CAPÍTULO I

Problemas con un coche

A primeras horas de aquel lunes, que coincidía además con el comienzo de la primavera, Pete Crenshaw miraba irritado el motor del viejo Corvair que no quería arrancar.

—¡Estúpido coche! —gruñó.

El taller donde reparaba los coches usados estaba ubicado en el Patio Salvaje, la chatarrería que los tíos de su amigo Júpiter Jones, Titus y Matilda, poseían en una pequeña ciudad de la costa californiana, llamada Rocky Beach, próxima a Hollywood, muy cerca de la caravana que usaban como cuartel general o puesto de mando secreto «Los Tres Investigadores», la agencia de detectives que había fundado Júpiter tiempo atrás juntamente con Pete y Bob.

Júpiter, que en aquel momento se dirigía desde la oficina de la chatarrería a la caravana, se detuvo para contemplar aquella reliquia. Pete, al ver a su amigo, le soltó a guisa de «buenos días»:

—¿Podrías decirme por qué no se pone en marcha este desgraciado?

—Cuando lo hayas arreglado me lo vendes, ¿vale? —le repuso Júpiter mirando el Corvair con ojos ávidos.

Pete se limpió la nariz tiznada de grasa con la manga de su camiseta, en la cual estaba rotulado SURF en grandes caracteres.

—Pero chico, este Corvair es un coche de coleccionista. No sé si sabrás que el Corvair fue el primer automóvil americano con el motor en la parte trasera. Si consigo arreglarlo, piensa que tendrá montones de pretendientes con mucha pasta. ¿Cuánto dinero tienes ahora?

—Sólo quinientos dólares —confesó Júpiter—. ¡Pero me hace falta un cuatro ruedas! ¡Comprende que un detective necesita un coche como el pan que come!

—Dame tiempo —le respondió Pete—, ya sabes que necesito todo el dinero del mundo para salir con Kelly. Aunque bien mirado, entre las ruedas de Bob y las mías reunimos bastantes para «Los Tres», ¿no crees?

—No es lo mismo —suspiró Jupe—. Tendré que ahogar mis penas comiendo y me engordaré más. ¿Y sabes que te ocurrirá entonces a ti? ¡Que lo vas a lamentar mucho!

Pete sonrió.

—¡Eh! Esta vestimenta que llevas debería hacerte sentir mejor, ¿no?

Júpiter llevaba un conjunto muy holgado, con camisa y pantalones militares de la Legión Extranjera, que ocultaban los kilos que no había logrado reducir con la dieta de pomelo y queso fresco a que se había sometido.

—En el colegio estas prendas son ahora el último grito de la moda para hombres. Y no me negarás que ese color aceitunado le sienta muy bien a mi pelo oscuro.

Es posible que, a Júpiter, aquel conjunto nuevo le sentara muy bien, pero lo cierto era que tanto Pete como la mayoría de chicos de diecisiete años de la escuela todavía usaban los viejos téjanos y camisetas de algodón. Tanto es así, que Kelly Madigan, animadora deportiva y novia de Pete, estaba empeñada en que éste luciera camisas de cuello alto y chaquetas abrochadas, como las que usaba Bob, el tercer investigador; pero aquello era quizá lo único que la chica no había conseguido que hiciera Pete.

—Escucha, Jupe —le propuso Pete—, una vez haya conseguido hacer andar este Corvair, te prometo que por quinientos dólares te encontraré un buen coche, ya lo verás.

—Eso mismo me dijiste hace un montón de semanas —respondió sarcástico Júpiter—. ¡Si lo único que sabes hacer es estar con Kelly todo el tiempo!

—¡No es verdad! —le interrumpió Pete—. Además, la otra noche tú tampoco tuviste ningún problema de tiempo cuando Kelly te consiguió aquella cita.

—En realidad fue una lamentable pérdida de tiempo. La chica no era mi tipo —se quejó Júpiter.

—¡Pero, Jupe! ¡Si te pasaste toda la noche explicándole a la pobre la teoría de la relatividad. ¿Qué esperabas?

Antes de que Júpiter pudiera replicarle, sonó un bocinazo que los sobresaltó. Procedía de un coche aparcado frente a la chatarrería. Eran casi las nueve y el Patio Salvaje todavía estaba cerrado, pero, por la insistencia de los bocinazos, diríase que se trataba de alguien que estaba impaciente por entrar. Del interior del coche llegaban los sones de una música rock.

—Creo que ya podemos abrir —dijo Júpiter al mismo tiempo que presionaba el botón de una cajita que llevaba sujeta al cinturón. Consistía en un mando que abría la puerta a distancia, y que Júpiter, un cerebro de la electrónica, había construido después de probar diversas cerraduras eléctricas. Sus tíos tenían un dispositivo igual cada uno. El control principal estaba en la oficina.

Las puertas del almacén se abrieron de par en par. Júpiter y Pete admiraron un Mercedes 450 SL descapotable de color rojo, que entró y se detuvo pausadamente frente al mostrador de la oficina. Un joven de cabello negro, con aspecto nervioso, saltó por encima la portezuela sin ni siquiera molestarse en abrirla.

Llevaba unos téjanos astrosos, unas botas de vaquero muy usadas, un sombrero deforme y una descolorida chaqueta de béisbol. De su hombro colgaba una bolsa de viaje adornada profusamente con botones y etiquetas; abrió un departamento y, de su interior, sacó un paquetito envuelto en papel de regalo y un sobre blanco. Agitando el paquetito con ademán displicente hacia donde estaban Júpiter y Pete, entró silbando en la oficina.

Pete apenas podía apartar los ojos del precioso dos plazas.

—Menudo trasto, ¿eh, Júpiter?

—Una máquina magnífica —asintió Júpiter con la mirada fija en el sucio saco de dormir echado de cualquier manera detrás del asiento del elegante vehículo—. Pero me interesa mucho más el conductor.

—No lo había visto nunca, Jupe, ¿y tú?

—No, pero puedo afirmar que procede del Este, a pesar de su vestimenta occidental, y que ha atravesado el país haciendo autostop. Observarás además que no tiene dinero ni trabajo. ¡Y es pariente mío!

—De acuerdo, Sherlock Holmes, pero, ¿cómo lo sabes? —inquirió Pete.

Júpiter sonrió.

—Primero: su chaqueta de béisbol es de los Mets de Nueva York, no está bronceado y la bolsa es de los almacenes Bloomingdale. Todo esto indica que procede del Este, probablemente de Nueva York.

—¡Claro! —exclamó Pete—. Es evidente.

—Lleva unas botas muy usadas, todos los adhesivos y etiquetas son de los lugares que hay a lo largo de la autopista 1-80, y el Mercedes tiene matrícula de California. Esto me dice que ha llegado a California sin coche y, dado que nadie que esté en sus cabales viene andando desde el otro océano, significa que ha llegado en autostop.

—Claro —repitió Pete con un movimiento afirmativo de cabeza—. Es fácil deducirlo.

Júpiter miró a lo alto y suspiró.

—Lleva las ropas sucias y estropeadas, y hace semanas que no han sido lavadas. Duerme en el saco de dormir y no en una habitación de hotel, y ha llegado a las nueve de la mañana, la hora en que la mayoría de la gente ocupada empieza a trabajar. Esto me dice que no tiene dinero ni trabajo.

Pete frunció el entrecejo.

—¿Y qué es eso de que es pariente tuyo?

—Ha traído un paquete y una carta desde tan lejos, que... ¿Qué otra cosa podría ser más que un regalo y una carta de presentación a un familiar?

—¡Eso es mucho suponer, Jupe! —protestó Peter—. Y te equivocas de medio a medio en lo del dinero. Un tipo con un coche como éste ha de ser rico, no importa la ropa que lleve o donde duerma.

—Ignoro de donde ha sacado el coche —respondió Júpiter—, pero seguro que se trata de un vagabundo o algo así.

—¡Estás loco!

Seguían discutiendo al lado del Corvair, cuando Pete propinó un codazo a Júpiter. El forastero y tía Matilda salían de la oficina y avanzaban por el patio. El hombre caminaba con aire lento y confiado, como si por nada del mundo valiera la pena apresurarse. Tía Matilda, una mujer alta y robusta, parecía un tanto impaciente ante la displicencia del forastero.

Visto más de cerca, el visitante era mayor de lo que parecía. Probablemente andaba cerca de los treinta. Su sonrisa de suficiencia parecía fingida y tenía la nariz torcida como si en alguna ocasión alguien se la hubiera roto. Sus ojos negros eran agudos y brillantes, y el pelo largo y la afilada nariz le daban aspecto de halcón.

La tía Matilda tenía la carta en la mano.

—Júpiter —presentó en tono dubitativo—, Peter. Este es mi primo Ty Cassey de Nueva York.

A Pete le llegó el turno de soltar un suspiro. Nuevamente Júpiter había acertado.

—De Babilonia, en Long Island —explicó perezosamente Ty Cassey—. Está a una hora de la capital, en Great South Bay. Mi madre es prima de Matilda. Cuando le dije que venía a California a ver el país y tomar un poco de sol, me dijo que me acercara a Rocky Beach para verla. Y me dio una carta para ella.

Al hablar, Ty echaba miradas inquisidoras por el almacén. Sus ojos brillaban mientras miraba los montones de objetos y material de derribo. Viejas estufas y neveras alternaban con muebles y estatuas de jardín, cabezales de cama de latón y mesas de TV vacías. También había máquinas de juegos, luces de neón y una gramola antigua.

Ni siquiera tío Titus había sido nunca capaz de recordar todo lo que tenía, hasta que Júpiter lo había archivado en el ordenador un año antes. Había supuesto un trabajo ingente, pero esto le había ahorrado a Júpiter de andar haciendo cosas por el patio que no le gustaban.

—No nos hemos visto con tu madre desde niñas —explicaba tía Matilda—. Sabía que Amy se había casado, pero ni tan siquiera me acordaba que de eso hace ya treinta años. Nunca supe que había tenido hijos.

—Cuatro —dijo Ty—. Todos somos mayores. Mis tres hermanos están en Babilonia. Y yo pensé que ya era hora de ver un poco de mundo. —Sus ojos seguían brillando mientras contemplaba aquella cantidad de tesoros de segunda mano—. Tenéis un bonito montón de cosas aquí. —Y de repente, advirtió el Corvair que tenía delante—. ¿Dónde habéis conseguido esta belleza? Es un clásico.

Casi de inmediato, metió la cabeza dentro del motor; Pete no tardó en meter la suya también. Se enfrascaron en una conversación técnico automovilística, como si se hubieran conocido de toda la vida.

Pete se irguió y se pasó la mano por el pelo castaño rojizo.

—Lo he comprobado todo, le he colocado todas las piezas que faltaban, pero no consigo ponerlo en marcha de ninguna manera.

Ty se echó a reír.

—Ni nunca podrás, Pete. Mira lo que has hecho. Has puesto un alternador en el sistema eléctrico.

—Pues, claro —afirmó Peter—. Sin alternador no tendrás electricidad para que el motor arranque ni para cargar la batería.

Júpiter y tía Matilda miraban a ambos sin comprender nada.

—Pero este coche no lleva alternador —explicó Ty—. El Corvair es un coche antiguo. ¡Usa dinamo! ¿Acaso no había un cilindro largo, redondo y negro al que has sustituido por el alternador?

Pete revolvió en su banco de trabajo.

—¿Esto?

Ty cogió el cilindro y se inclinó sobre el motor con las herramientas de Pete. Diestramente hizo unas conexiones y apretó unos cuantos tornillos.

—Ya está —dijo—. Prueba ahora.

Pete se subió al Corvair y accionó el contacto. El coche tosió y ¡el motor se puso en marcha! Tembló, resopló y jadeó, pero continuó funcionando.

—¡Uau! —sonrió Pete—. ¿Cómo es que sabes tanto de coches?

Ty sonrió.

—Toda mi vida he trabajado en ellos. Eso es lo que me propongo hacer aquí. Buscaré un trabajo de media jornada en algún garaje y, durante el resto, haré surf y tomaré el sol. He visto que aquí hay más coches que en cualquier otra parte, ¿no es verdad? Sólo necesito un poco de tiempo.

Miró a tía Matilda.

—Pensaba si sería posible quedarme aquí hasta que tenga las cosas arregladas. Puedo dormir en cualquier rincón y no me importa comer lo que sea. Uno de estos viejos remolques me servirá perfectamente. Puedo colocar mi saco de dormir en cualquier parte. No quiero ser una molestia para nadie.

—No —dictaminó tía Matilda—. Quiero decir que, naturalmente, vendrás a casa, ahí enfrente. —Muchísimas gracias —dijo Ty.

—¡Magnífico! —exclamó Pete—. Me enseñarás un montón. ¿Sabes mucho de coches, Ty?

—Seguro que sabe —dijo de repente una voz detrás de ellos.

Se dieron la vuelta y vieron a dos hombres de semblante hostil, trajeados y con corbata.

—Especialmente —continuó el más alto—, cuando los coches no le pertenecen. ¡Quedas detenido!