20

EL licenciado Lobeiras escucha la historia por boca de Rosaura, cobijados los dos en el cuarto de la Estrella de las Cíes, y no puede apartarla del pensamiento, mientras vela la saca de los pagarés en el agujero de la Bella Romana. Pronto abrirá el día y, entonces, aparecerá Maquieira para regresar juntos a la montaña. Ya estamos en la tercera noche de la partida. El de Boullón lleva la delantera. Contra todo pronóstico. Contra toda previsión. En la décima mano, alzado como un príncipe de las batallas, trinca el primer caballo en la mesa. Sietes y caballos. Tal es el juego del abad. Diez manos ha necesitado para hacer volver el agua al cauce que le convenía. Diez manos, arteras y demoradas, para que el de Santiso se confiase. La lluvia continúa azotando los árboles. Martín García, el administrador de la Leonesa, echa cuentas y sale a cada poco a la puerta de la casa, para ver si divisa los faros de Maquieira entrando por la montaña. No para de trabajar la comadreja. Lleva en los dientes la sangre de la criatura. Cuando la dejó, en la parada de Vigo, todavía alentaba. No hizo mal negocio, no: las tierras de la Gaiosa y la chiquilla, todo en el mismo bocado; la finada en el lecho de las agonías, la tía Felisa, que no es tía pero que trabaja como si lo fuese, y la moza lozana, ojos de garza, que en cuanto la vio supo que acabaría metiéndola en el redil hasta hacer de ella una mujer completa. La gente del café Suizo no sabía de estas cosas, pero el mandril, de vez en cuando, alardeaba de poderío. Novilla nueva en la casa. Novilla brava. Le ardía la sangre cada vez que la muchacha se le enfrentaba. «Tendrías que besar por donde piso, perra desagradecida», la castigaba. Le ardía la sangre, y a los hombres les gusta que la sangre les arda. Nada que ver con las pupilas mansas de la Bella Romana. Dieciséis años. Una granada. Cuando la llevó donde el Lobeiras, aquella mañana de las pasantías, le espetó al licenciado: «A ver qué haces...», por darle un valor, para domesticarla, no se puede ir por el mundo como gata garduña mordiendo la mano de quien te da de comer y te ha sacado del pozo de la miseria, y entonces ella ya no miraba a los ojos. ¿Quién podía pensar que el poeta se iba a tomar las cosas con tanto sentimiento? Vaya por Dios... El de Boullón pide cartas. ¿Dónde carajo se habrá metido el licenciado? El agua corre por la zanjas. ¿Acaso don Floro se ha vuelto atrás? Se lo debía todo a don Floro. Él fue quien lo metió en la Leonesa, quien lo presentó a la gente de Madrid, los socios del gobierno, los nuevos amos, como su hombre de confianza, capataz primero, administrador general después, ambicioso y osado, «necesitamos capitanes para construir la nueva España», decía, la que el Caudillo había conquistado, arrancándola de las garras de la anarquía para ponerla a producir, encarrilándola por los caminos de la resurrección y la victoria. Habría para todos, ahora que los tiempos rodaban de otra manera. El nieto del herrero no se amilanaba. Los otros sí. Los otros habían nacido para perdedores. Él no. Con las tierras de la Gaiosa en su poder y aquel capital sobre la mesa, ya se veía en la cima del mundo, asociado a los nuevos negocios que anunciaba el mineral. Hasta tres veces había logrado multiplicar la producción de los pozos de los que se había hecho cargo: la producción y los beneficios, apurando la riqueza que la tierra tan generosamente ofrecía. Ya llegaría el momento de decidir después qué hacer con la chiquilla, ahora una mujer, al fin amansada. Lo de Vigo fue una idea que se le ocurrió para sacarla de la villa. Demasiados ojos pendientes de ella. Instalarla en la ciudad no le resultó difícil. Cuando se tiene poderío, estas cosas son relativamente sencillas. Cierto que a veces echaba de menos las primeras batallas, aquellas noches de la alcoba, obligado a manejar la tralla, con la Felisa rezando avemarías en el cuarto de al lado. Pero la moza seguía valiendo la pena, seguía encendiéndole la sangre, que era lo que él necesitaba.

Don Manoliño duerme la borrachera en el pajar de la casa, donde lo llevó la del Pasamundos, derrumbado como un fardo; ya no tiene ni fuerzas ni años para semejantes arrebatos. Agustín Salgado se arrepiente de sus pecados y pide a Dios Nuestro Señor que lo deje regresar con dignidad junto a sus tórtolas desamparadas. Serrano se revuelve en el banco. Don Evaristo, el galeno de Compostela, va a pagar cara su traición, al igual que los israelitas, cuando Moisés bajó del Sinaí y les reventó en las narices las tablas de los Mandamientos. Nunca se han visto en otra. Pasará a la historia esta jornada. Los Berdullas piden un alto. La noche viene atravesada y el licenciado sigue sin aparecer. Si no aparece el licenciado, según lo acordado entre las partes, no hay trato. A punto están de agarrarse Serrano y el tal Honorio, el figurín de Santiago. Parece que las cuentas no salen. Cada cual ha echado las suyas, y en la deriva de los envites, los lugueses la llevan cruzada. ¡Siete al caballo! Sube de las cocinas más aguardiente, para templar los cuerpos, pero nadie lo quiere. Mejor con las mentes despejadas. Don Arturito se arrebuja en el capote de campaña, hombreras de cuero recio. No consigue sacarse el frío de encima, por más que manda avivar el fuego. Estamos en el fin del mundo: en la hora del Fin del Mundo, tal como se anunciaba en la Carta de san Vicente Mártir. Lo que no fue entonces es ahora. Ajeno a la ansiedad de los presentes, el de Boullón pide un nuevo mazo de naipes. Tiene a Santiso acorralado. No es que le escape con los ojos, es que no consigue centrar la mirada el lugués, agarrochado por las artes del adversario. A la desesperada, busca amparo en los treses. ¡Tres son los rayos de Júpiter! ¡Tres son las inteligencias divinas! ¡Tres las partes del discurso! Tres por tres, nueve, el número del Centauro. Pero el de Boullón está atento. Aquí es adonde él quería traerlo. Entran las copas. Vuelve la discusión de los sietes. El siete de copas es la carta del amor quebrado, el amor que se escurre entre los dedos, como don Manoliño con la muchacha en el pajar, ilusión que nos confunde y nos extravía: la carta de los Siete Pecados, que el Agonías no puede ni quiere ver, escondido en su cuarto. Esta vez Serrano ni siquiera va a por él. Toda la atención está en la mesa, volcados sobre la zamorana. Golpeando recio en el tapete como quien quisiera recuperar la autoridad, Santiso mata el envite del de Boullón y arriesga con furia el tres de oros: los Reyes Magos. Ya no hay escape. Las apuestas han llegado al límite. Librado el tres, el abad aguarda la siguiente embestida. Saltan los naipes. Agotados los triunfos, sólo queda uno, que ha de cerrar la partida, y la noche, si no se produce un cataclismo. El lugués se da cuenta de que está perdido. ¿Quién dijo que no había capitán? Los tantos que restan quedan presos en la última jugada. Don Ramiro levanta la suya y planta encima de la mesa el caballo de oros. ¡Siete al caballo!

En éstas están cuando desde la poza del río se escuchan los primeros disparos. Igual que ladridos de perros. De primeras, es lo que parecen: perros ladrando en la era. Pero son disparos. Los hombres se revuelven como pájaros, como cuando en el gallinero entra la zorra a revolucionarlo todo. Se levanta el de Boullón, aún con la carta en la mano. Se levanta también el Santiso.

-¿Qué sucede?

El Honorio de Santiago se echa sobre el dinero: es mucha hacienda junta y sigue sin haber noticias del licenciado. Serrano le cierra el paso. ¡Hasta aquí hemos llegado! Se agarran entre ellos. Pero el alboroto viene de fuera, de los alisos junto al río. ¡Gente alzada! El licenciado Lobeiras viene en el coche de Maquieira, sentado al lado del conductor, sumido en sus cavilaciones, sin decir palabra, las sacas con el capital y los pagarés en el asiento de atrás. Dos horas antes de romper el día llamó Maquieira a la puerta de la Bella Romana, según lo acordado, y el poeta ya estaba en pie, esperando su llegada, la noche entera sin dormir. He aquí el momento de las grandes decisiones. Rosaura acaba de levantar el telón y la luz ciega la escena de tal forma que el hombre no es capaz de reaccionar, anonadado no tanto por la visión del cuerpo desnudo de la muchacha, que también, ofreciéndosele en la intimidad del cuarto, como por la fuerza de la revelación: la historia que escucha de sus labios, como quien abre el arca de las agonías, pozo profundo al que nunca antes se asomara. Es ella la que vuelca el cántaro y vacía el agua de la vasija. «Hay cosas que usted no sabe, señor maestro...» La marcha a Vigo fue decisión de Martín García. Se habló de la conserva como pudo hablarse de cualquier otra cosa: servir en las casas del señorío, por ejemplo, o trabajar en la costura, que de eso también sabía un poco, por la Felisa y la señora Remedios más que por su madre. Lo de la madre era la huerta, la leche de las tres Marías en la casa de Amaral, las calderetas... Después de que el lobo carnicero la amansara, o creyera haberla amansado, la llevó a las pasantías, por darle algo de mundo, no porque quisiese hacer de ella una señora. Rosaura no había nacido para señora. Si acaso para lo que ahora era. Y en las pasantías descubrió el mundo de las palabras. Las palabras son como pompas de jabón. Llevan dentro todos los colores, todos los sueños posibles, flotando en el aire por encima de la furia de las criaturas, y ella necesitaba esos sueños igual que necesitaba las películas del Tamberlick, o el cine de la Casa de los Exploradores, o las novelitas románticas que le prestaba la Catalana y desgranaba después en su cuarto a solas, del mismo modo que desgranaba las cartas, palabras de amor, o las poesías, después de que el mar se llevó las reinetas de Cibrán por la presa del molino. Cada vez que se acercaban al muelle de los transatlánticos, Lobeiras y ella, en los paseos que acababan en la casucha de Poboadores, la muchacha se quedaba mirando el mar y recordaba las tardes en el molino de la Gaiosa. «¿Adónde van los barcos?», preguntaba. Y Cibrán le respondía: «A las Américas». Ella no sabía dónde quedaban las Américas, hasta que entró en casa del licenciado y, junto con las letras y los números, descubrió también las geografías. El mundo no acababa en el molino, ni en el camino que lleva a Boullón, ni siquiera en el puente de Santiago. El mundo continúa más allá de los castros y de los pinares, más allá de las nubes y de los pájaros, más allá de la locura de los hombres revolviéndose unos contra otros, el vecino contra el vecino, el hermano contra el hermano, los ojos de los muertos atacados de moscas. El mundo se prolonga y vive más alla de las garras del Lobo Carnicero y los dientes de la Comadreja, que la trabaja cada noche en la madriguera de la Leonesa donde la ha encerrado el Castigador, marcándole el cuerpo con la correa, hijo de Satanás. ¿Qué podía esperar de los suspiros del señor licenciado, un infeliz dejado de la mano de Dios, igual que ella, igual que la tía Felisa, que no quería ver ni oír, encerrada día y noche en las sacristías?

Las Américas... Cuatro chimeneas. Oscuras paredes de hierro arrimadas al muelle. Escaleras como mundos, de cuarenta a cincuenta metros, anunciando laberintos en las alturas; y el estruendo aquel de las sirenas en el momento de zarpar... Por la noche, el lucerío semejaba una ciudad encima de la ciudad. Cada vez que atracaba una de aquellas fortalezas, la Estrella de las Cíes se revolucionaba. Revolucionada estaba casi siempre, principalmente los sábados, con parroquianos de postín y el señorío de la capital, que tampoco era una covacha. Pero cuando entraban las fortalezas, el local se llenaba de gente, señores de las compañías de navegación, oficiales y tripulación selecta, comodoros y comandantes, camisas nuevas con las insignias abrillantadas para que luciesen bien, bigotillos recortados, mientras escuchaban los tangos de la Catalana, Libertad Lamarque, fumando tabaco fino; y entonces ella tenía que trabajar, pero no en las mesas. En eso el patrón era muy estricto. Tenía órdenes muy concretas. La mandaba a la cocina, cosa que no le hacía demasiada gracia al administrador, que decía que se le ponían las manos ásperas de fregar, no manos de señorita, que era lo que ahora quería, que no raspasen, para que diesen bien las caricias. Pero tampoco tenía donde escoger: o en la cocina o en las mesas, con los clientes y lo que hubiese. Tal era el trato que el de la Leonesa había hecho con el dueño del café, que por lo visto andaba también en el mineral, pues de eso se conocían. Era muy mirado Martín García desde que la había sacado de Vilanova y la había traído a la gran ciudad. «Te voy a poner como una reina», se espatarraba en la cama, al tiempo que le acariciaba el cuerpo y encendía un cigarrillo, después de desfogar las primeras ansias. Ya no manejaba la cincha. A veces se ponía corajudo, celoso, pero ya no le pegaba. En eso le estaba agradecida.

En una de aquéllas, después de trabajarla a gusto, el de Lombados se confió. Dicen que a los hombres, cuando quedan satisfechos, les gusta soltar el pico: por presumir, por escucharse a sí mismos, por darse ínfulas, como gallos de corral, faroleando ante la pendanga, para lucir su poderío. El administrador andaba en grandes negocios, empresas de mucho empuje, nada de poca monta. Se le notaba en los gestos, en las conversaciones que se traía, a veces en el propio local, con la clientela distinguida de los ingenieros de Madrid, socios o amigos nuevos que al parecer tenía ahora, no vilanoveses, que ésa era gente menor, y a veces con don Melquíades, el dueño del café, prisionero también de las redes del tungsteno. Derrengado en la cama de las ceremonias, la misma donde ahora estaban ellos, la muchacha vuelta hacia la pared, Lobeiras sentado al borde del catre escuchando la historia, el de Lombados se abrió, descubrió las cartas, podríamos decir, confiado como estaba en el amansamiento de la sobrina. Era mucho dinero. Mucho más de lo que ella imaginaba. Más de lo que podría imaginar en toda su vida. Algo le tocaría. Se lo dijo así. Algo le tocaría. No le guardaba rencor por las primeras agarradas, al fin y al cabo era una niña, qué sabía ella de la vida, la vida hay que tomarla como se presenta, por el cuello y sin dejar que se nos escape, aunque perdamos las uñas en la pelea. Nada se consigue de balde. ¿No le había prometido a su madre, su hermana, que cuidaría de ella? Pues allí estaba. ¿Qué más podía ofrecerle? «Te pondré como una reina.» Cuando llegara la ocasión, que ya estaba llamando a la puerta. Las tierras de la Gaiosa escondían una fortuna. Cierto es que la riqueza estaba allí de antes, enterrada en lo más profundo de las laderas, ¡desde el principio de los tiempos estaba allí! Pero de qué sirve la riqueza si alguien no la levanta, o mejor: si alguien no la descubre para que alguien la levante y saque provecho de su existencia. De qué había de servir la propiedad, las fincas baldías que ya nadie trabajaba, si él, el de Lombados, no catase la oportunidad, adelantándose a logreros, moviendo papeles, arrimándose a los socios que conviene arrimarse en estos casos. Mineral no faltaba. Puede que para otros sí, pero para ellos no. Decía ellos metiéndola también en el enredo, como la araña teje la red para atrapar a la libélula; y Rosaura escuchaba. Con las tierras de la Gaiosa, que las tenía en los papeles, y con las de la Banda del Río, que estaban en manos del señor gobernador y los amigos de don Floro, gente de mucha influencia, la suerte pintaba de cara. Don Floro picaba alto, y él estaba con don Floro, que sabía lo que se hacía. Las venteaba de lejos el viejo cabrón. Bien que supo situarse cuando tocó elegir la apuesta adecuada. Los nuevos amos le debían muchas. Lo tenía todo pensado. ¡Años llevaba dándole vueltas! ¡Años esperando la ocasión, lamiéndole el culo a los lechuguinos, pasándoles la mano por la espalda a los poderosos, él, el nieto del herrero, el capataz de los barrancos, tragando toda la mierda que se puede tragar! Porque no era estúpido, sabía que para jugar la partida y ganarla había que disponer de capital, marcar de cerca a los competidores, alejar a las raposas del gallinero, ocupar el territorio... Pues en ésas estaba. Miraba para sí y parecía un gato hinchado, seguro de la batalla. La niña Rosaura no decía una palabra, acostada a su lado. Sólo escuchaba, y pensaba en la casa del Castro, la casa de su madre, en las tierras de la infancia, cuando aún existía el Paraíso; pensaba en el mundo antes de que se acabase el mundo, y en Pancho Cibrán lanzando reinetas al cauce del molino, y en el viejo de Amaral, gesticulando con el cañón de la escopeta: «¡Fuera de mi casa, casta de mamones!», y en las tres Marías, con la cama de estiércol encharcada en sangre, no había visto nunca nada semejante, y en las moscas comiéndoles los ojos a los muertos... Martín García se ponía bravo cuando hablaba de aquello, y entonces se volvía hacia ella, con la mirada encendida de codicia, y la cabalgaba, volvía a amansarla, de nuevo escarbaba en la mujer como el hurón escarba en la madriguera, buscándole la calentura de la carne, encelado como un perro. «Te voy a poner como a una reina.» Ni en París lucen mejores, enjaezada como una odalisca. Pero antes era necesario el capital, y él sabía dónde encontrarlo. Fue entonces cuando por primera vez oyó Rosaura hablar de la partida: la parada del Pasamundos, lugar perdido en las estribaciones de la sierra, fuera de miradas indiscretas, y del mucho empuje que decían que traían las partes: gente de Santiago, señorío de la conserva, la banca de las rías, y los otros: los lugueses, traficantes de ganado en la Cruzada, igual que ahora en el estraperlo. ¿Cuánto podía haber? Cuando escuchó la cifra, era tan grande que tuvo que apuntarla en un papel, que escondió después entre la ropa blanca. No siempre hablaba Martín García de estas cosas. Pero ella preguntaba. ¿Cuándo sería el envite? ¿Cuándo les entraría por la puerta semejante fortuna?

Tardó algún tiempo el licenciado en decidirse y en considerar qué parte de vida le iba en aquello. Sentado en la cama grande de la Portuguesa, los ojos fijos en el espejo del camarín, pensaba en su condición y repasaba de memoria día por día, punto por punto, cada paso que había ido dando desde aquella noche en la Estrella de las Cíes, la noche de la revelación. Durante algo más de dos horas, Rosaura habló sin parar, como quien abre una compuerta y deja que todo salga hacia fuera, vuelta contra la pared, desnuda. Lobeiras ni se atrevió a rozarla. La simple proximidad de su cuerpo, tan diferente a como él lo conocía fuera de aquel lugar, le producía escalofríos. No porque no la desease. Le ardían las manos. Le faltaba la respiración. Pero no podía. Quizá no era tan hombre. O quizá era demasiado grande el sentimiento que lo ahogaba. La voz de la muchacha, a medida que iba avanzando la confesión, iba también apagándose, como se apaga la llama del candil, hasta que, concluida la confidencia, se quedó callada. Estuvieron así mucho tiempo: él sentado al borde de la cama, ella vuelta de espaldas, con aquel resplandor que le iluminaba la piel. Puede que esperase algo más de su parte. O puede que no. Se le había ofrecido por compasión, por vergüenza, porque llevaba dentro aquel pozo de negrura que la consumía y no tenía en quién vaciar su inocencia. «Hay cosas que usted no sabe, señor maestro...» Ahora ya las sabía. La noche anterior había estado en la casa Martín García, la comadreja. Tal era el aviso que le había pasado el mozo del clarinete. El administrador acudía a verla dos veces por semana.

Muy de mañana, sin afeitar, deshecho por la larga velada, el licenciado tomó el coche de línea de la costa y regresó a Vilanova de Alba. Tardó un tiempo en decidirse, repito. Iba y venía. Desde la villa a la gran ciudad. Pero ya de otra manera. Ordenadas entre la ropa blanca estaban las cartas, atadas con una cinta azul, y un pequeño libro de rimas de Bécquer que él le había regalado, junto a una novela corta de la Catalana. Una mañana le pidió el licenciado a don Manoliño que lo llevase a los barracones de la Gaiosa. Conocía el camino. Los trabajos que solía encargarle el administrador le obligaban a veces a subir la ladera, pero nunca pasaba de las oficinas. El mundo de los presos, que escarbaban en las entrañas de las minas, era otra cosa, acceso restringido. Don Manoliño atendía los martes en los barracones. Pancho Cibrán estaba en la enfermería. Se había herido en una mano con el pico, retirando el mineral. Las palabras fueron escasas. Pero suficientes. Encargo de la niña Rosaura. Una fecha. Un encuentro en la montaña. Era un hombre decidido, Cibrán, fuerte como un roble, pese al castigo en el que se encontraba. Recogió el recado y no dijo nada. Casi ni lo miró.