Tercera jornada.
Cuatro años después
Le doy al taxista la dirección en el mismo aeropuerto, antes de pasar por la universidad. El avión aterriza a las 14:45 hora local, vuelo directo desde Madrid, nueve horas en el aire. Se apagan las últimas luces, las últimas voces de la presente historia. Se desvanecen los últimos rostros, como sombras detrás de la niebla. Desde Maiquetía a Caracas hay unos veinte kilómetros de distancia, pero no menos de cincuenta y cinco o sesenta minutos, me explica el taxista, por culpa del tráfico. Lo más difícil es calcular la entrada en la ciudad. Pero no tengo prisa. Ya no. Repaso mentalmente los acontecimientos. Llevo dándoles vueltas durante todo el viaje, incluso desde que recibí la carta, apenas un tarjetón con la noticia. La luz es tan intensa que casi hace daño a los ojos. Nada que ver con la que dejé en Madrid, desde luego. Ni una nube en el cielo, cegadoramente azul.
Quizá debí haber vuelto antes. Cuatro años son un montón de tiempo. Una desconsideración. Pero la vida manda sobre nosotros y el tiempo no es algo que podamos gobernar, menos aún en este vértigo que nos arrastra, saltando continuamente de un lado a otro, jadeando como galgos, con la sensación de correr detrás de una máquina que no sabemos adónde nos lleva. La señora Amalia sonreía al verme llegar de aquel modo. «Siempre con los minutos contados», bromeaba, apurando la hora para pasar media tarde juntos, cuando me dejaban libre mis ocupaciones. Las jornadas que acabo de transcribir, aunque resumidas, puestas en su boca y en su manera de contar, son parte de aquellos encuentros, parte sustancial en lo que atañe a la cuestión que de primeras me llevó a su casa. Como igualmente he explicado, también hablamos de otras cosas. No sé si tiene sentido recordarlas, por aquello de no enredar aún más la memoria: de la gente de Caracas, por ejemplo, de los días pujantes de la Hermandad, de las comidas de la Tierra, o de las dos tierras, la de allá y la de acá, de la situación política del país, de sus distintos presidentes y sus gobiernos, de las planchas de la colectividad cuando se celebraban elecciones (la Galaica, la Unión), de los negocios y las rentas que le habían quedado después de la muerte de Ignacio, su marido, o de aquel viaje que una vez hicieron juntos al norte de la República, a la parte de Maracaibo, que había sido la única ocasión en que había salido de la capital, y que no le había gustado nada... «No me gusta viajar», me explicó. «No me gusta dejar el lugar donde vivo. Tengo la sensación de que las cosas se mueven de sitio cuando no estás.» Durante estos cuatro años pocas noticias habíamos cruzado entre nosotros: alguna tarjeta de Navidad, que siempre enviaba ella, y que yo, con descortesía, contestaba con retraso. Muerto mi padre, perdida la memoria de tío Antonio, igual que se perdieron todas, poco interés tenía en volver sobre hechos pasados, e incluso la historia del Pasamundos volvió a quedar dormida. Hasta que recibí el tarjetón con la noticia.
El tránsito de los accesos a la ciudad nos retrasa otra media hora sobre lo previsto, y mientras nos movemos casi a tientas por las avenidas, me doy cuenta de que por primera vez pienso en ella, en la señora Amalia, en tiempo pasado. En el avión, poco antes de aterrizar, eché un vistazo por encima a los periódicos. Hugo Chávez, reelegido presidente de la República Bolivariana por otros seis años, anuncia el aumento del salario mínimo: ciento cincuenta y ocho mil cuatrocientos bolívares al mes para los trabajadores urbanos, «sin perjuicio de las excepciones previstas en los artículos 2.°, 3.° y 4.° del presente Decreto». Poco más de diez dólares diarios, al cambio oficial. Ciento cuarenta y dos mil quinientos sesenta para los trabajadores rurales, unos cuatro mil ochocientos bolívares diarios. «En los casos previstos, el salario mínimo nacional debe ser abonado en efectivo. No se aceptará ningún pago en especie. Las disposiciones aprobadas no son aplicables a los trabajadores y trabajadoras domésticos definidos en el artículo 274 de la Ley Orgánica del Trabajo.» Leo la información y me pregunto cuánto le tocará a Engracia, en qué condiciones quedará la mujer, después de tanto tiempo sirviendo en la casa, o acompañando a doña Amalia, señora de Villegas, veinte años desde el 81, cuando murió Ignacio.
Entramos en la capital y, desde las publivías, desde los muros de las medianas, desde los árboles de los parques y los puentes de la autopista, nos saludan las voces de la Revolución. El presidente Chávez anuncia nuevos cambios. ¿Igual que Caldera, en el 94, cuando llegué por primera vez? Entonces mi mirada era más fría, más distante. Se dice que en el seno de la colectividad, en el predio de Maripérez, en las fiestas familiares de Valle Fresco, que tampoco son ya las de antes, la gente está dividida. Lo sé por lo que cuentan los periódicos. El taxista parece no querer entrar en el asunto. No pregunto. Llevo en la mente a la señora Amalia. Seguro que ella tendría alguna opinión, pese a no gustarle la política ni querer entender de ella, como decía. Por lo que cuentan los papeles, nuestra gente está con la idea de volver. «Se acabaron aquellos tiempos», se lamentan los más viejos. «Quién ha visto este país y quién lo ve ahora.» Pero esto tampoco es nuevo. Así fue en el 83, cuando el pobre paisano se quitó la vida en la de Guacaipuro; y en el 94, cuando entró Caldera y nacionalizó la tercera parte de la banca. No va a ser esta ocasión diferente. O quizá sí. Quizá esta vez vaya en serio y en cinco o seis años le den la vuelta completa al calcetín. «Si pudiésemos, volveríamos», insisten los de Maripérez, que no se fían. «Pero cómo vamos a volver, cómo abandonar a la suerte lo que tanto nos ha costado cosechar, en manos de quién poner el capital.» Los que tienen capital. Los que no lo tienen aguardan los nuevos tiempos. «La república la hacemos entre todos.» Lo de doña Amalia era distinto. Ella jamás pensó en el regreso. Ni lo pensó entonces ni lo habría pensado ahora. Carta jugada, carta empeñada. No se alzan las espadas para luego humillarlas, amenazaba el cabrón de Varela en el despacho de la gobernación. Doña Amalia algo tendría que decir al respecto, estoy seguro. La vida le había dado una segunda oportunidad. No a otros, como ya se ha visto, o quizá no supieron aprovecharla cuando se les presentó, o no tenían el empuje de la de Serrano, luego de Villegas, renacida en esta otra parte del mundo con los negocios que había organizado allá y los que había ido logrando después aquí, en compañía del tal Ignacio, su segundo marido. La vida le había dado una segunda oportunidad y todo lo que tenía lo había ganado a pulso: de su mano y en estas tierras. Nunca quiso saber de nostalgias. Nunca la hizo flaquear esa debilidad. Su mundo era éste, o mejor: su mundo era ella misma, lo llevaba dentro de sí, escondido entre las paredes del apartamento de Sabana Grande, aquella planta luminosa con balcón corrido, terraza y un pequeño jardín, aparcados los recuerdos en el desván de los ratones, hasta que aparecí yo.
Me abrió Engracia, que esperaba mi llegada. El día anterior la había llamado desde Madrid confirmándole mi viaje. No hubo lágrimas, ni grandes emociones, cuando menos a la vista. Eché un vistazo alrededor y todo estaba como en mi última visita. O así me lo pareció. Me sirvió el café y me puso al tanto de los acontecimientos. En los últimos meses, desde hacía medio año más o menos, la señora había entrado en un proceso de deterioro cada vez mayor, pero del que era plenamente consciente. En apariencia seguía llena de vida, como yo la había conocido, pero el mal había empezado a trabajar por dentro, y aquella luz de sus ojos ya no era la misma. No sé si hay una edad para anunciar el fin de las cosas, siempre tendemos a mirar a las personas cercanas como si el tiempo no pasase por ellas, quizá porque tampoco queremos que pase por nosotros, pero en su caso eran ochenta y tres años, ochenta y tres años cumplidos, que puede decirse que son una vida. Con todo, no fue una agonía larga, nada que ver con la que durante tanto tiempo había atado a su padre a aquella silla, mirando la pared del cuarto de estar, sin valerse por sí mismo ni reconocer a nadie, que era lo que ella temía. El proceso fue rápido, aunque lo bastante demorado como para verlo venir y poder tomar las determinaciones pertinentes. Cuando le tocó, se quedó como un pajarito. Fue la expresión que utilizó Engracia. Como un pajarito, dormida.
-La ayudé a acostarse la noche anterior, que ya ella lo hacía con mucho trabajo, y no despertó.
La nota breve que yo había recibido dándome cuenta del suceso venía firmada por Engracia, aunque la propia señora, según me explicó, había dejado muy ordenados los encargos, por eso me había avisado, porque si algo pasaba quería que yo lo supiese, me tenía estima, me dijo.
-En los últimos tiempos hablaba mucho de usted, lástima que no tuviese ocasión de verla por última vez.
Me disculpé, porque no siempre tiene uno la ocasión de cruzar el charco cuando quiere, ni había recibido ningún otro encargo de la universidad para poder hacerlo. Aunque era una explicación que sonaba a disculpa. La silla donde se sentaba estaba vacía. Sobre un aparador, había una fotografía de cuando era más joven, no de los últimos años, cuando yo la conocí. Ciertamente había sido una mujer hermosa, muy hermosa.
-Dejó dispuesto que la incinerasen y que la pusiesen al lado de su marido, en el Cementerio del Sur; y allí está -se hizo un silencio. No teníamos mucho más que decirnos, y entonces Engracia añadió-: Dejó unos papeles. Por eso le pedí que viniese, mejor que mandárselos, aunque quizá no haya hecho bien.
-Ha hecho muy bien -respondí.
-Seguro que le entenderá la letra. Tenía muy buena caligrafía la señora, que en paz descanse. Durante mucho tiempo, después de estar aquí usted, estuvo escribiendo en ellos. Pienso que cuanto más pasaban los días y más cerca se veía del final, más se apresuraba en la escritura. No sé lo que pueden ser, porque no los he leído. Eran cosas suyas -y continuó-: La casa me la ha dejado a mí. Tampoco sé que voy a hacer con ella, tan grande para una mujer sola. Aún no lo he pensado. Pero no tenía otra familia. Ni ella ni su marido, el señor Villegas. Era una santa.
Fue el único momento en el que percibí un pálpito de emoción: el centelleo breve de unas lágrimas.
-Creo que al final fue una mujer feliz -asintió-. Quizás a su manera, pero pienso que sí.
Se levantó, y al cabo de un rato regresó con un sobre grande, cerrado, con mi nombre escrito fuera. La letra, demasiado rústica, no parecía la suya. Seguramente era de Engracia.
Salí a buscar un taxi. El Cementerio del Sur está en un extremo de la capital. Le pedí a Engracia que me indicase exactamente el lugar donde habían depositado las cenizas y se ofreció a acompañarme, pero preferí ir solo. Desde la avenida Lincoln, que fue donde hice parar un coche, hasta mi destino, no sé calcular la distancia, tampoco la pregunté, tardamos no menos de tres cuartos de hora, con el taxista todo el tiempo dando gracias porque ese día el tráfico se podía manejar. Dejamos a mano derecha el parque Los Caobos, a la izquierda el Jardín Botánico, ya metidos en la autopista, y un poco más adelante enlazamos con la avenida del Cementerio, muy larga, que lo deja a uno a la puerta del camposanto, el más antiguo de Caracas. Le pedí al taxista que me esperase. No pensaba permanecer mucho tiempo. Era más una pequeña emoción personal que otra cosa. Cinco años antes apenas conocía a aquella mujer, ahora una levísima sombra, una fotografía colocada sobre un aparador, algunas conversaciones grabadas en el magnetofón, varios folios de notas y el sobre que llevaba en las manos todavía sin abrir.
Con todo, tardé en dar con el lugar. El cementerio es enorme: hileras de nichos, tumbas señoriales, mausoleos de mármol labrado, setos de mirto, avenidas con grandes árboles, hasta que llegué a una pequeña plazoleta al fondo de la cual, en una pared de celdas muy ordenadas, casi todas ellas con placas e incluso algunas fotografías de los difuntos, estaban las cenizas de la señora, en la segunda hilera de una serie de doce. En la lápida, con letras negras sobre la piedra blanca, muy sencillas, los dos nombres: Ignacio y Amalia, y debajo: Villegas Infante, los apellidos del marido, no los de ella, como quien lo borra todo, como el mar borra las huellas que hemos dejado antes en la arena. No había fotografías, sólo los dos nombres, que seguramente había dispuesto Engracia, pues era evidente que la placa había sido colocada después del óbito. Todavía pasé un buen rato, sentado en un banco frente a la hilera de nichos, con el sobre en la mano, antes de decidirme a volver al taxi. Mis planes eran pasar por la universidad, donde había concertado una reunión de trabajo para el día siguiente, líneas de investigación compartidas, y después pensaba retirarme al hotel para leer con calma los papeles de mi vieja amiga. Pero las casualidades cambian de repente nuestros planes, se cruzan ante nosotros como relámpagos. Sin querer, dejé correr la vista por los otros nichos en torno al de la finada, y justo a la derecha del que hasta allí me había traído, en letras muy semejantes, grabadas casi de la misma manera, leí: Manuel Lobeiras Villaverde, y debajo: Rosaura Castro, A Gaiosa 1929-Caracas 1984.