UNA EXTRAÑA PAREJA.


 

 

No tengo recuerdos hasta que mis huesos dieron en la tierra otra vez...

 

Algo prendió mis ropas y me lanzó al aire. Mi cuerpo acabó estrellándose al fin contra el suelo rugoso y áspero del desierto. Todo en mi cerebro era caos y confusión. Mis percepciones regresaron en tumulto. Abrí los ojos, dolorido. Apenas tuve tiempo de restregarlos con fuerza. Encontré a la chica junto a mí, apenas consciente, con el rostro desencajado de terror. Justo en ese instante dejaron caer el cuerpo de Alexis sobre nosotros. Todo sucedía demasiado rápido. Un enjambre de manos grandes y firmes aplastó mi cabeza contra la arena del suelo. Sentía presionado todo el cuerpo. Voces y quejidos de angustia llenaban mis oídos… y mi cerebro continuaba perdido en aquella marea. Oía a Claudia y a Alex, pero desde mi posición no podía verles. Trasteaban mis ropas, mi cuerpo. Toda la atmósfera se invadía de su punzante olor. Invadía las fosas nasales como un extraño que se cuela en tu fiesta sin ser invitado. Todo mi cuerpo temblaba de miedo. Desde mi forzada posición vi cómo traían a Odín. Tres orcos arrastraban su cuerpo pesado y grande. Apenas ofrecía resistencia a sus captores y eso que tal vez el suyo fuese el único físico capaz de impresionar a los orcos. Aquellas bestias rondaban una media de estatura muy por encima de la nuestra. Sus torsos eran anchos y desproporcionados. Había una apreciable diferencia entre la longitud de sus extremidades superiores e inferiores. Aquello les confería un aspecto simiesco. Su corpulencia, sus gruñidos, la propia arquitectura de su cuerpo, todo parecía aliarse para congelarnos de miedo. Sus rostros… aquellos rostros con vagas resonancias porcinas, aquellas mandíbulas monstruosas de grotescos dientes ponían nombre a nuestra pesadilla. Eran orcos. Auténticos orcos. Por mucho que costara admitirlo.

El cuerpo de Odín golpeó la rojiza arena de aquel paraje desolado levantando una nube de polvo. Nos obligaron inmediatamente a tendernos boca arriba. Sus botas nos anclaron al suelo pisándonos el pecho. Fue entonces cuando mis ojos contemplaron la escena. Aquellas bestias nos apuntaban con sus lanzas, así fuésemos animales para el sacrificio. Tenían grandes cuchillos, un hacha, espadas enormes que lucían en sus brazos sin el menor reparo. Íbamos a morir allí mismo. Era lo único en lo que podía pensar. Un color verdoso agrisado pintaba las pieles correosas y duras. Todas sus temibles armas estaban decoradas con pieles o plumas. Antes de poder pensar volvieron a echarnos mano y levantarnos del suelo. Más manos, más golpes. Un puño se incrustó en mi estómago haciendo que me tragara el quejido. Casi me vuelve a dejar inconsciente. Sus brazos eran como cadenas. Nos agarraron de los cabellos. Era imposible moverse, escapar. Nuestros pataleos resultaban tan inofensivos como los de un niño.

Nos olfateaban como el animal que busca descubrir secretos. No dejaban de murmurar en ese ininteligible idioma de gruñidos. En el caos de imágenes y sensaciones que se agolpaban en mis sentidos escuché a Alex comprender que nos estaban separando de nuevo y llamar a Claudia desesperadamente. Ella gritaba aterrada.

—¡¡No, no!! ¿Dónde se la llevan? ¿Dónde se la llevan?

Me retorcí como pude y en un vistazo fugaz descubrí cómo un grupo de tres o cuatro de aquellas criaturas se llevaba a la chica en pleno ataque de pánico. Muy cerca, Alex, desesperado, combatía contra sus captores y solo encontró un salvaje golpe en la cara con el pomo de una de aquellas armas que prácticamente le dejó sin sentido.

De pronto se escuchó un barbotar más rudo tras la muralla de cuerpos que nos retenía. Era otro orco. Tal vez algo más corpulento y viejo aunque no mucho más alto. Se protegía con una armadura un poco menos tosca, menos abultada. Lo que sí parecía claro es que el recién llegado lideraba aquella escuadra. Apartó bruscamente a algunos de sus hombres y quedó mirándonos fijamente. No había ninguna expresión en su rostro. Se quedó inmóvil atravesándonos de parte a parte en ese gesto impasible y gélido que nos hacía subir la temperatura. Aquella cosa tenía entre sus manos el hacha de batalla más grande que yo hubiera visto jamás. En realidad antes de aquel momento no había contemplado ningún arma de esas características fuera de una pantalla de cine.

El corazón latía a pulso tan frenético que, con seguridad, aquellos seres podrían escucharlo si prestaban un poco de atención. La misma idea seguía atormentándonos el pensamiento: «Esto no puede ser real» «No puede ser real».

Pero lo era. El corpulento orco se dirigió en una conversación ruda y gutural a sus hombres. Intercambiaron algunas de esas hoscas y endurecidas palabras que, sin duda, se referían a nosotros. No me equivocaba. Sin apenas poderlo prever, los orcos que aprisionaban a Alexis lo arrastraron hasta el nuevo. Pronto le seguimos todos. Sujetos por las articulaciones forzadas casi al punto de rotura nos postraron ante él y nos obligaron a mirarle prendidos de los cabellos.

—¡Oh, Dios mío!

El orco bajó una mirada cargada de desprecio hacia el cuerpo que se encontraba tendido y magullado ante él, como si hubiera olvidado que el resto de nosotros también existíamos. El joven músico sintió que un escalofrío comenzaba a quebrarle la espalda. Algo había hecho que aquella cosa solo se fijase en él y se preguntaba qué podría haber sido.

Nuevos orcos entraban en escena. Uno de ellos cargaba el cuerpo semiinconsciente de Falo. En su esforzada huída, aquel macarra tampoco había logrado llegar mucho más lejos que nosotros. Dejaron caer su cuerpo a pocos metros de donde estaba el rubio guitarrista. En aquel encontronazo con la gravedad Falo gimió y pareció retornar a la conciencia. No pudo hacer mucho más. Aquel jefe orco dio una orden y sus hombres nos apresaron las manos por las muñecas con unos toscos grilletes y nos volvieron a arrastrar entre las sombras de la noche. Ninguno de nosotros pudo tener percepciones claras de aquellos instantes. Entre las tinieblas podía divisarse una carreta. ¡La carreta! Recortaba sus perfiles a la luz de una luna que comenzaba a intuirse por el cielo ensombrecido. Resultaba más amplia de lo que parecía desde la distancia. Se trataba de una jaula con ruedas, poco más, en cuyo interior tan solo divisábamos bultos informes y tinieblas. Llegamos hasta ella. Literalmente nos lanzaron al interior mohoso y sucio que delimitaban sus barrotes. Otro de ellos cerró con llave la jaula y nos dejó solos en la oscuridad tras los hierros de nuestra celda. Estábamos vivos, por el momento.

Claudia sollozaba entre los brazos de Alexis y sus quejidos resonaban en el vacío de la noche alimentando nuestra turbación. Eran la expresión viva de lo que sentíamos. Allí, abandonados en un lugar que no reconocíamos, perdidos, golpeados y encerrados como bestias por seres deformes y grotescos. Tener pensamientos coherentes era un lujo que no podíamos permitirnos.

Apoyé mi espalda contra los helados barrotes de hierro que nos privaban de libertad y observé con dolor la escena. Claudia suplicaba entre sollozos una respuesta, un por qué, insignificante y suficiente, que explicase la causa oculta de lo que nos estaba sucediendo. Contemplé al impotente Alexis, con el rostro ensangrentado, que se mordía los labios con rabia para contener sus propias lágrimas, mirando a Falo con rencor. Ni siquiera se gastó saliva en culparle. Quedaba patente en aquella mirada de desprecio. Acariciaba los preciosos cabellos negros de la chica con suavidad. Trataba, con las pocas fuerzas que le restaban, de consolar el llanto de la chica. Como si aquello fuera posible.

Odín también apretaba con fuerza sus mandíbulas cuadradas, asesinando con dureza a Falo, quien se había apartado de nosotros y evitaba nuestras miradas. Se sentía culpable pero sin emitir una disculpa. Se respiraba tensión entre las cuatro paredes de la celda. Miraba a Claudia con el mismo gesto de impotencia que Alexis y luego la devolvía al esquivo Falo, como si su furia tan solo quisiera reflejarse en el espejo de sus ojos y la rigidez de sus mandíbulas. El resto de las facciones del fornido batería se mostraban impávidas, como si el sentimiento se hubiera desprendido de ellas.

Mis ojos se marcharon hacia aquella luna que hacía su aparición en el firmamento. Tan extraña, tan maligna. Antaño compañera lírica de mis sueños y ahora observadora cruel de nuestros infortunios. Su luz iluminaba casi imperceptiblemente las siluetas de mis compañeros. Daba levemente formas y matices a las difuminadas líneas de nuestros cuerpos. Odín interrumpió su batalla contra Falo. Movió la cabeza y una mueca en su rostro invitó a Alex a compartir sus caricias con la joven. Salvando la incomodidad de los grilletes, el fornido muchacho se las arregló para posar su firme brazo sobre el hombro de Alex y lo apretó con fuerza. Quizá aquello bastase para decirlo todo. Las palabras no nos salían. Encontrar alguna que pudiese describir o tan solo aliviar aquella situación resultaba imposible. Después tornó su mirada más allá de los barrotes que nos aprisionaban, aunque Alex mantuvo la mirada en su amigo un buen rato. Yo también lo hice y por un instante admiré y envidié la amistad de aquellos tres jóvenes.

Suele decirse con facilidad que «este o aquel es amigo mío». En la mayor parte de las ocasiones la demostración de esa amistad no pasa de prestar algo de dinero en momento de apuro —que ya es bastante—. Tal vez muy pocos de aquellos que llamamos amigos estén en disposición de dar algo más que eso, si es que acaso lo dieran. Fue en aquella desagradable experiencia cuando entendí también yo que la verdadera amistad está muy lejos de los hombres. Es un privilegio y sin duda exige un esfuerzo por ambas partes que no todo el mundo está dispuesto a saldar. La reacción de Alex hacía un rato por la suerte de Claudia podría haberle costado fácilmente la vida.

Ese tipo de cosas no se piensan ni se fingen.

Traté de aislarme.

Ocupábamos la zona más próxima a la puerta. La zona más profunda se hallaba sumida en una pared de oscuridad tan tenebrosa como impenetrable. Los orcos se habían marchado y podíamos escuchar sus gruñidos en la noche. Estaba mirando precisamente tan lóbregos rincones con la vista perdida y sin prestar mayor atención, cuando un sonido de cadenas tintineando sobre la madera me puso los pelos de punta. Miré a mis acompañantes. Todos parecieron haberlo escuchado. Cada uno de nosotros, aun con dudas, dejó despacio sus pensamientos para escudriñar la negra jaula. Incluso Claudia, que parecía haberse quedado dormida en el regazo de Alex, se incorporó extrañada. El sonido de cadenas volvió a repetirse. No había duda, era similar al que producíamos nosotros cuando los extremos fláccidos de nuestros grilletes golpeaban sus recios eslabones contra el suelo de la carreta. ¡Había algo o alguien más, aparte de nosotros, en aquella jaula! ¡¡No estábamos solos!!

El ruido iba acercándose y con él comenzaron a hacerse visibles dos radiantes esferas azules que poco a poco horadaban el negro velo de las sombras. Solo podían ser una cosa: ¡unos ojos brillantes!

Un calor extremo subió por mi espalda. Unas incontenibles ansias de salir de allí. Una angustia inenarrable. Falo fue el primero en percatarse y como un loco se fue hasta los barrotes pidiendo a gritos que le dejaran salir. Al ver su reacción yo mismo le secundé. Aquellos músicos no tardaron en comprobar el peligro. Preso del histerismo recuerdo que incluso intenté doblar los gruesos barrotes de hierro con las manos desnudas. Todo hubiera sido poco. Nadie imaginaba con qué bestia nos habían encerrado los orcos, qué animal podría compartir la jaula con nosotros. Solo sé que la mera idea de morir devorado vivo bastaba para hacerme desmayar.

Sin embargo...

Una voz masculina consiguió eludir los gritos atravesando todas las barreras hasta introducirse en nuestros oídos y obligando al cerebro a escuchar. No fue la voz de Odín. Tampoco fue la voz de Alex a quien la sangre dejaba de salirle con tanta abundancia por su maltrecha nariz. Por supuesto, tampoco correspondía a Falo. Provenía de ese oscuro rincón de la carreta que ocultaban las sombras. Como si alguien pretendiera avisarnos. Una voz suave, de tonos blandos, se esforzaba por que le prestáramos atención hablando en un idioma que no entendíamos.

Nos dimos la vuelta sin terminar aún de saber qué sucedía, a tiempo para descubrir cómo los fulgurantes ojos azules cruzaban la frontera de la oscuridad para permitir acariciarse por la leve luz que llegaba del exterior. Tuvimos que parpadear varias veces para dar por seguro lo que veíamos. No se trataba de ninguna bestia de feroz dentadura y peor apetito. Muy al contrario, lo que se dejó contemplar era humano… o al menos lo parecía. Un muchacho, de rostro joven e imberbe, bastante sucio y cuyas manos también estaban presas por cadenas. Unos cabellos claros y polvorientos caían sobre su cara formando un despeinado torrente hasta una longitud considerable. Tapaba muchos de sus rasgos faciales, ya difíciles de apreciar entre sombras. Vestía ropas rasgadas y manchadas. Hablaba con voz suave en un acento ario singular e incomprensible, mientras su lenguaje corporal nos invitaba a no tener miedo de él. Alzaba sus manos encadenadas, como las nuestras, quizá dejando en evidencia que solo se trataba de otro prisionero más que corría nuestra misma mala fortuna.

Cuando nos creyó un poco más calmados nos preguntó algo que repitió con insistencia. Estábamos fascinados, en cualquier caso. Totalmente desorientados. Había algo desconcertante en aquel joven. Eran sus ojos. Esos brillantes y fieros ojos azules que relucían como una estrella en el amplio lienzo de la madrugada. Brillaban. Incluso parecía absurdo creerlo pero así era. Sus iris brillaban con intensidad en aquella ausencia de luz. Creo que todos nosotros estábamos demasiado absortos para prestar atención a su incomprensible idioma. ¡Qué sensación tan insólita ver a un hombre de ojos brillantes! No existen ojos así. Al menos, no en un hombre… ¿o debería de haber dicho en un humano?

Volvió a formular su pregunta ante nuestro silencio. Nos contemplaba, fulminándonos con el intenso color de sus pupilas, esperando una respuesta que no llegaba por nuestra parte. Mostraba en su gesto cierta extrañeza al no ser comprendido. En uno de esos ademanes giró su torso hacia atrás, desde donde había venido, como si quisiera dedicarle su incomprensión a las sombras que lo habían guarecido hasta ese momento.

—Lo... lo siento. No, no te entendemos —se adelantó Alexis, obligando al joven a regresar el rostro hacia nosotros. El chico mutó su semblante de tal forma que podría jurar que jamás había oído una palabra en nuestro idioma. De nuevo su voz sensible y armoniosa trató de decirnos algo.

—No hablamos tu lengua ¿Comprendes? No... sabemos qué dices —volvió a reiterar Alex tratando de hacerse entender gesticulando—. ¿Qué idioma habla? ¡Maldita sea! No me suena.

Su frustración se hizo evidente con una sacudida de brazos.

—No le entiendo, puedes estar seguro —susurró Odín que sabía perfectamente de qué estaba hablando—. No es noruego, desde luego, ni parece finés o sueco... y juraría que no es alemán tampoco —se confesó incapaz.

—Yo diría que suena a eslavo —añadió Claudia en un susurro mientras secaba lágrimas en sus ojos. Odín lo intentó en alemán.

—Sprechen Sie Deutsch? Sind Sie deutsch. ¿Polnisch... Dänisch[1]?

Ante la negativa del sucio muchacho —más que negativa, ausencia de respuesta—, el nórdico gigante hizo las mismas preguntas en su lengua vernácula pero tampoco obtuvo una réplica satisfactoria.

—No es alemán.

Extrañado de no poder comunicarse con nosotros, el muchacho de brillantes ojos azules se encaró por segunda vez hacia las sombras que reinaban en la parte más alejada de la carreta. Esta vez no se limitó a gesticular, también se dirigió con la palabra a los difusos y sombríos dominios de las tinieblas. ¡Cuál sería nuestra sorpresa cuando halló una respuesta en otra voz! Ésta sonaba mucho más grave y varonil que el afeminado timbre del muchacho rubio, pero ni siquiera parecía responderle en el mismo idioma en el que preguntaba. Como si hubiéramos perdido su interés, ambos entablaron una breve conversación en ese nuevo dialecto, musical y cadencioso. Dialogaron durante un espacio fugaz de tiempo hasta que sus refulgentes ojos azules acabaron volviéndose hacia nosotros. Nos miró durante un instante y seguidamente cerró los ojos. Alzó los brazos y comenzó a musitar unos versos cantados al rasposo son de una melodía.

De entre sus cabellos, una pequeña luz surgió atravesando la maraña de dorados hilos, delatando el lugar donde debería situarse el lóbulo de su oreja. Su brillo aumentó, haciendo inevitable desviar la atención hacia él. Sentimos algo extraño en el cuerpo. Como si un halo invisible creciera desde el pecho y se extendiera como ondas en un lago al que se ha lanzado una piedra. Crecía por todo mi cuerpo. Incluso lo sobrepasaba. Se unía a un calor extraño y onírico, más parecido al que se tiene en sueños mientras se lucha contra la pesadilla. Se parecía al singular tacto gélido que lacera la espalda en un escalofrío. Recorría una a una las vértebras de mi columna, tan lentamente que me hizo estremecer. El resplandor de su oreja empezó a debilitarse y con él las sensaciones que afectaban a mi cuerpo, también su canto. Con una mirada supe enseguida que todos habíamos sufrido aquellas mismas alteraciones. Los ojos, las expresiones del resto de mis compañeros así lo manifestaban. Todo volvió a la calma después de los escasos segundos en los que el proceso se sostuvo. Entonces fui consciente de que mis músculos habían estado rígidos soportando una terrible presión y ahora notaba como si me hubiesen quitado un descomunal peso de encima. No tardamos en comprobar las consecuencias inmediatas de lo qué había ocurrido.

—¡¿De qué olvidado rincón de este mundo habéis salido que ni siquiera habláis la lengua común?! —Nos preguntó el joven de cabellos rubios con la insólita suavidad de su voz.

Esta vez el golpe nos dejó sin sentido. No solo hablaba nuestro idioma, ni siquiera poseía el menor atisbo de acento. Se expresaba con una escrupulosidad exquisita. Describir esta sensación es algo muy complicado. Resultaba un efecto mental, algo que entraba en conflicto con la parte racional del cerebro. Entendíamos perfectamente lo que decía. Es como si le escucháramos pronunciar nuestro idioma con una corrección irreal. Sin embargo, éramos conscientes de que realmente no lo hablaba, que seguía expresándose en aquel mismo idioma que hacía unos instantes nos resultaba incomprensible. Era algo que operaba en nuestras cabezas. Le entendíamos, eso era todo.

—Yo... no... no entiendo... nada —balbuceó Alexis totalmente desorientado.

—Te juro, tío, que no eres el único —añadió, en estado similar, el enorme Odín. El efecto era muy extraño. Todos teníamos aquella inexplicable sensación. Falo parpadeaba con la boca tan abierta que podría haberse tragado al muchacho. Claudia, que había mantenido su mirada encadenada a los brillantes ojos azules del chico, nos miró con estupor, todos nos cruzábamos miradas en ese momento. La razón de aquel cruce de miradas no era otro que el comprobar que aquello no solo nos permitía entender a aquel misterioso muchacho, sino que también había operado un curioso cambio en nosotros. Ahora nos escuchábamos entre nosotros con un acento neutro al hablar. Claudia y Alex se habían vuelto hacia su amigo con estupor. Odín también había perdido por completo característica musicalidad en su acento.

—Repite eso, Odín —le dijo Alex asombrado, ignorando la pregunta de aquel desconocido. Aquella reacción sorprendió al batería.

—¿Que repita…? —preguntó sorprendido el noruego. A Alex se le escapó una carcajada de asombro.

—¡No tienes acento! —Claudia parecía fascinada. El sucio joven nos miraba divertido.

—¿Que no tengo acento? —Odín parecía no poder creerlo—. Vosotros… tampoco.

—Magia Arkana elfa —dijo aquel desconocido—. «Las mil lenguas». Los emisarios elfos la solían utilizar en la antigüedad. —Su explicación nos obligó a prestarle atención—. Es magia potente. Durará unos meses, aunque no sé si viviremos tanto tiempo. Nos permitirá entendernos hoy sin importar el idioma que habléis. Es de lo mejor de mi repertorio.

—¡¡Magia!! —repetí en mi interior. Una súbita emoción embargó mi espíritu—. ¡Es magia! Magia de verdad.

Sabía, estaba seguro de que se trataba de un hechizo mágico, un conjuro. Siempre había tenido el presentimiento de que serían así. El cruce de miradas no tardó en volver a producirse.

—¿Magia? —repitió Claudia totalmente desconcertada—. No entiendo nada.

—¡Dioses! ¡Que Sogna me lleve si yo entiendo algo! —confesó con estupor el andrajoso joven. La voz del otro ocupante de la celda se aproximó hasta nosotros.

—Esos estúpidos orcos no distinguirían a un gorp de su propia madre, pero es extraño que no le hayan atravesado las piernas a vuestro amigo, el gigante. Suelen cortar los tendones a quien les sobrepasa en estatura.

Odín tragó saliva ante la noticia.

—Un goblin. ¡Un único y escuálido goblin! Y ahora mismo estaríais desangrándoos ahí fuera —reveló el primer joven señalando con su encadenado brazo al exterior y obligando al otro a seguirle.

Como los fuegos fatuos de la noche, dos brillantes esferas verdes se dejaron ver tras el traicionero velo negro de la oscuridad. No pudimos evitar la fascinación de presenciar otra vez aquel prodigioso don de la Naturaleza: el resplandor iridiscente de unos ojos atravesando las sombras.

Avanzó rápido, seguido del ya habitual roce de las cadenas. La vaga e informe mancha en movimiento comenzó a adquirir unas leves formas y siluetas. Perfilaba el contorno difuso de un cuerpo, en apariencia humano también. De los luminosos anillos verdes de sus iris, la visión se fue ampliando según incidía sobre él la débil luz de la luna. El haz plateado nos reveló un rostro que presentaba los mismos castigos que los de su compañero. Cabellos sucios y despeinados, dientes manchados, ropas de elegante diseño pero enjironadas eran tónica general en ambos prisioneros. Sin embargo, este poseía unos rasgos mucho más marcados. Tenía la piel bronceada y curtida pese a la suciedad. Eso le separaba de los pálidos tonos del joven rubio. Una cascada de cabellos tan negra como el velo que nos acogía en su seno se despeñaba desde sus sienes hasta perderse en el abrazo sombrío de la anfitriona noche. Lucía también los crecientes y recios filamentos de una gruesa barba de varios días. Sin embargo, su mirada poseía algo inexplicable y misterioso. Algo que no se encontraba en los ojos del otro joven. Ya se sabe, tal vez fuera la intensa tonalidad verde de sus pupilas. Ese color exótico y traicionero...

—Habéis tenido demasiada suerte, humanos.

Las primeras palabras que surgieron de su garganta una vez revelado su rostro tenían ese tono grave y sonoro que antes parecía inundar la estancia sin dueño. Había enfatizado de forma evidente la última palabra. Odín fue el primero en percatarse o, en todo caso, el más rápido en responder.

—¿Humanos? —exclamó extrañado. El nuevo personaje volvió la vista hacia él, despacio, con un aura de misticismo. Clavó sus iris verdes en el rostro del músico.

—¿Es que acaso no lo sois?

Odín se detuvo un instante reafirmando lo absurda que le había parecido aquella respuesta. Otra persona robó las palabras que se habían formado en su mente al escucharle.

—¿Y es que vosotros no?

A Alex le parecía una pregunta estúpida. Aquellos ojos intensos se posaron esta vez en Alexis. Se detuvo unos momentos observándole. Con un gesto distante de emociones empezó a dibujarse en la línea de sus labios una sonrisa mordaz. Miró hacia el suelo y carcajeó con suavidad antes de elevar la vista, aún con la mueca recortándose en su boca. Contestó con su cadenciosa voz.

—Chico, creo que te han dado un buen golpe.

Alex, al recuerdo de su accidente, llevó por impulso su mano a la nariz. El dolor regresó como las nieves en invierno. «Mierda. Tiene que estar rota», pensó; pero la conversación había proseguido a espaldas suyas.

—¿Quiénes sois? —Les había preguntado hacía unos instantes.

—¿Quién quiere saberlo?

Debo confesar que me sobresalté. Aquellos endiablados ojos brillantes me intimidaban. A duras penas logré decirles mi nombre. El muchacho del cabello negro suspiró profundamente antes de contestar.

—Mi nombre es Allwënn. Él es Gharin —añadió, señalando con un dedo la figura de su rubio compañero—. Supongo que el resto de vosotros también tendrá un nombre. —Mis compañeros se sintieron aludidos.

—Yo soy... Hansi. Pero todos me conocen por «Odín» —desveló el primero de los músicos.

—Odín, pues —cabeceó el de ojos brillantes.

—Alexis —indicó el segundo. Cuando ambos posaron sus resplandecientes orbes sobre la muchacha, ella se sintió ruborizada.

—Mi nombre es Clau... Claudia —dijo casi con un hilo de voz. De nuevo sobrevino el silencio. Sin pretenderlo todos centramos las miradas en Falo.

—¡¡Eh, eh, eh!! ¿Qué demonios es esto? ¿Un maldito interrogatorio? —exclamó molesto ante la lluvia de miradas.

Alexis quedó un tanto perplejo por la desabrida respuesta del chico.

—Solo quieren saber tu nombre.

—¿Y quiénes son estos dos para que tenga que decirlo? —Falo volvió la vista desafiante hacia nuestros misteriosos acompañantes.

—¿No crees que ya nos has metido en suficientes líos por hoy, chaval? —Le acusó Odín con tono recio.

—Vete a la mierda, calvo —le respondió aquél intuyendo la crítica—. Cada uno que se busque la vida.

Allwënn no dejaba de mirarle con sus facciones fruncidas en un gesto sobrio, seco. Falo le batalló con soberbia

—¿Es que tanto te importa, amigo?

El personaje de largos cabellos negros tardó un instante en responderle. Tiempo durante el cual no bajó la intensidad de su penetrante mirada. La espera no solo desconcertó a Falo.

—No, en absoluto. Siento haberte hecho creer que realmente me importaba conocer tu nombre. —Hubo un instante de silencio, pero aquellos ojos penetrantes no vacilaron. Falo sabía que una mirada así era un eminente y explícito aviso—. Además, chico, si vuelves a hablarme en ese tono te tragarás tu propia lengua.

Lo anunció con tal dureza que incluso Falo, que ya tenía su respuesta preparada, se la guardó. La pesadez de la situación fue aliviada por un elemento ajeno a ella. Una penetrante ráfaga de viento nos trajo el hedor característico de nuestros captores. Con él vinieron ruidos y voces que les pertenecían.

—¿Qué hacen? —preguntó Alexis acercándose a los barrotes. No pudo apreciar nada pues el ángulo en el que se situaba la carreta impedía observar sus movimientos. Solo podíamos escuchar sus gruñidos y golpes.

—Están acampando —contestó Gharin, el rubio de los dos—. Comerán y luego dormirán como marmotas durante algunas horas. Proseguiremos el camino al amanecer.

—No han cazado nada en los últimos dos días —apuntó Allwënn, que se había apoyado entre los barrotes cerrando los ojos—. Las provisiones se agotan. Espero que no se les ocurra empezar con nosotros.

—¡¡Allwënn!! —le increpó Gharin llamándole la atención.

—¡Dios, ¿pueden hacer eso?! —La expresión de Claudia era de vivo terror y no fue la única.

Con sus largos cabellos negros ocultando gran parte de su rostro, el aludido no se dignó a abrir los ojos. Se limitó a sonreír sonoramente, divertido con su broma.

—¿Pueden hacerlo? —reiteró Claudia.

—Esperemos que no lo intenten.

La chica arrugó la cara ante la ambigüedad de Gharin.

—¡Oh, Dios mío!

Una ambigüedad que no presagiaba nada bueno.

Durante unos segundos nadie hizo ningún otro comentario y todo quedó sumido en la tranquilidad de la noche. Alex notó la presión de unos dedos golpeando con insistencia en la espalda, cerca de su hombro. Al girarse comprobó que Odín le hacía señas para que se acercara hasta él. Se arrastró lo suficiente como para poner su oído a pocos centímetros de la boca de su amigo. Aquel dejó escapar en un susurro las palabras.

—Tal vez nos puedan ayudar.

—¿Ellos? —Intentó confirmar Alexis. Sin poder controlarlo, sus ojos buscaron a los insólitos ocupantes de la celda rodante. Allwënn parecía haber quedado dormido en aquella posición, recostada su espalda sobre los barrotes, cruzados sus brazos sobre el pecho. Gharin se hallaba en el lado opuesto al de su compañero también con la espalda apoyada sobre el frío metal que impedía nuestra libertad. Sin embargo, sus ojos brillantes y azules como el cielo seguían estudiándonos con interés.

—¿Tenemos otra opción? —Odín llamó al resto. Claudia y yo nos acercamos a la pareja que formaban Alex y él en un extremo alejado de la jaula. Dejamos a Falo a un lado. Su hostil actitud lo apartaba de nuestros intereses. Había dejado claro que le importábamos muy poco delatándonos ante los orcos. Con su última intervención demostraba también que podía ser un serio obstáculo en una posible relación con aquellos personajes. En el fondo se aislaba solo y tal vez, de momento, fuera mejor así. Cuando todos estuvimos en disposición de escuchar, Odín comenzó a explicar en voz baja.

—Deberíamos contarle lo sucedido a estos tipos. Tal vez puedan ayudarnos.

—Están tan atrapados como nosotros —afirmó Alex mostrando sus grilletes—. ¿Cómo podrían ayudarnos?

—Al menos nos podrían decir dónde diablos estamos —aseguró el primero. Claudia esquivó nuestras figuras con la vista y divisó a los dos prisioneros. Allwënn no se había movido. Gharin seguía observándonos como un ave de presa.

—No nos creerán —manifestó Alex tajante mientras batía la cabeza en una negativa.

—¿Y por qué no? —preguntó Claudia. Alex dirigió su mirada hacia la chica, ahora ahogada entre las sombras que la luna proyectaba sobre el carruaje.

—Porque no lo harán —repitió. Al torcer el gesto hacia los demás contempló las caras poco convencidas del resto de nosotros—. Eh, no es tan difícil. Tratad de verlo desde el otro lado. Volved a la ciudad contando que habéis estado en un lugar con un segundo sol en el cielo, bestias de piel verde empuñando lanzas y tipos a los que les brillan los ojos. Os tomarían por locos ¿o no? Pues francamente, no creo que nuestra historia les resulte más creíble a ellos.

—Alguna vez tendremos que confesarlo —indiqué después de unos segundos de silencio. Odín me miró y luego se dirigió a Alex.

—El muchacho tiene razón. Alguna vez tendremos que confesarlo. ¿No crees? Y no vamos a salir de ésta sin ayuda. —El poderoso batería esperó la corroboración de Alex como el que aguarda el visto bueno de un superior.

—Está bien —suspiró el muchacho, e inmediatamente añadió su condición—. Pero lo haré a mi manera.

—Todo tuyo.

Alex se aclaró la garganta antes de dirigirse a los misteriosos ocupantes de la prisión. Su nerviosismo era visible a simple vista. No podía ocultar que pasaba un mal rato. Por su cabeza se pasearon las mil maneras con la que empezar una conversación. Ninguna le parecía la más idónea. Pero, ¡diablos!, Tenía que comenzar con alguna.

Se acercó hacia Gharin, el rubio de los cabellos rizados. Tal vez le infundía más seguridad que su adormilado compañero. Nosotros observábamos sus movimientos, expectantes, esperando el desenlace, desde el rincón que nos había servido de improvisada sala de reunión. Falo nos miraba con cierta repulsión, como si fuésemos a gastar energías en vano. Cuando creyó haber reunido la pregunta correcta y el valor necesario, Alex comprobó que las palabras no afloraban de su boca.

—Y... y... vosotros, ¿qué habéis hecho para acabar aquí? —dijo al fin. Gharin, que por un instante había apartado su rostro de nosotros, retornó sus relucientes pupilas hasta él. También se percató del incipiente miedo de Alexis, pero no hizo comentario alguno. Se limitó a contestar. Al otro lado escuchamos la risa ahogada de Allwënn. Se diría que la pregunta de Alex había despertado algún irónico recuerdo. Gharin miró a su amigo durante unos segundos y se volvió para responder.

—Digamos que... un golpe de mala fortuna. En los tiempos que corren no hace falta hacer nada para que te encierren, chico —anunció el joven—. Lo que a mí me sorprende es cómo os habéis dejado coger vosotros.

—Nosot... nosotros no somos de aquí. No sabemos qué lugar es éste.

Alexis pensó que ya había pasado la parte más difícil. El muchacho de los ojos azules volvió la cara hacia los barrotes, mirando al exterior. El desolado valle rojizo era ahora pasto de las sombras.

—Esto son los Páramos.

—Es un inicio —pensó Alex para sí.

—Una desolada extensión sin vida. Venimos de Alas Trianum a orillas del Dar. Imagino que cruzaremos los Páramos hasta Ker-Hörrston —Gharin volvió la vista hacia Alex—. Lo que ignoro es si han levantado alguna fortificación en las áridas tierras de este lugar.

No. No había entendido la verdadera intención de la pregunta del músico. Pero como él mismo se decía, al menos era un principio.

—Quiero decir. Quiero decir que no somos de éste lugar. De... ¡Maldita sea! Estamos aquí por error y...

Allwënn abrió los ojos, pero ese fue todo su movimiento. No alteró ningún otro músculo de su cuerpo.

—Todo lo que ocurre es un gran error. Pero eso les importa poco a los que conducen esta carreta.

Alex, al igual que el resto de nosotros, incluido Gharin, volvió la vista hacia el sucio joven de tan largos y oscuros cabellos. Sus ojos verdes habían vuelto a quedar enterrados bajo sus párpados. Sin embargo, fue a él a quien se dirigía Alex esta vez.

—No, no. No me refiero a eso. Digo que no somos de este mundo, que hemos aparecido aquí sin saber por qué. Sin... sin... sin saber cómo, ni cómo volver.

¡Ya está! Lo había confesado. Lo había dicho.

—Volver, ¿a dónde? —Preguntó desganado el de ojos verdes.

—A nuestro mundo —Alex se sintió ridículo diciendo aquello. Esta vez Allwënn se incorporó con una expresión escéptica bañando su cara.

—¿A vuestro mundo? —Allwënn tenía el rostro fruncido como quien cree que está siendo objeto de una tomadura de pelo—. Revisa tu dieta, muchacho. Demasiados hongos.

Gharin también parecía extrañado.

—No... No quiero que penséis que estamos chiflados. Solo es que... necesitamos ayuda.

—Sí. Mucha ayuda y urgente, por lo que intuyo.

Los maléficos iris verdes de Allwënn volvieron a inundar la estancia en una mirada intensa y penetrante. Con su voz modulada y grave preguntó muy despacio...

—¿De dónde habéis salido vosotros?

—¡¡Eso es lo que os intento contar, maldita sea!!


 

Allwënn miraba a Gharin mezclándose por un instante el enigmático color de sus ojos. Alex aún no había acabado de narrarles nuestro periplo, pero el recelo ya era parte habitual en sus rasgos y expresiones. Al menos le dejaron concluir. Hubo un instante de silencio. Un instante en el que todos aguardábamos las primeras palabras de alguno de ellos.

—Bueno... Todo lo demás ya lo conocéis.

Ambos personajes volvieron a mirarse cruzando, esta vez, miradas de corroboración. Como si uno ratificara en el otro la opinión que les había sugerido la charla de nuestro amigo. Fue la elegante voz del muchacho de rubios cabellos la primera en dejarse oír.

—Esto... comprendemos que tenéis que estar asustados. Sabemos que vuestra situación no es fácil. La caminata ha sido dura. Debéis estar cansados.

—¿Cansados? —Alexis se sintió algo ofendido.

—Sí. Deberíais descansar un poco —apuntó rápidamente Allwënn.

—¿Descansar? ¡Maldita sea! ¡Ya os dije que no nos creerían! —exclamó con ira golpeando furioso los barrotes de metal que tenía a su lado.

—Tenéis que creernos— rogó Claudia, que avanzó desde su posición hasta llegar a pocos centímetros de los chicos—. Sois las únicas personas con las que hemos podido hablar desde que llegamos aquí. Tenéis que ayudarnos.

Allwënn, a quien había terminado mirando, detuvo sus pupilas en la chica.

—Lo siento, Alteza, pero estoy metido en el mismo agujero que tú —afirmó mostrando los grilletes que aprisionaban sus manos. Alex levantó la vista hacia ellos. Sus ojos delataban una extraña mezcla de enfado y decepción.

—No te esfuerces, Claudia, no han creído una palabra de la historia.

La chica se retiró de ellos como impulsada por una fuerza invisible y quedó mirándolos esperando encontrar en sus facciones ese resquicio delator que terminara dando la razón a Alexis. Los rostros de los misteriosos muchachos no tardaron en complacerla.

—Esperaba que fuerais más comprensivos —musitó al par que tornaba sus ojos hacia el suelo.

—¡Basta, dejémonos de chiquilladas! —exclamó Allwënn con cierta dureza alzando los brazos encadenados por las muñecas hasta la altura de su faz—. Vuestra historia no tiene el menor sentido. Antes me creería un cuento de cuna, podéis estar seguros. Así que prefiero pensar que todo ha sido producto del delirio de una jornada agotadora antes que suponer que tanta majadería haya podido surgir de una mente equilibrada y en su sano juicio. No me parecéis locos, aunque esa pudiera ser una aceptable calificación después de lo que acabo de escuchar. Quizá un puñado de humanos trastornados por el calor. He ahí mi comprensión. Deberíais estar agradecidos. —Balanceó su cabeza en negativas de incomprensión, obligando así al extenso torrente de su cabello a ondear hasta las puntas—. Esperar que alguien se crea semejante sandez... ¡eso sí es una auténtica locura!

La espalda del muchacho se dejó caer sobre el muro de barrotes de la jaula. Manifestaba bien claro su posición al respecto del tema. Una posición que nos dejaba como al principio.

—Entonces... no podemos esperar ayuda de vosotros, ¿verdad? —comentó amargamente Alex, que ya había asumido su papel de portavoz. Allwënn torció el cuello para mirarlo. Como ya parecía habitual en él, esperó unos instantes ensartándole con su mirada, antes de contestarle.

—Yo no he dicho eso —comentó muy despacio—. Solo he dicho que no me creo tu historia. Sácame de aquí, y te ayudaré en lo que pueda. Te doy mi palabra.

 


 

La noche avanzaba con paso lento pero decisivo y, a medida que se sumaban las horas, nuestro sueño también iba creciendo hasta llegar a vencernos. No debíamos llevar mucho tiempo presos en las garras de la inconsciencia cuando Allwënn percibió cómo un leve sonido metálico rasgaba el fino tul de su inconsciencia. Un leve golpear de hierro, sordo, rítmico, martilleaba sus tímpanos. En la oscuridad, sus ojos verdes brillaron como astros en el cielo. Miró alrededor sin alterar ningún músculo de su cuerpo. Descubrió que todos dormíamos. La noche despedía tranquilidad y quietud. Ya no se escuchaba el usual eco de los orcos. Frente a él, dentro de la jaula que le mantenía preso, una silueta se recortaba cerca de la puerta. Estaba sentada. Golpeaba los gruesos barrotes de hierro con un objeto de metal que despedía brillo a la escasa luz de la luna y la fogata.

 

 

Falo no podía dormir, como la mayoría de las noches. Ésta no la pasaría buscando líos con los amigos hasta altas horas de la madrugada ni poniéndose hasta las cejas. Tampoco aguantando las frecuentes borracheras de su padre. Esta noche, simplemente no conseguía conciliar el sueño. Habían pasado demasiadas cosas que no podía entender. Mucho menos, como era su costumbre, dominar. Se había criado en la misma ciudad que nosotros pero no en sus mismas calles. Solo había visto la otra cara de la moneda. La de «sálvate a ti mismo» «pega o te pegarán». Hoy, todos sus esquemas se habían derrumbado. El tipo duro, el superviviente nato de la jungla de cemento, el que no dudaría en matar si con ello se ganaba el respeto había sentido un miedo atroz. Verdadero pánico. El horror más intenso en su vida. Había visto la cara de la muerte reflejándose en los colmillos negruzcos de aquellos seres, en la desproporcionada hoja de metal de un hacha. Ninguno de nosotros le mostraba el respeto y la consideración que presuntamente le debíamos. Estaba acostumbrado a mandar, a hacer su voluntad, a pisotear. Y sin embargo, se había encontrado vapuleado, increpado por la mayoría e ignorado por todos. No le gustaba todo aquello. No le gustaba lo que estaba pasando. Y nos culpaba a nosotros. Se preguntaba qué le había impedido darnos una lección, demostrarnos qué clase de tipo teníamos ante nosotros. Usar con firmeza esa superioridad de la que tanto alardeaba.

Dejó la navaja abierta en el suelo, cesando durante un instante el golpear de los barrotes y echó mano en busca del paquete de tabaco que se alojaba enterrado en uno de sus bolsillos.

No tuvo la oportunidad de hacerlo.

Por el ángulo muerto del ojo percibió la fugaz sombra. Ni siquiera tuvo tiempo de protegerse ante la embestida. Un empujón terrible lo puso con la espalda contra el suelo. Su cabeza golpeó contra el piso de madera de la jaula, dejando escapar un quejido. Un peso descomunal lo atenazaba. Algo se le había echado encima sin que apenas hubiese sido capaz de advertir que estaba siendo atacado. Un fuerte antebrazo obstruía el cuello impidiendo tanto articular palabras como el paso de aire nuevo a sus pulmones. Una mano sujetaba como los dientes de una tenaza uno de sus brazos contra la madera de la carreta mientras que el otro pendía inofensivo de los eslabones que lo unían al primero. El roce hormigueante de unos cabellos sobre sus facciones, compungidas y arrugadas por el esfuerzo, le hizo mirar hacia arriba para asistir a un descubrimiento que le volvería el corazón.

Unos larguísimos cabellos negros enmarcaban un rostro fruncido y mal encarado del que se distinguían, como las luces que avisan en la mar de la posición de los navíos, unos endiablados ojos verdes. Su captor era Allwënn. Sus orbes felinos le atravesaban al igual que lo hace, salvajemente, la hoja de un cuchillo en el cuerpo de la víctima. Intentó zafarse, pero pronto entendió que su oponente no solo le superaba ampliamente en fuerza; también comprendió, al instante, que no era la primera vez que luchaba de aquella forma. Parecía conocer sus reacciones antes siquiera de que aquellas surcasen su mente.

—Tenías un arma.

Sus palabras cortaban como el filo de un cristal. Tan helado como el mismísimo aliento de Valhÿnnd

—¡Tenías un arma! —le repitió con violencia golpeando la cabeza de Falo contra el suelo. El preso comenzó a forcejear con más intensidad. En uno de sus arrebatos golpeó con su pie el cuerpo de Alexis que dormía cerca de él. Sobresaltado, el muchacho se levantó de un salto. El ruido del altercado comenzó a desvelar al resto de los ocupantes de la lóbrega prisión. Antes de que nadie lograra estar despejado del entumecimiento que sigue al sueño como para atestiguar cómo llegó hasta allí; Gharin se encontraba consciente y cerca de su amigo. Falo se arrastró como pudo lejos del alcance de Allwënn. Este ya había perdido todo interés en él y lo había centrado en el cuchillo que yacía a pocos centímetros de su brazo.

Llegó tosiendo, a bandazos, hasta el extremo más alejado y oscuro de la carreta, donde se puso de pie.

—¡¡Allwënn, Allwënn ¿Qué ocurre?!! —Con una mano en el hombro Gharin hizo erguir al extraño personaje de ojos verdes que enseguida mostró a su amigo y al resto, los centímetros mortales de metal de la navaja de Falo.

—El cuchillo.

Nosotros, aún turbados, mirábamos incrédulos. Casi tuvimos que hacer un esfuerzo por intentar reconstruir la escena. Aún toda aquella dramática y alterada situación nos seguía pareciendo un tanto sin sentido.

—No sé cómo diablos habrá hecho para conservarlo —seguía diciendo el muchacho de sucios cabellos negros gesticulando amplios ademanes de incomprensión.

—Un cuchillo —interrumpió Gharin—. Así que el muy bastardo tenía un cuchillo.

—Llevamos horas durmiendo y el maldito crío tenía un afilado y puntiagudo filo de acero, ¿puedes creerlo?

Para nuestra sorpresa las palabras de Allwënn no iban impregnadas de dureza, como habría sido de esperar. Su faz no estaba endurecida por la cólera. Muy al contrario, ofrecía un rostro sonriente. Poseía esa sonrisa extraña y boba, fruto del desconcierto y la sorpresa que siguen a una buena noticia no esperada.

Falo no se veía, se intuía entre la densa cortina de sombras que dominaba aquella alejada porción de la carreta. Sin embargo, llegaba hasta nosotros su respiración, sonora y excitada. No sabíamos si por culpa del trago pasado o de la ira. Odín creyó adivinar el sentido de los comentarios de los chicos.

—Es un bocazas, ya intentó usarla conmigo.

—¿Qué pasa, calvo mamón? Que no has tenido huevos de venir a quitármela tú solo, que te has buscado nuevos amigos.

Falo elevaba la voz. Era obvio que aquel provocador nato estaba ya muy caliente. El resto de nosotros entendió enseguida que aquella situación reventaría con el próximo que le dirigiese la palabra. Falo solo buscaba una excusa para descargar su ira y allí había armas de por medio. No obstante, aquellos dos sucios personajes no parecían interesarse en absoluto por la creciente escala de vehemencia del irritable pandillero. De hecho, Gharin levantó la vista de la punzante hoja que las encalladas manos de su amigo sostenían y sus orbes azules turquesa se clavaron directamente en los ojos de Falo. Parecía que fuese capaz de verle al través de la maraña impenetrable de tinieblas.

—¡Oye, chico! Tus bravatas no asustan a nadie. Así que cállate o vas a estropearlo todo.

Gharin volvió a centrar su atención en lo que Allwënn le decía sin esperar la más que probable respuesta del adolescente.

—¿Crees que funcionará? —preguntaba, contemplando a su amigo examinar el arma.

—Sí —dijo aquél con evidente convicción—. Me has visto conseguir cosas más complicadas.

—¡¡Eh vosotros!! ¡Sois muy machos atacando por la espalda!

Falo comenzó a aproximarse a la pareja con decisión. Sus gestos revelaban que venía buscando la pelea. Ellos, centrados en el hallazgo, parecían haberse olvidado de él y de sus amenazas. También del resto de los que estábamos allí. El bronco adolescente llegó a su altura mordiéndose los labios como quien trata de contenerse y con los brazos en jarras apoyados en su cintura.

—¿Con quién creéis que estáis hablando, cabrones de mierda? —les gritó bajando la cabeza para chillarles casi al oído. Supimos que terminaría mal cuando vimos cómo aquellos dos sucios prisioneros se miraron ante la evidente provocación del chico. Gharin miraba a su socio fijamente, como queriendo estudiar las lecturas en sus pupilas. Como si con su mirada quisiera advertirle de que no valía la pena el esfuerzo. El gesto de Allwënn, su respiración, delataba que se estaba cruzando una frontera peligrosa. La tirantez quedó flotando en el cargado ambiente. Durante unos instantes parecía que todo saltaría por los aires. Entonces, un nuevo gesto de su compañero le relajó. Falo lo interpretó como una retirada y forzó aún más.

—¡Que me estoy aguantando! —la expresión de su cara era de odio visceral—¡Que ya me estáis inflando! —y en esta ocasión empujó con su pierna al moreno, que había regresado a la inspección de aquella afilada cuchilla. Ante el roce, se levantó como un resorte seguido de su compañero. Entonces fuimos testigos de una situación difícil de mostrar a la vaga luz de unas palabras.

Allwënn se volvió sobre sí con la mirada clavada en su objetivo, tan clavada que se diría que no miraba otra cosa. Su rostro era la viva expresión de la piedra. Era extraño, pero todo asomo de naturalidad se había borrado de sus facciones con una brusquedad inaudita. Sus ojos eran dos orbes fríos y malévolos, a su rostro no asomaba ni el menor resquicio de emoción. Allwënn quedaba a escasos centímetros del crecido adolescente batallando en un duro duelo de miradas. Gharin parecía expectante. Había tanta concentración en aquel gesto que uno dudaba que fuera espontáneo o fruto del momento. Falo seguía siendo el más alto de los tres, apenas de la estatura del rubio muchacho, pero más hinchado que él. Sacaba casi una cabeza a su oponente inmediato. Pero allí, en pie, frente a frente, pudimos comprobar que aquel tenía un diámetro de torso que solo Odín podía superar. El de ojos verdes se crecía con aquella impávida mirada. En ese instante supe que las fuerzas estaban tan desequilibradas o más que contra alguno de aquellos orcos.

Allwënn bajó la mirada e hizo el amago de volver a sentarse. Gharin no movió un músculo pero Falo tomó aquella actitud como una clara señal de derrota. Había estado tensando la situación, tratando de comprobar hasta dónde llegarían aquellos dos. Quizá debió dejarlo en ese punto, pero le pudo la arrogancia.

—¡¡Que me mires, Hostia!! —le gritó a su recio adversario, y alargó sus brazos probablemente con la intención de girarlo por la fuerza. Pero aquellas manos nunca lograron alcanzar aquel cuerpo.

Sus movimientos fueron casi felinos. Todo ocurrió con una rapidez que no dejó tiempo para la reacción. Siempre pensé que de haber parpadeado en ese preciso instante es probable que jamás hubiese visto lo que vi. Aún así, aquellas expresiones tan poco humanas, aquellos movimientos tan precisos, tan certeros se grabarían en mi mente como si hubieran distado vidas entre ellos. Con una rapidez y precisión más propia de animales de presa, sus robustos brazos dieron caza y derribaron al pobre Falo antes de que fuese consciente de que la balanza había cambiado de dirección. Sin embargo, quien acabó sobre Falo no fue Allwënn, sino Gharin. Se interpuso en medio y evitó que su compañero rematara al caído con su brazo firme ante ambos. Jamás había visto nada igual. El muchacho volvió a morder el áspero piso de madera sin conocer de dónde venía la furia de su ataque. Solo sabía que hacía unos segundos se encontraba en pie y que ahora no podía encontrar una parte de su cuerpo que no pareciera firmemente sujeta por una presión. Los ojos del chico bajaron su mirada todo lo que dieron de sí. Sin demasiada claridad, consiguieron apreciar una mancha brillante bajo su mandíbula. Si no se había resistido, no era por otro motivo sino el de saber que su propia navaja le amenazaba el cuello.

—No vuelvas a intentarlo, chico, porque no podré asegurarte que sigas con vida la próxima vez.

La voz de Gharin avanzó por sus oídos como el fluir de la sangre por una herida abierta. No le veía, el golpe le había nublado la vista, pero su voz sonaba como si tuviera al joven metido en sus oídos.

—¿Qué vas a hacer? ¿Matarme? —Preguntó con la misma amargura de un reo—. ¿Con mi propia navaja?

—Yo no, en eso tienes suerte. Pero no le des motivos a mi amigo o podremos sacarte de esta jaula sin necesidad de abrir los barrotes. ¿Entiendes? Si eres listo sabrás lo cerca que has estado esta noche, muchacho. —A eso añadió:— Lo que este insignificante mondadientes puede hacer por nosotros no es acabar con tu fastidiosa existencia, aunque te empeñes en mostrar poco aprecio por tu vida, hijo. Sino abrir los grilletes y darnos la libertad.


 

—Son diez, doce quizá —comentaba Allwënn sin dejar de trabajar, con sus pupilas verdes puestas en el ojo de la cerradura en la que trasteaba. Mientras, su amigo se frotaba la zona de las muñecas que momentos antes había estado aprisionada por el oxidado metal de las cadenas—. Hay que eliminar a la mitad de ellos antes de que el resto reaccione, si no, podríamos tener problemas.

La cerradura saltó y la puerta de la jaula se vio libre del cerrojo que la aseguraba. Asistimos con satisfacción a ese nuevo éxito del muchacho de negros cabellos. Con un débil chirrido, la portezuela de metal se abrió permitiéndonos admirar el paisaje sin la constante interrupción de los barrotes. Libertad. ¡Qué gran palabra! Cuánto valor le concede quien se ha visto privado de ella aunque sea por unas horas. Sentí un impulso irrefrenable de abandonar aquella apestosa y mugrienta jaula que, con la estimulante visión de su puerta abierta, parecía reducirse y estrecharse aún más entre sus barrotes, acentuando mi claustrofobia, pero...

Poco antes de probar fortuna con la puerta, la acerada punta del cuchillo había hurgado durante cinco minutos en los grilletes que les apresaban las manos, fallando en un par de ocasiones antes de conseguir doblegar el primero de ellos. Con una sonrisa de satisfacción, Allwënn nos miró con ese amago vanidoso que sube a todos cuando se consigue un reto. Aprisa pero cuidadoso de no hacer ruido, se desembarazó de sus grilletes y estiró sus brazos en toda su extensión, dominado en todo momento por su sonrisa de placer. Algo similar ocurrió cuando liberó a Gharin. Mucho menos tiempo gastó en vencer la seguridad de la puerta de la jaula. Pero a nosotros, nada.

—¡Eh! ¿Y nosotros? —exclamó sorprendido Alexis cuando se dio cuenta de que tenían la intención de marcharse sin librarnos siquiera de nuestras ataduras. Allwënn se volvió con gesto para que guardásemos silencio a un paso de cruzar el umbral de la libertad.

—Esto no va a ser divertido, chico —susurró—. Será mejor que os quedéis donde estáis. De hecho, y esto va por ti —añadió con acritud señalando a Falo—, solo tendremos esta oportunidad, así que si alguno sale de esta jaula y despierta a esos orcos que rece a sus dioses porque ninguno de nosotros llegue a contarlo. Si no lo matan ellos, disfrutaré como nunca arrancándole las tripas. ¿Queda claro?

Antes de que ninguna réplica tuviera tiempo de formarse, Gharin añadió algo más a las secas palabras de su amigo.

—Si algo sale mal, simulad que aún dormís. Con un poco de suerte solo nos ejecutarían a nosotros.

—¿Ejecutar? ¡Dios mío! ¿Por qué desde que estábamos aquí la palabra que más se repetía era la amenaza de muerte?

—Volveremos —aseguró Gharin mientras su compañero desaparecía bajo las ruedas de madera de la carreta.

—¿Cómo sé que lo harás? —preguntó Claudia acercándose al rubio muchacho. Aquél posó sus ojos sobre ella y luego sobre los demás. Estábamos derrumbados, destrozados, sin más opción que la que ellos nos pudieran ofrecer. Sus ojos azules volvieron a la chica, pero esta vez cargados de una nostalgia amarga, rescatada de antiguas vivencias, de heridas cerradas y mal cicatrizadas que se vuelven a abrir por causa del destino.

—Te doy mi palabra —prometió, casi mordiéndose la lengua para no delatar sentimientos que, sin saber por qué, pugnaban por salir. Apenas se había dado la vuelta cuando una voz de desprecio se escuchó surgir de entre las sombras.

—Estos dos dan su palabra con mucha facilidad —masculló Falo rumiando aún su humillación—. Esta es la segunda vez que oigo la misma mierda. Me gustaría saber cuánto vale de verdad.

Gharin se volvió hacia la tenebrosa oscuridad que envolvía a Falo. Ninguno de nosotros podía apreciar su figura, pero parecía que sus espectrales pupilas la distinguían como si en el cielo aún reinase la luz del día. Al menos, esa volvió a ser la impresión de Falo.

—¡Vamos, Gharin!

El apremio susurrante de Allwënn obligó a su amigo a desviar su mirada de los ojos de Falo. El segundo de los misteriosos jóvenes desapareció también tras la línea de acero de la puerta como si la tierra misma se lo tragase.

—Esperemos que cumplan su palabra —suspiró Odín cuando la puerta volvió a cerrarse y quedamos solos.

—Lo harán —manifestó Claudia—. Lo he visto en sus ojos.


 

Un par de brillantes ojos escudriñaban las sombras agazapados entre las recias ruedas de madera que sostenían la carreta. La hoguera era ahora un esqueleto informe de ramas secas tiznadas y humeantes. Sin embargo, el anillo de luz de varias antorchas colocadas por el perímetro seguía irradiando una claridad que bastaba para ahuyentar a las posibles fieras de estos dominios. Allí, los cuerpos yacentes e inmóviles de las bestias gruñían y roncaban entre sueños con todos sus pertrechos y armas junto a ellos.

—Quizá hagan toda la noche —comentó Gharin.

—Es posible —contestó su compañero que mantenía su vista fija en uno de los orcos que montaban guardia sobre el montículo de piedras—. Vamos a los caballos. Creo que ese está dormido. —Sin esperar siquiera una respuesta, Allwënn se arrojó a través de la noche y el polvoriento suelo en dirección a los animales. Gharin, no demasiado conforme, lanzó una nueva mirada al centinela pero no tuvo más opción que seguirle.

 

Había perdido de vista a su compañero.

El rubio acababa de llegar junto a los corceles sin que nadie, aparentemente, hubiera sido testigo de ello. El olor de los animales era muy intenso y las estrellas se perdían a miles de kilómetros, arriba, en la negra cúpula del cielo.

—Allwënn, Allwënn —le llamó en susurros. Comenzó a internarse entre los animales cuando presintió que aquellos estaban empezando a inquietarse y dar bufidos—. Quieto, tranquilo chico, tranquilo —decía a los caballos mientras acariciaba sus lomos siempre con sus sentidos alerta y buscando a su compañero. Una mano lo agarró por detrás tapándole la boca. Sin poder controlarlo le sobrevino el miedo aunque pronto reconoció a su agresor.

—Shhhhhh. Soy yo —confesó una voz susurrante que le era familiar. En breve la presa se suavizó y Gharin quedó libre—. Mira... —Allwënn extendió su mano con el dedo índice apuntando hacia las sombras—. Uno... dos... y tres—. Hasta tres guardias señaló en diferentes puntos de la zona, todos inmóviles en sus puestos—. ¿Puedes verlos? —Gharin cabeceó una afirmación—. Ahora ven, he encontrado nuestros caballos.


—¿Los has visto?

—Negativo.

Alex seguía rastreando la zona con la mirada. Todos lo hacíamos. Solo Falo se mantenía aislado y ausente, desligado de nuestra preocupación. Él tenía muy claro lo que iba a suceder.

—No sé dónde se han metido —Alex contestó a Odín, quien le había formulado la pregunta, sin volver la vista de las oscuras profundidades que sondeaba.

—Quizá aún estén bajo la carreta —pensó Claudia en voz alta acercándose hacia la pared de barrotes en la que se situaban sus amigos. El vikingo dirigió sus ojos hacia ella.

—Si han salido, lo han hecho como una exhalación —le comentó. La cara de la muchacha se hundió. La amarga advertencia de Falo se afianzaba conforme avanzaban los minutos sin que nada alterase el angustioso silencio.

—¿Ves algo?

—No —les contesté.


 

Una mano de piel lívida acarició la superficie labrada del arco. Sintió de nuevo ese contacto especial e íntimo que tanto tiempo llevaba acompañándole. Seguía allí, en el mismo lugar donde lo había dejado. Los orcos ni siquiera se habían tomado la molestia de cambiarlo de posición. Con precaución, lo descolgó de la funda que él mismo había fabricado para poderlo llevar en la silla de montar. Echó mano al carcaj que descansaba junto a él y lo anudó a su muslo. Sus dedos seleccionaron una flecha. Una pequeña asta de madera emplumada y mortal. Contempló su punta de aleación letal. El propio Allwënn la había diseñado para él. Mucho más destructiva que las tradicionales, más aerodinámica. Aquellos gramos de acero, aquella afilada forma, pronto mordería la carne del enemigo. Colocó el astil sobre la madera viva de su arco. Posó sus dedos afianzando el plumaje de la base entre el cordel. Respiró profundamente para conectar con el espíritu latente que dormía en aquella madera arqueada. Tensó el cordel. Aquel tendón crujió al sentirse estirado hasta que la punta mortal acarició la talla de la madera. Dirigió el proyectil hacia el peñón y seleccionó la primera víctima a la que apuntó con el dedo fatídico de la flecha.

—¿Estás listo?

La voz de Allwënn surgió unos segundos antes que su rostro por entre los cuerpos de los caballos. Gharin bajó el arma antes de mirarlo y admitir con la cabeza un gesto afirmativo. Allwënn volvió a desaparecer entre los animales. El semental que tenía ante él era un espécimen de blanco pelaje e inmaculadas crines, largas, como las lenguas de los grandes glaciares del Ycter. Cerca de su nevado lomo dormía arropada en la vaina de cuero y piel la afilada hoja de una espada. Contempló, muy despacio, lentamente, una a una, las runas que decoraban la engalanada superficie del cuero que la sostenía y volvieron a su memoria pasajes de lejanos días. Extrañamente hoy le habían sido recordados, aunque fingiese lo contrario. Solo una palabra visitó sus labios cuando su diestra aferró el decorado puño que enmangaba el mortal acero de aquella espada. Tiró de ella interrumpiendo aquel letargo inerte. Mostró su cuerpo desnudo a los ojos malignos de la luna que espiaba en silencio sobre él.

Solo una palabra.

Y tenía nombre de mujer.


 

—¿Estás seguro? ¿Seguro que no ves nada?

—Y tan seguro.

Odín giró sus ojos para descubrir que Alex empezaba a ponerse nervioso. Nada, ni un sonido, ni un reflejo, ni un movimiento. Nada. Parecía que se los hubiera tragado la tierra—. Se han esfumado. ¡Pouff! Evaporado.

Alex evitó la mirada, tornó sus ojos a las sombras del exterior intentando desechar la idea de que les hubieran engañado. Se empeñaba con todas sus fuerzas en seguir creyéndoles.

—Ya os dije que no vendrían —sonó la inconfundible voz de Falo. Aquello terminó por exasperarle.

—¡Oh, cállate. ¿Quieres?! —Le espetó—. ¡Bastantes problemas tenemos sin tu ayuda!

Falo sonrió con sorna, pero no pronunció ningún otro comentario.

—Vendrán, vendrán —repetía el chico de los cabellos cremosos. Era más un intento de convencerse a sí mismo que de tratar de inspirarnos la confianza a nosotros. Odín movió sus pupilas de las tinieblas del exterior a las que se adueñaban de la jaula. En ese recorrido divisó los barrotes de la puerta balanceándose débilmente por el leve soplo del viento. Aquello le hizo abrazar una idea que tal vez antes había quedado relegada.

—¿Y si probamos a salir nosotros? —comentó, obligando a la mayoría a centrar la atención en él—. Ellos dejaron la puerta abierta.

Se hizo un silencio incómodo. Todos los ojos se fueron a aquella puerta entrecerrada y la posibilidad de huir por nuestros propios medios se hizo tangible por primera vez.

—Podría ser peligroso. Ya has visto lo que ha dicho ese tipo. Parecía hablar en serio.

Claudia mantenía la profunda oscuridad de sus iris fija en la noche y en todas las vagas formas que se hacían imprecisas bajo su manto. Buscaba ese movimiento inadvertido, ese sonido solitario que revelara a los misteriosos hombres de pupilas llameantes. Al contrario de lo que Alexis quería hacer creer, Claudia no solo estaba segura de que los chicos volverían. Sabía, con la misma seguridad con la que se sabe que un día dejaremos el mundo, que estaban allí, cerca, y que tarde o temprano se delatarían. Por eso tampoco prestaba demasiada atención a la conversación que estaba teniendo lugar a sus espaldas, en la que el resto de nosotros ya buscaba una vía alternativa de huída. Sus ojos persistían en la búsqueda, rastreando las oscuras simientes de la noche. Entonces, como el rastro etéreo de un fantasma que tan pronto surge a la vista, desaparece, un brillo fugaz y extraño parpadeó en su retina seguido de un difuso movimiento.

Los ojos de la chica se abrieron de par en par y la alegría embargó su cuerpo.

—¡¡Ahí están!! —exclamó alzando considerablemente la voz. Falo se incorporó sorprendido como si hubiera sido imposible que alguien pronunciara aquellas palabras—. ¡Ahí están! —repitió en un susurro tratando de enmendar el error e invitándonos enérgicamente con el brazo a acercarnos.

Nosotros nos giramos sorprendidos, dejando a medias nuestra conversación. Nos apiñamos contra los barrotes cerca de la joven que no había vuelto aún los ojos de donde los mantenía clavados.

—¿Dónde? —le susurró algo más ronco Alexis que, al igual que nosotros, no advertía nada desacorde en el negro paisaje. Claudia señaló con su dedo extendido hacia las sombras un punto en la noche.

—Allí, entre los caballos y las primeras rocas.

Nuestros ojos se dirigieron sin poder evitarlo hacia aquella localización sin que ninguno distinguiera entre la oscuridad algo digno de mención. Los brumosos perfiles de los caballos, acariciados tenuemente por la palpitante luz del círculo de antorchas, apenas si se distinguían. Menos aún, las piedras a las que la luminosidad del campamento ya apenas visitaba.

—¿Estás segura? Yo no veo nada.

—Estoy segura.

—Ha podido ser un reflejo.

—Los he visto, estoy segura.


 

La noche no deparaba nada nuevo. Desde la peña alzada donde se apostaba, no se atisbaba nada que pudiera intranquilizar al resto del campamento. Los animales no se acercarían a la luz, pero nunca se sabe. Siempre es mejor estar alerta.

La uña curva y larga de su pulgar continuaba escarbando sin tregua entre sus dientes, en busca del fastidioso trozo de comida que había quedado atrapado entre aquellas desmesuradas y amarillentas piezas. Dejó la lanza junto a él y tomó un cuchillo de gruesa y oxidada hoja con el que también se apresuró a raspar. Al fin, un trozo cartilaginoso se soltó de su presa y quedó adherido a su uña. El orco miró embobado el colgajo húmedo un instante, antes de echárselo a la boca de nuevo. Todo parecía en calma. Tanta calma lo aburría, lo aburría fastidiosamente, tanto que le obligó a abrir sus fauces en toda su dimensión para bostezar. Al abrir los ojos, lo único que llegó a ver se reducía a una borrosa forma frente a él antes de que, tras el silbante sonido que sesga el aire, una hoja de acero enviase su cabeza a la profundidad de las tinieblas.


 

—¡¿Un ruido?! —Con un espasmódico movimiento, otro orco se liberó de las asediantes garras del sueño que le atacaba durante aquella pesada guardia. Su cuerpo se tambaleó con brusquedad al fallarle el apoyo de su lanza.

—¡Un ruido! ¿Serán luhard[2]? —En su cabeza todo trataba de ponerse en orden lo antes posible. Agarró el mástil de su lanza por instinto y trazó un arco con su vista. No reparó en nada extraño en la primera pasada. Hubo de ser en la segunda cuando, alarmado, se dio cuenta de que faltaban sus dos compañeros. Aquellos que debían estar montando guardia con él. Pesadamente alzó su enorme corpachón abarrotado de armadura y pieles con su lanza en ristre. La noche estaba tranquila pero no era normal que los centinelas no estuvieran en su puesto. Un sonido mortal se abalanzó hacia él como el ataque de una sierpe, erizándole los cabellos. Solo tuvo ocasión de girarse hacia aquella dirección para encontrarse de cara con él. Un golpe terrible impactó en su traquea. Le siguió un dolor inhumano y una asfixiante sensación de ahogo. La vista se le nubló por momentos y cada vez perdía más el control de sus músculos. Sus manos aferraron su garganta, de la que sobresalía un asta delgada de madera. Un líquido espeso y caliente se derramó por entre sus dedos. ¡Su propia sangre! La misma sangre que saboreaban desde atrás los afilados centímetros de acero que habían traspasado su carne y asomaban tras su cuello. La bandera de plumas grises que ondeaba frente a sus ojos fue la última imagen que contempló antes de que su cuerpo se desplomara desde su cima. Cayó como el pesado plomo al suelo, con un ruido seco y sordo.

 

Una hoja de acero bañada en sangre emitió un fulgor al encontrarse con un rayo de luna... Unos ojos verdes inundados de rabia contemplaron el campamento dormido y ausente.

—Dulces sueños —pensó.

Gharin le hizo la señal. Comenzaba la pesadilla.


 

—¡Se han detenido! ¡¡Al fin!! Parece que han parado.

Paulatinamente, pero con cierta brusquedad, todos los sonidos de lucha, golpes y aullidos de dolor que habían dominado los últimos instantes terminaron desvaneciéndose disueltos en el viento. Con ellos se disipaban unos angustiosos momentos, probablemente los más terribles de nuestra corta existencia. Sin atender a imágenes, solo siendo testigos de la cruel sinfonía de sonidos de la muerte, aquellos interminables minutos nos habían regalado el concierto más espeluznante de alaridos y gritos capaces de imaginar. Aquellas bestias chillaban como los cerdos en manos del matarife. Sus desgarrados gritos aún resonaban en nuestras cabezas.

La experiencia fue terrible.

Alex se volvió hacia nosotros después de darnos la noticia. Tenía el rostro desencajado por la tensión. El corazón le palpitaba dolorosamente.

—Ya no oigo a... los bichos esos —nos indicó esperanzado—. ¿Eso es que… que ya... están... todos...?

—Dios Santo... ¡los han matado!

—Mejor a ellos que a nosotros —escupió Falo.

No tardamos en descubrir una figura que surgía de entre los brumosos cuerpos de los caballos. Unos inconfundibles bucles dorados nos advirtieron que se trataba de Gharin. Traía a los caballos con él, sujetando todas las bridas y tirando de los animales obligándolos a avanzar tras sus pasos. Debimos quedar absortos contemplándole. Supongo que hubo de ser por su manera de caminar. Ninguno de nosotros reparó en que Allwënn había llegado por el extremo opuesto.

—Todo ha terminado. Lamento los gritos —anunció, con el tono cálido de su voz, sobresaltándonos al no esperarle. Falo casi se muere del susto.

Allwënn traía la cara cubierta de sangre, una sangre espesa y negruzca que despedía un olor punzante. Se frotó los ojos revelando que el espeso fluido vital empapaba sus brazos hasta los codos. También había grandes salpicaduras sobre su amplio torso. Se nos erizó el cabello al imaginar la carnicería brutal que había resultado aquella lucha. Su rostro no parecía muy alterado por lo que se había visto obligado a hacer. De hecho parecía asombrosamente entero. Esperó con aire abatido, como quien regresa agotado del trabajo, a que Gharin trajese los corceles ignorando la tormenta de preguntas que le dirigíamos desde el interior de la celda. Mandó a su compañero atar los caballos a la parte trasera de la carreta y añadió un par de comentarios más cuyo significado no supimos relacionar. Después, se volvió a nosotros y nos aconsejó dormir.

—Nosotros sacaremos este cacharro mohoso fuera de los Páramos.

Antes de que pudiéramos articular una palabra el misterioso muchacho se dio la vuelta y desapareció de nuestra vista. Quedamos estupefactos. Pero, de nuevo sin tiempo para la reacción, sus rasgos curtidos y sucios volvieron a dejarse ver por entre los barrotes que nos aprisionaban.

—Esto es para vosotros.

De su mano ensangrentada surgió un amasijo de metal tintineante que golpeó los barrotes colándose entre ellos y quedando retorcido ante nosotros. Todas las miradas convergieron allí durante un segundo, en la naturaleza oxidada del metal. Se trataba de un gran aro de hierro del que pendían varias llaves enormes y pesadas.

—Son las llaves de vuestros grilletes. —Alzamos la cabeza y el chico estaba ahí, con sus ojos brillantes tras las rejas. Sus orbes de esmeralda se volcaron un instante sobre Falo con un desprecio manifiesto en cada centímetro de ellos. Casi de inmediato volvieron a nosotros—. Por si decidís hacer vuestros propios planes.


 

 

 


[1]Trad: ¿Hablas alemán? ¿Eres alemán? ¿Polaco... Danés?

[2] Especie de cánidos de grandes mandíbulas que acechan de noche en los pedregosos parajes del Páramo

La Flor de Jade
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