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EL viejo Santiso, paladín de la parte contraria, cargaba ciertamente en los treses, pero tenía mil horas de estoque: cuchillo de matar con canaleta, para que diese bien la sangre, navaja brava y herramienta de faena. Era su oficio. Cuando la jornada del 14 de abril él mismo proclamó la República en su ayuntamiento, con ceremonia y sin escrúpulo, dos días después de que llegase la noticia por el telégrafo de Lugo: alcalde con la monarquía y alcalde con los que vinieron después, porque cuando el viento sopla de través, o de la parte que sea, hay que ponerse del lado del viento, antes igual que ahora, para que las cosas sigan en su sitio, por mucho que les pesase a los amigos de don Alfonso XIII. Y cuando tocó volver las tornas de nuevo, tampoco lo dudó: enterrada la República, allí estaba él otra vez, capitán de los nuevos amos, que en el fondo eran los mismos. De este modo gobernaba aquellos mundos el viejo zorro Santiso, señor absoluto de las sierras, que administraba con mano de hierro. El día que no andaba en las ferias, enganchado en el juego, o en las casas donde se requería su presencia, abatiendo cerdos y terneras, iba a rendir pleitesía a los capitostes de la capital, gente ordenada y de derechas, que era su querencia, y aunque los falangistas de primera hora no se fiaban de él, ni él de ellos tampoco, hay que decirlo, lo necesitaban, tenía sus protectores, no se movía un palmo de matorral sin que lo supiese el matarife. Había prestado muchos favores a la nueva situación. Por eso lo consentían. Y tenía mano para la baraja. Desde Lugo a la Ponderosa, desde Agolada a Monforte, corría generosamente su fama. Donde ponía el ojo, marcaba baza. Apuntaban bien los que lo traían consigo. Don Evaristo tenía buena información. Grande de cuerpo, poco amigo de hablar, se instalaba en la mesa como un general. Cuentan que, de joven, en un encuentro con un jabalí, había estado a las puertas de la muerte, y que de aquello le había quedado la marca negra de la cara que le daba aquel aspecto tan feroz, una hendidura que le bajaba de la ceja izquierda al costurón de la boca y que a todos impresionaba.

Mucha navaja el Santiso. Gancho de capador. ¿Qué capitán oponerle, habiendo tanto en la mesa? En las discusiones del café Suizo, en las reboticas de la Portuguesa, le dieron vueltas al asunto. No era cosa de improvisar. Wellington frenó a Napoleón en San Marcial. Escipión doblegó la insolencia de Aníbal en la hora grande de Zama. Si alguien podía con los lugueses, ése era don Ramiro, el de Boullón, ningún otro, y allá fueron a buscarlo don Evaristo, Pico Serrano y Martín García en la camioneta de las minas, con el licenciado Lobeiras detrás.

Acababa el cura de decir la misa. Don Evaristo y el Serrano lo conocían de algunas en las que habían estado juntos, y Martín García había oído hablar mucho de él, que era muy grande la autoridad que tenía. Durante un buen rato lo esperaron en el atrio de la iglesia. Desde la baranda de Asados puede verse la ría. Lo vieron salir y al licenciado le impresionaron sus maneras, su modo de acompañar y de despedir a la gente, modales de abad antiguo, no viejo, que no lo era, con señorío. Los recibió en la rectoral. Antes de que nadie se lo dijese, él ya sabía a qué venían.

-¿Dónde va a ser, entonces? -les espetó después de escuchar la historia, las condiciones y las partes encontradas.

Vivía con un ama vieja que le servía la comida y le disponía la intendencia. Pero no los invitó a comer. Ellos hablaban y él iba mojando el pan en las habichuelas: guiso de cuchara, cargado de chorizo, tocino y cebolla redonda; olía que daba gusto, y él sin mirar a las visitas, escuchando los detalles de la proposición, como quien no quiere la cosa. Aunque quería, vaya si quería. Nada podía interesar más al de Boullón que una partida como aquélla. De un lado los de la Ponte Nova, gente de Santiago y de las sierras, señorío del mineral, quizá incluso gente de Madrid, con mucho crédito y mucho dinero detrás. Del otro lado, ellos, los allí presentes, en busca de capitán, galgo corredor, porque era mucho lo que se libraba. No los invitó a comer porque de esa forma, él sentado a la mesa, ellos delante, sin catar nada, marcaba la autoridad que le convenía. Cuando hay mando, manda uno, y los demás miran.

-¿Dónde va a ser? -repitió.

-En casa del Pasamundos -contestó el Serrano, que llevaba el trato.

Al Pasamundos le llamaban así por la barca. Nadie se acordaba del origen de semejante apodo. Posiblemente viniese de su abuelo, digo yo, o del tatarabuelo si acaso, de los tiempos de la francesada, ¿quién sabe? Igual que tampoco había ya memoria de la Ponte Nova. El puente siempre había estado allí, nuevo o viejo. Pasaban los de Amarante y pasaban los de Careón, ganado de la sierra y mantas de Zamora, cristianos o gentes sin alma, daba igual. El barquero no preguntaba. Antes del puente ya estaba la barca. El Pasamundos tenía parada de viajeros, casa donde dormir, pan y viandas. Al llegar el tiempo de las perdices, se daban allí las mejores, que preparaba con mucho arte y generosas dosis de pimentón la señora Francisca, la patrona de la casa. También había una hija, Leonor, lozana y risueña, que ayudaba en las labores domésticas. Fue Serrano quien dio el nombre del lugar cuando llegó el caso.

-Siete de cada parte y en campo neutral.

Los otros aceptaron. También el de Boullón. Dobló la servilleta, posó la cuchara en el plato, apuró el vino, se echó hacia atrás, con aquel aire de señor antiguo que lo caracterizaba, y tras descansar un rato, como quien bendice lo que acaba de comer, o de pensar, o de decidir para sí, aun sabiendo que donde no gobierna Dios gobernará el Diablo, exclamó:

-Manden entonces los señores, que habremos de celebrarlo.

Carga mucho en los treses... Cinco semanas tardaron en concertar la cita, una vez que hubieron firmado las partes. Cinco semanas para reunir apuestas, preparar pagarés, ordenar recibos y representaciones, arreglar acomodo en la del Pasamundos y cerrar contratos con los que querían estar y no podían, porque el número de asistentes se había cerrado en siete, pero otros insistían en querer participar en el envite, si no de cuerpo presente, al menos por delegación. En la libreta del licenciado iban sumándose las participaciones: veinte duros de aquí, doscientas pesetas de allá, mil doscientos reales de este lado, y aun cifras más altas, de la parte de los industriales, socios del Primitivo en las ferias, gente de la conserva, amigos de don Evaristo en la mismísima Compostela, armadores del Berbés, sin contar los avales de la Leonesa, que gobernaba Martín García... Se levantó don Floro, en medio del sarao de la Bella Romana, y dijo: «No ha de quedar por mí una ocasión semejante», y al momento, dicho y hecho, plantó en la mesa mil duros, veinte mil reales, para empezar la andadura, que algunos en la vida los habían visto juntos. Don Floro era de ley, tenía crédito en la casa, línea directa con el gobernador de la provincia, fidelidades probadas. Si él estaba, los otros también estaban: Avelino Mediano, Arístides el de los coloniales, Aníbal el Maragato, Carro González el de los carbones, gente toda con dinero, que si habían de meterlo en los bancos, con el mineral corriendo como corría, mejor allí, para que se multiplicase. El de Boullón era una garantía. De primeras no. De primeras el envite era mucho envite, por más que la gente presumiese de haber andado en trances parecidos. Pero en cuanto corrió la voz y se supo que don Ramiro iba de capitán en la balandra, encaramado al puente de mando, el agua empezó a llenar la represa. Lobeiras no paraba de anotar. Pico Serrano y Martín García, asentado el primero en los negocios de la frontera y afincado el segundo en la administración de las minas, firmaban los avales. Don Evaristo y el de Muras también, pero la fuerza del capital estaba en los primeros. Cinco semanas duraron los preparativos, desde que se concertaron las partes y se fue a hablar con el de Boullón en Asados hasta que, en noche cerrada, salieron los vilanoveses hacia las estribaciones de la sierra, al lugar que llaman del Pasamundos, en el corazón de la montaña.

Martín García conducía la camioneta. Pero el Serrano, de suyo tan atrevido, iba nervioso, y se le notaba. Por lo visto, la noche de la víspera había soñado con curas. No es bueno soñar con sotanas antes de un acontecimiento de esta clase, en puertas de un viaje, tanto da que sea de placer como de negocios, no digamos si ha de hacerse en barco. En barco no, pero el camino se presentaba difícil, cargado de agua y plagado de barrizales. Llovió todo el día anterior. Aunque cerca de la noche había escampado un poco, ya se le veían las trazas. Se lo contó a don Evaristo.

-No me han dejado buen cuerpo.

Se refería a las sotanas, metidas de aquella manera en el sueño. Pero el de Santiago tenía más ciencia que él, porque le respondió:

-Eso es si no las llevas contigo. Si el cura va a bordo, el maleficio se deshace.

El de Boullón era un capital. El mejor de todos. Hombre de pocas palabras, concentrado. ¿A qué venían ahora esos miedos? Ninguno de ellos era nuevo en el trance. Pero el tratante de terneras no conseguía tranquilizarse. Había sido un pálpito, un arrebato de última hora, que le había venido de repente y no podía controlar: sotana a bordo, en realidad o en sueños, catástrofe cierta, insistía: naufragio o embarrancamiento seguros. Aunque no era cosa de replicarle al galeno. Y tampoco quería que el cura lo escuchase.

Don Ramiro viajaba en el asiento de la derecha. Los otros tres: don Evaristo, Pico Serrano y el licenciado Lobeiras, en el asiento de atrás. Como no había sitio para todos, don Manoliño, el de Muras, había concertado un día antes, con mucho secreto, el coche de punto de Tito Maquieira, gente de confianza. El administrador abría la comitiva en la camioneta de la Leonesa y le seguía a la rueda Maquieira, juramentado de no decirle a nadie dónde iba a ser el acontecimiento, aunque todos sabían de la cita y del altísimo asunto que en ella se barajaba. En el punto de Maquieira iban el de Muras y Agustín Salgado, el Agonías.

Salieron de madrugada. Cuando la señora Amalia despertó en la cama de matrimonio, Serrano ya no estaba. No es que lo echase de menos. Tampoco era la primera vez que acontecía. Pero no por eso dejaba de molestarle aquella disposición del marido, aquella manera suya de levantar el campo cuando le daba la gana, sin decirle nada ni dar cuenta del rumbo que seguía, que a veces pasaban tres y cuatro días sin noticias suyas, perdido por los extramundis, arrebatos de soltería impropios de un esposo como tiene que ser. Luego venían las carantoñas, las disculpas, regalos de compensación y toda clase de arrumacos, y ella acababa dejándose llevar, mejor no hacer preguntas. Pero a la señora Amalia no le gustaban aquellas escapadas, como luego se vio, que bien que le guardó la herida, y la humillación, y el escándalo, cuando sucedió lo que sucedió y lo que aquí se cuenta. El de Muras, don Manoliño, y Agustín Salgado, el Agonías, guardaron algo más las formas. El de Muras tenía la disculpa de su oficio de atender partos, calamidades y urgencias; más que en la villa, en las aldeas todas de los alrededores, que era donde pastoreaba la mayor parte de la clientela. Algo importante tenía que suceder para sacarlo de la cama a tales horas. Cierto es que el mundo estaba lleno de cuentos y los caminos plagados de malas pécoras, pero su marido era un buen hombre, pensaba la señora Lorenza, le había dado cinco hijos, cuidaba de ellos, procuraba lo que había que procurar, lo que se espera de un padre y esposo: comida caliente y las despensas necesarias, no excesivas, tampoco faltaban apuros en casa, eran siete bocas a comer, pero era un hombre de ley, respetado y trabajador, la gente lo quería, y, al final, siempre regresaba. Tocante al Agonías: besó a su santa en la frente, miró desde la puerta hacia el cuarto de sus hijas, dos y dos, que dormían a pares, ahogó un suspiro y salió como quien emprende una larga travesía, que de cierto así fue, arrastrado por la fatalidad, ¿de qué otro modo explicarlo?, en compañía de sus amigos. «¿Amigos?», se lamentaba después la pobre mujer, abriéndose las ropas y medio descompuesta, como una vieja matrona. «¡Casta de Satanás! Mal rayo los parta allí dondequiera que arrastraron a mi pobre santo!» Un infeliz, que perdía la voluntad en aquellos trabajos y otros bien que se aprovechaban.

En el alto de Cruces se puso peor la cosa. Entró lluvia cerrada. El auto de Maquieira no llevaba bien las luces y a punto estuvo de embarrancar dos veces. Tenía miedo de perderse. Entonces los caminos eran otros, no los de ahora. Era como entrar en el infierno de cabeza, en aquellos pasos de las sierras, rumbo no se sabía adónde. Porque quien sabía del lugar era Serrano, el Primitivo, que iba delante, y ellos corrían detrás prácticamente a ciegas, como rabo de raposa, arrebatados en medio de la zapatiesta.

-Igual que en el fin del mundo -se quejaba el del punto, ya arrepentido de haber aceptado el encargo.

Alumbraban los relámpagos, dibujando en la oscuridad los bordes de la montaña. El agua corría a mares por las barrancas. Torrenteras desatadas, que se precipitaban en la carretera de macadán. Pero al romper el día cesó el temporal, y entrada la primera hora, aún con la luz espesa y cargada de nubes bajas, llegaron al lugar de la cita: la posada de la barca junto al río, con el pequeño puente y el viejo molino entrevistos desde lo alto de la sierra, medio ocultos entre los jirones de niebla. Allí estaban ya los de la otra parte, esperándolos, bien acomodados. Habían llegado la tarde anterior. Fuego vivo en el hogar. Cinco habitaciones. Dos para los vilanoveses.

-La cama grande para el señor cura, que tiene que estar despejado -ordenó el Serrano-. Nosotros nos apañamos.

Comieron bien. La casa del Pasamundos tenía, con razón, fama de saciar cumplidamente a sus invitados: sopa de fideos, merluza frita, de la que dicen a la romana, rebozada en huevo y harina, cocido de garbanzo castellano, flan y bizcochos borrachos, vino tinto de Ribadavia y, para quien quedase con hambre, si era el caso, callos, aguardiente tostado y café. Comieron bien, y después de los cafés, que el de Boullón no quiso probar, se retiraron a descansar los capitanes. Don Arturito, el patrón de los Berdullas, hombre de mundo acostumbrado a las relaciones de sociedad, cogió del brazo a don Evaristo y al Primitivo. Generoso en el trato, echó mano de unos cigarros para celebrar el encuentro, al tiempo que les proponía un paseo por la orilla del río, al arrimo de los alisos, para acabar de concretar las condiciones. De primeras eran bien simples, ninguno de ellos era nuevo en aquella clase de asuntos: cartas sin estrenar, baraja a escoger por cada parte, que podía cambiarse por otra igualmente nueva siempre que la parte contraria lo requiriese. Paradas concertadas, descansos para dormir y hacer las tres comidas, hora y media de siesta después de la principal, y el dinero contado a disposición de cada uno. En caso de acontecimiento no previsto o de circunstancia extraordinaria, los tres estaban allí para resolver lo que se terciase. No le gustó nada a Martín García, el de la Leonesa, que lo dejasen fuera de la comisión. Para estos asuntos era muy mirado. Se tenía por principal, sobre todo desde que se había hecho cargo de la administración de las minas, casa grande en el centro de la villa, y no entendía que no se le tuviese en cuenta. No lo dijo así de primeras, pero se le notó. Que don Evaristo, consulta en Compostela, se diese aires y el Berdullas le siguiese la corriente aún lo podía aguantar, pero que el segundo fuese el Serrano, compinche de juergas, rufián de pendoneo, a quien había tenido que sacar del trullo, como quien dice, cuando el apuro aquel del café torrefacto, metido en toda clase de tropelías, por mucha confianza que tuviese con el lugués y se conociesen de antes, como al parecer se conocían, no era razón suficiente para desconsiderarlo. Si era por dinero, también él lo tenía, propio y delegado, y si era por la representación, también de eso andaba sobrado. Pero el asunto no fue a más. Le molestó la excursión de los susodichos. Se revolvió contra aquel aparte. Pero no fue a más. Y durante la cena, incluso alabó con entusiasmo los buñuelos de doña Francisca, mojados en moscatel, y celebró la historia del lugar que los acogía, la casa del Pasamundos, también llamada Pozo de la Señora, cuando la patrona los agasajó con el relato. Don Ramiro y don Santiago fueron parcos en las viandas. Se les veía concentrados.