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EL dinero estaba en la de doña Hermitas. El dinero y las garantías firmadas, muy principalmente por don Floro, pero también por sus asociados, declarados u ocultos, que mucho más había de estos segundos que de los primeros. El antiguo industrial cubano, metido luego a perseguidor, representaba a la sociedad civil: los poderes fácticos, por lo que, ante la significación que iban adquiriendo los acontecimientos y el pulso que se libraba, decidió abrir gabinete de crisis en la casa de la Bella Romana, establecimiento público y no obstante probadamente discreto para tratar el caso, bastante más discreto que muchos que por tal se tenían. La gente acudía con sus apuestas y el industrial las firmaba. Mil duros había arriesgado de entrada, cuando empezó a correr la noticia, y otros tantos volvió a plantar aquella noche ante el licenciado. No podía imaginar Lobeiras que tampoco eran suyos, que no los tenía, que todo se construía en el aire, como un gran castillo en las alturas colgado de hilos maravillosos: yo por ti y tú por mí, yo voy porque aquél va, éstos pujan y nosotros también pujamos, aunque tengamos que arañar bajo las piedras para no quedarnos fuera. A primera hora de la noche, don Floro había recibido ya en privado al secretario del gobernador, informado del arriesgado trance, y se dice que allí se firmaron compromisos no para cuatro días sino para cuarenta años, así nos dure el Caudillo de las Españas, porque hemos de darle la vuelta al mundo como quien le da la vuelta a un calcetín.
Dada la trascendencia del caso, al licenciado Lobeiras se le aconsejó pasar la noche en la casa y no echarse a los caminos a semejantes horas, con el viento y las aguas desatadas. Tampoco era necesario, en opinión de don Floro. Mejor la luz del día para andar por esas carreteras, veredas de alta montaña, hasta regresar a la parada del Pasamundos. Maquieira bien que lo agradeció. Acomodaron a Lobeiras en la mansión de las pupilas, agasajado por la mismísima Portuguesa, la favorita, y mandaron al chófer de punto a su casa con el encargo de presentarse a primera hora del día siguiente para emprender la travesía. Y aquí empiezan nuevamente las versiones cruzadas, interpretaciones no necesariamente coincidentes. El cronista sabe lo que sabe, como ya se ha dicho en otras ocasiones, y construye el relato según van entrando las fuentes de que dispone. Para unos fue indiscreción de la casa de lenocinio: bien de don Floro y sus allegados, bien del licenciado Lobeiras, bien de la Portuguesa o de cualquiera de las meretrices. Está por ver. Pocos cofres tan cerrados como los del puterío cuando están en juego intereses que comprometen a las partes, y hay que decir que, en este caso, las partes estaban sobradamente comprometidas: los ahorros de las jóvenes princesas de doña Hermitas también. ¿Pudo asustarse alguna? No lo parece. Incluso el sargento Lamparillas estaba en el ajo. Cuando los acontecimientos rodaron como rodaron y se acabó el mundo, para escándalo de hipócritas que luego quisieron ponerse de la otra parte, a resguardo del pedrisco, o para asombro de algunas pocas almas inocentes, la señora Lorenza o la familia del Agonías, por poner algunos casos de los pocos que podemos registrar, cuando las cosas salieron como salieron, digo, y surgieron de las profundidades de la tierra vaharadas de azufre ardiendo, hubo historias y versiones para todos los gustos. Una de esas versiones pintaba la noche del licenciado en casa de la Bella Romana como una celebración, o por decirlo más por lo derecho: como una auténtica orgía, si no secundada por don Floro y las autoridades, a las que se les abrirían después oportunos expedientes, aunque luego quedasen todos enterrados, cuando menos consentida por ellos. Según este rumor, del que tampoco pudo probarse nada, Lobeiras habría sido recibido como un general en casa de la generala, anuncio de victorias sonadas, repartiendo promesas y adelantos, e incluso se afirmó que había habido favores muy especiales de la Portuguesa para con el infeliz, en parte porque así se agasaja a los príncipes que arriban victoriosos de sus campañas, y en parte porque en el corazón de la gallarda aún ardían los hemistiquios latinos que el susodicho había hecho públicos no tantos años antes. Si se saben sembrar, las palabras de amor nunca se olvidan del todo, incluso en los corazones más bravos, y el corazón de la favorita no era precisamente ruin, sino tierno y agradecido. Parece que tanto dispendio no le sentó demasiado bien al sargento Lamparillas. El sargento Lamparillas era un hombre templado, comprensivo con la condición de su enamorada, mucho más siendo ella la reina del serrallo, agasajada por el más señalado señorío de dentro y de fuera de la villa, no digamos las visitas que llegaban de Vigo y de Madrid. Pero también era un hombre, y un hombre uniformado, con galones de mando, y no es lo mismo un ingeniero de la capital o los compromisos del gobernador de la provincia, autoridades superiores al fin y al cabo, de las que incluso uno puede alabarse, que el arrebato de un redactor de coplas, maestro de clases particulares, recadero de partes, nazareno de amores por el mundo adelante, como todos sabían, por muy jaleado que viniese de sus amigos de la montaña, que estaba por ver en qué terminaba todo, y por mucho aire que se le diese en la casa, tanto por parte de la principal como de las pupilas, a las que tenía embobadas con sus palabras. Artes de clerecía. No le gustaron al sargento las atenciones de la gallarda al licenciado, repito, que según esta primera versión fueron bastante más que mimos y carantoñas, si no amplia sesión de cama, cuerpos trabados, relinchos y repeticiones varias, banderillas y vuelta al ruedo, con aplausos desde los palcos y saludos a la tribuna, según se contaba, y seguro que se exageraba; puestos a armar este tipo de fantasías, la gente deja libre la imaginación y disparata, y lo que es una broma o diversión inocente, a veces ni eso, acaba en sinfónica de banda desatada y cumplido trombón de varas. El caso es que, al decir de esta declaración de parte, el sargento Lamparillas se revolvió, se levantó de cascos, quiero decir, y allí empezó todo: movilizó las compañías de las minas, cuatro números, pero suficientes para armarla; y la armó, o al menos encendió el primer cohete, o la primera ración de pólvora, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo.
Debemos advertir, no obstante, que no hay fundamento alguno para la explicación de los hechos que acaban de apuntarse. Ni hay noticias de que la estancia de Lobeiras en la mansión de la Bella Romana pasase de agasajo cortés, propio del que se concede a una persona querida, parroquiano habitual, depósito de confidencias, que en los últimos tiempos incluso volvía a frecuentar la casa; ni mucho menos sabemos que en la noche de autos hubiese más excesos que los propios del lugar, y ni siquiera eso, pues las almas estaban ciertamente afligidas por lo que acontecía en los confines de la sierra, en la mesa de los lugueses, confiadas las fortunas a las artes del de Boullón, y no había cuerpo para otras fantasías. Nuestras noticias, de fuentes bastante más de fiar, cuentan que las señoras pupilas, con la Portuguesa al frente, más que en desahogos varios pasaron la noche rezando, devoción a san Antonio y santa Rita, y que rezando quedaban cuando por la mañana, a primera hora, Maquieira se presentó en la casa para recoger al licenciado y volver por los pasos de la montaña.
Ésta es una versión, aun con sus reservas, como acaba de apuntarse. Otra versión señala a los amigos de don Floro, si no al propio industrial, como precipitador de los hechos, según rodaron después las cosas y las declaraciones que se hicieron ante las autoridades. Don Floro, igual que los demás, estaba atrapado. Y aún más atrapados estaban los que con él andaban en las alturas del trato. Era mucho lo que se arriesgaba. Quizá alguien se atrevió a contarlo en la casa, por desahogarse, porque cuando el mundo aprieta uno tiene que buscar una salida para que la caldera no estalle: con la mujer, con un cuñado, incluso con un socio o un vecino, quién sabe, y de un vecino pasa a otro, que acaso también está en el asunto, y donde antes hubo locura de un lado surge la locura del lado contrario, y donde antes hubo ambición prende el pánico, y el miedo corre como la pólvora en el corazón de la montaña, que también corrió, como enseguida se verá, y la voz llega adonde no debería haber llegado, y una vez que arde la mecha ya no hay modo de pararla. Ésta es otra versión posible, de las varias que circularon, quizá para esconder la principal. Bien que supieron el cubano y sus amigos revolverlo todo cuando llegó el caso, dejando caer sospechas aquí y allá, avivando el fuego de una parte y de otra, para no dar cuenta de lo que se les pedía y a lo que se habían comprometido. Las versiones que podemos manejar vienen todas cruzadas. Tampoco faltaron los que volvieron los ojos hacia Maquieira, el chófer de punto encargado de conducir al licenciado de regreso a la montaña, por ejemplo. Aquí está la tercera o cuarta posibilidad. El Maquieira no era un mal tipo, pero andaba también en el negocio. ¿Quién no andaba en el negocio por aquel entonces? ¿Quién puede presumir de traer el corazón y las manos limpias? Cuando los vecinos vieron salir a Agustín Salgado de su casa aquel día de la derrota, con la mujer, madre de cuatro criaturas, deshecha en llanto a la puerta de las nuevas autoridades: no me lo llevéis, por misericordia; cuando Fuco Fariña se echó al monte y anunció la hora de la revolución, la hora de la altísima venganza; cuando empezó a arder el convento de las clarisas al otro lado del río y apareció el cuerpo sin vida del sacristán Vituquiño, con la saña de Queipó y los camisas nuevas cantando el «Cara al sol» por la avenida de los Catalanes; cuando Pancho Cibrán tuvo que saltar por encima de la cerca viendo cómo su tío o patrón les reventaba la cabeza una por una a las tres Marías, antes de que se las llevasen de casa; cuando decían que el mundo se deshacía, o parecía que se estaba deshaciendo y nada se libraba de la catástrofe, la mayoría de los supervivientes, pues de supervivientes estamos hablando, pactaron con la fatalidad, aceptaron sin rechistar la ley de los nuevos amos, guardaron su vergüenza en la profundidad de las arcas familiares, se cruzaban por la calle y ni se miraban, pues una vez que amainó la tempestad hubo que volver a levantar las casas, apuntalar las vigas, volver a sembrar la huerta, recomponer el cuerpo, porque la vida sigue, y tras unas leyes vienen otras, detrás de unas artes vienen otras artes, ¿quién puede presumir de conciencia limpia?, ¿quién puede decir que no volvió los ojos hacia otro lado?, ¿quién no apretó, llegado el momento, el gatillo contra sí mismo, contra su propia figura en el espejo, incapaz de fijar los ojos en ella? Maquieira no era diferente a otros, puestos a emitir juicios o a valorar terceras o cuartas versiones. Si cantó o no cantó en la casa, tampoco lo sabemos. Si le fue con la noticia a terceros, a pesar de la confianza que había puesto en él don Manoliño, nada podemos probar. Si en las horas que pasó en su domicilio, instalado Lobeiras en el sarao de la Bella Romana, antes de ir a buscarlo para regresar a la montaña, salió de su boca alguna confidencia que no debiera haber salido, algún desahogo, algún mal comentario por no sentirse igualmente agasajado, o por envidia, o por la ambición de querer también él estar en el negocio, que tampoco sabemos que no lo estuviese, nada cabe asegurar, fuera de las especulaciones que ya se han considerado.
Lo que sí sabemos es que el licenciado Lobeiras, por consejo y prudencia de don Floro, pasó la noche en casa de doña Hermitas. El homenaje que en ella recibiese está por ver y probarse, pero tampoco parece que fuese gran cosa, dado el estado de ánimo del maestro de pasantías. Sentado en la cama del cuarto que le habían asignado, alcoba en el primer piso no lejos de las atenciones de las pupilas, el secretario del administrador de la Leonesa, enviado especial con el encargo de levantar poderes y nuevos pagarés con los que afrontar el envite del Pasamundos, contempla su figura enjuta, extraviada en el espejo del tocador, testigo de tantos combates, no necesariamente de guerra, más bien batallas de amor y alguna que otra agonía, y se pregunta por el futuro de su condición. En la borrachera del licor café, don Manoliño de Muras lo había visto salir por el camino de hortensias, ataviado con el traje blanco y cargado de cartas hacia los muelles de Vigo. En la agonía de la espera, aguardando su regreso al Pozo de la Señora, los jugadores no pueden imaginárselo ahora en esta situación, sentado al borde de la cama, a medio desvestir, el cabello escaso, la mirada perdida en el fondo del espejo, como si contemplase su propio fantasma. Junto a la pared del cuarto hay dos sacas de tela y una cartera grande de cuero con el dinero fresco y los pagarés. Por si hubiese contratiempos o arranques inesperados, aunque la casa sea segura, don Floro ha ordenado pasar la llave por fuera, hasta que al día siguiente aparezca Maquieira para recogerlo con el coche de punto. No hay miedo, pues, ni a visitas ni a arrebatados desahogos. Ninguna razón tienen los que tales calumnias levantaron. Puede estar tranquilo el Lamparillas. La Portuguesa y las pupilas quedan en el saloncito rezando. Ni clientes reciben esa noche. «Lleva usted cuanto tenemos, señor licenciado. Todo está en sus manos», y algunas incluso se arrodillaban a besárselas, como si fuese el arzobispo de Santiago. Lobeiras se mira en el espejo y piensa en aquella otra vez, la última, en la pensión de Vigo, con la linda Rosaura echada a su lado: ella en el lecho, sus cabellos derramados por la almohada, y él sentado en el borde, igual que ahora, con la mirada extraviada también en el espejo, no éste, pero uno parecido. Piensa el licenciado en aquella despedida y en las palabras de la joven, como si el mundo se hubiese acabado de golpe: la confesión de las noches en la casa de la Leonesa, con la tía Felisa rezando en el cuarto mientras el capataz la buscaba, la furia de Martín García, los consejos de la vieja sobre cómo adaptarse a su nueva condición: criada o mantenida, «que habrá de ayudarnos a las dos, mi niña, después de sacarnos de aquel pozo de miserias», insistía la de las misas; la visita a las clases particulares, el mundo de los libros, el encanto de las poesías, muy principalmente las de amor, que tanto la conturbaban; aquella tarde de sábado cuando él la sacó de casa y la llevó a ver al moro de Mourente y le contó la historia de Omar Safaín, el sarraceno... Y las palabras que ella le espetó, mirándolo a los ojos, después del relato: «¿Y usted quién quiere ser, señor maestro, el moro o la Comadreja?».
Cuando a los pocos días corrió la noticia de la partida de Rosaura, que había dejado la casa de la Leonesa para según todas las versiones ir a trabajar en la conserva de Vigo, Lobeiras emprendió un viaje febril que habría de cambiarle la vida, nunca sabrá decir si hacia las alamedas del cielo, tal como lo había vislumbrado entre las hortensias el médico de Muras, o hacia las profundidades del infierno, donde ahora se sentía. Sentado al borde de la cama, en casa de doña Hermitas, candado por fuera por prevención de don Floro y a la espera de que pase la noche para emprender el regreso al Pozo de la Señora, revive una vez más, quién sabe cuántas van desde entonces, cada palabra, cada gesto, cada suspiro, cada roce de sus dedos contra aquella piel de nácar, cada ahogo, cada escalofrío que lo deshacía, como quien repasa segundo a segundo uno de aquellos filmes que solían ver juntos, Rosaura y él, en el Tamberlick, después de recogerla en la fábrica de conservas, que no era tal fábrica ni había tal conserva, enseguida se dio cuenta cuando dio al fin con el paradero de la chiquilla, no había tal conserva, sino la Estrella de las Cíes, cafetín de artistas a pie de puerto, cerca de la estación marítima, no demasiado ruin, tampoco ninguna maravilla, en el que la niña de la Gaiosa parece que trabajaba arreglando habitaciones y algo más en la cocina. Eso fue lo que le dijeron. Los artistas eran dos músicos del país: acordeón y clarinete, y una catalana de edad incierta que llevaba un montón de tiempo esperando para embarcarse a las Américas, Buenos Aires o Montevideo, y que había venido de Barcelona después de la guerra. Los parroquianos decían que se parecía a Libertad Lamarque cuando cantaba. Rosaura no sabía quién era Libertad Lamarque -tampoco el licenciado-, pero le gustaba verla cantar, espiándola desde detrás de las cortinas, igual que le gustaban las novelitas románticas que le prestaban en la casa, algunas de la propia artista, y las películas de Amparito Rivelles. Lobeiras iba a buscarla a primera hora de la tarde, después de que ella dejase recogida la cocina, principalmente los jueves y los sábados, y entonces tenían tres horas para estar juntos. A veces las ocupaban en las sesiones continuas del cine y otras dando paseos al pie del Castro. Algunas noches, cuando la casa se sentía generosa, incluso lo dejaban también a él escuchar la música de los artistas detrás de la cortina, los tangos de la catalana, que le ponía mucho sentimiento. En el salón no. El salón era para el señorío. Pero Rosaura nunca hablaba de cómo ni por qué había dejado la villa, la casa de la Leonesa, las clases particulares, y tampoco de otras faenas en la Estrella de las Cíes, ni de otras visitas, que también las había. De eso el licenciado fue percatándose poco a poco y muy lentamente, con mucha insistencia por su parte, y con mucha paciencia, tanta como para instalarse primero en una pensión y luego tomar todas las semanas el coche de línea de las rías sólo para estar con ella, con Rosaura. Y tampoco la muchacha le preguntó nunca por qué estaba él allí.