EN CIEN LUNAS

EN EL ALCÁZAR DE TAGAR.


 

 

Hacía ya muchos días de nuestra llegada a la isla…

 

Pero aquella tarde sentado sobre un tronco cerca del embarcadero yo la recordaba como si fuera ayer mismo. Se había levantado un viento incómodo que traía revuelto al mar, encrespándole olas generosas que batían la arena, fina y blanca, de aquellas interminables playas. Yo miraba tranquilo y ausente aquel monocorde vaivén de rizos. Dejaba que mis cabellos, nunca tan largos como hasta entonces, se mecieran al mismo son de las saladas crestas de espuma. Miraba el mismo horizonte que nos había visto llegar desde las abismales profundidades. Perdidos y náufragos. De eso parecía distar ya una eternidad.

Aquella tarde en que pisamos tierra por vez primera se aparece distante en mis recuerdos. Ninguno de nosotros pareció confiar en la adusta voz del vigía que anunciaba la buena nueva desde su atalaya, en la mayor, y saltamos a cubierta para ser testigos por nuestros propios ojos. Allí estábamos sonrientes la hermosa Claudia y yo, como si tripulásemos la Santa María y divisásemos las costas de un nuevo mundo. Ariom y Allwënn no disimulaban su satisfacción por atisbar un nuevo horizonte amigo, aunque con menos alborozo que nosotros. También, en toda la tripulación de aquellos navíos podía encontrarse la dicha de quien regresa al hogar después de un largo viaje y lanzaban vítores a los dioses del mar por su protección.

Quien miraba aquella tierra desconocida y nueva, por entonces solo una línea en el horizonte, con el acostumbrado rictus impávido e imperturbable, era Ishmant. Pero aquello nunca más nos resultó una extrañeza. Aquel monje no sonreiría ni aun cuando sus pasos le llevaran a la Tierra Prometida.

 

Sentí unos pasos hundiéndose en la arena cerca de mí. Quizá en otro momento hubiese vuelto la cabeza, raudo a descubrir quién se acercaba por la espalda. Pero, así hubiese desarrollado una especial habilidad para percibir la amenaza, pronto supe que aquellas piernas eran amigas. Allwënn se sentó a mi lado sin decirme nada, acomodando las extraordinarias dimensiones de su afamado acero entre su cuerpo y el mío. Estuvo en silencio durante un rato en el que yo me abstuve de molestarle y luego, sin mirarme, suspiró largo y me dirigió la palabra.

—Es cierto eso que dicen que tienes una especial habilidad para encontrar los rincones más apacibles del lugar.

Sonreí ante el halago, agachando con timidez la cabeza y le respondí.

—Se respira calma en esta cala. El mar siempre ha tenido un especial embrujo para mí—. El endurecido y apuesto guerrero me lanzó sus pupilas verdes donde el mar que nos contemplaba parecía ser su prisionero y añadió unas palabras que poco podía yo saber por aquel entonces que tenían visos de ser proféticas.

—No te confíes, pequeño amigo. Es una calma engañosa.

 


 

 

Alex se volvió hacia el espejo soberano que dominaba la sala. El antiguo dueño de aquella habitación parecía haber tenido cierto gusto por la autocomplacencia, por su tamaño y dimensiones. Al devolverle el reflejo de su imagen, también él se contemplaba distinto.

Era la primera vez en mucho tiempo que Alex se miraba a sí mismo. El gesto de descubrir su reflejo, tan habitual en nuestro modo de vida, se había vuelto ahora un milagro. Casi producto de la misma magia que aun les seguía fascinando. De un golpe, aquel acto, antaño tan cotidiano, le resultó singular y sorprendente.

Tenían razón quienes decían que había cambiado y tal vez no era por la evidencia de saberse más robusto de torso y enjuto el rostro. Su cabello había crecido algo más largo de lo que él mismo hubiese considerado oportuno en otras circunstancias, y aquella nueva cota de malla se ajustaba pesadamente a sus formas. Pero resultaba, sin reparos, más cómoda que las viejas placas robadas a los muertos que había acabado abandonando por ella. Bajo sus formas brillantes y sólidas aun lucía sus vaqueros, ahora gastados y que apenas si podían adivinarse entre los rozones, grebas y refuerzos que los cubrían.  El pomo de una sólida espada asomaba entre los pliegues de aquella gabardina negra, maltratada por el uso y de bajos erosionados. La inusual mezcla de estilos que vestía se aparecía ante sus ojos con muy poco acierto y escaso equilibrio estético. Su rostro, tan familiar y cercano en otro tiempo, era ahora como un rostro ajeno que costaba reconocer como suyo, pero siempre en otro lugar y otro contexto.

Descubrirse allí, vistiendo tales atavíos, portando aquellas armas en esa habitación extraña y desconocida de recios muros de piedra y ventanas de ojiva era como contemplar a un alter ego de otro lugar y tiempo. Todo él parecía un anacronismo. Tal vez por ello decidió desprenderse de la prenda y abandonarla allí, como aquel que deja su firma en un asiento del metro. Como un efímero testimonio de esos que dicen «Yo estuve aquí».

Con aquella vieja gabardina dejaba atrás también parte de su vieja identidad.


 

En la sala principal aguardaban el resto.

Estaban todos: los hombres de Legión y el propio capitán de los gladiadores que había cambiado su vieja coraza cuajada de golpes por una soberbia pieza, seguramente rescatada de sus viejos baúles, ahora que había tenido oportunidad de reencontrarse con ellos. Sus armas también resultaban distintas. Seguía cargando dos hachas en el cinto pero no eran las mismas que le habían acompañado hasta aquí. Las nuevas poseían un diseño más exclusivo y sus hojas lucían afiladas y repletas de filigranas. La pieza más impresionante, sin lugar a dudas era su antigua hacha cíclope: un arma de guerra de los Toros del norte, personalizada a sus dimensiones y corpulencia, de cuyas hojas gemelas parecía poderse sacar hierro para acorazar a una guarnición de jinetes. También el Señor de las Runas se encontraba allí, apoyado en el mástil de su bastón. Sentado en una banqueta acariciaba el pelaje virgen de su mascota albina. Continuaba vistiendo sus habituales ropas de viaje, sus gruesas botas y su capa recia, ocultando aquel escudo estrellado y su alfanje hermano que nunca habían visto utilizar.

Tampoco faltaba el hermoso Gharin. Como otros, él había abandonado por fin sus gastadas ropas. De su olvidado guardarropa desempolvó un atuendo élfico que ojos poco acostumbrados podrían calificar de ceremonial. Ya no vestía sus bombachos pantalones sino una larga y ondulada falda blanca de plisadas formas, ribeteada con hilos dorados que dibujaban figuras florales estilizadas y que se abrían al frente, como los lienzos de un caro cortinaje, permitiendo ver que, bajo ellas, sus piernas se ajustaban en unas calzas de tonos marfiles que se pegaban a su nervuda musculatura como el abrazo desesperado del amante. Su torso se cubría con el extraño diseño de una chaquetilla de cuero endurecido de los mismos tonos y colores que su falda. Su arco había dejado de ser el magnífico ejemplar al que nos tenía acostumbrado. De su alcoba rescató un delicadísimo arco largo, inevitablemente elfo, que parecía estar hecho de lágrimas y cuya cuerda emitía una suave nota solo con el roce del aire. Con aquellos ropajes tan dignos de su sangre inmortal, aquel elfo de voluptuosos y dorados cabellos enfurecidos, de piel pálida como la faz de la luna y ojos oceánicos, parecía resplandecer como Apolo renacido.

Conversaba con la medioelfa que no volvió a trenzar sus cabellos. Aquella imagen le resultó sorprendente. Con toda seguridad aquella mestiza perdía parte de su fiereza sin aquel agresivo tocado, pero ganaba todo lo perdido en belleza. Pronto se percató que la conversación de Gharin debía de ir encaminada hacia esas mismas cuestiones.

No faltaban Xixor, Hiczo o los hermanos, tampoco la fiera Karla o Rhash’a. Sin embargo, ellos apenas si habían cambiado. Quizá sus gestos se habían ablandado con el tiempo. Se habían vuelto menos tensos, más naturales. Los ojos de Alex se fueron entonces hasta su amigo.

Justo en la puerta, Odín, absorto, estaba claro que miraba a la mestiza y apenas si se había percatado de la llegada de su amigo, a pesar de ser el más próximo a él. Alex no acabó de descender los escalones de aquellas sólidas escaleras de piedra que daban al rellano. La imagen de su viejo compañero le hizo detenerse próximo a su altura. Casi en un fugaz destello a su cabeza, regresaron los mismos pensamientos que le habían asaltado momentos antes en la que había sido su habitación en aquella última noche robada.

Era una sensación que se le había repetido en los últimos días. Apenas si podía reconocer al hombre que apoyaba su espalda junto al quicio de la puerta así estuviese guardando su umbral, como tantas veces hizo en aquel local de nombre celestial. Aquello resultaba un sentimiento extraño, dado que el cambio producido en su compañero, probablemente como el suyo, se había operado ante sus ojos a ritmo muy lento, casi imperceptible. No obstante, era como si de un solo golpe, allí, mientras descendía aquellos escalones pétreos, volviera a ser consciente de la enorme dimensión de tales cambios.

La imagen que ofrecía Odín parecía distar un abismo de aquel joven reservado y franco de cabeza pelada, grandes bigotes y bíceps henchidos que solía guardar en su recuerdo. Se esforzaba por visualizarle como antaño, enterrado entre los bombos y timbales de la batería. Perlado por el sudor y cruzando las baquetas entre sus piernas después de una tarde larga de ensayo. Ahora, la rubia y desconocida cabellera de aquel músico había crecido lo suficiente como para que el movimiento de una noche de sueño inquieto hiciera necesaria alisarla al despertar. Sus grandes bigotes dorados se fundían completamente en una barba tenaz e hirsuta que le llenaba el mentón y le aportaba un aspecto montaraz y descuidado. Su poderosa talla ya no resultaba tan impresionante como entonces, sobre todo cuando se comparaba con las sobrehumanas dimensiones de Rexor o Hiczo. Su potente envergadura muscular quedaba reducida dramáticamente ante el torso herido y tatuado de aquel coloso que respondía al nombre de Legión, a cuyas descomunales líneas los ojos ya de habían acostumbrado.

Ya no vestía sus pantalones de cuero o su vieja camiseta de tirantes. Tampoco aquellas pestilentes ropas de ogro, que al fin se consumieron en el fuego redentor de una hoguera, aliviando muchos males. Ahora se embutía en una sólida armadura de metal, cortesía de Robbahym, y cargaba las viejas hachas de aquel guerrero reconvertido en gladiador. No una ni dos sino tres formidables piezas de acero de notables dimensiones y mayor peso que alojaba como podía entre su cinto y sus manos.

Poco o nada quedaba del taciturno músico de corazón generoso y proverbial charla en aquel hombre apoyado en la pared. Como si aquel mundo fuera poco a poco robándoles su identidad y su pasado. Pero sobre todo, era la manera en la que miraba a la joven que charlaba con Gharin lo que le asustaba de alguna forma. Estaba claro que hacía, al fin, suyo tan extraño escenario y al sentirse partícipe, nunca cómodo, entre sus tragedias y glorias ganaba aquí la identidad robada a su memoria...

 

—Lo que queda de la ciudad de Tagar os recibirá ahora—. Lem Forjadorada penetró en la sala a través del panel secreto que ocultaba la entrada a las cavernas desde la torre con gesto sombrío pero firme. Le acompañaban dos hombres más. No eran los muchachos que les habían recibido en las almenas. Estos les doblaban generosamente en edad y vestían viejas y gastadas armaduras con el blasón y armas de la extinta ciudad. O eran, sencillamente, hombres ataviados con viejos pertrechos recuperados de la masacre o estaban ante los restos de la antigua milicia de Tagar.

La expresión de sus rostros al ver semejante congregación de individuos no resultó halagüeña. Sin duda estaban impresionados pero su lenguaje corporal indicaba tensión en sus miradas y gestos que Lem necesitó aplacar con unas palabras. Rexor avanzó despacio entre la comitiva que se había alzado casi de un salto ante la llegada de aquellos hombres y se encaró al tullido herrero.

—¿Podrán acompañarnos todos los hombres? —Le preguntó. Lem recorrió con la mirada lenta y cansada a los componentes más desconocidos de aquella reunión de guerreros y devolvió al solemne félido unos iris cargados de dudas.

—Nadie os negará el paso, Señor de las Runas, tampoco al elfo Gharin ni a Robban, o como infiernos se haga llamar ahora. Como tampoco osarían detener a ninguno de aquellos que levantaron este fortín, si contigo caminasen hoy… Pero los hombres tienen miedos que no son infundados. Veinte años ocultos de la mirada de los soles. Veinte años sin el contacto de nadie que respirase fuera de este agujero son muchos años, Rexor. Han aprendido a sentirse seguros en este destierro forzado. Vuestra visita perturba su tranquilidad y pone en peligro nuestro secreto.

Rexor bajó su mirada comprensivo.

—Lo entiendo, amigo Lem —dijo con aquella voz gruesa llena de resonancias—. No haremos nada que perturbe la paz que con tanto celo habéis preservado.

            Legión se sintió directamente aludido por aquellas palabras y se apresuró a alcanzar al vetusto herrero. Poniendo su palma encallecida sobre su maltrecho hombro le miró directamente a los ojos y trató que sus palabras se revistiesen de toda la franqueza que fueran capaces de transmitir.

—Respondo con mi vida de estos hombres, Lem Forjadorada. Su destino y el mío están ligados por muchas gestas y no menos señales en la piel. Su lealtad me honra. Ya han arriesgado sus vidas otras veces y lo volverán a hacer de nuevo si se lo pido.  No dudarán en poner sus espadas y cuellos a tu servicio por preservar vuestro secreto. No debéis temer nada de ellos, os doy mi palabra.

Lem contempló al veterano gladiador y no tardó en reconocer en él a un hombre que jamás había jurado en vano en el pasado. Tardó unos instantes en responder, durante los cuales, el silencio se revistió de una pesada carga. Aunque breve, aquella espera resultó intensa y angustiosa.  Al fin la cabeza del herrero se inclinó en un gesto afirmativo y se volvió a sus hombres, que todavía custodiaban el acceso. Les ordenó abrir el paso. Entonces le dirigió una mirada robusta y firme al veterano gladiador...

—Espero por el bien de todos que nunca tenga que arrepentirme de esta decisión —masculló quizá solo para sus oídos—. He traído antorchas para todos. El interior es oscuro y húmedo.

Luego de encender las lumbres iniciaron el descenso por la empedrada escalinata que se adentraba durante un buen trecho en las entrañas de la tierra. Apenas nadie emitió ningún comentario durante aquel descenso. Un silencio casi tiránico se adueñó de la escena, solo interrumpido por el friccionar de las armaduras y el sonido pesado de los pasos. No se faltaría a la verdad si se asegura que todos los corazones albergaban cierta desazón e incertidumbre mientras consumían los escalones que les conducían inexorablemente a un mundo oculto y prohibido. En Lem, por el riesgo que suponía revelar aquel secreto paraje. Rexor, Gharin y Legión, nerviosos ante la perspectiva de cómo reaccionarían ante los despojos de una ciudad antaño brillante y gozosa de su existencia que una vez estuvo muy ligada a sus vidas. Los gladiadores, incómodos de saberse el centro de los recelos de aquellos refugiados. Pero sobre todo, mis viejos camaradas, Alex y Odín, y la joven Forja se sentían especialmente expectantes ante qué sería aquello que pronto iba a revelarse a sus ojos. Eran conscientes, quizá mejor que ningún otro, que cuanto se escondía bajo las raíces del alcázar no tendría parangón con nada de lo que hubieran visto y oído en sus vidas. 

Las escaleras morían en un tramo de corredor débilmente iluminado levantado en piedra nueva de buena cantera y bien encuadrada. Desde allí se internaba en las sombras varias docenas de metros hasta perderse de la vista en lo que parecía un quiebro brusco. A lo lejos, podía percibirse, como un rumor distante que trajesen las tinieblas, murmullos de voces y sonidos de actividad. Iniciaron el paso con cierta expectación, iluminados por las antorchas que portaban, las cuales replegaron las sombras al recuerdo como la temeridad al miedo.

Un fulgor anaranjado avisaba de luces tras el quiebro del pasillo. Al superarlo, descubrieron cómo aquel pasaje se ensanchaba hasta doblar su amplitud. En él desembocaban algunas estancias y otros tantos corredores que con toda seguridad respondían a almacenes, áreas de descanso y avituallamiento para la media docena de hombres que se repartían por allí. Todos ellos dejaron sus escasos quehaceres cuando la comitiva irrumpió al dejar las sombras. La luz de las antorchas bañó la escena como si los haces de Yelm hubiesen logrado traspasar aquella piedra por una vez en décadas.

Eran hombres de edad avanzada. Muchos inviernos habían pasado por sus miradas y sus cabellos se teñían de grises mechones la mayoría de los casos. El más joven hacía mucho tiempo que había dejado de serlo. Sin embargo, su lenguaje corporal, su manera de apoyarse en las armas y la manera de entornar las miradas advertían que una vez fueron hombres de acción.

En cierta ocasión escuché decir de boca de alguien muy autorizado que quien había sido una vez soldado lo sería siempre para el resto de sus días. Aquella idea hacía toda justicia a aquellos hombres veteranos y entrados en años como ninguna otra.

            Hubo un momento incierto cargado de tirantez. Lem avanzó como pudo apoyado en su muleta hasta alcanzar la cabeza de la comitiva. Un nuevo personaje se dejó ver cuando se incorporó al pasillo desde una de las habitaciones adyacentes. No resultaría mucho más joven que el propio herrero. Poseía aquella mirada orgullosa y fiera de los viejos lobos de armas. Su barba dorada, cuajada de canas se trenzaba en un complicado abrazo y lucía galones de un oficial imperial. Algo, que en aquellos tiempos resultaba un vestigio de un pasado remoto y glorioso. Mirarle era como contemplar una reliquia de museo… el mismo asombro. El mismo respeto.

El rostro de aquel anciano embutido en armas seguía manteniendo cierta dureza, como si aun le sobrasen arrestos para retar a cualquiera de los fornidos guerreros que acababan de aparecer. Su piel, antaño firme, se llenaba de arrugas y marcas de expresión que solo una vida jalonada de inclemencias proporciona. Ni siquiera cuando Lem se arrastró hasta su lado y comenzó a hablarle en baja voz despegaría su mirada de halcón de aquellos hombres que irrumpían en sus escasos y profundos dominios.

Milkar Holfgan parecía ser el último representante de una noble dinastía, anclado en unos sentimientos y lealtades tan ilustres como obsoletos. Tan dignos como olvidados. Avanzó unos pasos hacia el grupo y quedó con la mirada anclada en aquella hueste invasora, con sus ojos preñados de pliegues. Los pasó por todos y cada uno de los hombres de la compañía, alzando o bajando su mirada ante las abismales diferencias de estatura, pero sin pestañear. Como si no se sintiese en absoluto intimidado por tener ante sí a media docena de criaturas que le doblaban en tamaño y armadas hasta los dientes. Al fin quedó observando con detenimiento al Señor de las Runas. Había un silencio incómodo en el ambiente. Todo parecía haber enmudecido en derredor. Esbozó una sonrisa franca en aquellos labios comidos por los gruesos filamentos de su barba.

—Es un placer teneros de vuelta, mi señor —dijo con solemnidad—. Maese Gharin, mi más sincera bienvenida a vuestro hogar—. Hubo cierta sensación de alivio generalizada. El elfo se tornó hacia él y le obsequió una estudiada y artificiosa reverencia.

—El placer es nuestro, General —anunció con cierto protocolo—. Con vos defendiendo estas almenas no es extraño que el Alcázar aun siga en pie.

—Me aduláis en exceso, Maese Gharin. Este lugar bien puede defenderse solo. Sus muros son recios y sus murallas sólidas. Nada podía protegernos mejor.

—Es cantera enana —masculló uno de los Hermanos arrancando sonrisas cómplices entre los suyos. —Hasta un ciego estúpido se habrían percatado de ello.

—Lord Robbahym, Señor del Alcázar —añadió inclinando la cabeza en señal de respeto. —El mundo exterior os ha tratado duramente por lo que veo. Felicito vuestro regreso—. Robhyn se limitó a bajar la mirada como saludo. —Estaréis impacientes por proseguir hasta el complejo del lago. No demoraré más vuestro paso —y esto diciendo se echó a un lado. Sin embargo, apenas el primero se dispuso a avanzar, extendió su mano frenándole en seco. —Nadie os impedirá el camino más allá de estas cámaras pero, por los dioses desterrados, que vuestras armas no darán un paso más. El que ose contravenir esta norma será carne para gusanos, palabra de un oficial del Imperio.

Mejor era no irritar a aquel viejo lobo. Los hierros quedaron a buen recaudo, aunque alguno se sintiese de pronto desnudo sin ellos.


 

—Nos estamos muriendo, Rexor. Agonizamos... nos extinguimos. La Diosa Negra ya ha ganado.

El tullido herrero apartó la mirada de aquel ennoblecido félido que miraba el panorama ante sí como quien asiste al campo de batalla cuando solo quedan los despojos para los buitres. Quizá eso mismo era lo que se alzaba ante ellos: apenas despojos de una raza.

El félido no dejaba traslucir sus emociones a su rostro pero su alma se cargaba de pesares. Hasta allí, a un abrigo cercano a la serpenteante escalinata que les conectaba al exterior, habían subido aquellos dos viejos amigos para hacerse partícipes en soledad de sus temores. Desde aquel balcón natural, uno podía contemplar la vasta extensión abierta en las profundidades en toda su amplitud. La dominaba el lago, un acuífero subterráneo en torno al cual, como en un laborioso hormiguero se habían levantado viviendas, estancias y diversas instalaciones. Un enjambre de pasadizos horadaba la tierra. Residuos de las vastas extensiones de las minas de los enanos vecinos, hoy abandonadas y selladas en su mayor parte. Todo se había reutilizado para dar cobijo y cierto aspecto habitable a lo que constituía aquel último refugio para los supervivientes de Tagar.

Rexor tenía grabadas en la retina la expresión de estupefacción e incredulidad de aquellos que le habían acompañado, hacía solo unas horas, por los angostos peldaños que comunicaban el mundo exterior con aquella tumba en vida. Para quienes nunca conocieron a los habitantes de la otrora orgullosa ciudad de Tagar, el espectáculo les resultaba asimismo ruinoso y deprimente. Pero mayor, si cabe, se apercibía la desazón en quienes una vez tuvieron amigos y conocidos entre los que ahora se escondían como ratas. No menos asustados y asombrados se mostraban quienes se escondían allí abajo. Sus reacciones no podían explicarse por la simpleza de las palabras. Para muchos, aquellos eran los primeros seres distintos a ellos que veían en sus vidas. Resulta una tarea inútil describir sus rostros llenos, al tiempo, de fascinación y miedos.

Conforme avanzaron, las miradas se centraron en aquella compañía invasora que alteraba su rutina ciega y melancólica. Pero nadie pronunció una palabra a su paso. El silencio resultó sobrecogedor. Poco a poco los más jóvenes, más asombrados por la inesperada visita, seducidos, sin duda por la extraordinaria novedad y el aspecto de aquella hueste, rompieron la monotonía muda y expectante se acercaron a ver y tocar aquellos rostros inusuales. De cuando en cuando, quizá alguna mirada, alguna expresión parecía adivinar, tras ella, un viejo recuerdo: quizá alguien conocido, quizá alguien que les reconocía de un pasado más generoso. Demasiada desnutrición y suciedad. Demasiado envejecidos prematuramente aquellos rostros. Demasiado lejos aquellos recuerdos como para ser evocados de inmediato.

—Apenas quedamos unas quinientas almas, amigo —retornó la voz quebrada de Lem a su compañía, sacándole de inmediato de aquellos trazos del pasado inmediato pegados a su memoria. —Fuimos casi cinco mil los que llegamos aquí abajo después de la destrucción de la ciudad, huyendo de la muerte salvaje que nos perseguía. No he dejado de pensar si no fue mejor morir entonces.

Rexor se volvió hacia el herrero con pesadumbre.

—Lo he visto en otros lugares. Lo que me cuentas no es nuevo, amigo mío. La raza de los hombres expira—. Lem suspiró sonoramente. Aquel temible presagio le pesaba sobre los hombros.

—El viejo Holfgan y yo pertenecemos a una generación orgullosa y guerrera. Tú lo sabes, que has vivido la vida de diez hombres—. El herrero hizo extensible su mirada hacia Gharin y Robbahym, que se sentaban entre el félido y su majestuosa mascota. —Y vosotros también—. Aquellos inclinaron su cabeza en una pausada afirmación desacompasada que le daba la razón. —A veces me siento en esta roca y contemplo a los jóvenes que no han conocido la mirada de los soles. Que nunca han visto nevar en las montañas del Aasâk. Que no saben lo que es beber el agua fresca que fluye del deshielo… y mi alma se rompe en pedazos. ¿Qué futuro vamos a darles? ¿Qué tierra heredarán nuestros hijos? Aquí abajo no hay esperanza. Solo una agónica travesía hacia una muerte indigna y solitaria.

—Habéis sobrevivido estos veinte años. Eso es una gesta. Tiene que haber esperanza —dijo el recio gladiador.

—Los Dioses se ríen de nosotros desde donde quiera que se escondan. Hemos sobrevivido gracias a vosotros. Gracias al dinero en vuestras arcas. Vosotros habéis pagado nuestra comida, habéis silenciado ojos y oídos… pero el dinero se acaba, nada dura eternamente. Dependemos de la buena voluntad de viejos amigos. ¿Recordáis a Ulgar Rhointherberd?

—¿El mercader de especias?

—El mismo. Regresó a Tuh’Aasâk con sus hijos al comenzar la guerra. Ellos nos proveen de los productos de primera necesidad enviando caravanas clandestinas a través de los viejos túneles. Hemos conseguido hacer crecer algunos cereales gracias a la luz de las piedras solares que los enanos colocaron para refractar la luz del exterior. Pero son escasos y de poca calidad. Nos llega un cargamento de madera cada dos semanas, para combustible y los hornos. El agua la extraemos del lago. La alimentación es pobre e insuficiente. Nuestros lazos con el exterior son débiles e inestables. Nuestra gente está envejecida, enferma o cansada. Y el dinero que nos permite subsistir y mantener nuestro secreto se agota. Aquí no sobrevivimos, mi buen Robban, solo dilatamos nuestra muerte. Sea lo que sea lo que hayáis venido a hacer, hacedlo, por los Dioses. Entrañe los riesgos que entrañe y cueste las vidas que cueste. Dadle algo de esperanza a estas almas moribundas antes de que desaparezcan bajo esta tumba de piedra.

 

 


 

—Parece que la chica mejora.

Ishmant avanzó despacio hasta la balaustrada de piedra, tupida por una manta de plantas trepadoras y que rodeaba el perímetro de aquel dilatado balcón que abría sus formas en los pisos altos de palacio. Desde allí podía contemplarse una rica panorámica de buena parte de la isla, con el campamento alzado del suelo por palafitos en primer término, rodeado de aquella gruesa muralla de barro endurecido. La ensenada aparecía ante la vista, apenas se superase la barrera de vegetación entre ambas, como una luna creciente robada a la tierra. En ella se levantaban los muelles y muy próximos a ellos, las cabañas de paja, cercanas a la costa bañada por aquel mar inabarcable e infinito que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Algo más al sur, desde tan privilegiada atalaya, uno descubría las montañas blancas de los campos de salinas. Al este, podían divisarse los campamentos madereros y el hueco del bosque tropical desbrozado donde habían conseguido aclimatar algunos sembrados y cultivos básicos. Atrás, los montes se encrespaban y elevaban como picos esmeralda vestidos por la densa e insondable selva omnipresente.

Ishmant, con el rostro descubierto, permitía que sus cabellos se mecieran en las alturas al compás del viento que llegaba del mar cargado de salitre y untuosos aromas. El monje lucía un nuevo aspecto. Sin duda lo era para mí, aunque en realidad había regresado a sus orígenes. Ignoro qué causa le motivó a desprenderse de su disfraz de elfo, como si para él ya no resultase trascendental ocultar su condición humana. Lo cierto es que había dejado cortar sus cabellos hasta la altura de sus hombros que poco a poco iban perdiendo su artificial revestimiento ocre, abriendo el paso al negro color natural que los pintaban. Tampoco aparecían ya con aquel esmerado aspecto suelto y brillante que su esforzado disfraz élfico le exigía. La humedad del entorno le había devuelto aquel leve bucle que siempre tuvieron. Así, aquel monje lacónico y sereno volvía a tener casi el mismo aspecto que todos recordaban, entre ellos, la propia Keomara que le contemplaba como si el largo tiempo transcurrido entre ambos apenas significase un momento.

A lo lejos, la figura recortada e imprecisa de la joven humana se intuía en la explanada del campamento y parecía jugar con unos niños, lejos de la imagen acostumbrada de las últimas semanas, turbia, apagada y sin vida. Ishmant regresó a la conversación.

—No ha debido ser una experiencia fácil, aunque apenas la recuerde —comentó pausadamente en aquel tono inalterable. —Me place volver a ver su antigua alegría.

El monje se volvió hacia la mujer que le acompañaba y descubrió que había sido objeto de un largo y detenido examen. Ella le sonreía, aunque en realidad, para Ishmant aquellos pliegues parecían haberse fosilizado en sus labios. Como si aquello que una vez le inspiró la sonrisa respondiera a un sentimiento hace tiempo olvidado. Por un instante, Ishmant estuvo seguro que el comentario sobre la chica humana no era más que una estratagema para hacerle salir a la luz del poderoso Yelm. No tardó en corroborarlo.

            —Aun me parece increíble, Venerable. Por más que te mire no puedo acostumbrarme. Los años no parecen pasar para ti —le dijo ella con cierta amargura, sin dejar de estudiar su rostro, pocas veces desnudo. —Es increíble. El tiempo ni siquiera te ha rozado. Ya eras un hombre maduro entonces... y hoy casi pareces mi hermano—. El monje bajó la cabeza, algo incómodo.

—Tu juicio es exagerado, pequeña Keomara.

—No me llames pequeña, Venerable. Ese tiempo ya ha pasado para mí —añadió ella cruzando sus brazos sobre la balaustrada y devolviendo su vista a las extensiones verdiazules a su alrededor. —Si es que alguna vez lo fui, que lo dudo. Ya nada queda de aquella niña que una vez conociste—. Ella parecía tener ahora cierto tono de reproche. El monje se colocó a su lado en aquella misma posición.

—Razón no te falta —añadió él después de una larga pausa. —Puedo ver que tu cabello ha encanecido y en tus ojos se observan marcas de toda una vida—. Ella le sonrió con cierta ironía.

—Nunca supiste tratar a las mujeres, ¿verdad Ishmant? Tan incómodamente sincero como de costumbre.

Keomara apartó la mirada resentida por el comentario. Ishmant no necesitó ver su reacción para percatarse de ello.

—Tus señales delatan tu camino. Ha sido próspero. Muchos de nuestra raza que una vez fueron jóvenes contigo nunca podrán contemplar esas huellas en la arena de sus rostros, ni la nieve en las cumbres de sus cabellos. Sinceramente creo que eres afortunada, Keomara.

Ella bufó sonoramente y apartó el rostro evitando delatar una sonrisa que sus labios apretados se esforzaban por encarcelar.

—Siempre encuentras las palabras—. Él ignoró el cumplido y devolvió su mirada a la plenitud del océano.


 

—¿Les echas de menos? —Pregunté a Claudia.

No era la primera vez que le hacía esa pregunta, tampoco sería la última. Ella no me contestó. No necesitaba hacerlo. Yo conocía esa respuesta. Se limitó a sonreírme y a aceptar el trozo de coco que tanto esfuerzo me había costado partir sobre unas rocas. A veces el mundo parecía estrecharse sobre nosotros, constriñendo el alma, impidiendo respirar. En esas ocasiones, todas las ilusiones parecían venirse abajo y solo pensábamos que la suerte que nos deparaba el futuro nos anclaba sin demasiadas opciones a aquel pedazo de tierra sobre el mar, olvidado del mundo. En esos momentos, surgían con intensidad dolorosa los recuerdos y añoranzas, en especial la de nuestros amigos Alex y Odín, por encima de aquellas que, cada vez con mayor debilidad, nos ataban a una vida pasada que se evaporaba inexorablemente.

—Sí, yo también —me respondí, tomando su silencio como una verdadera revelación.

Imaginé lo traumático que habría de ser para ella la ausencia de sus compañeros. Para mí no era, aquella, la primera vez que había de hacerme a la idea de que el resto de mi vida sería diametralmente distinta, incluso antagónica, a la vivida hasta entonces. Desde nuestro accidente, en cierta medida, yo había emprendido este incierto viaje en solitario en más de una ocasión. Nada me vinculaba a ellos cuando les conocí y tuve que esforzarme por establecer lazos que las inclemencias de aquel primer viaje ciego que emprendimos en común no tardaron en deshacer, tan solo para obligarme a trazar nuevos vínculos con las gentes del refugio, que también acabaron por hacerse ceniza.  Desde mi punto de vista, en aquellas primeras jornadas tenía tan poco en común con esos músicos como con los medioelfos que tan pronto encontramos en aquella jaula de orcos. Luego de eso, pasó igual con los habitantes del refugio en los bosques donde conocí a Ariom y Forja. Sin embargo, para ella resultaba distinto. Alex y Odín eran sus pilares, su vínculo con ese pasado nuestro arrebatado de nuestras vidas y que continuaron siéndolo en esta funesta procesión que vivíamos ahora. Su pasado y su presente se unían a aquellos dos nombres, ahora perdidos. Debía sentirse muy sola, pensé.

—Ahora tú eres lo único que me une a mi hogar —me decía—. Esta isla es como nuestro particular Nautilus.

Resulta difícil vivir sin esperanza.

Nada sabíamos de nuestros amigos y nosotros estábamos atrapados en una isla diminuta y perdida en las entrañas del océano, sin más perspectivas futuras que las de agotar nuestros días en aquel trozo flotante de selva.

Su metáfora tenía un cruel sentido.

Nadie podía abandonar aquella isla. Ese fue nuestro primer gran infortunio. Nadie podía salir de allí. Era una prohibición total, no había excusas. Keomara había sido tajantemente explícita en ello. Debía preservarse el secreto de aquella colonia de refugiados. Nada nos faltaría allí. Lo poco que tenían o lograban adquirir, se repartía. Nos dieron permiso y materiales para construirnos una cabaña y estábamos comprometidos a trabajar en beneficio de la comunidad. En cualquier caso, se nos aseguraba una vida tranquila, alejada del horror del continente, en un pequeño espacio donde todas las culturas y razas estaban, cuanto menos, condenadas a entenderse y convivir. En algún sentido, la oferta de una vida hasta cierto punto normal era más que un milagro para las gentes que habitaban aquella plaza flotante.

La mayoría no eran sino supervivientes de matanzas y holocaustos. Que en aquel remanso de paz pudieran existir, criar a sus hijos con la esperanza de morir en su lecho, era más de lo que nadie en aquellos tiempos carniceros y crueles podía pedir. El pago de una existencia que se limitaba a las escasas dimensiones de la isla y la imposibilidad de salir de ella resultaba un saldo insustancial que cualquier hombre sensato entregaría con satisfacción.

Aquella gente, que nada tenía fuera de aquellos estrechos confines, encontraba en aquella prisión una vida que se les negaba fuera. Lo que Keomara y sus piratas ofrecían resultaba un milagro. No en vano, dentro de las limitaciones propias, los pobladores de aquel refugio parecían felices con su modo de vida. Había niños de todas las edades y los hombres gozaban de una existencia tranquila. Pero para nosotros, la situación se complicaba, a razón de lo poco que sabíamos de los planes de Rexor, por entonces.


 

 

—Las cosas empezaron a ponerse verdaderamente feas en los Puertos Verdes del Pindharos —confesaba Keomara. —Muchos de los humanos que disponían de barcos se echaron al mar. Yo tenía algunos viejos conocidos allí y conseguí enrolarme en un buque corsario.

Ishmant la escuchaba con atención al beso de la brisa. También para él resultaba una incógnita cómo aquella muchacha a la que había dejado siendo apenas mujer se las había arreglado para sobrevivir a la guerra y acabar gobernando una isla de refugiados en pleno océano.

—Si alguna vez tuvimos una esperanza estuvo en formar una pequeña escuadra con la que poder defendernos de las armadas del Culto —continuó ella dejándose llevar por sus recuerdos. —Todo el mundo sabía, por entonces, que la fuerza del Culto en el mar no resultaba tan decisiva como en tierra. Además, sus flotas estaban enzarzadas en continuos combates con los buques imperiales. Eso nos proporcionó algo de tregua y un pequeño margen de maniobra. Cada barco que nos encontrábamos en el mar era potencialmente un nuevo buque para nuestra causa. La mayoría no eran más que barcos de refugiados que trataban de huir de una muerte segura, con la mínima experiencia en navegación, menos aun en combate. Pero el número nos daba la fuerza, un apoyo que las armadas imperiales siempre encontraron útil. Les servíamos de refuerzo y no tenían que preocuparse por nuestra organización ni sustento. Hubo un tiempo en el que incluso creímos que la guerra en el mar podría ganarse. Aunque los Dioses estuvieron de nuestro lado en los primeros compases de nuestra odisea, pronto la quimera se deshizo y fuimos conscientes de que nuestra precaria forma de vida nos condenaba irremisiblemente. Conforme la guerra se inclinaba a favor de los insurgentes en el continente, cada vez fue más complicado encontrar un puerto amigo en el que avituallar. Los elfos pronto nos cerraron las puertas. El avance del Culto redujo más y más nuestro margen de maniobra. La muerte nos visitaba a diario llevándose consigo hombres, mujeres, niños y ancianos por igual, a un ritmo feroz. Inanición, enfermedad, bajas en combate... Aun así, el mar seguía siendo un campo de batalla más favorable que el suelo firme y un lugar donde la supervivencia, aunque precaria, podía darse en mayor posibilidad. Sin embargo, ya sabes… aquello no duró para siempre. En una ocasión nos emboscaron cerca del Mar Interior y nuestra escuadra fue diezmada.

«Fue entonces cuando entró en escena el Capitán Harfoord y sus hombres. Saack Harfoord era un almirante de la flota imperial. La ciudad de Hira había levantado una armada popular recaudando dinero y barcos de donde pudo, con intención de romper el asedio de Tirsa, en la costa sur del Brazo de Armin. Él gobernaba el Impaciente, el buque insignia recién salido de astilleros elfos. El mismo que os trajo aquí. Recogió los restos de nuestra desmembrada flota y los unió a la suya, pero al llegar a nuestro destino descubrimos que Tirsa había caído ante el Yugo y nos enfrentábamos a una fuerza muy superior en número y potencia. Conseguimos hundir a más de la mitad de los buques enemigos y dispersar al resto, aunque a demasiado coste. Nuestras bajas y daños fueron cuantiosos. No luchamos por liberar la ciudad que ya había sido tomada. Luchamos por salir de aquella encerrona y nuestra aparente victoria no resultó sino un desgaste innecesario. Nuestra mejor oportunidad se encontraba a muchas millas de allí, en Gallad, en el Nevada, donde la Armada del Alwebränn tenía amarre y parecía haber resistido hasta entonces prácticamente indemne. Nuestra intención fue unirnos a sus filas y reforzar el norte a la espera de un cambio de suerte en el continente. Jamás llegamos hasta ellos. Apenas habíamos rebasado el Puño, hambrientos y exhaustos, fuimos interceptados por una flota enemiga y aniquilados. Mi barco fue hundido y la escasa tripulación que logró sobrevivir acabamos en el Impaciente que había perdido parte de la arboladura y las jarcias y navegaba sin rumbo. Cuando todo parecía perdido, dos días después de agotar la última de nuestras reservas, encontramos la isla... como un regalo de la misericordia divina».

            —Así que estamos cerca del Puño de Armin —dedujo el monje que no se privó de comentarlo en voz alta. Keomara se percató pronto del error. Aquel hombre que caminaba junto a ella podría hablar poco pero siempre tenía los sentidos alerta y cualquier dato disperso le podría desvelar todos los secretos que escondía. Trató de restarle importancia al asunto.

—Navegamos durante semanas sin ningún tipo de control. Demasiado tiempo como para poder precisar... —Ishmant la miraba con la misma condescendencia que un adulto que sorprende a un joven en plena trastada. —A doce días sur suroeste del Puño —reconoció al fin, derrotada—. Pero es poco probable llegar hasta aquí empujado por el viento si no te trae el azar. Pocos conocen esta isla. De lo contrario ondearía el Ojo en este castillo o, cuanto menos, el humo de la destrucción.

—Por favor, continúa —le invitó el monje, sin hacer alardes de su victoria. Ella trató de recapitular hasta el punto en el que se había abandonado su narración.

—El capitán Harfoord mandó desembarcar y establecimos un primer campamento en el Palacio. Estaba abandonado y no había rastros en la isla de una ocupación anterior. Si la hubo, la devoró la selva. Nada supimos de los antiguos propietarios de este lugar. Reparamos el barco y construimos el muelle. Durante un tiempo nos abastecimos del mar y de la selva, pero Saack pronto acarició la idea de salir al mar de nuevo en busca de nuevos supervivientes. Si queríamos dar alguna esperanza de supervivencia se necesitaban más mujeres... él nunca quiso dejar esa responsabilidad únicamente sobre mí.       

Ishmant la miró con un semblante de preocupación, no alcanzando a entender la dimensión de sus palabras. Ella lo captó al instante.

—Eran hombres del Imperio, marinos leales y hombres de honor. Muchos habían perdido a sus mujeres, a sus hijos... Debíamos mirar hacia el futuro. Si quedaba alguna esperanza para evitar la extinción, ésta solo podía venir de la mano de una mujer. Yo era la única en aquellas filas. Sin embargo, el Capitán se opuso a tratarme únicamente como un vientre fértil. Yo jugué mis cartas y logré entrar en su alcoba. Convertirme en su protegida, en su amante. Esto provocó las primeras tensiones entre los hombres, pero Saack Harfoord poseía una autoridad indiscutible entre sus soldados. Con mayor o menor resignación, todos acabaron entendiendo que la esperanza para nuestra comunidad estaba fuera de aquella isla. Habíamos encontrado un refugio que parecía seguro, pero él nunca olvidó sus deberes morales como soldado imperial. Si había más gente a la que poder ayudar, su obligación era encontrarles y protegerles. Encontrar mujeres para el resto de sus hombres se convirtió en una prioridad, en una garantía de supervivencia. Además, debíamos de comprobar cuánto de seguras eran realmente estas aguas. Los primeros en llegar fueron los surkkos Muawaries. Hicimos frente a dos corbetas del Culto que les perseguían en aguas del Puño y les vencimos. Algo verdaderamente audaz que los guerreros del desierto no olvidaron. Desde entonces, estos guerreros establecieron un pacto de honor con el capitán. Eran conscientes que le debían la vida, así que juraron defenderle a él y a sus sucesores durante tres generaciones, si su linaje alcanzaba ese número. Se convirtieron en su guardia personal.  Sus habilidades para la piratería abrieron un nuevo abanico de posibilidades. También fueron los primeros en entender que las pocas mujeres jóvenes y solteras que viajaban con ellos resultaban esenciales para la supervivencia de nuestra raza, la raza humana, por encima de colores o credos. Te parecerá increíble, pero aquellas mujeres encontraron un privilegio desposarse con sus salvadores. Resultó hermoso. Los primeros matrimonios fueron oficiados por el rito Imperial y Muawary simultáneamente. Había una mezcla deliciosa de culturas, lenguas y ritos. Fueron uniones felices y necesarias. Poco a poco, la isla se fue llenando de más refugiados. Cada salida al mar regresaba con más hombres y más barcos. Muchas razas, no solo humanas, muchos credos, muchos colores, muchas culturas... Teníamos la sensación de estar alumbrando una nueva civilización.

«Construimos el asentamiento. La llegada de nuevas manos propició la búsqueda de nuevos recursos. El campamento maderero, las salinas, la construcción de depósitos y canalizaciones para el agua dulce de los manantiales de la selva. Establecimos los primeros oficios y cargos, el sistema de gobierno. Todo el mundo se sentía seguro dejando las riendas de nuestros destinos al Capitán y a sus oficiales. Era un buen jefe... quizá demasiado bueno».

Ishmant se volvió hacia ella creyendo poder leer en su interior, en aquel oculto pozo de dudas y miedos. Al fin y al cabo, para el monje, Keomara seguía siendo, mal que a ella le pesara, aquella vivaz y astuta chiquilla de sus recuerdos.

—No puedes competir con él —le dijo con mucho aplomo. Pero ella le respondió con más serenidad aun y toda la franqueza.

—Nadie podría hacerlo. Él levantó este lugar. Él nos dio esperanzas cuando todo se derrumbaba a nuestro alrededor y la muerte resultaba la única recompensa a tantos esfuerzos. Su espíritu presidirá siempre esta isla. Nadie que se siente en el gobierno podrá superar su habilidad y su carisma. Pero la historia no es tan sencilla. Y tú no has venido a verme para hablar de mi pasado ¿verdad, Venerable? —. Ishmant le dedicó una mirada grave y un prolongado silencio.

—Muy cierto—. Ishmant quedó un instante observando a aquella mujer antes de iniciar su demanda. —Debes dejarnos marchar, Keomara. Hay asuntos de grave trascendencia en juego—. Ishmant, a menudo lacónico e impasible, jamás había hablado con mayor seriedad que en aquel momento. Keomara se volvió hacia él desde la balaustrada. El viento seguía suavizando aquella tarde veraniega, luminosa y cálida. En el rostro imperturbable del monje se adivinaba la urgencia. Ella le dedicó una mirada de súplica, como si le invitase al perdón.

—No puedo hacer lo que me pides, Venerable—. Ishmant le aguantó la mirada sereno y calmado, ocultando como solo su temple y espíritu podían, la decepción de aquella respuesta que, no por presentida y esperada, se tornaba más amable. Se volvió hacia la espléndida vista que aquel balcón del paraíso le ofrecía.

—Rexor partió hacia el alcázar de Tagar en compañía de Gharin y de dos humanos más que resultan vitales para sus planes. Cien lunas debían ser suficientes para reencontrarnos. Si los Dioses han sido benevolentes con ellos, habrán tenido tiempo suficiente para alcanzar su destino y ahora nos aguardan con impaciencia sin saber de nuestra suerte. Ni aun si partiésemos hoy mismo llegaríamos a tiempo. Las cien lunas se cumplieron con nosotros en el mar. No podemos quedarnos aquí. Es necesario que llevemos a esos dos jóvenes hasta el alcázar. Muchas vidas andan en juego. Keomara, debes entenderlo.

La mujer batió su cabeza en una reticente negativa.

—¿Qué importa que yo lo entienda? No puedo hacer nada, Ishmant. No está en mi mano esa decisión.

—Tú gobiernas la isla—. Ella esbozó una sonrisa triste.

—Eso es lo que crees, ¿verdad? No todo el mundo está de acuerdo con mi gobierno. Tengo más opositores de los que esta isla necesita. En cualquier caso, existen normas que nadie puede transgredir, menos aun, yo. Establecimos códigos que están por encima de la decisión de nadie. Códigos que yo tengo el deber de salvaguardar y proteger. Nadie puede abandonar la isla. Nadie que conozca este lugar puede salir de él. Así protegemos nuestro secreto. Romper ese pacto, también pone en peligro muchas vidas. Lo lamento Ishmant, pero no puedo dejaros marchar.

El monje guerrero agachó la mirada asumiendo su derrota. Su moral le impedía forzar a aquella mujer a romper sus lealtades, a transgredir sus votos con aquella comunidad, a pesar de que esa decisión les condenase a un destierro forzoso y mermara las oportunidades de victoria.

Rexor debería seguir sin ellos.

—Perdóname, Venerable—. Ishmant alzó la mano para evitar que continuase con la súplica.

—Haces lo correcto —le dijo él con su tono sereno. —Eres un buen líder, Keomara. Asumes con dolor tus responsabilidades—. Ella tragó saliva con dureza. Aquellas palabras le emocionaron. El reconocimiento del Señor del Templado Espíritu no solía ser desmerecido. Hubo un largo silencio donde las miradas no se encontraron sino que navegaban cada una entre sus propias tormentas. Al tiempo, la mujer pirata alzó los ojos y observó con aplomo a su noble invitado.

—Rexor trataba de unir el Círculo de las Espadas de nuevo, me dijiste—. Ishmant la abrazó con sus pupilas, sonrió débilmente y cabeceó una imperceptible afirmación. —El Círculo se ha quebrado. Jamás volverá a estar completo… Es una quimera.

—El Círculo esta vivo. Está disperso. Está dentro de cada uno de los viejos guerreros que lo forman. Se forjará de nuevo. Está bordado en el Tapiz.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque el Círculo soy yo, y eres tú… Y siento que te llama a pesar de las heridas del mundo.

Keomara se llevó su mano al pecho.

Allí anidaba una joya pequeña que pendía en una delgada cadena de oro, aunque ahora parecía pesar como si fuera plomo. Lentamente extrajo sus formas de entre su piel, y aquel arco dorado volvió a ver la luz de Yelm desde aquella atalaya sobre la selva.

…«De Keomara para el Círculo».

—Te hemos encontrado. Ahora somos un poco más fuertes.

—No servirá de nada.



 

 

La nieve cubría todo el valle y las faldas hasta las crestas de aquellos picos titánicos del Ghar’al Aasâk. El manto blanco se extendía como una alfombra de armiño sobre las ondulaciones del terreno todo lo que la amplia vista daba de sí. Desde las almenas de la torre del alcázar, la mirada se perdía entre las nieblas vespertinas. El viento rugía irascible haciendo que hasta las más gruesas capas de pelo resultasen insuficientes ante su bravura. Rexor contemplaba la blanca estampa del mundo a sus pies con gesto adusto y semblante serio. A su lado, Gharin le miraba sin decir palabra. Algo más atrás, callado y expectante, abrazado a sus pieles de oso, aquel titán que respondía al nombre de Legión esperaba las palabras del félido. Lem Forjadorada había lanzado un órdago que debía ser contestado.

—No podemos esperar más, Poderoso. Han pasado meses desde que llegasteis. No vendrán. Debemos actuar.

Rexor sopesaba las alternativas resistiéndose a admitir la posibilidad de haber perdido a algunos de los mejores en aquel trance del destino.

—Vendrán, Rexor, vendrán.

El hombre león se volvió hacia el bello elfo con gesto amargo.

—Lem tiene razón. Esperar nos debilita—. Girándose en redondo se volvió hacia el gladiador y el envejecido herrero. —Robbahym, convoca a tus hombres en el salón de las Espadas. El Círculo nos aguarda. Nuestros votos no pueden retrasarse más.

—Así se hará, Poderoso—. Y sin cuestionar una palabra, como hace todo buen guerrero, Legión se dio la vuelta y emprendió la marcha.

Rexor disparó su mirada hacia los cielos cubiertos de nubes grises que cabalgaban al viento desde las alturas y lanzó una palabra entre murmullos, quizá solo para sus oídos.

—Donde quiera que os encontréis, Bravos. Si aun contempláis este mismo cielo, galopad aprisa, estéis donde estéis.

Gharin se volvió hacia el invernal paraje a sus espaldas y sus ojos se inundaron de los valles y montañas desde aquellas cimas. Su espíritu se agitó en un claro presentimiento.

—Están cerca —dijo—.

 

 Sé… que están cerca.

La Flor de Jade II
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