CAPÍTULO 13
¡La paga!
En el túnel de lavado, Pete le daba brillo a cada uno de los vehículos que iban saliendo del túnel de lavado, igual que sus compañeros, con gamuzas y limpiacristales. Trabajaban por equipos.
Mientras frotaba, los ojos de Pete no descansaban, constantemente alertas para detectar la presencia de Joe Torres o de algún componente de los Pirañas. Transcurrió la tarde. No vio nada salvo los chorreantes vehículos que salían del túnel de lavado y a Ty bebiendo colas y comiendo «burritos» en el cercano Taco Bell.
Pete siguió trabajando.
Ty siguió esperando.
En medio de la penumbra del garaje, Júpiter asomó la cabeza con grandes precauciones por la ventanilla del coche. Los vehículos aparcados permanecían silenciosos bajo la luz mortecina.
Percibió los sonidos de los mecánicos que trabajaban en la segunda planta e incluso, más débiles, los que procedían de la tercera, aquel rumor incesante de los compresores que suministraban el aire a presión para pintar los coches.
Se esforzó en detectar cualquier otro sonido. El Cadillac naranja había desaparecido en alguna parte del edificio. Y Joe Torres y el pistolero habían salido de alguna parte con el Buick negro.
Pero, ¿de dónde?
A las cuatro en punto, Ty miró su reloj. En el túnel de lavado no había sucedido nada. Lo único que había visto era la hilera incesante de automóviles que Pete y sus compañeros secaban y pulían como afanosas hormigas sobre un leño lleno de miel.
No había señales de Tiburón, ni de los Pirañas, ni de sus amigas. Joe Torres tampoco había hecho acto de presencia. Ya era casi la hora de recoger a Júpiter.
Pronto habría pasado el día.
Dos veces Júpiter tuvo que aplastarse contra el suelo del coche mientras Max paseaba por el garaje. Eran las cuatro y treinta en el reloj de Jupe, cuando se escabulló fuera del Honda. Agachado, protegido por la oscuridad, se dirigió al elevador.
Escuchaba con atención por si oía volver a Max. No había visto a nadie más. No había entrado ningún coche, fuera robado o de otro tipo.
Dio una vuelta entera al local por si antes, tras su recorrido con Pete, se les había pasado algo por alto. Incluso abrió las puertas de los despachos. Todos ellos estaban vacíos o abandonados, salvo algunos que servían de almacén.
Terminó la búsqueda ante las puertas del montacargas que estaba detenido en la planta baja. Se asomó al hueco y todo él se veía tan oscuro como la misma planta. Dos rectángulos de luz revelaban el lugar donde estaban las puertas de las plantas superiores.
¡Unos pasos le cogieron por sorpresa!
Max, el pistolero, estaba bajando por la rampa.
El Tiburón y los Pirañas llegaron al túnel de lavado con sus coches transformados. Parecían una banda de forajidos del oeste volviendo al cubil después de un asalto. Eran las cinco en punto, hora del cierre del túnel de lavado. Pete estaba recibiendo la paga por el trabajo del día, cuando Tiburón entró en el despacho del propietario.
—Gracias, señor —dijo en voz bien alta Pete—. Le aseguro que necesito de veras el dinero. Mi padre está en el paro. Si sabe de alguien que necesite un buen mecánico, le agradecería mucho que me lo comunicara.
—No te preocupes, Crenshaw —dijo el propietario—. Has trabajado bien. Estaré al tanto.
—Soy un buen mecánico, de veras —insistió Pete—. Haría cualquier cosa con tal de ganar dinero.
Cuando vio que Tiburón le estaba mirando, Pete salió. No quería ponerse pesado y levantar las sospechas de la banda. Una vez fuera, caminó dos bloques de edificios hasta su Fiero.
Cuando pasó por delante del Taco Bell vio que Ty ya no estaba.
Júpiter contuvo la respiración mientras oía los pasos de Max cada vez más cerca. No tenía tiempo de volver al Honda y disponía escasamente de unos segundos para ocultarse detrás del primer coche cerca del montacargas.
Ahora Max caminaba por el corredor formado por la primera hilera de coches. Sólo con que bajara la vista hacia la izquierda podía ver a Júpiter y, en cosa de segundos, llegaría al lugar donde el chico estaba agachado.
El jefe de los Tres Investigadores, que yacía sobre el grasiento y sucio suelo sembrado de manchas de aceite, rodó sobre sí mismo hasta lograr meterse debajo del coche. Vio las piernas de Max que pasaban a pocos centímetros de distancia de su propia cabeza. El pistolero hizo una pausa como si estuviera contemplando el rincón ahora vacío.
Júpiter casi no se atrevía a respirar. Se secó con una mano el sudor y el aceite de la frente. Parecía que Max no iba a moverse nunca. Veía sus piernas tan cerca que hubiera podido tocarlas.
En aquel momento, la pequeña puerta lateral se abrió, dejando entrar un rayo de la luz del sol poniente.
—¿Sí? —gritó instantáneamente Max.
La voz de Ty respondió en voz alta:
—Hola. He venido a buscar mi coche.
—Déjame ver tu billete.
—Aquí está —gritó Ty desde la puerta.
Las piernas desaparecieron. Júpiter esperó un largo minuto, a continuación rodó sobre sí mismo hasta el otro lado del coche y asomó la cabeza con muchas precauciones. Max se dirigía hacia la puerta. Ty estaba inmóvil bañado por la luz de la tarde.
Júpiter se enderezó e hizo signos con la mano, e inmediatamente se dejó caer al suelo y empezó a recorrer, agachado, las silenciosas hileras de coches. Esperaba que Ty le hubiera visto y entretuviera lo suficiente a Max para darle tiempo de llegar al Honda.
—Cerramos a las seis —oyó que decía Max—. No vuelvas. No podrás aparcar hasta mañana.
—No lo necesito —respondió la voz de Ty—. ¿Hay teléfono?
—Allá en la pared.
—¿Me lo puede indicar?
—Pides mucho por unos roñosos cien pavos.
La distracción dio a Júpiter el tiempo suficiente para llegar al Honda y acurrucarse en su interior. Unos momentos más tarde, Ty se ponía al volante. Cuando arrancó lentamente en marcha hacia la puerta, el pistolero se inclinó para decirle:
—Hasta las seis o tendrás que esperar a mañana.
—¿A qué hora abre mañana? —preguntó Ty.
—Hay otro que abre a las siete. Yo no estaré.
Ty rió la frase. Max ni siquiera sonrió. No se trataba de ninguna gracia. Se considera lo suficientemente importante como para no tener que acudir a aquella hora de la mañana. Ty salió lentamente del garaje.
—¿Estás bien, Júpiter?
—Sí, pero no veo nada.
Las puertas del garaje se cerraron tras ellos. Ty dobló la esquina y detuvo el coche unos instantes. Júpiter abrió la puerta del lado del conductor y se deslizó en el asiento delantero.
—¿Ha ido Tiburón al túnel de lavado?
—No ha llegado hasta las cinco.
Al llegar al Patio Salvaje, corrieron al remolque. Pete estaba contando lo que había ganado antes de ponerlo en la caja común de los Investigadores. Unas llamadas al despacho de Bob y a su casa para ponerse en contacto con el escurridizo tercer investigador, fracasaron, de modo que decidieron hacer sus planes sin él.
—Creo que mañana hemos de continuar haciendo exactamente lo mismo que hoy —declaró Júpiter—. Pete irá al túnel de lavado, espera a que Tiburón entre en contacto con él, y yo vuelvo para vigilar el garaje.
—Si mañana Tiburón no llega más temprano —comentó Ty—, nos quedamos bloqueados.
Al día siguiente, Tiburón llegó más temprano, pero Ty no tuvo oportunidad de sabotear el pintarrajeado coche del cantante. Júpiter vigiló todo el día en el garaje y no vio nada. Lo único fructífero fue que la energía y el buen humor de Pete cayeron muy bien a Tiburón, ¡incluido el nudo de la corbata con cabeza de tiburón que sujetaba y ocultaba el minitransmisor!
—Eres un buen chico para ser yanqui —dijo Tiburón—. Y esa corbata es guai. Te vamos a encontrar algo con que ganarte un buena pasta, ¿eh?
Pete dijo que le gustaría mucho, pero no sucedió nada reseñable. El tiempo volaba muy de prisa.
Pero al día siguiente, Pete tuvo finalmente su oportunidad. Tiburón y los Pirañas llegaron temprano y se pararon en el Taco Bell. Mientras discutían qué y cuándo iban a comer, Ty se deslizó bajo el vehículo de Tiburón y le dio un tirón a dos cables del sistema eléctrico. Previamente había dicho a Pete lo que tenía que hacer para repararlo.
Cuando Tiburón intentó poner el coche en marcha, el vehículo ni se inmutó. Mientras trabajaba, Pete advirtió la agitación en torno a Tiburón. Primero fue el propietario del túnel de lavado quien fue a ver que pasaba. Luego le siguió uno de sus empleados más antiguos. Finalmente, Tiburón dio un grito desde el Taco Bell.
—¡Eh, tú! ¡El gringo nuevo! ¡Ven!
Pete se secó las manos con un trapo mientras avanzaba hacia el Taco Bell.
—¿Es a mí?
—Eres un mecánico super ¿no? A ver si haces caminar a mi cacharro.
Pete se inclinó bajo el capó abierto del motor. Lo miró y remiró, tocó la batería y los bornes, e hizo una serie de ruidos. A continuación se deslizó bajo el vehículo donde sabía que estarían los cables sueltos, un sitio a quien nadie se le había ocurrido mirar.
—¿Alguien me puede dar una llave fija del cuatro? —pidió desde debajo.
Hubo imprecaciones y ruido de herramientas. El propietario del túnel de lavado se llegó hasta su despacho y volvió con la llave perdida. Pete no la necesitaba, pero así causó mucha más impresión cuando salió de debajo y dijo:
—Prueba ahora.
El coche se puso en marcha al instante.
—¡Eh! ¡Entiendes de coches! —comentó Tiburón mirando pensativo a Pete—. Voy a hablar con alguien que quizá tenga trabajo para ti. El pago por el trabajo es bueno, realmente muy bueno. ¿Comprendes?
Tiburón daba a entender con su manera de expresarse que el trabajo era ilegal. Al cabo de un rato le preguntó si lo había entendido. Pete hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
Júpiter estaba medio adormecido en su Honda, cuando oyó la voz de Ty cerca de la puerta del garaje.
—He venido a buscar una cosa de mi coche.
—Pero no te acostumbres. No nos gusta la gente entrando y saliendo todo el día —dijo la voz de Max.
Júpiter se hundió en el fondo del coche.
—¿Qué pasa? —susurró.
Ty se inclinó como si buscar alguna cosa dentro del vehículo.
—¡El truco ha funcionado! Tiburón le ha dicho a Pete que alguien irá a buscarlo al túnel de lavado y lo traerá al garaje.
—¿Cuándo?
—Hoy, en cualquier momento. Si desguazan los coches aquí, lo tendrás que ver.
Después de que Ty se hubiese ido, Júpiter se dispuso a reemprender la vigilancia. Estaba nervioso. El Honda era el lugar idóneo para ver a dónde se dirigía Pete cuando llegase acompañado por alguien de la banda.
Pasó una hora. Dos. Pasaron las cinco. A las seis, Júpiter oyó a Max que cerraba con llave las puertas grandes. Pete no había aparecido. Ni nadie. ¿Y si se habían equivocado y el taller de desguace estaba en otra parte?
De repente el transmisor de Júpiter emitió un leve sonido. Jupe lo conectó. La voz de Ty sonó baja pero angustiada.
—¡Jupe! ¡Estamos en peligro! ¡Un gran peligro!