Todas aquellas piezas salpicaron la mesa ante los ojos del capitán enano de la urca mercante.

 

—Esto es todo lo que hemos podido reunir para pagarte, noble Wathân. Espero que sea suficiente.

Rexor no podía incorporarse en el pequeño recinto del camarote y optó por arrodillarse. Aun así, sus luengas dimensiones le impedían moverse con soltura en tan estrecho lugar. La robusta tablazón se había perlado con una diversidad extraordinaria de collares, cuentas, gemas y diversos objetos, como variada era en efecto su tasación.

—...y unos doscientos Ares entre plata y bronce —añadió depositando una bolsa de cuero que abrió esparciendo su contenido de monedas con distintos cuños, metales y diámetros. No hacía falta ser un especialista para comprender que aquella colección respondía a la rapiña de los muertos o a una apresurada colecta. El ceño del enano se frunció apenas el muestrario dejó de moverse sobre la madera. Rexor ya esperaba aquella reacción. El recio capitán se detuvo un instante en la contemplación de los dispersos objetos que aquel hombre león había volcado ante sus ojos. Tras unos momentos de silencio chasqueó los labios decepcionado con gesto dubitativo. Con todo, extrajo de su pequeña y gastada faltriquera una lente especial con la que se dispuso a examinar una por una las piezas allí reunidas. Como si dispusiese de todo el tiempo del mundo y de toda la paciencia necesaria para gastarlo en aquella meticulosa empresa.

—Es todo lo que tenemos, capitán. De buena gana mis hombres donarían su brazo derecho si supieran sostener la espada solo con sus pies —añadió Rexor ante la evidente mala noticia que resultaba aquella manifiesta expresión en el rostro del mercader enano. Aquél levantó sus ojos con cierta ironía y se guardó el comentario sarcástico del que solo delató media sonrisa en sus labios ensombrecidos por una firme barba trenzada. Luego los devolvió de nuevo a su examen. En él invirtió interminables minutos. Acabado éste, suspiró hondo y se dirigió al leónida cruzando sus brazos velludos y fornidos sobre su robusto pecho.

—Tú y los tuyos debéis estar muy desesperados para abordar mi barco en plena noche y pedirme pasaje con semejantes bagatelas en la bolsa—. Rexor iba a iniciar una réplica cuando sus labios se sellaron ante una señal del enano en la que le indicaba que aun no había acabado de hablar. —Llevo más de cien años hiriendo las aguas con la quilla de un barco. Lo que mis ojos no hayan visto, sencillamente, hombre león, no existe. Por eso debo de reconocer que aunque los tuyos no abundan fuera de sus dominios, alguno antes que tú se ha cruzado en mi camino. Sois una raza de honor cuya palabra vale tanto o más que la moneda más brillante. Por eso me gustaría llegar a un acuerdo contigo. Pero has de reconocer que lo que me ofreces no compensa el riesgo que corren mis hombres y mi negocio.

—Lo entiendo, noble Wathân y te pido humildemente mis disculpas —reconoció Rexor inclinando la mirada ante el enano. —Si tanto valor concedéis a la palabra de mi pueblo, solo puedo ofreceros lo que ésta vale y la deuda impagable que todos adquiriremos por siempre contigo y el pueblo de los Yulos si nos lleváis aguas arriba—. Rexor extendió sus manos vacías ante los ojos del capitán enano. —No te ofrecemos mucho ni poco. Te damos todo.

El enano emitió un sonoro suspiro. Las palabras de Rexor daban la impresión de ganar terreno en su conciencia pero pronto el cabeceo del viejo lobo le evidenció que se había atrincherado en una negativa.

—Apenas hay quinientos Ares aquí. No me supone demasiado al cambio con mi moneda.

—Con todos mis respetos, capitán. Un pasaje de barco apenas alcanza los treinta o treinta y cinco Ares por cabeza—. El enano bufó contrariado.

—No insultes a mi inteligencia, león. Hablas con un enano viejo donde los haya. ¿Estarías aquí regateando con este perro de mar si pudieses subir el Dar a cara descubierta? ¡¿Por quién me tomas?! No soy ningún bisoño de este oficio. Y tú no eres el primero que se mete en mis bodegas de contrabando. Ni con seiscientas monedas de plata tendría bastante para daros de comer durante un mes de viaje y pagar a los inspectores del Culto para evitar que husmeen en mi barco. Con lo que me darían por vender a uno solo de esos humanos que con tanto celo ocultas en la panza de mi navío sacaría dos veces lo que me ofreces. Pero ¡Que me aspen! No ganaré una onza de oro a costa de la sangre ajena. Seré viejo y retorcido, pero no soy ningún pirata. Todos mis negocios son limpios.

Rexor esbozó una sonrisa mordaz ante el comentario del enano que había enrojecido de vehemencia, coloreando sus mejillas como si se hubiese pasado con los tragos.

—Yo tampoco soy nuevo en este mundo —añadió con una pasmosa tranquilidad aquel descomunal félido que se enrollaba sobre sí para caber en aquel recinto. —El dinero de los sobornos y regalos lo descontaste de tu bolsa el día que este barco se echó a la mar —dijo recordando los comentarios de Marsuk, aquel señor de la caravana con quienes cruzaron el Paso de Vientos. El vetusto marinero de trenzadas barbas trató de farfullar una agraviada respuesta pero en esta ocasión fue el félido quien le hizo saber con un gesto que no había acabado su exposición. —Porque tu raza es la más noble de las razas y muchos enanos son los que se han cruzado en mi camino, no cuestionaré que no pretendas llenar tu bolsa con oro manchado con la suerte adversa de otros… pero si en las bodegas de este barco no existe ni una sola mercancía ilegal que quieras ocultar al Culto, de buena gana me arrancaría la mandíbula y la dejaría lucir en tus barbas—. Aquel enano mostró un gesto de incomprensión. La costumbre de prender las mandíbulas en las barbas al modo Tuhsêk está muy lejos de los usos de aquellos enanos del este, sin embargo, sirvió para dar a entender la idea pretendida.

—Y con quinientos Ares... —continuó el félido —podrías dar de comer a mis hombres y toda tu tripulación en el viaje de ida y en el de vuelta, así nos sirvas un banquete digno de reyes cada jornada.

Aquel enano corpulento y veterano rompió a reír en sonoras y graves carcajadas mientras se atusaba las trenzas de su barba.

—¡Mostal sabe que eres listo, condenado! ¡Tu lengua rivalizaría con la del mismo Kethalos[1], por los dioses! Pero yo soy el patrón de este barco y deberás ofrecerme algo más tentador para que esta conversación siga su curso. No pondré la suerte de este barco en venta por quinientos Ares. Lo tomas o lo dejas. Mis ancestros saben que no me gustan esos Kallihvännes ni su puerco Nuevo Orden. Con gusto metería bota y media en el trasero a todos ellos. Pero si a uno de esos metomentodo les da por subir a bordo y descubren humanos y proscritos en mi bodega en lugar de algunas hierbas de contrabando, perderé a mis hombres, mi barco y mi negocio con suerte. Sin ella perderé hasta la barba. Así que decide, hombre león. O rascas tus bolsillos y los de tus hombres a ver si hay algo más que suene ahí dentro... o llevaré mi barco a la orilla y bajaréis todos por donde habéis subido.

Esa es mi oferta.

 


 

Abrí los ojos.

No deberían haberse abierto. Son trazos inconexos en mi cabeza. Como remiendos en una tela de distinto color. Hilos en una madeja agujereada. Sin orden. Sin sentido. Ni siquiera sé por qué los retuve. Por qué los retengo. Cómo sobrevivieron.

Abrí los ojos…

No debería haberlos abierto.

Avanzaba por un lóbrego corredor, apenas iluminado. La luz pulsante y anaranjada de una diezmada línea de antorchas ponderaba sombras a mi alrededor. Avanzaba, pero mis pies no se movían. Se arrastraban. Eran arrastrados. Pesados como plomo. Inertes como el resto de mí.

Eran paredes de piedra.

Parecían haberse levantado al principio de los tiempos. Hundidas como raíces en el corazón de la tierra. Las losas que formaban el suelo pasaban ante mi torpe mirada a velocidades de vértigo o esa era mi sensación. Escuchaba los pasos acompasados. Había figuras delante de mi. Figuras grotescas. Grandes como torreones. La silueta de sus cuernos puntiagudos a contraluz se me antojaba el perfil del mismísimo diablo. Recuerdo un olor pesado. Denso. Como de pelaje de animal mezclado con un vapor metálico. Hostil. Lo envolvía todo como sudario. Mis brazos colgaban laxos. Suspendidos en la nada. No tenía tacto en ellos. No tenía conciencia de mi cuerpo. Dos sombras caminaban a mi lado. Sombras largas. Infinitas. Omnipresentes. Alcé la mirada hacia arriba con mucha dificultad, apenas controlando los vaivenes de mi cuello. Las sombras se extendían como columnas imposibles. Ellas me llevaban. Una tornó su mirada muerta hacia mí. Aquellos rasgos desecados me enfilaron como lanzas, sin expresión en sus facciones de cadáver. No había labios en aquella cara alzada de su tumba. No pudo sonreír, pero esa fue mi sensación. Aquella mandíbula se movió despacio y de su garganta surgió un sonido sibilante, como un susurro articulado que parecía una palabra. Una lengua prohibida. Olvidada por el mundo. Se clavó en mi cerebro perforando mis oídos. Atravesando mi cráneo. Los ojos se me volvieron sin control. Quise aferrarme a mi cuerpo. Sostenerme en ese amago de conciencia que había logrado arrebatar al silencio.

No pude… 

La oscuridad me invadió de nuevo…

 


 

—Los humanos la llamaban el prostíbulo de Arminia. Ahí está, viciosa y tentadora. Lecho de todos los pecados conocidos y por conocer. Arrogante y lujuriosa, como una hembra húmeda. El último paraíso: Bocas del Dar, la ciudad de los labios venenosos.

Ariom tenía una expresión poco habitual en su rostro deformado, a medias entre la nostalgia y el regocijo. Aquella faz de perfiles libertinos hizo sonreír de sarcasmo al mestizo de enanos a la grupa de su hermoso corcel inmaculado.

—Se diría que conoces bien los excesos que las Bocas pueden llegar a ofrecer al recién llegado.

—Puede que te cueste creerlo, mestizo. Hubo un tiempo en el que ese rincón de rameras y ladrones no tenía secretos para mí.

Allwënn no pudo evitarlo y rompió a reír a carcajada suelta. Aquella risa sonora y gozosa contagió pronto al lancero que se sumó de buena gana a las carcajadas de su compañero de viajes.

—Lo siento Ariom, pero no puedo imaginarte rondando los tugurios de apuestas rodeado de caras compañías.

—Te juro, medioenano, que así fue una vez. Aunque mirado desde la distancia me parezca que cuento la vida de otro. En cierto sentido, en esa ciudad embriagadora y venenosa murió Asymm Ariom y nació el Shar’Akkôlom. Un pedazo de mi vida y de mi destino aun retoza entre las sábanas de alguna mancebía y deambula ebria por las callejas oscuras y degradadas de esa ciudad pecadora en cuerpo y redentora de almas. Te doy mi palabra.

Dos días a galope forzado, por descontado sin exprimir al límite las fuerzas de Iärom, cuyo ritmo difícilmente era capaz de sostener un buen caballo de monta —menos aun aquel extraño pariente lejano de los équidos que gobernaba el lancero— bastaron para tener a golpe de vista la incestuosa ciudad donde todos los vicios y pecados podían reunirse en un único salón. Las Bocas del Dar lucía su semblante descarado y suntuoso abarcando la generosa apertura al mar del Río de Ríos: aquel Dar majestuoso y solemne que derramaba su extenuado caudal después de partir en dos al continente. Como si en su cauce arrastrase con él todos los vicios, deseos e inmundicias de todos los reinos y los depositase entre las calles de aquella ciudad.

Casi dos semanas después de abandonar los bosques de elfos y penetrar en las arenas del desierto, la última frontera de Arminia hacia el sur se dibujaba ante sus ojos. Bien es cierto que apenas si habían bordeado con timidez el reino dorado del Inss-Barhal, antesala del Serggebi, pero sin la apreciable ayuda de aquel reducto Nesttor escondido en sus oasis, probablemente aun se encontrarían atrapados en sus abrasadores dominios. Sin agua, comida y, probablemente, sin esperanza.

El Gran Prostíbulo de Arminia, la ciudad de los besos embaucadores y los labios venenosos, parecía mantenerse inalterable en la distancia, a pesar de las condenas humanas y momentos tan adversos, como si por su figura seductora y bulliciosa no pasase nunca el tiempo. Se levantaba con soberbia sobre las tierras bendecidas del delta extendiéndose sobre ambas orillas en una dilatada silueta que la convertían, después de la imperial Inmortalia, cuna del destino humano, en una de las grandes urbes del continente y sin duda la mayor de las tierras fuera del Imperio, más allá del Cinturón.

«Las Bocas no tienen dueño», rezaba el dicho popular.

Puesto jamás habían pertenecido a la jurisdicción Imperial, a pesar de su extraordinario puerto o de ser el punto de entrada fluvial más extenso del continente. Su privilegiada situación constituía por descontado fuente de apetencias para los reinos circundantes, incluido el otrora incontestable imperio humano. Sin embargo, la tradición de aquella ciudad la vinculaba a señores piratas desde tiempos inmemoriales. A poderosas flotas corsarias y príncipes de los mares. Advandir Usvar VarrKarim, que tomó el nombre imperial de Advandir el Sexto, que llamaron las crónicas el Diplomático, se contentó con comprar una generosa porción de costa donde emplazar base para la poderosa flota del Tzuglaiam, que en todos sus años de existencia apenas prestó ojos y oídos a las habituales y numerosas empresas ilegales que en aquellas aguas se daban cita. Desde allí entraban los productos más exóticos de las lejanas tierras élficas del Sändriel y de las costas del sur. Con ellas entraba también una miríada de sustancias, productos y mercancías ciertamente prohibidas en la mayor parte de los reinos. Pero sin duda apetecidas y demandadas por todos: venenos poderosos, fuertes drogas, ingredientes caros y de uso restringido, hechizos y conjuros prohibidos; y un sin fin de productos y artes arcanas sin las cuales la noble civilización no sería tan noble.

El control de las Bocas tampoco era único. Cada zona, cada barrio poseía sus propias bandas y sus propios señores. Los más poderosos de ellos: piratas, comerciantes, señores de la guerra, oscuros diplomáticos, extremistas religiosos, componían la llamada Asamblea de los 200. Una especie de consejo de notables que tomaba las decisiones por mayoría. Nadie perturbó nunca los intereses de los 200 porque a todos interesaba aquella ciudad sin ley que servía de lavadero para toda Arminia, incluido el casto y noble Imperio.

Decían que las Bocas era el único lugar sobre la faz del Mundo Conocido donde alguien podía ganar y perder una fortuna en una sola noche. Donde un mendigo podría calzarse una corona y un rey vestir de harapos. En sus calles, la miseria y la opulencia alternaban en callejones y bares. Los rumores pululaban en las sombras en busca de alguna bolsa con peso suficiente para desnudarlos. Todo aquello que era extraño o ilegal, dentro de aquella ciudad insomne se volvía cotidiano y necesario. Las Bocas no solo permitían, fomentaban cualquier pecado y exceso. La vida pendía de una buena mano de naipes o de la innata habilidad para luchar o correr. El respeto no lo medían los caros trajes o las bolsas repletas sino las muescas en las armas y las cicatrices en el rostro. Un buen nombre lo era todo para campar entre la sierpe de sus callejones. Pero como tantas otras cosas en aquellos desafortunados tiempos, todo aquello, no era sino pasto del recuerdo. La mano del Culto se notaba incluso en tan innoble y privilegiado lugar.

Entrar había sido fácil.

Incluso bajo las garras del Nuevo Orden, aquella ciudad seguía siendo todo un ejemplo en la relajación de las normas. Pero aquel encanto salvaje y crápula de antaño se había difuminado en el confín del pasado. Sus calles ya no eran el hervidero de vida y violencia de antaño. Ahora aquella seductora decadencia del pasado era solo decadencia y toda aquella algarabía desenfrenada y colorista teñida de sangre y oro se paseaba como un fantasma.

 

—Estas calles eran el paraíso de rufianes y buscavidas. Piratas, truhanes, mercenarios y tahúres hacían sus negocios en plena calle. Fulanas y damas aristocráticas paseaban por la misma acera. La sangre y el oro fluían como si nacieran de la tierra y pendieran de los árboles. En las noches podían escucharse la música de los locales a varias millas y los barcos se guiaban por las luces de los faroles y hogueras que iluminaban las calles sin necesidad de otra ayuda. Nunca existió un lugar donde vivir o morir se jugase a la suerte de dados sobre una mesa—. Ariom tenía un tono de nostalgia en sus palabras. Como si en ellas se encontrase un extraño cariño hacia aquellas calles, fortín de todos los vicios. —Morir en las Bocas puede ser tan fácil como en cualquier lugar del mundo, solo que aquí, tu muerte será probablemente más innoble y mucho más placentera.

Allwënn sonrió.

—He oído ese dicho —confesó extrañado de la actitud que el habitualmente sereno y recto marcado parecía haber adquirido al contacto con el peculiar olor de aquella ciudad—. «Morir en las Bocas». El lancero se volvió hacia él con expresión melancólica.

—Mi padre solía repetirlo a menudo. Mal que me pese, a él debo todas las fortunas y desgracias en mi vida.

Las Bocas seguían teniendo, no obstante, aquel viejo regusto de libertad. En pocas ciudades aquellos dos mestizos, ahora vestidos con ropas del desierto podrían pasearse sin llamar la atención por sus atavíos, condición o raza. Sin embargo, sus rostros se hallaban a buen recaudo bajo los embozos de telas oscuras. El renombre del ‘Shar era suficiente para delatar su presencia aun cuando de aquella vieja gloria solo quedaran los rescoldos humeantes en las calles. Hacía mucho tiempo de sus andanzas entre los tugurios de la disoluta ciudad, pero quizá todavía pulularan ojos capaces de reconocerle. Aun cuando de aquellos pendencieros y bribones solo restasen sus cenizas transformadas en las deformidades del «Rasgo». Ahora los colonos habituales de la ciudad de los labios venenosos eran los mestizos. Habían llegado en grandes oleadas. Allí encontraban refugio seguro. Las Bocas se cuajaban de desheredados, mestizos, desterrados y convictos de todas las razas. También de aquella legión de tullidos que había dejado la gran enfermedad. Muchos de ellos servían ahora al Culto a falta de otro señor.

Ariom aconsejó que Allwënn no se descubriera tampoco. El Murâhäshii, podría ser reconocido en aquel lugar de rumores y comadreos como en ningún otro. Las historias que se contaban del afamado mestizo no eran pocas y seguro que todas eran conocidas en aquellos callejones. Además, la Hermandad de Ylos, que tenía ojos y oídos en todas partes, había sabido aprovechar la natural habilidad delatora de aquellas gentes, producto de generaciones enteras de chismes y comadreos en venta. Había levantado en la ciudad el Gran Tribunal del Sur.

Mientras avanzaban por la ajetreada ciudad, Ariom ponía en conocimiento de su compañero todas las antiguas y famosas ubicaciones: allí, un antiguo local de apuestas, allí una mancebía famosa por la complacencia —y precio— de sus damas. Aquí, la casa de un antiguo señor local y más allá, las calles que pertenecían a tal o cual banda de pendencieros. Todo estaba modificado o en estado lamentable. Solo con suerte, algún lugar se encontraba en su sitio y Ariom, luego de contar con detalle todo lo referente a él, suspiraba con amargura.

—Conoces bien este tugurio —diría el mestizo sorprendido por la exactitud de los comentarios del lancero.

—Ya te dije: pasé muchos años aquí, Allwënn —reiteró Ariom.

—¿Después de tus heridas? —Ariom agachó la mirada un momento y pintó un amago de sonrisa en sus labios. Imaginaba lo que a Allwënn se le pasaba por la cabeza.

—No. No me refugié aquí después de mis marcas. Los elfos no me echaron por ellas si es eso lo que piensas. Las marcas en mi cara son... mucho más recientes de lo que supones. Mi huida de los bosques tiene raíces más antiguas—. Ariom quedó por un instante pensativo, como tratando de entresacar las imágenes que su mente rescataba. O tal vez dudando si debía exponerlas a aquel despiadado mestizo y con ello proporcionarle armas para futuros y, probablemente, inevitables agravios.

—La primera vez que vine lo hice de la mano de mi padre —confesó al fin—. Yo aun era un muchacho. Digamos que mi padre no escondía sus debilidades. Le gustaban los placeres de la vida y no había ley demasiado rígida, tradición demasiado sagrada o comentario lo bastante peligroso como para evitar que los disfrutase.

—Un comportamiento extraño en un elfo —apostilló el mestizo. Ariom no tuvo más opción que admitirlo con un gesto evidente.

—Pero era un diplomático extraordinario. El Vakiir del clan Alssârhy con mayor renombre de todo el Nwandii, a pesar de vicios que no ocultaba a nadie. El pragmatismo de los elfos en estas cuestiones resulta palmario pero jamás gustaron sus apetencias disolutas y su comportamiento libertino. Ser hijo de quien era me marcó para siempre. Sobre todo cuando comencé a heredar los gustos de mi padre. Él era todo un personaje en este lugar que frecuentaba a menudo mientras estuvo destinado en el Asûur. Enviarlo al Yabbarkka solo fue un intento de alejarlo de este foco de perversión. Solo que quizá fue peor el remedio que aquello que se pretendía corregir.

Ariom se detuvo en este punto a la espera de que Allwënn hubiese relacionado alguno de los datos que él había aventurado a desvelar. Pero el mestizo no dio muestras de haber sabido leer entre las líneas de su discurso. Continuó sin más.

—Me acostumbré pronto a esta ciudad. En ella y sus excesos dilapidé mi brillante carrera militar—. Ariom suspiró de manera sonora y cambió el tono de su voz. —Digamos que hay más cosas de las que estoy dispuesto a confesar a un mestizo de enanos. Pero sirva que, cansado de haberlo probado todo, hastiado de tener sin esfuerzo lo que a otros lleva una vida encontrar, me miré a mí mismo desde el pozo y decidí no morir borracho sobre alguna acera, apuñalado por la espalda o vencido después de fumar alguna mezcla de hierbas.

—¡Y nació el Shar’! —anunció con cierta grandilocuencia quien hasta entonces había escuchado la historia. Ariom captó pronto el matiz irónico, algo canalla, del mestizo. Pero sonrió al comentario.

—No. Nacería mucho después, pero digamos que aquí fue concebido.

—Estoy seguro que se han concebido muchas cosas entre las sábanas de estos tugurios, pero nunca hubiera imaginado que son las responsables del Cazador de Dragones —apostilló en la misma línea de sarcasmo. Pero no había mala intención en sus palabras, por lo que Ariom se lo tomó como una broma soportable.

—Hay muchas cosas de mí que nunca hubieras imaginado, mestizo. Pero lo que a mí me sorprendería es que estas calles no pudieran contar una historia sobre ti.

Por un momento…

Por un momento, un recuerdo le traspasó el corazón como una lanza. Se esforzó por que aquel lancero no descubriese la verdadera herida de aquel recuerdo. Allwënn le miró con un atisbo de maldad en sus pupilas esmeralda que desconcertó por un instante al lancero. Era la mentira necesaria para amurallarse. Era la máscara que regresaba a protegerlo.

Avanzaban a paso seguro por entre las interminables calles de anchuras, dimensiones y aspecto tan variados como el espectro de caminantes que cruzaban en su camino. Habían decidido no darse mucha tregua y encaminarse raudos hacia los muelles, pero debían cruzar toda la ciudad para ello. Puesto que las Bocas no eran precisamente ninguna aldea, el trayecto había propiciado la charla. Pero Allwënn no podía confesar aquello. No podía. Iba a sangrar demasiado. Ese secreto era suyo. Ese secreto era suyo.

Buscó alguna anécdota para complacer la curiosidad…

—¿Quién dice que no la hay? —Allwënn recibió de vuelta una turbadora mirada de Ariom. —¡Está bien, maldito tullido! —se derrotó. —Tú ya te has humillado bastante por hoy. Te lo contaré. Tu imagen como comedor de hongos rodeado de bellezas a sueldo me atormentará durante décadas. Te daré una imagen mía para compensarlo.

—No quisiera disuadirte, pero me suena tentador. No sé si frotarme las manos o asustarme. ¿Qué guardan estas calles que puedan ruborizar al gran Murâhäshii?

—Aquí, mi desmejorado amigo, me dieron la mayor paliza que haya recibido jamás.

Qué trivial resultaba aquella anécdota. Qué simple para lo que aquel lugar realmente significaba en su vida…

—¡No! —exclamó visiblemente divertido el famoso lancero—. ¿Pegarte a ti? ¿Al indomable? Te lo inventas.

Ahora le tocaba al mestizo recibir la ración de ironía.

—Como lo oyes. Hasta perder la conciencia. No me mataron de puro milagro, créeme. Aunque supongo que me lo tenía bien merecido. Fue hace mucho tiempo, apenas era un crío. Gharin se había empeñado en acudir a Ciudad-Imperio para aprender la Alta Esgrima en la escuela de un famoso instructor imperial. Había ahorrado buena parte de sus pillerías para pagarla. Yo le mandé a él, al instructor y a la maldita esgrima de nenas que allí enseñaban a cierto lugar que no comentaré aquí por respeto a mi caballo. Mi padre me había enseñado todo lo que un guerrero debía y merecía saber de su relación con el acero. Seguir a otro suponía para mí traicionar a su memoria. Así que le dije a mi buen amigo que regresaría al finalizar su instrucción y yo me dediqué a vagar por ahí, buscándome la vida y metiéndome en cuantas peleas podía para curtirme en el negocio de salvar el pellejo. La táctica era siempre la misma y bastante simple, por qué no decirlo: elegía un tugurio apartado, entraba mostrando con arrogancia esta espada, que por entonces apenas arrastraba y luego enseñaba sin pudor mis orejas de elfo en un gesto que pretendía parecer natural y espontáneo. Siempre había algún insensato que hacía el comentario. Entonces, yo me giraba muy ofendido y respondía a su provocación. Forzaba la situación y elevaba el tono del insulto hasta que al final surgiese el desafío. Supongo que está mal reconocerlo pero no me defendía mal, aun entonces. Reconozco que tuve el mejor maestro posible. En cualquier caso fui graduando mis adversarios. Primero borrachos de cantina, luego bravucones habituales y luego pasé a tipos con fama de buenos combatientes. Me hice en peleas de taberna, no voy a negarlo. En los combates más sucios y contra los adversarios más imprevisibles. Contra ellos, de nada valen las estocadas de academia y los protocolos del buen hacer. Entonces me sentí capaz de un buen desafío. En alguna ocasión me las vi apuradas, pero siempre acababa salvando la cara. Decidí venir aquí y medirme en estas calles donde se decía que estaban los mejores—. Ariom, suponiendo el resto de la historia ya sonreía disimuladamente. —Lo hice tal y como acostumbraba: entrada arrogante, evidencias de mi sangre y a aguardar el insulto. Tan mala fortuna tuve que en apenas unos minutos tenía a una docena de individuos dispuestos a partirme la crisma... y yo les reté a todos. Según dicen estuve dos días inconsciente en un callejón, desnudo. Solo dejaron mi espada con una advertencia de muerte para quien la tocara. «Vuelve cuando puedas levantarla» escribieron en la pared. Aun no sé como logré sobrevivir a eso.

Ariom reía a pierna suelta ante las desgracias confesadas.

—¿Y volviste? —preguntó, quizá de manera retórica entre carcajadas.

—¡Por supuesto, un reto siempre es un reto! Es por mi segunda visita a esta ciudad por la que soy conocido aquí… Pero eso no es algo que vaya a contar a un elfo deforme y vicioso como tú.

—De acuerdo... —confesó satisfecho. No estaba mal... por el momento habían quedado en tablas. Ariom volvió su rostro a las calles con una sonrisa. Allwënn pudo regresar la máscara a los confines y saborear de nuevo el dolor infinito en su alma al pasear por aquella ciudad. Los recuerdos le asaltaban a cada paso, pero el secreto seguiría a salvo un día más.

 


 

—¿Qué es eso que cuelga de tu cuello, hombre león?

Rexor hizo descender su mirada desde las alturas. Los abiertos cordeles de su camisa dejaban entrever una joya de generosas dimensiones entre la abultada pelambre que tupía su pecho. Era una pieza labrada laboriosamente en una madera de extraña tonalidad, muy poco común. En ella se alojaba una piedra aun más extraña de encontrar y muy codiciada. Una lágrima de Aeral negra.

—Déjame verla. Quizá haya un hueco en este barco para vosotros, después de todo.

—Esta piedra no está en venta —corrigió rápidamente el leónida escondiendo la alhaja de nuevo en su velludo pecho.

—¡Vamos león! Todo en esta vida tiene un precio.

—Lo que me pides es excesivo.

—Lo que te pido es lo que hay. Escucha, león. Calcula el precio de esa pieza y luego la necesidad que tengas de remontar este cauce en mi barco y deja que la balanza se incline hacia un lado o hacia otro.

Rexor miró con la mandíbula apretada aquella joya que se alojaba en su pecho y luego sopesó la propuesta del embaucador enano. Con resignación la desprendió de su garganta y la dejó caer en la mesa junto al resto de las piezas allí esparcidas. El capitán tardó muy poco en apoderarse de ella y estudiarla a través de su lente: la pieza era auténtica. Valía la pena.

—Esa piedra es lo único que me queda de alguien muy querido por mí —confesó con la voz preñada de amargura.

—Conmovedor —dijo aquél sin apartar el ojo de su examen. —Pediré el doble por ella. ¡Está bien! —dijo al fin. —Os llevaré en mi barco. Déjalo todo de mi cuenta, león. Es un placer hacer negocios contigo— añadió mostrando su mano y esperando cerrar el trato de un apretón. Rexor evitó el gesto y alargó su brazo para recoger el resto de las pertenencias.

—Eh, un momento... —comenzó a protestar el enano.

—Solo la joya. Devolveré esto a sus dueños. Lo tomas o lo dejas, enano—. Las pupilas de ambos batallaron en un duro lance. La mirada rasgada del félido advertía que no habría más etapas en aquella negociación.

—Muy bien, león, llévate lo demás. Solo es quincalla.


 

—¿No nos cobrará el viaje? —comentaría extrañado alguno de los hombres cuando, poco después, Rexor regresaba devolviendo a cada cual lo que había entregado para pagar la travesía. El félido tenía la mirada ausente y un gesto extraño pintando su expresión.

—Este viaje ha costado mucho más caro de lo que nadie imagina —susurraría al comentario. —Acabo de venderle mi alma a un enano estafador.

Los ojos de Gharin se fueron sin dilación hacia su pecho. Allí descubrió el hueco que le faltaba. Supo entonces que la fe que el Señor de las Runas tenía en aquella empresa y en quienes debían realizarla se hallaba fuera de lo humanamente comprensible.

 

 


 

 

Allwënn trataba de comer algo apostado entre las sombras en uno de los múltiples callejones que daba a los puertos. Trataba de simular la acuclillada posición de los hombres del desierto. Se llevaba a la boca algunas de las frutas secas supervivientes al trayecto por las arenas mientras atisbaba cualquier indicio de movimiento en las cercanías. El puerto era una zona muy concurrida donde pasar desapercibido podía hacerse más fácil. También se multiplicaban allí las probabilidades de tropezarse con alguien no deseado.

Ariom regresó y en sus gestos se advertía cierta premura mal disimulada.

—Buenas y malas noticias, mestizo —anunció apurado agachándose junto a su compañero para simular con él. —La fragata aun no ha partido. Tal y como imaginabas. Van a sacarlos al mar. Si la información es buena y apostaría mi único ojo a que lo es, partirán esta misma tarde.

—¿La mala noticia? —se apresuró a intrigar Allwënn, que de cuando en cuando dejaba escapar su mirada más allá del lancero.

—Hay dos fragatas —aseguró aquél después de un momento de silencio. Allwënn entendió el dilema.

—¿Alguna de ellas es…?

—La que partió de Aldor, sin duda —se apresuró a contestar Ariom—. Han visto a Sorom en los muelles durante estos días.

Sorom, el leónida, no había pasado desapercibido lo que hacía comprender a Ariom los esfuerzos de Rexor por evitar ciudades y caminos concurridos. Un hombre león de más de dos metros no suele escapar a la atención a menos que haga todo lo posible por no ser visto y Sorom no tenía precisamente problemas para lucir su extraordinaria presencia en público.

—Lo que no puedo precisar es en cuál de los dos navíos viaja —continuó el lancero aportando datos. —Poco importa ahora cuál de las dos rutas traía a los humanos, si los dividieron o una de ellas no ha sido más que un señuelo. Hay dos barcos aquí y deben de estar en uno de los dos.

—O en ambos.

—O en ambos —repitió asintiendo el cíclope. —Pero eso ya no es un problema. Solo una de las fragatas aguarda aun en los muelles. La otra la espera ya en el mar y está fuera de nuestro alcance.

—Quizá les quede aun algo por cargar —apuntó el mestizo llevándose otra pieza de fruta seca a la boca.

—O quizá la carga peligrosa ya haya sido embarcada y la que aguarda en el muelle solo es un navío de escolta —dedujo el otro. —En cualquier caso, solo podemos subir al que aun está amarrado. Recemos porque alguno de los chicos esté en él. ¿Alguna noticia del monje?

—Si Ishmant estuviese aquí, no dudes que sabríamos de él —apuntó Allwënn, recogiendo sus cosas. —Cualquier otro tardaría meses en encontrar a alguien entre esta marea humana, pero no Ishmant.

—Me preocupa que no esté. Pero me preocupa aun más imaginar por qué no está —añadía Ariom con desanimo. —No tenemos tiempo de esperarle. Hay que subir a ese barco o nuestras esperanzas se esfumarán. Confiemos que nos lleve la delantera y que haya podido colarse en alguna de las fragatas.

—Si eso es así, antes o después tendremos noticias suyas. Si ha conseguido llegar, nuestra empresa se vuelve un poco más amable.

Algunas piezas de plata extra —y ya no quedaban muchas— habían logrado ablandar algunas lenguas. Todo apuntaba a que la fragata bordearía la costa del este en busca de la entrada del puerto de Pindharos. Desde allí, con seguridad ascenderían por el Thorim, el otro gran río, hasta la misma Ciudad-Imperio. A menos que hiciesen escala en algún otro punto imprevisto, el destino de aquellos humanos era sin duda el mismísimo corazón del Culto. El usurpado trono de Belhedor.

—Tendrás que deshacerte de tu caballo, amigo —trató de decir Ariom con mucha delicadeza ante lo que sabía un tema espinoso para el mestizo.

—Lo sé, Ariom —respondió aquél muy sereno. —Ya le he dado a Iärom instrucciones a seguir. Volverá a Tagar. Espero que pueda reunirse con Rexor y los otros. Me he tomado la molestia de escribirles unas líneas. Cien lunas hasta el Alcázar —dijo. —No creo que estemos a tiempo.

—Yo me conformaría con llegar alguna vez.

—¿Has pensado cómo vamos a colarnos? —le preguntó Allwënn a su compañero que miraba meditabundo y con los brazos en jarras hacia la concurrida estampa de los muelles.

—Despachemos a un par de guardias y ocupemos sus puestos —apostilló, podría decirse, de manera improvisada.

—Me gusta la idea... ¿Y una vez dentro?

—Estudiaremos nuestras posibilidades y, entonces, los Dioses dirán.

—... pues tendrán que decir algo muy sabio para no acabar meciéndonos de los palos de esa fragata.

 


 

 

Los ojos de Claudia también rompieron la barrera en algún momento en aquel viaje. La conciencia que habitaba su cuerpo estaba adormecida, desarraigada como un extranjero en tierra extraña. Los sonidos apenas si la inquietaban. Los ecos se dilataban en su cabeza como voces sin dueño. Era una sala ovalada, oscura, con paredes de sólida piedra iluminada con altos braseros de metal. Había figuras encapuchadas tenuemente iluminadas por los resplandores de las llamas. La pulsante iridiscencia anaranjada hacía bailar las sombras de aquella sala en una danza macabra. No había pensamientos alojados en su cabeza. No había recuerdos a los que aferrarse. Imágenes anteriores a aquellas que se sucedían ante ella. Mudas y sin el menor sentido, que apenas tampoco se mantenían unos segundos en su mente. Parecía contemplar la escena desde algún lugar ajeno. Ausente de cuerpo y sensaciones, como una espectadora invisible. Había una criatura en el centro de la Sala. Parecía humana. Solo lo parecía. Dos brazos. Dos piernas…

Era alta. Muy alta.

No había carne revistiendo tan larga osamenta. No había expresión en aquel rostro de cadáver ricamente vestido, coronado de un tocado espectacular y agresivo también de hueso. Cada vez lo tenía más cerca. Se aproximaba, aunque no parecía moverse.

Entonces, por un instante fue consciente de que era ella quien se acercaba a él. Su cuerpo lo hacía, aunque no tenía gobierno ni control. Débilmente, pudo tornar la cabeza a ambos lados y comprobó que era llevada en volandas. Aquella siniestra criatura estaba solo a unos pasos. Imponente como un tótem tribal. Espectral como la imagen de la muerte.

Quiso moverse, pero no tenía tacto en los miembros. Nada respondía a sus mensajes. Sus oídos comenzaron a definir el zumbido que se escuchaba en derredor. Parecían cantos graves. Una oscura melodía en gargantas imposibles en una lengua aun más imposible.

Su cuello tornó la mirada a las alturas, hacia aquella faz huesuda sin ojos cargada de galas y labra que la miraba sin expresión. En aquel segundo, en aquel instante robado a la inconsciencia, Claudia fue testigo de todas las edades del hombre pasando frente a ella y su mente alcanzó una claridad cristalina. Recordó su vida, al completo, su pasado, los nombres, sus recuerdos, todos sus recuerdos… Algunos que no eran de esta vida…

Comprendió quién era y lo que hacía allí. Incluso supo exactamente qué iba a ocurrir y por qué. En aquel segundo de claridad obtuvo todas las respuestas. Divisó todas las perspectivas. Conoció todas las aristas y supo todo cuanto había de llegar.

Si hubiera podido hablar…

Si hubiera podido confesar…

Quizá hubiese pedido recordar aquel instante en el que todos los enigmas se volvieron transparentes…

Pero no lo hizo.

…y aquel segundo se marchó, dejándola de nuevo en la oscuridad.

 


 

 

Lo difícil no fue enviar a esos dos guardias a saldar sus pecados frente a sus dioses y vestirse con sus ropas. Con suerte encontrarían sus cuerpos desnudos bajo una pila de basura en.... dos o tres semanas, cuando el olor superase las habituales pestilencias del puerto. Para esa fecha, ellos ya estarían a muchas leguas de aquella ciudad. Tampoco fue demasiado complicado colarse en el buque y hacer pasar sus armas, armaduras y petates, bien empaquetados, como carga para las bodegas que ellos mismos colocaron a buen resguardo de ojos inapropiados. No fue dilema ocultar sus rasgos. Allwënn no era muy alto pero sí bastante recio con lo que llenaba bien aquella armadura de endurecido cuero tachonado y Ariom trató de compensar su menor corpulencia vistiendo bajo la armadura las telas del desierto. Para su rostro, ambos recogieron sus largas cabelleras en resistentes nudos élficos para que quedaran fuera de la vista y en previsión de mantenerlos así durante mucho tiempo. El resto lo ponía el extravagante yelmo que con el guardanucas de malla, las carrilleras y el velo de placas que cubría la mandíbula tan solo dejaban a la vista los ojos de aquellos elfos.

—Debemos evitar la noche y las zonas oscuras o el brillo en nuestros ojos podría delatarnos —alertaba Ariom apenas habían subido a bordo, por si tenían pocos inconvenientes.

Lo verdaderamente duro, en especial para el bravo mestizo fue separarse de dos de sus más preciadas posesiones: su espada y su caballo. Todo fuera por aquella aventura irrealizable que Rexor pretendía. Todo fuese por la salvación de su alma que dependía de que aquella empresa no tuviese un final anticipado.

Horas después, Sorom y aquel vetusto y desalmado monje de Kallah con honores de cardenal que Ariom llamaba ‘Rha, subieron a bordo, para sorpresa de los elfos. Toda la tripulación se preparó para levar anchas. Para aquél entonces, aquella pareja ya había comprobado que en la segunda bodega, justo después del paso de remos, se guardaba algo que nadie quería que se supiese. Dos de aquellos engendros de Neffando, que ni duermen, ni comen, ni descansan, hacían guardia infatigable allí. A aquellas alturas, tanto Allwënn como Ariom reconocían haberse internado en un laberinto del que apenas tenían ninguna posibilidad de escapar. Solo esperaban que su coartada aguantase lo suficiente como esperar un desliz de su destino. Una única oportunidad a la que se agarrarían como si fuese la única de sus vidas.

—Cien lunas... en el Alcázar…

—No, me temo que no llegaremos a tiempo.

 


 

 

Era una noche oscura como alma de asesino…

Una tormenta feroz hacía caer mareas de lluvia desde los cielos cubiertos de negrura. Un viento furioso y violento hacía estremecerse todo ante su aullido. Sobre aquel torreón desgastado y solitario, como un ajado estandarte, había una concurrida delegación de espera. Las togas sangrientas de los jinetes de Neffando, aquellos hijos del Primero, formaban filas bajo el inclemente aguacero a cuyos cuerpos sin vida apenas incomodaba. En el centro de aquella siniestra embajada esperaba Lord Velguer con la resignación y el hastío mojando su rostro. La lluvia, el viento y noche parecían lanzarse sobre él con saña. Como queriendo advertirle que de entre la numerosa concurrencia, su cuerpo era el único con sangre latiendo bajo la piel. Una de las Lunas del Cónclave, uno de los cuatro hombres más poderosos del orbe sirviendo de vulgar recadero. Aquello enfermaba su orgullo, pero por otro lado era consciente que los asuntos que allí se manejaban no podían dejarse en otras manos. Era él o nadie. Solo confiaba en la oportuna recompensa que obtendría de todo aquello, capaz de dejar en un recuerdo los tormentos padecidos. Calado hasta los huesos miró al cielo. Un eléctrico restallar de látigo iluminó la oscuridad tenebrosa que le envolvía y ante él surgió una imagen que no esperaba: Aquel gigantesco dragón cadáver ya estaba allí. Posaba sus pútridas formas de hueso y escamas en la pasarela que habían desplegado al efecto. Fue una imagen sobrecogedora, por inesperada y colosal. Por un instante, Velguer creyó que se le echaba encima y tuvo el gesto instantáneo de apartarse.

Aquella magnificente criatura descansó su tonelaje frente a ellos y pareció regresar a la tumba cuando todos sus músculos se detuvieron. Los siervos se apresuraron a acercar una escala que pronto dibujó en su cúspide las inconfundibles formas de aquél a quien había ido a recibir.

            Neffando se dejaba ver en aquella noche vampírica como el espectro que era.

Sus largas prendas recorrían tras él los escalones con el mismo artificio de un monarca olvidado. Velguer sintió la sangre congelarse en sus venas cuando aquel ser comenzó a aproximarse ante él mientras dejaba tras de sí una legión de ánimas arrodilladas. Tuvo que resistir la tentación de postrarse él también. Era un gesto de debilidad que no podía permitirse.

—Dile a tus Amos… que hay más de Uno —anunció aquella voz de ultratumba al pasar junto al prelado de Kallah. Algo le hizo tragar saliva a aquel monje y sintió que sus piernas se engarrotaban. Con dificultad dejó salir sus primeras palabras.

—¿Y qué le digo a Su Voluntad? ¿Qué le digo a Lord Ossrik?

            La esquelética figura del Innombrable se volvió con parsimonia hacia el clérigo.

—Eso es cosa tuya, mortal… y de aquellos a los que sirves. ¿Dónde están las almas que nos prometieron?  Mis hermanos se impacientan.

—Yo… solo soy el mensajero.

Pero aquella frase quedó suspendida en el eco tirano del viento.

Neffando hacía tiempo que le daba la espalda y continuaba su camino hacia la torre.

La lluvia de aquella noche calaba hasta los huesos y traspasaba el alma.


 

 


[1] Kethalos es el dios enano del Mar, de la casa del Trabajo de orden neutral. Solo Mostal el Creador es venerado por todas las razas enanas, luego, cada raza prefiere a uno o dos de los escasos miembros del Panteón Enano, según sean guerreros, artesanos o mercaderes; aunque es cierto, que dada la condición por la que se dice que en cada enano duerme un guerrero, la Casa de la Guerra suele tener cierta aceptación en el culto. No obstante la escasa población de divinidades enanas manifiesta claramente la falta de apego que esta raza tiene en cuestiones religiosas. Kethalos, cuyo culto —veneración sería más propio decir— es casi exclusivo de los enanos del este, resulta casi por asimilación, Dios de los tratos comerciales. La leyenda cuenta que en su origen Kethalos era un hábil marinero mortal y un mejor embaucador, hasta el punto que supo negociar su inmortalidad a cambio de una bolsa de castañas, auténtico alarde de locuacidad. Desde entonces es patrón protector de todos aquellos que se lanzan al comercio por mar.

La Flor de Jade II
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