VYR’ARYM ÄRIEL

EL SECRETO DE UNA ESPADA.


 

Hacia el Alwebränn[2].

 

—Sin el bosque como cobertura es más probable que nos topemos con tropas del exterminio.

Siempre se las ingeniaban para acabar dando un rodeo. Jamás nos proporcionaban una respuesta concreta a nuestros interrogantes que añadiese algún otro detalle a ese singular y escueto «al norte» que nos hiciese saber hacia dónde encaminábamos nuestros pasos. Aquel andar a ciegas se estaba convirtiendo en una costumbre.

Al atardecer del cuarto día de viaje empezamos a notar cómo el paisaje cambiaba. Atrás quedaba el bosque. Atrás, también, el abrigo de su ramaje. El paseo a caballo en aquellos días que los elfos[3] aseguraban eran «una tranquila travesía» supuso un auténtico placer para mis sentidos. Si bien estaba impaciente por toparme con un millar de criaturas mágicas no hallé por el momento más que la inofensiva, aunque curiosa, fauna de aquellos bosques. Allwënn y Gharin aseguraban que la zona por la que avanzábamos se encontraba algo retirada de las vías habituales de comunicación. Resultaba ser tan apacible y segura como parecía. Dejábamos atrás el verdor de los bosques de donde yo imaginaba en mi delirio bucólico que surgirían náyades y ninfas de las cristalinas aguas de sus ríos y que para desilusión de mis deseos nunca aparecieron, como era de suponer. La densidad de árboles descendió. El bosque se aclaraba. Las lomas crecían hasta convertirse en pequeñas colinas que alcanzaban, a veces, el centenar de metros. El terreno comenzaba a abrirse en interminables praderas coronadas por farallones cuajados de abrigos y salientes.

Cabalgamos por esta zona, sin desviar el rumbo, otros dos días, hasta que el terreno se tornó un tanto más llano y las flores dejaron de verse con tanta profusión. Aunque nos apartamos de la vía común de tránsito, seguíamos una vereda trazada que discurría flanqueada al oeste por una masa montañosa de cumbres nevadas, a cuyos pies se extendía una sombría zona boscosa de tenebroso aspecto que los elfos miraban con cierto recelo. Al preguntarles sobre la dirección que llevábamos, aparte de la ya conocida e imprecisa respuesta, solían hacer hincapié en el ejército. Todo su propósito radicaba en evitar a toda costa ser vistos por las tropas de ese «Ejército del Exterminio» tan misterioso para nosotros como inquietante resultaba su nombre. Por eso nos hacían circular por bosques y zonas alejadas de la civilización y de las vías que la comunicaban. Aquello comenzó a intranquilizarnos y, de suerte que el contacto entre todos nosotros comenzaba a ser algo más fluido, recuerdo que alguien a modo de broma les preguntó si eran ladrones.

—¿Ladrones? —Gharin nos miró las caras con el ceño fruncido y tornó la suya hacia su compañero que cabalgaba muy cerca de él—. Que si somos ladrones, dice —le comentó con cierto tono de estupor a Allwënn. Aquel nos contestó con su habitual tono grave y modulado.

—Claro que somos ladrones, niño. ¿Qué pensabas?

—En estos tiempos que corren, amigo, no se puede ser otra cosa —completó su compañero.

Aquello nos alarmó por unos instantes.

—Son ladrones —solía decir Alex—. Alegrémonos. Nuestra suerte no puede empeorar.

Los días, a pesar todo, eran muy rutinarios. Cabalgábamos de sol a sol haciendo tres paradas cortas y una larga, que utilizábamos para comer y descansar. Acampábamos al caer la tarde. En las comidas, sobre el fuego, no solo poníamos el asado sino también el anecdotario del día. El paisaje, el buen humor y la contemplación hacían que lo que en apariencia era monótono, lo que en realidad resultaba agotador, se convirtiera en un placer inexplicable. A medida que avanzábamos me di cuenta de que en aquel lugar había demasiadas cosas a las que, supuse, nunca me acostumbraría. Parecían querer recordarnos que todos éramos extraños allí. Pensé que no llegaría a acostumbrarme a divisar aquellos dos soles sobre nuestras cabezas, ofreciendo un espectáculo mágico y sorprendente que mantenía mis pupilas hechizadas. Tampoco llegaría a acostumbrarme tan pronto a los apéndices puntiagudos de los elfos, que sobresalían entre sus cabellos brillantes y largos. Tanto tiempo imaginándolos, contemplarlos tan cerca suponía una experiencia insólita.

Claudia nos acabó confesando la verdad acerca de la mezcla de sangre de los semielfos, en especial la de Allwënn. Es un hecho que aquellas noticias, como todo lo que nos estaba sucediendo, eran recibidas por mis compañeros de manera distinta. Resultaba muy difícil creer que aquellos cuerpos de belleza casi artificial cargaran a sus espaldas casi un siglo de existencia. Resultaba complicado, también, no pensar que sus ropajes y armas no eran más que accesorios de carnaval. Lo más increíble, supongo, era contemplar a aquellos chicos de ciudad montando caballos por una tierra indómita. Teníamos la esperanza de encontrar algún camino que nos llevara a casa. Aunque ni siquiera podíamos saber si existía alguien capaz de ayudarnos, si es que existía alguna ayuda posible. Al menos nos conformábamos con que estuviese dispuesto a creernos. A pesar de que los días comenzaban a sumarse, aún no nos hacíamos a la idea de nuestra situación. En fin, en esta historia... ¿Qué no resultaba increíble?

 

De nosotros, Falo era el más escéptico. Desde el incidente con los orcos se había excluido del grupo. Sin embargo, creo que nunca llegamos a perdonarle aquella traición. Es cierto que no hubo con él afinidad. Aquella reacción nos enseñó una parte de su personalidad que difícilmente congeniaba con nosotros. En aquella angustiosa situación no dudó en utilizarnos para su propio beneficio, sin importarle el daño que pudiera habernos provocado. Eso dolió, especialmente a aquel grupo de músicos tan unido entre sí. Ellos no hubiesen dejado a ninguno atrás.

Falo se encontraba desubicado, perdido, sin ninguna relación con nosotros, cuanto menos con aquel extraño mundo. Hizo lo que estaba acostumbrado a hacer, que no era otra cosa que salvar su pellejo. Podríamos haberlo entendido, a pesar de todo... pero aquel chico creó una imagen de desconfianza que le persiguió en todo momento. A partir de entonces su actitud no contribuyó a mejorar las cosas. Asumió su papel de inadaptado, casi de mártir. Por mucho que hoy me duela admitirlo, se comportaba como tal. Lo cierto es que de sus labios jamás salía una aprobación de buen grado. Protestaba por casi todo y aceptaba bastante mal las órdenes. Se pasaba todo el día farfullando, aunque al menos tenía la prudencia de no calentar mucho la situación. Algo le impedía soltarse del todo. Sabía que no resultaba una buena idea hacer enfadar a nuestros guías. Ya había probado sus destrezas. Por otro lado, no tenía agallas para abandonar al grupo y marcharse por su cuenta.

Por el contrario, el contacto con nuestros asombrosos compañeros de viaje aumentaba por días. Gharin se desveló como un tipo habitualmente amable, propenso a la broma y a la ironía. Allwënn era más serio, mucho menos abierto que su compañero. Su talante resultaba variable. Podía llegar a enfadarse con su propia sombra o resultar un tipo con un agudo sentido del humor. Aun así, su expresión habitual era seria, quizá, como bien apuntaba Claudia, melancólica. A pesar de que ninguno de ellos volvió a preguntarnos acerca de nuestra historia, el rubio semielfo pasaba más tiempo con nosotros. Charlaba, reía o simplemente escuchaba y parecía disfrutar con aquello. El fuerte temperamento enano que Allwënn transpiraba fuera de su piel, esa fuerza, inevitablemente le volvía distante a nuestros ojos.

Gharin era el nexo.

Pero ocurría que cuando ambos se olvidaban de nosotros y actuaban como eran en realidad, cuando acechaban las presas a punta de flecha o cuando, exprimiendo sus recursos, rastreaban zonas, advertían peligros y trazaban itinerarios, era cuando podíamos tocar esa superioridad que les daba su veteranía, sus años y su experiencia. Ellos decidían. Nosotros solamente les acompañábamos pero no participábamos en las decisiones. Ellos marcaban cómo y cuándo, la ruta a seguir y dónde parar. No nos pedían opinión ni siquiera para aquellas cuestiones que nos atañían directamente.

Aquella ocasión no fue muy distinta.

 

—Hemos pensado que sería bueno para todos que fueseis armados.

Con estas sencillas palabras Gharin nos advirtió, frente a la intensa mirada de Allwënn que se sentaba en unas rocas a corta distancia, que debíamos tomar las armas requisadas a los orcos que él nos ofrecía. Poco, en realidad, pudimos hacer por evitarlo a pesar de nuestro estupor y la hostilidad con la que, sobre todo Claudia, se tomó aquel asunto. Aun así, no pudimos aceptar los desmesurados aceros que arrebataron a nuestros captores. Aquellas rudas y descomunales espadas de orco pesaban demasiado para nuestros brazos de ciudad. Fueron sus lanzas penachadas, coronadas por moharras de trazo curvo y cuajadas de muescas, las únicas armas que podíamos portar y que aquellos elfos nos obligaron a llevar sin que importase el hecho de que no tuviéramos ni la más remota idea de cómo utilizarlas. No es que nos molestara cargar las incómodas armas. Lo que nos asustaba era pensar que en algún momento se hiciera necesario utilizarlas. Aquello realmente nos inquietaba.

La verdad es que a mí me entusiasmaba la idea de portar mi propia espada. Colgaba de mi cinturón el monstruoso cuchillo carnicero que me habían asignado, que en mis manos parecía crecer de tamaño, bastándome y sobrándome como espada. Al mismo rítmico son del paso del corcel pendía golpeando con regularidad mi muslo y los briosos músculos de mi montura. Solía mirarlo oscilar en el cinto, tranquilo en su vaina. Podía pasar las horas mirando sus brutales perfiles, sus formas rudas y salvajes me proporcionaban una sensación poderosa que me sobrecogía. Me sentía un aguerrido y valiente aventurero en pos de su destino. Partícipe real de aquellas imaginaciones que con tanta frecuencia surcaban mi mente sin permiso. No pueden suponer hasta qué punto era feliz, libre.

Y un auténtico ignorante...

Ninguno de los músicos encajó bien aquella decisión, en especial Claudia. Sin embargo, ella ya había comprobado que las protestas servían muy poco contra aquellos que ya habían decidido por nosotros.

He de reconocer que encontraba espléndida mi oxidada, ruda y vieja espada, así como la que le habían proporcionado al fornido Odín: una monstruosa hacha de batalla, de hoja cargada de muescas y espeluznantes formas. Quizá solo nuestro pintoresco batería era capaz de alzar su considerable calibre.

Por su parte, Falo parecía excitado con la idea de portar su propia espada. Las hubiera querido todas para él. No paraba de dar estocadas al aire y pintárselas de duro guerrero. Aquellos hierros maltrechos parecieron un buen alimento par engordar su fantasmal ego, con el que luego calentaría nuestras cabezas. Al fin, eligió una grotesca cimitarra curva que solo podía levantar con ambas manos. Totalmente inútil, pero él parecía encantado con ella.

Bueno, aquellos hierros oxidados estaban bien para quienes nunca habían esgrimido un arma pero las que eran merecedoras de asombro eran las que componían el armamento de nuestros compañeros.

Además del arco y el escudo, un escudo de diana en metal oscurecido con damasquinados de algún tipo de aplique rojizo, Gharin poseía una espada ancha. Si bien no gozaba de una profusa decoración, sí resultaba un arma digna de consideración, no solo por lo afilado y grueso de su hoja, sino por la sobriedad de formas que le imprimían una austera y personal belleza. Rasgo opuesto al arma de su compañero.

Allwënn portaba una espada bastarda. Tenía dos veces la longitud de hoja de cualquiera de las armas que pudiésemos llevar, incluida la de Gharin. Sin embargo, era digna de ser mostrada sobre un atril, más que suspendida del cinto del guerrero. Nadie la había visto aún desnuda de su vaina y ya ejercía sobre mí ese mágico embrujo que despide todo misterio no desvelado. Emanaba una atracción poderosa. Tenía un profundo deseo de conocer cómo habían sido forjadas las mortíferas formas que se escondían tras el vestido de cuero que la ceñía al cinto de su amo. Con todo, he de admitir que tanta ansiedad venía desatada, ya no solo por la curiosidad de conocer lo que no veía, sino también por el aura que despedía desde su empuñadura. Lo único que conocíamos de ella y que bastaba para imaginar lo que escondía.

Eran casi cuarenta centímetros de lo que supuse sería marfil y que se transformó, tras una oportuna aclaración de Gharin, en auténtico hueso de dragón. Estaba tallado y pulido con una sensibilidad y provocación que hacían envidiar a su dueño. Entre velos y tules flotantes, el cuerpo de una mujer se dejaba apreciar, hermoso, detenido en el tiempo, inmóvil en una sensual y elegante talla, capaz de enamorar incluso dormida en el óseo material que le daba forma como puño de espada.

Claudia también había estado estudiando con disimulo la labrada empuñadura de aquella espada, pero, con seguridad, por razones bien distintas a las mías.

Las palabras de Gharin la noche de su encontronazo con Allwënn la habían dejado sumamente intrigada. De haberle preguntado, seguramente negaría que descubrir la identidad, rostro, o al menos silueta de la misteriosa mujer tallada en puño de la espada, con quien Gharin aseguraba que Allwënn se encontraba en secreto cada noche, ocupaba y centraba todo su interés.


 

—Goblins. Seis. Montaban perros. Partieron hace apenas media jornada. Aún pueden estar muy cerca.

Gharin se alzó con los dedos aún tiznados de los restos de las brasas. Allwënn estaba a su lado, muy erguido, con los brazos en jarras sobre las caderas. Miraba hacia la cadena montañosa que flanqueaba a lo lejos el horizonte. Un súbito viento sacudía sus cabellos. El cielo se había poblado de nubes y aquel húmedo viento no era sino la antesala que anuncia la tormenta. Habíamos encontrado señales de paso recientes que nos condujeron, tal como los elfos sospechaban, a un abandonado campamento. Los restos de la fogata y la comida aportaron algunas pistas más que añadir a las huellas.

—Han tomado una dirección muy desviada. Es poco probable que nos localicen a menos que vuelvan sobre sus pasos. Pero ignoro si habrá más goblins por la zona. Allwënn, ¿me estás escuchando? —dijo a su amigo, que no había apartado la vista de las montañas al frente.

—Estoy pensando —contestó Allwënn antes de volverse a mirarle solo para retornar la vista a los picos de piedra en lontananza—. Debe de tratarse de una avanzada de reconocimiento. El grueso del grupo probablemente esté por pasar. —Gharin cabeceó una respuesta afirmativa—. Donde hay goblins hay orcos. Y con los pasajeros que llevamos, recemos para que con ellos no venga nadie más.

—¿Algún problema? —preguntó Alexis a voces desde nuestra posición, aún sobre los caballos a cierta distancia de la pareja. Allwënn se encargó de avisarnos con un gesto de que no había peligro.

—Vamos a cambiar el rumbo —aseguró mientras tanto a su rubio compañero—. Nos dirigiremos hacia el Belgarar —dijo extendiendo su dedo como una lanza, apuntando a los montes nevados—. Sus bosques nos proporcionarán la cobertura necesaria.

Allwënn había dado por zanjado el dilema y se disponía ya a regresar a su montura cuando la mano de Gharin le agarró del brazo, evitándolo.

—¿Así, sin más?

—Gharin, es la mejor opción —dijo, e intentó marcharse por segunda vez. Su rubio compañero no le soltó.

—Los bosques del Belgarar son...

—Sé perfectamente lo que son los bosques del Belgarar —interrumpió el de cabellos de ébano. Aquel quedó un instante mirando el rostro de su amigo, cuyos dorados bucles se mecían sobre un viento cada vez más impetuoso. Tenía una expresión extraña en los ojos—. ¿No me dirás... que crees esos cuentos de viejas?

Gharin no supo contestar. Se limitó a mirar un par de veces hacia atrás, hacia la sombría masa boscosa que corría a los pies de las montañas.

—¡Oh, bien! Supongo que hay más de la superstición elfa en tus venas que en las mías. El lado bueno es que los goblins son tan supersticiosos como tú y no es probable que nos sigan dentro de esos bosques.

Casi sin esfuerzo, Allwënn se soltó y esta vez su amigo no pudo evitar que llegase hasta su inmaculado caballo y montase. Gharin quedó pensativo un instante en el sitio y suspiró. Allwënn sin duda tenía razón pero la idea no le gustaba en absoluto.

Pronto estuvimos ante los primeros picos del Macizo Belgarar. Tan cerca, aquellas moles inabarcables de piedra se alzaban varios cientos de metros dominando el valle. Sus cumbres aparecían veladas por la espesa capa de nubes que poco a poco se iba acumulado y había cubierto el azul cielo de un plomizo tono gris. Algunos picos traspasaban la cúpula nubosa ocultando de la vista sus cimas nevadas. A los inmensos pies de la cordillera se extendía un bosque no menos vasto y tupido. Tenía altos árboles de lánguido ramaje. Pero resultaba tan sombrío como la morada de la muerte. El cuadro no podía ser más tenebroso, ni nuestro destino más inquietante.

—Eso es el Macizo Belgarar —indicó Allwënn señalando las cimas que se alzaban frente a nosotros—. La primera gran cadena de montañas de la costa oeste[4]. Gharin volvió su cuello para mirar el camino que habíamos recorrido.

—¿Seguro que no nos seguirán? —preguntó desconfiado a la vuelta. Allwënn se giró para poder mirarle.

—Solo hay una manera de averiguarlo.

Por desgracia Gharin ya conocía la respuesta.

 

Pronto pasamos la muralla de árboles que señalaban la linde del bosque y nos sumimos en sus profundidades. El cielo se oscureció bajo sus ramas y el mundo enmudeció de repente tras la cortina de árboles. Daba la sensación de estar adentrándonos en otro plano que nada tenía que ver con la sinuosa pradera por la que acabábamos de llegar. Altos árboles. Altos y desgarbados como largos apéndices verdes tupidos de flácidas ramas y cenicientas hojas, eran lo único aparentemente vivo de aquel lóbrego lugar. Solo el silbido del viento se escuchaba pasando entre sus troncos y ramas. Producía un quejido fantasmal y removía las hojas en intermitentes chasquidos. No se oían pájaros. No había rumor de arroyos o agua. Solo la respiración de los caballos y el traqueteo de sus cascos. La atmósfera era fría. Ese frío intenso que cala los huesos y flagela en escalofríos sin que parezca provenir de este mundo. Por instinto, redujimos aún más la marcha y nos agrupamos.

—¡Qué lugar tan inquietante! —exclamó la joven—. Es siniestro.

La verdad: inspiraba miedo.

Falo callaba, como pocas veces lo hacía, contemplando todo su alrededor. Seguro que jamás había pisado un lugar como aquel. Tampoco ninguno de nosotros.

—Imagino que no habéis visto mucho mundo, si esto os asusta. Al menos en los últimos años. ¿Me equivoco?

Aquella frase sonó a clara ironía. Si Allwënn hubiera sabido hasta qué punto acertaba se la hubiese ahorrado. Avanzamos un largo trecho cabalgando a tientas, pues dentro del sombrío bosque se hacía muy difícil la orientación. Allwënn esperaba alcanzar alguna zona alta para programar desde allí la ruta. Sin embargo, el terreno no solo no ascendía, más bien al contrario, parecía hundirse aún más entre los pies de las montañas.

El sonido de acero al desnudarse sacó al grupo entero de la monotonía de un sobresalto. Gharin, casi a la cola de la comitiva, con la expresión de su rostro inusualmente seria, había desenvainado su espada. A la mayoría de nosotros nos dio un buen susto. El caballo de Allwënn se alzó a dos patas mientras que el guerrero llevaba también su diestra a la tallada empuñadura de su arma.

—¿Qué sucede, Gharin? ¿Has oído algo?

Por un instante pensé que los mortales filos de su espada al fin verían la luz. Pero Gharin levantó su mano en un gesto tranquilizador. El caballo de Allwënn volvió a la compostura y su diestra a las bridas.

—Sería un milagro. Eso querría decir que hay algo vivo en este lugar aparte de nosotros —susurró Alex con ironía.

—Este bosque está muerto —comentó el inexpresivo Odín con su voz sonora—. Es un gran cadáver.

Gharin, como accionado por resortes, se volvió en su silla para mirar al fornido batería que no creyó haber hablado tan alto como para que el elfo, en cola, le oyese.

Lo miraba con los ojos desorbitados.

—Tú lo has dicho, muchacho. Tú, no yo, lo has dicho.


 

A pesar de su apariencia húmeda, la leña que pudimos encontrar ardía con normalidad. Debía de ser algo más de medio día. Los soles se encontraban alcanzando el punto más alto de su ascensión, pero bajo la densa cubierta de ramas y hojas parecía anochecer. Los peculiares árboles que poblaban el bosque y que alcanzaban alturas vertiginosas tapaban la mayoría de los haces solares. Eso sumía la arboleda en una solitaria y muda penumbra que nos acompañaba desde que entramos en sus dominios.

—Este lugar me pone los pelos de punta —aseguró Claudia mirando con desconfianza hacia todas direcciones—. Siento como si un millar de ojos nos observaran. Eso me pone muy nerviosa.

Alex se encontraba agachado junto a ella ordenando una pila de maderos. Al oirla alzó la mirada hacia su amiga con extraña empatía. Él había tenido la misma sensación.

Allwënn se encontraba atareado sacando de las alforjas todo aquello que pudiera hacernos falta en nuestra parada. El resto deambulaba de aquí para allá. Algunos con más intenciones que ganas de ayudar. Gharin traía las últimas losas planas de piedra que anillarían la fogata. Las dejó caer pesadamente y atravesó con sus ojos a la chica.

—Nos vigilan —le susurró—. Ten por seguro que lo hacen. —Con aquel tono grave recordaba más a Allwënn que al sonriente joven que solía ser—. Y no dejarán de hacerlo hasta que nos marchemos de sus dominios... o les demos una excusa para atacarnos.

La chica tragó saliva.

—¿Quién nos vigila?

—Este lugar parece desierto —apuntó Alex, demasiado cerca como para ignorar el comentario—. Ni pájaros, ni insectos. ¿Puede ser cierto que haya aquí algo vivo?

—Yo no he dicho que sea algo vivo.

Las palabras de Gharin encontraron un silencio hondo y denso al surgir de sus labios.

—Historias de fantasmas. Ahora intentan asustarnos como a críos —dijo Falo desde alguna posición alejada desde la que sin duda también escuchaba. Gharin pasó por alto el comentario.

—¿Qué demonios insinúas? ¿No es algo vivo? —Alex y Claudia se cruzaron una mirada perpleja.

—El suelo que pisamos es suelo santo para los elfos, pero también es suelo maldito. Este lugar es un lugar cuajado de leyendas. Hace mucho, mucho tiempo ocurrió aquí una gran tragedia, en este mismo bosque, en el mismo espacio que hoy pisamos y bajo los mismos altos árboles que hoy nos ocultan del mundo. Convirtió este paraje en un lugar condenado por siempre.

Gharin se quedó mirándonos con una mueca extraña en su rostro e hizo un ademán rápido con las manos, como los signos que hacen las gitanas para espantar el mal de ojo. Allwënn se acercó al grupo con útiles de cocina y los dejó caer cerca del anillo de piedras que rodeaba a la leña.

—No deberías asustarlos con esos cuentos de viejas —dijo, justo antes de emprender de nuevo la marcha hacia los caballos—. Luego no podrán dormir.

—Tú sabes que es cierto. Tienen derecho a estar prevenidos.

—Prevenidos ¿de quién? —increpó Alex intranquilo. Gharin guardó silencio y miró a su compañero, que continuaba vaciando las alforjas.

—No soy yo quien sabe contar historias —dijo—. Él es el experto —anunció señalando a su amigo—. Yo solo le acompaño al laúd. Él debería contaros esta historia.

—¿Estás de broma? —Allwënn parecía molesto por la aparente encerrona. Tenía un coro de rostros asustados y serios mirándolo.

—Para nada, amigo mío. Son todo tuyos.

 

Costó convencerlo, pero nuestra insistencia estaba hecha a toda prueba de inclemencias. Una vez entrados en dura batalla con la carne seca de las raciones y algunos frutos recogidos en días pasados, el enigmático semielfo de sangre enana, atusándose el negro torrente de pelo hacia la espalda, se dispuso a narrarnos con su voz grave y envolvente aquella historia de tintes fantasmales que nos imponía tanto temor como deseos de conocerla.

—Dicen que antes de que los hombres despertaran y pugnaran por los restos de un paraíso en ruinas; antes de que los enanos volvieran a ver la luz de Yelm al resurgir de las profundidades del mundo, la mayoría de la superficie era un gran jardín y los elfos dominaban el mundo. Al principio todos pertenecían a un mismo clan que los unía bajo todos los puntos cardinales y sobre todas las tierras. Pasó mucho tiempo sin que los clanes pelearan entre ellos, pero cuando el poder se interpone los hermanos dejan de verse como hermanos, y los elfos entraron en guerra con los elfos. Las míticas Élfidas estallaron. Aquellas guerras, fuentes aun hoy de leyendas y controversias no solo para los míos, se cobraron algo más que la sangre de los soldados. Fue antes de que el Héroe Kaasarí, Alwvnar all Daris, partiera en dos los reinos y de que las tierras de Sändriel surcaran el mar tras La Escisión. Este bosque mudo que nos ensombrece la vista data de aquel tiempo. Los bosques elfos, los jardines, como ellos los llaman, son un ser vivo que las Custodias tienen el deber de proteger. El Jardín les proporciona vivienda, comida, y todo aquello que el clan necesita. A cambio, el clan debe proteger y salvaguardar sus lindes. El bosque pertenece al elfo y el elfo pertenece al bosque. Los Jardines desafían las leyes naturales. Los elfos aseguran que sus Jardines son un ente global, que siente y percibe como cualquier ser vivo. Poseen un corazón en lo profundo del bosque, un lugar recóndito y mágico donde reside el poder que los mantiene vivos, lugar que llaman Vällah’Syl y que resulta el secreto más celoso de cada clan, dónde solo sus sacerdotes y Custodias acceden.

Cuentan que durante las guerras los elfos descuidaron sus jardines. La guerra llegó hasta los corazones de los bosques. Muchos jardines sucumbieron cuando sus Vällah’Syl fueron profanados. Este lugar fue uno de ellos. Uno de los reductos elfos que fueron arrasados y donde la sangre manó en ríos. Estas son las ruinas de un bosque, sus reliquias, su cadáver y su propia tumba. Dicen que encierra entre sus ramas los restos milenarios de aquellas civilizaciones destruidas por la codicia de los ignorantes y el descuido de las legiones. Pero quizá no sea eso lo más intrigante de la historia ni por lo que mi querido amigo Gharin se siente tan inquieto en este bosque. Cuentan las leyendas que cuando las almas de las Custodias fueron a cruzar el portal de la Casa de Alda, fueron expulsadas antes de entrar en el ÄrilVällah, el Edén de las Almas. Su terrible descuido había quebrado sus votos ancestrales con el bosque, por eso fueron confinadas en el Círculo Eterno, donde solo surcan sus fronteras aquellas almas a las que aún las ligan al mundo de los vivos una tarea inconclusa, un apego fuerte a su anterior existencia o una misión divina. Así, aquellas Custodias, más atadas a sus bosques cadavéricos que al ÄrilVällah, aún vigilan sus reliquias y sus sendas para que nada altere el bosque que ellas mismas dejaron morir. Cada noche, cuando el influjo de Kallah es más fuerte y sus criaturas se activan y despiertan, los espíritus de las Custodias deambulan por este espectral bosque a la caza de intrusos. Y ahora nosotros pisamos su suelo sagrado y maldito. Hemos entrado en sus fronteras y debemos acatar sus leyes...

—Ya os dije que nos observaban...

Incluso Falo perdió el apetito.

Allwënn sonrió divertido.


 

Tras el almuerzo y pese a la inquietante historia, el ambiente comenzaba a ser más distendido. Puede que solo fuese para intentar alejar el miedo provocado por aquellas oscuras leyendas. Todo parecía sucederse con normalidad y el trato que nos dispensábamos, en general, comenzaba a ser fresco y espontáneo. Sin embargo, algo iba a ocurrir aquella tarde que daría un vuelco a la situación, pero que poco a poco iba perfilando el pasado y el carácter de las criaturas que nos acompañaban.

Allwënn había quedado pensativo, esta vez no con el rostro ensombrecido como solía suceder en aquellos instantes, sino con un amago de sonrisa surcando los labios. Supuse que algo feliz, o al menos trivial, rondaba su mente. El caso es que para comer separó su formidable espada del cinto y la depositó a varios centímetros de su cuerpo. Por desgracia también se encontraba a poca distancia de mis ojos, y estos parecían haberse incrustado sobre su esculpida empuñadura y su incógnito acero. Me armé de valor y pedí a su dueño que me permitiese durante un segundo descubrir su filo y tantear por un instante el calibre de su hoja.

—¿Mi espada? —preguntó el guerrero con cierta sonrisa burlona cruzando sus labios mientras aferraba el codiciado objeto y lo colocaba sobre sus rodillas—. ¿Quieres que te deje mi espada? Casi no puedes levantar la tuya, pequeño. ¿Cómo piensas despegar la Äriel del suelo?

—¿La… Äriel? —dije sorprendido—. No sabía que tuviese un nombre. —En este punto de la conversación, Gharin levantó la mirada y observó con atención—. Es… un nombre hermoso.

Allwënn y Gharin se cruzaron una mirada. Volvieron a tener una larga conversación con los ojos en unos segundos. Una conversación que de haber sido escrita ocuparía varias páginas, llenas de matices y gestos que solo ellos comprendían. Ambos tenían una melancólica sonrisa en el rostro.

—Es un nombre de mujer —confesó Allwënn. Parecía emocionado al decir aquello. En ese punto Claudia perdió interés en bromear con sus compañeros y se unió sorprendentemente a aquella conversación que se había iniciado de espaldas a ella.

—Sí. Yo también quiero tocarla —pidió, centrando por un momento la atención de todos en ella, ya que su grupo de amigos seguía riendo por alguna broma anterior—. Sería la primera espada con nombre de mujer que he tenido en mis manos.

—Sería la primera espada que has tenido en tus manos, cielo —irrumpió Alex divertido con el comentario—. Se sostiene por el lado que no corta. Es lo primero que hay que decirle, Allwënn.

—¡Oh, claro que sé por dónde agarrarla, listo! —Replicó la morena, algo molesta por el comentario—. De hecho, creo que te cortaré la lengua con ella.

—Uhhhh. La gran guerrera Claudia se ha enfadado —continuó Alex irritando a su amiga—. Con lo presumida que es solo la querrá para usarla como espejo. Lleva más de una semana sin verse la cara y creo que a mi amiga le produce adicción.

—Oh, qué tonto eres —respondió ella y le propinó un puñetazo en el hombro a su amigo.

El ir y venir de insultos, aunque sin perder ese ambiente distendido, se prolongó unos instantes. Sin saberlo, al contrario que el rostro de la mayoría de nosotros, conforme los jóvenes bromeaban costa del acero de Allwënn, el rostro del joven mestizo se contraía poco a poco en una expresión seria y fría, carente de color y viveza... Se diría que había algo disuelto entre la broma que hacía sangrar internamente a aquel guerrero. Algo demasiado callado y oculto para poder adivinarse en el fragor de aquella comedia. Justo antes de que las palabras de Allwënn surgieran de sus labios, presencié, por azar, cómo Gharin, al cruzar la vista con la faz de su amigo, borró de sus hermosos rasgos, como de un soplo, todo recuerdo de la sonrisa que había presidido su rostro hasta aquellos mismos instantes. Tal vez presintió los eventos que estaban al borde de avecinarse.

—Nadie va a usar mi espada —anunció seco, con voz trémula pero lo suficientemente clara como para detener el bullicio de la contienda. Al escucharle, los comentarios cesaron y todas las miradas convergieron en su mirada penetrante y su rostro severo.

—¿Cómo? —susurró Claudia perpleja, aún sin saber a qué se debía el comportamiento de Allwënn, si era real o se unía a la broma—. No le hagas caso a este idiota. Yo solo quería...

—He dicho que nadie va a usar mi espada —volvió a repetir el semielfo con contundencia. Quedaba claro que aquello no tenía atisbo de broma. Alex trató de quitar un poco de hierro al asunto mostrándose distendido.

—Vamos, Allwënn. Estábamos bromeando, solo queremos verla.

—¿Eres sordo, chico, o tienes una piedra por cabeza? —gritó irritado—. ¡He dicho que nadie va a tocarla! ¡¿Entendido?!

Alex, un tanto ofendido por la brusca reacción del semielfo, levantó los brazos y cargó el tono de su voz.

—¡¡Eh, eh, eh!! Tranquilo, amigo. Es solo un trozo de hierro, ¿vale?

Antes de que sus brazos hubiesen terminado de descender, el poderoso brazo de Allwënn se estiró aferrando sus ropas y de un potente tirón lo arrancó de la posición que ocupaba, dejándole el rostro a pocos centímetros del suyo. Así, teniendo aquellos orbes verdes refulgiendo por la ira a tan escasa separación, Alex sufrió de nuevo la embestida de las palabras de Allwënn.

—¡Escúchame bien, gusano desgraciado! Nadie ha dicho que seamos amigos. Esta espada vale mucho más de lo que tú podrás valer jamás, mucho más que la vida de todos vosotros. ¿Entiendes? De hecho, espero que seas lo suficientemente listo como para adivinar que en este momento tu existencia depende de lo afilado de su hoja y del colmo de mi paciencia.

De un brusco empujón lo envió de vuelta al lugar que antes ocupaba y, recogiendo el objeto de la polémica, se levantó y marchó furioso para perderse en el boscaje.

Alex se quedó de piedra, pasaba sus ojos de unos a otros y moviendo los labios como si quisiera decir algo sin que pudiese revestir de palabras esa idea. El rostro estaba desencajado y en sus facciones se paseaban el desconcierto y la rabia al mismo tiempo.

Al fin consiguió levantarse.

—¡¡Maldita sea!! —gritó desahogándose —¡¿Por qué demonios se ha puesto así?! —clamó indignado entre grandes aspavientos—. ¡¡Es un animal, es un maldito animal!! Alguien debería encerrarlo. Ese hombre es peligroso.

Todos nos habíamos quedado congelados. A alguno más, no solo al pobre Alex, aún le temblaban las piernas. Gharin giró la vista hacia atrás. Comprobó que Allwënn definitivamente se había marchado. Hizo un ademán al chico para que se sentara y bajase la voz.

—Lo... siento —trató de disculparse por su amigo una vez consiguió que Alex volviese a la posición de sentado—. Allwënn a veces es un poco irascible.

—¡¿Un poco irascible?! —exclamó Alex sorprendido volviendo a incorporarse—. ¡Es una bestia! Por poco me mata. Anda, dímelo, tengo suerte de estar vivo, ¿no es cierto? ¿A cuántos tipos como yo se ha desayunado hoy? Maldita sea. ¿Es que acaso le he dicho algo para que se ponga así?

—Te has pasado, Alex —le reprochó Odín en voz queda pero muy seguro de sus convicciones. Alex arremetió entonces contra su amigo.

—¡¿Que yo me he pasado, joder?! Venga, Hansi, ¿tengo yo la culpa?

—Es su espada, Alex —continuó en su defensa el batería—. La has llamado trozo de hierro, tío. Te has pasado. No tenías derecho, ¿vale? No tienes... no tenemos ni idea del valor de las cosas aquí.

Gharin intervino en la contienda.

—Para muchos esa espada es una leyenda... —aquello nos obligó a prestarle atención—. Para él es aún más que eso. Allwënn concibe una espada bajo un lazo íntimo, mucho más cercano a la amistad que a otro sentimiento humano. Por encima de todas sus espadas siempre ha estado esa: la Äriel.

Aquel semielfo parecía sentirse obligado a la confesión.

—Bien, de acuerdo, pero eso no le da derecho a... —Gharin le mandó callar con el dedo sin pronunciar palabra y algo debió transmitir con la mirada porque Alex guardó silencio de inmediato.

—Sería mentir si os dijese que es su espada favorita. No, es muchísimo más que eso. No creo que exista un calificativo que permita acercarse a aquello que le une a su espada. Amor, podréis pensar. Es mucho más que amor, os lo aseguro. Fue su primera gran espada. Su primera arma de verdad, digna de un guerrero, de todo un guerrero. Su padre, con quien tenía un vínculo muy profundo, se la regaló cuando cumplió su mayoría de edad. Le dijo que era una espada de reyes, pero que ese rey debía alojarse en las mismas entrañas del guerrero que la portase. No en su cuna, sino en su corazón. Luego sería mejorada exclusivamente para él por uno de los más afamados artesanos del hierro de todo el imperio, vástago de la legendaria estirpe de los Forjadorada. Con ella pasó ese umbral que separa al niño del hombre, de la inexperiencia a la maestría. Solo eso ya la convierte en un arma muy especial. Pero tal vez no sea ese el motivo más poderoso que explique el profundo afecto por esa espada. El filo de su acero recibe el nombre de una fantástica criatura,  sueño de los mismísimos dioses en realidad. Toma el nombre de la misma mano que doblegó el duro hueso de dragón que hoy le sirve de empuñadura. De la misma mujer que dormita bajo sus formas óseas. El ser más complejo y hermoso que mis ojos hayan contemplado jamás... quien llegó a ser su esposa.

Claudia creyó sentir cómo un afilado acero candente hendía su pecho. Por un instante, quizá incontrolado, como incontrolado fue ese mismo sentimiento, algo la hizo odiar poderosamente a aquella misteriosa mujer. Sin embargo, no tardó en sentirse culpable por ello.

—Äriel fue su tesoro más preciado en esta vida. Lo único verdaderamente sagrado y divino en su existencia. Era una mujer demasiado especial para todos —Gharin miró hacia el cielo y se detuvo un instante. Casi no nos apercibimos, pero hubo de esforzarse para continuar sereno—. Ella murió en una encendida noche de cólera, cuando las tropas del Némesis tomaron la Ciudad Paso de Khälessar, al inicio de la guerra. Allwënn lo presenció todo. Le arrebataron esa espada y la atravesaron con ella. El propio Allwënn debió morir aquella noche a manos de su propia arma también. Quizá murió, en cualquier caso.

De los ojos de Gharin, como una gota de rocío que de la hoja cae al suelo, se escapó una lágrima. Aquella lágrima poseía un color azul intenso que a ratos brillaba como lo hacían los ojos del muchacho en la oscuridad de la noche. Un azul impropio del transparente líquido que forma nuestras lágrimas. Ese azul yo lo había visto antes, lo había visto anillando la negra pupila en el iris del muchacho. No pudimos evitar seguir fascinados el recorrido de aquella fantástica lágrima del mismo color de sus ojos, recorriendo la suave piel de su mejilla y caer, humedeciendo la tierra.

Así lloran los elfos.

—Tras su muerte, Allwënn mandó grabar en la hoja de su espada el nombre de su esposa en tres idiomas: Galeno Tuhsêk, lengua de los enanos de Tuh’ Aasâk, el de su padre; Sÿr’al‘Vhasitä, lengua raíz de los Elfos Ürull, el de su madre; y Dorë-Transcryto[5], lengua de los sacerdotes de Hergos, orden a la que ella pertenecía. También ordenó vaciar en el metal de la hoja, hasta entonces virgen, la silueta del Padre Dragón, símbolo de su dios, Hergos, criatura que también la representaba a ella. Esa espada es un símbolo. Es el nexo de unión entre él y su esposa desaparecida, cuyas sangres se mezclaron en su hoja aquella noche de muerte. Es el vínculo, el lazo que traspasa la barrera de la muerte y la mantiene viva de alguna inexplicable manera. Esa espada, Alex, no es solamente una espada. Menos aún un vulgar trozo de hierro. Es lo único que le queda para recordar, para llorar y para vengar a la única criatura que amó y a la única que amará en su larga, larguísima existencia.

Después de escuchar aquello ya no tuvimos ganas de bromas.

 

 


 

 

Aquel descomunal cánido volvió a pegar su hocico sobre la hierba y reconoció el olor que había estado rastreando desde hacía unas horas. Sobre su extenso lomo, la criatura que lo montaba se volvió hacia atrás. Allí, casi una docena de aquellos jinetes de lobos aguardaban. Algunos se aproximaron hacia el primero y sus lobos comenzaron a oler el suelo con la misma intensidad. Eran criaturas pequeñas y descompensadas. Sus miembros nervudos y delgados contrastaban con un cráneo grande en el que se alojaban unas orejas desmesuradas y una boca cuajada de afilados dientes amarillentos. Su piel era de un tono verdoso, repleta de malformaciones, llena de tatuajes y cicatrices. Iban densamente armados a pesar de su corto tamaño. Escudos y lanzas en sus manos, espadas en sus cintos y arcos a sus espaldas. Parecían ir de cacería. El más avanzado de ellos miró la siniestra muralla de árboles muertos que se extendía ante sus ojos y todo aquel grupo pareció dudar por un instante. Iniciaron una caótica conversación llena de estridentes voces y vehementes gestos. Entonces, uno de los lobos comenzó a aullar y el resto de la manada lo secundó. Aquellos aullidos acabaron con la acalorada discusión de los rastreadores. El más bravo de todos, el más abrumado por la salvaje decoración que lucían en sus ropas y armas, hizo un gesto evidente señalando el bosque. Con un rápido movimiento de aquellas bridas, la tropa goblin inició su veloz avance y desapareció tras los primeros árboles en busca de sus presas.

 


 

 

Falo miró a ambos lados. Nadie parecía haberle visto. Aprovechó que la airada desaparición de Allwënn había obligado a prolongar la parada mucho más tiempo del previsto en un principio. El cansancio había podido con el grupo que ahora yacía desperdigado disfrutando de un merecido sueño regalado. Allwënn seguía sin aparecer.

Intentando producir el menor ruido posible, Falo comenzó a barrer el lugar con la vista, con la fundada sospecha de encontrar aquello que buscaba. Sus ojos pasaron de los caballos a las bolsas y útiles y de ahí a los alrededores. Entre nosotros, descansando, también se encontraba Gharin. Fue a él a quien Falo descubrió una pequeña bolsita de cuero que pesaba y tintineaba de forma bastante evidente.

Hubo de rebuscar un poco antes de hallar la preciada bolsa. Ahora, al tacto, no tenía duda: era dinero lo que guardaba tras el curtido material que lo encerraba. «Un montón de dinero», se decía mientras calibraba su peso. Se apresuró a aflojar el cordel que aseguraba la boca y volcó el contenido en la palma de su mano. Las pupilas se dilataron. No podía creer que fuera cierto lo que se había escurrido desde el interior de la bolsa hasta su mano. Eran monedas, como había presentido, pero unas monedas grandes, gruesas y pesadas como no había visto nunca. Él nunca llegaría a saberlo, pero había despeñado en la palma de su mano varios Ares de plata imperiales y un par de gruesas Damas de oro. Aún conservaban el magnífico labrado de los emblemas de Belhedor anteriores a la Guerra. El metal que las cubría brillaba como el sol. Junto a ellas se habían escapado también algunas gemas de gran tamaño. Tenían unas tallas preciosas y vivos colores que centelleaban al contacto con los escasos haces de luz que lograban superar la cúpula de los árboles.

El hallazgo lo puso nervioso y con la misma rapidez intentó devolverlas de nuevo a su confinamiento, y buscó luego entre sus ropas un lugar donde ocultar la bolsa.

¿Qué le impulsaba a robar en nuestra peculiar situación? Quizá pura codicia. Quizá buscaba apropiarse de dinero con el que comprar la ayuda de alguien distinto a aquellos elfos. Quizá pensaba ya en deshacerse de nuestra compañía y tratar de buscarse la vida por sí solo. Lo cierto es que quedaremos sin saberlo. Lo único cierto es que debió ser durante esa tarea, en la que sus ojos iban de aquí para allá, cuando descubrió la fabulosa espada de Allwënn apoyada en el nudoso tronco de un árbol lejano.

Aquello le sobresaltó.

No había visto regresar al semielfo y si su arma estaba allí, él no podía andar muy lejos, después del celo demostrado. Aquella deducción debería haberle bastado para alejar de su cabeza la idea obsesiva que se acababa de colar. Sin embargo, Allwënn no parecía hallarse cerca. El claro continuaba tan tranquilo y solitario como hacía un instante.

Falo regresó la vista a la espada. Estaba allí, solitaria y muda, custodiando a los pies de un viejo árbol otros enseres del temperamental mestizo, sin que nada ni nadie reparara en ella. Se sintió tentado, sin embargo, no era ese el motivo por el que se acercaba con una sonrisa dibujada en sus labios. Falo disfrutaba solo con la idea de violar la intimidad de Allwënn. Sabía que iba a profanar algo de incalificable valor para el joven. Algo muy íntimo, sin que aquel pudiese evitarlo. Le parecía una dulce venganza aprovechar su ausencia para palpar cuanto le viniese en gana las prohibidas formas de la espada. Apenas hubo de inclinarse mucho ante ella. Sus extraordinarias dimensiones hacían que doblarse hasta su altura resultase una tarea más amable. Aún seguía vestida con el cuero de su vaina. Escondía a los ojos las formas del acero. En cualquier caso, no era eso lo que interesaba a Falo. Ni tan siquiera se había percatado del detalle de su empuñadura. Lo que se perfiló ante su incrédula mirada lo dejó estupefacto

¡Era una mujer, ciertamente! Todo el mango era en realidad la talla de una mujer. De eso no podía tenerse duda. Un cuerpo, tan pulido que parecía húmedo, escasamente cubierto con unas gasas flotantes que le ondeaban en derredor, mostrando y ocultando entre ondas y pliegues, la belleza de una dama desnuda. Falo tragó saliva y un inexplicable calor ascendió por su cuerpo. Se diría que realmente se encontraba ante una mujer de carne y hueso.

Volvió a cerciorarse de que nadie lo observaba. Esta vez con miedo, tornó la vista de nuevo a la figura. Un extraño poder, como una voz insinuante y cautivadora parecía animarle a tocar el desnudo cuerpo de aquella sensual talla. No logró contenerse y, obedeciendo aquel irrefrenable impulso, posó las yemas de sus pulgares sobre los pies de la dama. Algo le recorrió la espalda de parte a parte.

Parecía... hubiera jurado...

Tuvo la sensación de haber tocado la cálida y suave piel de una hembra viva, como si aquella mujer sin vida se hubiese estremecido al leve roce de sus dedos. Aquellos dedos ascendieron sobre sus piernas, acariciaron aquellos muslos suaves y redondos. Luego, el talle y el plano vientre. El sudor había perlado su frente por alguna razón incomprensible, pero no se hubiese detenido. Fue la visión de esos ojos lo que lo detuvo, de leve trazo oriental, profundos, vivos. Vivos por encima de todas las cosas…

Eso fue lo último que retuvo su memoria cuando una violenta sacudida lo arrancó de allí.

—¡¡¿Qué crees que estás tocando, maldito vástago de perra?!!

El impacto brutal de una pierna colisionó contra su abdomen, haciéndolo doblarse de dolor. Tan duro, que lo precipitó a bandazos varios metros atrás. Su cuerpo aún trataba de recobrar el perdido equilibrio cuando, en su interior, sintió el efecto del despiadado golpe. Una punzada aguijoneó su estómago. Un dolor súbito. Una quemazón intensa se extendió por su vientre y ascendió abrasando su garganta. Su rostro se torció con violencia cruzado por un terrible puñetazo. Falo se precipitó al suelo. Ya estaba lo suficientemente aturdido como para no haberse podido levantar por sí mismo, sin embargo, Allwënn lo aferró de la camisa y lo alzó en el aire.

—¡¡Voy a arrancarte las manos, puerco miserable, y luego te haré comer tus propios dedos!! ¿Crees que no sé lo que estabas haciendo?

La voz quebrada de Allwënn penetraba en sus oídos con furia al tiempo que su puño se estrellaba de nuevo contra su cara. De los labios de Falo se escapaba un río escarlata de sangre que manchaba su rostro y parte de su camisa. Aquellos puños eran como rocas. Falo se jactaba a menudo de sus peleas callejeras y tenía de ellas más de una señal en el rostro, pero jamás había recibido golpes tan demoledores. Pensó que Allwënn sería capaz de arrancarle la cabeza. El cuerpo del muchacho se tambaleaba sin ton ni son para encontrarse directamente con otro poderoso golpe del medioenano. Pensó que se desvanecería en cualquier momento. Allwënn lo aferró y lo lanzó para que se golpeara contra un árbol. Allí, Falo quedó deshecho.

Alertado por el ruido, Gharin dio un respingo que despertó a los demás. Como un rayo, sin comprobar siquiera de qué se trataba, buscó y empuñó su espada. Con ella en la mano se alzó de un salto y descubrió la escena.

—¡Allwënn, ¿qué está pasando aquí?!

El semielfo, al escuchar su nombre torció la cabeza lenta pero enérgicamente. Estaba allí, de pie, ante el retorcido cuerpo de Falo, y entonces lo miró. De sus pupilas salían llamas de ira, tenía los ojos muy abiertos y los labios crispados. Gharin, sorprendido, se dirigió hacia su enfurecido camarada. Al tiempo, aquel volvió sobre sus pasos en dirección al arma, aún apoyada en el mismo lugar donde Falo la había profanado.

Alex y yo descansábamos cerca de Gharin y nos habíamos incorporado poco después de él. Aún no dábamos crédito a nuestros ojos.

—¡Por Yelm, Allwënn! ¿Qué ha ocurrido? ¡Casi matas al chico! —decía mientras se aproximaba hacia él con su arma desenvainada pero laxa.

—Será que me siento benevolente —exclamó con sarcasmo sin volver la vista a su compañero.

—¿Estás loco? —Allwënn se giró hacia Gharin con violencia apuntándole con su dedo crispado.

—¡No vuelvas a cuestionar mis acciones o no distinguiré a mis amigos! Aún puedo matar a alguien esta tarde.

Gharin no pudo articular una réplica. Una voz se cruzó en aquel momento. Era Claudia. Accedía en aquel instante a la escena y lanzó un grito horrorizada al comprobar el rostro ensangrentado de Falo.

—Deja este asunto, Allwënn, por favor —suplicó Gharin, pero antes de que el aludido pudiese dar una respuesta, alguien lo hizo llenando la tensa atmósfera de una larga lista de insultos. Todos los ojos se volvieron hacia él.

Falo, como si de una marioneta de hilos fláccidos se tratara había conseguido ponerse en pie sosteniendo con ambas manos la cimitarra que desde hacía unos días pendía de su cinto por consejo y orden de los propios elfos. Casi no la podía aguantar cuando se encontraba fresco. En aquel estado apenas la levantaba del suelo. Sin embargo, ello no impidió amenazar y retar a Allwënn entre imprudentes alaridos. Su rostro era una máscara de carne morada y abultada del cual manaba sangre por cada poro. Estaba tan desfigurado por los golpes del medioenano que resultaba difícil reconocerle.

Al escuchar aquella temeraria provocación, el semielfo volvió a encolerizarse. Giró hacia atrás y alargó su brazo a Gharin mostrando la palma abierta hacia el ensombrecido cielo.

—Dame la Äriel, Gharin —ordenó con sequedad a su rubio compañero. Aquel quedó un tanto perplejo por la demanda. Allwënn entendía que Falo lo retaba. Aquello significaba aceptar su reto. Allwënn estaba aceptando el desafío en toda regla con todo lo que ello implicaba. Si eso era así, Falo ya estaba muerto. Aquel muñeco deshecho y ensangrentado no era rival para el medioenano ni en su mejor momento. Allwënn era un guerrero bestial. Pocos estaban a su altura… y si llegaba a sostener la espada contra él en un desafío no iba a escatimar destrezas.

Falo ya estaba muerto y aún no lo sabía.

—Solo es un crío. Está destrozado, Allwënn, no creo que... —intentó disuadirle su compañero.

—Maldita sea, Gharin ¡¡Dame mi espada!! —bramó aquél.

Sería mejor no discutir. La ofensa de Falo implicaba a Äriel. Allwënn no cedería. La suerte de aquel humano estaba sentenciada y su verdugo sería inmisericorde con él.

—¿Qué está pasando? Alex, Hans... ¿Qué va a ocurrir? —preguntaba la joven intentando vanamente que alguien le espantase el temor que comenzaba a cobrar forma en su cabeza. Quería que alguien le negara que fuera ocurrir lo que parecía evidente que sucedería. Sus ojos se cruzaron con los de sus amigos. Alex estaba especialmente lívido cuando su rostro buscó a Claudia sin poder ofrecerle la respuesta que buscaba. Nadie quería decir nada porque nadie tendría el valor para interponerse entre aquel guerrero y quien parecía haberle ofendido.

Cuando el semielfo de ojos azules tendió el arma a su dueño ofreciéndole la empuñadura, me di cuenta de que mi pecho latía a ritmo acelerado y golpeaba mi carne con insistencia. Los dedos de Allwënn aferraron con una lentitud casi delicada el desnudo cuerpo labrado del mango de su espada. Con la misma laxitud comenzó a desprender el acero del cuero labrado que lo vestía. Centímetro a centímetro, el frío metal comenzó a dejarse ver por primera vez, junto al prolongado y desagradable chirrido que hace la hoja al salir de su vaina. Allwënn se la estaba mostrando a su tembloroso e insignificante adversario. Mostraba el arma que había osado tocar y el mismo acero del que ahora tendría que defenderse. Si lo que pretendía era atemorizar al pobre Falo, habría que decir que aquella espada poseía unas dimensiones tan extraordinarias que inspiraba el respeto incluso dormida en su cuero.

El formidable acero se despojó por completo y respiró el opresivo ambiente de aquel cadavérico bosque. En ese instante creo que todos comprendimos, vimos y supimos por qué aquella brillante y afilada hoja nos había estado llamando desde su escondido refugio. Ni yo, ni Claudia, ni ninguno de nosotros, ni en un millón de años hubiéramos podido suponer la descarnada belleza de la imagen real.

—¡Dientes!

Aquella palabra irrumpió con fuerza en la mente de todos los espectadores cuando las formas de la Äriel lucieron limpias. Dientes mortales y salvajes. Dientes como las fauces abiertas de una fiera. Todo el poderoso filo de la majestuosa espada lo formaban temibles, terribles y brutales dientes.

Su secreto.

La doble hoja de la Äriel había sido aserrada con una maestría de artesano y no de herrero. Falo, para su fortuna, solo veía una mancha borrosa.

 

Ahora lo pienso.

Qué singular mezcla la suya. Sin duda, digna de la doble naturaleza de su portador. De un puño de hueso con forma de mujer partía el metal de la hoja, como la ancha estela que deja un barco sobre el mar. Nada más surgir del abrazo óseo del mango, el acero se estrechaba ligeramente hasta unos quince o veinte centímetros del arranque de la guarda para volver a ensancharse poco después. Esos centímetros daban forma a una porción sin filo, inservible para la batalla pero de profusa decoración, grabado y relieve. Era el lugar escogido para ahuecar aquella silueta de dragón de la que nos hablara Gharin. Un dragón que recordaba a la sierpe oriental, cuyo alargado cuerpo se retorcía en varias vueltas sobre sí. A partir de ahí, ascendía casi un metro de hoja dentada. Poderosa y letal, de fiero y majestuoso aspecto. Tal y como Gharin nos había dicho, las inscripciones decoraban la superficie plana de acero. Casi no dejaban en ella una pequeña porción sin ornar.

La Äriel era una conjunción magnífica entre el poder y la belleza, entre la brutalidad salvaje y la sublimación del arte. Como su portador, una extraña fusión entre la bella y la bestia. Si la mujer que inspiró esa espada fue tan solo un millar de veces menos hermosa...

¡Cuánta mujer para un solo hombre!

 

—¡Perro deslenguado! ¡Tuviste tu oportunidad! ¡Vamos a terminar con esto ahora mismo!

El brazo de Allwënn casi desploma a su amigo que, en un vago intento de detenerlo, había tratado de interponerse. Todo sucedió demasiado rápido. Una corta carrera separaba a ambos contendientes. Allwënn salió en estampida, con el rostro rabioso y la espada en su mano. Falo observó impotente cómo el fornido elfo se le venía encima como un carro de batalla. Abrió los ojos desorbitados y a punto estuvo de lanzar la cimitarra al suelo y largarse corriendo.

Pero no pudo.

La Äriel trazó un arco mortal hacia su cuerpo con una furia incontenible a la que Falo acertó a interponer de puro milagro el oxidado acero de su arma. La cimitarra salió despedida hacia el interior del bosque, perdiéndose, arrancada con violencia de las manos de su dueño. Antes de que Falo pudiera comprender su desaventajada posición, la poderosa pierna de Allwënn le impactó en el abdomen y lo catapultó nuevamente contra el árbol del que se había levantado.

Aquel mestizo se acercó pesadamente hacia el maltrecho y jadeante cuerpo de su adversario. La Äriel miraba inofensiva al suelo. Al andar hacía tintinear las cadenas de su malla y su sonido mareaba aún más los sentidos del derrotado. El muchacho abrió los ojos y la borrosa estampa de Allwënn surgió ante él, ahora mucho más poderoso de lo que Falo nunca hubiera imaginado días antes. Como pudo, intentó reclinarse lo mejor posible tratando de llenar sus pulmones con el aliento casi perdido. Allwënn estaba ante él y lo miraba sin sentimiento, con los mismos ojos con los que mira una bestia a su víctima vencida. Entonces, su rostro se crispó y sin dar opción a nada, alzó su formidable espada por encima de sus hombros y la hizo describir un arco letal hacia su cuello. Los ojos de Falo se salieron de sus órbitas de la impresión. Solo tuvo tiempo de desgarrarse en un gruñido antes de que la fría hoja besase su carne contusa a punto de ser decapitado.

 

—¡¡Noooooo!!! —acertó a gritar Gharin, un segundo antes de que el filo de la Äriel alcanzase al muchacho. Alex buscó los ojos de Claudia, arropándole la cabeza entre su pecho al tiempo que él también desviaba su mirada. Yo quedé helado ante la visión. Odín también se mantuvo firme, aunque no llegué a saber en qué momento concreto se había incorporado.

Oímos un fuerte crujido.

Después silencio y el frío soplo del viento agitando las hojas cercanas.

Falo aun temblaba compulsivamente cuando abrió los ojos con el miedo enraizado en sus huesos y vísceras. Tenía parte de él abultando el trasero de sus pantalones. Había visto pasar su vida ante sus ojos en fracciones de segundo. Continuaba vivo, a pesar de que aún dudaba. El dentado filo de la Äriel se había empotrado en la madera del árbol rozando el indefenso cuello de Falo, que consiguió morder y hacer sangrar débilmente. Conservaba la cabeza, que era mucho más de lo que nadie hubiese apostado. Gharin suspiró tan sonoramente que no pudimos evitar dirigir las miradas hacia él.

La hoja aún vibraba embutida en el tronco del árbol. Con un par de tirones, las fauces de acero se desembarazaron del abrazo de madera y dejaron en sus milenarios anillos una profunda herida abierta. Allwënn se agachó junto a Falo, tanto, que se diría que iba a besarle los labios. Lo aferró de los cabellos y clavó su cabeza a la madera. La temblorosa faz del joven rozaba en algunas zonas la curtida piel del elfo, pero todo su campo de visión se reducía a aquellos iris de sinople. La cadenciosa y sonora voz del mestizo inundó toda su existencia.

—He matado a hombres por mucho menos —afirmó lentamente—. No habrá próxima vez. En tal caso, alguien tendrá que ir a buscar tu cabeza, ¿lo entiendes? Aléjate de mi espada o ella te enviará a encontrarte con tus ancestros.

Entonces se volvió hacia nosotros. Con el gesto desafiante avanzó unos metros y su rostro se endureció aún más mientras nos ensartaba con sus pupilas. Alzó su espada y clavó su afilada punta en el húmedo suelo del bosque frente a todos. Apuntándonos con su brazo extendido y su dedo crispado nos lanzó una advertencia que pocos nos atrevimos a cuestionar.

—Al próximo —amenazó—, humano o elfo, hombre o mujer que ose tocar mi espada sin mi permiso, lo abriré en dos y pondré sus entrañas a secar.

El eco de sus palabras quedó suspendido en la atmósfera y aún resonaba en nuestra cabeza mientras él nos estudiaba con dureza. Gharin no dijo palabra. Estaba congelado y serio observando a su amigo. Tras un largo y detenido examen, Allwënn se dirigió hasta él y le hizo entrega de una bolsa de cuero llena de oro y gemas que no tardó en reconocer. Ambos se cruzaron una mirada y parecieron sus pupilas trabar un largo diálogo que ninguno de los presentes llegamos a entender.

—Qué alguien cure a ese desgraciado —dijo en un velado mensaje a su amigo, encaminándose ya fuera del lugar—. ¡Ensillad los caballos! —Añadió dándonos la espalda—. ¡¡Nos vamos!!

Mis ojos se fueron por inercia a la formidable espada que había quedado clavada en la tierra como un estandarte de guerra ondeando al viento, levantándose ufano y glorioso sobre el campo de batalla. Al contemplar sus formas, la belleza y misterio que seguían emanando desde el desnudo acero, algo compungía el alma cuando se miraba de nuevo a los ojos tristes de aquella dama que dormía en su puño. Miré alejarse al fornido y bravo guerrero...

No tuve duda.

¡Qué magnífico guardián para velar su sueño!


 

 


[1]el que lleva (blande) la murâhässa. La Murâhässa o massäharia (según clanes) es una espada ritual de combate élfica ancestral. Su diseño es de doble curva en forma de S. Su labrado mango de más de 40 cms permitía un cómodo manejo de una extensa hoja afalcatada de doble filo a aquél con las destrezas suficientes para saber manejarlo. La figura de los murâhäshii está envuelta en la tradición y la fábula. Eran devotos guerreros elfos en esplendor del nacimiento de los «Jardines de las Cuatro Direcciones», los cuatro reinos míticos de los elfos. Siempre marchaban en la primera fila de combate. Sus destrezas en el gobierno de la murâhässa/ massäharia eran épicas y decían de ellos que siempre esperaban la muerte en cada batalla, por eso su ardor en combate no tenía rival. Espada y guerrero se convertían en una unidad indisoluble. Por mil razones es el apodo que muchos otorgan a Allwënn.

[2] Punto cardinal equivalente a nuestro Norte.

[3]Aunque queda evidenciado que ninguno de los dos resultan ser elfos puros, permítanme que siga utilizando tal designación como un epíteto más a lo largo de mi historia. NdA.

[4] Su verdadera expresión resultó: «La costa del Nwändii», cuya vaga aproximación es la traducción, algo libre que les propongo en el texto. Nwändii (Nwändy) es el equivalente a nuestro punto cardinal Oeste. NdA.

[5]El Dorë-Trancryto está considerado también, según las leyendas, el idioma de los dioses.

 

La Flor de Jade
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