EL GUARDIÁN DEL CONOCIMIENTO


 

 

Se llamaba Rexor. Su secreto. Al fin. Rexor...

 

Había un olor húmedo en el ambiente...

El aire se envolvía con un velo acuoso, con una claridad que podía aspirarse como la fragancia de las flores. Se escuchaba el lamento crepitante de maderos atormentados en la hoguera. Su infortunio despedía un abanico intenso de fragancias. Muchas de ellas provenían del hervir de un guiso contenido en la abultada panza de barro de una cazuela. El apetitoso gorgotear del caldo en relajado bullir se traducía ante mi desfallecido estómago en un impaciente rugido de aviso.

Supongo que eso fue lo que me hizo despertar.

Doy por seguro que aquellos deliciosos vapores consiguieron rasgar el velo invisible que separa la vigilia del sueño. Sin embargo, creo que abrí los ojos por otro motivo.

Le escuché olfatear a mi lado.

Supongo que quizá en un principio no supe identificar aquel sonido rítmico y silbante que se movía de un lado a otro en las cercanías. Tampoco, abotargado como estaba de mi largo y pesado sueño, identifiqué ese húmedo cosquillear cerca de mi piel. Casi con los párpados recién desplegados, volví la mirada hacia el lugar del que parecía provenir el sonido apenas a unos centímetros de mí. Lo que iba a descubrir a esa misma inquietante distancia me arrancó del sueño de un certero golpe.

Al principio solo acerté a identificar la silueta inconfundible de un animal enorme. Era un felino, aquel felino alto y corpulento, de pelaje albino. Tan blanco que parecía destellar con luz propia. Tan inmaculadas líneas solo se quebraban en su lomo y patas por unas marcas agudas, unas líneas oscuras y profundas como las huellas imborrables de una espalda ensangrentada por el beso del látigo. La seña distintiva del tigre, príncipe de los depredadores.

Se llamaba Tigre. Un nombre singular para una bestia de tan inusual belleza. Un apelativo simple, sencillo, muy poco original, pero sin duda pocos habría más acertados. En su momento me dirían…

«¿Con qué derecho llamarle de otro modo? Él tiene su propio nombre, un nombre que desconocemos y, en cualquier caso, nos sería imposible pronunciar. ¿Por qué tendríamos que llamarlo por otro? Tigre es lo que es y por Tigre te responderá»

Dejó de olisquear, tal vez alertado por mi sobresalto. Quedó quieto, cercenándome con su mirada albina. Por un instante pensé que saltaría sobre mi somnoliento cuerpo para despedazarme sin esfuerzo. Casi acabo desmayándome cuando el robusto animal abrió sus fauces como espadas mostrándome sin reserva las lanzas de marfil que anidaban en su boca. Mi pecho palpitó como si la vida me fuese en ello. Aunque, lo que quise interpretar como un signo de amenaza pronto se transformó, para mi alivio, en un sonado y sonoro bostezo, tan indolente como contagioso. Luego, se estiró cuan largo era y acabó por recostarse pesadamente, acunando su principesca corona sobre sus impresionantes zarpas.

—Es manso como un gato grande —me dijo una voz que reverberaba hueca y sonora, como si surgiese desde abismos insondables. Me estremeció por su robusta solidez. Obligó a volver mis pupilas en su dirección.

Una figura desmesurada pasó ante mí ocultando con su excepcional talle todo vestigio de luz sobre mi rostro, como si la noche hubiese caído sin avisar a nadie. Cruzó sin detenerse. Pronto, las declinantes lanzas solares hendieron mis ojos nuevamente con su moribundo destello, cegándome, y evitando así que lograse apreciar mucho más que perfiles difusos y formas ennegrecidas. Aquel coloso se arrodilló ante el felino y posó una de sus enormes manos en el blanco lomo del animal.

—No tienes nada que temer de él. No te causará ningún daño —dijo aún ofreciéndome la espalda—. Imagino que te dio un buen susto.

El desconocido comenzó a acariciar al inmaculado predador con su mano recia vestida de cuero. Resultaba sorprendente ver cómo aquel animal de cuantioso peso y temible aspecto se colocaba mostrando su panza para facilitar la tarea y ronroneaba como un gato cualquiera...

Luego el misterioso personaje se volvió hacia mí.

Ya presentía lo que iba a ver. Aunque al principio tan solo acertaba a distinguir su abultado cuerpo cubierto por una extensa capa y el anaranjado tinte de una espesa melena que teñía sus hombros. Brillaba a medio lucir entre las sombras proyectadas por el atardecer. Sabía que su rostro estaba mucho más cerca del animal que del hombre a pesar de caminar erguido. Su apariencia tenía muchas más semejanzas con la de su dócil mascota que conmigo.

Un hombre con cabeza de león.


 

—Sé quien eres.

Aquel áspero torrente de voz me devolvió a la vida y con ella, al tiempo perdido en mis recuerdos. Parpadeé en el mundo exterior de nuevo, como en un segundo despertar. La noche hacía tiempo que revestía de impenetrable negro las formas vivas e inertes que nos rodeaban. Habían transcurrido algunas horas desde que abriera los ojos por primera vez, apenas unos minutos desde que mi mente, siempre viajera, decidiese escapar por su cuenta hacia las remotas profundidades del recuerdo, en busca de fragmentos olvidados en sus vastas planicies.

Junto a mí yacía el cuenco que una vez contuvo una ración generosa de aquel guiso de pescado, ahora tan solo intuido entre las sobras. No había sido, sin duda, la selecta y habilidosa mano de los elfos la que procuró el manjar. Resultó una cena algo más austera de lo acostumbrado, pero ciertamente apetecible cuando uno necesita reponer el gasto del día.

Miré al imponente ser que se sentaba frente a mí al calor de las brasas que aún se consumían con entereza en la hoguera. Iluminada por las incandescentes chispas de intenso color y sesgado su rostro por el velo blanquecino de la espectral luna, aquella testa de león que coronaba sus hombros parecía elegida del más noble de su estirpe. Quizá, al igual que a mí me ocurriera una vez, la imaginación forma una idea vaga en la mente con la que asimilar la extraña fusión entre el hombre y la bestia. Algo probablemente mucho más cercano a un aberrante experimento de la naturaleza, como si ella, en un intento de emular nuestro retorcimiento, contaminada y corrompida por nuestra crueldad jugase a la vivisección, cortando y pegando a su antojo, sin equilibrio o juicio, ambos seres.

Un hombre con cabeza de león. ¡Qué irónica broma de la naturaleza!

Tan lejos de la majestuosa gallardía que transpiraba aquel prodigioso ser. Un hombre con cabeza de león. Qué injusta expresión para nombrarlo, pues, viéndole de cerca, cara a cara, a los mismos rasgados ojos con los que él miraba, resultaba muy evidente que el conjunto no hacía sino sobrestimar al hombre o degenerar al león.

Me observaba sin decir una palabra. Sus pupilas, como hojas de espada, se clavaban en mi interior como si pudiera traspasar la carcasa de carne y hueso para leer directamente en mi alma. Es extraño, hubiese esperado de tan soberbia combinación una actitud mucho más agresiva. Sin embargo, había tanta hondura en aquellas pupilas rasgadas, tanta templanza y serenidad, que casi inquietaba y desorientaba a un mismo tiempo. Diría que atentaba contra su descomunal estatura, su torso compacto y abultado o sus inconfundibles facciones de depredador.

—Sé quién eres —repitió modulando con exquisita belleza su grave voz de rey—. Pero no puedo imaginar qué hacías en aquella aldea.

—Andaba perdido —suspiré cuando logré reunir el ánimo suficiente para sobreponerme a su presencia. La sentencia del extraño golpeó mucho más hondo, quizá, de lo pretendido. Mi respuesta surgió como un profundo arrebato de melancolía. Por primera vez en mucho tiempo regresó a mi conciencia la eterna pregunta. Aquella que durante muchos días laceró mi espíritu y el de mis desafortunados compañeros de viaje, ahora perdidos. «¿Qué hago yo aquí?». Y la chispa en mi alma acabó consumiéndose, apagando mi aliento y ensombreciendo mi semblante.

—El mundo mismo camina perdido. Siendo así, nada puedo objetar de tu respuesta, pequeño amigo humano —respondió serenamente. No preguntó nada más.

Al igual que la melena del monarca animal, su cabellera poseía la misma textura áspera y voluminosa. Alcanzaba y cubría sus hombros desplazándose alrededor de su cuello como una sierpe de incomparable belleza, para confundirse luego con la espesa mata que le cubría el pecho. Apenas si habíamos hablado durante la comida. La conversación, escueta y tímida, poco se centró en mi estado de salud, que afortunadamente era bueno, y en el tiempo que había permanecido inconsciente, que tampoco resultó excesivo. Quizá no conseguí retenerla por más tiempo y mi lengua se disparó como un resorte.

—¿Y... quién eres tú? ¿Qué... qué eres? —Él quedó un segundo en silencio observándome con tanto detenimiento que por un instante temí haberle insultado con mi descaro. Luego prorrumpió en un torrente de carcajadas. Aquello me alivió y me hizo sonreír de nuevo.

—Temí que no lo preguntaras nunca, muchacho —me confesó entre descomunales risas—. Es la primera vez que alguien se retrasa tanto. Pero no te apures, jovencito, estoy acostumbrado a toda suerte de reacciones. Los de mi raza no somos muy conocidos por estos u otros confines. Mi pueblo es un pueblo escaso y reservado. No gusta de prodigarse fuera de sus fronteras. Somos desconocidos para muchos y lo desconocido provoca recelo. La gente suele temer lo que no conoce. Soy un Lex —confesó al fin—. Un Félido del Yabbarkka, de la estirpe de los Leónidas, como creo que resulta evidente.

—¿Lex es su nombre? —le inquirí con curiosidad.

—No, no lo es —me contestó el félido sin prisas—. Pero puedes llamarme así. El nombre es un tesoro demasiado preciado en estos tiempos como para confesarlo al primero que se cruza en tu camino. Tú tampoco deberías ir pregonándolo a los cuatro vientos. Lo que me incluye a mí.

Tal vez debió de apreciar el sustancial cambio que se produjo en mi rostro, extrañado por semejante respuesta. Enseguida añadió...

—Debes disculpar mi brusquedad, joven humano, pero el celo de la identidad es vital si deseas procurarte los mínimos males. Como tú, yo también tengo quien me busca y no deseo ser encontrado. Para ello es capital que tu nombre jamás resuene en los labios de ningún forastero, ¿comprendes?

—¿También le buscan? ¿Es usted un ladrón? —le pregunté interesado. Él calló un instante y dirigió una mirada lánguida al bosque sumido en la quietud y las sombras. Luego tornó la llama de sus pupilas hacia mí.

—En estos tiempos que corren, amargamente no necesitas robar para ser buscado. La mitad del mundo persigue a la otra mitad, quizá sin ningún motivo, pero esa es la realidad. Una realidad que a ti y a mí, mi joven amigo, nos ha tocado en desgracia sufrir.

—Son palabras profundas —no pude reprimir confesarle.

—Es la vida quien proporciona la sabiduría. Yo hace ya mucho tiempo que piso este mundo. Quizá demasiado. He visto muchas cosas, tristes y alegres. He tenido tiempo para aprender.

—¿Tan viejo es?

—Los Félidos somos un pueblo longevo, más que enanos o elfos. Probablemente yo ya habría dejado de ser un joven cuando tu abuelo aún anidaba el fértil vientre de su madre. Y si los dioses no tienen misericordia conmigo, aún debería de aguardarme tiempo suficiente para ver morir a los hijos de tus hijos. En tan dilatada vida se recogen demasiadas experiencias. Resulta muy difícil no acumular aunque sea un amago de sabiduría.

Quedé sobrecogido.

—¿Cómo se gana la vida? —le pregunté más tarde. Él volvió a regalarme un instante de silencio antes de ofrecerme una respuesta.

—Son tiempos difíciles —aseguró con aire melancólico—. Resulta mucho más sencillo perder la vida que ganarla. Soy un viajero. Deambulo. Trato de frecuentar poco la civilización. De esa manera evito preguntas indiscretas y situaciones comprometidas. Hago trabajos esporádicos a quien pueda pagarlos. Aunque últimamente he trabajado poco para otros y mucho para mí mismo. Prefiero no hacer negocios con el Culto. Pagan bien, pero nunca revelan sus verdaderas intenciones. Sigo el curso del S’uam. Me dirijo hasta la comarca de los medianos. Allí he de encontrarme, los dioses así lo dispongan, con un viejo amigo a quien no veía desde hace años y con quien quisiera hablar de las muchas cosas que han cambiado en este mundo desde la última vez. ¿Te gustaría acompañarme?

Mi semblante dibujó una espontánea sonrisa de alivio y agradecimiento, tras la cual llegó una afirmación rotunda y exagerada que evidenciaba mi desesperada situación. Sabía que no debía confesarle la existencia de aquella aldea en los árboles de la que provenía, así que había vuelto a quedarme sin hogar y sin nadie a quien considerar amigo. Sin la ayuda que aquel extraño personaje me brindaba estaba condenado en breve a servir de comida a los buitres. Tanta vehemencia por mi parte debió parecerle cómica y, por segunda vez en aquella noche, logré arrancarle carcajadas a tan solemne garganta.

Tardé en conciliar el sueño.

Soy una persona que precisa de un dilatado proceso de adaptación. Suelo tardar en aceptar los cambios, me cuesta mucho trabajo y esfuerzo aclimatarme a algo nuevo. Aquel fantástico hombre león y su espectacular mascota suponían la tercera compañía distinta y desconocida desde que me perdiese en aquel caótico mundo.

Antes de que ocupase el improvisado lecho donde pernoctaría, Lex se acercó a mí tratando de resultar lo más discreto posible para preguntarme algo que me haría revivir algunos recuerdos.

—No quisiera parecer indiscreto —susurró—, pero no consigo imaginar cómo has aprendido a hablar en ‘A’a’rhd—. Me quedé algo extrañado, él prosiguió—. Es el dialecto de mi tribu. Serías el primer humano que conozco capaz de pronunciarlo.

—Nunca he aprendido a hablar esa lengua que dice, señor —le respondí con total humildad—. De hecho yo me preguntaba por qué todo el mundo en este lugar puede hablar mi idioma. Supongo que tiene que ver con una pareja de elfos y cierto hechizo del que supongo fui víctima.

—¿Pareja de elfos? ¿Un hechizo? —Arrugó la frente—. ¿De qué estás hablando, jovencito?

Así que no tuve más remedio que hablarle de Gharin y de Allwënn. Y él me escuchó muy atento durante toda mi disertación.


El bosque hablaba en susurros...

La silbante lengua de la brisa nocturna acariciaba las delgadas ramas de los árboles avivando a su paso el letargo silencioso de las hojas. Él no dormía, había simulado hacerlo para tranquilizarme. El bosque le hablaba en susurros, le revelaba suspiros lejanos y mudos gritos. A sus oídos de fineza exquisita llegaban cantos apenas audibles, respiraciones y voces veladas en la noche. Revelaban un abanico de preciada información. Sus pupilas rasgadas gozaban de la misma precisión en la oscuridad que su afilado oído en aquella tranquila madrugada. El bosque, en su malsana nocturnidad, pocos secretos podía esconderle. Aun así, no los veía. Sus formas no se habían delatado aún, pero sí sus presencias. Había algo, quizá ajeno a su dotada naturaleza. Quizá mucho más afín a lo sabido y asimilado en tan dilatada experiencia que le exhortaba a gritos, alarmándole. El silencio de la noche le avisaba de compañía.

Dudaba si amigos o enemigos. Eso le daba cierto margen de respiro. Pero eran más de uno... y buscaban al joven que dormía a su lado. Me buscaban a mí.

 

 

Sus iris verdes traspasaron la ventana rompiendo la monótona oscuridad exterior. Los gruesos vidrios, cuarteados por finos maderos, no pudieron disimular aquel repentino fulgor a través de su turbia mirada. La acuciante suciedad que se extendía por ellos como una enfermedad contagiosa no impidió a las hábiles pupilas del elfo volverse y descubrir cómo aquella imprecisa luz se apagaba en las ventanas del primer piso de la robusta vivienda. Desde el interior de las cuadras, Allwënn parpadeó para aclarar su vista y se volvió hacia la pequeña figura que rellenaba con resuelta habilidad los pesebres de cebada.

—¿Hay algún otro huésped en la casa? —le preguntó cortésmente, no sin cierta sequedad envolviendo las palabras. Fabba se volvió sonriente. No debía medir más de un metro. Entre las vagas penumbras del interior del pequeño establo apenas si se la podía distinguir entre los fajos de cebada que transportaba. Tenía el pelo claro, una mata suave, atado en una resuelta cola de caballo de la que se escapaban algunos mechones rebeldes. La piel blanca como la de un niño contrastaba con la aspereza de las ropas que envolvían su cuerpo frágil y con el grueso calzado que ataviaba sus diminutos pies.

El desagradable vapor de excrementos velaba el oscuro y descuidado interior como un pesado cortinaje, aunque aquello casi desaparecía a los sentidos del guerrero. Se trataba de olores frecuentemente ligados a lugares como aquel, a los que están ligados indisolublemente y que a nadie resultaban extraños en aquel mundo palpitante.

Fabba se acercó a la luz proyectada por la lámpara de aceite que habían colgado en una de las vigas de madera momentos antes, al entrar.

—No, señor. La posada está vacía —respondió ella, y le hizo comprender con un gesto que su tarea con los caballos había concluido. Allwënn, despacio, volvió la mirada de nuevo al exterior. La ventana antes luminosa continuaba oscurecida y sin hálito de vida, como queriendo advertirle al guerrero que así había permanecido desde el principio de los tiempos. Que aquel fulgor habría de ser, sin duda, fruto de las percepciones imaginarias e imprecisas de una mente agotada por una larga jornada.

Pero Allwënn sabía perfectamente lo que había visto.


 

Odín cayó de bruces en la cama como Goliat herido de muerte. Un blando movimiento lo acunó como lo harían los brazos de alguna complaciente dama con su enorme cuerpo, dolorido hasta el extremo por el agotador camino y las molestas secuelas de sus heridas. Casi de inmediato, un acogedor remanso de paz invadió su ánimo al contacto con el suave y fresco lecho. Inevitablemente un sopor incontenible apareció en sus ojos y tuvo la sensación de poder abandonarse a los brazos de Morfeo en ese mismo instante y hacerlo durante toda una vida, si fuese necesario.

—Son habitaciones excelentes —escuchó a medias en sueños decir a una voz que le sugirió ser la del esbelto Gharin, quien le había dejado en aquella acogedora cama hacía tan solo unos instantes.

—Me alegro de que les gusten, nobles viajeros —respondió otra voz mucho más aguda y que no sabía si relacionarla con ese singular jovencito que les había abierto la puerta y acompañado hasta las habitaciones. Tornó su cuello pesadamente en dirección a la puerta y entreabrió los ojos como pudo. Al hacerlo descubrió cómo el rubio semielfo y el joven conversaban en el pasillo, justo ante su puerta. Hablaban sobre las habitaciones, el baño y la comida.

—La cocina está cerrada pero enseguida prepararemos una rica cena. No se preocupen de nada, se la subiremos a las habitaciones —decía el muchacho.

Odín cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos no había rastro de Gharin ni del niño. No se escuchaba sonido alguno y había perdido toda conciencia del tiempo transcurrido.


 

Ishmant había desaparecido pronto, casi al mismo tiempo que Allwënn, aunque la diferencia es que todo el mundo conocía el destino del medioelfo, no así el del misterioso humano. Se le había visto conversando con el joven en el recibidor, poco antes, pero no acompañó al resto del grupo hasta las habitaciones que se encontraban en el piso alto. Murmuraron bajo durante un largo rato, como para evitar ser oídos. Eso no pasó desapercibido a ojos avispados. Más tarde, Alex y la joven Claudia conversarían precisamente acerca de aquellos detalles.

—Se comporta de manera un poco rara para ser un niño tan joven —confesaba Alex, haciendo referencia a quien les había dado la bienvenida. Claudia aprobaba con un cabeceo afirmativo y un gesto de extrañeza en el rostro aquellas palabras—. ¿Qué puede tener? ¿Diez, doce años como mucho?

—¿Dónde estarán los adultos? —se preguntaba ella—. Debería haber aparecido alguno. Al menos para conocer a quienes alojan en su casa.

Cuando ambos alcanzaron la habitación de Odín, Gharin hablaba en voz queda con el muchacho. Conversaban sobre las habitaciones y acerca de dónde se dispensaría la cena. Parece que no se llegaba a un acuerdo. La posada era acogedora y limpia. Mucho más acogedora y limpia de lo que puede llegar a serlo dormir en el bosque, pero a nuestra mentalidad occidental tan solo se hubiese salvado aquella rústica presencia, ese bucólico escenario interior que tanto gusta a los turistas de la urbe, muy alejado, no obstante, de cualquiera de nuestros lujos convencionales. Las habitaciones eran individuales aunque de dimensiones reducidas y techos algo bajos. La cama resultaba un catre sólido, de perfil austero, firmemente construido en robusta madera. Sobre él, un mullido colchón de lanas, quizá algo blando para espaldas sensibles. Un par de sillas fuertes acompañaban el camastro, así como un espejo de medio cuerpo, todo un lujo, y una pequeña mesita que nosotros llamaríamos auxiliar, pero que respondía a otras necesidades. Completaba el mobiliario un respetable arcón de sólido cerraje en metal donde guardar enseres personales, dinero, armas o armaduras. Había también un robusto vástago de madera a modo de perchero para aquellos que quisieran tener sus arreos mucho más a mano.

Por los gruesos vidrios del ventanal se veía la noche, sesgada por lanzas de nubes grises, como tajos de espada que destacaban como manchas brillantes cargadas de un maligno destello y fantasmagóricos fulgores. La luz de la insana luna se insinuaba lascivamente tras estas estelas danzantes aunque no dejaba asomar su tenebrosa mirada por entre sus raídos velos. Kallah miraba escondida.

La ventana de la habitación de Odín se hallaba entreabierta. Los suaves cortinajes se mecían por el soplo álgido de una brisa insinuante que con mucho disimulo lograba colarse por entre las hojas abiertas y besar la piel del coloso exánime. Claudia comprobó que su corpulento amigo dormía profundamente. Ni tan siquiera se había desprendido del rudo casco de ogro con el que escondía sus facciones. La chica se alejó de Alex, interesado en sumarse a la discusión con Gharin, y penetró en los aposentos de su noble compañero, acercándose hasta ese corpachón desmesurado que hacía empequeñecer el mobiliario. A duras penas dejaba intuir la cama bajo él. Parecía tan en paz, tan inofensivo que despertó en su amiga ese instinto maternal que aseguran las mujeres que dormita en todas ellas desde el momento de nacer. La embargó la ternura. Con mucha delicadeza desprendió el casco de su cabeza, antaño pelada, en la que despuntaban ahora unos cabellos rubios como el trigo maduro.

El rostro del gigante había empezado a cambiar lentamente ante sus ojos. Aquella perpetua y simulada calvicie y sus tremendos bigotes vikingos habían sido siempre atrás su enseña de identidad, ese distintivo inequívoco de él. Ahora, y por primera vez, contemplaba su majestuoso cráneo coronado por dorados filamentos y aquellos salvajes bigotes aún sobresalientes se disimulaban por una nueva barba que comenzaba a alfombrar su endurecido rostro de nórdico lampiño. Al contemplarle así, perdido en los confines del sueño, Claudia tuvo un instante de lucidez. Un pensamiento cruzó a velocidades incalculables su cabeza. Supo, no puedo asegurar exactamente por qué, al mirarle bajo su grotesca armadura, así, en plena y lenta metamorfosis, que quizá tuviese razón y existiese una parte escondida y latente en el alma del enorme músico que pertenecía sin discusión a este mundo plagado de peligros.


 

Allwënn quedó mirando la pesada puerta de doble hoja que daba acceso a la taberna. Detrás de sus oscuros tablones no había luz. Al menos ningún destello se revelaba ahora. Pero la habitación que se extendía tras su maciza silueta parecía esconder algo más allá de sus veladas simientes. No en vano, resultaba precisamente esa la estancia en la que aseguraba haber visto apagar una luz desde las cuadras. El iris del guerrero escrutaba los maderos como si su afilada pupila pudiese traspasarlos y desvelar su interior.

El pequeño bajaba por las escaleras que conectaban el distribuidor con el segundo piso. Le había costado algunos minutos convencer al semielfo para que la cena la tomaran en sus respectivas habitaciones. La escrupulosidad elfa impide a los vástagos de Alda comer y dormir en la misma habitación, lo consideran declaradamente antihigiénico y de muy mal gusto. Con todo, el rubio mestizo parecía haber quedado a medias convencido, probablemente por no incurrir en mayores molestias. Aun con todo, la última palabra habría de procurarla el desaparecido Ishmant. El jovencito venía absorto en sus propios pensamientos y solo descubrió al tenebroso Allwënn cuando casi tropieza con él. Al verle malencarado ante la puerta emitió un ahogado suspiro, haciéndose a la idea casi de inmediato de que habría de lidiar de nuevo contra la obstinación elfa. Mucho le decía que aquel mestizo sería aún más difícil de convencer que su amigo.

Casi sin emitir sonido alguno alcanzó al elfo y preguntó amablemente si podía ayudarle de algún modo. Allwënn no se volvió hacia él cuando le contestó. Con la mirada fundida en la puerta preguntó de nuevo si alguien más se alojaba en esta posada. Esta vez su voz sonó aún más áspera, habitualmente áspera, podría asegurarles yo. Había perdido parte de la amable delicadeza antes invertida con la chica. Aquel se apresuró a responder negativamente pero Allwënn creyó robar de sus palabras una fingida naturalidad. Su cuello tornó la verde mirada hacia el chico, que pronto fue fulminado por las brillantes pupilas del semielfo. Se estremeció de parte a parte. Quizá no estaba acostumbrado a tan hirviente par de ojos.

 


 

Aquel félido me despertó al alba con una inusitada delicadeza, con la misma ternura de una madre que despabila temprano a su retoño. Casi esperé un beso en la mejilla y una caricia en los cabellos. Y solo eso faltó, al menos por su parte, ya que la inusual mascota no dudó en pasar su húmeda y áspera lengua por mi frente. Aún me cuesta interpretar aquel incidente. Dudo si resultaba una peculiar caricia o una reprimenda a mi modorra.

No había demasiado equipo que recoger. El gigantesco félido no poseía montura, y sin un corcel que soportase los petates, el peso a transportar se debía reducir a la mínima expresión. Salvo sus armas y un recio morral, el poderoso aventurero tan solo hacía pender de su cinto algunas bolsas en las que ocultaba el oro, hierbas y otros utensilios de pequeño tamaño. Sus ropas parecían resistentes, pero era obvio que no se trataba de prendas de gran calidad. Apenas si portaba alhajas, si he de compararlo con mis primeros guías, los semielfos. Las que lucía a la vista eran piezas artesanas y toscas, confeccionadas a partir de materias naturales. Por el contrario sus armas dejaban al rudo armamento de los orcos al mismo nivel de las espadas y escudos de madera con las que juegan los niños. Frecuentemente, el félido ayudaba a sostener su considerable tamaño mediante una alta y gruesa vara a modo de bastón. A pesar de haberse confesado anciano, aquel Lex de los leónidas gozaba de una extraordinaria vitalidad. Tanta, que alguien menos crédulo que yo hubiese podido dudar de sus palabras. No precisaba en absoluto la ayuda del labrado bastón, lo que me hizo sospechar que tuviese otra finalidad bien distinta que aquella a la que por evidencia parecía destinado.

Asimismo, cargaba espada y escudo, ambos de particulares diseños: el acero era una espada curva, un descomunal alfanje con mango diseñado para poder ser blandido con ambas manos. La pieza resultaba admirable incluso dentro de su vaina. Parecía obvio que el metal había sido forjado teniendo en cuenta las formidables dimensiones del portador. Si él, como una torre, superaba con gran soberbia los dos metros de altura, su curvo hierro, aun en su doblez, se alzaba por encima de mi cabeza sobrepasándola un buen trecho.

Su escudo tal vez resultara la pieza más notable del escaso, aunque impresionante, armamento. Su diseño suponía la nota altisonante de una melodía, habitualmente austera y repetitiva. La defensa tenía forma de estrella. El metal se apuntaba hacia las cuatro diagonales desde un núcleo redondo, proporcionando una original y amplia cobertura a su portador. Tal vez, lo aún más sorprendente, derivaba de que los cuatro brazos de la estrella estaban afilados. De tal manera podían utilizarse, no solo para detener las embestidas del enemigo o quebrar armas, sino para propinar lances devastadores. Fue con los que acabó con aquellos orcos de Plasa.

El desayuno resultó frugal. Apenas algo de fruta seca y agua fresca del río. Así, partimos con la promesa de detenernos conforme avanzase la mañana a degustar los secretos que el bosque nos fuera ofreciendo a su paso. De esta suerte, poco después del segundo amanecer interrumpimos la marcha junto la sonora orilla del arroyo para degustar algunas bayas maduras y jugosa fruta. También bebimos néctar y unos huevos crudos (antes jamás los hubiese probado pero en aquella ocasión me supieron a gloria), que el félido con ojo diestro y mano selecta, recogió durante la breve travesía.

Era un ser fascinante, cargado de una poderosa aureola de majestad y sapiencia. Sus increíbles dimensiones le aportaban un carisma imposible de transmitir a través de la lectura, una fuerza indescriptible. Su felina mirada, hacía de él una criatura solemne y poderosa, al tiempo que brindaba la serenidad profunda del ermitaño.

Cuando hablaba de cualquier insignificante asunto, su relajada expresión y su voz envolvente revestían un discurso lleno de significado que evidenciaba no solo un profundo conocimiento de las cosas, sino, además, un temple sosegado y una experiencia vasta y dilatada. Conversar con él, aunque fuese de los asuntos más triviales de la vida, suponía un aporte siempre interesante de conocimiento.

De aquel encuentro, de aquel camino, de aquellas primeras horas, por ejemplo, son mis conocimientos acerca de muchos de los asuntos que ya les he narrado. Sería en esa y otras charlas con él donde conocí la mayoría de los datos vertidos aquí. Ejemplo de ello sería aclarar de una vez la singular órbita de los soles gemelos. Hubo de ser el sorprendente félido quien me confesara el origen de los nombres de los cuatro puntos cardinales. Como creo haber comentado en alguna ocasión anterior, estos corresponden con cuatro míticos reinos elfos de antaño. También el detalle relevante que se encuentra en la salida y puesta de los soles. A diferencia del sol que conocemos, el dorado y solemne Yelm y el rojo Minos no salen por el Este para ponerse al Oeste. Muy al contrario, surgen desde el árido sur para ocultarse tras el norte gélido. Soy consciente de que cuanto digo parece tener poca lógica astronómica y ello me llevó largos momentos de reflexión. Tan peculiar dirección supuso para mí y el resto de los infortunados humanos en tan increíble historia, más de una confusión y dolor de cabeza. Creo que nuestro cuerpo, que sin duda sintoniza con las fuerzas del planeta, se sentía desorientado y eso explicaría la turbación anímica que sufrimos durante las primeras semanas. Luego, poco a poco, nuestro pulso se fue aclimatando al de aquella tierra y todo volvió a fluir. Con su explicación, al fin, se ponía un punto de orden en mi desorientada cabeza, harta de batallar contra esquemas y modos de entender que desconocía. Al fin encontré, en tan minúsculo detalle, la llave que me proporcionaría la comprensión y, por ella, la adaptación posterior a tan distinto escenario. Puedo afirmar sin riesgo a equivocarme que sus explicaciones se convirtieron en la pauta a seguir; la valiosa Piedra Rosetta con la que traducir las particularidades del mundo extraño y fascinante que me mantenía preso.


 

Los pensamientos iban y venían de su cabeza como un fluido espeso que se fuera sedimentando en los rincones para hacer mucho más cansino y costoso el trabajo de entresacarlo. Su mente libraba una feroz batalla con el recuerdo y las emociones. Habían cambiado muchas cosas en solo unas horas y la perspectiva de que su vida retornara a la amable rutina diaria se oscurecía por momentos. Forja levantó su mirada sobre las lenguas llameantes de la hoguera y pasó por encima de las sombrías figuras que la acompañaban sin prestar razón o interés a su identidad. Sus pupilas, quizá sin pretenderlo, se fueron hasta la esbelta presencia del mutilado arquero y se mantuvieron fijas allí, observándolo en silencio. Akkôlom tenía la vista perdida en la noche, aunque la joven mestiza pronto adivinó que el experimentado elfo miraba hacia dentro.

No se habían decidido a actuar hasta aquella tarde...

Su epopeya en la aldea de Plasa había resultado tan épica como lo fuese mi propia huida...

 


 

Los brazos de Forja vacilaron y cedieron, estrellando su cuerpo contra el suelo pedregoso, cuando le tocó el turno de atravesar los vidrios quebrados de la ventana. Akkôlom surgiría a través de los afilados jirones de cristal solo instantes después, con el rostro manchado de la espesa sangre de los orcos. Le escocían las manos tras del brusco encuentro con la abrasiva tierra, pero ello no impidió que irguiese su cuerpo con rapidez. El mutilado elfo evitó desplomarse. Suplió con una buena dosis de destreza el peliagudo obstáculo y tan solo trastabilló unos metros. Pronto, la marea de gargantas que les perseguía ensordeció la escena.

La joven mestiza recuperó su espada, que dormía como muerta en el suelo, tras su caída. Sus ojos pronto delataron a las primeras figuras de enemigos que se aproximaban a ellos. Akkôlom agarró la banqueta que momentos antes yo mismo utilizase para abrir una brecha en el ventanuco y la estrelló con fuerza sobre el cráneo del primer orco que intentó salir a través de él. Luego, con su arma dispuesta, pero carente ya de aquel ígneo fulgor en su filo, se acercó jadeante hasta la exótica semielfa.

—¿Y el chico? —preguntó sofocado.

—No le veo —contestó ella nerviosa después del rápido vistazo en su caótico campo de visión. El clamor se había extendido. La alarma corría como la chispa sobre el río de pólvora. Por todos los rincones aparecían enemigos armados dispuestos a cebarse con ellos.

—Salgamos de aquí —apremió el veterano elfo.

Como almas que llevara el diablo, ambos se lanzaron a todo correr por una de aquellas maltrechas calles sin un esquema previo. Contaban tan solo con la adrenalina que bañaba sus muslos y con que la intuición guiara sus pasos. El caos palpitaba a su alrededor. Los seguía con sonoras pisadas y alaridos de guerra como ese miedo que se contagia y difunde. Como una plaga. Esquivaron a los primeros orcos.

—¡¡Corre, no te detengas!! —aconsejaría el elfo marcado a la joven—. ¡No trabes combate o tendrás que hacerlo con toda la guarnición! Y si luchas, procura zanjar la disputa con una o dos estocadas.

Los aceros bailaron poco entre sus manos, prefirieron eludir el combate. En uno de los quiebros la pareja se separó tomando caminos distintos. Con cualquier otro compañero, el mismo Akkôlom lo hubiese sugerido, pero su valiente aliada aún era inexperta en este tipo de situaciones. Resultaba una joven sobresaliente, pero su experiencia en combate se reducía a abatir al enemigo con el arco y desde la seguridad que proporciona una buena cobertura, para luego rapiñar el botín.

—¡¡Forja!! —la llamó, pero resultaba demasiado tarde, ahora no podría detenerse. Un soldado del culto frenó su carrera. Montaba un corcel robusto y portaba espada ancha y escudo pesado. Desde su astado yelmo se podía apreciar una arrogancia ufana, una confianza que probablemente le costó la vida. Aquel elfo venía sobrado de experiencia. Todo el mundo sabía con certeza que aquel misterioso y marcado lancero era más de lo que aseguraba ser. Pocos podrían imaginar con absoluta seguridad cuántas y de qué calibre eran las victorias que tenía en su haber. Con una destreza asombrosa esquivó el acero salvaje del soldado. Prendió su brazo armado y lo arrancó de la silla.

La espada de Akkôlom le brindó una muerte certera, limpia, silenciosa. Luego, saltó a la silla de montar y tomó las riendas del noble bruto. Le hizo girar en redondo con un tirón seco y decidido, y emprendió un veloz galope por entre las callejas derruidas. Volvió a la calle en la que se había separado de Forja. Ella ya no se encontraba allí, pero siguió el tumulto dejado tras de sí y poco tardó en encontrar la pista de la pintada pelirroja.

Aquella montura era un caballo de guerra, entrenado para reprimir su miedo durante el combate. Resultaba un animal muy experimentado. Apenas si tembló cuando el jinete le hizo cargar contra el grupo de orcos perseguidores. Sus pesados cascos de hierro se batieron como mazas de batalla contra los desprevenidos adversarios aplastando algunos cráneos a su paso. Pronto alcanzó la altura de la medioelfa a quien obligó a subir de un salto a pleno galope. Enseguida se acabaron las construcciones y se internaron en los campos de labranza evitando arrollar en tan furiosa huida a los consumidos labriegos despojados de alma. Apenas si gozaron de mucho tiempo más para advertir que una dotación de jinetes partía tras ellos.


 

Dejaron de oírles, de escuchar sus voces o los ladridos de los perros. El viento húmedo que precede a la lluvia había dejado de transportar el cabalgar hostigador de los perseguidores.

Akkôlom apretó las riendas contra la mandíbula de la bestia que montaba, y aquella fue deteniéndose progresivamente hasta quedar inmóvil. El robusto cuerpo del animal exudaba un vaho intenso, como si sus músculos hubiesen consumido carbón hirviente y aquel vapor fuese el signo que lo delatase. Su negra figura se lubricaba con una densa capa de sudor brillante que despedía un punzante olor y la garganta gemía en quebrantados resuellos que luchaban desesperadamente por robar un poco de aire fresco con el que recobrar el aliento perdido.

—Los hemos dejado atrás —anunció con alivio la joven medioelfa volviendo la cabeza hacia el frondoso bosque—. Los perros deben haber seguido una pista falsa.

—El olor del caballo ha debido despistarlos —aseguró tranquilo el arquero—. No en vano se lo robé a un soldado. El rastro se ha debido mezclar con el suyo propio.

Hubo un momento de silencio durante el cual el bosque habló con ese sutil idioma de susurros y olores sin que en ningún momento el sonido de los caballos, la jauría de ladridos o las voces de quienes les perseguían se apreciaran. El éxito de su huida se convirtió de esta manera en una certeza.

—Debemos volver. —Akkôlom ni siquiera se giró al hablar. Sus palabras surgieron de sus labios con el frío y afilado tono de una sentencia. Forja apenas si lograba ver alguno de sus dañados rasgos, pues la capucha de su capa primero y sus cabellos negros después, le velaban el rostro.

—Una magnífica propuesta —aseguró sin perder la compostura o alzar el tono de su voz—. Casi tan acertada y sensata como la de traer al chico con nosotros.

Akkôlom sonrió para sus adentros. Verdaderamente el arpón había sido certero y se había clavado en el rincón más doloroso. Sin embargo, él era elfo y sabía perfectamente qué podía esperarse de otro de los suyos en una situación similar. Aquella cruel acidez buscando el punto más vulnerable…

—Lo ocurrido no puede cambiarse, Forja —anunció el mutilado arquero aún sin volver su única mirada—. Reconozco que aquella no fue una acertada elección, pero fue la elección tomada. Hemos de encontrar a ese muchacho cueste lo que cueste. Sus ojos han visto demasiado, sus oídos han escuchado lo suficiente para delatarnos. El poblado entero corre un peligro muy serio. Los siervos de Kallah pueden hacerle hablar. Conocen inimaginables métodos para obligarle. Es un humano. Si la voz se corriese, pronto tendríamos una legión en los bosques.

—Deberías haber tenido en cuenta esos riesgos cuando decidiste que nos acompañara, Akkôlom. Si le han cazado, no va a ser fácil encontrar a ese chico. Aunque, siempre podemos preguntarle a la sección de caballería que nos venía siguiendo. Con un poco de suerte aún andarán por los alrededores.

El marcado se volvió hacia ella muy lentamente. Cuando sus rasgos deformes se cruzaron con la chica, aquella borró de un soplo todo atisbo de ironía. Se sintió como si hubiese estado burlándose de su propio padre, riéndose de las demencias seniles de un viejo. Aquella mirada impávida, gélida, ártica la devolvió a la realidad. El mutilado elfo que tenía en frente era su incuestionable maestro. Ella, la humilde e inexperta aprendiz.

—Volveré a Plasa —manifestó el veterano—. Encontraré al joven Jyaëromm y lo traeré de vuelta o le daré muerte yo mismo. Mío fue el error y mía será la enmienda. Tú puedes quedarte aquí, si lo deseas. O puedes venir conmigo. La decisión es tuya y nadie va a obligarte a hacer lo que no quieras.

Forja suspiró...

La elección no sería agradable, pero solo había un camino.

 


 

La mañana avanzó rápido.

Apenas si pude percatarme de ello cuando los soles gemelos ya se levantaban lozanos a media altura del horizonte en plena juventud. Lucía un día exquisito. El soplo fresco de la brisa, reminiscencia, tal vez, de las brumas con las que había amanecido el alba, endulzaba una mañana que de otro modo hubiese resultado incluso calurosa. Tan claro día tenía un efecto vivificante. Una increíble variedad de aves entonaba sus melodías. La tierra rezumaba ese penetrante y delicioso olor húmedo. Desde estas sierras podía divisarse el río S’uam, todavía incipiente, abriéndose paso por una llanura, aún tosca y desagradecida con el cristalino cauce.

Incluso en la distancia, visto como un hilo plateado que aparecía y desaparecía, podía apreciarse la fuerza de sus aguas, aún agitadas, que conservaban mucho de la furia con la que, tramos atrás, en plena montaña, había marcado su camino a través de la indomable roca. Mucho más lejos, casi invisibles se recortaban las crestas del poderoso macizo eternamente coronado de nieve. Y la sombra que a sus pies delataba el fantasmal bosque en cuya simiente, con celoso secreto, se ocultaba lo más parecido a un hogar que yo hubiese conocido en aquel mundo del cual nos alejábamos lenta e inexorablemente a cada paso.

—Lex. ¡Lex! ¿Ocurre... ocurre algo?

Si el tiempo se me había esfumado como un suspiro, si se había desvanecido como la pena de un mal sueño al despertar, había sido posible, en gran medida, gracias a la generosa charla de mi sorprendente protector y compañero. El derroche de conocimiento vertido por aquel gigante con cabeza de león se mostraba tan enriquecedor como bello. Su discurso no solamente resultaba interesante y ameno, si me permiten la expresión diré que, además, era altamente estético. El propio vocabulario invertido, la articulación de esas mismas palabras… Jugaba con el lenguaje de tal manera que el resultado aparecía hermoso, sin ornamento superfluo pero muy equilibrado. Su voz hueca y aquella modulación deliciosa sazonaban el guiso final con un condimento que no podía hallarse en todas las conversaciones. Por ello, no les parecerá extraño que, manteniendo tan suculenta charla durante horas apenas sin interrupción, me resultase extraño que aquél leónida quedara de pronto absorto, con su frase a medio concluir y la mirada olvidada en la distancia.

—Parece... que tenemos compañía —me dijo sin que yo percibiese ningún tipo de exceso en sus palabras. Y con una leve inclinación de su majestuosa testa indicó que mirase al frente—. Mantente atrás. No te separes de Tigre.

Con su mano amplia me empujó suave para que me ocultara parcialmente tras su corpulencia y el largo vuelo de su capa.

—Aún recuerdo cuando encontrar compañía en los caminos resultaba una agradable experiencia —suspiró, no sin cierta nostalgia—. Lamento que en estos tiempos sea más prudente gastar precaución.

Sentado en el tocón de un árbol recubierto del manto verde del musgo había una figura alta y delgada, oculta tras los pliegues de una capa fina que había conocido tiempos mejores. Con los abundantes vuelos de aquella se tapaban sus dimensiones reales. Sus miembros quedaban dentro de toda especulación acerca de tamaño o forma. Una mano enguantada sobresalía de los paños de su capa empuñando una espada larga y desnuda que enterraba su punta de acero en la humedecida tierra que pisaba. Aunque en actitud inofensiva, un arma desenvainada, aunque sumisa y quieta, parecía querer imponer respeto, lanzar un aviso. No es sino la antecámara, el preludio de algo por llegar, un mensaje cifrado.

Aparte de aquel desnudo acero no parecía llevar más armas salvo un elaborado arco, indiscutiblemente elfo para pupilas versadas en la materia, que se perfilaba ufano en su encorvada silueta. No había rastro de carcaj o flechas por ninguna parte.

Los haces de luz traspasaban el verdor del bosque como las lanzas de una guarnición de combate. Sus brillantes miradas apenas si desvelaban algo de la identidad del misterioso aparecido. El rostro del extraño resultaba un pozo de tinieblas apenas insinuado. A modo de embozo, el manto alcanzaba su cabeza, de la cual tan solo podía atisbarse con esfuerzo una piel limpia atenuada por una cascada de cabellos oscuros brillantes.

—Es un elfo —anunció mi acompañante obligando a mi mirada a ascender hacia las cumbres de su felina expresión. Ni podía imaginar el motivo de tanta seguridad.

—¿Cómo lo sabes? —interrogué con interés, imaginando que el félido habría hallado algún detalle escondido en el vestuario, gesto o aspecto de aquella insinuada silueta que la delatara sin error. Sin embargo, el Lex alzó su hocico y olisqueó el aire repetidamente como cabría esperar de su hermosa mascota.

—Le huelo —confesó. Le creí con una ceguera incondicional.

Aún a cierta distancia, el solitario sujeto parecía no haberse percatado de nuestra llegada, lo cual alimentaba las sospechas de mi acompañante y aumentaba la tensión. Es cierto que tratar de asegurar con certeza hacia dónde apuntaban las pupilas del desconocido no era sino una tarea ardua. Probablemente no nos viese pero resultaba cuanto menos extraño, tratándose de un elfo, que no nos hubiese escuchado ya.

—Quizá esté muerto —apunté como una posibilidad, aunque esta se hallase en un extremo.

—Ahora lo comprobaremos —dijo el félido—. No te apartes de Tigre —volvió a recordarme. Yo me aproximé a la bella estampa del felino blanco que parecía ser absolutamente consciente de aquella situación. Avanzamos ahora con sigilo, despacio y en silencio. Cuando el félido creyó haber alcanzado una distancia segura alzó la voz dirigiéndose al extraño sentado al borde del camino.

—Paz en el camino, extranjero —saludó mi acompañante, alzando su mano diestra en un inequívoco gesto de cortesía—. ¿Podemos servirte de ayuda en algún asunto?

La cabeza embozada dio tenues muestras de vida y se tornó levemente hacia nuestra dirección. Ningún haz de luz incidió directamente en su rostro, de manera que las facciones tan solo se abocetaron en su interior. Había una faz imberbe. Una faz limpia, de piel brillante. Quizá, ¿por qué no?, la faz de un elfo. Una pupila brillante se dejó ver entre la imprecisa maraña. Una única pupila brillante, azul celeste, silvanna casi por definición.

Empezaba a vislumbrar algo familiar en ese secreto rostro.

La figura se alzó apoyándose en el largo mango de la espada que no llegó a desclavar de la tierra. Se reveló una amplia y esbelta estatura, aunque muy lejos de impresionar a alguien del tamaño de mi acompañante. El extraño habló con una voz fría que me resultaba demasiado habitual para ser desconocida.

—Tenéis algo que me pertenece y quiero recuperar a toda costa —anunció con inusitada calma y corrección aquel personaje alto envuelto en su capa. Hubo unos segundos de silencio que evidenciaron una tensión incipiente, latente en el aire. Aquella demanda no podía desencadenar nada bueno.

—Sois muy descortés, extranjero. Aún no me habéis confesado vuestro nombre y ya me acusáis de ladrón. No recuerdo haber robado a nadie —declaró el félido, aunque me percaté que empuñaba su bastón de manera mucho más firme—. Aun así, os ayudaría de buen grado si me dijeseis qué cosa pretendéis recuperar a mi costa.

La demanda no se hizo esperar. Apenas sin concederse un tiempo para pensárselo, la siniestra figura me señaló.

—Quiero... al muchacho—. Y al señalarme el pliegue de su capa se escurrió revelando unas facciones, antaño hermosas, hoy marcadas por la huella de una herida profunda. Un rostro mutilado que yo conocía bien. Una mirada única, perdida, escondida tras la vergüenza de cuero de un parche.

—¡Akkôlom! —grité, preso de una súbita alegría. Pensé que jamás volvería a ver al enigmático lancero elfo.

—Jyäer, ven aquí —añadió él, sabiéndose delatado. Fue Tigre, en esta ocasión quien dejó patente su abierto rechazo a esa orden rugiendo con ferocidad. No me atrevería a mover un músculo ni por todo el oro del mundo.

—No lo hagas —ordenó el félido—. Mantente donde estás —añadió pronunciando mi nombre... mi verdadero nombre, lo cual me dejó sin habla. No recordaba haber confesado ese dato a nadie, exceptuando los mestizos Gharin y Allwënn y a mis compañeros humanos, por supuesto. Enseguida, el félido se dirigió al marcado elfo.

—No busco problemas, Silvänn[1]. El humano no me acompaña en contra de su voluntad. No es de mi propiedad y podría marcharse cuando quisiera. Pero no entiendo por qué aseguras que te pertenece a ti.

—Tu fingida amabilidad me exaspera, félido —añadió el mutilado arquero con un desabrido tinte en sus palabras que yo desconocía—. Ambos sabemos del valor de ese humano. No intentes simular tu ignorancia conmigo. Vivo o muerto el muchacho vendrá con nosotros. Ese es el principio y el fin de la discusión. Acéptala o lucha.

—¡¡No, Akkôlom!! —grité desesperado cuando comprobé el cariz que estaban tomando los acontecimientos—. ¡Es cierto! ¡No me ha forzado a acompañarle! ¡¡Me salvó la vida!!

Al parecer, mis gritos le obligaron a prestarme  atención. Sus ojos se distanciaron de la impresionante silueta del hombre león para descender hasta mí. Akkôlom tornó su maltratado rostro hacia una sonrisa de sarcasmo.

—Por supuesto —exclamó con una certeza pasmosa mi marcado tutor—. Vales mucho dinero. No te dañará. Si te vende vivo cobrará dos o tres veces el precio convenido. ¿No es cierto?

—¿De... de qué estás hablando? —Quedé perplejo.

Apenas había sido capaz de comprender lo que el veterano elfo trataba de decirme. ¿Aquel amable y culto personaje haciendo negocio a mi costa? No podía dar crédito a mis oídos. Si hubiese sido otra la persona que tratase de convencerme de aquella misma cosa, probablemente no la hubiese escuchado. Miré al félido y su rostro de rey estaba sesgado por una sombra inquietante. Era la sombra que surca la mirada de quien es atrapado cometiendo un delito. Dudé... y tuve miedo.

—¿Le has dicho a lo que te dedicas, félido? —Le interrogó el elfo con astuta malicia, intuyendo los pensamientos que ahora surcaban con ferocidad mi cabeza—. ¿Qué te ha contado, Jyaëromm? ¿Cómo te ha dicho que se gana la vida? ¿Viajero? ¿Aventurero? ¿Cazador? ¿Te ha confesado lo que caza? ¿Te ha dicho lo que vende? Seguro que eres muy astuto, ¿verdad? —añadió dirigiendo su única pupila de vuelta a la soberana testa leónida—. Le robas el humano al Culto en sus propias narices. Cruzas un par de reinos y se lo vuelves a vender cobrando la recompensa. ¿No es cierto? ¿Cuánto te darán por él en Dáhnover? ¿Seiscientos Ares? ¿Setecientos?

—Mil doscientos Ares de plata por un humano varón en edad de portar armas —confesó seriamente aquella solemne voz—. Dos mil si aún es púber o una mujer en edad de concebir. Por el resto solo pagan cuatrocientos.

Lo miré desconsolado. Busqué en sus sabias y rasgadas pupilas anaranjadas un rastro, un signo, un motivo que me sirviese para desechar esa idea que comenzaba a formarse desesperadamente en mi cabeza. Él me miró con decepción y no me ofreció la respuesta que buscaba.

—Eso es mucho dinero.

—Lo es.

—Jyäer...  —repitió Akkôlom—. Acércate a mí.


 

Tenía un blanco limpio y claro. A esa distancia no podía fallar. Forja era una tiradora excepcional. Su dominio del arco era excelente. No en vano corría auténtica sangre de elfos por sus venas. Ese sentido de la distancia y la precisión le venían desde la cuna. La punta de acero afilado apenas se movía unos inapreciables milímetros, señalando con su dedo fatídico de muerte la cabeza de su infortunada víctima. Podía pasarse las horas en aquella posición. Sus dedos no relajarían la tensión de la cuerda y la flecha tampoco apartaría su terrible mirada de hierro punzante. Hasta el momento todo daba la sensación de mantenerse controlado. Aún el cielo no había contemplado el acero de ningún arma. Aún los músculos no se habían puesto en movimiento revelando la violenta explosión de la lucha. De momento solo hablaban.

Entonces recordó las palabras del desfigurado elfo...

—Si hay lucha, dispara. No dudes, mátale. Hay mucho en juego.

La joven tenía el corazón en un puño. Sabía que las palabras del elfo eran las más sensatas. Duras, pero sensatas. Suplicó a los dioses que aquella situación se saldara sin derramamiento de sangre. Esta vez no tendría elección. Habría de cumplir la orden clara. Le iba a costar acabar con una vida que ella misma había salvado de las aguas.


 

—¡Detente! —Me ordenó el gigantesco leónida cuando estaba a punto de empezar a avanzar hacia el encapuchado elfo. Su brazo se estiró hacia mí y su dilatada mano obstaculizó mi camino.

—No seas necio, félido —le increpó mi aliado—. Hay un arco silvanno apuntando desde el bosque. ¿Me crees tan estúpido para enfrentarme a una criatura que me dobla el tamaño y a su mascota felina únicamente con mi espada? Caerás abatido antes de desnudar tu acero, puedo garantizártelo.

Tener un arco silvanno sobre la cabeza era una pronta y certera sentencia de muerte. Quizá ese conocimiento, esa advertencia clara y sin duda, cruzó la mente de aquel félido. Probablemente en esta ocasión su formidable estatura, sus dimensiones extraordinarias no sirviesen sino para facilitarle la tarea al supuesto acechante arquero. El Lex dudó en reaccionar y, como si su cuerpo se congelase de repente, quedó inmóvil, dudoso, pensativo. O eso pensamos todos.

El remate del bastón que portaba el leónida comenzó a despuntar en brillos. Primero tenues, más tarde aumentando su fulgor gradualmente. Akkôlom blasfemó en silencio maldiciendo su torpeza y los segundos que con ella había regalado a su adversario. Entonces... su mano, que en ningún instante soltó el mango de su espada, extrajo con un enérgico lance el luminoso acero del abrazo de la tierra. Sin embargo, ya presumía, ya temía lo que estaba a punto de ocurrir.

El poderoso brazo del félido extendió en un veloz impulso aquel labrado bastón cuyo remate apuntó al pecho enjuto del semielfo como si fuesen los cañones de un galeón a punto de tronar metralla. Nada surgió de aquella talla de madera de complicada traza, pero Akkôlom apenas tuvo tiempo de alzar su espada. Fue arrancado del suelo con una violencia inusitada y catapultado al aire, como hubiese sido embestido por una ola invisible. Se desplomó unos metros más atrás, en una colisión despiadada contra el mismo tronco exánime desde el que momentos antes se había alzado. La madera vieja y robusta del leño le hirió la espalda. Su cabeza impactó contra la masa arbórea y por unos instantes perdió parcialmente el conocimiento.

Lex no desperdició un segundo y ya musitaba algo entre dientes con esa voz cavernosa al tiempo que se cernía sobre mí para cubrirme con los amplios vuelos de su capa.


 

El dedo soltó la presa y la cuerda liberó toda aquella energía contenida. Los afilados gramos de acero fueron impulsados con una furia mortal hacia el fatal desenlace. La saeta cruzó en breves segundos la distancia entre el ejecutor y la víctima.

Sin embargo...

Yo me encontraba en el oscuro interior del manto largo y grueso del félido. Él se había lanzado sobre mí cubriéndonos a ambos con el tejido rudo de su capa. Ignoraba yo la razón de aquel movimiento. Tan solo escuchaba ese murmullo grave. Ese cántico impreciso, abstraído e ininteligible que musitaban sus labios. El salmo de otro encantamiento. Aquel hombre león era un hechicero.

Nunca lo supe con certeza, hoy tan solo me atrevo a sospechar que la flecha que impactó quebrándose como si fuese fino cristal sobre los pliegues de su capa, que se astilló como si el manto hubiese sido tallado en puro granito, nunca quiso dañar al enigmático leónida. Otro era su destino. Era otra la víctima de aquel dedo fatídico. Nunca nadie me lo confesó abiertamente. Quizá no es algo grato de revelar, pero esos gramos de metal afilado y asesino tenían escrito un nombre... el mío.

Tan pronto como se volcó sobre mí oscureciendo el cielo con las alas de su capa, volvió a incorporarse. Lo hizo raudo, como si supiese exactamente en qué dirección vendría el próximo ataque. Se levantó poderoso, alzando casi violentamente su considerable estatura y barrió con el brazo que empuñaba su bastón un poderoso arco trazado en el aire. Luego sentí un zumbido muy fuerte. Seguidamente, el agitar de hojas y ramas. Alcé la vista a tiempo para comprobar cómo la arboleda cercana se estremecía como si un vendaval hubiese pasado su mano. Un furioso golpe de viento azotó todo cuanto abarcó aquel imaginario arco trazado en el aire. Los árboles se doblaron como si fuesen a desgajarse durante unos momentos, suficientes para lograr el fin pretendido. Forja fue incapaz de mantener el equilibrio en la rama desde la que había disparado y se precipitó al suelo sin remedio. No fue una caída grave, ni tan siquiera peligrosa. Apenas algunas magulladuras quedarían como evidencia de aquel percance. Pero cuando la pintada medioelfa trató de incorporarse descubrió ante sí la amenazadora figura de un tigre albino que le mostraba con resuelta fiereza unos colmillos como sables de guerra.

Akkôlom recuperó parcialmente la conciencia cuando tuvo la certeza de encontrarse soldado al suelo. Y no en un sentido figurado, ni mucho menos. Muy al contrario, la ligera capa de barro que las últimas lluvias habían formado en el terreno se había solidificado bajo él pegando las partes de su cuerpo en contacto con la húmeda sustancia. Cualquier esfuerzo por liberarse resultaba inútil. Él lo sabía de antemano, por eso ni siguiera intentó zafarse de aquella insólita presa. Aquel resultaba un viejo truco (más bien, hechizo, debería decir), muy básico, casi de aprendiz. Muy infravalorado y tremendamente útil como podía comprobarse. El veterano arquero, sabiéndose vencido, miró con su único ojo hacia arriba, hacia el imponente félido que le observaba sereno, apoyado con ambas manos en su ornado bastón.

—Parece que no queda más opción que pactar —asumió resignado.

El Lex lo contempló en silencio durante un momento sin decir palabra.

—Esa… —dijo al fin —es una sabia elección.

 


 

La densa bruma de los recuerdos se fue disipando poco a poco conforme aquellos se aproximaban a las horas presentes. Las pupilas de Forja volvieron a dibujar una escena ante ella. La misma escena que se difuminó cuando inició su viaje por la memoria reciente. La misma escena que recordaba aún al sumirse en aquellos pensamientos. La imagen serena y melancólica de Akkôlom mirándose a sí mismo.

A un lado, la leña crepitaba moribunda alimentando una corona de llamas joven y altiva. Poco más allá, el cuerpo de ese extraño y codiciado humano parecía descansar plácidamente. Enfrentado al marcado elfo, imponente de aspecto y custodiado por su hermoso felino se sentaba aquella criatura sobrecogedora, aquel ser poderoso del que difícilmente podía apartarse la mirada. El félido, ajeno, o tal vez acostumbrado a ser objeto de asombro, leía plácidamente un pequeño libro de viaje a la luz potente y danzante de las lenguas de fuego. Ver aquella criatura de noble y feroz aspecto con lentes sobre su ancha nariz y un libro menudo en sus dilatadas manos era una experiencia desconcertante. La pintada guerrera tenía muchos motivos para desconfiar de aquel impredecible individuo, de sus arcanas artes... de sus secretas intenciones.

La gente suele temer aquello que no conoce, oí decir una vez.

—¿Qué vais a hacer con él? —Se armó de valor y preguntó la joven medioelfa. Aquel gastó unos segundos en alzar cansinamente la mirada y observarla con sus pupilas amarillentas y rasgadas por encima de sus lentes.

—Eso, joven dama, creo que no es de vuestra incumbencia —anunció aquel gigante modulando su voz para parecer amable. Regresó la vista a la lectura. Sin embargo, Forja, lejos de contentarse, no tenía ánimos para las buenas maneras.

—Ya no me considero ninguna joven y tampoco debería considerarme una dama. En cuanto a lo que es o no de mi incumbencia, sabed que una vez salvé la vida de ese muchacho. Si ahora hemos de entregársela, al menos me agradaría conocer qué tipo de suerte le espera.

Akkôlom regresó la mirada al frente, a la conversación que se iniciaba ante su único ojo. El félido, tras un prolongado suspiro, interrumpió por segunda vez su concentración para atender a la chica.

—¿Nunca os han enseñado que es de muy mala educación molestar a alguien que trata de leer? —le reprendió gravemente.

—¿Vais a darme una respuesta? —preguntó ella.

—Ya os he dado una respuesta, claro que no queréis aceptarla.

Y esto dicho, retornó los ojos al texto diminuto y denso de su libro.

—¡Maldición! —barbotó ella.

—Forja —llamó la atención ahora el demacrado arquero, a quien exasperaba cualquier síntoma de pérdida de la compostura. Jamás podía evidenciarse ningún tipo de ardor visceral. Nunca el adversario debía percibir tu enojo o frustración. Ella, recordando las lecciones del maestro, trató de refrenar su ira y mantuvo la compostura, lo cual no evitó que dirigiese ahora sus reivindicaciones hacia él.

—Estás muy serio, muy pensativo —le aseguró—. ¿No tienes nada que decir al respecto? Este mercenario venderá al chico y ganará una fortuna. Si alguien me hubiese escuchado en su momento.

Otra vez, una vez más...

La lanza hurgando la herida. La pulla clavándose profundo. Akkôlom miró a su discípula con un frío invernal que arrecía su única y ártica pupila. Tan severa fue su mirada, tan explícita, que la arquera pronto supo que se había excedido en sus críticas. Nada hubiese impedido una firme y dura reprimenda. Salvo, como fue el caso, que el félido, harto de las constantes interrupciones se decidiese al fin a proporcionarle la ansiada respuesta.

Con un gesto de infinita paciencia, el Lex abandonó la lectura. Cerró su pequeño volumen y se dirigió a los elfos que entablaban aquel represivo duelo, aquella silenciosa y contundente reprobación. Uno reprendía, la otra, sumisa, callaba.

—Si voy o no a enriquecerme a costa de este joven humano es algo que me parece no haber comentado aún, pero que tampoco ninguna ley me obliga revelar. Con todo, en el caso de obrar de esta manera, no se me ocurriría hacer negocios en Dáhnover. Más de uno allí quisiera colgarme de una estaca. Me dirijo a la comarca del S’uam. Un lugar más apartado, mucho más tranquilo. Ideal para este tipo de asuntos. He quedado con un viejo conocido allí. Para bien o para mal la suerte del chico se decidirá en ese lugar. No tengo inconveniente alguno en que me acompañéis hasta ese punto. Luego, una vez yo consiga lo mío, sois muy libres de negociar al chico con quien corresponda. Y ahora, ¿me dejaréis continuar la lectura?

 


 

 

Cuando el joven muchacho accedió a las exigencias del susceptible Allwënn, el público concentrado ante las hojas de roble que cegaban la entrada era numeroso. Ni Odín, que había quedado dormido en su catre, ni Ishmant, de quien nada se sabía desde que cruzase el umbral de entrada, se encontraban allí. Pero sí el resto.

La joven pareja de músicos aún conservaba los pertrechos de batalla. La noticia de cenar caliente y en un breve espacio de tiempo hizo que apenas si dedicaran tiempo a desvestirse. Únicamente los escudos, las armas de asta y los molestos yelmos fueron abandonados en sus respectivas habitaciones. El resto de las piezas de la armadura continuaban en frío contacto con la piel y las espadas, quizá olvidadas, pendían de los cintos y vainas.

Sin poder disimular su temblor, el jovencito giró la llave que cerraba a cal y canto las compactas hojas de madera. La velada estancia se descubrió asolada por las sombras y por una pesada quietud. Había un silencio profundo, como el que respiran las tumbas de los muertos. Era una sala amplia. Un salón dilatado cuajado de mesas y sillas, absolutamente despojado de vida. Gharin miró con desconfianza a su compañero de lides. Todos lo hicieron. Ya nos habíamos acostumbrado a buscar la referencia de sus pupilas y a leer las expresiones de su rostro. El mestizo de enanos tenía la mirada perdida en el interior de la estancia.

No movía un músculo, apenas parpadeaba.

Nadie hizo nada. Nadie se movería hasta que él lo hiciera. Nadie diría una palabra hasta que él la pronunciase. Todos aguardaban con impaciencia esa primera reacción del misterioso elfo. Si la tensión en su rostro disminuía, probablemente no hubiese nada que temer. Si su recelo aumentaba, entonces, más nos valdría estar prevenidos. La experiencia demostraba que Allwënn podría parecer un tipo irritable y muy susceptible, pero lo cierto es que hasta el momento jamás se había equivocado con ninguna intuición.

El de larguísimos cabellos tornó sus pupilas fieras de nuevo hacia el pequeño. Este sintió el frío cortante de su ardiente mirada. Entonces Allwënn desenvainó su dentado acero con un crujido metálico y antes de que nadie pudiese contradecirle o detenerle, penetró con decisión en el salón de la taberna.

Se conocían demasiado bien. Habían compartido muchas experiencias desagradables. Gharin hacía tiempo que dejó de cuestionar aquellos arranques de desconfianza de Allwënn. Era el primero en admitir que la diestra de su inseparable estaba siempre presta a empuñar el acero. Aunque no era menos cierto que su filo habitualmente regresaba a la vaina teñido de sangre. Así, cuando el dentado hierro de la Äriel saludó a los presentes con un brillo fantasmal, su brazo acudió diligente hasta su pesada espada. Ni siquiera dudó por un instante que pronto estaría trabado en pugna con otro acero. La certeza, la inminencia de una lucha parecía tan cercana que incluso Alex, contagiado quizá del ánimo rotundo desplegado por los elfos, llevó su mano virgen hacia el cinto y desenvainó la espada.

Claudia lo miró asombrada. No esperaba tal reacción de su amigo. Aquel sin duda resultó el primer sorprendido de su propio gesto, pero pronto devolvió a su ingenua compañera una mirada cargada de significado. Sus pupilas clamaban, quizá, un pensamiento nacido de manera espontánea. Parecía querer preguntarle con sus iris... «Debo hacerlo, Claudia. ¿Hasta cuándo nos vamos a mantener al margen?» Ella creyó entender a medias tal significado e incluso estuvo tentada de hacer aflorar su pesada arma. No obstante, quizá un atisbo de sensatez (así lo definiría ella) borró en el acto esa pretensión. En lugar de eso, tomó la lámpara de aceite que sostenía Fabba y penetró tras ellos recelosa, portando el arco de luz que proporcionaba la lucerna. Apenas si habían cruzado el umbral cuando el portón se cerró con un estruendo a sus espaldas.

—¡Maldición! —profirió Allwënn.

A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron. El sonido de las llaves hurgando en la cerradura y las voces nerviosas de los muchachos al otro lado, no dejaba espacio para la duda. Les habían tendido una trampa.

Claudia, impresionada por el sobresalto, dejó escapar un grito, aunque, lamentablemente no fue lo único que escapó a su control. De sus dedos se escurrió también la lámpara de aceite, que rodó unos metros sobre el suelo de madera, por fortuna, sin quebrarse. Aquello, casi inevitablemente, distrajo por unos instantes la atención. Un despiste que suele pagarse caro, sobre todo, cuando hay alguien a la espera de aprovecharse de unos segundos regalados.

El sonido de muebles arrastrados, de botas duras que pisan la madera. Una garganta que se arranca en un gemido de esfuerzo. Alguien sale del celo de las sombras, de la protección del silencio y su velo impenetrable. Alguien que derriba a su paso las sillas, que exhala y gime de esfuerzo.

Son indicios inequívocos. Es alguien que ataca.

—¡¡Allwënn, agáchate!!

También el bravo mestizo de enanos había aprendido, y muy bien aprendida, esa lección: cuatro ojos ven más que dos. Por mucho que le costara admitirlo, la pupila celeste de su dorado amigo era más ágil y sagaz que la suya.

Gharin lo había visto. Había apreciado con claridad cómo surgía de su escondite y alzaba su espada contra la desprevenida cabeza de su compañero. Aquella silueta dirigía un corte horizontal hacia la base del cuello. La intención era separar la cabeza de los hombros de Allwënn. Gharin se permitió el lujo de reaccionar con frialdad. Estaba demasiado lejos para apartar a su compañero pero el invisible enemigo ya había lanzado el golpe. No tendría tiempo de corregir la trayectoria, aun cuando escuchase el aviso.

No es que el rubio semielfo gozase de tiempo que invertir en razonamientos, es que a tal velocidad discurrían sus reflejos. Otro apenas si hubiese tenido tiempo para abrir la boca antes de que su rostro se manchase de sangre amiga.

Allwënn se echó al suelo, tampoco aquel dudaba cuando Gharin lanzaba un aviso. El acero enemigo silbó enfurecido cuando rasgó el aire sin encontrar víctima. Pasó sobre él, y el dueño de la traicionera artimaña también. Resultó el hierro de Gharin quien frenó la acometida aunque eso era algo que el arquero ya había asumido desde un principio.

Era solo cuestión de tiempo...

Allwënn afianzó la Äriel en su puño y hubiera descargado con rabia las fauces de su acero contra el desconocido adversario si no fuese porque su experiencia en combate le lanzó un nuevo mensaje por el flanco descubierto. ¡¡Había otro!! Se volvió rápidamente para trabarse al segundo. Únicamente acertó a percibir una silueta fugaz que se aproximaba con decisión resuelta y el acero desnudo. Apenas cedió un segundo más. Las fauces de su legendaria espada buscaron hambrientas carne donde saciarse.

Allwënn era un combatiente ciego.

Uno tenía que recomponer por completo cualquier teoría aprendida al enfrentarse a él. No podía sospecharse cual sería su siguiente movimiento. No poseía técnica. No tenía disciplina. Ni tan siquiera podía esperarse lógica en sus ataques, solo pasión, pasión honda, desgarrada y salvaje. Pasión profunda, inconsciente, ciega. Pasión y furia. Furia sin control, sin barrera, sin límites. Era como pelear contra la galerna, impredecible, imparable.

Allwënn luchaba como un Tuhsêk. Si a alguien debía su formación como guerrero era a la estirpe de su padre. Para el Tuhsêk toda justa es una guerra. Toda arena es un campo de batalla, donde no existe ley, donde no imperan reglas. Solo importa el manantial de adrenalina que irrumpe en las venas alimentando los músculos.

Allwënn era un combatiente ciego.

Nunca pensaba en el lance del adversario. Poco le importaba el daño que pudiera recibir de la estocada enemiga. Únicamente pensaba en los golpes que salían de su propia mano. En la sangre que haría derramar y en las heridas que su espada dentada abriría en la piel de su presa. Por esta razón y no otra, lo que hasta unos brevísimos instantes solo era un semielfo sorprendido por un flanco, un adversario frágil, desorientado, sin preparar… Lo que hasta hacía unos segundos resultaba un objetivo certero, se había revuelto sobre sí lanzando una ciega y dura estocada al cuerpo que le agredía. Su contrincante, que ya había efectuado su lance, nunca hubiese esperado tan contundente respuesta. Allwënn daba sobradas muestras de impresionarse muy poco ante el acero que se le venía encima. No hizo gesto alguno de intentar detenerlo o esquivarlo. Lo cual permitiría conservar la iniciativa a su enemigo y lo que, sin duda,  aquel pretendía.

Contra toda regla, contra toda lógica, el elfo dirigió feroz su espada con nombre de mujer hacia el cuerpo turbado de su contrincante, sin pensar en nada más. Solo unos reflejos prodigiosos salvaron a aquel atacante fantasma de ser partido en dos. Las formidables dimensiones de la Äriel hacían de ella un arma cuyo beso causaba la muerte al primer golpe en un porcentaje muy elevado de los casos. Nadie quería arriesgarse a probar su caricia. Su filo dilatado llegaba al adversario antes que otro acero menor. Su ancho talle convertía su hoja dentada en un huracán que todo lo arrastraba a su paso.

Aquel inesperado atacante…

De haberse mantenido firme, de no haber dudado en el último momento...

Esquivar la furiosa acometida del mestizo de enanos…

Probablemente hubiese logrado herir a Allwënn, quizá incluso de muerte, pero hubiese encontrado en su abdomen el beso mortal de la Äriel con una certeza absoluta. Con todo, las fauces brillantes de la hermosa espada encontraron carne y el gemido de dolor que la acompaña, aunque fuese solo un rasguño.

Era una seguridad férrea, casi auténtica soberbia. Era ese desdén, ese desprecio absoluto por el adversario lo que aterraba al enemigo y lo hacía dudar en el último y más preciado instante.

Allwënn era un combatiente ciego.

Solo hacía unos segundos parecía un adversario postrado y en clara desventaja. Ahora se desvelaba como un poderoso y enfurecido guerrero que proyectaba golpes con una violencia inusitada. A duras penas podía frenársele interponiendo ágilmente una espada.

El rival de Gharin era una mujer. Lo supo desde el principio, incluso antes de tener certeza absoluta, incluso antes de apreciar su rostro difuso.

Olía a mujer...

Era un aroma sutil. Su piel transmitía esa vaporosidad contagiosa. Una dulce fragancia. Gharin había aprendido a distinguirla, a reconocerla en cualquier lugar, en cualquier situación. A fuerza de rutina, de aspirarlo y delectarse con él, el aroma de mujer se le había enquistado en el pensamiento. Formaba parte de ese cúmulo de elementos asimilados que jamás se olvidan y no poseen más que un solo sentido. Ella era mujer. Eso no le facilitaba la tarea. Nunca soportó acabar con la vida de una dama. Aunque ella fuese enemiga y no tuviese para él más caricias que las del dedo helado de la muerte.

Tenía un aspecto salvaje. Sus pupilas se mostraban claras y nítidas, a pesar de la escasez de luz y la fugacidad del combate. Era una mestiza, como él, como los cadáveres que encontraron antes de penetrar en las ciénagas del Nahûl. Podría ser una de ellos, otra cazadora de recompensas. Ahora se prodigaban mucho.

Era una mestiza... de humanos.

También él podía distinguirlo con la misma evidencia con la que un elfo de pura estirpe le delataría a él. Olía a mezcla.

Gharin iba deteniendo las embestidas de su acero con relativa comodidad. Ella peleaba duro, con cierta escuela, con cierta técnica. Aquella mestiza había aprendido a manejar la espada con un buen maestro. Sin embargo, le faltaba mundo. El semielfo podía casi predecir sus lances de antemano. Carecía de esa chispa de espontaneidad que proporciona la experiencia. Sus estocadas eran precisas, bien colocadas, pero exageradamente evidentes.

Sus ojos.

La chica era muy bella.

¿Cómo dañarla?

Gharin era un bailarín. Su elegancia moviendo el acero resultaba abrumadora. Al contrario que Allwënn, Gharin poseía un carácter en combate eminentemente pasivo. Se sometía ferozmente al equilibrio y la forma, sin malgastar un gramo de esfuerzo en un movimiento vano que no fuese a proporcionarle una ventaja considerable. Evidenciaba su formación exquisita y jamás improvisaba un golpe. De hecho, cualquier erudito versado en las artes y formas de la verdadera esgrima de Gladia[2] podría narrar, como quien narra una partida de ajedrez, cualquier combate del semielfo atendiendo tan solo al nombre de las figuras o lances que el rubio mestizo utilizaba en la justa.

Si podía contener la furia del adversario, Gharin prefería aguantar y observar pacientemente su técnica hasta hallar en ella una fisura. Detenía con estudiados y correctos movimientos llenos de elegancia las estocadas de su enemigo. Fintaba con agilidad felina sus lances y bailaba a su alrededor hasta encontrar un error, una oportunidad. Entonces hendía el acero. Una vez, dos como mucho. Luego, su adversario moría.

El arma de la mestiza se estrellaba una y otra ven en la hoja de su espada haciéndole retroceder. Sus ojos controlaban los movimientos, sus pasos cedían solo el terreno necesario. Gharin continuaba interponiendo sabiamente el arma mientras la estudiaba.

Era muy bella...

De un salto inesperado subió a una mesa cercana y esquivó desde la aventajada posición aquellos enérgicos y predecibles golpes. Él era un guerrero veterano. Quizá no lo evidenciaba con la misma claridad que su amigo, pero sin duda su destreza resultaba extraordinaria. Su espada se movía de izquierda a derecha, de arriba a los flancos. Su cintura se quebraba en giros violentos perfectamente ejecutados. Mientras, sus pupilas azules como el hielo glacial buscaban el error.

Y acabó encontrando el hueco...

La espada buscó la víctima, se encaminó con decisión para asestar el golpe que habría de desequilibrar aquella injusta balanza. Los recuerdos, las imágenes golpearon su mente como el pico machaca la roca. Volvieron los ojos muertos de aquellas elfas mutiladas meciéndose de sus cabellos desde las inalterables ramas de roble. Aquellos hermanos empalados en sus lanzas. Y se mezclaron en un caldo espeso con un millar de visiones similares que sus ojos habían presenciado en los últimos tiempos.

Era hermosa. ¿Cómo matarla?

¿Cómo acabar con una vida?

Quizá, en otro tiempo no hubiese tenido remordimientos al enfrentarse a un hombre, no así con una mujer. Pero últimamente, después de lo ocurrido, exceptuando a los sacerdotes y huestes del Culto o a las bestias, le parecía un horror sin nombre acabar con cualquier otra vida. Estaba cansado de derramar sangre sin un motivo.

Su cabeza fintó la estocada que aquella salvaje mestiza le dirigió. Cruzó su área de acción, entró en su guardia. De un golpe certero, preciso, el acero de Gharin rompió el asalto y ella quedó desarmada.

Él había quedado a su espalda. Apenas si hubo de esforzarse para hacerla perder el equilibrio y que aquella guerrera terminara estrellándose contra un grupo de sillas. El golpe fue violento pero de consecuencias infinitamente menos graves que atravesarla de parte a parte. Allí quedó inmóvil durante unos fugaces instantes. Cuando los ojos de ella se volvieron para mirarle, cuando la mano joven llena de energía trató de levantar de nuevo su arma y volver a la lucha…

Gharin la aguardaba...

Se parapetaba tras el filo de su espada. Le amenazaba impasible la garganta.

La justa había terminado.

En torno a ambos aún se escuchaban los forzados jadeos de una batalla encarnizada, la del bravo Allwënn, que aún no había conseguido desembarazarse de su desconocido oponente. Se escuchó un aullido terrible, un grito de dolor enfurecido y rabioso que pocas veces podía escucharse, pues pocos eran capaces de hacer bramar de dolor al elfo de Mostal.

—¡¡ Murâhäshii!!

Entonces llegaron hasta él voces al otro lado de la puerta.

Voces que llegaban en tropel, descontroladas y presas de la alteración. Todo sucedió vertiginosamente. En lo fugaz y caótico de aquella marabunta únicamente alcanzó a distinguirse una voz familiar, inconfundible.

Una voz, aquella voz...

Y luego, todo se detuvo.


 

Las chispas saltaban como lenguas de fuego cada vez que los aceros se encontraban en despiadados besos. Allwënn continuaba aquella lucha con toda su fiereza. Apenas si había disminuido la intensidad de su devastador ataque obligando a retroceder a su enemigo entre las vagas lindes del salón. Las fauces de metal de la fabulosa Äriel mordían con violencia el hierro adversario. Sesgaban el aire estancado de la sala y herían de muerte las mesas y sillas que ambos contendientes sortearon en su furiosa pugna, haciendo saltar de sus cuerpos de madera una lluvia de afiladas astillas. Lo verdaderamente sorprendente era que aquel elfo alto y envuelto en una capa no hubiese caído hacía ya algún tiempo ante la brava y hermosa espada del mestizo. Si bien al principio y durante buena parte de la contienda no pudo más que contentarse con detener o esquivar las estocadas brutales de aquella espada dentada, no es menos cierto que la mano que dirigía aquel otro anónimo acero resultaba mucho más diestra de lo que cabría esperar de un simple mercenario. Había solidez por los cuatro costados. No podía suponerse menos para sobrevivir ante la Äriel durante más de cinco minutos.

Allwënn era consciente del ritmo que le imprimía a su combate. Resultaba demencial. No podría mantenerlo eternamente, a pesar de que su constitución enana hacía de él un luchador incombustible. Cuando dos fuerzas están muy igualadas el primero en acusar los efectos de la fatiga, el primero en cansarse, tiene muchas probabilidades de ser quien acabe desangrándose en el suelo.

Afortunadamente, Allwënn era un roble. Y un elfo, ni el más recio de entre ellos, puede competir en resistencia contra un pecho enano, a pesar de que este resultase solo el de medio enano.

Los aceros se estrellaron una vez más. Esta vez, demasiado cerca de los rostros. Allwënn ni siquiera se fijó en los rasgos de su agresor. Poco le importaban. Ya le había identificado como elfo. Eso bastaba para calcular las posibilidades de éxito frente a su espada.

Ambos jadeaban como perros en celo. Sus aceros quedaron trabados unos instantes en un abrazo mortal y tenso. Instantes que ambos se regalaron brevemente para recuperar el aliento consumido en la lucha. Instantes que expiraron como un sueño al alba. La fuerza que aún conservaba el mestizo en sus músculos resultaba ampliamente superior y de un empujón estrelló a su enemigo contra los maderos de una silla que se quebraron bajo él. Pero cuando los dientes de metal fueron a morder la presa ya no se encontraba allí. Su cuerpo se dobló, poniéndose fuera del alcance de la Äriel apenas un segundo antes de que la noble dama llegase a beber sangre. Los cuerpos desnudos y metálicos de las armas se encontraron de nuevo y danzaron en la nocturna oscuridad.

Fue entonces cuando Allwënn resultó herido.

Aquella impetuosa manera de pelear siempre le ocasionaba heridas leves. Heridas a las que acaso solo prestaba atención después de la justa, heridas que apenas notaba en el calor de la contienda. A veces, solo a veces, cuando el adversario resultaba un oponente curtido o cuando la presunción de Allwënn le llevaba a cometer algún error más grave, el filo del adversario abría la carne con un escalofrío gélido y el torrente de su sangre escapaba de las venas. Pocas heridas le obligaban a parar, pocas sentenciaban la batalla. Su padre le había contado historias acerca de los maceros Tuhsêk. Cómo había visto a camaradas de batalla recogerse sus propios intestinos y proseguir la pelea con la mano libre. Allwënn llevaba aquella misma sangre viajando en sus venas, por eso, aunque durísima, la herida solo consiguió arrancarle un aullido de dolor, que todos escucharon.

En aquellos instantes Gharin finalizaba su duelo.

No sabía cómo, la espada del enemigo había bailado hasta su pierna derecha, separando, de un amplio tajo, el ligamento de la rodilla. En un acto reflejo que no pudo evitar, el peso de su cuerpo se hundió, desplomándose. La adrenalina manó en torrentes y una ira tiránica de proporciones bíblicas invadió sus músculos. Aún no había tocado suelo cuando la dilatada hoja de su espada bastarda atravesó el peto de cuero y enterró su punta entre el costillar enemigo.

Ambos se doblegaron, abatiéndose de rodillas como si oraran a un santo. Uno, sangrandole la pierna. El otro, con varios centímetros de acero incrustados en las costillas. Las abundantes dimensiones del arma de Allwënn la convertían en una espada difícil de manejar en determinadas situaciones. Era demasiada espada para tan reducido espacio. Desde aquella posición le resultaba excesivo el esfuerzo de empujar el mango con el que atravesar aquel cuerpo apuntalado. Desde aquella posición apenas si podía mantener la espada firme entre sus dedos.

Quizá aquella posición fuese lo que le salvó la vida a Akkôlom.

—¡¡ Murâhäshii!! —La llamada de Ishmant le devolvió a la realidad.

—¡Deteneos. Deteneos!! —rugió una voz.

Aquella voz...

—Allwënn. ¡Por los dioses, detente! Somos muy pocos para acabar entre nosotros.

Ambos contendientes gemían como amantes en plena pasión. Ninguno, en el fragor duro del combate había percibido cómo las puertas de roble de la cantina se abrían y se inundaba todo con las luces de nuevos faroles. Muy pocos, salvo los humanos, habían presenciado cómo accedían al recinto los jóvenes propietarios del local acompañados de Ishmant. Aunque la desesperada orden, aquella llamada a la calma no había surgido de sus labios, sino del personaje que probablemente les había dejado boquiabiertos sin remedio. Un ser de una estatura colosal que dejaba a su enorme compañero Odín como a un párvulo. Una criatura de aspecto impresionante vestido con ropas robustas y gastadas que se acompañaba de un felino corpulento de inmaculado pelaje blanco.

Aquella criatura atrapaba las miradas como la miel captura moscas. Sumió en un silencio de sepulcro la tormentosa escena e inundó la sala, ahora radiante de luz, con una voz profunda y señorial. Una voz majestuosa, enigmática.

Una voz...

Esa voz...

Aquella voz... tan peculiar que hacía fácilmente reconocible a su dueño si acaso se le hubiera escuchado en alguna otra ocasión anterior. Ese resultó el caso. Aunque el primero en reaccionar fue Gharin.

—¡¡Rexor!!

 


 

Se llamaba Rexor. Su secreto. Al fin. Rexor.

Aquel era el nombre que me había estado ocultando todo este tiempo. Ese era el nombre escondido, el que no había revelado. El hombre león, aquel autodenominado aventurero, el viajero anónimo, el misterioso cazarecompensas, mercenario...

El poderoso Félido...

Se llamaba Rexor...

Y no habría nombre que se ajustara con mayor dignidad y precisión a tan notable estampa. ¿Sería él? ¿Él, quien tuviera la llave de vuelta a casa?


 

—Allwënn, ¡por los dioses, detente! Somos muy pocos para acabar entre nosotros. Tu adversario es Asymm’Ariom, el ‘Shar’Akkôlom —clamaba Rexor, que había entrado como una exhalación.

La férrea voz del félido devolvió la lucidez al guerrero, que extrajo la punta amplia y afilada de su espada de entre el costillar elfo. Aquel se convulsionó de dolor cuando la Äriel abandonó su carne, al tiempo que se llevaba una mano a la herida con la que frenar el caudal de sangre que por ella se precipitaba. Se dejó caer, extenuado. Allwënn se arrastró turbado mientras miraba al colosal hombre-león. Ishmant se acercó por detrás del desfallecido elfo y le ayudó a incorporarse.

—Todo ha sido una confusión —continuó.

Allwënn, apenas si acertaba a balbucear. No le salían las palabras, como tampoco afloraban a los labios de Gharin, que peligrosamente había perdido interés en su vencida adversaria. Suerte que ella se encontraba en el mismo estado, ajena a la espada que le amenazaba, ahora por mera inercia.

—¿Qué... eh... ocurre...? ¿Qué... está...? Ishmant... ¿Qué... cómo...?

No solamente Allwënn, quizá todo el mundo se vio invadido y asaltado por aquella sensación de incapacidad. Todo había sucedido tan deprisa que resultaba harto difícil asimilarlo. No solo la aparición de tantos nuevos personajes en tan vertiginosa escena, sino, además, que aquellos pudieran, de alguna forma, relacionarse entre sí.

—Sí. Es él. Es Rexor —confesaba Ishmant, mientras ayudaba a alzar el cuerpo herido—. Él es quien me sacó del exilio. Él fue quien me mandó buscaros y con quien me cité en este lugar, en esta misma fecha. Él es a quien estamos buscando y el responsable último de que nos encontremos aquí.

El silencio, el asombro, fue general. Parecía que únicamente Ishmant, si exceptuábamos al propio Rexor, conocía todos los detalles de esta historia. El resto solo habíamos accedido a una parte del guion. Por eso en un grado u otro, descubrir la absoluta verdad, causaba asombro.

Era cierto...

Si alguien había capaz de sacar del confinamiento helado al misterioso humano, si alguien podía convocar en torno a sí semejante partida de guerreros; si alguien conocía la manera de devolvernos a casa, era aquella magistral criatura, aquel coloso impresionante.

Rexor, el Buscador de Runas...

El Guardián del Conocimiento.

 


[1]Genéricamente la cultura popular designa este vocablo como un epíteto más de «elfo», incluso cuando el elfo en cuestión no pertenezca a este numeroso grupo étnico.

[2]También llamada «Alta Esgrima». Se la considera la más noble de las formas de lucha. Antaño, en época del Alto Imperio Elfo, indispensable para la formación de verdaderos caballeros. Hoy, aunque su carácter elitista, depurado y exquisito se mantiene en la consciencia, ha sido relegada a una disciplina de exhibición. La mayor diferencia con la «Esgrima de Batalla» reside en el concepto duelista del combate resultando fútil contra más de un oponente. También por el marcado matiz de elegancia de sus figuras y lances... No conviene olvidar que es una disciplina inventada por elfos muy a su gusto.

 

La Flor de Jade
titlepage.xhtml
Khariel.htm
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_000.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_001.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_005.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_006.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_007.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_008.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_009.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_010.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_011.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_013.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_014.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_015.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_016.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_017.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_018.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_019.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_020.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_021.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_022.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_023.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_024.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_025.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_026.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_027.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_028.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_029.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_030.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_031.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_032.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_033.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_034.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_035.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_036.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_037.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_038.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_039.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_040.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_041.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_042.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_043.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_045.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_046.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_047.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_048.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_049.html
CR!5JCZQ1BB693MKBAMXA8PBDB5GH22_split_050.html