CAPÍTULO 7
El Cadillac naranja
A primera hora de la mañana siguiente, Pete se embutió en una camiseta que llevaba el rótulo HASTA QUE LA TIRES, y se dirigió en su coche hacia el Patio Salvaje. Deseaba disculparse por no haber hecho aparición la noche anterior... y para enterarse de lo que había ocurrido. Se encontró con las puertas de hierro cerradas a cal y canto. Cruzó la calle y se dirigió a la casa.
Júpiter todavía estaba desayunando con sus tíos. En el plato había pomelo y queso fresco. Su semblante reflejaba una expresión de desencanto, y no era solamente por el parco desayuno.
—¡Todavía no hemos podidos sacar a Ty de la cárcel! —exclamó.
Su tía estaba irritadísima.
—El juez aún no ha determinado la fianza. Mi abogado está haciendo lo que puede, pero no hay forma de obligar a un juez a que se apresure. El fiscal insiste en que Ty es un testigo de suma importancia y teme que huya. Mi abogado, en cambio, está convencido de que hoy logrará el fallo, pero ya no lo está tanto de que ese fallo resulte favorable.
El tío Titus, un hombre bajo, delgado y con un gran mostacho, miró a su esposa y le dijo:
—¿Estás segura de que ese primo tuyo es «trigo limpio»? ¿Está metido en una historia muy rara, no crees?
—Cierto, tío —intervino Júpiter—. Pero hemos averiguado ciertos hechos que nos permiten estar casi seguros de que la historia de Ty es verdadera.
—Ahora todo cuanto hemos de hacer es probar que lo es —añadió Pete.
El tío Titus frunció el entrecejo.
—Id con cuidado, ¿eh? Los ladrones de coches no son como para tomárselos a broma.
—Lo haremos, tío —le aseguró Júpiter mientras terminaba su queso fresco—. Voy a abrir el almacén y luego nos reuniremos en el cuartel general antes de irnos. Tía Matilda, si Ty logra su fianza, ¿nos dejarás un mensaje en el contestador automático? Intentaremos llamar cada hora.
—De acuerdo, Júpiter. Llamaré otra vez al abogado y abriré la oficina.
Júpiter, al salir con Pete, abrió la cerradura electrónica del Patio Salvaje con el mando a distancia. Una vez en el remolque, Jupe le contó a Pete todo cuanto había sucedido la noche anterior. A éste le hizo mucha gracia la descripción que hizo de Tiburón y los Pirañas, vociferando en el minúsculo y casi vacío café, y se entusiasmó con el relato de la aparición de Joe Torres en el Taco Bell.
—¡De manera que Torres conocía al tal Tiburón!
—Está claro —asintió Júpiter—. Ahora lo que hemos de hacer es probar que éste es el mismo Tiburón que pidió a Ty que le llevara el Mercedes desde Oxnard a Rocky Beach, y que además sabía muy bien que el coche era robado.
—¿Eso es todo? —preguntó Pete—. Bien pues, ¿por dónde empezamos?
—Recapitulemos lo que hemos descubierto hasta ahora; elaboremos una hipótesis y trabajemos a partir de ella como si fuera cierta.
—¿Elaboremos una qué? Por favor, Jupe, háblame en lenguaje normal.
—Una hipótesis, una suposición, una teoría, Pete. En este caso, supondremos que Joe Torres es miembro de una banda de ladrones de coches. Por tanto, la mejor manera de probar la relación con Tiburón es vigilar a Torres y ver a donde nos conduce.
—Me parece lógico —dijo Pete—. ¿Cuándo volvemos a la tienda?
—Así que llegue Bob.
—Trabajaré un poco en el Corvair mientras tanto.
—Eso me recuerda una cosa: ¿cuándo encontrarás un coche para mí?
—Ya te lo dije. Así que haya puesto a punto el Corvair. No tardaré mucho. De todas maneras, ahora no podemos ir. ¿No esperamos a Bob?
—Excusas, excusas.
—¡Está bien! ¡Está bien! Iremos ahora. Sé de un sitio donde venden de segunda mano. Empezaremos por allí.
—Tienes razón, no podemos —suspiró Júpiter—. Bob llegará de un momento a otro.
Pete salió del cuartel general murmurando en voz baja. Decía algo sobre la gente cabezota y testaruda.
Una vez solo, Júpiter abrió el último cajón de su escritorio, rebuscó en el fondo del mismo y sacó un chicle. Masticó con fruición vigilando de reojo la puerta por la que en cualquier momento podía aparecer Bob. Pero Bob no apareció.
Ni al cabo de un segundo, ni de un minuto, ni de media hora después.
Júpiter salió fuera y echó un vistazo. No había nadie. Continuó mirando por los alrededores del cuartel general, hasta llegar al taller donde Pete estaba con la cabeza metida dentro del motor del Corvair otra vez.
—Bob se retrasa —dijo.
—¿Y qué más? —murmuró Pete desde el coche.
—Es por ese trabajo —rezongó Júpiter—. Le gusta tanto que ya ni se acuerda de Los Tres Investigadores.
—No. Es por esas chicas —corrigió la apagada voz de Pete—. El afán por tener un montón de chicas tras él le impide pensar en cualquier otra cosa.
—Las chicas no pueden ser tan importantes —dictaminó Júpiter.
La cabeza de Pete emergió del motor para mirar a Júpiter con los ojos muy abiertos, en el mismo momento en que Karen, la chica del VW Rabbit, entraba en la chatarrería.
—¡Eh! ¿Está Bob? —preguntó.
Júpiter movió la cabeza en sentido negativo. Pete respondió:
—No lo hemos visto todavía.
Karen le dio la vuelta al coche y se fue agitando la mano por la ventanilla. Momentos más tarde, entró un Honda, Esta vez se trataba de la chica bajita que había hablado con Júpiter, el día antes.
—¿Has visto a Bob esta mañana, Júpiter? ¿Porque eres Júpiter, verdad? —le sonrió.
Esta vez Júpiter fue incapaz de mover la cabeza.
—No lo hemos visto, Ruthie —dijo Pete devolviéndole la sonrisa a la rubia.
Ruthie dedicó una nueva mirada a Júpiter antes de salir del Patio Salvaje.
—Le gustas, Jupe —dijo Pete—. ¡Vaya que sí! ¿Por qué no le pides para salir?
Júpiter seguía con los ojos el Honda que se alejaba.
—¿De veras crees que le gusto?
—No puede ser más evidente, a menos que te lo pidiera ella misma, pero la mayoría de las chicas no lo hacen.
—Ya lo sé —dijo Júpiter—. ¿Y por qué no lo hacen? Sería mucho más fácil.
—Quizá sí, pero tendrás que pedírselo tú. Júpiter gruñó:
—Quizá más tarde. Así que Bob...
Una tercera chica llegó al Patio Salvaje. Esta vez era la pelirroja Lisa. No sonreía.
—Bob me envía a deciros que Sax ha vuelto y que ha de trabajar. Más tarde vamos a salir nosotros, de manera que estará ocupado todo el día.
Dio la vuelta con el coche y salió sin ni siquiera mirar a los chicos. Pete sacudió la cabeza mientras ella desaparecía.
—No le gustamos, ¿sabes? Opina que Bob pasa demasiado tiempo con nosotros. Esta chica va a ser un problema.
—Es su problema —arguyó Júpiter—. Tendremos que vigilar a Torres nosotros dos solitos.
Preguntaron a tía Matilda, pero ésta no tenía noticias aún de su abogado. Se dirigieron al barrio hispano en el Fiero de Pete. Al doblar una esquina, divisaron la tienda de alimentación de Torres.
—Se nos ve demasiado —dijo Júpiter a medida que se acercaban—. ¿No habrá un lugar donde escondernos?
No resultaban conspicuos por el mero hecho de ser gringos. El barrio hispano de Rocky Beach no era tan uniforme como los grandes barrios de tipo racial que existían en Los Ángeles o en Nueva York, donde todo el mundo lo era. Allí, aunque la mayoría lo fueran, porque muchos descendían de las familias originarias de California cuando era española y mexicana, también vivían muchos gringos.
Pero Bob y Pete, aunque gringos, eran forasteros en el barrio y, tarde o temprano, serían detectados. Pete señaló:
—Allá hay un portal que nos permitirá observar la tienda sin ser vistos.
—Perfecto —asintió Júpiter—. Incluso el edificio parece vacío.
Protegidos por la oscuridad del portal, se dispusieron a vigilar. La mañana pasaba. Aquélla era la parte más incómoda del trabajo de un detective: la monótona, lenta y aburrida, pero importantísima labor de vigilancia a la espera de que algo suceda.
Al mediodía, Pete se puso alerta:
—¡Jupe! —le dijo sobresaltado.
Tres de los Pirañas llegaban en uno de los coches transformados, ahora con la elevación normal, para conducir por autopista. Entraron en la tienda.
—A lo mejor van a comprar víveres —sugirió Pete.
Pero, cuando salieron media hora más tarde, no llevaban ninguna bolsa que lo sugiriera.
—Seguro que Torres y los Pirañas andan metidos en algún asunto feo —comentó Pete.
—Podría tratarse de asuntos de vecindad —añadió Júpiter, aunque en su voz se apreciaba cierta ironía. Pasaron dos horas más.
Al rato, apareció un Cadillac naranja que se detuvo enfrente del establecimiento. El conductor se apresuró a entrar. Unos segundos más tarde, apareció Joe Torres y se metió dentro del Cadillac.
—¡Andando! —exclamó Júpiter.
Salieron corriendo del portal hacia el Fiero de Pete y entraron en el vehículo a toda prisa. Pete lo puso en marcha justo en el mismo momento en que el Cadillac doblaba la esquina, delante de ellos. Pete arrancó, dobló la esquina y empezó la persecución del otro coche.
El Cadillac naranja estaba a dos travesías de distancia y marchaba lentamente. Pete se mantuvo lo más separado posible. Torres había visto el Fiero el día anterior, cuando Júpiter lo lanzó por los suelos con aquella tai otoshi.
A la salida del barrio, el Cadillac giró a la izquierda y se metió por unas polvorientas callejuelas, detrás de la autovía. Condujo entre almacenes de material de construcción, tiendas de repuestos de automóvil, depósitos y otros edificios comerciales. Pete lo seguía manteniéndose distante por temor a ser descubiertos a causa del escaso número de vehículos que pasaban por aquellas calles estrechas.
De pronto, delante de ellos, el Cadillac giró a la derecha. Pete llegó a la esquina, justo a tiempo de ver al otro coche que se detenía delante de un edificio de tres pisos de ladrillo rojo. Se hallaban junto a la autovía y muy próximos a un sector de edificios de mejor calidad para oficinas.
—Será mejor que aparquemos —propuso Júpiter—. Nos acercaremos a pie.
Pete acabó de dar la vuelta a la esquina y se metió en una plaza de aparcamiento. Oyeron que sonaba la bocina del Cadillac. Fueron unos bocinazos muy extraños; uno largo, dos cortos, uno largo y otro corto. Vieron como se abrían unas puertas y como el vehículo entraba en un garaje.
Los chicos se acercaron disimuladamente. El edificio era el último de toda una serie en hilera. El piso al nivel' de la calle no tenía ventanas y las de los dos pisos superiores habían sido pintadas con una pintura opaca. El garaje tenía una doble puerta por donde había desaparecido el Cadillac, y otra lateral más pequeña.
En un cartel encima de estas puertas se leía: GARAGE AUTOVÍA, REPUESTOS, PINTURA, SERVICIO COMPLETO. Debajo, otro más pequeño decía: «Estacionamiento por semanas, meses o un año».
Pete y Júpiter circundaron el edificio. Detrás había otra hilera de casas, también de ladrillo rojo, adosadas a las anteriores. La que correspondía a la parte posterior del garaje parecía ser un edificio de tres plantas enteramente dedicado a pequeñas oficinas con una sola entrada principal. El garaje no tenía ninguna otra entrada. Las ventanas laterales también estaban pintadas de un color oscuro.
—Bien —comentó Pete—, al menos Torres tampoco puede vernos.
—Ni nosotros a él. Tendremos que entrar. Pete vaciló.
—No sé, Jupe... No sabemos lo que hay dentro. Podríamos meternos en un lío gordo.
—¿Tienes alguna idea mejor para saber lo que hay en el interior?
Pete se encogió de hombros. —No, pero no me gusta.
—Tomaremos todas las precauciones posibles —aseguró Júpiter, mientras volvían hacia la puerta del garaje—. Tú entras primero y echas un vistazo.
—Estupendo... —dijo Pete con retintín.
—No podemos entrar los dos juntos —explicó Júpiter—. Torres me reconocería inmediatamente, en cambio a ti, no.
Pete gruñó:
—¿Cómo es que la lógica siempre dice que soy yo quien va primero a todas partes?
—Oh, no sé... —dijo Jupe en tono de inocencia—. Vamos a hacer una cosa: tú entras primero; yo entraré detrás tuyo y escudriñaremos dentro con mucho cuidado antes de meter un pie más allá de la puerta. ¿De acuerdo?
—Me parece mucho mejor —asintió Pete—. Vamos.
Hizo una fuerte inspiración, empujó la puerta y, saltando sobre el alto escalón, se aplastó contra la pared a a derecha de la entrada. Júpiter entró de inmediato e hizo lo mismo, pero a la izquierda. Estaban a oscuras. Reinaba un profundo silencio.