer—; ese imbécil de Barkiaroj, que más iba para pescador que para rey, quiere que todo marche a la luz de las estrellas, lo mismo que su barca; y además, como se ha quedado viudo dos veces seguidas, ya no quiere tomar esposa y por eso ni se le ocurre pensar que a los maridos que son más felices que él no les hace ninguna gracia levantarse tan pronto.
»—¡Ah! No habléis mal de tan piadoso monarca —le interrumpió una voz dulce y argentina—; hace tanto bien que todo el mundo debiera amarle; vamos, no le hagáis esperar; me quedaré en el lecho, aguardando pacientemente vuestro regreso.
»El emir todavía fue capaz de rezongar unas cuantas palabras más, se despidió de ella y se fue.
»Apenas había desaparecido por la puerta, cuando la dama exclamó, indignada:
»—¡Vete de una vez, odioso esqueleto, y ojalá no vuelvas! ¡Ay! ¡Sólo le pertenezco al amable Barkiaroj, que es más bello que el sol a mediodía!
»No tuve que tomar grandes precauciones para darme a conocer a mujer tan bien dispuesta, la cual, si en un principio se alarmó, no tardaría en tranquilizarse; así pues, pasé con ella todo el tiempo que mi gran visir, que aquel día presidía el Diván en mi lugar, perdió, adrede, en parloteos, arte en el que era un consumado maestro.
»Muchas fueron las veces que renové mi visita a aquellas dependencias, siendo testigo de las muchas escenas que la dama preparaba para mi contento. Pero, al final, acabé siendo inconstante con ella, y la mujer del imam de la Gran Mezquita de Berduka se convertiría en mi segunda fantasía. No sentía ninguna animadversión contra su marido, sino que, al contrario, era mi mejor amigo; pero ello no supuso freno a mi pasión. Y volví a repetir el éxito de mi anterior aventura, que no faltaría en todas las que acometiera posteriormente. Ologú, que frecuentaba todos los harenes en donde veía alguna posibilidad de éxito, aleccionaba a las damas a mi favor, y ellas, por la cuenta que les tenía, se sentían obligadas a guardar el secreto.
»Pero como, ¡oh, desventurados compañeros!, estos detalles frívolos convienen tan poco a nuestra horrible situación, los pasaré por alto para llegar a hechos más dignos de tan infernales lugares.
»Aunque no considerase la multiplicidad de mis adulterios más que como otros tantos juegos de la imaginación, no dejaba de extrañarme el hecho de que la perí pareciera prestarles tan poca atención; ya debía estar curada de sus heridas desde hacía bastante tiempo y, sin embargo, no dejaba sentir la influencia de su fatal varita mágica. Por ello se me ocurrió pensar que o bien los puñales de mis eunucos la habían hecho entrar en razón o se había ido a vivir a otro lugar.
»Aquellos placeres tan fáciles trajeron consigo el aburrimiento. Algunos años después se multiplicaron mis accesos de gota, y la hipocresía, que todavía seguía practicando, se me hizo insoportable. Ologú, que poco a poco se había ido enterando de todos mis secretos, viajaba con frecuencia a diversas partes del mundo para traerme jóvenes beldades, que, para su mortificación, yo siempre rechazaba. Y sólo le hablaba de Gazahidé, cuyos encantos se habían engarzado fuertemente en mi memoria desde el momento en que me sentí hastiado de tanta aventura. Por eso mismo, aquel miserable esclavo ya no sabía cómo comportarse conmigo. Y así estaban las cosas cuando un incidente, en el que nunca se me hubiera ocurrido pensar, puso fin a mi letargia.
»Cierto día, en el transcurso de una audiencia pública, se presentaron al pie de mi trono dos mujeres veladas, que, en tono de timidez y súplica, me rogaron que las escuchase en privado. Sin saber por qué, me sentí conmovido al oír sus voces y dispuse que fueran conducidas a mi harén, adonde no tardé en acudir. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con mis dos cuñadas, tan bonitas y tan frescas como cuando más las había deseado! La ocasión era tan propicia que no podía dejarla escapar.
»—Mujeres de mis hermanos —les dije—, no dudéis de mi buena voluntad hacia vosotras, pero dejemos para más tarde el asunto que os trae hasta mí. Lo primero que atañe a mi harén es el placer, y lo demás ya vendrá más tarde.
»Tenían demasiada indolencia y demasiada poca imaginación para ser escrupulosas, por lo que pasé varios días colmándolas de atenciones; sólo entonces me preocupé de recordarles que tenían algo que decirme.
»—¡Oh! ¡Nos habíamos olvidado de nuestros maridos! —aclamó la más joven—. La verdad es que no resulta nada extraño, pues, ¡son tan miserables! No pueden trabajar ni hacer nada por nosotras. Desde el día en que Ormossuf nos echó de su casa hemos vagado de ciudad en ciudad, viviendo de la caridad de la gente. Nos daban pan, pero ningún consuelo. El ifrit del Desierto Fangoso fue el único que pareció comprender nuestras penas; pero vuestros hermanos no se atrevieron a servirse del remedio que él les prescribió.
»Mi cuñada se ruborizó al pronunciar aquellas palabras y se calló.
»—Terminad de una vez —dije, interesado—; habéis suscitado mi curiosidad y quiero conocer todos los detalles de esa aventura.
»—De acuerdo, los conoceréis —prosiguió—, pero os espantará aún más que a vuestros hermanos. Hela aquí:
HISTORIA DE LA CUÑADA DE BARKIAROJ
»Cierto día, una buena mujer, a quien habíamos contado la historia del pescadito y de la desgracia que por él nos sobrevino, vino a vernos, con gran premura, a la choza donde solíamos retirarnos al ponerse el sol.
»—Queridas niñas —nos dijo—, acabo de enterarme de una cosa que puede resultaros interesante, por lo que he acudido sin tardanza a contárosla. Aseguran que a treinta montañas[137] de aquí se encuentra el Desierto Fangoso, donde vive un ifrit muy servicial, incapaz de negar consejo y ayuda a quienquiera que vaya a verle, siempre, claro está, que no le lleve la contraria en sus extrañas fantasías; y como sois buena gente, sencilla y complaciente, justamente por ser pobres, no dudo que seréis bien recibidos en aquel lugar. Es innegable que el camino hasta llegar a él es bastante largo pero, acostumbrados como estáis a caminar todo el tiempo para mendigar en cualquier parte, ello no os supondrá gran problema. Considero muy conveniente que hagáis este viaje, pues ya que nada tenéis, aunque nada ganéis con él, tampoco nada perderéis.
»Y como aquel corolario consiguió convencernos, dimos las gracias a aquella amable anciana y, sin perder tiempo, nos pusimos en camino.
»Progresamos por etapas, avanzando poco a poco, ya que nuestros maridos no podían caminar durante mucho tiempo seguido; en cuanto a mi hermana y a mí, la esperanza de que aquellos pobres desgraciados volvieran a recobrar la juventud y el vigor que trae consigo nos hacía sentirnos tan ligeras como dos ciervas perseguidas por un cazador. Por otra parte, hay que hacer justicia a los buenos creyentes que viven en aquella vastísima comarca, ya que, durante los dos meses que nos llevó atravesarla, se preocuparon de que no nos faltara de nada, aunque debo precisar que nada les contamos de la meta de nuestro peregrinar, por miedo a escandalizarlos, ya que los ifrits no son amigos del Santo Profeta, en cuyo nombre nos daban limosna.
»Finalmente, llegamos al Desierto Fangoso, donde poco nos faltó para darnos por vencidos, por lo detestable que nos pareció aquel lugar. Imaginaos un terreno inmenso cubierto de fango negro y espeso, sin senderos ni árboles ni animales, si exceptuamos una numerosa piara de puercos que se aliviaban en el lodo de sus necesidades, aumentando de tal suerte el asco que ya sentíamos. A lo lejos pudimos ver la roca que albergaba la caverna donde vivía el ifrit, a la que, sin embargo, no nos decidimos a encaminarnos, por miedo a tener que nadar en aquella porquería y exponernos a ser hechos añicos por los cerdos mucho antes de haber conseguido llegar, pues no había manera de librarse de aquellas odiosas bestias, a las que su dueño debía tener en gran estima, dado lo nutrido de su colección.
»—¡Démonos la vuelta! —exclamaron a coro vuestros dos hermanos—. ¡Esto no hay quien lo aguante!
»Al ver que se quejaban de aquel modo, mi hermana y yo perdimos la paciencia; y tan acaloradas nos mostramos al echarles en cara sus miserias y las nuestras que, después de haber llorado largo rato, se dejaron conducir hasta el cenagal, donde tuvimos que sostenerlos, a pesar de lo difícil que nos resultaba a nosotras guardar el equilibrio. El sol nos daba de lleno con sus ardientes rayos, lo que alegraba tremendamente a los puercos, que, sin reparar en nuestra presencia, se entregaban a mil saltos y revolcones, salpicándonos de paso, de manera que nuestro estado era de lo más lamentable. Y así, a fuerza de nadar, cayendo y levantándonos una y otra vez, llegamos al pie de una roca que se erguía en medio del desierto y que se hallaba rodeada de musgo seco, lo que para nosotros supuso un inapreciable consuelo.
»Encontramos al ifrit sentado a la puerta de una espaciosa caverna y ataviado con una toga de pieles de tigre, tan larga y amplia que, cayendo por el suelo, se extendía a su alrededor, formando un círculo de varios pies de radio. Su cabeza no iba acorde con su gigantesca estatura, pues no era de mayor tamaño que las de la especie humana, y su rostro resultaba muy extraño. Su piel era de un bonito tono amarillo; los cabellos, cejas, pestañas y barba, del color de la púrpura; los ojos, negros como el surmé[138]; los labios, de un rojo pálido; y los dientes, pequeños, blancos y aguzados, como la raspa de un pescado: todo aquello conseguía darle un aire que más que resultar agradable le convertía en algo portentoso.
»Nos acogió con maneras afables, saludándonos así:
»—Pobres humanos: me dais tanta lástima por todo lo que habéis sufrido para llegar hasta mí, que podéis estar seguros de que haré todo lo posible para socorreros. Hablad, pues, sin miedo. ¿En qué puedo serviros?
»Alentados por aquellas palabras, le contamos nuestras desgracias con todo lujo de detalles y, acto seguido, le preguntamos si no conocía algún remedio que pudiese librarnos de ellas.
»—Claro que sí —nos contestó—, conozco uno muy fácil, que os diré dentro de poco; pero ahora id al fondo de la caverna, donde encontraréis un manantial de agua pura; lavaos bien en él. Luego, girando a mano derecha, veréis un gran montón de vestidos de todo tipo: coged los que os queden mejor y, después de habéroslos puesto, regresad a mi lado.
»Tan a punto nos venía aquel ofrecimiento que nos sentimos muy contentos y reconocidos: nos encantó bañarnos y quitarnos nuestros viejos harapos. El ifrit, que nos aguardaba en el mismo lugar en que le habíamos dejado, estaba colocando en torno suyo gran profusión de canastillas con una enorme variedad de frutos.
»—Acomodaos a mi lado —indicó—, y comed, pues debéis de tener mucho apetito.
»Y como, efectivamente, lo teníamos, nuestra avidez en el comer suscitó su risa bonachona, lo que le llevó a decirnos:
»—No tenéis pinta de ser musulmanes muy escrupulosos, por lo que me parece que si ahora dispusierais de un poco de vino no le haríais ascos. Pues bien —prosiguió, deduciendo por la cara que habíamos puesto que nada nos apetecería más—, ahora tendréis todo lo que queráis.
»Y diciendo estas palabras, extendió la mano en dirección a la región fangosa que, al instante, se convirtió en una acequia flanqueada de árboles frutales, por la que discurría un vino bermejo cuyo aroma regocijaba el corazón. Los puercos habían desaparecido; en su lugar, infinidad de niños y niñas, magníficamente conformados, se divertían en las maravillosas ondas. Ellos fueron quienes nos ofrecieron, en grandes copas de cristal, un vino burbujeante que saboreamos con deleite. Cuando ya llevábamos una hora sin hacer otra cosa que abrir la boca para beber, vuestro hermano mayor exclamó, lleno de alegría:
»—¡Ah! ¡Qué feliz sois, señor ifrit, y cómo nos gustaría compartir vuestra felicidad si quisierais guardarnos con vos y para siempre!
»—Pobre insensato —le respondió el ifrit—, por juzgar, al igual que todos los humanos, la felicidad de los demás por las apariencias, siempre engañosas. ¡Fíjate lo feliz que soy!
»Y, diciendo esto, se levantó la ropa, y entonces vimos que tenía las dos piernas hundidas en el terreno hasta las rodillas. Ante tan insólito espectáculo, el terror y la compasión debieron pintarse en nuestros rostros. Dándose cuenta de ello, el ifrit moderó su tono y, ya más tranquilo, nos habló en estos términos:
»—No os aflijáis demasiado por mí, amigos; la potencia que me mantiene inmovilizado en este lugar tiene a gala causar alucinaciones a quienes vienen a visitarme, haciéndoles ver un pútrido cenagal donde sólo hay una deliciosa acequia; pero no podrá prolongar indefinidamente la hora de mi liberación, que quizá no se halla lejos. De cualquier modo, no puedo reteneros en este lugar. Marchaos, dejadme con los preciosos niños que tomasteis por puercos y a quienes, afortunadamente, no apartaron de mi lado; pero antes de que nos separemos, quiero que sepáis que el imprudente voto que atrajo sobre vosotros la edad y las afecciones que padecéis, sólo dejará de tener efecto a la muerte de vuestro padre. Así pues, sólo a vosotros toca decidir si queréis esperar a que llegue ese momento, que es muy posible que aún se halle lejos, o si os decidís a adelantarlo; en lo que a mí concierne, tengo bien claro que aunque tuviera cien padres no salvaría a ninguno de ellos con tal de librarme de una miseria como la vuestra, de la que hacéis partícipes a vuestras esposas.
»Ante nuestra consternación y el silencio que se hizo, el ifrit comprendió que su consejo no conseguía prender, lo que pareció desconcertarle; así que, de repente, cambiando sus buenas maneras por la grosería más vulgar, nos interpeló bruscamente:
»—Id a hacer vuestras reflexiones a otro sitio; me he equivocado con vosotros; creía que volveríamos a vernos para provecho mutuo, pero no sois más que unos cobardes. Partid al instante y no os molestéis en despediros.
»Estábamos demasiado asustados para que tuviera que repetirnos aquella orden. Nos levantamos sin decir palabra y entonces, ¡oh, cielos!, cuál no sería nuestra desesperación al ver que la primorosa acequia, que tan agradable nos habría resultado de franquear, se había vuelto a convertir en un infame amasijo de lodo. En aquella ocasión, nuestros maridos, que estaban más indignados que nosotras contra el ifrit, nos dieron ejemplo entrando sin dudar en el cenagal y nosotras les seguimos entre suspiros. Haríamos el horrible trayecto de manera más penosa que la vez anterior: no sólo porque la inmundicia nos llegaba hasta el cuello, sino por el hecho de que los puercos nos infligían mil afrentas. Y por mucho que nos dijéramos unos a otros que nadábamos en vino clarete y que estábamos rodeados de niños preciosos, no nos parecía que nuestros sentidos quisieran darse por enterados.
»Agotados de tanta fatiga, salimos, por fin, del Desierto Fangoso y pudimos llegar a un lugar seco. Entonces, vuestro hermano mayor exclamó:
»—¡Maldito sea para siempre ese hijo de Iblís, que se ha atrevido a sugerirnos el parricidio!
»—¡Maldita sea —dijo vuestro otro hermano— la boca infame que dejó escapar tan tremenda impiedad!
»—¡Malditas sean —añadí, a mi vez— sus infames y purpúreas pilosidades, desde la cabeza hasta los pies, si es que acaso tiene, como él asegura!
»—¡Maldito sea —era el turno de mi hermana— todo lo que pertenece o ha pertenecido a ese monstruo, excepto su vino clarete y los excelentes vestidos que llevamos!
»Después de tan justas imprecaciones, nos echamos debajo de un gran árbol, pensando de aquel modo pasar la noche, que ya avanzaba a grandes pasos por encima del horizonte. Nuestros debilitados esposos, vencidos por el cansancio, se durmieron profundamente, mientras mi hermana y yo aún permanecíamos despiertas, haciendo preparativos para el día siguiente.
»En cuanto amaneció, les contamos lo que habíamos pensado.
»—Creedme —dije—; dejad a un lado la vergüenza culpable y el temor, que os han impedido acudir al Rey, vuestro hermano. Barkiaroj es demasiado bueno y piadoso para avergonzarse de nuestra pobreza y guardar algún resentimiento de nuestras antiguas discusiones. Pongámonos a sus pies, contémosle todo lo que nos ha ocurrido y nos socorrerá, aunque sólo sea para fastidiar al ifrit, pues, al expulsar a Homaiuna, ya ha demostrado de sobra que no ama, precisamente, a los seres malignos.
»Y como este consejo fue aceptado por vuestros hermanos nos pusimos en marcha, llegando, tras un viaje largo y lleno de fatigas, a Berduka, donde nuestros maridos aguardan vuestra decisión.
»Al enterarme de que algún día podría librarme de mi fatal gota, me estremecí de alegría; y debo añadir que si bien, en un principio, la manera de apresurar aquel momento me extrañó un tanto, mi desnaturalizado corazón no tardó en reconciliarse con tan espantosa idea. A partir del momento en que mi cuñada puso fin a su narración ya sólo pensé en ir haciendo los preparativos de tan odiosa fechoría que me permitieran quedarme al abrigo de cualquier sospecha.
»Mi cuñada me había contado todo aquello para darme a entender la naturaleza de las mujeres con las que trataba, como si yo no la conociera de mucho antes; así pues, en cuanto acabó de hablar, dije, en tono de desprecio:
»—¡Salid de mi palacio, mujeres sin valor ni espíritu; no sois dignas de la suerte que os reservaba, por no haber logrado persuadir a vuestros maridos de quitarle la vida a un monstruo sin entrañas, recobrando de tal modo la juventud y el vigor perdidos; máxime cuando ese monstruo había perdido su condición de padre, al expulsarlos de su casa en la endeble condición en que se habían puesto por amor a él, y hecho gala de horrible entereza al ver cómo se morían de miseria! ¡Os habéis mostrado incapaces de obligarlos a regresar, de noche y en silencio, a una casa que conocen como la palma de la mano, para cortarle la cabeza a ese miserable! Una conducta tan justa y enérgica, lejos de atraer mi cólera, habría sido merecedora de todas mis alabanzas. ¡Salid, repito, y que jamás vuelva a oír hablar de vosotras!
»No necesitaba nada más para que mis cuñadas se sintieran perdidas, pues ya habían comenzado a acariciar la idea de no volver a ver a sus maridos y quedarse conmigo; por tanto, sin saber qué hacer, se echaron a mis pies y se abrazaron fuertemente a mis rodillas, exclamando al unísono:
»—¡Oh, perdonadnos, querido señor! No tenemos la culpa de que vuestros hermanos sean tan poco arrojados. Nosotras no somos tan cobardes como ellos, pero ¿qué podíamos decirles? Nos habrían matado si les hubiésemos obligado a poner en práctica el consejo del ifrit. Ahora que, en efecto, Ormossuf ha dejado de ser su padre, sabremos convencerles. Prometednos que nos recibiréis con vuestra mejor disposición, que preferimos, y con mucho, al hecho de que ellos recobren su juventud y su vigor, y podréis comprobar que tenemos mucho más espíritu de lo que creéis.
»Llegados a este punto, considero necesario, ¡oh, compañeros de infortunio!, que cubra con un tupido velo aquel abominable acto cuya narración os haría estremecer, a pesar de hallaros, como es el caso, en los subterráneos de Iblís.
»Baste decir que mis cuñadas realizaron con éxito su propósito y que yo, de común acuerdo con ellas, pude sorprender a sus miserables esposos en el mismo momento de perpetrar su horrible crimen. Ologú, siguiendo mis órdenes, les cortó allí mismo la cabeza a ambos y trajo a sus mujeres de vuelta a mi harén. Cuando ya me encontraba a solas con aquellas dos desventuradas y escuchaba con sangre fría los detalles del infame atentado, la varita de la perí me hizo sentir su influencia con tanta fuerza que poco me faltó para desmayarme. Momentos después me puse en pie con un furor inconcebible y cogiendo a mis dos cómplices les di cien puñaladas y las arrojé al mar. Tras aquel acto involuntario de justicia vendrían nuevos transportes de desesperación, que me obligaron a gritar y a llenarme de improperios, dirigidos contra mi propia persona, hasta que me quedé sin habla ni conocimiento.
»Ologú lo había visto todo a través de las celosías, pero se había guardado prudentemente de acercarse mientras me durase aquel acceso de delirio. Cuando vio que ya se me había pasado, entró y tomándome en sus brazos, vendó las heridas que yo mismo me había infligido, sin recabar la ayuda de nadie, y me ayudó a recobrar el uso de los sentidos. Recuerdo que le pregunté, con voz tenue, si había algún testigo de la escena que acababa de ocurrir, por el peligro que suponía, pero él me tranquilizó sobre aquel punto, aunque estaba tan aterrado como yo al comprobar que la perí no se había olvidado de mí. Al final, ambos conseguimos calmarnos y decidimos evitar aquellos golpes justicieros llevando una conducta irreprochable.
»Si ponemos juntos un pez, al que se ha sacado de su elemento y llevado a la cima de una montaña, y un hombre acostumbrado al crimen y al que se obliga a llevar una vida ordenada, a buen seguro que el pez podrá vivir mejor que el hombre. Yo era aquel hombre; por eso, aunque el eunuco tuviera a gala inventar a diario pasatiempos inocentes, me moría de rabia y de aburrimiento.
»“¡Ah! Desafiaría a Homaiuna —me decía yo—, si estuviera seguro de que no me iba a castigar en público; pues veo que, a este paso, las convulsiones que me producen los remordimientos que se empecina en darme, acabarán reemplazando las que me producían los accesos de gota de los que acabo de librarme y que, además, lo arriesgo todo si a ella se le ocurre castigarme cuando me encuentre rodeado de mis súbditos”.
»La severidad que me vi obligado a aplicar a mi persona me hizo ser tan duro con los demás que poco me faltó para conseguir en odio la misma estima que, antaño, había conseguido en amor; cierto día, Ologú acudió para decirme, con aire triunfal, que había encontrado un remedio que curaría todos mis males.
»—Sin duda habréis oído hablar —prosiguió— de Babek Horremi, apodado El Impío, porque no creía en ninguna religión y porque todo lo sacrificaba en aras de diversiones y placeres inconcebibles. También recordaréis con qué facilidad pervirtió a toda Persia y sus provincias adyacentes y que, al disponer de un prodigioso número de sectarios, plantó cara a todas las tropas que contra él enviaran los califas Mamún y Motassem: este último sólo se haría dueño de la situación gracias al concurso de un infame mal nacido[139]. Pues bien, aquel gran hombre no ha desaparecido del todo. Naud, su confidente y ministro, le sobrevivió. Se escapó de las prisiones de Samará y, tras errar de país en país durante muchos años, ahora acaba de llegar a éste. Por la mañana me lo encontré en las cercanías de Berduka y le di la acogida que se merecía. Como antaño fuera mi maestro y como le conozco lo suficiente, me atreví a confiarle vuestras penas. Él se conduele y os ofrece sus servicios. Hacedle gran visir; él se encargará del resto. Quien ahora ocupa este puesto no es más que un simple, que ejecuta al pie de la letra las órdenes que le dais para cumplir con el expediente; el hábil Naud hará las cosas de otro modo y conseguirá alejar de vos la fatal varita, a la que no teme en absoluto. A cambio, restaurará paulatinamente en el Daghestán la secta horremita, de manera que si la máscara de piedad que ahora lleváis se os cayera, por la circunstancia que fuese, vuestros súbditos se sentirían más contentos que escandalizados.
»Ni que decir tiene que me aferré a aquella esperanza con toda mi alma, y después de conocer a Naud y observar sus dotes de persuasión ya no puse en duda que conseguiría librarme de mis inquietudes. Ambos mantuvimos varias reuniones y no tardó en llegar el ansiado momento en que, ante el Diván en pleno, acabé nombrándole gran visir. Al obrar de tal suerte, yo no hacía otra cosa que correr hacia mi perdición, pues no se me había pasado por la imaginación que mi propósito de instalar la impiedad en mis estados fuera un crimen mucho más imperdonable que todos los que había cometido hasta entonces.
»Cuando me diera cuenta de mi error ya sería demasiado tarde.
»Pero volvamos al momento en que me encontraba rodeado de una asamblea numerosa. Naud, ataviado espléndidamente, se encontraba a mi derecha; hice ademán con la mano de presentárselo a los emires y a los notables del reino, quienes, respetuosamente, aguardaban a que les diese a conocer mi voluntad.
»—He aquí —comencé mi discurso— al hombre[140] que he elegido para que me ayude a gobernaros y así conseguir que seáis felices; él es el más…
»Y cuando iba a explayarme en las buenas cualidades que iba a adjudicarle al malvado, la fatal varita, sin hacerme caer en tierra ni turbarme, como de ordinario, hizo que cambiara de discurso.
»—Es —proseguí, lleno de vehemencia— el más infame de todos los hombres, después de mí; es el impío amigo y discípulo del impuro Babek Horremi; se ha encargado de corromperos, de haceros abandonar la religión de Mahoma para que abracéis la de la alegría y los placeres ilícitos que él profesa; y no hay duda de que es el visir que se merece el monstruo que asfixió a vuestro rey, el mismo que, mediante crueles ultrajes, obligó a arrojarse al mar a vuestra princesa y que, después, infligió mil puñaladas a la perí que le protegía, y que abusó, sin excepción, de vuestras mujeres, para acabar, finalmente, induciendo a sus hermanos a asesinar a su propio padre, que también era el suyo. He aquí la sortija que propició todos mis crímenes y que me hizo invisible mientras vos, imam de la Gran Mezquita, le decíais a vuestra mujer no sé qué majadería de que ella era un ratoncito que el ángel Yíbril había dejado caer en la habitación del Profeta. También me permitió escuchar cómo vos, Mohabed, al ser llamado al Diván, decíais a la vuestra que yo iba más para pescador que para rey. Os perdoné porque ocupé, sin tardanza, vuestro lugar. Una potencia sobrenatural e irresistible que ya en muchas ocasiones me ha puesto fuera de mí, hace que en estos momentos acuse sus efectos, aunque de manera distinta a la acostumbrada, pues me otorga la suficiente sangre fría para atreverme a convenceros, por lo que acabo de deciros, de que soy el monstruo más atroz y detestable que la tierra haya alumbrado jamás. ¡Refrenad vuestra venganza: despedazad, si queréis, a mi cómplice Ologú y al pérfido Naud, pero guardaos de acercaros a mí, pues presiento que me está reservado un destino más terrible!
»Después de hablar de tan singular manera, me callé, echando a mi alrededor una mirada huraña y feroz. Parecía que desafiara al furor general que sabía no iba a tardar en suceder al espanto; pero, en cuanto vi que los sables abandonaban sus vainas para ir a mi encuentro, no tardé en colocarme de nuevo la sortija en el dedo meñique de la mano izquierda y escapar a través de la enfurecida muchedumbre, rampando como un reptil. Al pasar por el patio de palacio, oí unos gritos, que parecían de Ologú y Naud, pero que me espantaron menos que la visión del sicómoro, del que me pareció colgar por segunda vez, impresión que no dejó de acompañarme largo tiempo después de salir de Berduka.
»Durante el resto del día caminé, o más bien corrí, maquinalmente, sin saber adónde iba; pero al caer la noche me detuve en seco, espantado por el aspecto de un bosque que se alzaba ante mí. El débil y confuso resplandor del crepúsculo aumentaba el tamaño de los objetos y confería un tono tan lúgubre al verde oscuro de los árboles que no me decidía a penetrar en aquellas oscuras soledades. Finalmente, impelido por mi funesto destino, avancé a tientas. Cuando apenas había dado dos pasos me caí en la maleza, al golpearme contra las ramas de los árboles que, en sus violentos movimientos, parecían robustos brazos decididos a no dejarme entrar en el bosque.
»—¡Desgraciado! —exclamé—. ¡Ni siquiera los seres inanimados pueden evitar el asustarse de ti! ¡Ni en el cielo ni en la tierra encontrarás misericordia! Quédate aquí para servir de pasto a las fieras, que muy posiblemente desdeñen, incluso, devorarte. ¡Oh, Homaiuna! ¡Ésta es vuestra venganza! ¡Que mis males sean vuestra victoria, pues no merezco vuestra piedad!
»Apenas hube acabado de proferir aquellas palabras, cuando miles de cuervos y cornejas comenzaron a graznar desde las copas de los árboles y pude escuchar claramente cómo decían:
»—¡Arrepiéntete, arrepiéntete!
»—¡Ah! —dije en voz alta—. ¿Aún hay tiempo para arrepentirme? Sí, quiero creerlo y hacer penitencia con resignación. Aquí mismo esperaré a que reine de nuevo la luz y, entonces, me pondré en camino para salir cuanto antes del Daghestán. Afortunadamente, todavía llevo conmigo las gemas; las venderé y repartiré lo que me den por ellas entre los pobres; y, a continuación, me retiraré a cualquier desierto, donde paceré hierba y beberé agua de lluvia. Aunque haya sido el rey abominable que había predicho el manuscrito, ello no es óbice para que no pueda convertirme en un piadoso eremita.
»Haciéndome aquellas reflexiones, que tuvieron el efecto de tranquilizarme, a lo que vino a sumarse lo roto de cansancio que me sentía, me eché encima de las zarzas y de los espinos y me quedé tan profundamente dormido como si descansase en un diván de cojines de terciopelo.
»Cuando ya era de día, los lamentos que parecían provenir de un lugar muy próximo hicieron que me despertara con un sobresalto. De tal suerte, pude distinguir una voz dulce e infantil que, lastimeramente, decía así:
»—¡Oh, Leilá, infortunada Leilá! ¿Qué vas a hacer? ¿Dejarás el cuerpo de tu madre a los buitres que infestan este bosque? ¿O seguirás espantándolos a pesar del hambre que te consume? ¡Ay! Si me quedo en este lugar, tengo asegurada la muerte. Las voraces aves nos comerán a todos nosotros y mi madre no será enterrada, como deseaba, en la tierra que acogió a su padre, asesinado de forma inhumana. ¡Oh! ¿Por qué se habrá muerto también Calili? Me habría podido ayudar a rendirle este último servicio a su princesa. ¡Barkiaroj, cruel Barkiaroj! No quiero maldecirte, porque eres mi padre y porque Gazahidé me lo ha prohibido, pero maldigo el día en que me diste el ser.
»Debido a la sorpresa y turbación que me causaron tan prodigioso encuentro, a punto estuve de responder con desgarradores gritos a los lamentos de mi hija; pero me contuve para no hacerle morir del susto y, puesto que aún era invisible, avancé sin hacer ruido hacia el lugar en donde ella seguía sollozando. Una empalizada, erizada de estacas tan puntiagudas como jabalinas, me cerró el camino. Miré a través de los ramajes y vi a la inocente Leilá echada en la hierba, delante de un habitáculo formado por unas palmeras entrelazadas con cañas. Sus hermosos ojos miraban a la puerta de la empalizada, por lo que recibí todos sus rayos que, a pesar de las lágrimas que los ofuscaban, me taladraron el corazón, cuyo camino conocían de sobra, pues eran los mismos que Gazahidé me lanzara innumerables veces. Y me pareció vivir de nuevo aquel fatal momento, cuando mi princesa disponía que levantaran su tienda en el lugar del jardín donde el enano viera las piedras preciosas. Leilá tenía, más o menos, la edad de su madre por aquel entonces; sus rasgos, sus cabellos, su estatura, su atrayente belleza, todo era igual. Enloquecido y fuera de mí, no sabía qué hacer. Ocultar mi nombre era una precaución indispensable, pero en el caso de que a ella le hubieran hecho un retrato fidedigno de su padre, podría reconocerme. Finalmente, la necesidad de socorrer a aquella gentil niña hizo que me decidiera; me quité del dedo meñique de la mano izquierda la sortija y, llamando a la puerta de la empalizada, dije con voz lastimera:
»—¡Quienquiera que sea el que vive en esta casa de cañas y palmeras, le ruego que conceda su hospitalidad a este desventurado, reducido por el impío Barkiaroj a tan triste estado!
»—¡Que Alá y su Profeta sean alabados por el auxilio que me envían! —exclamó Leilá, levantándose apresuradamente y llegándose de un salto a la puerta de la empalizada, que abrió—. Venid —prosiguió—, querido extranjero a quien Barkiaroj persigue, a contemplar otras víctimas de su crueldad, y así me ayudaréis a enterrar a mi madre y a su enano, que, de esta suerte, no serán devorados por los buitres.
»Y diciendo esas palabras, me hizo ademán de que la siguiera, por lo que entré con ella en la vivienda.
»Dada la buena disposición en que me encontraba horas antes, ¿acaso alguien habría puesto en duda que el cuerpo de Gazahidé fuera a causarme remordimientos aún mayores que los que me ocasionaba la varita de la perí? ¡Oh! ¡Es terrible el efecto que produce el habituarse al crimen! En aquel momento terrible sólo me sentí agitado por los desenfrenados deseos que tantas veces me hicieron ultrajar a la desventurada princesa, cuando se encontraba en un estado casi similar a aquel en que la veía en aquellos momentos. No quiero decir con esto que deseara convertir a un cadáver en mi presa, sino que me juré a mí mismo que su retrato viviente, su hija, mi propia hija, no tardaría en serlo. Invoqué a Iblís para que favoreciera la consecución de mi horroroso designio y me obligué a satisfacer la piedad filial de Leilá, con el único fin de conseguir, acto seguido, su confianza y a ella misma.
»Excavé una larga fosa, en cuyo interior colocamos los cuerpos de Gazahidé y del enano, a quien, en mi fuero interno, lancé mil maldiciones; y después, tomando a Leilá de la mano, decidí abordarla.
»—Secaos las lágrimas —dije— y dejadme que os lleve a algún lugar donde puedan daros el auxilio que necesitáis. Al vagar por este bosque, forzado por la maldad de Barkiaroj, me ha parecido ver a lo lejos, hacia aquel otro lado, unas cabañas de labradores. A ver si las encontramos. Ahora que habéis cumplido con los deberes que atañían a vuestra madre, debéis pensar en vos misma.
»—Os seguiré a donde quiera que vayáis —me respondió—, pues, seguramente, el Cielo os destina a ser mi protector. Adoptadme como hija, ya que mi padre es el monstruo a quien ambos debemos detestar por igual.
»Leilá tenía más coraje que fuerza, pues apenas podía sostenerse. La tomé entre mis brazos y, con tan querida carga, atravesé un buen trecho del bosque, aunque sin dejar de temblar por la posibilidad de encontrar a alguien que pudiera reconocerme, ya que había decidido recurrir a la sortija sólo en casos de absoluta necesidad, puesto que me arriesgaba a ponerme en evidencia ante mi hija, que debía conocer su existencia. Como llevaba apretada contra mi seno a aquella inocente criatura, el fuego que me abrasaba no hacía más que crecer; sin embargo, un pensamiento que me sobrevino calmó al instante mis infames transportes.
»“¡Qué insensato soy! —me dije—. ¿En qué estoy pensando? Homaiuna vuela en círculos a mi alrededor; ella fue quien, ayer por la tarde, hizo hablar a los cuervos y cornejas del bosque. Como no puede penetrar mis intenciones es posible que crea que el amor paterno me impele a cuidarme de Leilá; pero si me dejase arrastrar por mi delirio no me dispensaría de los terribles efectos de su funesta varita; por otra parte, al confesar mis crímenes revelaría mí personalidad a mi hija, y las horribles escenas que tuve con Gazahidé volverían de nuevo. ¡Oh! ¿Acaso no hay ningún lugar en el mundo adonde esta temible perí no pueda seguirme? Y, si lo hay, ¿el ifrit del Desierto Fangoso no podría decirme, acaso, dónde está? El consejo que diera a mis hermanos demuestra que lo sabe todo y que es capaz de conseguir cualquier cosa. Iré a consultarle, pero, hasta entonces, me contendré en lo que a Leilá se refiere, hasta el punto de no darle, siquiera, un beso de amigo”.
»Los honestos labradores a los que abordamos, no sólo nos prestaron la ayuda que tan urgentemente necesitábamos, sino que me vendieron un caballo; así pues, con Leilá a la grupa, me apresuré a salir del Daghestán.
»Cuando me consideré a salvo de cualquier eventualidad me detuve en una gran ciudad, y después de vender al mejor postor una de mis esmeraldas, encargué unos bonitos vestidos para Leilá y le entregué dos esclavas para que la sirvieran.
»No supo cómo darme las gracias: el apelativo de padre que me concedía, la parcialidad que, en efecto, sentía hacía mí y sus inocentes caricias, sólo conseguían hacerme perder los estribos; pero, a pesar de todo, fui capaz de sobreponerme y de mantener la tremenda violencia que me había impuesto a mí mismo.
»Los preparativos necesarios para el viaje al Desierto Fangoso requerían tiempo, pues no quería invertir en él meses enteros, como les había sucedido a mis hermanos y a sus mujeres. Cierto día tormentoso, que acabó en una velada tranquila, rogué a Leilá que me contara la historia de su madre, a lo que ella accedió con aire solícito y sumiso. Demasiado bien conocía yo lo que me contaba, al menos hasta el momento en que se suponía que Gazahidé se había arrojado al mar, por lo que sólo presté atención a partir de aquel instante crucial; lo que vino después fue resumido por Leilá de la siguiente manera:
HISTORIA DE LEILÁ, HIJA DE BARKIAROJ
»—Cuando mi madre volvía en sí, después de los desvanecimientos que el indigno Barkiaroj aprovechara para abusar de ella, se entregaba a la más cruel de las desesperaciones. Ni sus esclavas ni, incluso, la amable Homaiuna podían consolarla; iba languideciendo a ojos vistas, y era evidente que no podría vivir mucho tiempo en aquel estado. Sin embargo, una noche en que se había levantado del lecho y, como de costumbre, lloraba al mirar el maldito carbunclo, oyó a través de la ventana la voz de Calili que decía:
»—Abridme, querida ama, pues arriesgo mi vida para salvaros.
»Y era verdad, pues el fiel enano, corriendo un tremendo riesgo, había trepado por una higuera gigantesca que echaba sus raíces cerca del mar y cuyas ramas, pasando por la habitación de Gazahidé, llegaban hasta la muralla. Mi madre bajó valientemente por la escala de seda que Calili había traído para tal fin, aunque no sin dejar un escrito encima del estrado que sirviera para confundir a Barkiaroj. Acto seguido, el enano descolgó la escala, bajó por el árbol e hizo subir a la Princesa a bordo de una pequeña barca que había utilizado para llegar por mar; y como era tan diestro en el remo como en la natación, fue costeando el litoral, hasta llegar al bosque y a la casa donde vos me encontrasteis.
»Aquella vivienda pertenecía a una santa mujer llamada Kaiún, que se había retirado a ella para meditar. Como había dado asilo a Calili, no tardó en enterarse de los crímenes de Barkiaroj y de las desventuras de Gazahidé, por lo que no dudó ni un instante en secundar en su empresa a aquel fiel servidor de mi madre. Y tantas fueron las muestras de respeto y las atenciones que la pobre princesa recibió de la piadosa eremita, que jamás se cansaba de agradecer al Cielo el que la hubiera puesto en tan buenas manos; por eso, cuando Calili quiso persuadirla de abandonar el Daghestán, no quiso ni oír hablar de ello, aduciendo que quería acabar sus días al lado de Kaiún y ser enterrada en el país que había acogido los huesos de su padre. Como Barkiaroj no había efectuado ninguna pesquisa para dar con su paradero, el enano se tranquilizó, con lo que mi madre comenzó a sosegarse, hasta que tuvo la desgracia de enterarse de que estaba encinta.
»—¡Oh, Cielos! —decía—. ¡Sólo me faltaba tener un hijo de ese destestable monstruo! ¡Ah! ¡Ojalá que no se parezca a él!
»Y entre lágrimas, angustias y mortales inquietudes, finalmente me dio a luz. Durante mi infancia no carecí de buena instrucción, ni de cuidados. Mi madre, Kaiún y Calili se ocupaban de mí. Yo me mostraba sumisa y reconocía la deuda que tenía con todos ellos, sintiendo que jamás sería tan feliz como en aquellos días. En ocasiones iba a la ciudad cercana con nuestra caritativa huésped a vender unas cajitas que hacíamos con la madera de sándalo que ella compraba y que, por ser muy bonitas, se vendían muy bien. No había necesidad de recordarme que debía guardar silencio respecto al lugar donde se encontraba nuestra morada, pues, por haberme contado mi madre todo lo ocurrido, tenía mucho más miedo que ella de caer en manos de Barkiaroj, a quien aborrecía con toda mi alma.
»Así pasaron los años, en paz y alegría. Y cuando ya nos parecía que el salvaje rincón adonde el Cielo nos había llevado era un auténtico paraíso, la divina mano que nos sostenía tuvo a bien abandonarnos. Mi madre cayó enferma de unas fiebres progresivas que nos alarmaron. A partir de entonces, Calili y yo no la dejamos sola ni un instante, ya que Kaiún se encargaba de ir a la ciudad a comprar víveres. Siempre volvía en seguida, pero en una de aquellas ocasiones, ya no regresó. Pasamos dos días sumidos en una angustia inenarrable. Al tercero, Calili, viendo que la dolencia de su amada ama iba de mal en peor, por la falta de alimentos, decidió arriesgarse a buscarlos por su cuenta. Y no dejaba de repetir:
»—Yo tengo la culpa de todo el mal que le ha ocurrido, debido a la estúpida admiración que sentí por las malditas gemas del infame Barkiaroj, y debo hacer todo lo posible para remediarlo.
»Mi madre sólo le dejó partir para complacerme, pero, viendo que, al igual que Kaiún, tampoco regresaba, comenzó a pensar que había sido reconocido y entregado a Barkiaroj, y se derrumbó. Sólo teníamos por único alimento el agua de nuestra cisterna. Por otra parte, yo era incapaz de abandonar a mi madre, ya que ella no podía siquiera pensar en irse de nuestra morada, a causa de su debilidad. Comencé a sentir que el hambre se iba insinuando en mí de manera desgarradora, hecho que intenté ocultar a Gazahidé, aunque sin conseguirlo. En lo que a ella se refiere, se iba extinguiendo como la luz de una lámpara a la que se deja de alimentar; y yo no podía hacer nada más que gemir en silencio, a su lado. Al volver en sí de un desvanecimiento producido por la debilidad, que por poco no acaba con mis esperanzas, me tomó entre sus brazos, y me dijo:
»—Hija mía, tan querida como infortunada, encomiendo tu inocencia a la protección de Alá; que Él te preserve de caer en las manos de tu padre y que, si tal es su voluntad, te arrebate la vida junto con la mía. No maldigas jamás al autor de tus días, pero huye de él como si se tratara de las llameantes fauces de un dragón. Si logras sobrevivirme y si Calili no regresa, sal de aquí y busca a alguna persona caritativa que te asista en tus apremiantes necesidades y que, acto seguido, te ayude a enterrarme; pues ya que no he querido abandonar el Daghestán, para que mis huesos reposen en la misma tierra que acoge los de mi padre, no me gustaría que los buitres se los llevasen a otra parte. ¡Oh, Alá! ¡Oh, Profeta! ¡Perdonadme por haber sido la causa de la muerte de un padre tan bueno y tened piedad de mi hija!
»Tras aquellas palabras, quedó en silencio. Yo me mantuve a su lado, casi tan muerta como ella. Ignoro durante cuánto tiempo permanecí en aquel estado, pues sólo volví en mí al sentir caer por mi garganta un licor que Calili vertía con temblorosa mano. Abro los ojos y, ¡horror!, compruebo que se trata de su propia sangre que me está dando a ingerir.
»—Infortunada Leilá —me dice—, este brebaje, por odioso que os parezca, os mantendrá en pie durante algún tiempo. He sido perseguido por un tigre, del que, durante un tiempo, pude escaparme gracias a mi agilidad; pero en cuanto consiguió atraparme, clavó sus garras en mi costado. Como veis, casi toda mi sangre ha manado por esta enorme herida. Voy a seguir los pasos de mi querida señora, me dirijo al tribunal de Alá para solicitar, junto con ella, justicia para Barkiaroj y auxilio para vos.
»Y terminando estas palabras, el bueno y generoso de Calili se echó a los pies de mi madre y expiró.
»Mis escasas fuerzas, que acababa de recobrar, aunque no completamente, sólo me habrían servido para acelerar el fin de mis días, si no hubiera sido porque el miedo de que el cuerpo de Gazahidé acabara pasto de los buitres me reprimió de usarlas contra mí, ya que me vi en la obligación de cumplir el último deseo de mi madre. Así pues, me contenté con llorarlos a ambos fuera de la casa, por si algún paseante llegaba a oír mis lamentos, y entrar a cada momento en la vivienda para regar con mis ardientes lágrimas el helado rostro de mi madre. Otro tanto hice con el de Calili, pues, ¡ay!, a su sangre le debía lo poco de vida que me quedaba. Más tarde, vos me salvasteis, ayudándome a enterrar a mi buena madre y a su enano. ¿Cómo podré pagároslo? Pero no es éste el único sentimiento que me liga a vos, pues me inspiráis un afecto que me recuerda el que sentía por Gazahidé; sería feliz en cualquier lugar en el que vos os encontrarais, con tal de estar al abrigo de las pesquisas de Barkiaroj, quien, según decís, aún os persigue. Apresurémonos, pues, a buscar al amigo del que me habéis hablado, ya que esperáis que pueda encontrar para vos un retiro en donde el nombre del cruel sea algo detestable. No me asustan las fatigas y debo decir que tiemblo por vos tanto como por mí misma. Por lo demás, confiad en mi discreción: realmente, no estaba en mis cabales cuando me entregaba en medio del bosque a aquellos lamentos que podrían haberme hecho caer en manos de Barkiaroj. No obstante, y afortunadamente para mí, quien los oyó fue su enemigo, el que para siempre, será amigo de la pobre Leilá.
»Una narración tan conmovedora como aquélla habría bastado para partirle el corazón a cualquiera, y una confianza tan mal dirigida debiera haberme hecho enrojecer de vergüenza; pero, debido a la desenfrenada pasión que alocadamente tiraba de mí, nada de aquello me hizo efecto. Me había fijado mucho más en la simplicidad y gracia con que Leilá se expresaba que en las desgarradoras escenas que ofrecía a mi imaginación. Su inocencia le había hecho juzgar equivocadamente la causa de mi agitación. Me agradeció el interés que había demostrado por las desgracias de su madre, y de ella misma, y se retiró a su habitación, colmándome de bendiciones; pero no era a Barkiaroj a quien debía bendecir, sino muy al contrario, pues se acercaba el momento en que para él iba a sonar la hora de la eterna condenación.
»Finalmente, nos pusimos en marcha hacia el Desierto Fangoso. Mi hija y yo íbamos en una litera, cuyos porteadores se turnaban periódicamente; las dos esclavas, a lomos de un camello; y los doce eunucos que nos servían de escolta, a caballo. Nuestro viaje sólo duró tres semanas, que me parecieron trescientos años a causa de los rudos combates que mantenían entre sí la fogosidad de mis criminales deseos y el miedo a la varita. Dejé a Leilá con sus dos esclavas y los doce eunucos en un caravanserrallo que se encontraba a muy poca distancia del Desierto Fangoso, y dirigí mis pasos hacia aquel lugar. Ni el lodazal ni los puercos detuvieron mi avance, llegando en muy poco tiempo hasta el ifrit, a quien encontré, tal y como me habían contado, sentado a la entrada de su caverna. Me saludó educadamente con una inclinación de cabeza y me preguntó qué deseaba de él. Yo le conté, entonces, mis aventuras, sin ocultarle lo más mínimo, terminándolas con el ruego de que me dijera algún sitio adonde no pudiera seguirme la perí.
»El ifrit, en lugar de responderme, se puso a aplaudir, en señal de alegría, y exclamó con una voz que hizo temblar la roca:
»—¡Iblís sea alabado! ¡He aquí un hombre más malvado que yo!
»El cumplido no resultaba halagador; sin embargo, sonreí y dije al ifrit que se explicara.
»—Has de saber —comentó— que tu temible suegro Asfendarmod, siempre igual de terrible que el mes del invierno al que ha dado su nombre, me condenó, hace ahora unos cuarenta años, a permanecer en este lugar, con las piernas aprisionadas en el suelo, mientras decía así: “Sólo aquel cuyos crímenes sobrepasen los tuyos conseguirá liberarte”. Durante mucho tiempo he esperado esa liberación, prodigando mis malos consejos a todos los que venían a consultar conmigo, pero todo fue inútil porque les hablaba a individuos sin coraje. La gloria de ser mi libertador te estaba reservada a ti, ¡oh, indomable Barkiaroj!; por tanto, en reconocimiento a tu servicio, os llevaré, a ti y a tu hija, al palacio del Fuego Subterráneo, donde se encuentran todas las riquezas de Suleimán y de los reyes preadamitas, y donde Homaiuna jamás podrá entrar. Fíate de mi palabra y apoya tus manos en mis rodillas.
»Tan contento como el ifrit, me apresuré a hacer todo lo que me pedía, y, al momento, sus largas piernas quedaron libres. Se levantó y dio tres vueltas alrededor de la roca, gritando con todas sus fuerzas:
»—¡Que todo vuelva a su ser acostumbrado!
»Tras estas palabras, un palacio adornado con cien cúpulas resplandecientes apareció en el lugar que hasta entonces ocupara la roca; el cenagal se convirtió en un río de aguas rápidas y claras, y el resto del desierto, en un jardín que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los muchachitos, de ambos sexos, abandonaron su forma de puercos para recobrar su delicadeza y su gracia. Todos me rodearon y, después de hacerme mil caricias lascivas, me llevaron hasta los baños, donde fui frotado y perfumado por robustos eunucos, que, al momento, me vistieron con hermosos ropajes y me trajeron de vuelta al lado del ifrit.
»Él me aguardaba en un pabellón, bajo un dosel adornado de perlas inestimables en el que se había servido un espléndido banquete.
»—Ya no estoy constreñido al clarete y a la fruta, como antes —me dijo—, voy a regalarte con un gran banquete; pero —prosiguió—, no pareces estar muy contento. ¡Ja! ¡Ja! ¡No me daba cuenta! Nada te agrada si no tienes a tu hija cerca, ve a buscarla: pues es necesario que ella se acostumbre a verme antes de dar su consentimiento a que la lleve contigo al palacio subterráneo, donde sólo se entra voluntariamente. Mientras nos deleitamos en la mesa, jugará con mis niños y, cuando se haga de noche, nos iremos a Istajar.
»Atravesé a toda prisa las alamedas rebosantes de flores y volví acompañado de Leilá, que abría unos ojos como platos, extrañada de todo lo que la rodeaba.
»—¿Dónde estamos? —preguntó, al fin—. ¿Es ésta la morada que nos ha encontrado vuestro amigo?
»—No, no lo es —le respondí—, en ella no estaríamos tranquilos, pues Barkiaroj la conoce; se trata de la morada de mi amigo el gigante, que me aprecia y que, esta misma noche, nos llevará a un lugar que aún es más hermoso que éste.
»—¿Vuestro amigo es un gigante? —preguntó.
»—Sí —contesté—, ¿acaso tenéis miedo?
»—Nada temo a vuestro lado, excepto a Barkiaroj —dijo, con un afecto tan inocente que me desconcertó.
»Afortunadamente, fuimos interrumpidos por las atractivas muchachitas y los preciosos pajes que vinieron a nuestro encuentro, saltando y jugueteando. Leilá los encontró tan a su gusto que siguiendo el impulso de sus pocos años comenzó a acariciarlos y a recorrer los jardines en su compañía, sin sentirse muy cohibida cuando el gigante hizo su aparición.
»—Es muy bonita —comentó el pícaro Giaur—; antes de que mañana salga el sol te encontrarás lejos del alcance de esa varita que turba tus deseos.
»Y cumplió su palabra. Dejamos a Leilá con los niños, al cuidado de los eunucos, y seguimos regalándonos con aquellos manjares exquisitos y los excelentes vinos. Nuestra conversación fue espontánea y alegre. Nos reímos de todos los frenos que se habían inventado para reprimir a la gente de nuestra especie. El ifrit me contó sus atroces aventuras; pero, a pesar de lo atrayente que me parecía aquella narración llena de mil desafueros, cada uno más negro que el anterior, me sentía devorado por la impaciencia, pues me faltaba la presencia de Leilá. Así pues, di las gracias a mi terrible huésped y le recordé que se aproximaba la hora de nuestra partida.
»Al instante, el ifrit llamó a Leilá.
»—Venid aquí, encantadora joven —dijo—. ¿Queréis que os lleve al palacio subterráneo de Istajar?
»—Iré al lugar que sea, con tal de que venga conmigo mi generoso protector —respondió Leilá.
»—A eso se llama hablar claro —prosiguió el ifrit—. Vamos, subíos los dos sobre mis hombros y agarraos fuerte, porque el camino, aunque largo, se acabará en seguida.
»Le obedecimos; y como Leilá temblaba un poco, pasé uno de mis brazos por su fino talle para sujetarla y darle ánimos.
»La noche era tan negra que fuimos incapaces de distinguir ningún objeto en la vasta extensión que sobrevolamos. Por eso mismo me sobresaltó la vívida claridad que emanaba de los cirios del subterráneo, a cuya entrada nos dejó el ifrit, exclamando:
»—¡Jo! ¡Jo! Se ha abierto solo; sin duda, allá abajo deben saber quién acaba de llegar.
»Apenas presté atención a aquel comentario, que habría debido bastar para hacerme pensar, pues estaba entretenido examinando la magnífica escalera que se abría bajo mis pies. Parecía poco empinada, pero entre el primero de sus peldaños y el terreno en donde nos encontrábamos había un buen trecho. Por eso, para ahorrarle trabajo a Leilá, salté adentro y le tendí los brazos. Y justo cuando ella se iba a tirar, el burlón ifrit me dijo, riendo:
»—Hasta la vista, Barkiaroj. ¡Ya vendré dentro de poco para tener noticias tuyas y de la crédula de tu hija en vuestra nueva morada!
»Al oír aquellas palabras, tan cargadas de malicia, Leilá lanzó un tremendo grito y se echó hacia atrás, con tanta rapidez que me resultó imposible cogerla. Quise lanzarme hacia ella, pero una mano invisible me contuvo, por lo que me quedé inmovilizado. En el mismo instante, oí que desde las aéreas alturas me llamaba una voz que me era sobradamente conocida. Miré hacia arriba y vi a Homaiuna sentada en una nube que resplandecía con sus rayos.
»—Miserable Barkiaroj —dijo—, ya no tendrás que temer la varita de los remordimientos, pues en lugar de aprovechar sus efectos has intentado librarte de ellos. Dentro de poco, la varita de la desesperación irremediable te golpeará en el corazón, el cual, a pesar de todo lo endurecido que pueda estar, se te romperá de ahora en adelante en cada uno de los instantes de una espantosa eternidad[141]. He hecho todo lo que he podido para salvarte del abismo en el que ahora te encuentras y que debes a tus crímenes; pero el Cielo no permite que tu inocente hija vaya en pos tuyo. Si el ifrit, al traicionarte, no te hubiese dado el trato que todos los truhanes acostumbran a darse unos a otros, la misma Potencia que te arrebató la facultad del movimiento habría impedido a Leilá seguirte. Me llevo conmigo a esta hija que se merecía otro padre; voy a sentarla en el trono del Daghestán, donde, siguiendo los consejos de la piadosa Kaiún, conseguirá que se olviden los horrores de tu reinado. Y después regresaré a mi afortunada patria, pues he sido llamada por mi padre, que piensa que la medida de mi castigo ha sido colmada por los males que me hiciste sufrir. Me permite vivir con mi hermana Ganigul, por lo que, en compañía tan querida, olvidaré el interés que sentía por el género humano. Me remitiré a Alá, quien sólo permite la pasajera prosperidad de los malvados para castigar a los que Él juzga dignos de misericordia.
»Y, diciendo estas palabras, la perí se dejó caer hacia el suelo, tomó a Leilá y desapareció.
»Yo lancé un espantoso aullido, viendo que me arrebataban mi presa, y la horrible blasfemia que salió de mi boca acabó entre la muchedumbre maldita hacia la que fui precipitado y entre la que no tardaré, al igual que vosotros, ¡oh, desventurados compañeros!, en vagar incesantemente, llevando en mi corazón el espantoso brasero que yo mismo he encendido.