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Un cactus seco y lleno de espinas

A pesar de todo, yo estaba “libre” otra vez. Y aquel año 1988 fue uno de los mejores de mi vida, quizás porque era el último del colegio, o tal vez porque fue el último sin el fantasma del SIDA. Pero, con seguridad, porque más que nunca estuve cerca de mis amigos y aquello me daba una enorme felicidad. Hoy paso horas acordándome de todo. De nosotros sentados al fondo de la sala haciendo desorden; yo chuteando el bolsón de la gorda Pri en una prueba, para que me pasara el torpedo; la Dé haciéndose pipí en los calzones cuando no podía parar de reír; el Cris, flacuchento, siempre haciendo pelotudeces; la Lumpa, bajita, de ojos claros y harto pelo, preguntándome si creía que ella aún estaba a tiempo para ser una tenista famosa —detalle: apenas sabía tomar la raqueta. La Renata, que siempre estaba viendo revistas de moda y tenía uñas estilo casco —ése era el nombre que le dábamos a sus uñas comidas hasta el medio del dedo. El Fabrício, un gigante de casi dos metros de altura. El Luiz y yo teniendo elevadas conversaciones intelectuales sobre arte; yo queriendo ser actriz y cineasta, y él músico. La Gabi y la Mari, las hermanas más locas del colegio, que eran de otro tercer año. Los nerds, los mateos, los profesores, el viaje ecológico a Cananéia, la fiesta estilo años 60 que organizamos para juntar plata para la graduación. La Dé y yo capeando clases para ir de sala en sala a vender las invitaciones. La panadería de enfrente, donde pasábamos el recreo. La “podrida”, donde almorzábamos cuando teníamos clases en la tarde…

Aquel año era también la Prueba de Aptitud, la cosa más idiota que se haya inventado en este mundo. Como si no bastaran todas esas leseras que debemos estudiar, o mejor, memorizar, tenemos que decidir a los diecisiete años lo que haremos con el resto de nuestras vidas. Todavía me acuerdo de nosotros con aquel maldito manual de la Fuvest, decidiendo con una X nuestra futura profesión. Teníamos sueños, claro, pero algunos ni siquiera teníamos eso. Me cansé de ver a algunos de mis amigos sin saber qué hacer y a otros llenos de ideas pero que terminaron sin hacer nada. Creo que ése fue mi caso.

Desde chica quise ser actriz. Esa historia comenzó cuando tenía unos seis o siete años. Mis papás se habían separado, mi hermana y yo vivíamos con mi mamá y pasábamos los fines de semana con mi papá. Entonces él comenzó a llevarnos al teatro infantil. Era sagrado. Todos los domingos veíamos una obra nueva. Me encantaba, era bacán, principalmente porque mi papá se divertía muchísimo con nosotras. A la mayoría de los adultos se les notaba en la cara que estaban ahí por obligación, pero no mi papá. Siempre salía del teatro imitando a alguno de los personajes: con mi hermana nos moríamos de la risa y eso nos daba tema para toda la semana. Asistimos a varias obras y yo encontraba que todo eso era lo máximo. Me volvía loca por la gente que estaba arriba del escenario: la ropa, los colores, las jugarretas… Cuando descubrí que eso era una profesión, juré que sería la mía. Algún día yo sería capaz de alegrar a otras personas así como ellos lo hacían conmigo.

En aquella época todavía era una niña y la gente me apretaba los cachetes y decía:

—¡Qué amorosa, quiere ser artista!

Sólo que fui creciendo y esa idea no se apartaba de mi mente. Al contrario, cada día me ponía más obsesiva. Recuerdo que cuando mi hermana y yo peleábamos, ella me decía:

—¡Ojalá te mueras!

—¡Yo nunca me voy a morir, porque el artista es inmortal! —le respondía.

¿Megalómana yo, no? Creo que vi demasiadas películas.

Cerca de los doce años, empecé a hinchar a mi papá con que quería hacer un curso de teatro.

¿Estás loca? ¡Ésa no es profesión para mi hija!

Era difícil creerlo, no se parecía en nada a aquel papá que me llevaba al teatro. Listo, ya estaba armada mi crisis de adolescencia: hacer o no hacer teatro, he ahí la cuestión.

Durante un tiempo no me lo permitió y me tuve que contentar con las obras del colegio. Pero después terminó dejándome e hice un curso que no era gran cosa. Lo único que quedaba era esperar el término del colegio y buscar algo más serio. Cuando llegó la Prueba de Aptitud, fui a dar miles de pruebas. Cine en la USP y en la FAAP , teatro en la EAD y en la Unicamp y periodismo en la PUC. Casi me volví loca. Hubo días en que coincidían dos pruebas y tenía que salir corriendo de una, atravesar toda la ciudad y dar otra. A veces no quedaba ni tiempo para almorzar. Terminé soltando la Unicamp en el medio. Al final, solamente pasé periodismo en la PUC, según una amiga que había visto mi nombre en el milésimo lugar de la lista de llamados. Pero, como no era eso lo que yo quería, me quedé tranquila y no se lo conté a nadie, pues a esas alturas estaba con otra idea: ir a Estados Unidos.

Hoy me pregunto si mi vida habría sido diferente de haber estudiado una carrera. Me faltó poco para entrar a la USP, pasé hasta la segunda etapa. Pero eran sólo quince vacantes y, lamentablemente, mi nombre no estaba ahí cuando apareció la lista. Es bien penca, ¿sabes? Te quedas buscando tu nombre en la lista y después que la lees por enésima vez, terminas convenciéndote de que no está ahí. Entonces comienzas a imaginarte quiénes son los otros quince sujetos que entraron en tu lugar. ¿Quién me asegura que ellos serán buenos cineastas sólo porque le achuntaron más que yo en física, química o qué sé yo en qué más? Dan ganas de ir detrás de ellos, uno por uno, tocar el timbre de sus casas y decirles:

—Buenos días, soy Valéria Piassa Polizzi y, por esas cosas del destino, tú ocupaste mi lugar en la universidad. Pues bien, ahora estoy aquí para averiguar tu desempeño. Muéstrame lo que has hecho.

Si hubiese hecho algo bueno, lo felicitaría y me iría. Hasta recomendaría sus películas. Ahora, si el fulano no hubiera hecho nada bueno, se las vería conmigo. Juro que lo mataría de puro resentimiento. Le contaría todo lo penca de mi historia, de cómo mi vida se había vuelto miserable luego de ser reprobada en la Prueba, de cuán tristes eran los días en que yo, sentada en el cine mirando aquel telón blanco, lloraba lágrimas de sangre porque no pude filmar mi opera prima… Haría el más puto drama.

A esas alturas, el fulano estaría muriéndose de remordimiento, horrorizado. Pediría mil disculpas y ahí mismo prometería que iría a filmar su primera película, y más aún, yo sería su codirectora. ¡Eso mismo, haríamos juntos una película que sería el mayor éxito de taquilla de los últimos tiempos y después todos viviríamos felices para siempre! Y entonces desperté.

No te preocupes, es que siempre fui así, medio fantasiosa. Tengo la manía de inventar historias absurdas cuando no logro encontrar solución para las cosas. De cualquier manera, nunca voy a saber lo que hubiera pasado si hubiese tomado otro camino. Y eso lo encuentro un poco injusto. Si yo fuese Dios, te aseguro que inventaría una manera: cada vez que alguien titubeara, podría visualizar todas las opciones antes de tomar una decisión. Tal vez ni se necesitaría tanto, bastaría con permitir que algunas cosas regresaran en el tiempo cuando salieran equivocadas. Así, cuando pasara alguna cosa mala, de esas que nos estrujan el pecho, cerraríamos los ojos y lo desearíamos con muchas ganas. Al volver a abrirlos, habrían retrocedido algunos segundos en el tiempo y la cosa mala habría dejado de existir. Creo que fue más o menos eso lo que quise que pasara cuando vi mi examen de SIDA.

La mayoría de mis amigos terminó entrando a la PUC. A veces me arrepiento de no haber hecho allá periodismo. No por el curso en sí, sino porque habría pasado más tiempo con ellos. Sé que puede parecer un motivo extraño y sé también que en aquella época yo no pensaba así. Pero las cosas cambian y los valores también. Sólo más tarde descubrí el verdadero significado de un amigo.

Finalmente terminaron las pruebas y, como no soy de fierro ni mucho menos, fui a pasar las vacaciones a Corumbá. Era enero de 1989 y ahora solamente me faltaba cumplir dieciocho años, que sería en febrero, y ya podría comenzar a preparar mis cosas para ir a Nueva York a pasar un tiempo con la tía Dete, que estaba viviendo allá.

Las vacaciones, como siempre, fueron excelentes. Una ciudad pequeña es otro cuento. Se puede salir sola, caminar de noche por las calles, regresar tarde, sin neurosis de asalto, secuestro u otra cosa. Hay fiestas todos los días, la ciudad entera se conoce, y si no, termina conociéndose.

—¿Quién es ése?

—¿Ése? ¡Ah! Es hijo de fulano, nieto de zutano, hermano de mengano. Tiene tantos años, vive en la calle tanto y hace tal cosa —ficha completa.

Claro, llega un minuto en que eso también te empelota. No se puede decir ni “ay” sin que toda la ciudad se entere.

—¿Sabes que ésa, la que pololea con ése…? Pues sí, se quedó con ese otro que ya había andado con la de más allá.

Al principio yo, que era de afuera, hasta me alarmaba —“¿Este pueblo no tiene nada mejor que hacer que andar hablando mal de los otros?”—, pero después me acostumbré y al final hasta me reía (y pelaba un poco también, para ser más precisa). Aparte de eso, era muy cómodo conocer a una persona un día y al minuto siguiente saber todo sobre ella. Y fue más o menos así que conocí al Leco.

Lo vi por primera vez en una fiesta. ¡Qué guapetón! Era moreno, alto, fuerte, llevaba una camisa blanca… (qué horror, me acuerdo hasta del color de su camisa). Por supuesto, luego fui a informarme de quién se trataba y supe que era uno de los muchachos de Santos, un grupo que se había transformado en la sensación de la ciudad. Era amigo de un amigo de mi hermana y el hermano de él había andado con mi mejor amiga. ¿Coincidencia? No. Es que, como ya dije, la ciudad es pequeña y por eso mismo nos encontramos un montón de veces. Un día hasta nos llevó en su auto, pero había tanto leseo adentro que no pudimos conversar. Sólo el último día de Carnaval nos conocimos mejor. Estábamos en una concentración —una fiesta que hay antes del baile— para reunirnos y bajar juntos al club, bailando por las calles y siguiendo el sonido de la batucada.

Él se presentó al llegar. Nos quedamos conversando y tomando cerveza. No pasó mucho rato y ya estábamos mareados, y poco después estábamos besándonos.

—¡Uf! Al fin encontré a alguien que sabe besar en esta ciudad —dijo. Por su tono, ya había besado a la ciudad entera.

—Ah, ¿sí…? —Bueno, yo también había andado con otros tantos.

—Sí… Las niñas de aquí no besan nada de bien, ¿sabes?

Ahí no aguanté, me largué a reír y nos pusimos a pelar a las corumbesas (¡que no me vayan a oír!). Más encima, me contó el tremendo lío que dejaron con sus amigos en el viaje y en el hotelucho donde estaban alojados, el golpe de baño que les aplicaban a las niñas…

—¿Qué golpe es ése?

—Es cuando decimos que vamos al baño, desaparecemos y conseguimos otra mina.

—Son realmente unos bandidos. ¡Es mejor que esté muy alerta contigo!

Él rió y dijo:

—Puedes quedarte tranquila que a ti no te haré nada.

—¡Será mejor!

Al final, cada vez que teníamos que ir al baño, lo jodía:

—Oye, no te desaparezcas, ¿eh?

Pasamos juntos toda la noche. Bailamos en el salón, descansamos cerca de la piscina, comimos sandwiches en el carrito. Cuando ya no dábamos más de cansancio, nos fuimos caminando, hablando estupideces y riéndonos por el medio de la calle. Ya había amanecido, hasta había pajaritos cantando, y cuando llegué a mi casa, me apagué. Dormí todo el día. Además, después de cinco días de Carnaval, eso es lo único que uno quiere.

Desperté con el llamado de una amiga que estaba en casa, para que fuéramos a la estación del tren. Los muchachos de Santos se iban e iríamos a darles una sorpresa. Hacia allá partimos. En el camino me dolió la guata: es extraño encontrar a esa persona al día siguiente, peor aún cuando ninguno de los dos está mareado ni mucho menos. Llegué mansita y arriesgué un “hola” medio tímido. Me acuerdo que él puso una tremenda cara de felicidad al verme. Podría habérselas dado de difícil, como la mayoría de los hombres abrutados, hasta podría haberme ignorado, pero no, él era diferente y eso me pareció lo máximo. En medio de la gritería de nuestros amigos, nos quedamos parados mirándonos. Me mostró su cabina y me contó como sería el viaje. El tren piteó, avisando la partida. Sonrió, me acarició la cara y dijo “¡chaíto!”.

No lo llamé cuando llegué a São Paulo, y él tampoco me llamó, pero gracias a una cosa llamada casualidad, un buen día un amigo de mi hermana, el Duda, de Santos, llamó a mi casa, yo atendí y nos pusimos a conversar hasta que decidí preguntarle:

—¿Y cómo está la gente por allá?

—¿Quieres saber de la gente o de alguien en especial?

Ese Duda sabía ser indiscreto.

—Bueno, ya. ¿Cómo está el Leco?

—Está bien. ¿Por qué no lo llamas?

Al final quedamos en encontrarnos todos. Mi hermana, una amiga y yo fuimos a pasar el fin de semana al departamento que tiene mi papá en Santos. En la noche pasaron a buscarnos. Nos quedamos todos en la puerta del edificio conversando, recordando las vacaciones y el alboroto del Carnaval. De vez en cuando nuestras miradas se encontraban y mi corazón se disparaba. Después de un rato, decidieron ir a un bar. Yo fui sola con él en un auto, lo que me puso aún más ansiosa y creo que a él también. Cuando paramos en el primer semáforo, me miró y dijo:

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Sí —respondí, pero sin esperar le di rápidamente un beso en la boca, con lengua. Cuando terminamos, él rió y dijo:

—Eso mismo era lo que te iba a preguntar, si vamos a andar otra vez.

Y anduvimos, ése y muchos otros días, hasta que surgió otra pregunta:

—¿Estamos pololeando?

Juntos decidimos que sí, pero no sería un pololeo pesado, lleno de poses, celos u “¡Oh, Dios mío, cómo te amo!”. Sería algo liviano, libre, muy simple. Me acuerdo de estar pololeando en el auto, de las cosas que él me contaba, de la manera como me trataba, de la forma en que me miraba, de aquellos ojos café claros…

Conversábamos de todo, absolutamente de todo. Bueno, casi de todo. Todavía había algo que me incomodaba un poco: el sexo. Llegamos a tocar el tema varias veces, pero yo siempre terminaba desviando la conversación. Creo que era porque aún no había superado todo lo que sufrí. Creía que sí, ya que había pasado más de un año, pero no. Sabía que algún día terminaría contándoselo, pero necesitaba más tiempo. Acá entre nosotros, concordemos en que no es nada fácil para una niña de dieciocho años contarle a su pololo de veinte que ya se había llevado grandes palizas de otro pololo. Pero un día se lo contaría, sé que se lo contaría, y ahí entendería por qué aún no había tenido relaciones con él. Era un tipo buena onda. Nunca me forzó a nada. Me acuerdo de una vez cuando fui al ginecólogo, después de toda esa historia de violencia, y el médico me preguntó si había quedado traumatizada.

—No, traumatizada no —respondí. —Pero creo que nunca más voy a querer tener relaciones.

—¿Ni aunque un día conozcas a un muchacho buena onda? —preguntó el médico.

—¿Un muchacho buena onda? ¿Pero qué es un muchacho buena onda?

Bien, el Leco lo era.

Ya estábamos en mayo —y tenía casi todo listo para el viaje a Estados Unidos— cuando decidí ir donde un gastroenterólogo. Yo vivía con un dolorcito de estómago, nada serio, pero encontré mejor hacerme un chequeo para no tener ningún achaque en casa de mi tía. Aunque estaba bien grandecita para ir sola al médico, mi mamá se movilizó y dijo que iríamos juntas. ¡Qué lata! Más lata todavía fue el desagradable médico preguntándome: “¿Dónde te duele?”. “Aquí”, dije, apuntando el esófago. Él soltó una risita y dijo: “¿Desde cuándo duele el esófago a tu edad?”. Si hay algo que odio son esas bromitas de mal gusto de los médicos. ¿Quién se cree él para estar dándole poca bola a mi dolor? Me dieron ganas de mandarlo a la mierda. Pero, por respeto a mi mamá, que probablemente sufriría un desmayo, respiré hondo y sólo lo miré feo. El Dr. Sabelotodo me pidió una endoscopía y que volviera cuando estuviese lista.

Fui a hacerme la endoscopía. Sí, ese examen en que te meten un tubo por la garganta hasta el estómago. Qué rico, ¿no? Así fue. Llevé el resultado al médico, quien concluyó, con su mejor cara de culo, que yo tenía realmente un problema en el esófago. ¿Ve? ¿Quién lo mandó a reírse en mi cara? Dígame qué es lo que tengo.

—Sapitos en el esófago.

—¿Qué? —Me imaginé un montón de sapos haciendo la tremenda fiesta en mi aparato digestivo.

—No es nada de eso. Sapito es esa cosa blanca que le aparece a los niños en la boca. Nombre científico: candidiasis.

—Ah, ya… ¿Y ahora?

—Ahora voy a darte un remedio y pedirte unos exámenes más —anotó los nombres en un papel y dijo: —Baja y llévale esto a la enfermera, que ella te saque sangre ahora mismo.

Después de algunos días fui a buscar el resultado, esta vez con mi papá. El Dr. Sabelotodo lo leyó, no puso muy buena cara y dijo que tendría que pedir algunos exámenes más.

—¿De nuevo? Por qué no me los pidió todos de una vez —reclamé.

—Porque primero necesitaba chequear una cosa que tal vez hiciera innecesario pedir estos otros, pero ahora veo que sí, que va a ser necesario…

Algo me decía que este tipo me estaba engrupiendo.

Pescó un papel y anotó unas cosas. Como la vez anterior, extendí la mano para tomarlo, pero esta vez no me lo entregó.

—Deja, yo mismo se lo doy a la enfermera —dijo.

—Baja a sacarte sangre.

Encontré eso muy extraño, pero hice lo que me ordenó.

Después de unos días, cuando estábamos en medio del tránsito, en el auto con mi papá, él comenzó una conversación medio rara:

—Sabes, hija, esa enfermedad nueva que apareció… En el fondo nadie sabe bien de qué se trata… Cada uno dice una cosa… Eso de que la persona muere luego, tal vez no sea así…

Listo. No necesitaba decir nada más. Yo tenía SIDA. Aquel médico debe haber hecho un test sin mi consentimiento y, peor aún, debe haber llamado a mi papá para darle el resultado. ¡Qué maldad, no tenía derecho! No pude decir ni una palabra y tampoco me atreví a mirar a mi papá. Nos quedamos en silencio, mirando por la ventanilla del auto. Yo pensando en el susto que debía haberse llevado; él pensando sabe Dios en qué.

El próximo paso fue buscar un especialista. Fuimos mi papá, mi mamá y yo. Eso bastaba para deducir la gravedad del problema: mis papás nunca andaban juntos. Entré sola a la consulta del médico, quien empezó a hacerme un montón de preguntas. Por su actitud, ya alguien le había explicado algunas cosas. Quiso saber con quién había tenido relaciones, si había usado drogas, si sabía si el ex pololo con quien mantuve relaciones las usaba, qué tipo de sexo practicamos… Me sentí como en un banquillo de acusados, parecía que mi crimen había sido tener relaciones y probablemente la sentencia sería la muerte.

Me explicó que el sapito que yo había tenido era algo común en los pacientes VIH positivos, porque están con baja inmunidad. Por eso el otro médico pidió primero un examen de inmunidad (un conteo de CD4), que dio bajo, y después el examen para saber si yo tenía el virus. Y lo tenía. Pero, además, pidió que repitiera los exámenes en un laboratorio más confiable.

Sí, creo que ya no había mucha esperanza. Me acuerdo que antes de ir a ese médico, en el camino de ida, mi mamá había hecho la promesa de dejar de fumar. Ahora, en el camino de vuelta, encendía un cigarrillo.

Me hice el examen y esperé el resultado. Las cosas estaban pasando tan rápido que no sabía qué pensar. Hace algún tiempo había hecho un curso de control mental, así que ahora me pasaba los días meditando, imaginando una luz violeta sobre todo mi cuerpo. En parte porque creía que eso me podría ayudar, y también porque no podía hacer nada más.

Cuando estuvo el resultado lo llevé donde el especialista, el epidemiólogo. Durante los minutos que me quedé sentada en la sala de espera con el sobre blanco en la mano, intenté imaginarme cómo sería mi vida de ahí en adelante. Pero no lo logré. Me quedé entonces mirando un macetero donde había plantado un cactus seco y lleno de espinas.

La secretaria me llamó, caminé hasta la oficina del médico y le entregué el sobre. En verdad, uno de mis exámenes había salido negativo, lo que me dio una pequeña esperanza. Pero el epidemiólogo rápidamente me fue frenando:

—¿Te queda alguna duda todavía?

Por lo menos había una noticia buena: mi inmunidad había aumentado. Le pregunté qué tendría que hacer de aquí en adelante.

—Nada —dijo él—, sólo intenta llevar una vida normal.

¡Ah, claro!

—¿Puedo pasar unos meses en Estados Unidos así como estoy? Viajo en dos días más.

—Sí. Aprovecha de hacerte algunos exámenes allá. Ellos tienen métodos más avanzados.

—Ya. ¿Necesito avisarles a las personas que alguna vez besé en la boca?

—No.

Menos mal. Ya me estaba imaginando tener que llamar a los fulanos con quienes había andado y decirles: “Hola, ¿estás bien? ¿Te acuerdas de mí? Te estoy llamando para avisarte que tengo SIDA”. ¡Qué notición! Menos mal que nunca más había tenido relaciones con nadie. ¡Gracias a Dios!

—¿Y cuándo tengo que volver aquí?

—Cada tres meses para chequear tu inmunidad.

—Ajá.

—Ahora observa que no se encapsule mucho, porque hay personas que pasaron hasta diez años sin desarrollar la enfermedad.

Pucha, qué bueno, ¿no? Él se quedó ahí parado, esperando que por lo menos yo le sonriera y saliese feliz y contenta. Diez años. Diez años… Mi cabeza había comenzado a sacar cuentas. Espérate, ya no son diez años. Si tengo dieciocho y probablemente lo adquirí a los dieciséis, entonces me quedan sólo ocho. Ocho años. ¡Ocho años para llenarme de granos, que se me cayera el pelo, llegar a pesar medio gramo y chao! Ésa era la primera sentencia de muerte que veía con seguridad para los próximos ocho años. Y eso si tenía suerte, y por supuesto, mucha suerte.

—¿Solamente eso?

—Sí, cuídate, ¡chao!

Bien, ahora sólo me quedaba tomar ese avión y desaparecer. Pero antes tenía que hacer algo: terminar todo con el Leco. Ya habíamos conversado sobre el viaje y acordado que, mientras yo estuviese afuera, cada uno podría hacer lo que quisiera, pero que volveríamos a pololear cuando yo regresara.

Vino a despedirse un día antes del viaje y rápidamente fui cambiando todo:

—Oye, es mejor que terminemos, no va a resultar.

—No. Cada uno hace lo que quiera mientras estemos separados, y cuando vuelvas, ahí decidimos, ¿ya?

—Bueno, está bien —terminé aceptando. Estaba segura que él me olvidaría.

—¿Prometes escribirme, Morena?

—Sí.

Ese día también era el cumpleaños del Cristiano, mi amigo del colegio. Estaba a punto de acostarme cuando el Luiz me llamó para decirme:

—Val, vamos a ir todos a la casa del Cris. ¿Quieres ir?

Fui. Allá estaban todos mis amigos en lo mejor de la fiesta, la Dé, la Pri, la Lumpa…

—Oigan, tengo que contarles algo. —Todos me miraron.

—Mañana temprano me voy a Estados Unidos.

—¿Qué? ¡Val, estás loca! ¡Ni siquiera nos avisaste!

—Es que… Es que lo decidí tan rápido que… ni me acordé… —Pucha, estaba realmente aturdida.