15

Manos de tijeras

—La Priscila ha llamado dos veces hoy. No sé qué más disculpas darle.

—Está bien, abuela. La voy a llamar.

Yo la había llamado una vez desde el hospital, avisándole que había llegado. Quería ir a verme. Le dije que no, que esperara hasta que yo volviera a la casa. La llamé entonces y le dije que ya podía venir.

—¡Val, qué nostalgia! —y me dio un puto abrazo. —Estás flaquita, amiga.

—Y tú, Pri, ¿todo bien?

—Qué susto me diste. ¿Llegaste y te fuiste directo al hospital? ¿Qué es lo que tuviste?

—Tuberculosis renal.

—Cielos, ni sabía que eso existía. ¿Pero ahora estás mejor?

Y el viaje, ¿cómo fue?

—¡Maravilloso!

Le conté todo. Ella me contó del nuevo trabajo que había aceptado. Ahora era auditora. También me contó del resto del grupo.

—Pero dime, ¿cómo es que te contagiaste con tuberculosis? Te quedaste tanto en el hospital que creí que estabas con SIDA —dijo eso riéndose, como si fuera la cosa más imposible del mundo.

Yo me reí y quedé mirándola.

Silencio.

—Dime que es mentira, Val —dijo ella, casi desesperada.

—¿Y si no lo fuera?

Ella comenzó a llorar.

—¡No puede ser verdad! ¡No puede ser!

—Cálmate, Pri, no es el fin del mundo. Ahora ya estoy bien —y le conté todo. Cómo había sido, todo lo que había aprendido en Estados Unidos.

—¿Cómo aguantaste todo este tiempo sin contárselo a nadie?

—Qué sé yo, aguantando. Por eso desaparecí.

—El resto de los amigos pregunta mucho por ti. Están preocupados.

—Estoy pensando llamar a los de más confianza y contarles luego.

—Tú sabrás.

Una semana después, un sábado, la Pri volvió con la rubia Dé, Cris y la Lumpa.

—¡Qué nostalgia, chiquillos!

—¿Y cómo anduvo el viaje, Val?

—Fue una maravilla.

Les mostré las fotos y les conté todo detalladamente. Los tres aún continuaban en la facultad. Me contaron las últimas novedades, los pelambres del resto del grupo; por dónde andaba Luiz, la Renata, la Gabi y la Mari… Nos acordamos de los tiempos del colegio, de todo el curso, de los profesores, del barullo, de las fiestas…

—Buenos tiempos aquellos, ¿no? Éramos felices y no nos dábamos cuenta.

—¿Podrán creerme que hoy tengo nostalgia hasta de las clases de física?

—¡Tampoco vamos a exagerar!

—Y, Negrita, ¿qué cuento es ese de la tuberculosis?

—Sí, pues. Por eso es que los llamé para acá. No estoy solamente con tuberculosis, no.

La Dé, que se encontraba sentada en el suelo, al frente mío, se empezó a poner blanca. Desde el colegio, cuando se ponía nerviosa, le daban esos ataques. La sujeté y la remecí.

—Dé, no te vayas a desmayar. Tengo SIDA.

Me apretó la mano, esforzándose para no llorar. Cris, pasmado, intentó ponerse en pose de médico.

—Bien, Val, está bien, nosotros estamos aquí para lo que sea y lo que venga.

—Yo lo sabía —dijo la Lumpa. —La Pri estaba muy rara desde que vino a verte. En la licenciatura de la Renata la semana pasada, lloró toda la noche.

—¡Pri!

—Ah, Val, disculpa, pero no soy tan fuerte como para aguantar estas cosas.

—¿Qué anduviste haciendo en Estados Unidos?

—No anduve haciendo nada, doña Lumpa.

—Entonces fue con esas personas del teatro. Ese mundo loco.

—No, nada de eso, Lumpa, para que lo sepas fue con aquel pololo que tuve en la enseñanza media.

—¿Aquél que conociste en el barco?

—Sí, señora. Y es bueno que lo sepas para ver si aterrizas y comienzas a cuidarte.

—Sí, amigos, tienen que usar condón, ¡tienen que usarlo!

—No creo que ustedes todavía continúen con esas discusiones tontas. Usarlo es bueno, ¿lo usan ustedes? —todos bajaron la cabeza. —Escuchen, tienen que entender que el preservativo también fue hecho para ser usado con las personas que queremos. Además, esta palabra viene de camisa-de-venus. Y Venus es la diosa del amor, ¿lo sabían?

Seguimos conversando el resto de la noche. Les expliqué que a pesar de haberme enfermado, no significaba necesariamente que estuviese muriéndome. Me taparon de preguntas, si estaba cuidándome bien, qué remedios tomaba.

—Debe ser duro, ¿no?

—Sí, Dé, no es fácil. Todavía más en esta etapa de recuperación, me tengo que quedar en la casa, y es como las huevas, no tengo muchas cosas que hacer…

—¿Por qué no escribes?

—¿Escribir qué?

—El libro. ¿Te acuerdas de nuestro libro?

—Sí, realmente, Val, quedaste debiéndonos un libro en el colegio.

—Ah, no creo que ustedes todavía se acuerden de esa historia.

Nosotros éramos un grupo muy unido. Andábamos siempre juntos, principalmente en cuarto medio. Fue el mejor año, pero también sabíamos que sería el último, pronto cada uno se iría por su lado, preuniversitario, universidad. Pero hicimos un trato, seríamos amigos para siempre. Aun después de adultos.

—¡Mucho más que eso! Vamos a escribir un libro nuestro.

—¡Eso, un libro! Y quien lo va a escribir eres tú, Val.

—¡¿Yo?! ¿Y qué tengo que ver yo con eso?

—Tú eres la que mejor escribe de nosotros. Te sacabas tremendas notas en redacción. Y vives diciendo que te encanta escribir. Listo, decidido, lo vas a escribir, ¡sí!

—Uy, cómo se vuelan. ¿Ustedes piensan que es fácil escribir un libro?

La Dé me llevó donde la Ignês, nuestra profesora de literatura. Una morena bajita, que era la que mejor se llevaba con nuestra clase. E hizo la proeza de, a los dieciséis años, hacernos adorar a Machado de Assis, con sus debates incitantes.

—Ignês, ¿qué necesitamos hacer para escribir un libro?

—Necesitan que les guste escribir. Y escribir mucho.

—¡La Val va a ser escritora!

—¡¿Dé?! Nada de eso, mire, Ignês, esta niña sólo habla tonteras —me volví a mi puesto. —Mira, Daniele, ya te dije que voy a ser actriz y cineasta.

—Está bien, también puedes ser todo eso, ¿pero qué te cuesta escribir un libro para nosotros?

—Ah, ¿sí? ¿Y qué escribiría? ¿Contando qué?

—Contando sobre nosotros, ¡pucha!

—Sí, eso, Val, contando que somos muy amigos.

—¿Ah, y ustedes encuentran que somos tan especiales como para eso? ¿Para transformarnos en un libro?

—¡Sí! ¡Creemos que nosotros somos lo máximo!

Observé a todos nosotros sentados ahí, en el suelo de mi living, juntos, después de seis años. ¡Realmente nosotros éramos lo máximo!

—Entonces, Negrita, escribe. Con mayor razón ahora, después que has pasado todo esto, debes tener muchas cosas que contar.

—Sí, creo que sí… Voy a pensarlo.

Siguieron viniendo siempre a la casa. A la semana siguiente, la Rê también vino y me dio mucha fuerza. Los fines de semanas arrendábamos películas, hacíamos “cabritas” y conversábamos mucho. De a poco empezaron a llevarme a sus salidas. Un día al teatro, otro día a un bar y después incluso a bailar.

Durante la semana, cada uno tenía que preocuparse de su vida, trabajo, facultad, y yo quedaba aburrida, sintiéndome sola hasta que pesqué un cuaderno y un lápiz y empecé a escribir, a escribir, a escribir… Escribo, luego existo, era más o menos así.

Ese final de año no fue muy fácil. Fueron nueve meses de tratamiento en la posta de salud (la tuberculosis es un departamento del Estado) con el Dr. Tuberculosis, una eminencia en la materia. Fuera de eso, él era muy divertido. Sólo él y mi papá me hicieron reír aquellos días. Vivía diciéndoles que quería dejar de tomar los remedios, que ya estaba bien, pero ellos me decían que no, pues el bacilo se pondría resistente y sería peligroso no sólo para mí, sino también para el resto de la población. Hasta el término del tratamiento, tuve muchos efectos colaterales. Perdí el setenta por ciento de la visión y del nervio del laberinto, aquél que nos da el equilibrio. Me pasé meses afirmándome en las paredes para caminar y tuve que dejar un tiempo de escribir. Pero, con un poco de paciencia, mucho ejercicio, apoyo de la familia, amigos y médicos, pude volver a la normalidad. La vida es más fácil cuando se tiene ayuda.

En 1995 empecé a ser parte de una ONG para personas que viven con VIH/SIDA. Participé en reuniones, seminarios, manifestaciones, trabajo voluntario. Conocí el otro lado del SIDA. Recuerdo que una de las primeras veces, llevé una bolsa llena de remedios que me sobraron de mi tratamiento, para la pequeña farmacia de allá. Un participante del grupo recibió admirado la bolsa.

—¡Pucha, eres una niña con suerte!

¿Suerte? Pensé que estaba bromeando. No entiendo cómo alguien podía tener suerte si estaba enfermo y tenía que tomar todos esos remedios. Pero mi colega me explicó:

—Es que la mayoría de las personas de aquí no tiene dinero para comprar ningún comprimido.

En ese grupo aprendí mucho, intercambié experiencias e hice varios amigos. Algunos de ellos continúan entre nosotros. Otros ya se fueron, pero, sin lugar a dudas, me dejaron más de alguna cosa y también forman parte de este libro.

En febrero de 1996, cuando ya estaba completamente bien, hice otro viaje, esta vez me fui más lejos, a Australia. Pasé un mes estudiando y otro viajando por todo el país. Conocí otras culturas, escalé el Kings Canyon, en el desierto, buceé en la barrera de coral más grande del mundo, volé en parapente y nadé en muchas playas de arena blanca y agua azulturquesa. Y, lógicamente, hice muchos nuevos amigos.

Ese mismo año, ganamos en la Justicia la pelea por el plan de salud, surgieron nuevos remedios, nuevas esperanzas y un examen que detecta la carga viral. Como la mía estaba muy alta (a pesar de los CD4 estables y que me sentía bien), mi médico sugirió que empezara con una nueva medicación. Fue difícil acostumbrarme, pasé por dos combinaciones, hasta llegar a una que no me causara tantos efectos colaterales. Pero, de nuevo, con mucha paciencia… (¡esta vez, principalmente, del Dr. Afecto!).

Marzo de 1997. Consultorio del Dr. Afecto. La secretaria, desde que empecé a ir allá, me recibe alegremente. Me pide que espere un poquito, que él ya me va a llamar. Me siento a esperar. Ahora ya no está más ahí aquel cactus seco y lleno de espinas, tal vez alguien lo haya sacado, o tal vez nunca haya existido. En su lugar hay un conjunto de hojas verdes y llenas de vida.

El Dr. Ángel aparece por aquí. Él continúa siendo el ángel de siempre. Me dice que está contento de verme tan bien.

El Dr. Afecto me llama, yo entro a su consulta. Me recibe sonriendo. Últimamente está siempre sonriendo. Le entrego los exámenes, pero él me dice que primero le gustaría saber sobre mí, y nos ponemos a conversar. ¡Quién te vio y quién te ve! Finalmente lee los resultados, CD4: 820, carga viral: no se detecta. “¿Viste que valió la pena?”. ¡Y él lo celebra muchísimo! Yo me pongo feliz. ¿Por los exámenes? También, pero principalmente porque ahora tengo una certeza: ¡el Dr. Afecto es un amigo!

En cuanto al resto, siguió saliendo siempre con mis amigos y visitando a toda la familia, viajando bastante, haciendo gimnasia, natación, escribiendo, leyendo, estudiando, trabajando en este libro y finalmente descubrí las maravillas del sexo seguro con alguien que me hace sentir muy bien.

Todavía no se sabe qué sucederá con las nuevas drogas en el futuro. Pero, en realidad, del futuro nunca se sabe nada.

¡Carpe diem para todo el mundo!

En cuanto a los prejuicios, a veces todavía me siento como El joven manos de tijera, preso en su castillo, haciendo obras de arte porque no hay otra manera con que él pueda tocar a las personas. ¿Se acuerdan de esa película?

Pero, quién sabe si algún día, todos nosotros aprenderemos que cada vez que conozcamos a alguien, sea ella o él, blanco, negro, amarillo, rojo, gordo, flaco, feo, bonito, judío, musulmán, homosexual, alto, pelado, tartamudo, adoptado, enano, con SIDA, sin SIDA, rico, pobre, chascón, gangoso, ciego, curcuncho, discapacitado, turnio, inteligente, ojos rasgados, ojos azules, palestino, árabe, comunista, capitalista, superdotado, hemofílico, loco, miserable, graduado, travesti, místico, desterrado, mexicano, americano, empleado, patrón, prostituta, enfermera, médico, padre, joven, viejo, ateo, tatuado, con tuberculosis, con lepra, con manos de tijeras, sin brazos, sordo, parapléjico, mudo, ignorante…, nos acordemos de que, antes que todo eso, es una persona.

Y mejor aún sería si, después de todo eso, podemos ser amigos.