LOS PRIMEROS LAZOS


 

La luz solar acariciaba con su cálido abrazo el interior de la carreta...

 

Sus haces templados bañaban los helados barrotes de nuestra prisión. Había amanecido. Ambos soles habían desprendido sus galas e iluminaban todos los ornamentos de la tierra que en la noche permanecieron ocultos y en letargo.

Claudia sintió cómo el incómodo calor del alba la iba llamando a voces, mientras aquel roce cálido activaba todas las células de su cuerpo y la devolvía dolorosamente a la vida. Poco a poco, el dolor venció al sueño y sus párpados se abrieron, volviendo a cerrarse de inmediato por el repentino torrente de luz que inundó sus ojos. Cuando al fin sus pupilas se acostumbraron a la luminosidad existente, la joven pudo apreciar un paraje bien distinto al que habían dejado de madrugada.

Por desgracia, no había sido ningún sueño. Claudia tenía la esperanza de levantarse en su mullida cama y que todo lo vivido en aquella jornada no fuese sino el febril producto de un sueño intranquilo. Pero no había sido así. Seguían allí, en aquella jaula, en aquel extraño mundo. Y las contusiones que tenía por todo su cuerpo eran la prueba irrefutable de aquella verdad dolorosa.

Ya no se movían. Sin embargo la carreta estaba ahora inserta en un paraje verde y lleno de vegetación. Tras las rejas de hierro que delimitaban la celda se contemplaba un bosque de recios y jóvenes árboles y exquisito verdor. Los soles inundaban con fuerza el hermoso lugar, irrumpiendo en haces de luz entre los huecos de los troncos. Atravesaban el entramado de ramas y hojas y se colaban también por entre las oxidadas barras de metal que nos aprisionaban. El lugar parecía tener una belleza particular, quizá no tanto por un especial colorido, sino porque en contraste con el árido y desértico entorno del Páramo este lugar hervía de vitalidad. El calor de la mañana parecía influir directamente en las criaturas que lo poblaban. Sin necesidad de afinar el oído podía advertirse el frenético y polifónico canto de distintos pájaros. Aquel claro del bosque poseía gran cantidad de flores aromáticas cuyas fragancias, al mezclarse con los olores de la madera y la resina, formaban un delicioso perfume de monte. Una brisa mañanera agitaba las hojas verdes de los árboles componiendo una graciosa melodía.

La chica se había incorporado y admiraba el hermoso lugar sin salir de la carreta. No estaba ni mucho menos descansada. Los músculos le punzaban como si llevase media vida en aquella incómoda postura sobre la dura superficie de madera de la carreta. Sin embargo, tenía la sensación de haber dormido varios días con sus noches, aunque en un sueño agitado e intranquilo, como en un prolongado duermevela. De entre los deliciosos aromas que la brisa le traía, uno en particular logró hacerle centrar la atención: el inconfundible olor a carne asada. Su estómago comenzó a rugir nada más conocer la identidad del olor. Salió de la carreta con el cuello aún protestándole a la altura de sus cervicales. Miró por las proximidades con los ojos entornados aún por la brillante luminosidad y no tardó en descubrir restos de un par de fogatas. En una de ellas se encontraba ya despierto, dándole la espalda, su corpulento amigo. Sobre las brasas había un luengo espetón de madera y trinchadas en él varias piezas de carne de gran tamaño. La superficie tostada le advertía que estaban en su punto y parecía llamarla con más insistencia que el famoso pastel de Alicia. Odín ya se había levantado y se encontraba cerca de aquella brasa, mirándola como si hubiese aparecido de la nada.

—Hummm, comida

Odín se volvió raudo, pero sabía que aquella suave voz solo podía ser de una persona. Claudia esbozó una sonrisa y no tardó en bostezar de nuevo. Tenía su oscura mata de pelo despeinada y sus ojos aún guardaban reminiscencias del sueño, medio hinchados y entreabiertos.

Junto a las brasas había además un cuenco repleto de bayas, moras y otras frutas de pequeño tamaño y de brillante aspecto. Cerca, unas láminas de corteza parecidas a planchas de pan de salvado acompañaban a varias jarras con líquido.

—Vaya esto tiene una pinta deliciosa —exclamó ella.

En una de las jarras había un líquido lechoso de penetrante aroma, otra de ellas contenía un jugo de frutas de exquisito sabor. La última era un extraño néctar claro y pegajoso. Odín no pudo evitar la tentación ni la curiosidad de probarlas todas y confesó a su amiga lo difícil que podía resultar desprenderse de los dedos un poco de este último brebaje.

—No te preguntaré si has descansado —añadió el pelado gigante—. Por tu aspecto es obvio que no —y gesticuló un ademán para que compartiera lugar junto a él. Ella se arrodilló junto a los restos del fuego, amoldando su larga falda para que recogiera sus piernas con toda esa coquetería de la que hacen gala las mujeres.

—Si no supiera que no sabes freír un huevo te preguntaría si lo has hecho tú. ¿Llevas mucho tiempo despierto?

—El suficiente —aseguró—. Le he echado un vistazo al lugar... y creo que volvemos a estar solos.

—¿Se han ido? —Preguntó ella con signos de inquietud en su rostro, aunque se disiparon pronto en cuanto su compañero le entregó parte del banquete. Claudia aceptó el enorme trozo de carne que le ofrecía y le dio un buen mordisco. Sus ojos se abrieron como si no pudieran creer lo que experimentaba. La carne había sido regada con una extraña pero acertada mezcla de plantas aromáticas, especias y quizá vino. No es que el olfato le permitiera desgranar con tanta seguridad los ingredientes, sino que Odín le confesó pronto que a punto estuvo también de beberse la cuenca de barro en la que se había preparado la sazón, confundiéndola con otra bebida de las jarras.

—¡Muy bueno! —exclamó ella con la boca rebosante de comida—. ¿Qué es?

Odín se encogió de hombros y arrugó el gesto.

—No tengo ni idea; pero es un animal grande, parecido a un gamo. Hay una segunda hoguera —aseguró señalando con su brazo extendido la dirección. La cabeza de la chica se giró en un movimiento reflejo pero no logró ubicarla con exactitud en los primeros momentos—. Lo han despiezado entero. Las vísceras, el esqueleto y la cabeza están por ahí. Yo no me acercaría. No resulta un espectáculo agradable, sobre todo mientras comes.

Claudia arrugó el rostro al oír aquello, pero el enorme muchacho continuó hablando.

—Han cubierto las brasas con maderas húmedas y ramas verdes. Despiden un olor intenso. Yo diría que el resto de la carne está ahí. Supongo que la están ahumando o secando... o vete a saber.

Mientras daba buena cuenta de la carne, Claudia alzó la vista para contemplar el resto del campamento. Lo que vio le recordó más a las historias de celuloide que a la vida real: el trino de los pájaros y el intenso perfume de flores seguía envolviendo los sentidos, tan poco acostumbrados a esos placeres. Una docena de caballos permanecían inmóviles cerca de la carreta, con sus bridas aseguradas en varios troncos de árboles y sus petates y sillas aún colocados. Los ojos de Claudia buscaron a los dos jóvenes en todas direcciones sin lograr hallarlos.

—¿Dónde crees que estarán? —preguntó dubitativa.

—No te preocupes —se apresuró a decir Odín, imaginando dónde se habían quedado los interrogantes de su amiga—. Creo que volverán. Me ha parecido ver demasiadas cosas suyas por los alrededores.

Aquello pareció tranquilizar por el momento a la joven. Un rato después apareció Alexis, aún más desastrado que Claudia.

—¡Dios, Alex! ¡Cómo tienes la nariz! —dijo Odín al descubrir la enorme contusión en su cara.

—Ohhgg, no me lo recuerdes —protestó el aludido—. Me duele incluso al pensar en ella.

—Uuuuf —arrugó el rostro la chica al verle—. ¿Mucho?

—Como si ahí dentro tuviera una cuadrilla de enanitos con un clavo enorme y estuvieran martilleando, una y otra vez, una y otra vez.

Las expresiones cómicas de Alex bastaron para raptar la sonrisa de sus amigos.

Bueno, ¿y todo esto? Los chicos del catering han sido generosos esta vez.

—Es lo que tiene fichar por una buena firma, chaval —comentó Claudia mientras le hacía sitio—. Ponte las botas.

—¡¡Ja!! —exclamó el joven vocalista—. La dama se levantó de humor. Dale un azucarillo, Odín.

—Seguimos aquí. Pero al menos nos han preparado el almuerzo. Algo es algo.

—Si te soy sincera, Alex, preferiría estar desayunando en casa.

Aquel comentario hizo cruzar una sombra de nostalgia sobre los rostros de aquellos amigos. Aunque parecía que no lo iban a hacer nunca, al fin se decidieron por probar la fruta, la bebida y aquello que parecía corteza de pan.

La leche estaba deliciosa, aunque estaba claro que no se trataba de leche. El néctar, quizá algo empalagoso. El jugo de frutas era una perdición. El pan... bueno, el pan sabía raro. Más tarde nos enteraríamos que no era comestible y que molido con los dedos, servía para avivar las brasas. El precio a pagar por la ignorancia. Para Claudia lo mejor de todo fueron las frutas.

—¿Dónde están nuestros misteriosos salvadores? —preguntó el chico al no verles por allí.

—No deben andar muy lejos —confesó Odín mientras cortaba un nuevo pedazo para Alexis —Sus... arreos están ahí —le aseguró alargando la mano con la que le ofrecía una buena tajada de carne a su amigo.

—¡Buenos días! —les saludé. Por las caras que pusieron al devolverme el saludo supuse que mi aspecto no debía ser mejor que el suyo. Como a ellos, el inusual trino de los pájaros, el fragante olor a comida y sobre todo sus voces habían alejado mi sueño a patadas.

—¡Tienes que probar esto!

Claudia sonreía con dulzura mientras se empeñaba en que probara la fruta, como un niño pequeño que tira con afán del padre para que le siga. De hecho, casi no había terminado de despertarme cuando, sin saber cómo habían llegado hasta ahí, me encontré con el cuenco de frutas de la chica, el vaso de extraña leche que me daba Alexis y el trozo de carne que Odín ya había colocado en mis manos. Me acoplé en el suelo con ellos y me dispuse a comer.

Durante esos momentos hablamos de cómo habíamos descansado —es un decir—, de la deliciosa comida y un par de bromas a expensas de Falo, ahora que la dulzura de aquel cálido bosque parecía desvanecer los angustiosos momentos vividos durante nuestra primera jornada. Sin embargo, no hacía falta ser un gran observador para saber que bajo aquella conversación, que se esforzaba por parecer natural, seguían enquistados los verdaderos temas que nos rondaban la cabeza y el ánimo. Como si, con el silencio, tan incómodas cuestiones sencillamente desaparecieran y no hubiese necesidad de enfrentarse a ellas.

Seguíamos allí y eso era básicamente el problema. Nada de un sueño, como creo que todos teníamos la esperanza de que fuese. Tampoco se hizo el menor comentario a las terribles escenas de nuestra escapada y a todos los dramáticos e inexplicables sucesos que nos estaban sucediendo.

La chica había terminado antes que ningún otro. Comía poco. Mientras los más rezagados aún nos despachábamos el generoso desayuno ella se dedicó a curiosear por el campamento comentando en voz alta cuando encontraba algo que le llamaba la atención y dedicándose a sí misma el comentario la mayoría de las veces.

—¿Adónde va? —preguntó muy serio Alex cuando se percató de que se adentraba demasiado en el bosque.

Odín miró a su amigo aún con la vista perdida en el lugar en el que la silueta de Claudia se había perdido. Balanceó la cabeza en un intento de restarle importancia al asunto. Alex miró fijamente a su corpulento amigo, luego tornó los ojos de nuevo hacia el bosque, buscando la figura ya ausente de la joven. Me miró a mí, como si buscase algo en la expresión de mi cara y regresó sus ojos de nuevo hacia Odín.

—¿Soy el único que piensa que no es buena idea que ande por ahí sola? —Esperó unos momentos de cortesía, por si alguno de nosotros apostillaba algo. Ante nuestro silencio, añadió:

—No sabemos qué demonios puede rondar por ahí fuera. Esto no es ningún camping de verano, tío. Ya hemos visto qué clase de bestias rondan por aquí.

Por unos momentos hubo un silencio intenso y cómplice.

—Alguien debería, al menos, no perderle la pista.


 

El terreno boscoso, aunque no abrumado, sí estaba bastante tupido y lleno de vegetación. La muchacha seguía una vereda natural entre árboles, setos y arbustos. Algunos de ellos diminutos como setas y otros gigantes como torres. La temperatura era cálida, muy agradable, de manera que pasear se estaba convirtiendo en todo un placer y un bello espectáculo. El bosque rebosaba de color y verdor; como si la naturaleza desplegara a los pies de Claudia un hermoso cortejo con el que seducirla. Ella marchaba feliz, descubriendo flores de llamativas tonalidades y extraña forma. De vez en cuando, su paso alertaba a algún ave que, alzando el vuelo, revelaba su escondite y el colorido que impregnaba su plumaje. Quizá resultaba una temeridad aventurarse sola por los alrededores. Tal y como Alex había apuntado, no había ninguna garantía de que aquel bosque fuese seguro. Sin duda, la explicación para aquella inconsciente decisión se debía al efecto tranquilizador que producía aquel florido paraje, muy amable a la vista y mucho más cercano en nuestros recuerdos a nuestros propios bosques, donde poco o nada suele perturbar al curioso. También se debía, estoy completamente seguro, a que nuestro subconsciente había decidido cerrarse con obstinación a aceptar la verdadera dimensión de lo ocurrido. Trataba de borrar la tremenda experiencia vivida, como si ignorándola pudiésemos desembarazarnos de ella.

El bosque pareció aclararse y no es que hubiera caminado en exceso. En realidad se había alejado apenas unos centenares de metros del campamento. Sus ojos, libres ahora de la tupida cubierta de ramas que abovedaba el bosque, distinguieron en el raso cielo dos manchas brillantes presidiendo la escena. Aquello era y seguiría siendo una visión extraña a la que tardaríamos en acostumbrarnos. Algunos, como quien en un tiempo escribió las líneas que leen, nunca llegaron a hacerlo. Quedó así; quieta un instante, con la mirada perdida en aquel lienzo y sus dos brillantes soles. Hubo de ser en esos instantes de silencio cuando se percatara de un rumor creciente de agua cercana.


 

—Tienes la nariz fatal —volvió a comentarle Odín. El morado estaba extendido y parecía preocupante. Alex le apartó la mano a su amigo y se cubrió con las suyas.

—Creo que está rota —sin embargo, no pudo evitar que su amigo volviera a tocarle el apéndice, lo que provocó un quejido de dolor. Odín retiró su mano algo asustado.

—Sí, creo que está rota. —Yo aún seguía comiendo cuando el altísimo batería se acercó a mí preguntando por el último de los nuestros.

—Sigue durmiendo como una marmota —dije—. Si no se despierta pronto solo podrá chupar los huesos.

Exageraba evidentemente. Había gamo o lo que quiera que fuese nuestro almuerzo para alimentarnos varios días. Solo quise hacer una broma, pero Odín no la tomó como tal.

—Por mí como si no se despierta nunca.

Aquella frase me pareció dura incluso tratándose de Falo. Cuando me miró creo que supo reconocer ese detalle en la expresión de mi cara

—No pienso hacer ninguna concesión a ese malnacido. Ayer casi nos matan por su culpa. Quizá deba tener una charla de hombre a hombre con ese tipo. Si va a seguir con nosotros habrá unos límites que no pienso regatear.


 

La mano de la muchacha apartó las últimas ramas. Intrigada, había seguido el sonido hasta donde le pareció ser más intenso. Su búsqueda había dado fruto. Frente a ella se extendía un pequeño estanque de cristalinas y tranquilas aguas enterrado entre unas peñas, el cual recibía el preciado líquido del salto de agua de una cascada. Claudia abrió los ojos asombrada dejándose llenar por la belleza agreste del cuadro. Pronto, un movimiento en el ángulo muerto del ojo le advirtió que no estaba sola. A algunos metros de ella, mostrando el pálido color de su espalda, una figura surgía del fresco manto de las aguas. Una muchacha, parecía, cuyo dorado torrente de cabellos se sumergían en el agua y flotaban sobre ella como una alfombra de líquenes de oro. No estaba sola en aquel baño. Parecía que enjuagaba el negro y largo torrente de cabellos de otra mujer, cuya cabeza era lo único que asomaba sobre la cristalina superficie del agua. Rociaba con sus manos el transparente líquido del estanque con una delicadeza casi sensual. Claudia, al instante, y con el ánimo de revelar la identidad de las mujeres, volvió rauda a internarse entre ramas y arbustos que le ocultaron de la vista. Ello le dio la posibilidad de observar sin ser descubierta.

La curiosidad la mataba.

Sus ojos descubrieron lo que parecían las ropas de aquella pareja y que descansaban a pocos metros de la orilla, medio ocultas por unas rocas. Al volver la vista, los cuerpos del estanque se habían alzado, mostrando ambos, más centímetros de piel y toda la longitud de sus hermosas cabelleras. En verdad que eran hermosas. Una de vigorosos húmedos bucles y tirabuzones como el sol, que caía en corte triangular hasta la mitad de su espalda. La otra, brillante y oscura como las mismísimas tinieblas. Sobrepasaban la cintura y quedaban, aun en pie, nadando sobre la superficie acuosa del estanque. Cabellos hermosos, tal vez demasiado hermosos para no ser de mujer.

 

El improvisado campamento pareció ser un lugar más que propicio para descubrir cosas. A juzgar por la cantidad de objetos que encontramos, aquel lugar estaba plagado de sorpresas. Desde útiles de cocina, todos tallados a mano en madera, hasta los petates. Hallamos interés en un millar de cosas pero sin duda fueron las monturas y las armas lo que más ocupó nuestro tiempo.

Visto desde tan cerca como yo lo contemplaba, el caballo es un animal de noble estampa. Emana poder y está lleno de brío incluso calmado. Es mucho más alto de lo que pudiera imaginar alguien poco habituado a su presencia. Despedían ese característico olor de animal que quienes nacemos y vivimos en ciudad hemos prácticamente olvidado, pero que en el fondo nos transporta inconscientemente a nuestras raíces. Sentía sus bufidos, veía sus altivos movimientos, rezumaban ese aire de majestuosidad que siempre impresiona.

La mayoría de aquellos corceles eran de los orcos, pues todavía llevaban impregnados en sus pelajes el penetrante hedor de esos seres. Sin embargo, supimos al instante cuáles pertenecían a nuestros misteriosos jóvenes.

Uno de ellos, un soberbio ejemplar, tenía el pelaje inmaculado de un resplandeciente color blanco. Sus crines del mismo albino color descendían desde las altas cumbres de su cabeza en una ola plateada de muy larga caída. Su silla, algo especial, cubría parte de los musculosos cuartos del animal con varios receptáculos y departamentos, bolsas y vainas de espada, todas vacías de armas.

El otro rocín, del mismo color crema que los singulares cabellos de Alexis, poseía unas crines rubias, casi tan claras como las del blanco corcel. Un diamante de la misma tonalidad coronaba su frente. En sus trinchas, también se alojaban varios petates de cuero y un macizo escudo de diana de acero.

Alex se acercó hasta mi posición para observar conmigo aquel escudo que colgaba de la montura color crema, cuando oímos que Odín nos llamaba. El ronco torrente del chico llegó a nosotros antes que su figura entre los cuerpos de los caballos. Pronto estuvo lo bastante cerca como para poder mostrarnos lo que portaba en sus manos.

—Son algunas de las armas de esas bestias que nos atacaron —anunció justo cuando ponía ante nuestras narices la afilada hoja de un alfanje de doble puño y el voluminoso filo de un hacha de batalla. Eran impresionantes. Alex trató de levantar una pieza.

—Pesa... muchísimo —se quejó Alexis sosteniendo con dificultad el peso del arma. Se trataba de armas simples en sus formas. Rudas y toscas. De aspecto salvaje.

—Desde luego, esto no sirve para talar árboles —dijo Odín con la vista puesta en la monstruosa hacha. Alex clavó la punta del alfanje en el suelo y suspirando se dirigió a nosotros…


 

A Claudia se le hizo un nudo en la garganta.

La figura de cabellos morenos se alzó revelando su torso. Se había girado quedando de cara a ella. Hubiera bastado su envidiable arquitectura física. Quizá, hubiese sido suficiente descubrir su brazo poderoso, sus espaldas anchas y fornidas, su vientre plano o su pecho recio y musculoso. Quizá. Si no lo hubiera descubierto todo de golpe hubiese reaccionado de otra manera. Claudia supo rápidamente que no se trataba de mujeres quienes disfrutaban del placer del baño, si no que había descubierto a un par de hombres.

Aquellos cuerpos bien merecían un inocente vistazo. El muchacho rubio, de fibrosa constitución carecía de vello y su musculatura no resultaba tan henchida como la de su compañero, pero las proporciones de su cuerpo no tenían lugar donde una mujer pudiera poner falta. La muchacha estaba tan nerviosa por no delatarse, mirando a un lado y a otro, que tardó en reconocer a ambas figuras.

¡¡Eran ellos!! Casi no podía creerlo. ¿Ellos? ¿Y dónde habían quedado esos dos malolientes jóvenes de tan deplorable aspecto? ¿Era posible que un simple baño consiguiera aquel milagro? ¿Era posible que hubiera tanta mugre en aquellos dos cuerpos como para ocultar a los ojos de una mujer seres tan apuestos?

Lo cierto es para todos aquellos interrogantes había una afirmación gigante.

 

 

—¡Fíjate en esto!

Alexis se había agachado junto a las gruesas raíces de un árbol donde descansaba un soberbio arco compuesto de casi metro y medio de envergadura. Una pieza de singular forma y abundante decoración tallada. Sus ojos jamás habían visto tan cerca una pieza como esa.

—Es increíble —se dijo en un susurro con sus pupilas fijas en la extravagancia del arma. Odín se agachó para alcanzar el carcaj de piel y extrajo una de sus muchas flechas. El arco poseía un aura extraña que asustaba un poco a los muchachos. Era como un influjo inexplicable que parecía retraer a la mano, ansiosa por asirlo y palpar con sus propias yemas el ornamento minucioso y dormido que lo revestía. Las pupilas se dilataron cuando la flecha salió a la luz del sol.

—¡Mira esto! —exclamó Alex.

—¡Menuda flecha!

La punta de metal que remataba el mástil no poseía la forma convencional. Mucho más alargada y fina, pronunciaba su aguijón en un perfil aerodinámico con acanaladuras desde la afilada punta a la base. En ella podían apreciarse, rallados en el cuerpo duro y brillante de la aleación, unos signos. Quizá una palabra. Quizá mera filigrana ornamental, sin descifrado posible y que seguiría ocultando su significado entre sus lazos, si es que acaso encerraran alguna traducción. Su acabado y presencia eran tan elegantes como mortal debía ser su penetración en un cuerpo vivo. Odín volvió sus ojos hacia Alex. El rostro se le había sumido en una profunda seriedad.

—Esto mata, Alex —dijo. Su compañero apartó también la vista del puntiagudo metal y alzó al cielo sus palabras—. Y algo me dice que no es solo para los gamos que cazan.

—Me pregunto qué clase de tipos son esos, amigo. A fin de cuentas, ellos también estaban prisioneros. Me pregunto ¿qué habrían hecho? —Le confesaba Alex—. Liquidaron a aquellas bestias sin el menor remordimiento.

—Es más que probable que nuestro destino en manos de esas criaturas no fuese mejor que el que ellas encontraron —advertía el pragmático gigante—. Pero esos dos están acostumbrados a matar... y, Alex, no me preguntes por qué lo sé.

Pero Odín llevaba aún más allá su interrogante.

—¿A qué clase de mundo hemos venido a parar si los hombres mercadean tan barato con la vida y la muerte?

Una súbita imagen golpeó la conciencia del muchacho evitando que concluyera. Su rostro se alteró, dando evidentes muestras de inquietud.

—¡Claudia! —Fue lo único que Alexis acertó a decir.

Apartándonos bruscamente salió corriendo de entre nosotros en dirección al bosque.


 

Gharin estaba a punto de mostrar al viento la piel bajo su cintura. Tan solo unos metros le separaban del borde del lago donde las aguas besaban las recias rocas de la orilla. Claudia sentía cómo su corazón se aceleraba. Todas las demás sensaciones se habían subordinado. Menudo apuro si la cazaban ahora.

Y sus miedos se hicieron realidad.

Entre los árboles se escuchó una voz familiar que gritaba su nombre con insistencia. Se puso tan nerviosa que ya no sabía en qué dirección se salía de allí. Cuando sus ojos se volvieron a posar en los jóvenes cuerpos, contempló con sobresalto que aquellos miraban extrañados hacia todas direcciones como si también hubiesen escuchado ese nombre de mujer en el bosque. Temerosa de ser descubierta salió como pudo de la prisión de ramas y hojas que la detenían. Casi apareció sobre las narices de Alex que venía cruzando la foresta en su busca con el rostro desencajado. El chico se extrañó al verla surgir tan de repente de la maleza y con la expresión forzada que acompaña los movimientos de quien intenta encubrir algo.

—¿Qué estabas haciendo?

A Claudia, aquella voz, aquel tono, le pareció el de su padre. Al momento enrojeció de vergüenza. Era como si el chico conociese los pormenores de la situación y solo quisiera escucharlos de sus labios. Exactamente igual que el adusto señor notario solía hacer con ella. Entre sonrisas forzadas y evidentes signos de inquietud, intentó buscar una excusa que se resistía a aparecer. Temía que su amigo percibiese el vago eco de la cascada y decidiera a mirar. Al menos confiaba en que los muchachos se hubieran vestido si ello llegaba a ocurrir. Se moriría si Alex llegase a descubrir en qué había empleado su tiempo.

—¿Qué llevas en la cabeza? —preguntó el joven al percatarse de la torcida corona de flores que decoraba la frente de su compañera.

—¡Oh... ¿Esto?! ...Eh... —balbuceó la chica durante unos instantes—. ¡Flores! ¿Qué ocurre? ¿Una no puede entretenerse recogiendo algunas flores? —confesó al fin—. ¡Me habías asustado!

Alex no quedó demasiado convencido y así se lo hizo saber con la mirada, pero había cosas más importantes que hacer que dudar de su amiga.

—Salgamos de aquí. Tenemos asuntos serios de que hablar.

Claudia bajó la cabeza. Sus pómulos estaban coloreados de rubor. Pero, aunque la chica se sentía turbada por lo que había pasado, bien es verdad que lucía una sonrisa que tardó en desaparecer de sus labios.


 

—No veo otra solución que seguir con ellos y confiar en que puedan conducirnos a alguien que nos ayude... o al menos que nos crea. Tan solo con que alguien nos dijese dónde estamos sería un paso.

—¿Confías en ellos? —preguntó el guitarrista a Odín, que tan pocas opciones presentaba en su análisis.

—¿Tenemos otra elección, amigo mío? —respondió aquél.

—Deberíamos confiar en ellos. Lo de anoche fue una experiencia terrible, Alex. Lo sé, pero nos sacaron de allí —intervino la chica—. No nos necesitaban. Podrían haber escapado ellos solos o podrían habernos matado a nosotros también. Pero no lo hicieron.

—Lo sé, lo sé, Claudia. No es eso lo que estamos juzgando.

—Lo inquietante es que parecen muy acostumbrados a hacerlo —intervino Odín para apoyar a su amigo—. Lo que hicieron con aquellas bestias... recordad eran al menos quince y ellos solo dos. Yo mismo no hubiese podido con un par de ellos ni aunque fuesen desarmados. Esos tipos sabían lo que estaban haciendo y lo hicieron bien.

—Algo habrían hecho para acabar en una jaula —añadió Falo apoyado en un árbol cercano desde el que seguía de mala gana aquella conversación. Odín se volvió hacia él con gesto agrio.

—Nosotros también acabamos en aquella jaula, imbécil. Y no hicimos nada. Solo pasar por allí —le increpó—. Si tienes algo interesante que añadir, ven aquí y cuéntalo. Si no, más vale que te calles... que tienes mucho que callar.

Falo le dedicó un gesto obsceno y se dio la vuelta, como si todo aquello que discutíamos le estuviese sobrando. Odín se giró hacia nosotros con el rostro cansado por la actitud de aquel chico.

—¿Qué queréis decir? —Quiso concretar la chica.

—Este lugar es muy diferente a lo que conocemos, Claudia —advertía de nuevo el rubio guitarrista—. La gente va armada y no parece tener ningún respeto por quitar la vida. No sabemos nada de esos dos. Apenas sabemos algo de este maldito lugar ¡Ni siquiera sabemos cómo diablos se llama!

Tenía razón. Alex tenía razón. Desconocíamos incluso lo más básico del lugar que nos rodeaba. Aquello, que parecía una mezcla entre el infierno y el paraíso, nos resultaba un absoluto misterio. Por muy descabellado que pudiera parecer cuando se envolvía de palabra, nos hallábamos perdidos en un mundo insólito plagado de seres y gente violenta. Parecía una obviedad, pero si queríamos salir de él, primero debíamos aceptar la idea de que estábamos dentro.

—Yo tendría cuidado con vuestra amiguita —añadió Falo desde la distancia con cierto tono irónico.

—¿Con Claudia? ¿A qué te refieres? —preguntó Alexis extrañado. La aludida nos miró a todos con gesto extrañado. No tenía ni idea de a lo que podía estar refiriéndose aquel idiota.

—No es mi tipo, pero esta buena. Y esos tíos podrían... —insinuó con un gesto muy clarificador.

—Eres un cerdo, ¿sabes? —Le espetó ella, asqueada con la particular sugerencia.

—¡Oye, yo solo me preocupo por ti! —contestó aquel algo indignado con la reacción de la chica.

—Para tu información, no todo el mundo piensa con la entrepierna.

Lo cierto es que ni Alex ni Odín vieron tan desacertada la observación de Falo. Es verdad que podía haber sido menos explícito pero eso no le quitaba parte de razón. Claudia merecía una atención especial. Si esos tipos habían descuartizado a la formación de orcos, muy pocas cosas iban a detenerlos si decidían propasarse con ella.

—¿Pero vosotros dos sois idiotas o la tontería se pega al lado de este capullo? —Se indignó ella—. ¿De verdad creéis que estaríamos aquí si esos dos tíos hubiesen querido deshacerse de nosotros? ¿Creéis que si hubieran querido tener algo conmigo no lo hubieran hecho ya? ¡¡Hombres!! A veces me irrita esa especie de... pensamiento de colmena que tenéis. Todos acabáis diciendo las mismas tonterías tarde o temprano. ¿Dudáis de ellos? ¿Qué nos puede pasar? ¿Qué se cansen de nosotros y decidan cortarnos el pescuezo? ¡Por favor! ¿Nos espera algo mejor andurreando por ahí absolutamente solos? —El resto nos mirábamos entre nosotros mientras ella hablaba—. Son lo único que tenemos. Lo único a lo que agarrarnos en este lugar de locos ¿Y vosotros os ponéis paternalistas? Vaya a ser que quieran tocar a la niña... ¡¡Bobos!! Tenemos que pegarnos a ellos como lapas. Con gusto me abriría de piernas si eso nos saca de aquí. ¡¿En qué estáis pensando?!

 

Un movimiento tras nosotros evitó que la conversación continuara. Un sonido boscoso de ramas y hojas que se apartan del camino resultó ser la antesala de una imagen que nos volvería a sorprender. Imaginábamos que del follaje saldría aquella extraña pareja de nuestras diatribas. Y así fue. Lo que no podíamos creer es que fueran los mismos muchachos que encontráramos por accidente, malolientes y harapientos, dentro de aquella jaula.

—¿Son ellos? —exclamó Odín sin acabar de creerlo.

—Lo que puede llegar a hacer un baño —dejó escapar sin intención la muchacha. Alex la miró con sorpresa. Ella se apercibió pero disimuló con coquetería.

No habíamos tenido la oportunidad de observarlos detenidamente antes de aquella ocasión.

Gharin era más alto. También de constitución más delgada y fibrosa. Allwënn, por el contrario, poseía un potente desarrollo muscular. Piernas anchas y fuertes. Vigorosos bíceps y pectorales amplios y gruesos. Su piel era mucho más oscura que el tono pálido del primero. Parecía obvio que eran dos hombres atractivos, muy atractivos. Bastaba comprobar el gesto complacido de Claudia para salir de dudas.

Gharin poseía rostro de adolescente. Imberbe, de suaves formas y perfil cincelado. Sus labios eran carnosos y apetecibles. Su mirada entornada con sus azulísimas pupilas podría devolver vida a los mismos muertos. Allwënn, de piel más parda, era poseedor de unos rasgos mucho más varoniles y curtidos. Parecía a su lado mucho mayor. Su semblante tenía signos de mayor madurez, que le conferían un magnetismo especial y un atractivo personal y viril. Allwënn lucía una silueta firme y de perfecta definición muscular que le otorgaba unos miembros inequívocamente masculinos.

He aquí lo que a primera vista había en ellos de dispar. He de admitir que en ese momento la profundidad de la observación no dio muchos más frutos que los ya revelados. Sin embargo, y hablo de posteriores y más detenidos estudios, pude constatar que había demasiados aspectos comunes entre ellos, lo que me permitió abrir la idea de una raíz común y que tantos dolores de cabeza me supuso después.

El cabello de Gharin era rubio. Un brillante tono dorado que se clareaba u oscurecía en mechones según la incidencia del sol o la abundancia de sombras. Caía ensortijado en graciosos bucles y caracoles hasta la mitad de su espalda en un corte triangular cuya punta marcaba la longitud máxima. La melena de Allwënn era un caudal de noche que se precipitaba hasta más allá de su cintura. Negro azabache como el pozo más hondo del Infierno, con ligeras ondulaciones y decorado con trenzas y colgantes. Su cabellera sería la envidia de cualquier mujer. ¡En ello estribaba realmente la semejanza! Eran cabellos demasiado hermosos para hombres, incluso para una mujer. Poseían un brillo innato, una textura suave, esponjosa, delicada. Indicios deliberadamente femeninos. La idílica conjugación de sus rasgos, su belleza, también resultaba un nexo de unión entre ambos, de cuyas líneas habrían de destacarse los ojos. Eran orbes magnéticos, de tentadores reflejos, casi malignos. Azul como el mar los de uno. Verde esmeralda los del otro. Brillantes en las sombras como los de un gato y de trazo almendrado sobre su rostro. Sin embargo, un matiz que tal vez no se encontrase en las de su rubio amigo diferenciaba las esferas de Allwënn: La fiereza. Los ojos de Allwënn eran el espejo de su alma y decían de ella cosas que no podían verse en las pupilas de Gharin. Aquellos ojos marcaban su carisma. Y si podían ser tan dóciles como para enamorar a una mujer e incluso hacer sucumbir ante su encanto a un hombre, os aseguro que de la misma forma enrojecían hasta enloquecer y eran capaces de tornarse más fieros que un animal hambriento. Desde ese mismo instante hubiera apostado que su alma era capaz de esos mismos extremos.

Aún había algo más entre los dos jóvenes, digno de ocupar unas líneas, que matizaba su comportamiento y que tanto los alejaba de un hombre corriente. Podría decir, de un humano cualquiera. Se trata de sus gestos, sus movimientos. Solo en su manera de caminar ya podría hacerse una idea de la sutileza y suavidad de aquellos rasgos, pero su gracia se extendía a las acciones más cotidianas del día. Andaban con paso liviano, elegante y que recordaba la misma gracia y suntuosidad de los pasos de un felino. Eran gatos; gráciles y airosos, ante cuyo caminar cualquier otro parecía torpe, pesado y vulgar.

—Parece que nuestros invitados ya se han levantado —observó con ironía Gharin deteniéndose ante la hoguera en brasas y los restos del pobre animal que nos había proporcionado el desayuno—. ¡Y, por los ojos de Pétalo, que teníais hambre!

Allwënn echó un vistazo de reojo a las sobras de carne y siguió hasta nosotros bajo nuestra inquisitiva mirada. Apartando su limpia hermosura, tan alejada de la mugre que les cubría hasta hacía unas horas, había otra cosa más que nos dejaba boquiabiertos.

Básicamente, el joven de ojos verdes vestía unos calzones de cuero negro ajustados, ceñidos como una segunda piel a sus fornidos muslos. Unos pantalones que unían la parte delantera y posterior mediante una anudación cruzada que recorría los lados externos de ambas piernas y entre los que dejaban ver su piel tostada. Calzaba unas botas altas de buen material a las que había adosado unas grebas de metal que le protegían la pantorrilla subiendo varios centímetros de sus rodillas. Unas abrazaderas, también metálicas, hacían lo propio con sus antebrazos. Mientras que su pecho y abdomen eran cubiertos por una cota trenzada de metal. Una malla que hacía también las veces de faldilla. Sobre ella, una especie de tela bordada y estrecha, a modo de sobrevesta, decoraba el frontal y la espalda, y caía besando en un roce el suelo. Aunque lo verdaderamente respetable pendía del grueso cinto de cuero en su talle: Una enorme espada bastarda de labrado puño de nácar.

Esta categoría de espadas, mezcla entre las hojas anchas y las de doble puño, son formidables armas de hoja recta y ancha con filo en ambos lados, del peso y las dimensiones cercanas a una espada de doble puño; es decir, preparada para ser blandida con ambas manos. Sin embargo, y aunque la mayoría de las bastardas tienen el mango diseñado para las dos manos, sus porteadores prefieren blandirlas a la diestra —es decir, con una sola mano— siendo, por tanto, unas de las armas más difíciles de dominar dado que requiere gran habilidad y sobre todo una dosis muy alta de fuerza.

Aquel singular vestuario que a primera vista resultaba similar a un disfraz carnavalesco, nos desconcertó e hizo que le mirásemos de forma un tanto obsesiva e inquisidora. Él pareció percatarse de ello y notamos que se sintió incómodo, pero silenció su queja sin dirigirnos el comentario. Delante de Alex, Allwënn dejó claro que no se trataba de un hombre especialmente alto. Aún así, ante el chico dejaba más que patente una superioridad abismal. El joven de largos cabellos nos miró a todos con un rostro serio tardando unos segundos en dirigirnos la palabra.

—Bien. Confío en que os hayáis recuperado y podáis cabalgar.

El muchacho nos apartó con suavidad y encaminó sus pasos hacia su corcel, que resultó ser el de inmaculado pelaje, al que comenzó a sujetar a la silla un petate que transportaba.

—Os podéis quedar con las monturas de los orcos. El olor acabará desapareciendo. Y también con sus armas. Gharin y yo no las necesitamos.

El mencionado amigo se cruzó ante nosotros. Él sí alzaba sus centímetros por encima de la cabeza de Alex, al menos un palmo. Sus ropas resultaban más ligeras pero no menos vistosas. Sus pantalones bombachos poseían un llamativo color carmín y caían en grandes pliegues sobre la linde de sus altas botas de piel. Una camisa blanca de brocado con amplias mangas y escote grande seguía haciéndole el juego de caídas, mientras se dejaba ver bajo una endurecida cota de cuero sobre la que lucía una colorista colección de colgantes y amuletos. En sus brazos había muñequeras de cuero. En su cinto también pendía una espada. Una espada ancha, de menor tamaño y peso que la de su amigo. Cuando estuvo junto a él, se agachó para recoger su arco, a nuestros pies, y atarse al muslo el carcaj de flechas.

—Os hemos dejado el resto de comida secándose en el ahumadero —anunció señalando con el dedo desde su posición lateral—. Tenéis provisiones para varios días. Para cuando se acaben ya habréis tenido ocasión de cobraros una nueva pieza con las lanzas de los orcos.

—¡¿Cazar?! ¡¿Con lanza?! —Pensé —. ¡Vamos a morirnos de hambre!

Nosotros observábamos con cierta impotencia cómo los chicos aparejaban los caballos y levantaban el campamento ante nuestra estupefacta mirada. Teníamos la certeza de que pensaban irse. Irse sin nosotros. Solo que quizá nadie se sentía con el suficiente coraje como para hacer la petición de viva voz. Dejamos pasar que Allwënn subiese a su caballo, pero cuando Gharin colocó su bota sobre el estribo Alex encontró el empuje necesario para hablar.

—¿Vais... a marcharos? —preguntó sujetándole de la sedosa camisa blanca impidiéndole subir.

—¡Claro! ¿Por qué no? —Quiso saber aquél, que de un impulso soltó la presa del chico y alcanzó la silla de su caballo.

—¿Qué va a ser de nosotros? —declaró el vocalista tras ello.

—Oye, niño —recriminó Allwënn desde su montura—. Os dejamos caballos, comida y armas. ¿Qué más queréis? ¿La bendición de los dioses?

—No sabemos qué clase de lugar es éste. No nos quisisteis creer ¿recordáis? —Continuó Alexis refrescándoles la memoria.

—¡Por Yelm, chico. ¿Aún estáis con eso?! —Allwënn pareció irritarse al tiempo que su compañero batía las bridas y ponía en marcha su corcel—. Sois gente divertida, pero la broma dura ya demasiado.

Estoy seguro de que pensó que nuestro caso estaba tan perdido como el tiempo a invertir en hacer razonar a un loco sobre su falta de cordura. Gharin le hizo una señal para que azuzara al caballo y ambos se pusieron en marcha.

Se nos iban...

Claudia quedó durante unos momentos pensativa, fija en los dos jinetes que se alejaban, como si el resto del mundo hubiera desaparecido.

—Ahora sería un buen momento para abrir esas piernas, princesa.

Las palabras de Falo se cargaron de sarcasmo. Claudia se volvió hacia él con rabia y no dudó el llamar a voces a los jinetes, quienes seguían sin inmutarse. Entonces, sin apenas pensarlo, se agachó al suelo y cogió una piedra. La lanzó fuerte hacia ellos y fue a impactar en la amplia espalda de Allwënn. El muchacho dejó escapar un gemido de dolor. Giró la montura con violencia y el caballo se volvió a nosotros en un brusco movimiento, levantando sus cuartos delanteros en toda su estatura. Con un par de brincos el inmaculado corcel del muchacho se abalanzó sobre nuestra posición alzando sus patas sobre el grupo. Daba la impresión de querer aplastarnos con sus poderosos cascos. El rostro de su jinete estaba furioso con sus ojos fijos en la joven. Pero algo debió ver en ellos porque, extrañamente, se calmó y obligó a su montura a bajar sus patas a tierra.

—Te hemos contado la verdad —le dijo ella casi desafiante—. No tienes por qué creernos si no quieres. No te pido fe en nosotros. Te pido ayuda. La ayuda que prometiste dar si te la pedíamos. Sácame de aquí, dijiste, y te ayudaré en lo que pueda. ¿Te acuerdas? Sin nosotros no hubieseis salido de aquella jaula. Sin la navaja.

El rostro del jinete se moldeó en una mueca de fascinación.

—Menudo atrevimiento defender eso, pequeña —advirtió aquel jinete de larga cabellera—. ¿Quién acabó con los orcos? ¿Quién condujo esa carreta fuera del páramo y os dejó en un lugar seguro? ¿Quien cazó y secó las provisiones, recogió fruta, encendió el fuego? Por los Dioses Olvidados. ¡Ni los Patriarcas reciben ese trato de un desconocido!

—Lo que tú quieras —apostilló ella sin conceder tregua al desánimo—. Todo eso ha sido posible «después» de salir de la jaula. Y salisteis de ella gracias al cuchillo de este idiota. Así que técnicamente os sacamos nosotros.

—¿Técnicamente? —decía Allwënn tratando de disimular la irónica comicidad de todo aquel asunto—. Eres más taimada que una farsante de Aros.

—Dejadnos ir con vosotros. Al menos hasta que encontremos a alguien que pueda ayudarnos... o a alguien que quiera creernos.

—Eso va a ser algo difícil —afirmó con rotundidad el espléndido jinete—. Ni los niños de pecho creerían esa estupidez.

—Sé que no vas a dejarnos aquí, Allwënn —aseguró ella con una insólita certeza mirándole a los ojos.

—¿Qué te hace estar tan segura, muchacha?

Claudia clavó la honda mirada de su pupila en él y habló con una voz que no parecía la suya pronunciando una palabras que Allwënn ya había escuchado por boca de otra persona hacía mucho tiempo. Esas palabras le trajeron recuerdos y añoranzas del pasado. A las cuales no pudo enfrentarse.

—Sabes que en el fondo tengo razón. Si en algo valoras tu palabra cumplirás lo que prometiste. Tus ojos me dicen que nunca has faltado a una promesa.

Gharin trató de taparse la incipiente sonrisa que asomaba a su rostro. A pesar del silencio de Allwënn, le conocía bien. Sabía perfectamente cómo terminaría aquella discusión.

 

 


 

 

Nadie sabía exactamente dónde se levantaba aquella excavación. El Árido Arrostänn es insondable en su vacío. Un punto insignificante en aquel asolado océano de arenas interminables. Un lugar que incluso conociendo el punto exacto resultaba improbable de hallar. Aquellos jinetes lo habían hecho, pero sabían a la perfección que su éxito tenía grandes aliados a su favor.

Ellos estaban allí. Los Hijos del Innombrable. Aquel era su dominio.

Vueltos al mundo, aquel endiablado lugar les pertenecía y con él todos sus peligros. Khänsel miró a su alrededor. Era un oasis de actividad en mitad de una tierra muerta. Sus ojos buscaron a aquellas siniestras formas. Ninguno de ellos daría la cara pero sabía que su halo siniestro estaba vivo en alguna parte, conteniendo la infinidad de amenazas que habitaban en aquella jungla de arena.

Ante su mirada, un bosque de andamios y operarios trabajaba oradando las arenas. Operarios sin alma hostigados por un puñado de orcos cuyos látigos de nada servían contra aquellas espaldas muertas que trabajaban sin cesar. En el centro, una extraña forma se levantaba. Era una retorcida cresta de piedra oscura. Como una puntiaguda punta de lanza que se alzaba varios metros surgiendo del abrazo de la arena abrasada por la mirada de los Gemelos, tiránicos sobre el cielo. En aquella herida abierta al desierto no parecía haber un momento para el descanso. Echó su vista hacia atrás, a la caravana a la que se había agregado en un puerto franco instalado en las dentadas costas, ahora a decenas de kilómetros de allí. Un gran número de carretas cargadas de suministros y materiales se extendía tras él como una serpiente que se arrastra sobre la arena. Con ellas llegaba también una nueva legión de aquellos consumidos trabajadores sacados de sus tumbas o, quizá sería mejor decir, a los que nunca se les permitió ocupar su fosa. Dejó que los mercaderes se entendiesen con los capataces y descabalgó sin más dilación. Su misión allí era mucho más importante que la simple entrega de mercancías.

Se internó en aquel marasmo de obreros y carretillas que taladraban la arena hasta llegar a uno de los orcos que parecía tener mando en aquella singular y caótica excavación. Despojándose del embozo que le había protegido del ardiente viento durante su trayecto preguntó por un nombre.

—¿Maese Sorom?

El orco señaló con un dedo a un grupo de figuras sobre una elevación del terreno. Aquel gesto bastó para complacer al mensajero y dejó al capataz con sus órdenes y su trabajo. Casi no hizo falta que le precisara cuál de ellos era el hombre que buscaba. Sorom se alzaba sobre el resto de aquellos trabajadores con una estatura colosal, cubierta su melena leonina por un sucio turbante que lo protegía de aquella mirada abrasadora que llegaba desde el cielo. El félido sobresalía aunque no lo pretendiese. Con paso cansino comenzó a caminar hasta él.

Antes de que llegara a su altura, aquel impresionante leónida ya lo había visto.

—¡Ah, los suministros, al fin han llegado! —dijo doblando el mapa que había estado cotejando con sus oficiales, y dirigiéndose al hombre que se aproximaba hacia él—. Los esperaba hacía meses.

—Mi presencia aquí no tiene nada que ver con vuestros suministros, Maese Sorom —fue su carta de presentación. El leónida frunció el ceño desde su privilegiada altura—. Ibros Khänsel, agente de la sociedad de Ylos. Estoy aquí por deseo expreso del Archiduque Velguer.

Sorom quedó mirando las insignias que podían leerse en la pechera de aquel emisario.

—Hubo un tiempo en el que lucir esos emblemas os hubiera costado la vida, Ibros Khänsel —dijo señalando las runas y símbolos que decoraban su armadura. Aquel bajó la mirada hacia sus ropas.

—Afortunadamente para todos, Maese Sorom, ese tiempo es ya historia.

—Si... afortunadamente —añadió el leónida con evidente ironía.

A pesar de aquella inesperada visita, el félido comenzó a caminar, pendiente aún de sus asuntos. El agente de Ylos se vio obligado a seguir su vivaz paso.

—¿... y qué es lo que Velguer pretende mandándome a uno de sus sicarios de la Sociedad? ¿Espiarme o asesinarme?

—No estoy aquí para ninguna de esas cuestiones, Maese —añadió aquel, admirando el sarcasmo del codiciado leónida—. Solo soy un emisario.

Sorom se detuvo un instante que Ibros agradeció. Seguir los pasos de aquel gigante no resultaba una tarea sencilla.

—¿Sabes, Ibros Khänsel, lo que hemos encontrado aquí? —preguntó con sequedad mientras barría con su formidable brazo las vistas de aquella colosal excavación—. ¿Sabes lo que se esconde bajo esta arena ardiente?

Aquel emisario se detuvo un instante a contemplar aquel caótico escenario y la extraña piedra puntiaguda que se alzaba retorciéndose una docena de metros sobre la arena.

—No tengo idea, Maese —confesó con honradez—. Mi rango en la Sociedad no es tan alto como imagino que sospecha.

—No, claro que no —añadió el leónida—. Para su información, agente, bajo este océano de arena muerta duerme un poder tal que hará temblar los cimientos de todo cuanto se conoce. Un secreto tan bien oculto que se han necesitado cien generaciones para hallarlo. Como comprenderás, Ibros Khänsel, soy un hombre tremendamente ocupado. Así que, si tiene algo para mí, le ruego que sea breve y me deje trabajar.

Aquel emisario entendió la urgencia del leónida y se apresuró a rebuscar en su faltriquera el mensaje que había guardado con celo para aquel peculiar arqueólogo.

—Mis disculpas, Maese —dijo entregándole una carta con el escudo personal de La Luna del Abismo—. Si tenéis la gentileza de acompañarme hasta la caravana... hay algo más que el Archiduque Velguer desea que tengáis.

Sorom miraba con recelo aquel lacre sellado preguntándose qué nueva estupidez le llegaría en esta ocasión desde el continente. Con un desganado gesto le hizo saber a su acompañante que estaba dispuesto a seguirlo hasta las caravanas. Por el camino, Sorom no se privó de dar algunas órdenes a sus capataces y comprobar que el trabajo se estaba realizando según sus directrices.

La zona de las caravanas ya era un hervidero de brazos que vaciaban y transportaban los suministros. Pasaron frente a la columna de nuevos trabajadores forzosos, encadenados al cuello, y aquel leónida se quedó un instante contemplando el reguero de cuerpos que arrastraban los pies. Un millar de pensamientos cruzaron su mente en ese momento, pero los silenció todos. Al fin se detuvieron frente a una de las muchas carretas que invadían el espacio.

—Por favor, señor. Primero la carta.

Sorom no sabía a qué se refería. Solo su gesto le convenció de que realmente aguardaba a que abriese y leyese aquel mensaje. Lo hizo con cierta desgana. Su artificiosa caligrafía se extendió ante él. Como siempre, comenzaba con un largo y vacío protocolo. Le cansaban aquellos formulismos. Pero enseguida las noticias robaron su atención.

 

«...El Cónclave ha reconocido las señales del Advenimiento» —decía una de sus líneas—. «Vuestra presencia es imprescindible en el continente de nuevo. Debéis buscar al Enviado, si es que realmente existe. Contaréis con todos los privilegios. Tendréis todas vuestras prerrogativas. Como de costumbre, adelantamos parte del pago de vuestros honorarios».

 

Aquel mensajero se había tomado la libertad de abrir la carreta mientras Sorom aún se hallaba inmerso en la lectura del mensaje. Cuando el félido despegó sus pupilas del pliego se encontró con un carruaje en cuyo interior había varios cofres de gran tamaño. Sus panzas se llenaban de damas de oro.

—Tengo orden de escoltaros de vuelta, Maese.

Sorom dobló cuidadosamente aquel pergamino y lo introdujo entre sus ropas. Miró de soslayo la excavación y el trasiego en ella. Luego volvió la vista a las gruesas y relucientes monedas de oro.

Incluso agradecería alejarse un tiempo de aquel insoportable calor…

 


 

—¡¡Maldita sea!! ¡¡Deja de rebuznar como una mula terca!! ¡¡Dioses, estoy tratando de ayudarte!!

 

—Eso tiene mal aspecto —le había advertido Allwënn, tan solo unos instantes atrás—. Deberías dejar que hiciéramos algo al respecto.

Alex pensó que aquel tipo hablaba con propiedad y cierto era que el mero soplo del aire bastaba para que el dolor se le extendiera por toda la nariz fracturada—. ¿Por qué no? —se dijo el chico—. ¿Qué puedo perder?

Así que aceptó.

Alex no podía imaginar que Allwënn se le lanzaría al rostro y le agarraría el apéndice nasal como si tuviera la intención de arrancárselo.

—¡¡Aaaarrgg, Uaaaah, Aaaaaah!!

El muchacho pataleaba como si estuvieran arrancándole la piel a tiras. Claudia presenciaba la escena con la mirada entornada, de forma similar a quien en el cine entrecierra los ojos en una secuencia de terror. Aunque, la realidad se encontraba más cerca de la comedia, a pesar de los agónicos quejidos de Alexis. Allwënn se levantó permitiendo que el cuerpo que se contorsionaba bajo él estuviera de momento libre de su presa.

—¡¡Por toda la sangre que he derramado, muchacho!! ¡¿Crees que voy a poder curarte esa nariz si sigues retorciéndote como una hembra lasciva?!

Alexis se levantó de un salto con ambas manos aferradas a su rostro.

—¡¿Es... que quieres matarme?! —chilló aún cubriéndose el dolorido miembro, desorientado por los modos curativos de aquella pareja—. ¿Así es como pretendías curarme la nariz? ¿Apretándomela hasta que se soldaran los huesos?

—Si no te movieses tanto no dolería. ¡Qué me arranquen las orejas si este tipo no es de cristal!

—¡¡Bien, de acuerdo, quizá alguien debiera hacerlo!! —añadiría el joven guitarrista con un enérgico cabeceo afirmativo—. ¡Arrancarte las orejas!

—Chico, puedo asegurarte que he pasado por cosas verdaderamente terribles y no me he puesto a chillar como una cría, puedes jurarlo. No tienes aguante, muchacho —le decía Allwënn con cierta indiferencia ya de vuelta a las riendas de su montura.

—¡Oh, claro, debe ser eso! ¡Será que no tengo aguante! ¿Puedes creerlo? —parloteaba solo y para sí, con una sonrisa burlesca y gesticulando con los brazos grandes aspavientos hacia sus compañeros. Quizá buscaba en el amparo de nuestras miradas cierta comprensión—. Me aprieta la nariz rota como si fuera un pimiento y resulta que no tengo aguante.

—Gritas como una parturienta —sentenció Allwënn a punto de subir al caballo, dispuesto a reanudar la marcha. Gharin intentó arbitrar en la contienda.

—Eh, Allwënn. Al chico le duele, es comprensible, ¿no? —decía—. ¿Qué tal si me dejas intentarlo a mi? Allwënn, en ocasiones tiene... poco tacto —le propuso al herido.

—¿Poco tacto? —Se quejaba el chico—. Yo creo que tiene demasiado.

Gharin invirtió toda su astucia para convencer al malherido muchacho de que sus métodos serían diferentes de los utilizados por su compañero. Alex pareció ceder. Minutos más tarde se encontraba relajado y tranquilo sobre el duro terreno, tan adormecido por las palabras de Gharin que casi olvidó por qué se encontraba en aquella sosegada posición. Sin embargo, poco más duró aquel trance. Pronto una fuerte presión en la frente lo sacó de los brumosos pensamientos en los que comenzaba a sumirse.

—¡¡Lo tengo, Allwënn!! —La voz de Gharin cruzó sus tímpanos.

«¡Maldito traidor!».

Cuando sus párpados se abrieron una mano le atoraba la frente, soldándole la cabeza al suelo impidiendo que se alzara. Los largos cabellos de Allwënn pronto hicieron su aparición en el campo de visión de Alex, que poco tiempo esperó para comenzar a patalear e intentar zafarse a pesar de todo. La presión era formidable y bastó para inmovilizarlo. Con las disculpas de antemano, la mano de Allwënn volvió a caer sobre la dolorida nariz como una marea.


 

—Alcánzame más leña.

Alexis parpadeó de nuevo en la realidad justo para ser testigo de cómo le alargaban un tarugo de madera a Gharin. La hoguera ardía con una considerable llama, rodeada por un anillo de piedras grandes y planas. Sus miles de lenguas se alzaban al cielo como una plegaria a los dioses. El son del crepitar de los maderos entre las brasas aportaba un curioso y bello acorde al silencio de la noche, a veces roto por algún canto extraño de aves nocturnas. En ocasiones, por el aullido de animales salvajes en las cercanías.

—No se acercarán mientras el fuego permanezca encendido.

Allwënn intentó con aquellas palabras tranquilizar a la chica, bastante inquieta después de que un nuevo alarido sesgase la paz del campamento. Dormir a la intemperie en un bosque cuajado de lobos no era una experiencia habitual para ninguno de nosotros.

Alex se llevó la mano por instinto a la nariz, cuyo aspecto era tan saludable que nadie diría, viéndola en aquellos momentos, que horas antes el morado rojizo de un exagerado hematoma delataba fielmente su fractura. Alex se palpó el tabique, ahora totalmente reparado, volviendo durante unos breves instantes a perderse en el pasado reciente de la tarde...


 

La mano de Allwënn no solo aferraba con fuerza la nariz del muchacho, también le apretaba el rostro para evitar que el chico sacudiera la cabeza. El dolor era fuerte pero Alex estaba más preocupado, incluso, en quitárselo de encima que en la propia herida. A pesar de todo, el tacto en la palma de la mano comenzó a ser cálido y cosquilleante. Le produjo un sopor repentino y una somnolencia similar a la que sobreviene tras una comilona abundante y generosa. Los músculos dejaron de estar tensos y Alex cesó en la fogosidad de su lucha bajo los cuerpos de aquellos dos hombres. Recordaba nítidamente, como si con su simple evocación los efectos volvieran otra vez, que tras el relax de su cuerpo, un hormigueo le adormeció la zona. Después, casi al unísono, lo liberaron y se irguieron ante él. Quedaron un instante observándolo aún tendido en el suelo. De la herida no quedaba sino el recuerdo que aún bullía por su cabeza y por la cabeza de todos aquellos que habíamos presenciado el insólito milagro.

 

 

Con la vista fija en el corazón de la hoguera, la mente de Alex se fundió con la misma esencia del fuego cuestionándose interrogantes cuyas respuestas habían permanecido inamovibles desde el comienzo de los tiempos. Empezaba a pensar que las leyes que regían aquel lugar que pisaban, cualesquiera que fuesen, distaban un abismo de las que habían dominado nuestra existencia. Ninguna de ellas iba a esperar a que nosotros nos acostumbráramos. Aquí, se dijo, podría pasar cualquier cosa en el peor o mejor de los momentos. Y el término «cualquier cosa» abría un insospechado abanico de posibilidades.

No me quedaba ninguna duda después de asistir perplejo a la curación de Alex.

Supe que eran capaces de hacer magia, por si no me había quedado suficientemente claro con el asunto del idioma. En cualquier caso, confieso que me suena hoy, igual que entonces, un tanto fantástico, pero no había otra explicación. Eran demasiadas evidencias. Se trataba de hechizos de magia tan reales, por pura paradoja, como los dos soles que iluminaban durante el día la vida en aquel mundo. Real como la belleza de aquellos hombres que nos habían acogido en aquel ciego peregrinar. Tan real como el fuego que nos calentaba en la oscuridad de aquella noche maldita o como el aire que ahora respiro. Real, real, real. Y los dioses saben que hubiéramos preferido estar soñando.


 

—¿Crees que esto es normal? —Claudia retiró la mirada del fuego para observar a Alex que le mostraba un severo moretón entre sus muslos—. Tengo como veinte iguales a este solo entre las piernas. Jamás hubiese imaginado que montar a caballo fuese tan… doloroso. Si me hubiesen apaleado no me sentiría mucho peor, te lo aseguro. Aún me parece sentir la vibración metida en el cerebro.

Ella sonrió ante el comentario. La vibración a la que se refería su amigo era la que experimenta el cuerpo con el paso del animal. Después de un rato, el cuerpo traquetea desde la cabeza a los pies. Se nota especialmente en la zona lumbar, en la base de la espalda, que sufre muchísimo pero, como bien había descrito su amigo, pronto se extiende hasta la nuca y todos los órganos del cuerpo parecen estremecerse en el interior. Las piernas, especialmente la cara interna de los muslos se aprietan contra la silla instintivamente ante la sensación de inestabilidad, lo que produce una irremediable tensión y deja señales en forma de dolorosos hematomas.

Es la primera señal que acredita al jinete novato.

La cabalgada nos había destrozado. Bastaba un examen superficial a nuestros cuerpos derrengados para apercibirse de ello. Todos nos quejábamos como heridos en el campo de batalla. Hacían falta muchas horas de entrenamiento para amortiguar aquellas secuelas y, desde luego, no bastaron las de aquella primera jornada en la que nuestros vírgenes traseros se probaron por primera vez. Incluso Claudia, que no era la primera vez que se subía a lomos de un caballo, lo sufrió en carnes. Cabalgar, aunque fuese al paso, parece más fácil cuando durante una o dos horas a la semana se montaban los educados corceles del selecto club de hípica del que su padre era socio preferente.

Aquella idea surcaría los pensamientos de Claudia al hilo del comentario de Alex y se abrió paso entre los recuerdos de aquella tarde pasada. Entonces, algo la llamó a volver a observar los hermosos rasgos del joven Gharin. Sobre todo cuando sus cuidados movimientos y estudiados gestos hicieron reposar con una sutileza casi femenina aquella fabulosa mata de bucles dorados sobre su oreja. Quedó un instante de nuevo fascinada ante el extraño apéndice de la anatomía de los muchachos. Y luego, acto seguido, volvió a acordarse de la dificultad de montar y dirigir aquellos innobles corceles...


 

—¡Eh, eh, bonito; ¿adónde vas? ¡¡No, no, por ahí no!! Sé bueno y vuelve al camino ¿eh? ¡¡No, no... soooo, caballo, hoooo!! ¡¡Quieto!!

Gharin echó la vista atrás desde su montura. El caballo de Claudia había vuelto a decidir por sí mismo qué camino tomar desoyendo las denodadas súplicas de la amazona. Con un suspiro, y viendo que el corcel se adentraba en el denso ramaje del bosque, espoleó el propio para acercarse hasta Allwënn, que encabezaba el grupo, y ponerlo en aviso.

—¡Maldición! ¿Otra vez? —farfulló molesto al descubrir la escena—. Lo tengo merecido.

Y con un vigoroso golpe de riendas dirigió su caballo hasta la chica que seguía intentando dominar al bruto.

Empezaban a desesperarse. Nuestros nuevos compañeros de viaje, me refiero. Cuando no resultaba que el caballo de Claudia se marchaba por su cuenta, era el de Falo el que se negaba a continuar o el mío que confundía a su gusto la izquierda y la derecha. No parecían entender que montásemos tan mal. Lo cierto es que nuestro paso retrasaba el ritmo de la marcha tanto y tan a menudo como para hacer perder la paciencia incluso a los propios caballos. A las constantes protestas de Falo por la dureza de la monta y su terca añoranza por su moto se sumaba algún chiste fácil sobre la parada de autobús más cercana, que de vez en cuando se escapaba entre el grupo. La extraña pareja reaccionaba a ellas, cuando lo hacía, dedicándonos una mirada furtiva de sus llamativas pupilas. Se empañaban con ese halo escéptico que envuelve a los que tratan con locos. De hecho, los vehículos de motor me parecían, ya por aquellos entonces, lejanos productos de un sueño. De la misma forma se alejaba todo aquello que había conferido nuestra realidad hasta hacía dos tardes.

 

Allwënn atrapó con brusquedad las bridas del caballo haciendo que la chica se sobresaltase.

—¡Loados sean los Dioses! No es tan difícil —exclamó tras un sonoro suspiro de desesperación—. Por favor, recuérdame que la próxima vez me arranque la lengua a mordiscos antes que encadenarme con otra estúpida promesa.

Llevábamos más de una hora de viaje y casi se podría decir que estábamos, si no a uno, muy posiblemente a dos o tres tiros de piedra de la abandonada carreta y el improvisado campamento del que partimos. Cuando los furiosos iris verdes del joven se cruzaron con la chica, una vez vuelto el caballo al buen camino, observó que ella había quedado mirando descaradamente su rostro sin que pudiera adivinar qué parte de él en concreto robaba de tal manera su atención. Se sintió incómodo y estuvo a punto de reprocharle aquella actitud. Pero terminó callando y, tras espolear su caballo, regresó de nuevo a las primeras posiciones.

Claudia continuó durante unos breves instantes mirando al vacío donde un segundo antes se encontraba el atractivo jinete. El muchacho no podría haberse imaginado lo que la joven descubrió cuando, preso de desesperación, se llevó las manos a las sienes arrastrando con ellas sus cabellos. No fue otra cosa que sus orejas, despejadas de la exuberante cortina azabache que habitualmente las ocultaba a la vista. Supongo que Allwënn tampoco hubiera pensado nunca que fuera ese el motivo que dejase tan sorprendida expresión en el rostro de la chica pero lo era, puesto que ella jamás había visto orejas como las suyas. La parte superior no se redondeaba como cualquier otra oreja sino que ascendía, apuntándose varios centímetros, como las velas desplegadas de un velero. Las orejas de Allwënn eran puntiagudas.

—Sus orejas…

Claudia parecía aún en éxtasis cuando al acercarse al resto de nosotros Alex le preguntó si se encontraba bien.

—¿Sus orejas? —La respuesta de la chica nos dejó desconcertados—. ¿A qué te refieres? —Claudia aún miraba al infinito, pero articulaba los labios como queriendo decir algo aunque sin encontrar quizá la manera ni las palabras. De pronto alzó la vista y clavó sus pupilas de noche sobre mí. Entonces musitó algo de lo que sin duda intentaba convencerse y buscaba en mí la aprobación.

—Son elfos.


 

—Elfos... —repetía su mente al crepitar de la hoguera mientras no dejaba de observar al rubio Gharin alimentar el fuego—. Elfos. Auténticos elfos.

Claudia suspiró lo bastante fuerte como para que Odín se percatase de ello. Él ya había reparado en que su amiga no dejaba de mirar a esos extraños como evadida del mundo. El corpulento músico sonrió, pero no le dijo nada. La dejó fascinada en su contemplación.

Realmente eran hermosos como todos los relatos cuentan que son los elfos. Y aunque solo fuese para el deleite de sus ojos, merecían una larga, pausada y detenida observación. Elfos. Qué misterioso nombre para tan misteriosas criaturas.

—Hoy Kallah alumbra con fuerza.

La voz viril de Allwënn rompió un silencio tan solo quebrado por los quejidos de la leña que crujía en la hoguera. Después de comer parte de las provisiones ahumadas, bajo el tupido manto de estrellas, el grupo se había sumido poco a poco en un hondo mutismo. En esos instantes en los que el sonido del viento se deslizaba como un amante furtivo por entre las ramas de los árboles, cuando todo a nuestro alrededor no era sino un borroso enjambre de siluetas imprecisas en la oscuridad y en el aire se respiraba el vapor de la madera abrasada, el alma pedía alejarse del cuerpo y vagar por los recuerdos y pensamientos. Quizá, dejando libre aquella sensación, todos nosotros nos marchamos con el pensamiento a diferentes lugares y momentos pasados de nuestra vida. O nos aventuramos a soñar con lo que habría de venir, allá donde lo insólito y lo imposible llamaban a la parte racional de nuestro cerebro para charlar un rato a solas con ella.

 

En la cabeza de Gharin, su pensamiento también voló atrás. Apenas dos noches atrás...


 

El arquero volvió la vista hacia las sombras que se extendían dominando la desierta pradera a sus espaldas. Sus brillantes ojos, inequívocamente elfos, traspasaron la oscuridad reinante desvelándole sin dificultad los cuerpos aletargados de los humanos que dormían mecidos por el vaivén de la carreta. El joven tornó de nuevo la cabeza al frente donde el astro de Kallah reinaba en la noche iluminando la estéril llanura que pisaban los cascos de los caballos. Junto a él, a poco más de un metro, Allwënn montaba a su lado con la vista fija en la noche que todo lo cubría ante ellos. Se dejó un instante seducir por el sonido de los pasos de los animales al tacto leve y frío del aire de la madrugada. Entonces le comentó a su compañero la idea que le carcomía por dentro.

—Son extraños, ¿verdad?

Con sus larguísimos cabellos ondeados por el movimiento de su montura Allwënn se giró al oír las palabras de Gharin.

—¿Ellos? —Intuyendo que se refería a los muchachos, volcó despacio su mirada hacia la carreta para apreciarlos durante unos instantes—. Sí, bastante más extraños de lo que estoy interesado en saber.

—Son humanos, Allwënn —afirmó el rubio joven con seriedad—. Y eso significa...

—Problemas —sentenció el otro con voz firme.

Allwënn podía ser testarudo. Un millar de matices y circunstancias se habían conjurado para que así sucediese. Nadie podía decir que Allwënn no estuviese a la altura de cualquier eventualidad. Sin embargo, él, que tan bien le conocía, sabía que su fiereza tenía puntos de extrema debilidad. Y aquella noche estaba tocando uno de ellos.

—Problemas, de acuerdo. Pero después de lo que han contado abren algunas incógnitas, también —aseguraba susurrante para no despertarlos en la callada noche—. Son los primeros humanos sanos que vemos en seis años. ¿De dónde han salido?

—No es mi problema Gharin. De hecho no es nuestro problema. ¡Los dioses sabrán! —alegó el otro—. Con la muerte sentenciada para su raza podrían haber estado escondidos en las mismas entrañas del Pozo. No me sorprenderían tanto las cosas que dicen si eso es así.

—¡Yelm! ¿Y por qué salir, entonces?

La pregunta casi era retórica. Allwënn se encogió de hombros.

—No voy a entrar a comprender las motivaciones de un puñado de humanos adolescentes, Gharin. Y tú tampoco deberías perder el tiempo en eso.

—Allwënn, esos chicos tienen algo extraño, lo percibo. ¿Te has fijado en sus ropas? Tienen una factura... curiosa, cuanto menos.

—No digas sandeces, Gharin —reprendió el otro—. He visto de todo.

—¿Antes del Decreto y en humanos que se supone escondidos o muertos desde hace veinte años? ¡¡Venga, Allwënn!! —El aludido le dirigió la mirada pero permaneció callado—. ¿Y el idioma?

¡Loados Patriarcas, Allwënn! ¿Qué clase de idioma hablaban? No era dialecto humano... ¡¡Ni siquiera hablaban común!! Todo el mundo conoce el común. He oído hablarlo a las criaturas más primitivas. Admite que todo esto no es muy normal. —Allwënn volvió a mirarle. Esta vez en la muralla de sus pupilas verdes intuyó un hueco—. ¿Crees su historia? —preguntó dudoso al fin.

—¿Me preguntas eso en serio, amigo? —Gharin cabeceó una rotunda afirmación—. Original, no dudo que lo sea. ¿Pero creíble?

—Lo cierto es que también pienso como tú pero... me pregunto ¿qué les habrá llevado a inventarse algo tan descabellado o qué intentan conseguir con una historia como esa? No obstante, esa historia tiene una curiosa coincidencia con…

Allwënn le fulminó con la mirada.

—No —dijo tajante. El gesto bronco silenció de inmediato a Gharin—. Sé lo que vas a decir y no. No tiene nada que ver. Aquello fue producto de la Seda.

—Pero ella…

—No, Gharin. Basta —suspiró antes de volver a dirigirle la palabra a su compañero—. Nadie quisiera estar en su pellejo. Solo los dioses saben qué calvarios han sufrido para que su cabeza invente historias así. —Allwënn permaneció callado un instante, luego volvió la vista hacia Gharin con mirada fría—. Sean quienes sean esos muchachos, espero que podamos desembarazarnos de ellos lo antes posible o temo que nos van a traer muchos problemas.

Gharin recordaba vivamente que dijo exactamente lo mismo de ella.


 

Al parpadear, las imágenes del recuerdo se disipan lentamente. Los recuerdos vuelven a ser solo recuerdos y ante los ojos aparece de nuevo la escena nocturna que habían abandonado.

Gharin nos recorrió a todos con la mirada. Había matices extraños en nosotros. Muchas incógnitas por despejar. Aún existía hielo en nuestra relación, difícil de quebrar. Allwënn no parecía muy interesado en nuestra naturaleza. Resultaba demasiado arrogante como para andar preocupado en nosotros, demasiado orgulloso... o tal vez nos huía de algún modo. Una máscara de protección ante recuerdos dolorosos que quizá solo su amigo conocía. Sin embargo, a Gharin, su curiosidad lo atraía poderosamente hacia nosotros aunque él tratara de hacerlo pasar inadvertido.

Otro aullido de animal fustigó el campamento de parte a parte, esta vez mucho más cerca que el anterior, haciendo alzar de golpe las pupilas, antes sumidas en el sopor de la meditación. En ellas, era complicado ocultar un creciente temor provocado sin duda por los alaridos de las bestias del bosque.

—No llegarán hasta aquí —aseguró Allwënn para tranquilizarnos, con el ánimo sereno y calmado. Tanta seguridad, si bien no curaba el mal, sí, al menos, servía para que nos sintiéramos mejor.

Será por eso, porque estábamos más preocupados en nuestros pensamientos, por lo que nadie, salvo Alex, se percató de que la deliciosa morena se levantaba y buscaba un sitio junto a él. Tenía un tinte extraño en sus ojos. La conocía demasiado bien como para dudar de lo que quería.

—No, Claudia —le dijo apenas ella abría la boca.

—¿Por qué? —La voz de aquella mujer era capaz de ablandar la piedra. Alex señaló disimulando a su alrededor—. No creo que sea el momento.

—¿Por qué no? Cantemos algo. Me hará sentir mejor. Me hará olvidar cosas malas y recordar buenos momentos.

Alex se frotó la frente con cierto nerviosismo. Era incapaz de negarle nada a aquella niña cuando se ponía melosa. ¿Alguien podría hacerlo?

—¿Sin instrumentos?

—¡Qué más da! Necesito cantar, lo sabes. Necesito sacar muchas cosas.

—Dios, está bien. Te haré la segunda voz, pero solo eso. Por favor, algo sencillo.

Ella le sonrió satisfecha. Se acomodó con cierta coquetería y aclaró la garganta. Su voz amaneció en aquella noche fría. Despacio, con lentitud, casi en susurro.

Allwënn, que hasta ese instante la había estado observando sin demasiada atención, abrió los ojos mucho más de lo habitual y se incorporó adecuadamente. Poco a poco, todos los ojos, antes con la mirada en el vacío, todas las cabezas, antes trémulas y sin vida, se fueron tornando hacia la muchacha, atraídas sin duda por el embrujo de su canción. Todos. El poderoso Odín, el impresentable Falo, el suntuoso Gharin. Todos terminamos hechizados sin saber cómo exactamente. Recuerdo que la miraba, ausente del mundo entonando su melancólica cadencia de versos de los que acaso no consigo extraer un fragmento completo pero que sin duda eran tristes.

Al tiempo, hechizado el ambiente, conquistada la entregada audiencia con la visión de aquella dama, otra voz vino en su ayuda. Alex, arrancando una sonrisa a los labios de Claudia, se decidió al fin a acompañarla. Con una voz demasiado cálida para ser la de un hombre, secundó el canto nostálgico y bello que la chica nos ofrecía.

A pesar de que la balada convocaba a la lágrima, pronto, el mano a mano de ambos músicos, la pasión puesta en la garganta, nos hicieron emocionar y sonreír. La alegría, esa que es capaz de palparse y respirarse, contagió a todos los presentes. Realmente no solo Claudia logró ahuyentar su miedo. Su regalo sirvió para unirnos en aquella melodía y olvidar casi todo lo angustioso que ocurría alrededor. Incluso Falo, que se esforzaba por parecer distante, tenía sus ojos clavados en ella. Resultaba imposible no hacerlo. Aquella pequeña morena nunca estuvo más hermosa.

La miré, sé que la miraba como sé que lo hizo todo aquel que se sintiera hombre, y yo apenas lo era. Y es que la joven, aquella noche, irradiaba un poder capaz de hechizar a las mismísimas fieras que aullaban. Pensé, recordando cierta conversación con Alex, que quizá fuera cierto y tal vez la Claudia verdadera estaba allí delante, ante mí, cantando y tocando la guitarra. «Es su vida» me dijo en su momento, durante aquel forzado éxodo. «Su pasión y su motivo de existir; Claudia ha nacido para cantar; es eso lo que la hace diferente y la convierte en ella misma». «Se transforma», me dije. Ahora entendía muchas cosas y no me resultaba tan extraña la distancia que separaba a aquella Nyode que recordaba lejanamente en un escenario, poderosa, arrolladora y vibrante, de la Claudia que había conocido en tan extrañas circunstancias. Solo cuando obligaba a su garganta a estremecerse quebrando notas imposibles para la mayoría resultaba ser el único y fugaz instante en el que era verdaderamente ella misma.

Cuando al final la voz de la chica dejó de envolver la atmósfera, el grupo entero rompió en aplausos y piropos que aceptó con su rostro profundo y luminoso. La preciosa musa irreal se había desvanecido y había vuelto la veinteañera sonrojada y tímida que solía ser.

El hechizo se había evaporado.

Sin embargo, algo de él aún quedaba cuando los iris oscuros de la muchacha se cruzaron con el anillo verde iridiscente que envolvía los de Allwënn. Él no aplaudía con el mismo fervor que nosotros. Más apartado, se limitó a trazar una leve inclinación con su cabeza y a sonreírle con esa sonrisa de gratitud que visita los labios cuando alguien nos cautiva el alma.

Pero en ese efímero instante en el que ambos ojos se cruzaron y por un segundo se fundieron en una mirada, pude ver en las pupilas de la chica algo más. Ese «algo más» impredecible e inexplicable. Ese «algo más» que chispea escondido, como una estrella en el rojo horizonte del ocaso.

Y en ese instante sentí celos del bravo elfo y de todo cuanto le rodeaba.

Distante, casi oculto a nosotros, Allwënn siguió mirando a Claudia, aun cuando ella se viera inundada con nuestros comentarios y no pudiera, salvo alguna fugaz mirada, prestarle más atención.


 

El silencio se había cernido sobre el campamento más entrada la noche.

Solo el canto de algún ave nocturna rompía el callado mutismo del bosque. Allwënn aprovechó que todos estábamos durmiendo para levantarse del lado de la hoguera en el que se sentaba. Había pasado el resto de la velada atrapado por la inconsciencia, con la mirada hundida en recuerdos de un pasado quizá remoto. Se dirigió hasta donde descansaba dormida en su vaina la formidable espada que portaba y desapareció entre las sombras, internándose en el bosque.

Claudia había simulado su sueño. Con los ojos entreabiertos captaba las difusas imágenes nocturnas de los elfos que tanta fascinación le producían. Así, como una niña traviesa que espera engañar al adulto vio cómo el atractivo y enigmático personaje se perdía a solas en la noche. Aquello mordió demasiado su curiosidad. ¿Adónde iría de madrugada en solitario por el bosque? Aunque descabellada, la idea de seguirle se materializó en su mente y le pareció emocionante.

Con un disimulado movimiento de cabeza Claudia divisó cómo Gharin se preparaba para permanecer alerta durante la primera parte de la noche. Muy despacio, la chica se deshizo de las mantas y consiguió deslizarse los escasos metros que la separaban del radio de luz de la hoguera. Gharin, más preocupado en organizar sus cosas, no pareció percatarse de nada. Cuando se creyó fuera del alcance de sus ojos, Claudia se irguió encarándose con las frías tinieblas de la noche y se adentró en el abrazo del bosque.

 

Kallah se escondía a ratos tras las inmensas nubes que recorrían el nocturno cielo, pero daba una luz potente y clara. Lo suficiente como para ver dónde se pisaba y contemplar varios metros de suelo iluminado. Se alzaba lóbrega, recortándose sobre su cabeza por las altas copas de los árboles. Todo fue bien al principio, hasta que el reflejo del campamento se perdió tras ella. Había caminado más de lo que creía, intentando adivinar la dirección que habría tomado el elfo. Pronto, la luz que le brindaba el cielo comenzó a ser insuficiente. Las sombras se cernían sobre ella cada vez con más intensidad y el bosque, como un ser vivo en movimiento, comenzó a asustarla. Los mil ruidos de la noche comenzaron a asediar su ánimo. El ensordecedor silencio y el chasquido de sus propias pisadas aceleraron el bombeo de sangre.

Estaba inquieta. Empezó a sentir el peligro. No había ni rastro de Allwënn. Ni rastro de la hoguera. Solo tinieblas. Ramas que se movían al viento. Ramas que parecían correr a su lado, cerca de ella, deslizándose por entre los arbustos. El miedo es un sentimiento fuerte y obsesivo. Hace ver cosas que no existen. Oír ruidos más extraños de lo normal. Claudia tenía la sensación de que los árboles tenían vida propia y que sus ramas se alargaban con intención de atraparla con aquellos dedos huesudos y deformes. El viento parecía un ente inteligente y demoníaco que intentaba amedrentarla produciendo sonidos fantasmagóricos al silbar entre los árboles o haciéndole creer que algo se ocultaba entre las ramas de los matorrales cercanos. Intentó tranquilizarse, sin embargo, algo se cruzó sin permiso en su mente: «¿Y si en aquel mundo extraño los árboles pudieran andar o el demonio parecer el viento?». Su corazón comenzó a latir a toda velocidad. Se estaba planteando regresar cuando el crujido de una rama alertó a algún ave agazapada en el suelo que alzó el vuelo a pocos metros de ella. El batir de alas y el quebrarse de las ramas hizo que la adrenalina saliese en forma de grito. En su pecho, el corazón dio un vuelco. Sin dejarla reponerse, el aullido de alguna bestia se escuchó mucho más cerca de lo que le hubiera gustado. Aquello terminó erizándole los cabellos, el pánico hizo presa en ella.

El eco de una carrera llegó a sus oídos. Algo parecía abrirse paso por entre la maleza en una dirección imposible de precisar. El básico instinto de la supervivencia la llevó desesperadamente a volver sobre sus pasos sin ni siquiera atender dónde pisaba. Su visión se transformó en una estela de manchas que desaparecían a ritmo vertiginoso. Los árboles, las brumas y sombras se mezclaban en un caótico escenario a causa de la acelerada velocidad. Algo, como un calor que le marcaba la nuca, le advertía que aquello, fuera lo que fuera, la perseguía y estaba cada vez más cerca. En su ciega carrera, estimulada por el inmenso poder que otorga el miedo, solo pudo apreciar cómo una forma oscura y grande la cazaba al vuelo estrellándola contra el piso del bosque.

Como si el mismísimo cielo se le hubiese echado encima, golpeó el suelo con el peso de su agresor sobre ella. El impacto fue duro pero su cerebro poco tiempo tuvo para pensar en eso. Atacante y presa rodaron unos metros juntos por el suelo, colisionando con piedras y ramas hasta detenerse. Ella había acabado con la cara pegada a la tierra, bocabajo, aprisionada por el cuerpo de aquello que la había atrapado. Estaba fuera de sí. Solo podía chillar y patalear sin atreverse siquiera a abrir los ojos. Entonces, unas manos la aferraron, girándola boca arriba. Sus muñecas fueron fijadas al suelo con una fuerza mucho mayor de la que la joven hubiera podido combatir.

—Quieta. Quieta —le dijo una voz familiar—. Cálmate. —Pero ella distaba un abismo de escuchar y continuaba retorciéndose intentando liberarse—. ¡Escucha, maldita sea! ¡Quédate quieta de una vez! —gritó desesperado moviendo con fuerza los brazos de la chica. Ella, al escuchar la enérgica voz, abrió los ojos de golpe para encontrase de repente con una silueta entre sombras que la miraba tras unos orbes verdes brillante.

—Ahora vas a ser una buena chica y te calmarás.

En esta ocasión, reconoció a su anónimo adversario antes de verle.

—¡¡Allwënn!! —exclamó para sí.

El joven estaba sobre ella, aferrándole los brazos al suelo impidiendo el movimiento. Su negro cabello caía a ambos lados del rostro de la chica enmarcándolo sobre el suelo. Claudia tenía el cuerpo de aquel atractivo muchacho sobre el suyo, sentía cada pliegue, cada vibración y tensión de sus músculos sobre su piel suave. Ambas respiraciones se fundían y los latidos del corazón, frenéticos en ambos pechos, se sincronizaban. Él sentía cómo el corazón de la chica golpeaba desde su prisión como si quisiera salirse y alojarse en su cuerpo. De hecho suponía que ella también escuchaba el bombeo en su pecho. En aquellos momentos de indefensión, la comprometida situación la turbó durante unos instantes que le parecieron eternos.

—¿Qué hacías caminando sola por el bosque? —La voz pausada de Allwënn la sacó de sus pensamientos. Ella apartó la mirada en un gesto de orgullo.

—Solo paseaba —contestó sin darle más importancia.

—¡¿Paseabas?! —exclamó absorto, y de un brusco tirón la arrancó del suelo obligándola a levantarse—. ¿Pasear? ¡Maldita sea! ¡Corrías como una histérica! Ni siquiera... ni siquiera vas armada. Aunque atendiendo a tu forma de cabalgar dudo que seas capaz de empuñar una espada. ¿Tienes acaso idea de lo que hay ahí fuera? —Indicó él apuntando con su dedo las oscuras profundidades del bosque—. No, claro que no lo sabes. Dime, ¿adónde ibas?

Claudia quedó sin palabras. Los ojos de Allwënn la atravesaban con crispación. Sus iris brillaban con un fulgor fantasmal en ausencia casi total de luz.

—¿...y dónde ibas tú?

—Eso no es de tu incumbencia —replicó el elfo.

—Yo podría decirte lo mismo.

—¡Oh, vamos niña! Te triplico la edad y voy armado. No dudes que sé cuidar de mí mismo.

—Yo también sé hacerlo.

—Claro... no lo dudo —exclamó Allwënn con una marcada expresión de sarcasmo que acabó por enfurecer a la chica. Probablemente no lo pensó. No al menos detenidamente. Tampoco es que Allwënn esperase aquella reacción por parte de la joven. Lo cierto es que antes de que la huella de sarcasmo desapareciese del rostro del elfo, otra huella, la de la mano de Claudia, vino a hacerle compañía. El rostro de Allwënn se dobló de dolor y regresó con la mirada cargada de odio en las ascuas esmeralda de sus iris.

—¿Y si fuera un oso? ¿Te defenderías de él a bofetadas también?

Claudia estaba lo suficientemente enfadada como no ver en aquella frase sino otra muestra de sarcasmo con el que humillarla y estaba cansada. Su mano quiso regresar a aquel rostro insolente.

Esta vez no golpeó en el blanco. La curtida mano del elfo interceptó el golpe antes de que ella alcanzara a impactar sobre su cara. Y lo hizo con una desgana tal que se diría que solo trataba de espantar a una mosca. Claudia trastabilló. Lo intentó una tercera ver, con mucha más rabia que las anteriores. En esta ocasión Allwënn cazó aquella mano por la muñeca. El brazo del guerrero parecía una rama de roble. Inquebrantable, como si tratase de doblar una extremidad labrada en piedra. Ella jamás se había encontrado con alguien semejante, salvo, quizá, cuando bromeaba con su viejo amigo Odín.

De la misma forma que un perro vapulea un trozo de trapo, así la joven fue izada y zarandeada hasta derrumbarse entre los brazos del recio muchacho, quien acabó por inmovilizarla. Solo uno de los brazos de Allwënn bastaba para cercar, como un cinturón de músculo, ambas extremidades de la joven. Estas trataban inútilmente de zafarse de tan férreo abrazo. Con las furiosas acometidas tan solo lograba clavarse la red metálica que protegía el pecho del elfo en la suave y fina piel de su espalda. El brazo libre del muchacho apareció armado con un terrible cuchillo. Una pieza menor, si se la juzgaba en relación con la formidable espada que portaba, pero no por ello menos temible. Su dilatada hoja brilló al contacto con un rayo de luna solo un segundo antes de que su filo rozase su delicado cuello.

—Pegas bien —aseguró Allwënn modulando con endiablada malignidad el caudaloso torrente de su voz—, pero no lo suficiente. —Ella notaba la tensión en los músculos del elfo, su terrible fuerza. Era consciente de que no podría moverse hasta que el elfo decidiese soltarla. También percibía la ira que le embargaba y por un instante fue consciente de que se hallaba prisionera de un extraño que le amenazaba el cuello con un cuchillo de grandes dimensiones en mitad de la noche.

Sintió miedo.

Él, por su parte, escuchaba el furioso latir de su corazón escapándose entre las delicadas formas que su robusto brazo aprisionaba. La miró. Los ojos brillantes de Allwënn contemplaron a la derrotada joven y algo, aquello mismo a lo que trataba de dar un nombre, volvió a traerle visiones y recuerdos pasados que cruzaron su alma y expiraron a velocidades de vértigo.

Ella quedó hechizada por el magnetismo profundo de su agresor. Le odiaba tanto en ese momento que le escupiría a la cara. Pero esos ojos... esa mirada. Le escupiría, probablemente, lo tenía claro. Lo que no sabía es si antes o después de besarle.

—Tú no eres mi padre —le dijo en un arrebato inconsciente—. No he pedido que seas mi protector ni mi ángel de la guarda. Si me apetece pasear lo haré.

Aquel cabeceó unas débiles negativas.

—Así que eres irreductible —manifestó ahora con una tranquilidad lejos del enfado pero también lejana a la dulzura. Entonces le suavizó la presa y le retiró el acero del cuello. Claudia no tardó en despegarse de él.

—Parece mentira que seas tan insensata o es que tal vez no quiero pensar que solo eres una estúpida cría inconsciente —la reprendió mientras guardaba su cuchillo—. No sé en qué olvidado lugar has estado encerrada todo este tiempo pero pronto aprenderás que aquí sobrevivir es llegar a ver amanecer al día siguiente. Y eso no es fácil, niña. Solo sobrevive el que menos errores comete y tu actitud no hace pensar precisamente eso. Esta noche has tenido suerte de que yo estuviera cerca... y sigues con vida. Pero tal vez mañana te veas las caras con la Muerte y nadie sobrevive a ese duelo.

Las palabras de Allwënn la dejaron pensativa. Por un instante el chico quedó mirándola pero pronto la apartó de la vista y la encauzó fuera del lugar.

—Todos hemos de morir algún día.

Allwënn se giró despacio a las palabras de la joven y la contempló una vez más. Ahora en sus pupilas una húmeda nostalgia empañaba su mirada, bañándola en una candidez sobrecogedora, como la de un amargo recuerdo.

—No se trata de cuándo vas a morir, Claudia —dijo con un hilo de voz, modulado y sereno—, sino de cómo... y por qué. Es tan estúpido morir sin un motivo, por un error, sin ningún sentido. Y yo he visto tantas muertes inútiles... Todos tus recuerdos, todas tus emociones y sentimientos se desvanecen por una estupidez. La muerte te atrapará, no lo dudes, pero no consientas que lo haga tan joven. No permitas que marchite esos ojos, o tu voz. Tú te irías pero quizá dejes a alguien aquí que lo sintiese para el resto de su vida.

Estaban ambos fundidos en aquella mirada cuando en la vegetación próxima un crujir de ramas los sorprendió. Allwënn, en una reacción más propia de un animal al acecho, se puso alerta y de un rapidísimo movimiento desenvainó la espada, colosal, cuya hoja reflejaba el brillo de la luna iluminando la noche. Para su asombro, una figura de dorados bucles asomó por el frondoso boscaje empuñando su espada en actitud de defensa. Sus ojos escudriñaban la escena pasando de su compañero a la chica, de la muchacha a su compañero en un barrido fugaz y desconfiado.

—¿Qué ha pasado? —dijo sin bajar la guardia—. He oído gritar a la chica.

Allwënn le indicó con un leve movimiento de su espada que bajara el arma.

—¿Qué demonios hace ella aquí? —preguntó mientras el acero entraba en su vaina con un prolongado chirrido.

—Eso me gustaría saber a mí —le increpó el elfo de oscuros cabellos—. ¿Es ésta tu manera de montar guardia, Gharin? Es un milagro que aún estemos vivos.

Gharin intentó evitar la respuesta mientras se dirigía hasta la pareja. Sabía que Allwënn tenía razón y que indirectamente él era culpable de que la joven se encontrara allí.

—¡Llévatela! —Ordenó Allwënn a su amigo mientras éste envainaba la espada al alcanzar la altura de la muchacha—. Y si vuelve a dar problemas, átala al tronco de un árbol... y tápale la boca.

 

 

—Le odio. —Claudia se sentó ante la hoguera aún enfadada y molesta. Se sentía mal por lo ocurrido pero peor le habían sentado las palabras del elfo. ¿Cómo podía ser tan...? ¿Tan…? —Le odio. —Se repetía a sí misma.

Escuchó unos pasos tras ella y antes de poder volverse sintió en su piel el suave roce del pelaje que confeccionaba su manta. Gharin le cubrió los hombros con ternura y ella terminó acomodándose al recién proporcionado abrigo. El rubio elfo tomó asiento en el tronco de un árbol cercano. Portaba una bolsa pequeña de cuero y su carcaj de flechas. Sobre uno de sus hombros pendía el espléndido arco de guerra de tallada madera. Dejó el carcaj a un lado, lugar donde también acabó abandonando el arco. Clavó su espada en la tierra, cerca de él y se arrellanó en el sitio dispuesto a trabajar sobre un trozo de madera que extrajo de la bolsa.

—Será idiota.

Claudia se había ensimismado en sus pensamientos y no se percató de que aquellos habían salido de sus labios sin pedirle permiso. Una voz a sus espaldas hizo saber que había sido escuchada.

—Seguro que sé de quién hablas.

Claudia se volvió y observó cómo Gharin no había levantado la vista de sus tareas. A ella le pareció extraño que el muchacho consiguiera oírla. Sin duda hubiera tenido tiempo de sorprenderse por ello de no necesitar descargar su frustración con alguien.

—Sí. Ese amigo tuyo es todo un personaje, ¿sabes? No he visto jamás a un tipo con mayor falta de tacto. Es un perfecto idiota y muy, muy grosero. ¡Asqueroso prepotente! ¡Y un machista!

—Y más terco que una mula, ¿verdad? —Prosiguió el joven para asombro de Claudia.

—E... ¡Eso es! —corroboró aquella un tanto desconcertada.

—Y gruñe como si siempre tuviese un puñado de espinos clavados al trasero.

A Claudia le resultó cómica la imagen mental que suscitó ese comentario y logró rebajarle la tensión.

—Además es intolerante, orgulloso como un tirano y rabioso como un macho en celo. Llevo más años de los que puedo contar cabalgando a su lado. No hay nada que puedas decirme que yo no sepa.

—¿Y por qué sigues con él? —Gharin quedó mirando a la chica y en sus ojos se dibujó la comprensión.

—Porque todos estos años también me han demostrado que es el corazón más noble y leal de cuantos puedas encontrar en tu camino. Un maldito loco suicida que parece burlarse de la muerte, es cierto. Y el más ardiente guerrero que haya pisado esta tierra. La mejor espada de todos los tiempos. Sí, ese es Allwënn. Todo un carácter. Bronco, canalla... y sublime. Es el precio a pagar por su mezcla de sangre.

—¿Mezcla de sangre? —pensó ella, y no pudo resistir la tentación de coger su manta y acercarse al atractivo elfo. La verdad es que poco habíamos conversado con ellos salvo lo estrictamente imprescindible, así que el hecho de que Gharin se mostrase tan abierto era digno de aprovechar.

—Bueno, es evidente —aseguró el apuesto joven con cierta obviedad—. Es fácil notar que por nuestras venas no existe la pureza de sangre que los elfos exigen a su estirpe. Mi madre era elfa pero ni ella ni el resto de los miembros del clan revelaron nunca la identidad de mi padre. Todo lo que sé de él es que era... de tu especie. Un humano.

Claudia estaba absorta escuchando al muchacho. Aquel prosiguió.

—Sin embargo, Allwënn sí conoció a su progenitor. No se trataba de un hombre, un humano, como cabría esperar. Para desesperación de los patriarcas del clan el retoño que crecía dentro del vientre de una de sus hijas era... de estirpe enana.

Gharin levantó la vista de donde la había tenido hundida hasta entonces y al alzarla se cruzó con los ojos oscuros de la muchacha. Algo vio en ellos que le hizo sonreír. Ya había visto en una ocasión una mirada parecida. Ya estuvo hace mucho tiempo en una situación muy similar. ¿Cómo es posible que se parecieran tanto? Alejó el pensamiento y continuó narrando.

—Lo peor no era que el bebé fuera a llevar sangre de enemigos en las mismas venas. Lo que verdaderamente irritaba a los patriarcas del clan era que Sammara, la madre de Allwënn, hermana de Ysill’Vallëdhor, Príncipe del Fin del Mundo y Brazo de Escuadra de las Plumas Arcanas[1], amara realmente al padre de su vástago.

Poco a poco, Claudia comenzaba a comprender lo que Gharin iba narrando. Empezaba a darse cuenta de lo realmente asombroso de aquella historia. Si lo que salía de los labios del joven era cierto, Allwënn era un semielfo inaudito, mezcla de elfos y enanos. Ella ya conocía las diferencias entre ambas razas. Había sido harto explotado en la literatura. Resultaban muy lógicas, pues representan, la una para la otra, la pura antagonía. La muchacha no sabía si era ese el motivo que la hacía odiar al mestizo con rabia o si por el contrario era precisamente esa la causa por la que se sentía irremediablemente atraída por su aura. Por mi parte, poco suponía yo de la naturaleza de los jóvenes. Aunque la diferencia entre un elfo puro y un semielfo, tan evidente a ojos de los primeros, es casi inapreciable para el resto de los observadores; sí he de reconocer que, si bien nada sospechaba sobre Gharin, la musculatura de Allwënn me hacía dudar acerca de su pureza. Sin embargo, lo último que hubiera pensado es que era la estirpe de los enanos la que estaba ligada a la élfica sangre de aquel guerrero.

Gharin se detuvo un instante antes de continuar. Su mano se alargó hasta aferrar los dedos helados de la joven. Ésta casi se sobresaltó, sin apartar los ojos de sus iris, cuando el tacto cálido del semielfo se extendió por su piel.

—Dentro de Allwënn existe un conflicto interno, una lucha antagónica entre dos mundos irreconciliables. En apariencia, en formas, es todo un elfo pero su corazón y su alma tienen el coraje y temperamento de los enanos. Un enano viviendo en el cuerpo de un elfo y un elfo que piensa y siente como un enano. Tengo que admitirlo, ni siquiera él sabe dónde empieza uno y dónde el otro.

—Hablas de él como lo haría un enamorado —confesó ella suspirando. Gharin dibujó en sus labios una enorme sonrisa y no pudo evitar dejar escapar unas leves carcajadas ante el comentario.

—Quizá sea porque en su fondo hay algo de enamorados en todo este asunto. —Gharin volvió a detenerse con la sonrisa en los labios—. No. Quizá hablo así de él porque hay pocos recuerdos de mi vida en los que ese endemoniado mestizo no aparezca por una u otra razón.

—¿Sí? —exclamó ella—. ¿Tanto tiempo hace que os conocéis?

—Demasiado —dijo él—. Apuesto a que conocía a ese bastardo iracundo antes incluso de que nacieran tus padres. Provenimos del mismo clan. El clan Sannshary, de los bosques húmedos de Armín. Y desde el día de mi expulsión no nos hemos separado. Aunque ahora, desde la Rebelión de los Templos y la Guerra nada es como antes.

Claudia se había quedado clavada en el sitio algunas frases atrás. En ese instante creyó recordar que en su discusión, Allwënn llegó a decirle que le triplicaba la edad. Pero aquel dato había permanecido escondido en su memoria hasta aquel momento. Nadie diría, mirándolos a la cara, que ninguno de los dos pasara de la treintena de años y, aun si...

De repente una imagen se coló en su cabeza: ¡Los elfos son longevos!

Y así parecía ser en realidad. ¿Qué otra explicación podría tener? Aunque lo que voy a narrar a continuación no llegaríamos a conocerlo en detalle hasta mucho más avanzada la historia. Un elfo tiene una esperanza de vida de unos dos siglos y medio. Aun con esto, no es raro que los ancianos terminen acercándose mucho más al tercer siglo. Los bebés elfos desarrollan su metabolismo al mismo ritmo que un recién nacido humano hasta cumplir aproximadamente los diez primeros años de vida. A partir de esta edad el niño elfo comienza a ralentizar progresivamente su envejecimiento hasta el momento aproximado en que cumple los treinta años. Esta fecha simboliza la mayoría de edad para un elfo y es, por tanto, considerado adulto. Por entonces su fisonomía responde ya a la de cualquier adolescente humano. Llegada esta edad, el ritmo de envejecimiento de su cuerpo suele equilibrarse a razón de diez años por cada treinta de vida. Por esta razón no es extraño que lo que a nuestros ojos se presenta como una hermosa elfa madura, en lugar de cuarenta sean más de cien los años que posea. O como en el caso de nuestros amigos, los apuestos jóvenes hayan superado con creces el límite de los cincuenta años.

Claudia le preguntó vacilante la edad e intentó no delatar su asombro cuando Gharin le confesó que llevaba viviendo noventa y un años.

—Allwënn es catorce años más joven que yo, pero supongo que tampoco lo habrás notado. No te culpo, nadie suele distinguirlo.

Claudia no podía creer lo que escuchaba.

—Cuéntame más cosas sobre vosotros, sobre cómo os conocisteis, qué relación teníais. Me gustaría saberlo. Has hablado de tu… ¿expulsión?

El rubio muchacho la miró con cierta insinuación con sus llameantes y extraños ojos. También él ardía en deseos de conversar con la chica.

—Lo haré si tú me confiesas algo sobre ti y tus amigos —dijo tras una pausa en la que no apartó la vista de las pupilas melancólicas de la chica. Ella aceptó con un tímido cabeceo, no sin antes rogarle iniciase él la charla.

—Yo no fui el primer híbrido del clan —comenzó a contar el chico ante la absorta mirada de ella— pero mi nacimiento se consideró un mal augurio. Y, no teniendo otro argumento más sólido que explicase por qué, se me culpó a mí de la tumultuosa relación de los padres de Allwënn. Ningún elfo podría amar a un enano si no estaba cegado por la Oscuridad y los designios de los Dioses del Abismo. Aun así, nada podían hacer contra nosotros. Los elfos son tan celosos de lo suyo que, a pesar de reconocer que la mitad de la sangre de un mestizo es extranjera y por lo tanto despreciable, son conscientes de que la otra mitad es elfa y se sienten obligados a protegerla. El clan tiene la obligación de mantener a cualquier hijo de nadie, que es lo que somos para ellos, hasta que cumpla la mayoría de edad. Entonces nos expulsan. Él y yo siempre fuimos diferentes al resto de los elfos de nuestra edad. Él mucho más que yo. Aprendimos a crecer juntos y a necesitarnos. A mí me fascinaba su fuerza, su carisma, su energía inagotable y toda su pasión. A él le atraía de mí la capacidad para escuchar, el que siempre secundara sus propuestas por descabelladas, peligrosas o estúpidas que parecieran. Mi buen humor, según dice... Aunque lo que de verdad era digno de alabanza era nuestra facilidad para meternos en problemas. Cada vez que rememoro aquellos lejanos días lo recuerdo maquinando alguna trastada. Y yo me veo como un infeliz, secundando todo aquello que salía de su cabeza. Lo pasamos bien... y nos hicimos hombres.

La verdadera prueba de fuego vino el día antes de mi expulsión. No solo tendría que marcharme para siempre del bosque que me vio nacer, sino que con él me arrancarían todo lo que había sido importante para mí hasta aquel momento. Mi hogar, mi hermana, mis vínculos más sagrados... y sobre todo me separarían de él. Yo sabía que en algún momento ese día iba a llegar, pero siempre quise verlo como algo lejano, que en el fondo pasaría sin tocarme. Creo que fue esa mañana el momento en el que comencé a conocerle de verdad. Aquella mañana nos hicimos adultos.


 

Era muy temprano. Cerca del riachuelo, la niebla que crece en la noche cubría el suelo como un manto brumoso que ocultaba de la vista el verdor de la foresta. Aún no cantaban los pájaros y la escena estaba sumida en un silencio sobrecogedor y fantástico, sin que nada alterase la quietud del bosque. Solo los cascos de la blanca montura de Allwënn traspasaron la cristalina y helada corriente del río con un sonoro chapoteo. En su rostro aún no se dibujaban esas marcas profundas que brinda la experiencia, esos rasgos varoniles y curtidos que tanto carisma y misterio le terminarían aportando a su mirada. Su rostro aún no lo sombreaba el recuerdo de una barba rasurada. Su cara era la de un niño y su cuerpo tampoco se plegaba todavía en haces de músculos fuertes y poderosos, ni de su cinto pendía aún su legendaria espada. Sin embargo, sus negros cabellos ya se despeñaban en tanta longitud con ese tono tan negro como boca de lobo y propenso, desde entonces, a la decoración. En sus ojos también anidaba ya esa chispa enigmática que anunciaba la forja de un espíritu indómito.

—¡Gharin! ¡¡Gharin!!

Sus gritos resonaron potentes en el callado paraje, dilatándose en un millar de voces conforme golpeaban en la inmensa cantidad de árboles y se alejaban en la distancia. Asustados, los pájaros cercanos emprendieron vuelo. Caballo y jinete estaban inquietos. El animal se movía en círculos sobre el mismo lugar, pisando la fría corriente del río que bajaba mansa saltando sobre las peñas cubiertas de musgo y bruma. De la superficie se escapaban volutas de vapor que se unían a la capa de niebla que cubría el bosque. Lo llamó otra vez, pero el silencio volvía a apoderarse del paraje en cuanto los ecos de su voz se iban consumiendo. Sin embargo, aquel joven mestizo de enanos estaba seguro de que su compañero se encontraba allí. El caballo no dejaba de girar a un lado y a otro, facilitando la tarea de escudriñar todos los ángulos, aunque un tanto complicado de manejar.

—¡Gharin, maldita sea! ¡Contesta! ¡Sé que estás ahí!

Una flecha pasó silbando muy cerca de su rostro para acabar incrustando los mortales centímetros de su punta en la recia madera de un árbol que extendía sus raíces en la orilla. Allwënn agitó las bridas de su inmaculado corcel para girarse en la dirección de la que había partido el proyectil con sus ojos cargados ya de la ferocidad que aún hoy inflama sus pupilas. De entre la tupida masa de árboles, a través del gaseoso cristal de la bruma, el esbelto y grácil cuerpo de Gharin se dejó ver. En sus manos portaba un arco cuyo carcaj pendía de su cinto con algunas flechas en su interior. Ya por aquellos entonces ganaba en estatura a su amigo y, en esos días, era su cuerpo el que parecía más adulto, mucho más hecho que el de su incipiente compañero. Sin embargo, sus dorados bucles caían algo más cortos y, en su siempre lampiño rostro, sus ojos reflejaban aún esa inocencia de un ser que ignora aquello que se escondía tras las murallas de árboles que limitaban la frontera del dominio de los elfos con el resto del mundo, donde sería confinado a partir de ese día.

—Te habría matado de haber querido —afirmó con arrogancia mientras se acercaba.

—Te equivocas de bando. Mi padre dice que un hombre que no sabe distinguir sus amigos de sus enemigos es alguien que tiene sus pasos contados.

Gharin se detuvo a la orilla, ante las frías aguas del riachuelo.

—¿Quién te ha dicho que estaba aquí? ¿Y qué haces con el caballo cargado?

A Gharin le extrañó verle tan temprano en aquel paraje solitario, pero más le extrañaba aun el hecho de que lo hubiera equipado por entero y lo hubiese cargado con alforjas y pertrechos de viaje.

—Supuse que estarías aquí lloriqueando como una niña —contestó aquel.

—¡Yo no lloriqueo! —exclamó enérgicamente a su amigo—. Pero no sabes lo que estoy pasando.

El joven se abatió como el mar sereno tras la ventisca. Un baño de tristeza empapó su semblante como si el mundo entero pesase sobre su espalda. Y así, una gravedad profunda venció su habitual buen humor.

—Mañana será el gran día, ¿sabes? —le dijo al joven jinete—. Mañana, justo al primer alba, como ahora. Cuando los rayos de Yelm despunten por el horizonte y atraviesen la barrera verde de estos mismos árboles yo habré cumplido un año más y de su mano vendrá mi mayoría de edad. Entonces el clan me llevará ante el templo de Elio y los patriarcas anunciarán al clan que ya no tiene obligaciones conmigo. Que yo, Gharin, hijo de elfos y humanos, hijo de nadie, ya no pertenezco al clan y que dispongo hasta el segundo crepúsculo para abandonar estas tierras. Dirán que ya no soy un Sannshary. Que no soy digno de estar entre elfos, ni soy digno de sus bosques, ni de sus cultos, leyes, ritos ni mujeres. Que todo cuanto conformó mi única realidad ya no me pertenece. Mañana, Allwënn —dijo con tristeza alzando la vista hasta su amigo—, me marcharé y dejaré aquí todos mis recuerdos y no volveré jamás a pisar estas lindes que tantos versos han inspirado a mi lira. No volveré a ver a esas jóvenes que tantas veces me han hecho suspirar y tantos deseos me han hecho sentir. No volveré a verte, amigo, ni a ti, ni a mis hermanos...  —Los labios del chico se esforzaban por contener, no se sabe si el llanto o la ira—. ¡Por todos los dioses, Allwënn! Mañana no seré distinto a hoy o a años atrás y seguiré necesitando lo mismo que entonces. ¡No somos distintos a ellos, Allwënn! Sangramos como un elfo, pensamos como un elfo, sentimos como elfos. ¡Por Alda! ¡¡Somos elfos!! ¡La mitad de nuestra sangre también lo es! No he sido otra cosa y no sabré serlo. Me he forjado en sus bosques, con sus gentes. Tengo su lengua, sus letras, su música. Tenemos su cuerpo. Pero mañana ya no quedará nada, todo habrá acabado.

—Mañana no, Gharin. Nos iremos hoy —anunció con rotundidad Allwënn—. He traído tus cosas.

—¿Hoy? —preguntó extrañado el joven pensando que se trataba de una broma— ¿Y qué quieres decir con «nos vamos», Allwënn? —El aludido tiró de las riendas para tranquilizar al animal que había vuelto a inquietarse.

—Lo que oyes —dijo, con tanta autoridad que hizo enmudecer a Gharin—. Me voy contigo.

—¿Estás loco? Aún eres un crío. Se supone que el mayor de edad seré yo. ¿Qué quieres? ¿Meterte en un lío? Por Elio, Allwënn ¿Qué intentas demostrar? ¿Se puede saber qué pintas tú en todo esto?

El carácter que la sangre de enanos le había conferido se hizo notar en sus palabras. Ningún otro elfo hubiera hablado como él habló.

—Mañana es su gran día, Gharin. Todos aquellos que hasta hoy mismo volvieron los ojos de desprecio, mañana sonreirán al fin pues podrán decirte a la cara que tu sangre no es como la suya ni la de sus hijos. Desengáñate, Gharin, no eres un elfo puro y nunca lo serás. Y siempre habrá alguien que te lo recuerde. Tú te sientes elfo pero no lo eres y a eso se aferrarán con todas sus fuerzas mañana para expulsarte. Tus palabras o las mías, lo que sientas o pienses, a pocos les importa. Ellos tienen las leyes y mañana se creerán afortunados por poder decretar tu expulsión. Mañana serás tú, amigo mío, y yo me quedaré contando los días que resten hasta mi propia expulsión. Que no llegará mañana, Gharin, ni al próximo amanecer, ni dentro de una estación o dos; pero llegará. Entonces volverán a brillar sus dientes cuando sonrían al pronunciar mi nombre ante el templo de Elio. Y volverán a sentirse vencedores cuando me vean cruzar la frontera. Nunca olvides que la mitad de tu sangre es vaharii[2] pero la mitad de la mía es enemiga. ¡¡No pienso darles ese placer!! ¡No voy a quedarme esperando que las leyes agoten el plazo que marque el fin de mis días en este bosque! ¡No pienso aguantar sus sarcasmos ni que con palabras solemnes dictaminen que ya no soy bien recibido por los que son la mitad de mi raza! Tal vez solo sea un crío, como todos dicen. Quizá aún falten algunos años para que las leyes consideren que puedo valerme por mí mismo. No necesito que sus leyes me digan nada. ¡¡Al mismísimo pozo de Sogna con las leyes y con los que las dictan en pos de su justicia!! ¡Con Sogna, todos aquellos que piensan que somos como los vástagos de Doro[3]! ¿Quién los necesita? Mi padre me dijo que era mi corazón la única voz y la única ley que merecía la pena escuchar; y que podría vencer al mundo exterior si era capaz de vencerme a mí mismo. No me asusta lo que hay ahí fuera, tras el límite del bosque. No puede ser peor que lo que yo llevo dentro.

 


 

—Ese día entendí que él jamás sería como yo. Él nunca se había sentido elfo y nunca lo haría. Había tanto de elfo en él como en mí pero ese temperamento, ese carácter arrollador y terrible como el paso de un huracán solo podía venir de los enanos. La mezcla con la sangre enemiga. La mezcla de dos orgullos poderosos: la soberbia de los elfos y el coraje de los enanos. La elegancia y la rudeza, el fuego y el hielo. Todo aquello daba como fruto a Allwënn y no puede entenderse otra explicación. Mi corazón jamás latiría al mismo ritmo que el suyo. Si a mí me asaltaban las dudas sobre mi identidad, su dialéctica debía ser, y de hecho es, terrible y constante. Hay otros como yo, pero ninguno que camine entre Las Dos Tierras[4] como él.

 

La noche había avanzado más de lo que parecía. El tiempo, en apariencia detenido con la historia de Gharin, había pasado deprisa y Kallah caminaba sin tregua por la negra cubierta del cielo cuajado de estrellas. En las oscuras pupilas de Claudia se habían acumulado las lágrimas. Al menos, sus profundos iris estaban húmedos, al borde de derramar el claro y amargo caudal hacia sus mejillas, pero Gharin no la pudo ver. Él andaba con la vista perdida. Había quedado así durante unos instantes, los suficientes para que ella lograse enjugarse el llanto antes de que el muchacho tornase de nuevo sus ojos. Claudia volvió su mirada hacia el impenetrable abrazo del bosque, hacia aquella jaula arbórea y profunda, plagada de sombras por la que aún vagaba el misterioso guerrero de largos cabellos de ébano. Tal vez se había precipitado al juzgarle. No lo sabía con claridad. Lo único que acertaba a comprender es que por alguna inexplicable razón, tan solo escuchar su nombre o recordar su imagen evocaba un suspiro en su pecho.

—Prometiste contarme algo sobre ti. —La voz de Gharin la sacó de repente de sus pensamientos—. Yo he cumplido, creo que ahora es tu turno.

Ella trató de organizarse antes de hablar y alejó las imágenes que su ilusión había dibujado del apuesto mestizo de enanos.

—El lugar del que yo vengo es totalmente distinto a este —comenzó a decir la joven sin poder retener un suspiro al rememorar su hogar—. No existen orcos. La gente hace tiempo que dejó de llevar espadas y flechas. En el cielo no hay dos soles y el aire en pocos lugares es tan puro como aquí. Vivimos en grandes ciudades llenas de humo. Nadie monta caballos, sino que conducen vehículos. Sufrimos estrés, el mercado cotiza en bolsa, mandamos satélites al espacio y destruimos la capa de ozono. No tiene nada que ver con tu mundo, pero es nuestro hogar y queremos volver a casa. ¿Por qué tendría que contarte esto si no creéis nuestra historia?

Claudia miró decepcionada hacia otro lugar, apartando la mirada de los iris brillantes del chico.

Gharin le cogió suavemente la barbilla y la obligó a mirarle.

—Cuéntame —le dijo en un susurro con su dulce voz—. No te preocupes si te creo o no, es lo menos importante. Tú solo cuéntame. Yo únicamente deseo escucharte—. Ella creyó ver dibujada la sinceridad en sus palabras y cabeceó una leve afirmación—. Háblame de tus amigos. —Ella suspiró. Supuso que no había elección.

—Conozco a Alex desde hace algunos años, pero al lado de lo vuestro ya no me parece tanto tiempo —afirmó sonriendo—. Es casi como mi hermano. También estamos unidos por un vínculo muy especial. En ocasiones le he sorprendido a la escasa luz de una lámpara con la guitarra en la mano, un papel en blanco y un lápiz; doblegando su ingenio al máximo para componer unas letras. Somos músicos, ¿sabes? La música había sido hasta ahora nuestra única meta en la vida. Ese poder de creación, esa capacidad para seducir a las palabras y atarlas a una melodía siempre me inspiró una admiración profunda. Sin embargo, él suele decir que solo cuando mi voz reviste sus versos es cuando realmente son dignos de presentarse al mundo. Alex es un chico sincero y leal, apasionado y romántico, incapaz de vivir en otro mundo que no sea el suyo. Con esa alma, ha nacido para ser algo grande. —Gharin la escuchaba fascinado, sin perder detalle—. Alex es mi protector, atento siempre que nada me falte, preocupado por todo lo que pueda dañarme. Se comporta a veces como un padre, pero es siempre mi confidente y mi amigo. El mejor que he tenido y sé que jamás tendré, ¿sabes? —Confesó después de una pausa—. Creo que también hay un poco de amor en todo esto.

Gharin no pudo por menos que sonreírle.

La conversación se alargó. Gharin, ciertamente, poco comprendía acerca de la gran mayoría de conceptos y términos que la chica utilizaba, pero quizá, tal y como le advirtió, era lo menos importante, a lo que menos atendía el joven era a las palabras. Como bien le había prometido, él solo quería escucharla, por eso hacía pocas preguntas.

—Odín no es tan fiero como puede parecer por su aspecto, aunque no me gustaría estar en tu pellejo si le haces enfadar. Es un tipo bonachón y poco dado a las discusiones. Era el portero del local donde solíamos tocar. Conoció a Alex allí. Odín es un alma tranquila, dialogante, paciente. Él sabe que su aspecto amedrenta al más temerario y se siente feliz protegiéndonos con su faz de tipo duro. Es un buen músico y un amigo paciente. Es bueno, capaz de escuchar, ya que, según él asegura, no sirve para dar consejos. Sé que está ahí para cuando lo necesite y sé que mañana seguirá estando pase en el mundo lo que pueda pasar.

Gharin la miró a los ojos y sonrió despacio. Así, ambos prosiguieron un tanto más la charla hasta que el joven preguntó por ella.

—Creo que nací ya con la marca de la música. A los seis años alguien de mi familia se dio cuenta de que quizá tenía cierto talento musical cuando, de oído, tocaba canciones infantiles con la flauta. A los doce ya tocaba el violín y la guitarra. A los dieciséis terminé piano y canto, sin embargo, mis padres siempre esperaron que aquello no fuesen más que las típicas locuras de una jovencita. Papá es un hombre severo. Él hubiese querido que fuese una letrado eminente, mejor juez, o quizá una importante mujer de negocios. Todo menos músico. Lástima, porque no entendía que ya había nacido músico y poco podía hacer él por impedirlo. A los catorce años los psicólogos detectaron que mi coeficiente intelectual era superior a la media, ¿sabes lo que es el coeficiente intelectual? —preguntó a Gharin, aquel le contestó que sí por pura inercia—. Mis padres vieron ahí una mina de oro. Supusieron que con mis cualidades pronto llegaría a colocarme como una de las carreras más prometedoras del país. Quizá pensaron que sería ministro o algo parecido. Por eso jamás me perdonarán que a los dieciocho, momento en el que los humanos cumplimos la mayoría de edad —dijo con cierta sorna rememorando palabras del semielfo—, cogiera mi música, mi ropa y me largara de casa. Alex y Odín buscaban una vocalista para su grupo y pusieron un anuncio en el conservatorio. Me presenté a las pruebas. Creo que fue amor a primera vista.

Claudia, con seguridad, escondía un lado indómito, aunque dominaba poco en el carácter de la joven. Gharin estaba encantado. Desde el término de la guerra pocas oportunidades había tenido de conversar con una chica humana. En realidad con ninguna chica, fuera de la raza que fuese. Casi había olvidado lo estimulante que resultaba escuchar la femenina voz de una dama. Sin embargo, cuando aquella delicada joven de piel pálida y profundos ojos comenzó a hablarle acerca de cómo sentía la música, no pudo evitar quedar prendado de sus palabras.

—Siempre ha venido conmigo —decía en un tono nostálgico—. Ha estado ahí siempre. Cuando canto siento que mi alma se libera. Que un espíritu mágico y hermoso se sienta a mi lado y me hace fluir las notas. Me siento viva y hay pocas cosas en este mundo que me hagan sentir así. La guitarra es algo más que un mero instrumento. Es la inseparable compañera que conoce los misterios de tu alma y los traduce en notas de música y melodía. A veces... mis dedos pisan sus cuerdas a una velocidad increíble, se deslizan sobre el mástil obligando a un tropel de notas a surgir frenético y furioso. Entonces puedo sentir su poder, el verdadero poder. Y me siento poderosa con ella. La melodía me rodea, me electrifica, roza las fibras más profundas e íntimas del espíritu, donde solo en los sueños se acarician. Eleva la parte mística, mi esencia, todo lo que soy y siento. La guitarra habla por sí misma y siento que no soy más que un soporte físico que ella necesita para comunicarse. Se vale de mis destrezas, de mis vivencias. Se vale de lo que amas u odias. Odia o quiere contigo. Vive y sueña a través de ti. Es algo más que un instrumento, es toda una filosofía.

 

A lo largo de su existencia habían pasado por las manos del semielfo un millar de mujeres, de todas las razas, de todas las lenguas, de todos los cultos. Había escuchado sus palabras y libado el néctar que fluye de sus cuerpos. Conocía sus más ardientes secretos. Todas tenían algo que decir, algo que contar; sin embargo... Claudia no debía significar para él mucho más que cualquier otra hembra humana. Las había seducido mucho más hermosas, tanto que la misma Belleza se hubiese sentido celosa. Habían caído a sus pies mujeres de mucho más carácter, con una personalidad tan férrea que harían retumbar la tierra con una mirada. También más sensibles y de voces más líricas aún, en eso nadie puede ganar a una elfa. Pero jamás se había cruzado palabras con una mujer que hablase con aquella pasión acerca de lo que para su elevado espíritu de elfo suponía el pilar más sentido e íntimo: La música. Como buen elfo, aquella mitad de su sangre se sentía llamada a ese don, sin embargo, al considerarlo tan innato, pocos elfos sienten por ella una pasión verdadera. Tal vez era su mezcla humana, capaz de apasionarse por lo más banal, la que dotaba al mestizo de aquel sentimiento hondo y profundo, especialmente sensible para cualquier asunto relacionado con la música.

—Tienes mucho de elfo, Claudia —le terminó confesando en algún momento de aquella noche—. Pocos son los que saben entender la música como un elfo, para ellos es parte de su propio espíritu. Sin embargo pocos elfos saben comprender la música como lo haces tú.

Ella lo miró ciertamente extrañada aunque supo disimularlo y se sintió muy halagada a pesar de que sus labios se sellaran. De repente, una visión se coló en la mente de Gharin cuando, al descender su mirada, sus resplandecientes pupilas azules se mezclaron con las de la chica. Algo pareció dibujarse en ellos durante un instante para difuminarse más rápido aún de lo que tardó en aparecer.

—Ahora sé lo que Allwënn vio en tus ojos para no poder negarte la ayuda. Tienes su misma llama en tus pupilas azabache. Su misma hondura, su profundo misterio.

La joven lo miró un tanto desconcertada.

—¿A qué te refieres?

—Extrañamente le recuerdas... nos recuerdas a una persona.

Claudia quedó petrificada.

—¿Yo? ¿A quién puedo recordarle yo?

Gharin tardó unos momentos en contestar, como si dudase en el último instante de estar haciendo lo correcto. Al fin, aquellas pupilas de hielo parecieron brillar con más intensidad, como si quisieran arañar la carne de la chica, y su inconfundible voz salió de sus labios.

—A la dama que Allwënn lleva tallada en el mango de su espada—. Gharin miró al cielo ciñendo con su negro cinturón estrellado todo el bosque, y algo le evocó un suspiro—. Con quien esta noche ha ido a encontrarse…


 

 


[1]Las «Plumas Arcanas» son un cuerpo especial de arqueras de élite de los Bosques Boreales. El «Brazo de Escuadra» es un rango militar perteneciente a la orden de Aera, la Guardiana. Esta orden, cuyas acólitas son todas mujeres soldado, suelen conformar, junto a los Caballeros de Misal -antiguas Custodias- el grueso del Ejército de Clan elfo, encargados de velar por la seguridad del clan y el bosque. Se trata de un rango alto, semejante -quizá ligeramente superior- al de Capitán de Compañía en la escala de mandos Imperial.

[2] Trad. Lit: vulgar. Sinónimo de no elfo, extranjero. Habitualmente utilizado para designar despectivamente a los humanos.

[3]Doro. Dios de la Obscenidad, Casa de la Infiltración, Panteón del Caos, Orden Oscuro. Para los elfos quizá más aún que para el resto de razas simboliza la degradación en su máximo exponente. Todo lo suyo es desagradable y despreciable.

[4] Hace referencia explícita al significado del nombre de Allwënn: El que camina por las Dos Tierras.

La Flor de Jade
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