Una luna ensangrentada
se recortaba entre las oquedades del cielo…
Se vislumbraba a ratos. Se intuía en otros. Lo hacía a través de una noche que se cubría por un inquietante manto de nubes grises. Sus siluetas vaporosas se desdibujaban como un algodón ennegrecido que se deshilacha y deshace al estirarlo. Las amenazadoras puntas de lanza que eran los extremos del astro parecían apuñalar desde las alturas el brumoso escenario, hiriéndolo de muerte. Soplaba un viento quejumbroso aquella triste madrugada. Una melodía fantasmal que cobraba dimensiones sobrenaturales cuando al filtrase por alguna grieta entre las piedras de aquella torre, gemía con lastimero canto y helaba la sangre.
Unos ojos cansinos contemplaban el ruinoso paraje desde una ojiva abierta en el muro. La siniestra noche realzaba aquella imagen desolada ante sus pupilas. La torre desde la cual miraban era la única construcción intacta del recinto amurallado.
La resistencia había sido feroz allí. Mucho más que tras los muros de la misma ciudad de Tagar. Hacía mucho tiempo de aquello y, aún así, cada noche volvían a su mente las imágenes de terror; los gritos y el sonido de los aceros cruzándose entre ellos...
Costó muchas vidas tomar el alcázar. Los defensores murieron en su mayoría. Todos los que pudieron empuñar armas pagaron con su vida o guardan marcas inequívocas de aquel combate. A las tropas del exterminio les resultó aun más caro: meses y centenares de bajas doblegar aquellos sólidos muros. Por esa razón, cuando por fin se arrodillaron ante el enemigo y éste penetró en el recinto encontrándolo desierto, las hordas de orcos sólo pudieron saquear lo poco que encontraron intacto, apenas nada. Incendiaron el lugar y se marcharon para no volver.
Decían que habían sido las propias murallas quienes habían luchado contra ellos. Que no había defensores en su interior y que aquél lugar estaba maldito. Esa ingenua superstición había salvado muchas vidas, aunque siempre estaba el temor de no saber en qué momento regresarían. Realmente, los tenían muy cerca; apenas unas millas a caballo. El Culto se había instalado en Tagar después de la matanza. Era una magnífica plaza en las rutas hacia Durgan Lynn. Ahora aquella señorial ciudad sólo era ruinas y recuerdos. Poco se salvó de la destrucción. El Culto apenas la pudo conservar como acantonamiento militar. La resistencia fue terrible. El asedio largo y cruel. La batalla por las murallas, inhumana. La población fue prácticamente aniquilada. Al menos eso es lo que el enemigo supuso cuando al fin logró penetrar en sus calles.
Nunca sospecharon que en realidad muchos habían huido, bajo la tierra, hasta el Alcázar. Aquella fortaleza en la misma frontera del vecino reino enano de Tuh’Aasâk. Aquella magnífica construcción que se alzaba como un acantilado sobre el mar y que todos conocían como el Alcázar de los Héroes.
Aquella ajada figura se retiró de la estrecha ventana y se sumió pesadamente en la envolvente negrura del interior. Caminó tambaleante, apoyado en una tosca muleta. Las secuelas de la batalla le habían dejado sin una pierna, entre otras irreparables pérdidas. Conocía los muros como su propia casa. Cada recodo, cada pasillo, cada objeto. Alcanzó jadeante un pequeño sitial, apoyado en una pared frente a la ventana. A su antiguo dueño le gustaba pasar horas sentado contemplando desde allí los amaneceres y los ocasos. Él había tenido la suerte de conocerle. Le recordó melancólico, como solía ser, aún antes de su tragedia. ¿Qué habría sido de él... de ellos..., de todos ellos? Este lugar que fue siempre un recinto tan concurrido. Parecía ahora tan cadáver como el resto de su mundo.
Dejó caer aquel cuerpo cansino sobre la madera recia del asiento, que crujió al recibirle. Desde allí, la luna atravesaba el marco de nubes y se colaba por la misma apuntada ventana por la que hasta hacía unos momentos sus ojos habían contemplado la desolación exterior. Parecía que pudiese mirarle. Así era la diosa oscura y sus huestes: como las aves de presa. Nunca descansaban.
Su tenebroso haz de luz blanquecina le golpeaba la cara, como si el astro le mirase directamente a los ojos. De igual forma, le alumbraba el rostro y permitía hacer visibles sus marchitas facciones. Era una faz dramáticamente envejecida: unos cabellos, antaño vigorosos y de llamativo color cobre caían grises y ralos. También en escaso número, como un contingente de tropas progresivamente abatido durante el combate. Su barba, tiempo atrás recia y abundante, se poblaba innoble por la dejadez y el olvido. La mirada preñada de lastre se le hundía en sus cuencas. Cansina, deshecha. Guardaba solo un atisbo de la celeste chispa que anidó en su juventud y madurez.
Se había convertido en un viejo tullido e inútil; muy lejos de los días en los que la Arena[1] se rendía ante él. Estaba tan cansado. Tanto, que a veces sólo deseaba que llegase plácidamente la muerte. Una muerte merecida, tantas veces burlada por sus destrezas y la fortuna. Pero ni siquiera eso podía permitirse aún.
Poco a poco se dejó vencer por el sopor y su cuerpo maltrecho cedió sumiso al sueño.
Un sonido extraño le desveló.
Abrió los ojos con más dificultad que pereza y una masa informe de imágenes distorsionadas hizo aparición en su retina. Le había parecido un golpe, un pequeño eco metálico. Era muy probable que su percepción estuviese deformada por el sueño. Acto seguido le había sugerido un débil susurro. Parpadeó con cierta insistencia al tiempo que trataba de recuperar la compostura. La neblina intensa de sus ojos acabó por diluirse y en su lugar sólo quedó cierto dolor en el cuello y la espalda, como recuerdo de una mala posición sobre la silla. Pensaba que aquellas sensaciones no habían sido más que imaginaciones creadas o recibidas por una mente quebrantada que transita en las fronteras de la vigilia.
Cuando...
Esta vez el susurro se hizo perfectamente audible, conciso, claro. Las sombras le llamaban y lo hacían por su nombre.
—¿Quién anda ahí? —Alzó la voz el anciano—. ¿Kennel, eres tú? Dije que nadie subiera aquí —sólo hubo silencio por respuesta. Un silencio hosco y desagradecido, luego un friccionar metálico—. ¿Kenn? ¿Göser? Malditos mocosos —vociferó tratando de incorporarse torpemente—. ¡Os daré una patada en el trasero si andáis merodeando por ahí!
—Maestro...
Aquella voz le heló la sangre y le hizo retornar de inmediato al solemne entronizamiento. No era ningún susurro. Resultaba una voz perfectamente modulada, serena, que llegaba a sus oídos muy cerca.
Los ojos buscaron con desesperación al dueño de aquellas palabras: una persona que se había perdido en la memoria del tiempo y que ahora regresaba como si la ausencia no hubiese durado más de unos instantes. Sin embargo, el pecho del anciano caballero palpitaba con una agitación acelerada. Un extraño calor en la nuca le advertía que esa voz no podía haberla escuchado realmente. El aludido se revolvió en el asiento y notó como comenzaba a sudar.
—Hathl’Kässar... —repitió aquella voz joven y agravada. Luego continuó aquel friccionar metálico y no tuvo dudas de que se trataba del entrechocar de las piezas metálicas de una armadura—. ¿Me habéis olvidado? Soy Valior, Hathl’Kässar... Valior, del puerto de Sohlvar.
Entonces la figura avanzó y se dejo ver.
Era un hombre joven, pese a su luenga y espesa cabellera dorada que le arrastraba hasta los hombros. Sus facciones endurecidas se escondían tras unas barbas pobladas y unos recios bigotes del mismo nórdico tono. Era muy alto y corpulento, mucho más de lo que solía verse en esas regiones. Avanzó un poco más y su atavío de guerra brilló a la luz de la enfermiza luna. La armadura lucía sin mácula todos los ornamentos de su rango. Una pesada y gruesa coraza. Parecía estar recién bruñida aunque los ojos que la contemplaban sabían que debía haber permanecido bajo tierra al menos los últimos cincuenta años.
—¿Valior? Va... lior —repitió el anciano con un hilo de voz que evidenciaba su turbación—. Tú... No es posible... Tú… estás...
—Muerto, Hathl’Kässar. Estoy muerto, como la mayoría de los hermanos. Caí en Massar, con la tercera guarnición. ¿Recordáis? Por entonces ya no existíamos.
El espectral guerrero se aproximó un tanto más. Su aspecto era tenebrosamente saludable y su voz reverberaba entre los vacíos muros del torreón. Nadie hubiese sospechado su naturaleza sobrenatural.
—¿Ni siquiera los muertos descansan en estos días de oscuridad? —Preguntó sorprendentemente sereno el anciano personaje.
—Sois el Hathl’Kässar y el más anciano de cuantos nos sobreviven. Sois el Portador de la Sangre de los Fittefürghs. Vos portáis aún la Herencia. La Sombra se extiende a tanta velocidad que perturba el descanso de quienes ya dejamos este mundo. Los guerreros han muerto, pero la Orden… la Orden debe resucitar. He sido enviado para encomendaros una última tarea. Jerivha clama Justicia de nuevo. La Justicia descansa en la Lanza y el Martillo entregada a vuestra estirpe. Los Engendros del Desollado han vuelto. Los Doce se han levantado. La Sangre del portador de la Lanza se hace necesaria una vez más.
—Dioses —suspiró el anciano. De todas las terribles noticias que aún podían sobrevenir en aquel escenario desolado, aquella era sin duda la peor de todas.
—Yo, Valior, viejo amigo. Soy un anciano... enfermo —confesó con una terrible amargura. Era perfectamente consciente de lo que trataba de decir a aquella aparición—. Los hermanos se han disgregado. Sólo me resta esperar la muerte plácida como recompensa a una vida que se dilata ya demasiado. Mi buen Valior, únicamente deseo unirme a vosotros en este tránsito.
—No podéis morir aún, Hathl’Kässar. Debéis convocar a los que resten, renovar los votos secretos y hacerlos conocer al nuevo Heredero. La Herencia no puede perderse, Hathl’Kässar. Está en vuestras venas y… en vuestro linaje.
—No existe tal linaje, mi buen Valior.
—Existe. No sois el único. No sois el último… aún no. Hay otro, pero él no lo sabe. Y vos tampoco. Debéis reconocerlo. Recordad... el Heredero lleva la Marca.
[1] Anfiteatro de la ciudad de Tagar. Probablemente, después del Anfiteatro Imperial, el más prestigioso y popular de la Carrera de Armas.