EL ÉXODO
En algún punto. En algún lugar...
1.371 c.I (2.372 d.Es)
24 años después del Alzamiento.
Quizá nunca supieron a ciencia cierta cómo llegaron hasta allí...
Cómo dejaron atrás pasado, familias, amigos, identidad. Un mundo que parecía tan real. Una existencia que parecía única, encadenada a un destino prefijado de antemano y que nunca escaparía de las coordenadas que la regían.
Quizá nunca supieron, en realidad, cómo todo aquello simplemente se esfumó. Sin otra explicación, sin otra lógica. No, por más que lo pienso creo que nunca hallamos respuesta a esa pregunta tan sencilla: «¿Qué nos trajo aquí?» «¿Qué nos arrancó de nuestra rutina tan bien medida, tan ajustada a nuestra verdad, y nos lanzó a aquel mundo hostil, salvaje y extrañamente bello a un tiempo?» Preguntarse el «por qué» resultaba más sencillo. Quizá, al final, después de todo, las leyendas fuesen ciertas y simplemente acabásemos allí porque así había de ser. Porque existen fuerzas en el universo mucho más poderosas, demasiado complejas para nuestros análisis, que se ajustan por sí mismas y se definen a través de nuestros actos, pero que no podemos controlar. Quizá simplemente debíamos estar allí. Hoy no puedo verlo de otra manera. Nuestra historia tuvo ese incierto comienzo. La misma duda que comprime a quien encuentra un camino solitario y decide emprender la marcha, sin guía, sin ruta, sin meta.
¿Cómo llegamos a ese primer punto? ¿Cómo alcanzamos el primer peldaño de aquella escalera que nos condujo a una ascensión interminable hasta nosotros mismos? Solo dudas, solo conjeturas. Pero creedme. Hoy sé que fui yo quien los trajo a todos. Solo que aún queda mucho para que esa respuesta pueda significar algo para vosotros…
Silencio. Oscuridad. Tinieblas.
—¿Claudia? ¿Eres tú?
—¿¿Alex??
Aquella figura ensombrecida se aproximó despacio hacia la silueta recortada de la muchacha que le miraba sin expresión, como si estuviese ausente del mundo que la rodeaba.
—¿Claudia? ¿Qué haces en mi sueño?
—¿En tu sueño? —Ella miró a su alrededor despacio. Parecía no acabar de creerse aquella situación. Volvió sus ojos de nuevo hacia el chico. En sus pupilas podía adivinarse su estado de desconcierto. No daba la sensación de quedar demasiado satisfecha con aquella explicación. Sin embargo, Alex no preocupaciones mostraba preocupado. De hecho parecía muy tranquilo. Vestía su amplia gabardina de cuero negro y anudaba a su cuello su peculiar bufanda blanca. Era el mismo vestuario con el que le recordaba de aquella pasada tarde.
—Esto… es… ¿Tu sueño?
—¿Qué puede ser si no? —en esta ocasión fue él quien apartó la mirada para echar un prolongado vistazo a su alrededor.
Era una gigantesca caverna natural, como las de muchas postales de viaje. Húmeda y cuajada de formaciones calcáreas que goteaban sin cesar. Muchas de ellas ascendían formando auténticas columnas que sostenían, quizá, una bóveda demasiado alejada del suelo como para apreciarse a simple vista. El rítmico golpear de las gotas sobre los charcos era la única cadente melodía que rompía un silencio pesado y plomizo. Algunas lanzas de luz hendían en haces aquellas tinieblas. Proporcionaban una iluminación difusa y tamizada que rasgaba el manto de penumbra que les envolvía. Una sombra que no permitía hacerse una idea, ni siquiera aproximada, de las dimensiones reales del lugar. Claudia se abrazó a sí misma tratando de proporcionarse algo de calor. La humedad viciada de aquella enorme gruta la estaba congelando.
—No me parece... un sueño, Alex—. El muchacho sonrió ante la inocente incredulidad de su compañera.
—Hemos bebido demasiada cerveza esta noche —confesó—. Llegamos demasiado cansados. Hansi tuvo que ayudarme a meterme en la cama. He caído como un tronco.
Pero Claudia no lo percibía de aquel modo. Había algo demasiado real. Sus percepciones lo eran: aquel frío húmedo… aquella sensación de vacío, de ártica soledad. También ella recordaba haberse ido a la cama con un par de copas de más, pero su cabeza estaba demasiado lúcida en estos momentos. Se miró a sí misma por enésima vez en aquel rato. Sus ropas eran las mismas de aquella tarde también: su camisa negra favorita, aquella corta falda vaquera que tanto le gustaba y las mismas medias gruesas de colores con la que solía combinarla. Sus pequeños pies calzaban las pesadas botas con las que tantas veces Alex bromeaba y de las que estaba segura de haberse desprendido aquella noche antes de ir a dormir...
—Venga, Claudia. Cuando te lo cuente mañana echaremos unas risas, seguro.
Ella volvió a mirarlo.
—Esto no es un sueño, Alex —le dijo muy seria, y posó su palma sobre una de aquella rugosas estalactitas. Su tacto fue invadido por la fría capa de agua condensada en su superficie. Claudia se miró la mano impregnada de aquel líquido cristalino—. Es lo más real que he experimentado nunca… y estoy asustada.
La seguridad que parecía tener aquella chica desconcertó a Alex y le hizo dudar por un instante. Pero su cabeza se esforzaba machaconamente en no dar crédito a tan absurda situación. ¿Si no era un sueño? ¿Qué otra cosa podía ser?
—Eres tú la que me estás asustando a mí, nena—. Alex estaba demasiado convencido de que tanto aquel lugar solitario como aquella conversación con su amiga sólo habitaban en su cabeza y en los litros de cerveza responsables de tanto delirio. Nada más. Mañana, una monumental resaca y todo arreglado.
—Me temo que hay motivos para asustarse —dijo una voz a su espalda con fuerte acento germano. La pareja se giró en redondo, sorprendida. De una de aquellas columnas calcáreas surgió un tipo de inmensa estatura y cabeza rasurada que lucía en su cuadrado rostro ario unos grandes bigotes rubios. La ajustada camiseta de tirantes que vestía dejaba a la vista una complexión muscular que solo es posible adquirir con muchas horas de sudor.
—¡Odín!
—¡Hansi! ¿Tú también?
—Llevo un buen rato aquí, Alex —confesó con gravedad mientras abandonaba las sombras y se aproximaba a la pareja—. Suficiente como para saber que no se trata de ningún sueño.
Alexis miró a ambos con el rostro lleno de incredulidad.
—¿Venga, chicos? ¿Os estáis escuchando? ¿Qué estáis diciendo? Estoy sobando como un bendito. Tú mismo me metiste en la cama ¡joder, Hans! ¡Qué mierda... —Al volver la vista hacia Claudia, no lo esperaba. Aquella le soltó quizá la bofetada más dolorosa que nunca había recibido. Resultó tal la conmoción que casi se fue al suelo, llevándose por inercia las manos al rostro dolorido. Fue una reacción incontrolada que pilló desprevenido no sólo a Alex, también al resto, incluida la propia joven.
—¡¡Lo siento, Alex!! Lo siento, de verdad. No pretendía darte tan fuerte —le imploraba echándose sobre su cuerpo e ignorando la quemazón en su mano.
—¡Joder, Claudia! —se quejaba el chico sujetándose la cara dolorida por el golpe, cuya violencia le había llevado casi a arrodillarse—. ¿A qué ha venido eso? ¡Dios! —Odín le ayudó también a incorporarse—. Me has saltado las lágrimas, joder.
—¿Estás bien? —preguntó Odín.
—Lo siento Alex, de verdad —le suplicaba ella—. Pero tenía que comprobarlo. Lo siento... entiéndelo.
—Si. Creo que estoy bien —respondía a la primera pregunta—. ¿Comprobar qué, demonios?
—¿Te has despertado? —Alex se volvió instintivamente hacia Odín, que lo miraba serio y preocupado.
—No claro. Con suerte sigo consciente... —un súbito calor le ascendió por la espina dorsal hasta su nuca. Un calor agobiante y claustrofóbico que lo enmudeció de repente. La mejilla le palpitaba dolorida. Sentía el bombear de su corazón intensamente en la acartonada parte de su rostro que había recibido el golpe. Una inesperada desazón lo recorrió de parte a parte.
—Creías que dormías. Y yo también —reconocía el gigantesco Odín al ver la expresión atónita de Alex—. Lo he probado todo, amigo. Pellizcarme, golpearme, concentrarme en despertar.
—¡¡Lo sabía, lo sabía!! —Claudia entró en un estado de alteración incontrolado y se llevó las manos a la cabeza cuando fue realmente consciente de la inexplicable situación. Comenzó a caminar de un lado para otro—. ¡Dios, Dios! ¡Esto no puede estar pasando, chicos! No puede estar pasando. Maldita sea, tengo una necesidad horrible de llorar, os lo juro.
Alex seguía conmocionado. Apenas acertaba a parpadear, clavado en el sitio con su mano aún sobre su pómulo, aunque ya no le importaba el dolor. De hecho, su cabeza lo había olvidado por completo. Claudia se paró en seco y miró desesperada a su alrededor. Aquella gruta tenebrosa pareció hacerse tan pequeña como una caja de cerillas. Se giró a hacia Odín buscando una angustiosa respuesta que nadie parecía poder dar.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es este maldito lugar, Hansi? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¡Oh, Dios! ¿Qué nos ha pasado? —Una auténtica batería de preguntas de difícil solución.
—No sé mucho más que tú, cielo —se confesó el gigante descorazonado—. Recuerdo que dejé a Alex en su habitación y encendí un rato la tele. Aguanté muy poco tiempo esas estúpidas televentas que ponen de madrugada. Creo que no llegué a mi cama. Supongo que me quedé dormido en el sofá. Ni siquiera recuerdo haber apagado la tele.
—¡También dormías! —dijo ella creyendo ver una pequeña conexión en todo aquello.
—Recuerdo que me acosté. Alex dormía. ¿Quizá...? —Pero Odín batía su cabeza en una evidente negativa. Sospechaba los forzados argumentos que iba a esgrimir aquella chica.
—¡¡Pero esto no tiene sentido, Hans!!
—¿Crees que para mi sí? No sé que lugar es este, ni como he pasado del sofá del salón a... esto. Pero tengo claro que no es ninguna alucinación, creedme.
—¿Por qué?
El fornido Odín quedó unos segundos en silencio, como si lo que fuese a decir le sonase descabellado incluso a él.
—Porque no estamos solos —confesó, al fin. Aquella noticia sacó a Alex de su trance y le obligó a prestar atención a su amigo—. Acompañadme, lo entenderéis.
Después de unos instantes de deambular casi a ciegas por aquel laberinto de estacas de piedra, el fornido muchacho indicó a sus amigos que se ocultasen tras una de las muchas informes masas calcificadas que crecían por la vasta gruta. Seguidamente les invitó a guardar silencio con un gesto. Claudia y Alex estaban tan asustados e impacientes que no dudaron en seguir su consejo. Odín estiró su cuello por encima de su cobertura y se volvió hacia sus amigos. Con un movimiento de cabeza les indicó que miraran ellos también.
En la distancia, parcialmente velado por las sombras de aquella caverna había un muchacho de unos veinte años. Estaba sentado y abrazaba sus rodillas con sus brazos con la mirada perdida en ninguna parte. Movía sus labios como si hablase solo y se balanceaba compulsivamente hacia delante y hacia atrás rítmicamente. Vestía caras ropas deportivas y lucía un corte de pelo agresivo. Su cuello se cuajaba de cadenas de oro. Su aspecto hablaba por él.
—¿Quién será? —dijo la chica bajando la voz. Estaban a buena distancia de él pero la chica prefirió no arriesgarse.
—Si te lo cuento no me crees —aseguró el gigante.
—¿Le conoces? —Exclamó Alex extrañado.
—No exactamente —confesó Odín con cierta ironía—. Se pasó por el club. Fue esta tarde poco antes del concierto. Yo no estaba en la puerta, estaba Santy, pero había llegado tu amigo, el de la tienda de cómic, y me pasé a saludarlo. En esto se presentó ese. Iba con unos colegas. Pasadísimos, tío. Se habrían metido de todo. Quisieron entrar y, como es normal, Santy les dijo que no. Así que la liaron fuera. Tuvimos que sacarlos de allí entre los dos. Montaron un buen jaleo ¿No os lo contamos después?
Aquella anécdota se cruzó por su memoria. Creía recordar aquella conversación cuando se fueron todos de cervezas después del concierto.
—Tienes razón. —Alex volvió su mirada a aquel tipo que continuaba allí acurrucado y balanceándose como en estado de shock— ¿Y qué puede hacer aquí?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —Advirtió Odín—. ¡Pero mírale! Yo diría que ya se ha dado cuenta que esto no es ningún sueño. ¿No crees?
Claudia se sintió tan mareada ante la evidencia que tuvo que apoyarse en la piedra. Los muchachos cayeron como plomos sobre la superficie húmeda y áspera de aquella roca que les servía de parapeto. Sus rostros abatidos lo decían todo. El mundo desplomado a sus pies y con él todo cuanto pudiese tener una lógica.
—No puedo creerlo. ¡Es cierto! —murmuraba Alex quizá solo para sí—. Es cierto. Dios.
Demasiado caos en sus pensamientos. Demasiado denso como para reaccionar con coherencia. Pero había más.
—¿Hay más? —Claudia pensó que no podría asumir ninguna otra noticia sin llegar al colapso. Todo aquello resultaba demasiado difícil de digerir en frío como para seguir añadiendo ingredientes a la insólita receta.
—Os dije que había estado un rato por aquí, solo. He tenido tiempo de ver la mayor parte de esta cueva, seguidme.
Casi en el otro extremo de aquel vasto subterráneo Odín se detuvo y señaló con su dedo a las proximidades. Costó apreciarlo entre las siluetas y perfiles que se dibujaban en el suelo oscurecido y abrupto de la sima. Parecía un cuerpo.
—¿Está... muerto? —Preguntó Alexis con cierto resquemor por lo que implicaba la respuesta que pudiera darle su amigo.
—Ni siquiera me he acercado más de este punto —reconoció Odín.
—Creo que solo está durmiendo... o eso espero —añadió la chica.
El cuerpo de un muchacho muy joven, de unos quince años, yacía boca abajo sobre la dura y espinosa superficie de la cueva. Estaba inmóvil en la distancia, inerte. Quizá sin vida, como Alex sospechaba.
—Acerquémonos —propuso Claudia. Sus amigos la miraron sin decidirse. Ella les devolvió una mirada cargada de significado—. Algo habrá que hacer, digo yo. ¿O vamos a dar vueltas por aquí sin más?
Tenía toda la razón. Si aquella gente estaba allí también, lo mejor sería hablar con ellos y tratar de averiguar todo lo posible. Necesitaban algunas respuestas. Se acercaron poco a poco, casi como para no despertar al durmiente, tensos como si se encontraran en la jaula de un león. A solo unos metros, el joven pareció moverse y giró su rostro revelando su identidad.
—¡Oye! ¿No parece...? —comenzó a decir Claudia.
—Sí, uno de los amigos de tu colega de la tienda, ¿no, Alex?
—¡Joder, creo que sí! Estuvo con nosotros un rato.
Parecía que el chico despertaba...
Unas voces se colaron en mi cabeza y sentía el cuerpo dolorido, como si durmiese sobre la cama de un faquir. Eso hizo que rompiera los lazos que me unían al mundo de la inconsciencia. Acto seguido, abrí los ojos y parpadeé. Mi corazón dio un vuelco mortal.
¡Mi habitación había desaparecido! Estaba sobre una superficie dura y espinosa y tres figuras me observaban con el rostro desencajado en una mueca de sorpresa. Mi primera reacción fue dar un brinco y arrastrarme lejos de ellos, como si fuesen aparecidos que buscasen mi alma.
—¡Tranquilo, muchacho, tranquilo! —dijo el más grande de ellos. Su lenguaje corporal me invitaba a una calma que estaba lejos de llegar.
—¿Dónde estoy? ¿Qué pasa? —Estaba demasiado aturdido como para asimilar nada. Mis sentidos daban vueltas. Solo podía apreciar la oscuridad difusa de aquel lugar y sentir su humedad hasta los huesos.
—¿No... nos reconoces? —dijo la chica—. Hemos estado juntos. Hace solo unas horas... creo.
Ya no estaba tan segura.
Mi corazón bombeaba sangre a toda prisa. Todo me confundía, pero hice un esfuerzo por acabar de enfocar mis pupilas y buscar en mi memoria.
Ella era una chica de pequeña estatura y cuerpo menudo. Tenía el cabello negro brillante en un gracioso corte que acababa a escasa distancia de su cuello. Su piel era ligeramente pálida y sus rasgos delicados, casi de niña. Muy guapa. El más grande era ario, sin duda. Su acento lo delataba. Corpulento como un toro y de grandes bigotes de un rubio casi albino. Tenía las facciones duras y el cráneo afeitado. Su aspecto resultaba imponente. El tercero era un joven imberbe, de rostro casi afeminado y largos cabellos castaños de un extraño color cremoso. Vestía de negro todo él exceptuando la nota de color de una estrecha bufanda blanca que anudaba a su cuello y cuyos extremos le caían sobre el pecho. Todos ellos pasaban los veinte años. Y tenían razón. Yo había estado con ellos hacía unas horas.
—Vosotros sois... —la lentitud de mis reacciones tenía una evidente justificación.
—«Insomnium» —reveló la chica—. Nyode, Asahel y Odín. O, como ya sabes, Claudia, Alexis y Hansi.
Empezaba a ser consciente. Mi cabeza comenzaba a responder. Mis recuerdos llegaron.
—¡Tocasteis anoche en El Valhalla! —Recordé—. Fui a vuestro concierto.
Noté como Claudia sonreía.
—Es cierto, chaval —añadió Alex—. Tenemos amigos comunes. Nos fuimos todos de cervezas cuando terminó el concierto.
—Me fui pronto —reconocí llevándome la mano a la frente. El dolor de cabeza me estaba matando—. ¿Cómo...? ¿Dónde estoy?
Lancé una primera mirada a mi alrededor y vislumbré aquel lugar frío, oscuro y desconocido. Una terrible angustia me atravesó de parte a parte.
—Eso nos gustaría saber a todos —escuché decir.
El impacto visual fue terrible. Aquella vasta caverna parecía haberme engullido. Seguía estando demasiado desorientado como para asimilar aquella situación en su totalidad.
—¿Cómo... he llegado hasta aquí?
Odín se aproximó hacia mí y me tendió la mano con la que me ayudaría a incorporarme. Aquellos bíceps podrían haber levantado a un caballo, así que mi escaso peso no debió darle mayores problemas.
—Lo cierto, muchacho —me decía mientras me daba la mano—, es que pensábamos que tú podrías ayudarnos a encontrar esa respuesta.
Minutos después estábamos confesándonos aquella extraña experiencia, para mí, aún sin sentido. Me encontraba demasiado aturdido todavía como para pensar con claridad. Aun así, traté de ayudarles en todo lo posible.
—¿Así que eso es todo lo que recuerdas? —Alex sabía que de mi confesión no se podía sacar mucho más.
—Sí. Recuerdo que os dejé pronto. Me lo estaba pasando genial, pero prometí en casa no llegar tarde... ya sabéis. Cené algo y caí rendido en la cama. Hasta ahora. —Volví a mirar a mi alrededor. Por más que lo pensaba, menos lógica le encontraba a todo. Imagino que no era el único.
—También tiene la misma ropa —advirtió ella. Me miré y comprobé que llevaba razón. Agradecí que no me hubiesen visto con mi viejo pijama.
—¿Tiene eso alguna importancia? —les pregunté.
—Aún no lo sabemos —confesó Alex con cierto desánimo en su voz—. Buscamos algo que nos relacione a todos, que pueda explicar por qué hemos acabado en esta situación, en este lugar —añadió mirando a su alrededor.
—Todos estuvimos juntos esta noche —aventuró Claudia—. ¿Quizá...?
—El otro tipo no —recordó Alex interrumpiendo su deducción.
—¿Qué otro tipo? —pregunté extrañado.
La conversación continuó sin mí.
—En cierto sentido, sí —añadiría Odín—. Lo cual me recuerda que deberíamos hablar con él.
Fue la chica quien me respondió.
—Hay otro chico. Creo que tú sí le conoces—. Odín acabó por aclararme el asunto.
—¿Recuerdas cuando salí a saludaros? ¿Los tipos que llegaron buscando problemas? —Cómo no recordarlo. Creí que acabaríamos en mitad de una tragedia—. Pues uno de ellos está ahí mismo. Todavía no hemos hablado con él. No creo que sepa aún que nosotros estamos aquí.
No me gustaba la idea de quedarme encerrado con uno de aquellos tipos en un lugar como aquel. Agradecí la presencia de Odín en todo aquello. Su aspecto inspiraba respeto y daba seguridad.
—Deberíamos hablar con él.
—¿Estás seguro, Hansi? —Odín se frotó el mentón tratando de buscar una alternativa.
—Sea quien sea, está metido en esto —concluyó.
Claudia había estado observando a su alrededor. A pesar de su tamaño, aquella gruta parecía empequeñecerse sobre su cabeza.
—Estoy empezando a agobiarme en este lugar —admitió con sinceridad mientras se volvía a frotar los brazos para entrar en calor. La humedad en el ambiente hacía desagradable aquel lugar y necesario entrar en calor de algún modo—. Dijiste que habías podido ver gran parte de la cueva —le preguntaba mientras tanto al rubio germano—. ¿Tiene alguna salida?
Odín miró a su amiga con evidente preocupación.
—Eso es lo peor —reconoció el rapado muchacho—. Ninguna salida. Al menos en lo que yo he podido ver—. Claudia enterró su rostro entre las manos.
—Esto es una pesadilla.
—¿Has podido explorar toda la cueva? —Quiso saber Alex, preocupado.
—No —aseguró el gigante—. Aquello le tranquilizó de algún modo—. No quise acercarme por donde rondaba ese tipo, por si acaso. Quizá esa zona esconda alguna salida.
Alex se levantó con decisión.
—Sea como sea, parece que nuestro camino pasa por delante de sus narices. No esperemos más. Hablemos con él.
Quizá no fuese lo más apetecible, pero en aquellas circunstancias parecía inevitable. Seguía allí, en la misma posición en la que lo habían dejado, con el mismo gesto ausente y conmocionado. Su mirada era la de un abandonado que se resiste a creerlo. Desconcertado, confundido, probablemente deseaba despertar de aquella pesadilla horrible. Como todos.
—Yo me acercaré —propuso Odín—. No aseguraría que su reacción vaya a ser buena—. Y aquella frase pareció predecir el futuro.
Odín trató de alertar de su presencia mucho antes de aproximarse a él, pero el tipo estaba tan conmocionado que no fue consciente del gigantón pelado hasta que este estuvo a solo unos metros. Al percatarse de su proximidad, aquel tipo se puso en pie de un salto y se echó atrás como si no hubiese visto jamás a otro ser humano.
—Vale, vale, tío. Tranquilo. Me quedaré aquí —le aseguraba Odín, clavándose en el sitio con las manos alzadas cuando aquel chico comenzó a chillarle que no se acercara. Se encontraba muy alterado y la presencia del corpulento muchacho allí parecía confundirlo aún más. En lugar de tranquilizarse, encontrarse acompañado solo sirvió para desatar su nerviosismo. Y se puso aún peor cuando divisó al resto del grupo entre las penumbras de la cueva.
—¡Eh, eh, eh! ¿Quién más anda ahí? —Odín nos lanzó una mirada para que saliésemos de nuestro escondite.
—Tranquilo, chaval, son mis amigos, no pasa nada ¿vale? —trataba de convencerlo para que se relajase, aunque no parecía funcionar—. Enseguida los verás. No tienes nada que temer.
—¡¡Que te quedes ahí, tío!! —volvió a chillar fuera de sí en cuanto intuyó que avanzaría unos pasos más. De un inesperado movimiento echó mano atrás y sacó una pequeña navaja automática que abrió de un golpe. Comenzó a agitarla frente a las figuras que se aproximaban—. ¡¡Juro que te pincho si te mueves!! ¡¡Ni un paso, joder!! ¿Quién coño sois vosotros? ¿Qué queréis?
Al ver aquel cuchillo se nos hizo un nudo en la garganta y los pasos quedaron congelados. Odín se puso tenso.
—¡Vale, vale, vale, tranquilo, eh! —Sus ojos no se apartaban del filo en las manos alteradas de aquel desconocido—. Escucha, ¿vale? Estamos aquí igual que tú. Y sabemos tan poco como tú. No tienes nada que temer de nosotros ¿vale? Así que guarda eso.
—¡¡Y una mierda, joder!! —dijo avanzando amenazadoramente un par de pasos, que pronto desanduvo, para intimidar,—. ¡Al que se acerque lo rajo, hostia! ¿Clarito, no?
—Como tú digas, tío—. Odín nos indicó con una fugaz mirada que le hiciésemos caso. Y era mejor así. Le dejamos lidiar con aquella tensa situación que nos hizo olvidar por un momento todo lo demás. Por si había pocos problemas, encima esto.
—¿Cómo te llamas, tío? Solo queremos ayudar. Yo soy Hansi, ella es...
—¿Y a mi qué coño me importa, colega? —le cortó en aquel tono exagerado—. Esto es... esto es la rehostia. ¡¡Dios!! ¡Menuda mierda, tío! ¡No me jodas! ¿Vale? Esta sí que es buena. ¡La madre que me parió, joder! ¡Me cago en mi puta calavera! ¡¡Dios!! —Empezamos a ver que poco a poco aquel tipo hablaba para sí y comenzaba a perder interés en nosotros—. ¿Qué mierda pasa, tío? ¿Qué mierda me pasa, joder? ¡¿Qué coño me has dado, Charly?! —gritó mirando hacia las inapreciables techumbres de la cueva. Su voz llegó repetida en un abanico de ecos que parecían burlarse de él—. ¡¡Esto es cosa tuya, pedazo de mierda!! ¡¡Cuando se me pase la «noya» te juro que te mato, joder!! Es el alucine más chungo de to’mi puta vida. ¡Te mato, Charly. Te juro que te mato por darme esta mierda! —Solo sus propias palabras, deformadas y repetidas, regresaban de las tinieblas para responderle.
Le mirábamos en su delirio sin saber cómo actuar ni cómo iba a terminar todo aquello. Entonces aquel tipo se derrumbó y llevó sus manos al rostro, empezó a gimotear y a maldecir. Fue Odín el único que se atrevió a reaccionar.
—No sé que coño te habrás metido, chaval —le dijo cuando el tono de sus lamentos comenzó a calmarse—. Pero te aseguro que no tiene nada que ver con lo que te pasa. No es ninguna alucinación, créeme—. El rostro de aquel derrotado muchacho se volvió para escuchar al gigante—. Yo soy real. Estos chicos también, como lo es todo esto de alrededor—. Odín movió su brazo abarcando un gran arco—. Es mejor que lo asumas pronto.
Aquel tipo se volvió hacia él, pero ya no había agresividad, solo derrota. Aún sostenía la navaja, pero ya no apuntaba a nadie, casi se sostenía por inercia de su mano. En sus ojos solo anidaba la confusión.
—¿Pero qué dices, tío? —Su tono casi sonaba a súplica—. Yo estaba de fiesta, colega. ¡Estoy de fiesta! Mucho desfase, es eso «tron». Yo solo he ido al baño, tío. A sentarme un poco. Me mareaba ¿sabes? por la mierda que nos ha dado el puto Charly de los huevos, joder. Y el alucine que me está dando le va a costar la vida a ese pastillero de mierda, ¿sabes?
Odín le aguantó la mirada durante unos momentos. La verdad es que, si no estaba alucinando, aquel tipo tenía las pupilas como platos de igual modo. Tenía demasiado claro lo que le pasaba como para tratar de convencerlo de lo contrario en aquel estado.
—Lo que tu digas, socio —le dijo al fin—. Quédate por aquí a ver si se te pasa. Nosotros vamos a darnos una vuelta a ver si encontramos una salida. Búscanos si te sientes mejor, ¿de acuerdo? —el otro asintió con la cabeza pero dudábamos que realmente le hubiese escuchado. Odín nos hizo un gesto enérgico para que avanzáramos y cruzásemos ante él. Lo hicimos, temerosos de que en cualquier momento tuviese otro brote violento y se lanzara sobre nosotros. Pero no ocurrió. Uno a uno desfilamos ante él, que nos seguía con la mirada perturbada como si realmente solo fuésemos duendecillos imaginarios producto de sus alucinaciones. El último en pasar fue Hansi que no le quitaba ojo a la mano que aún sostenía el arma. Todavía con desconfianza, lo dejamos solo y no tardamos en poner distancia entre él y nosotros. Solo Claudia se volvió para mirar a aquel desconcertado muchacho que quedaba allí, mirando a su alrededor con estupor mientras nos perdíamos en las tamizadas oscuridades de aquella caverna que se antojaba infinita.
—¿Vamos a dejarlo ahí? —preguntó ella regresando sus ojos hacia nosotros.
—Preferiría que se tranquilizara —reconocía con sinceridad Alex—. Tiene una navaja, nena. No me gustaría que le diese otra paranoia mientras estamos cerca.
—Alex tiene razón, Claudia —aseguró su otro compañero—. Ese tipo es inestable. No voy a convencerlo de que venga con nosotros en ese estado. Mejor que se quede. De momento, ni siquiera nosotros tenemos nada claro. No nos será de mucha ayuda. No estoy seguro de que lo sea ni aun cuando se le pase la confusión.
Por mi parte, me sentí más tranquilo dejándole de momento ahí atrás.
La escasa luz de aquel inhóspito lugar multiplicaba la sensación de estar siempre caminando por el mismo sitio. Cada estalagmita se parecía en aquella bruma de tinieblas sospechosamente a la anterior y a la siguiente. Parecía dilatarse por toda la eternidad; solo encontrábamos más de aquellas formas calcáreas revestidas de su transparente envoltorio de agua, aquella pesada atmósfera fría y húmeda que todo lo envolvía. De cuando en cuando solo, el repicar cristalino de gotas que se despeñaban desde las alturas. Casi estábamos dispuestos a tirar la toalla cuando alguien encontró al fin una muralla en nuestro avance.
—¡¡Aquí, chicos!! —Se escuchó la voz de Claudia—. Creo que he encontrado la pared—. Llegamos apenas unos segundos después. La luz era tan escasa que Alex comenzó a buscar entre los bolsillos de su gabardina y extrajo un pequeño mechero. Después de un par de infructuosos intentos, aquella renqueante luz emitió un pequeño arco anaranjado que bastó para hacernos a la idea del lugar al que habíamos llegado. Cuajada de malformaciones, como bultos en una piel endurecida, aquel paño rugoso se levantaba docenas de metros hacia arriba. Los ojos siguieron la abrupta ascensión todo lo que la vista permitía.
—Al menos es algo —aseguró Alex—. Por lo menos sabemos que esta cueva termina en alguna parte.
—Sigámosla —propuso Odín—. En algún punto debería arrancar alguna galería.
Volvimos a iniciar la exploración guiándonos por el recorrido de aquella pared a nuestro lado y la escasa luminiscencia del mechero de Alex. Aquello era mucho más de lo que habíamos tenido hasta entonces. Ganamos metros con mayor rapidez haciéndonos una idea aproximada del angosto trazado de aquella gruta. Por fortuna, las buenas noticias no tardaron tanto en volver a aparecer y las sospechas del poderoso Odín pronto se revelaron como ciertas.
—Parece que asciende.
Nos detuvimos a la entrada de lo que parecía un serpenteante corredor que se internaba en las lóbregas profundidades de la tierra. Tal y como Odín había observado, parecía que su trazado ascendía ligeramente, lo que daba la sensación de que conducía hasta la superficie. Una ligera corriente parecía intuirse besándonos el rostro con su fría y suave caricia.
—Es posible que lleve al exterior —dedujo Alex.
—O que el aire solo se cuele por alguna grieta en la roca —añadió más pesimista su fornido compañero.
—Bueno, solo hay una manera de saberlo —sentenció Claudia, que fue la primera en decidirse a avanzar. El resto la seguimos con el temor a nuestras espaldas. Pronto, la inclinación de aquella galería se hizo evidente y en alguna ocasión se precisó de ayuda para sortear la pendiente.
—Tened cuidado. El suelo está muy resbaladizo —advertía Odín mientras ofrecía su poderoso brazo. Aquel muchacho inmenso era el exótico batería de aquel grupo de músicos. Me parecía mentira. Allí estaba yo, al lado de aquellos muchachos. Eran un grupo relativamente conocido en la ciudad y cuando aquella tarde mi amigo me ofreció ir con él al concierto con la golosina de presentármelos, ni siquiera lo dudé.
Claudia, su bello reclamo, aparte de ser una chica muy guapa tenía una voz prodigiosa. Cuando acabamos por ahí todos juntos, tomando cervezas y echando un rato divertido, recuerdo que pensé lo emocionante que sería conocerlos más a fondo. Uno siempre ha fantaseado con esto de ser amigo de una banda de rock. Aunque ellos estaban empezando en aquel mundillo, ya arrastraban a un interesante grupo de incondicionales. Siempre me fastidió la idea de que me consideraran un fan histérico y recuerdo que durante aquellas horas de tertulia apenas si hice comentarios, pero me emocionaba que aquello fuese el principio de una amistad interesante.
Cuando mi reloj marcó la hora límite de llegar a casa me sentó fatal tener que despedirme. Sobre todo cuando la noche parecía que solo había empezado. Apenas había tenido ocasión de cruzar algunas palabras con ellos. Desde mi visión de adolescente les veía como auténticas estrellas aunque aún fuesen jóvenes y estuviesen batallando por hacerse un hueco en el mercado. En mi cabeza, la idea de que aquella situación volviese a repetirse, de tener nuevas oportunidades para establecer nexos de amistad más profundos, ocupaba mis pensamientos mientras regresaba a casa.
Maldije mi suerte y deseé con todas mis fuerzas pasar más momentos con ellos, compartir su mundo y acabar integrado en su interesante círculo de amigos. ¿Quién me podría haber dicho que iba a terminar dando vueltas por una fría gruta precisamente con ellos? Totalmente de locos.
El corredor se torcía y giraba continuamente mientras ascendía por aquellas tripas de roca viva. Sin duda, el trayecto se nos estaba antojando interminable. Sin más luz que la emitida por un testarudo mechero que apenas aguantaba llama para iluminar unos metros, nuestro avance, aparte de precavido, era cansino hasta el extremo.
—Todos nosotros nos hemos encontrado en algún momento durante la tarde —seguía dándole vueltas la chica mientras avanzábamos.
—El colgado ese, no —le recordó Alex mientras la ayudaba a sortear un pliegue en la roca.
—Bueno, estuvo allí. Odín lo vio y tú también ¿verdad? —buscó mi corroboración. Yo asentí con firmeza—. Debe de haber algo que nos relacione a todos—. Pero la expresión de Alex advertía de su desacuerdo.
—También estuvimos con mucha otra gente, Claudia —se esforzaba por razonar el muchacho—. ¿Por qué él? y no Santy... o cualquier otro amigo común —añadió mirándome—. También ellos estuvieron con nosotros esa noche. ¿Por qué no cualquiera de los que estuvieron en el concierto? Además, estábamos en lugares distintos y a horas distintas cuando ocurrió lo que sea que nos haya pasado. Supongo que cuando yo caí en la cama, este pobre chaval —dijo señalándome —debería llevar durmiendo unas horas. Todo esto es demasiado extraño, Claudia. No sé si merece la pena esforzarse.
—Pero debe de haber una relación —insistía ella.
—Chicos... —La sonora voz de aquel enorme músico interrumpió la conversación—. Creo que hay luz al final del túnel.
Todos nos giramos hacia él de inmediato. No había nada de simbólico en aquella frase. Al final de aquella angosta ascensión parecía divisarse un punto de luz. Cruzamos miradas llenas de emoción. Quizá aquella luz pudiera arrojar respuestas a nuestro caótico mundo de sombras en el interior de aquella caverna.
—¡Fantástico! —dijo ella—. ¡Puede ser la salida!
—¿A qué esperamos?
Con renovado entusiasmo apresuramos la marcha, olvidando la conversación que estábamos manteniendo hasta hacía unos instantes. Quizá el final del enigma estuviera solo a unos metros de distancia. El corredor, que se había llegado a estrechar angustiosamente, comenzó a abrirse conforme ganábamos metros hacia aquél punto de luz. A cada paso, crecía y se dilataba como una pupila llena de asombro y nos acercaba a su fuente. Pronto intuimos que se trataba realmente de la boca de la cueva.
—Es la salida. ¡Es la salida! —decía ella emocionada.
La amplia mandíbula de la caverna dejaba pasar la luz del día que se internaba en las zonas aledañas con un tono ocre mortecino, como la luminosidad del atardecer. Daba la sensación de ser mucho mayor incluso de lo que habíamos sospechado durante nuestra aproximación. Empezamos a embargarnos de la calidez que nos regalaba el aire. Casi de manera instintiva redujimos el paso, como en una inconsciente delectación de nuestra victoria. Era como saborear una merecida recompensa. Sentimos calmarse el espíritu y la sensación creciente de claustrofobia comenzó a disiparse conforme caminábamos hacia nuestra liberación. No obstante, de la acuciante duda de: ¿Cómo salir de aquí? Pasamos pronto a: ¿Dónde estamos?
—¿Dónde habremos ido a parar?
Parecerá obvio, pero supongo que a lo que Claudia se refería exactamente era a qué lugar del mundo habíamos ido a parar. Estaba claro que algo inexplicable nos había sucedido. Nadie iba a sacar a cinco jóvenes de sus camas y dejarlos en el interior de una cueva solo por diversión, por mucho que esta idea pervertida haya sido explotada en el género de terror. Imagino que toda suerte de hipótesis descabelladas se nos pasaron por la cabeza en algún momento. Lo más coherente era pensar en algún tipo de fenómeno inexplicable. Se han oído tantas cosas extrañas. Personas que caminaban tranquilamente por su ciudad y de pronto se han visto paseando sobre la Muralla China ¿Cómo saber que algo así no nos había podido pasar a nosotros? La realidad volvía a caer sobre nuestras espaldas con todo su peso. O lo hizo por primera vez, conjurado al fin el problema que nos había robado la atención hasta entonces. La incertidumbre de no saber dónde nos hallábamos o cómo habíamos llegado hasta allí nos sumía en un temor angustioso. Sin embargo, la respuesta estaba allí, delante mismo de nosotros, en aquel cielo rojizo de la atardecida. Exultante, casi desafiante sobre nuestras cabezas. Una respuesta que no proporcionaba la información que aspirábamos a desvelar. Seguíamos sin saber cómo habíamos acabado en aquella situación, ni siquiera nos podía dar una breve señal de dónde estábamos. Pero dejaba claro, rotundo, casi definitivo, el lugar donde no estábamos.
Todos los ojos quedaron fijos en el cielo sobre el horizonte. Clavados. Nadie había pronunciado comentario alguno al respecto pero todos habíamos acabado percatándonos de aquello. Resultaba demasiado evidente para no hacerlo. Seguíamos avanzando, pero ya nada guiaba nuestros pasos, solo la inercia de caminar, atraídos, casi hechizados por aquella majestuosa visión en el horizonte.
Ahí estaba nuestra respuesta. Ahí, la luz revelada. Atrás, las sombras de la ignorancia del interior de la caverna. Pero quizá, el dicho sea cierto y la ignorancia signifique felicidad...
—Dios... mío. No puede ser cierto—. Aquella expresión lo resumía todo, a la perfección—. Debe ser un sueño.
Ya era demasiado tarde para aferrarse a esa posibilidad.
La inmensa boca de la cueva nos vio salir a aquel árido exterior. La grandiosa visión que se abría ante nosotros sobrecogía el ánimo. Un extenso valle árido de piedra roja como las arenas de Marte se extendía bajo nuestros pies todo lo que la vista alcanzaba. El paraje era ciertamente desolador. Pudiera ser, precisamente, tan árida vista lo que le confiriera un cierto embrujo tenebroso. Desde allí, desde las alturas de una escarpada fisura donde se abría la boca de aquella gruta, se dominaba una vista increíble. Pero no originaba para nada aquel impresionante panorama lo que nos había sumido en un estado de mutismo absoluto. La respuesta estaba más arriba.
En el cielo.
Jamás creí que pudiera, de todo cuanto en la vida pensé que podía ocurrirme, decir esto: Frente a nosotros, sobre la línea del horizonte, dos soles nos regalaban su luz aquella inesperada tarde. Un sol blanco y un sol rojo.
Una masa incandescente, enorme, de una tonalidad brillante refulgía con soberbia frente a nuestra insólita mirada. Un poco más arriba, junto a aquella inmensa bola, otro astro se dejaba ver, de un diámetro mucho menor pero de un rojo ígneo tan intenso que sobrecogía. Flotaba suspendido tras los pasos del gigante amarillo. Quedamos clavados en el sitio, espectadores de tan increíble hecho, helados y testigos absortos de aquel espectáculo fantástico e inverosímil.
No hay pluma ni destrezas suficientes para doblegar el ingenio y construir un discurso capaz de expresar lo que en momentos así cruza por la mente. Sencillamente hay ocasiones, hay sensaciones, más allá de ninguna palabra. Nadie podría imaginarse, por mucho que me esforzase en describirlo, lo que corre por las venas al ser testigos de una situación como aquella.
Estaba allí y era real. No existe un segundo sol. El cerebro se resiste a racionalizarlo, pero los ojos demuestran lo contrario. En aquel estado de estupor ni siquiera fuimos conscientes de que otra figura había aparecido tras nosotros y se incorporaba a la escena con la misma expresión desconcertada en sus facciones. Era aquel chico. Había seguido nuestros pasos, quizá el rastro luminiscente de nuestro defectuoso mechero. Llegaba mudo, igual que todos, y sus ojos tampoco estaban preparados para aquel encontronazo con la realidad. Por muy irreal que ésta fuese para todos.
La muchacha se llevó las manos al pecho presa de un ahogo repentino. Necesitaba respirar hondo. Dio unos pasos hacia atrás lanzando entrecortadas bocanadas con las que llenar sus pulmones. El resto aún andábamos tocados por la impresión, pero nos volvimos alarmados por aquella angustiosa reacción.
—¡Claudia, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —pero la chica se alejó con un enérgico gesto de Alex que trató de aproximarse a ella asustado. Dio unos incontrolados pasos hacia atrás con una de sus manos sobre su palpitante pecho y la otra sujetando su frente. Nos tuvo con el alma en vilo durante unos segundos. De pronto se giró y nos miró con sus profundos ojos oscuros. Su rostro lo decía todo a través de aquella mirada. No era miedo. Era pánico lo que la consumía.
—¡Por Dios! ¿Dónde... estamos? ¡¿Dónde estamos?! ¡¡Que alguien diga algo!!
Esa pregunta tantas veces repetida en aquellas horas cayó entonces como una losa de granito sobre nosotros. El mundo se nos vino encima. Miré el fabuloso sol rojo, el desolado horizonte. Sentí por primera vez el frío real del viento. Y comprendí que estábamos solos... absolutamente solos y perdidos.
—¡Vamos a serenarnos! —Alex intentó levantarse sobre la situación, tratando de ser más fuerte y más realista—. Todo esto debe tener alguna explicación.
—¡¿Si?! ¿Cuál? —Le inquirió la chica. Alex quedó un instante congelado sin que ninguna idea se instalase en su mente. No, no la tenía. No tenía la menor explicación.
—¡Qué fuerte! Joder. ¡Qué fuerte! —el cuerpo de nuestro desconocido compañero cayó a plomo golpeando sus posaderas contra la árida superficie de la tierra. Creo que en aquel momento fuimos conscientes de verdad de su nueva incorporación. Quedó allí sentado, con la mirada aún prisionera en aquel fantástico espectáculo tan angustioso como impresionante.
—Si esto es un alucine... cuando se lo cuente a mis colegas no se lo van a creer.
En la tierra, los rayos luminosos se abrían paso en haces dando color a la árida superficie del inmenso valle. Las franjas brillantes se ensombrecían a medida que se distanciaban de la fina línea del horizonte. Mientras, las sombras se alargaban conforme se aproximaba la hora del ocaso.
No sé cuánto tiempo permanecimos allí, en silencio, derrumbados en la soledad de aquel escenario muerto. Quizá horas, por la posición que aquellos astros sobre el horizonte. Diseminados sin orden. Cada cual batallaba contra sus propios demonios. En soledad, en silencio, casi en celosa intimidad. Nadie quiso molestar a otro durante aquel necesario momento de introspección. Aquél era un viaje que cada cual debía hacer por sus propios medios y con sus propias armas. Pero unas horas no serían suficientes para poner en orden la legión de pensamientos y sensaciones que batallaban en la cabeza. Se nos pedía que racionalizásemos lo que no tenía ninguna lógica. Eso parecía una batalla perdida de antemano. No había lógica, tampoco meta.
Me acerqué hasta la chica.
Ella continuaba en silencio, con la mirada puesta en aquellos soles declinantes que desafiaban la razón. Teniéndola tan cerca, allí, sentada a unos centímetros de mí, en silencio, me sentía un poco azorado. No puedo esconder la atracción que aquella chica despertaba en mí a pesar de la diferencia de edad entre nosotros. Yo era sin duda el más joven de todos. Odín debía casi de doblarme la edad y ella, igual que Alex, debía ser al menos diez años mayor que yo. Sin embargo, sería quizá por su menuda estatura o por aquel rostro dulce, casi infantil, de una belleza adolescente, que yo la sentía extrañamente cercana. Haciendo acopio de todo mi valor rompí el hielo con una pregunta.
—¿Tienes miedo? —Mi pregunta quedó colgada en un halo de silencio. Respiré hondo antes de atreverme a mirarla.
—Estoy aterrada —me confesó.
—Yo también. —Y acabé sentándome junto a ella.— Pero me siento afortunado de estar con vosotros.
Siempre fui un muchacho especialmente tímido con las chicas y aquella se crecía a mis ojos volviéndose toda una mujer cuya proximidad me turbaba. Creo que ella lo percibió rápidamente y creo también que tomó mi rubor como un sutil halago a su belleza. Me devolvió una tierna sonrisa como pago.
En el fondo le mentía. Quizá le dije aquello por solidarizarme con sus sentimientos. Solo porque intuía que era la respuesta que esperaba escuchar. En el fondo estaba muy tranquilo; creo que no era verdaderamente consciente del desastre. Mi juventud, quizá mi falta de experiencia no me permitía ver todo aquello como la grave situación que realmente era. En el fondo yo siempre había deseado que algo así me ocurriese. Como si en mi rutina de adolescente hiciese falta algo de aventura con qué aderezarla. Estar allí, experimentando algo tan difícil de asimilar y en compañía de aquellos músicos con los que deseaba intimar, superaba ampliamente la más generosa de mis expectativas. No puedo negar que el hecho de que ella estuviese allí me reconfortaba de algún modo, aunque fuese consciente de que me mataría si supiese que en el fondo le deseaba aquel mal trago.
Al vernos juntos, aquel muchacho con aspecto de matón callejero decidió acercarse también. Solo esperaba que no se sintiese atraído por ella de la misma forma que yo.
—Me llaman Falo —anunció al incorporarse a aquella conversación. Claudia apartó por primera vez sus ojos del lienzo celeste para volverse hacia él con el ceño fruncido.
—¿Falo? —La muchacha no se sintió con fuerzas para preguntarle a qué venía aquel apodo de tan mal gusto. Pensó que no era el momento ni el lugar y se reservó el comentario que le suscitaba alguien con tan dudosa sensibilidad. No obstante, el tipo abundó en detalles.
—Falo, Fale, Falete. Rafa, vamos.
—¿Te importa que te llame Rafa? —le propuso ella con cierta acritud en el tono. Lo último que le apetecía era dirigirse a aquél desconocido con tan desacertado sobrenombre. El muchacho se encogió de hombros con desgana.
—Tú misma.
—Yo soy Claudia. —Falo quedó mirando al enorme bateria que se había aproximado a Alex, entornando los ojos.
—Tu amigo, el que habla raro y tiene pinta de «Popeye». Yo lo he visto en alguna parte.
Claudia se volvió hacia el chico y suspiró de mala gana ante el estúpido comentario. Se alegraba en el fondo de que no recordase exactamente de qué lo conocía.
—No habla raro, es noruego y no creo que le guste que le llames «Popeye». Se llama Hansi, pero puedes llamarlo Odín. Todo el mundo lo llama así.
Claudia acabó presentando someramente al resto y comprobé agradado que recordaba mi nombre. Lo tomé como un sutil cumplido.
—Antes... en la cueva... supongo que me pasé con vosotros.
—No te preocupes, no importa.
Y volvió a dirigir sus ojos al horizonte.
—Este lugar parece estar muerto —apuntó Odín con una mueca de desagrado, mientras sus ojos se marchaban sobre las vastas y asoladas planicies que se extendían bajo nuestros pies. El viento impregnaba la piel con la arenisca reseca levantada desde la profundidad del valle, pero seguía siendo cortante y frío. Alex estaba de pie escudriñando el horizonte sin decir nada cuando su amigo llegó hasta él. El viento hacía ondear su llamativo gabán de cuero y sus cabellos crema. En aquella posición, su imagen tenía cierto aire heroico decadente.
—¿En qué piensas, Alex? —preguntó de manera cansina el musculoso batería del grupo. El chico no se volvió para contestarle, lo hizo sin desviar la mirada del horizonte.
—Lo mismo que todos, supongo. En qué ha pasado y cómo vamos a salir de ésta.
—Eso es lo que venía a decirte, Alex—. Aquella frase obligó a desviar la mirada hacia su compañero—. Anochece, tío, se va a hacer de noche. No tenemos agua, no hay comida y las temperaturas han empezado a bajar. Tenemos un buen problema.
El músico se quedó mirando a su robusto compañero.
—Tenemos un problema de la hostia, Hansi.
—Deberíamos pensar en movernos. Quedarnos aquí no tiene sentido. Nadie va a venir a buscarnos, está claro.
La conveniencia de quedarnos en la protección de aquella gruta o movernos centró la mayor parte de la discusión en los minutos que siguieron. El ánimo no estaba para grandes hazañas y bajar de nuestra elevada posición al valle ya se antojaba una empresa costosa en tiempo y energías. Por otro lado, aquella desolada tierra no parecía ofrecernos nada más que una larga caminata sin sentido. Quedarse en el refugio de la cueva podría antojarse una mejor opción, al menos por el momento, pero no resolvía nada. Nadie vendría a por nosotros. Si queríamos salir de allí tendríamos que hacerlo por nuestros propios medios y asumiendo los riesgos.
—Deberíamos quedarnos, Hansi, al menos hasta que pase la noche —opinaba Alex—. No me gustaría que la noche nos cogiese dando vueltas por mitad de un desierto.
—Aún quedan dos o tres horas de luz. Y hay dos soles. Quizá nos quede incluso más tiempo. Pronto tendremos hambre y sed. Quedarnos solo nos retrasará. Debemos pensar en nuestra supervivencia. Buscar ayuda. Algo.
—¿Ayuda de quién? —decía Alex gesticulando abiertamente.
—No me importa —intervino la chica con los brazos cruzados mirando por encima de la línea del desfiladero hacia el valle, metros abajo—. No pienso quedarme aquí, sin más.
—Pero este lugar parece seguro.
—¿Seguro? ¿Para qué, Alex? —dijo el fornido músico—. Hay que moverse... y cuanto antes, para aprovechar lo que quede de luz.
Claudia echó la mirada a su espalda alejándose del borde del precipicio y comprobó que en el grupo ya había una ausencia.
—¿Dónde está el chico ese? —Su pregunta sacó al resto de la conversación. Todas las cabezas se giraron para buscar a Falo. No había rastro de él.
—Es cierto ¿Dónde está? —preguntó Alex, sorprendido de aquella súbita desaparición—. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Falo? Dios, son todos iguales. No sé qué pretenden con esos malditos apodos.
—Lo que nos faltaba, que el niñato ese quiera hacerse el aventurero —apostilló Odín—. No pienso preocuparme si pretende ir a su aire, que conste.
El grupo avanzó unos metros. La pequeña explanada de la caverna estaba desierta. Recordé haberlo visto acercarse al borde y ponerse a mirar por ahí como buscando algo.
—Espero que no se haya alejado y se haya despeñado por ahí —comentó Alex en el mismo tono que su amigo.
—Maldita sea. Busquemos dónde puede estar.
Estaba claro que no podía haber vuelto al interior de la caverna sin que hubiese pasado delante de nuestras narices, así que el grupo decidió salir fuera a ver si lo veían. La fisura tenía una pequeña terraza que avanzaba a unos metros y que continuaba a ambos lados a modo de cornisa. Nos separamos, pero apenas hizo falta una exploración exhaustiva. Falo aparecía por uno de los lados con el rostro alterado por la urgencia. Antes de que nadie pudiese reprocharle nada nos dio una noticia que modificaba nuestros planes inmediatos.
—Eh, vosotros. Por aquí. He visto humo ahí abajo.
—¿Humo? ¿Qué tipo de humo?
El humo parecía responder a algún tipo de fogata. Quizá a una casa o choza que no estaba a la vista desde aquella posición. Era una pequeña y delgada columna que se elevaba desde algún punto en el valle. Falo nos había conducido a una zona de aquella cornisa desde la que se podía apreciar más de aquella vasta y árida tierra circundante. Continuaba con su dedo extendido marcando el lugar que coincidía con su peculiar descubrimiento.
—Parece que por ahí hay un camino. O eso creo. No he bajado.
Odín miró hacia esa nueva dirección. La cornisa parecía dibujar un sendero de descenso entre las piedras y aristas enrojecidas de aquella formación rocosa. No sería un descenso fácil pero al menos se antojaba más amable que por la zona de la entrada a la cueva. Retornó la mirada hacia el humo.
—Sea lo que sea ese humo, alguien ha debido encenderlo—. Todos nos miramos con la incógnita de saber a dónde nos conduciría esta nueva situación—. Deberíamos echar un vistazo.
—Opino lo mismo —corroboró la chica.
—No sabemos lo que puede haber ahí abajo —recordó Alex—. No tenemos ni idea de qué es este lugar ni de la gente que pueda vivir aquí.
—Quedarnos aquí no nos va a ayudar, colega —añadió Falo—. Yo no sé vosotros pero yo me las piro, tío. Lo mismo me pueden dar algo de comida. Total, a vosotros tampoco os conozco. ¿Qué me importa a mi quién viva aquí?
—Tiene razón, Alex —dijo Claudia muy a su pesar—. Miremos de quién se trata. Quizá nos puedan ayudar.
—¿Solo yo veo el peligro que puede haber en todo esto? —Alex solo intentaba mantener la prudencia.
—Es un principio, Alex. Hace dos minutos creíamos que estábamos solos en este lugar. Ahora puede ser que exista alguien más por los alrededores. No perdemos nada en mirar cuál es el origen de ese fuego. Si no nos convence, siempre podemos regresar y hacer noche aquí.
Alex se resignó ante una decisión contra la que parecía difícil discutir. Falo fue el primero en tomar la iniciativa. El primer sol desaparecía entre las fauces hambrientas de la tierra, dejando a la ocre luz del segundo como el único bastión frente a las sombras. Nosotros andábamos en plena marcha, sorteando y bajando por aquellos riscos a un paso mucho más lento del imaginado. Aquella esfera manchaba de un rojo muy intenso los colores, otorgando al paraje un aspecto extraño y místico, casi de ficción. Todas nuestras ropas y pieles se tintaban de esa capa de luz mortecina y mate, marcándonos un tétrico juego de sombras sobre los rostros. El insólito paisaje seguía cautivando con un aire penetrante de misterio casi respirable. Ofrecía, gracias a la carencia de vida, un atractivo especial. En cualquier caso, la marcha se ralentizaba preocupantemente dado que, en multitud de ocasiones, el camino elegido llevaba a una brecha demasiado profunda de sortear, a un cortado que moría ante un abismo o cualquier otro contratiempo. Nos obligaba constantemente a replantear nuestro itinerario. La luz menguaba a pasos de gigante, mucho más rápida que nosotros en bajar. El descenso se complicó tanto que en ocasiones parecía improbable que pudiésemos dar marcha atrás por el mismo sendero elegido.
—Espero que este camino nos lleve a alguna parte —decía Alex mirando las alturas en las que había quedado nuestro punto de inicio—. Volver a la cueva nos llevará incluso más tiempo. La noche nos alcanzará en pleno camino.
Odín supo que su amigo tenía razón así que rezó por haber tomado la decisión correcta. Con todo, después de mucho esfuerzo, de muchos brazos ayudando a otros y de interminables cambios en nuestro recorrido, bajamos lo suficiente para descubrir el origen de aquella columna que seguía despidiendo hacia los cielos su oscura fumarola. Falo, que seguía en cabeza, había demostrado unas sorprendentes destrezas para sortear los impedimentos del camino. Se detuvo y nos esperó allí mientras echaba el primer vistazo.
—¡Hay gente, ahí! Parece una fogata —señaló cuando el resto estuvimos en disposición de mirar junto a él. Aún estábamos demasiado alejados como para apreciarlo con nitidez pero en un claro del valle, protegido por la muralla natural que constituían aquellas formaciones rocosas, podían advertirse figuras que se movían en torno a lo que parecía un estacionamiento provisional dominado claramente por una hoguera de grandes proporciones. Quizá una parada en un viaje más largo.
—Parece algún tipo de campamento.
—¿Viajeros? —Apuntó alguien.
—Podría ser —dijo Odín esforzándose por distinguir perfiles entre las siluetas—. Parecen ¿caballos? Aquello de allí.
No podía precisarse con certeza pero, sin duda, las figuras que Odín distinguía en un extremo de aquel campamento parecían monturas. Nos resultó extraña, cuanto menos inusual, la presencia de caballos.
—Y parece una carreta aquello grande junto a ellos —Claudia probablemente también estaba en lo cierto sobre aquella cuadrada forma que se situaba a pocos metros de lo que habíamos identificado como caballos. Pudimos contar entre quince y veinte figuras deambulando por aquel improvisado emplazamiento.
—Deberíamos estar más cerca para ver quiénes son en realidad —advirtió la chica ante la imposibilidad de reconocer poco más que siluetas. En aquel punto, la conversación entraba en una cuestión tensa. Todos nos miramos con nerviosismo. La decisión a tomar no era ninguna trivialidad.
—Si volvemos ahora, quizá con suerte, lleguemos a la cueva antes de que sea completamente de noche —avisó el gigante, probablemente como una concesión a su amigo.
—¡¿Y perder esta oportunidad?! —Claudia saltó como un resorte—. Hemos tenido mucha suerte de encontrar a alguien más en este lugar. ¡Mira a tu alrededor! Estamos en mitad de un desierto. Es evidente que esa gente está de paso. Si perdemos esta oportunidad ¿Cuánto tiempo podríamos estar sin volver a cruzarnos con nadie?
—Si lo hacemos, Claudia, no podremos regresar —dijo en esta ocasión el guitarrista.
—¡Eh! A la mierda con la puta cueva, chaval —se incorporó Falo—. Yo no pienso volver allí. Quiero salir de este lugar y a lo mejor esos de ahí abajo nos pueden ayudar. ¿Qué coño? La chiquita tiene razón.
—No soy ninguna chiquita, capullo. Tengo nombre, ¿sabes? —le reprendió ella con dureza. Falo la miró extrañado de aquella dura reacción.
—Vale, tía, tranquila. No me jodas con los nervios. Solo quería darte la razón.
—Estoy muy tranquila.
—Vale ya —se interpuso Odín para zanjar el asunto—. La cuestión es simple. Si bajamos y lo que vemos no nos gusta, estamos jodidos; que quede claro. Si regresamos...
—Es como si no hubiésemos hecho nada —concluyó ella con tono desafiante. A Odín no le gustó la interrupción pero su gesto, en el fondo, le daba la razón a Claudia. Alex parecía quedarse solo de nuevo. Me miró a mí. No quise desagradar a la mayoría.
—Voto que bajemos—. En el fondo me parecía lo más sensato y ardía en deseos de saber quiénes podrían estar allí abajo alumbrándose con un fuego después de cruzarse un desierto a lomos de un caballo.
—Está decidido. Bajaremos con cuidado de que no nos vean—. Y creo que eso iba por Falo y su habilidad de saltar como un gamo.
Encontramos una pequeña pendiente por la que pudimos descender varios metros sin tener que dar mucho rodeo y comprobamos que nos habíamos acercado bastante más de lo imaginado. Agazapados, buscando que las crecientes sombras y los riscos más afilados nos sirviesen de parapeto, comenzamos a escabullirnos entre los pliegues de aquellas rocas. Seguíamos a Falo que parecía moverse bastante bien en aquellas circunstancias. De hecho, creo que nos acercamos mucho más de lo necesario cuando se detuvo por última vez a mirar y regresó con el gesto lívido, como de haber contemplado a un muerto.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —Pero nadie fue capaz de arrancarle una palabra a aquel muchacho. Por un instante, su mirada se parecía a aquella con la que le encontramos por primera vez. Casi como una reacción mecánica asomamos la cabeza por encima de las puntiagudas crestas de aquellas rocas para descubrir por nosotros mismos eso que había enmudecido de tal manera a Falo. No tardamos en entender su reacción.
—¡¡Dios Santo!! —Exclamó Alex y lo hizo en un tono tan elevado que nos obligó al resto, por inercia, a devolvernos a la seguridad de nuestro escondite. Tras un turbador cruce de miradas no pudimos evitar volver a alzarnos con la esperanza de que lo que habíamos visto solo fuese una mala pasada de nuestros sentidos. Pero era tan real como el resto de lo que nos estaba sucediendo.
Los seres que habían montado aquel campamento, los dueños de aquellos caballos y también los mismos a quienes pertenecía la carreta, que en realidad era una jaula, eran criaturas grandes y pesadas. Cubrían sus cuerpos fornidos y recios con piezas de metal y pieles de animales. Sus cabezas estaban recubiertas, en su mayoría, por cascos de coraza. Era posible descubrir a la luz ya difusa la tonalidad de sus duras y coriáceas epidermis. Aún bajo el color púrpura del segundo crepúsculo se apreciaba entre el verdoso y el agrisado, merced de la incidencia de la luz o las sombras en ellas. Las facciones que se dejaban ver bajo las celadas respondían a una rudeza casi grotesca: frentes chatas como las de un simio, ojos pequeños entre los cuales se aposentaban unas narices grandes y anchas. Bajo ellas, unos labios mullidos y gruesos en bocas amplias y desmesuradamente grandes, tanto como desarrolladas eran sus mandíbulas. Unas tremendas piezas dentales habitaban en tan vastas extensiones, siendo frecuente encontrar que los caninos inferiores sobresalían varios centímetros de sus labios. Sus torsos, abrumados por el metal y el abrigo, eran poderosos. Tenían piernas anchas y resistentes. En conjunto, su sola presencia era de por sí amenazadora. Deambulaban de aquí para allá, atareados en el improvisado campamento. No obstante, lo que consiguió llenarnos de pánico era saberles armados. Hachas de metal, sarracenas, espadas y lanzas pendían de sus cintos. Algunos de ellos colgaban arcos tras sus espaldas. Armas que con suerte habíamos conseguido ver en vivo en algún museo de historia medieval.
Oímos cerca de nosotros un golpe sobre la tierra. Era Odín que se había dejado caer al suelo. Su expresión testimoniaba tantas cosas que ni con toda la tinta del mundo podría dejarlas plasmadas sin olvidar alguna. Tenía la mirada perdida. Mientras, débilmente batía una imperceptible negativa con la cabeza. Todos, unos antes y otros después, nos detuvimos para observarle.
—¿Qué está pasando? —se repetía a sí mismo— ¿Qué está pasando?
Uno tras otro fuimos abandonando nuestros respectivos lugares para sentarnos con él, quizá con su misma expresión perdida en el rostro: la que acompañaba a Falo desde el principio.
—¿Qué clase de seres son esos? —preguntó, a nadie en concreto, el joven guitarrista.
—¿Qué clase de lugar es éste? —continuó también con la vista en ningún punto, la chica.
—No debimos abandonar esa cueva.
Si ellos cada vez estaban más perdidos, yo, a cada nuevo acontecimiento ataba más y cada vez mejor mis cabos. Aquellas bestias no me eran del todo desconocidas. Bien es cierto que tardé en asimilar que pudieran ser lo que pensaba, como resulta lógico. Jamás había visto ninguna que fuese real. ¡Y eso que eran viejos y habituales conocidos! Creí, tenía la conciencia, que habían sido creadas por las fábulas de todo el mundo, por las leyendas de todas las culturas. Eran los trasgos de las mitologías celtas, los trolls de los bosques europeos. Son los ogros griegos... y si no lo son, habían surgido de ahí. Siempre con diferentes nombres, diferentes matices, han existido en las tradiciones y folklores de todos los pueblos de la historia. ¿Por qué? Jamás lo hubiera pensado: porque eran tan reales como yo.
—¡¡Orcos!! —dije sin ser consciente de que me escuchaban.
—¡¿Qué?! —El grupo entero me miraba como si hubiera perdido el juicio.
—Son orcos —afirmé con tanta seguridad que los desconcertó.
—¿Los conoces? —me preguntaron con cierta ingenuidad.
¿Que si los conocía? ¡Claro que sí! Los orcos eran los típicos… bueno… torpes y brutos, carne de cañón. Aunque, bien pensado, así, tan de cerca, no me parecían tan fáciles de abatir. Menos aún debían serlo por un puñado de músicos y dos adolescentes.
Aún había detalles que me desconcertaban. Aún sería necesario esperar algún tiempo para comprenderlo todo. Pero al menos, las primeras piezas iban encajando. Por el contrario, la idea de tener delante criaturas tan formidables como esas me emocionaba. Algo así como correr atrás el tiempo y ver por tus propios ojos cómo se levantaron las pirámides o el esplendor de Roma. Yo, que me había movido imaginariamente entre esos seres a los que creía producto de literatura, me encontraba cara a cara con ellos. Experimentaba en mis propias carnes el temor que inspiran con su sola presencia. Había algo de malsana excitación en todo ello, lo reconozco.
—¿Qué quieres decir con eso creo? —Al parecer mi respuesta no satisfacía todo lo que hubiese esperado. Así que abundé en detalles.
—¡Venga! No me digáis que no sabéis lo que es un orco —Falo se volvió hacia mí con la cara dislocada en una mueca absurda.
—¿Te parece que tengo cara de saber lo que es un orco de esos, chaval? Nos ha jodido, el niñato.
—No puedo creerlo —les confesé con estupor—. ¡Todo el mundo sabe lo que es un orco! —Odín me indicó con un gesto que bajase el tono de voz. Le hice caso de inmediato—. A poco que hayáis leído algún libro de fantasía... —dije casi en un susurro. El gesto de Claudia me hizo detenerme. Su resignado cabeceo afirmativo me daba a entender que sabía de lo que hablaba. El resto la miró con cierta sorpresa.
—Sé lo que son. ¡Pero esto es ridículo! ¿Orcos? Es... una locura. ¿Qué lugar es éste?
—Uno en el que no quiero estar —apremió Falo.
—Tiene razón —dijo Odín, que se había vuelto a levantar para observar los movimientos en aquel campamento—. Si nos quedamos aquí, antes o después acabarán viéndonos.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Alex, desconcertado.
—Trataremos de llegar a la cueva de nuevo. Pensaremos algo más despacio.
—Pero nos caerá la noche —aseguró Alex comprobando cómo el pequeño sol rojo en el horizonte comenzaba su lento claudicar.
—Creo que es una mejor alternativa, en todo caso —añadió el primero.
—Debisteis hacerme caso.
—Ahora no, Alex. Los reproches, después.
Con sumo cuidado tratamos de desandar el camino recorrido, agazapados, casi pegados al arenoso terreno. Apenas nos atrevíamos a respirar o a levantar la cabeza más de un palmo del suelo. Conseguimos sortear los primeros obstáculos antes de que Odín, que iba en cabeza, se volviese con el gesto contrariado.
—Mierda. Hay uno demasiado cerca. Parece que vigila.
—Joder. Lo que faltaba. —Nos detuvimos atropelladamente.
—¿Está muy cerca? —preguntó Claudia en un susurro.
—Diez, doce metros. Pero va a resultar difícil que no nos vea si salimos por ahí. El gigante volvió a mirar para cerciorarse. No había duda. Uno de aquellos orcos se había aproximado hasta una elevación cercana desde la que observaba con atención. Era una bestia grande que solo Odín superaba en estatura. No podría asegurar -y eso era preocupante- que también lo hiciese en corpulencia. Su férreo cuerpo acorazado impresionaba al tenerlo tan cerca y el rechinar de sus placas al menor de sus movimientos era audible en el silencio. Estábamos seguros que de aprestar el oído podríamos haber escuchado perfectamente el sonido de su respiración pesada y bronca. Lo peor es que desde aquella atalaya resultaba muy probable que nos descubriese a poco que decidiésemos movernos de allí.
—Pues no hay otro camino —contestó ella mirando el terreno que dejábamos atrás.
—Dejadme que piense. Quizá no se quede ahí mucho rato.
Nadie se había percatado de la reacción de Falo ante aquel nuevo impedimento. Se había puesto muy nervioso y comenzó a balancear su cabeza compulsivamente. Como si estuviese calibrando sus propias alternativas. Cuando me di cuenta de su reacción, apenas tuve tiempo de advertir a mis compañeros.
—Pues a mí no me pillarán escalando por las piedras.
Aquello habría parecido otro más de sus comentarios si no fuese porque nos sorprendió a todos poniéndose en pie descaradamente y echando a correr sin preocuparse de que nada le ocultase de la mirada inquisitiva de aquel orco. De nada sirvieron nuestros infructuosos intentos por detenerle. Antes de poder darnos cuenta, ya se encaramaba a las primeras rocas. Lo que resultó de ello fue inevitable. La voz gutural de aquel vigía no tardó en escucharse dando la alarma.
—¡¡Mierda, mierda, mierda. Nos han visto!! —chilló Odín—. ¡Corred! ¡¡Hay que salir de aquí!!
—Maldito, hijo de... Ese cabrón acaba de usarnos de cebo.
Aquella inesperada reacción nos hizo perder todo orden y salimos de nuestro escondite en desbandada. Comenzamos a correr a la desesperada, por donde podíamos. Pronto, junto a las voces, aparecieron unos sonidos que nos helaron la sangre. Silbidos que parecían venir desde la distancia, desde el campamento.
Una pasó demasiado cerca.
Algo impactó sobre las rocas y rebotó muy cerca del cuerpo de Odín en nuestra huída. Cuando los ojos del rubio muchacho acertaron a saber de qué se trataba, un terror sin nombre se apoderó de él.
—¡¡Agachaos!! ¡Corred agachados! ¡¡Son flechas!! —gritó. Un calor agónico ascendió sobre nosotros. Un miedo feroz que impulsó nuestras piernas. Aquellos silbidos nos perseguían y cruzaban amenazadoramente cerca de nosotros. La adrenalina ni siquiera nos dejaba tener miedo.
—¡¡Están demasiado cerca!!
—Venga, venga. No miréis atrás —decía Odín tendiendo su mano férrea a los demás. Por encima de nuestras cabezas comenzó a divisar los cuerpos de los orcos tras nosotros. Sus bíceps subieron al primero. Falo continuaba a la vista, galopando sobre aquellos riscos en una desesperada carrera en solitario. Estaba claro que le importaba muy poco la suerte que corriésemos.
—¡¡Sigamos!! —dijo el noruego cuando el último había superado el trance. A los orcos tampoco se les daba mal sortear las rocas, a pesar de la aparente pesadez de sus cuerpos saturados de armaduras. Sus voces, poco más que rugidos, comenzaban a llenar aquel silencio ahora añorado. Sus siluetas se recortaban apenas a unos metros de distancia. Eran un buen puñado. Tenían la habilidad de salir de la nada.
La cabeza había dejado de pensar. Creo que seguíamos a Alex por puro instinto y él avanzaba a ciegas. Subiendo, saltando, arañándose las manos hasta sangrar. Pero pronto en aquel caos nos perdimos los unos de los otros.
No sé en qué momento tuve la sensación de estar solo. Como si mis compañeros hubiesen sido tragados por la tierra. Solo sentía la presencia de aquellas bestias hostiles sobre mí, como una marea de hierro y vapores pestilentes. Apenas alcanzaba la cima de una roca, algo surgió de repente y me sentí arrollar. Salí despedido y golpeé contra las rocas. Mi mundo se enturbió. Giraba sin control. Tuve la amarga evidencia de sentir a mis perseguidores demasiado cerca. Creo que cerré los ojos esperando el final.
No sé en qué momento exacto perdí el conocimiento...