Segunda jornada
-ENTRÉ en los negocios porque no tenía otra opción: o eso o nada, y tiene usted que entender que mi padre todavía estaba en casa, mirando hacia aquella pared, que esto fue dos o tres años antes de su muerte. Pasé algún tiempo ocupándome de él, mientras lo tuve vivo, o de cuerpo presente, no sé, obligada a plantarle cara a la desgracia para que no se diese cuenta de lo que sucedía. Pero al final entré en los negocios, claro que entré en los negocios, y lo hice de la mano de don Floro. ¿Con quién si no? No voy a darle cuentas ni de los tratos ni de las operaciones. Los negocios son negocios, no obras de caridad. Para empezar, y tan pronto como fui capaz de medir las dimensiones reales de la ruina, me puse al frente de la tarea, ya sabe lo que se dice en estos casos: amarrada al timón del barco. La cara la ponía mi esposo, porque era el modo que entonces había de hacer las cosas, pero los negocios los llevaba yo. Nada se movía sin mi consentimiento. Nada. El Primitivo, que era como le llamaban todos, vaya por Dios, seguía viviendo bien, nunca le faltó un duro en la cartera, ni con qué presumir con sus fulanas, que fue lo que siempre le gustó, en estos asuntos yo prefería mirar hacia otro lado, lo había hecho antes y no iba a dejar de hacerlo ahora; tampoco le faltaron nunca traje nuevo y corbata de seda a la hora de corresponder o alternar con el señorío. Seguía siendo mi marido, mi hombre, por lo menos ante la gente, y la gente contaba, vaya si contaba. Ya le hablé antes de las ratas. Pero no las de los desvanes. Las veía correr por las calles cada vez que salía de casa por las mañanas, escondidas en los soportales, trepando por las paredes, acechando desde las ventanas. Bien sé que no debería hablar así, ha pasado mucho tiempo, pero ya le dije que no soy una hipócrita, ni voy a disimular ahora la herida que llevo dentro. Primitivo seguía siendo mi marido. Pero después de los sucesos del Pasamundos las cosas cambiaron radicalmente. Cada uno en su sitio. Los negocios los llevaba yo, papel por papel, cuenta por cuenta. No corría un aire sin que yo lo autorizase. Ése fue el trato entre nosotros, o la advertencia. En el entierro de mi padre, don Floro se acercó a saludarme con mucho respeto, como a una señora, que nunca dejé de serlo, y me dijo: «Amalia, podemos hacer mucho juntos». Pero yo lo paré, se lo digo así. Lo vi venir y lo paré en seco. Con treinta y tres años tenía usted que verme. Debía de pensar, el viejo carcamal, que podía hacer conmigo lo que había hecho con otras. «Voy a pagarle hasta la última peseta, don Floro», le advertí. «Voy a pagárselo todo sin que falte nada. Pero los negocios son los negocios, y estamos hablando de negocios.» Tenía el corazón deshecho ante el ataúd de mi padre, de cuerpo presente, pero se lo espeté así, porque lo único que me quedaba era la decencia y la dignidad, y eso no quería perderlo, antes me hubiese matado.
-Y entró usted en los negocios...
-Entré en los negocios. Y tengo mano para ellos, ¿qué quiere que le diga?, bastante más que Serrano, desde luego, y más que muchos de los que entonces se pavoneaban de llevar todos los triunfos en el bolsillo. En cierta manera fue un descubrimiento. Liberada de los cuidados a mi difunto padre, puesto que Dios había decidido al fin llamarlo a su lado, me apliqué a mis nuevos menesteres: principalmente porque la deuda apuraba y los dientes de la raposa no se alejaban del gallinero, pero también porque, una vez que pruebas el mando, el mando marca, y entonces descubrí que a mí me gusta mandar, o por lo menos que no estaba dispuesta a que nadie volviese a mandar sobre mí nunca más, no digamos la miseria de hombre con el que me había casado. Ya le digo que él figuraba, pero las disposiciones eran mías. Don Floro lo entendió desde el primer día: que si quería negocio no había mujer, y que si quería mujer, conmigo lo llevaba claro. No tengo ni que decir que lo que sobran en este mundo son mujeres. Entonces el wolfram aún lo revolucionaba todo y las minas seguían trabajando. Pero cada vez menos. La Leonesa había traído un nuevo administrador, de fuera del país, después de que prescindieran de Martín García, o fue él quien se marchó, no lo sé, porque durante un tiempo siguió rondando al Primitivo, cuando vio que Primitivo continuaba entendiéndose con don Floro, o que don Floro no lo castigaba, como lo castigó a él, obligándolo al destierro. [...] Lo mandó a La Carolina. ¿Sabe usted dónde queda La Carolina? ¡Al otro lado del mundo! No sé lo que allí se da ni me importa, pero fue muy sonada la noticia: que Martín García ya no llevaba la Leonesa, que había venido otro capitán, por así decir, para levantar papeles, repasar las cuentas, a ponerlo todo patas arriba; hasta a don Floro lo llamaron a declarar, o para informar del caso, porque la cosa dicen que venía de arriba, y también al secretario del gobierno civil, y bastante gente del Ayuntamiento, y varios directores de bancos. Fue muy sonada la marcha de Martín García, «empapelado», decían, y yo le advertí al mío, hacía años que dormíamos en camas separadas: «Si te vuelvo a ver con ese desgraciado se te acaba la fiesta, oye bien lo que te digo porque no voy a repetírtelo: cierro el grifo y ya puedes buscar quien te guíe, que no vuelves a entrar por esa puerta». Lo cogió a la primera, el cabronazo, no era estúpido. Los hombres para estas cosas tienen instinto, saben cuándo hay ley y cuándo no la hay. [...] Pero yo sentía que me ahogaba. Me ahogaba el mundo y me ahogaba el aire que respiraba. Casi ni podía salir a la calle, miraba a la gente y me entraban ganas de llorar, o de matarme, era una locura, por la rabia que me entraba y por el asco, por la angustia que sentía. Era como si se me pusiese una garra en la garganta y me estrangulase. A veces venían a verme mis cuñados y me decían: ¿qué te pasa?, ¿qué te falta?, pero entonces era aún peor, la angustia y la repugnancia eran todavía más grandes. Ahora bien, igual que digo una cosa también digo la otra: fue una época de meter mucho dinero en el cajón. Otros quizá no, pero yo hice mucho dinero. Cierto que la mayor parte se la llevaba don Floro, que nos tenía cogidos por las deudas y la mala hora del Pasamundos, que aunque quisiera apartarla del pensamiento no podía, bien que se encargaba el viejo de recordármela cada vez que repasábamos las cuentas del capital y los réditos, siempre a principios de mes. Pero corrió mucho dinero... Sin dejar el asunto del mineral, don Floro entró en la construcción, y algo me tocó igualmente de los nuevos negocios, sobre todo cuando necesitaba testaferros, gente para poner por delante en las pujas y en las contratas oficiales. Unas veces iba yo y otras veces Primitivo. Y en alguna ocasión los dos. Entonces fue cuando levantó las casas de la Sindical, donde antes había estado la Banda del Río; y movió todo el asunto de la Gaiosa, después de que se hicieran nuevos repartos y echara a Martín García de la Leonesa, que parece que le estorbaba, y empezó a trabajar en las contratas de Vigo, y en el norte de Portugal, y en las Canarias, y en la costa de Andalucía... Lo de tocar las Américas fue cosa mía, porque una, al fin y al cabo, aprende y sabe ver lo que hacen los demás. [...] Yo tenía aquí algunos parientes, ¿quién no tiene media vida por estos mundos?, o a lo mejor es que llevaba ya dentro esa intención. A finales de los años cuarenta y en los cincuenta se marchó un montón de gente para las Américas, no tanto a Uruguay y Argentina, que también, sino a Venezuela, que andaba con el petróleo pujante y estaba haciendo el país. ¡Cuánto pan ha dado esta tierra! En aquella época mandaba mucho Betancourt, y el presidente Pérez. En el 63 ganó las elecciones Leoni. Es verdad que la cosa andaba un poco revuelta, pero nunca ha llovido que no escampase, la política no me interesa ni la entiendo, jamás he querido saber de ella, bastante tuve con lo de allá, igual me valen unos que los otros, pero si sabes mover las piezas, la máquina responde. En el 64 me decidí de una vez por todas y levanté el campamento. ¡Quince años! Nunca me he arrepentido.
-Y escogió Venezuela.
-Porque era donde más empuje había, y había hecho algunas amistades con el negocio del mineral. Porque yo también anduve en el mineral, como anduvieron todos, a veces arañando cortezas y a veces más [...]. Llegué en el 64 sin decirle nada a nadie. A nadie de aquella parte del mundo, quiero decir, pues algunas cosas ya las tenía preparadas aquí. Casi dos años me llevó arreglar los papeles, con mucho secreto, con muchísimo disimulo. No se hace lo que yo hice a la vista de la gente, ni tenía tampoco en quién confiar, a no ser en mi entendimiento. Llegué en el 64 y enviudé en el 66. Dos años después de mi viaje a Caracas, que hice en un pasaje de segunda a bordo del Guadalupe; en el Montserrat no, el Montserrat hacía más bien la línea del norte, hacia Veracruz y Nueva York; el Montserrat y también el Begoña, lo recuerdo bien; yo vine en el Guadalupe, debió de ser una de las últimas travesías que hizo el paquebote, bastante destartalado por cierto, pero era lo que había; dos años después de mi llegada alguien me vino con la noticia de que Pico Serrano, mi marido, se había quitado la vida en una pensión de Vigo. No lo sentí. Le soy muy sincera. Tampoco digo que me alegrase, que no soy mujer de desearle mal a nadie. Pero no lo sentí. Y preferí no saber los detalles. Lo que pasó pasó. La vida hay que verla siempre hacia delante. Enviudé en el 66 y volví a casarme en el 69, tres años después. Llegaba Rafael Caldera a la presidencia de la República: su primer mandato, que duró hasta el 74. Ya ve que para estas cosas todavía tengo memoria. Memoria de las fechas y memoria de los personajes. Era un buen tipo el Caldera. Ahora lo tiene más difícil, quizá porque las segundas partes nunca fueron buenas. Caldera mandó en el país desde el 69 hasta el 74, cuando llegó Carlos Andrés Pérez, y ha vuelto esta vez, en febrero del 94, con gente nueva y nuevas alianzas. No lleva ni tres años. Ojalá pueda enderezar los destrozos que le han dejado. Pero este país no es fácil de gobernar. Hay muchos intereses cruzados: los que vemos y los que no se dejan ver. Demasiadas manos agitando el arbolito. Ya le he dicho que la política ni me interesa ni la entiendo, pero de Caldera no tengo mal recuerdo. Me refiero al primer Caldera. Se hicieron muy buenos negocios en aquella época, aunque hay gente que tiene la memoria frágil y, después de que han pasado las cosas, recuerda lo que quiere recordar. Pero para mí fue muy buena época. Se lo digo como lo siento. La primera de Rafael Caldera... Mi apellido de ahora, Villegas, es de mi segundo marido: industrial de la construcción, a quien conocí poco después de llegar a estas tierras [...]. Me ayudó mucho a dar los primeros pasos. Era un hombre leal. Nos hicimos socios de la Hermandad. ¿Conoce usted la Hermandad? La Hermandad Gallega, en la avenida Augusto César Sandino, esquina Andrés Bello, en Maripérez... Quizá anda ahora algo mustia, pero entonces estaba en uno de sus mejores momentos. Algunas de las grandes fortunas de Caracas se hicieron allí, puede creerme. Antes era el club Casablanca. Los sábados por la noche daban baile. Los domingos, sesión vermouth. Es un bonito lugar, lleno de árboles, donde se juntaba toda la gente de la Tierra, con la familia, los hijos, los amigos. En realidad quien era socio, antes que yo, era Ignacio, el que luego sería mi marido. Fue él quien me metió entre aquella gente. Él no era del país, había nacido en Caracas, hijo de aragoneses, pero era socio de la Hermandad, que se había creado en el año 60, más o menos, y que tenía fama de ser la sociedad que reunía mayor número de gallegos en la diáspora, muchos de ellos con capital, y con influencias, bastante más fuerte que las sociedades de Buenos Aires, que dicen que tienen más nombre, tal vez porque son más antiguas, aunque yo no las conozco. La Hermandad sí. La Hermandad Gallega la conozco bien. Ahora ya no la frecuento. Desde que murió mi segundo marido, en el 81, apenas he vuelto a pisarla, pero antes íbamos mucho, casi todos los sábados. Era un lugar muy bonito, ya le digo. Supongo que lo sigue siendo. Y aún más desde que incorporaron la sede de Valle Fresco, a cuarenta kilómetros de la capital, donde se armaban aquellas fiestas de antes, aquellas romerías, que parecía que estabas en la Tierra, excepto por el calor... Ignacio murió de un infarto, una parada cardíaca, sin avisar, que lo dejó desencajado en medio del comedor, ahí, donde está usted ahora. No se asuste. Usted aún es joven. Él tenía setenta y tres años cuando le dio, iba para setenta y cuatro. No era un muchacho, pero se conservaba muy bien, era muy animoso. Ahora estoy sola. Tengo a Engracia, que vive conmigo desde entonces, y una asistenta que viene por horas. La casa es muy grande, como puede ver [...]. Con Ignacio me sentía bien, nos gustábamos el uno al otro, quizá no como los jóvenes, que no teníamos ya edad para eso, pero nos llevábamos bien. Era once años mayor que yo: muy buena gente, prudente, respetuoso, nunca una palabra de más, nunca una palabra más alta que otra... No es que haga comparaciones, pero nada que ver con lo anterior. Sería bonito haber llegado juntos a viejos. Pero la vida no la pintamos nosotros, nos la pintan desde fuera, supongo que Dios Nuestro Señor, que es quien determina estas cosas. Yo no creo en los curas. Renegué de ellos desde que vi lo que vi: aquellas tragedias que consintieron, ¡y que bendijeron!, desfilando por la calles de Vilanova delante de los señoritos de la Falange; aquellos cataclismos con los que nos aterrorizaba don Teodoro desde el púlpito de la Colegiata; aquellas agonías... ¿Le han contado la historia de la Carta del Fin del Mundo? Parece que la tenían escondida las monjas en cierto lugar secreto, dentro del convento, y el tal don Teodoro amenazaba todos los domingos con abrirla, que era lo mismo que anunciar la hecatombe, la aniquilación total, si los vilanoveses no denunciaban dónde andaba escondido el tal Fuco Fariña, también llamado el Anticristo. Yo era una niña, como le he contado, pero soñaba por las noches con Fuco Fariña, que subía por la pared de mi casa, negro como un tizón, los ojos encendidos como ascuas, dientes de rape, el cuerpo lleno de escamas. Así es como yo lo veía. Tenía una hermana en el convento, de novicia con las clarisas, creo que también le he hablado de ella: sor Magdalena, que era una santa, otra paloma inocente, qué sé yo cuántas diabluras le hicieron a la pobre, empezando por el cura... Parece que el tal Fariña venía armando un ejército en las rías, pero tan pronto como empezó la guerra fueron empujándolo hacia el interior y se dice que acabó cayendo a mediados de los cuarenta en la raya de Portugal, en un enfrentamiento con la Guardia Civil. Eso dijeron. Pero nunca vimos su cuerpo, como hicieron con otros, que cuando caía alguno, enseguida lo paseaban por el medio de la villa para escarmiento general, que eso era algo que nunca me gustó que hiciesen: aquella manera de pasear a los muertos, como alimañas, aunque fueran enemigos. No estaba en la religión. Me lo decía mi padre, al principio, cuando empezaron aquellas cosas. «No está en la religión, ni en la ley de Nuestro Señor.» Pero los curas andaban de por medio. Y con los curas, las gentes de Santiago, y de Pontevedra. De la pobre Magdalena de los Siete Clavos nunca más tuvimos noticias, después del desastre del convento, cuando le prendieron fuego, jamás se llegó a saber quién lo hizo, por más que todos sabían de la revolución que andaba desatada por el mundo. No creo en los curas. Entonces fue cuando perdí la fe en ellos. Entre unos y otros hicieron de la vida un infierno. Pero Dios es otra cosa. Alguna justicia tendrá que haber, llegado el momento, para que nos ponga a cada uno en su sitio. Ya me dirá si no para qué estamos aquí. ¿Qué más puedo decirle? [...]. Usted quiere saber de lo del Pasamundos. Tiene que perdonar que una vieja como yo le enrede con todos estos cuentos. Ya le he dicho que si hubiese venido diez o quince años antes, quizá ni lo habría recibido. Aquello ya pasó. Hace mucho tiempo que lo enterré para siempre. Mirar atrás es perder el tiempo, y yo ya no tengo mucho, como puede suponer. Pero tampoco tengo mucha gente con la que hablar, aparte de Engracia, que ya nos lo sabemos todo la una de la otra, y le agradezco las visitas. Es usted un hombre considerado, y podría ser mi hijo. No sé qué puede interesarle de aquellos días remotos, pero tampoco tengo nada que esconder, y si alguna vez lo tuve, fue por vergüenza, por la humillación que pasé, no por otra clase de culpa [...]. Del suceso del Pasamundos se contaron muchas cosas, como le expliqué el primer día. No todas ciertas, muchas imaginadas, y los papeles, como también le dije, poco han de ayudar: las autoridades de la época lo ocultaron todo. Sé que había una familia en la parada del río, en el lugar que llaman el Pozo de la Señora, de los tiempos antiguos, que decían que era un matrimonio mayor con una hija algo retrasada. Desgraciados. Se lo quemaron todo. Cuando se presentó la Guardia Civil ya no quedaba nada: cuatro paredes, los aperos y los animales del establo dispersados por el monte. Pero había gente gorda en el asunto, gente importante. De eso sí que puedo dar fe, y quizá usted también lo sabe. Entonces corría mucho dinero. No para los pobres, que nunca lo han tenido, pero el mineral daba para mucho vicio. Venía gente de Vigo, gente de Santiago, gente principal de Madrid... ¿Qué quiere que le diga? Mi marido, Serrano, fue uno de los que organizaron el asunto. Andaba metido en todo, como le he contado, picaba en todos los negocios, unos salían bien y otros no, pero el wolfram era a lo que más apostaba. Si tenías buenas agarraderas, podías hacerte rico en cuatro días. Algunos lo consiguieron, doy fe. Serrano era de los menos temerosos. Un echado para delante. Después no, que andaba con el rabo entre las piernas. Pero en aquellos primeros días era muy osado. Recuerdo que cuando nos conocimos y entró en casa por primera vez, plantó encima de la mesa un fajo de billetes, que venía de cerrar un negocio en las sierras, y anunció: «Voy a hacer de ti una reina». Era lo que todos decían, a poco que rapiñaban algún botín. Su amigo, Martín García, también era así, siempre con aquello en la boca: «Voy a hacer de ti una reina». Y yo, una tonta, una ignorante, una pobre criatura de Dios, no veía más que por sus ojos. Veintidós años. ¿Qué sabe una del mundo con veintidós años, enterrada en aquellas lejanías? De los contactos con la gente de la capital y con los peces gordos de la provincia se encargaba don Floro, de quien ya le he hablado. Se corrió la voz de que las gentes de la montaña, gente brava de Lugo, decían, traficantes de ganado y amigos de la superioridad, preparaban una partida de cartas. El juego era otra de nuestras desgracias. En realidad, la desgracia mayor fue siempre el dinero: el mal reparto del dinero, tan poco para unos y tan sobrado para otros. Era mucho dinero el que movía el infierno del mineral, con las laderas del Confurco y de la Gaiosa produciendo a destajo a las puertas de casa, como quien dice, por no hablar de otras: en Fontao, en Silleda, en Lousame, en Santa Comba, toda la tierra agujereada por el demonio del wolfram, que embarcaban en Carril y Vilagarcía, y pasaban luego por la raya de Portugal, con una compañía de ingleses que, después de la guerra, trabajaba desde Santiago. En fin, todo esto supongo que ya lo sabe. El caso es que se corrió la voz de una de aquellas partidas, como las que se libraban en el casino de Noia, que tenían mucha fama, pero aún más grande, mucho más poderosa. Por aquel entonces Primitivo andaba a lo suyo. Aparecía por casa cuando aparecía. Lo nuestro ya no funcionaba. Aún no sé cómo fui capaz de soportar tanto. Pero qué iba a hacer entonces, con mi padre enfermo, mirando de continuo hacia aquella pared, que aún parece que lo estoy viendo, Dios lo tenga en su gloria. ¿No quiere otro café? ¿Otro whisky...? [...] Vayamos al caso. Con mi marido andaba también Martín García, el administrador de la Leonesa, la más fuerte de las compañías del mineral, que explotaba los pozos de la Gaiosa. Era un auténtico animal. Daba miedo mirarle la cara, Dios me perdone, toda llena de vejigas, muy estirado él, muy tieso, muy dado a mandar. De eso sí que sabía. Decía la gente que se había hecho rico con las tierras que le había arramblado a una sobrina, hija de una hermana suya, que se las arrebató en el lecho de muerte a la desgraciada. Las cosas se hacían así, a las bravas. El que tenía, tenía, y el que no tenía, apechugaba. El tal García y mi marido andaban siempre juntos. También aquel otro desgraciado, Lobeiras, que le llevaba las cuentas al administrador. La historia, que algunos tenían por muy graciosa, resulta bastante triste, pero da una idea de cómo era aquel mundo y aquella gente. Por lo visto Martín García, al que también conocían por el de Lombados, el Herrero de Lombados, no sé muy bien por qué, quizá por las vejigas, se llevó a la sobrina a vivir con él: a la sobrina y a una tía mayor, que al parecer vivía también en la aldea; y a la sobrina, una infeliz que andaba por los diecisiete o dieciocho años, pero que nunca había salido de aquellos prados, la puso de querida primero en su propia casa, con la tía delante, y después, por disimular, o porque ya no sabía qué hacer con ella, en una pensión de Vigo, en un cafetín de artistas, donde la visitaba. De eso sí que se habló. A Martín García le gustaba ir por el mundo avasallando, y el mundo se dejaba avasallar por él. Era mucha la ambición que tenía. No sé cuál de los dos, pero entre el Primitivo y el de Lombados organizaron la zapatiesta. Tampoco era la primera vez que en la parada del Pasamundos, muy retirada, se organizaban estas cosas. Una partida de cartas. Una verdadera fortuna, según se contó después. Don Floro andaba en el negocio. La deuda que tuvimos que pagar, en la que empeñamos cuanto teníamos y que sirvió para abrirme los ojos, también es verdad, fue principalmente con don Floro. Los pagarés, los avales, el crédito de las apuestas que se hicieron, la mayor parte de ellas delegadas, mucho dinero del común, mucho dinero de la gente de la conserva y del capital de las rías, de la banca de Vigo y del alto señorío, todo venía de la mano de don Floro. De don Floro y de sus amigos, que picaban alto. Eso fue lo que tuvimos después que pagar nosotros, peseta por peseta, letra por letra, con usura y sin perdonarnos un céntimo. Lo del Pasamundos fue una desgracia. Nunca apareció el dinero. Yo sé lo que sé, tampoco puedo aclararle mucho [...]. Hay varias versiones. Una, que se lo llevaron ellos, los jugadores, aquellos sinvergüenzas, gente sin escrúpulos que era la que allí se había juntado. Levantaron la partida y arramblaron con el dinero. Pero si fue así, ¿qué provecho pudo sacarle el Primitivo, que era uno de ellos? Tendría usted que haberlo visto aparecer por la puerta cuando regresó, como un alma en pena. No. Yo no creí nunca en esa versión. No habríamos pasado las que después pasamos [...]. Otra versión es que entraron terceros. Estas cosas se sabían. Todo el mundo las sabía. Aunque se lleven con mucho secreto, se saben, porque hay mucha gente en el asunto. Dicen que hubo una traición, alguien que se fue de la lengua. Una vez reunido el capital, que entonces era así, con todo el dinero encima de la mesa, entraron terceros. Ésta es la versión a la que doy más crédito. También es la versión oficial, si es que podemos hablar de esto: la que más circuló entre la gente, quiero decir, incluidas las altas esferas, y la que explica también lo de los muertos. Porque sabrá que hubo muertos.
-¿Qué muertos?
-¿Entonces no lo sabe? Pues ya me dirá usted qué puede contarle esta vieja. Dos muertos. Cuando la guerra, que fue una desgracia muy grande entre nosotros, ya le digo, quedó mucha gente perdida por el monte: las partidas de Fariña, de las que ya le he hablado, aunque de Fariña nunca más se supo, como también le dije, después del caso del convento de las clarisas. Pero había mucha gente brava echada al monte. Gente sin ley. Andaban a lo que podían. La Guardia Civil los acosaba constantemente. Dicen que unas horas antes, no sé si la noche anterior, hubo un incendio en los pozos de la Gaiosa, y que, aprovechando la confusión, se habían escapado algunos presos. Una parte de los operarios del mineral era entonces carne de presidio que cumplía condena, algunos de cuando la guerra, otros comunes, pero también gente de las partidas. Éstos eran los más peligrosos, porque estaban organizados, andaban juntos, obedecían a unos jefes. Le hablo de lo que entonces se decía. Ya sé que ahora las cosas se ven de otra manera. Pero entonces eran así. Hubo un enfrentamiento con la Guardia Civil. Cayeron dos. Eso sí que salió en los periódicos, aunque explicado de modo distinto. Y aquí está la tercera versión, la última, que no sé si es la acertada o no, pero que yo se la cuento como la sé. El dinero no se lo llevaron los presidiarios, en el caso de que fuesen ellos los que asaltaron la del Pasamundos y le prendiesen fuego a la casa, sino la propia Benemérita, mandada por don Floro y el gobernador civil de la provincia, y si no la Benemérita, algunos muy próximos, que sabían lo que sabían, con lo que el provecho fue doble: el capital que levantaron en la funesta partida, que por ser a escondidas nadie iba a reclamar, y el que después cobraron de nosotros, los desgraciados, que tuvimos que reponer cada duro, cada peseta, ¡quince años trabajando para aquellos sacamantecas! No digo que sea ésta la buena, pero es la tercera versión: el dinero entró en la de don Floro y sus amigos por la puerta de atrás, por la rebotica; lo lucieron primero por delante y volvieron a guardárselo por detrás, como quien dice, y los desgraciados que allá se juntaron: mi marido, Martín García, aquellos pobres de don Manoliño de Muras y Salgado de las Agonías, títeres de feria, pagaron muy cara la faena, vaya que sí, ellos y sus familias. ¡Quince años de purgatorio! Se me pone mal cuerpo al recordarlo. ¿Quién podía demostrarlo? Los periódicos hablaron de dos huidos: dos dejados de la mano de Dios, uno de ellos del lugar, un mozote de la propia Gaiosa, de la casa de Amaral, que dicen que cumplía condena en las minas y que fue uno de los que se fugó la noche del incendio, y otro de la parte de Tierra de Montes, que le decían de la banda de Benitiño Silva, otra como la del susodicho Fariña, igualmente. La noticia que dieron los periódicos, y que yo leí, aunque poco recuerdo, decía que habían caído en un enfrentamiento con la Guardia Civil por aquella parte de la sierra, sin concretar más [...]. Pudo ser una cosa o la otra, o las dos, ¿quién sabe? El caso es que el dinero nunca apareció.
-¿Y no se le ocurrió pensar que aún podría haber otra versión? -sugiero.
-¿Otra?
-Una cuarta versión...
Se queda parada, doña Amalia. Durante unos segundos, que para ella es mucho tiempo, tan habladora como es, la señora de Villegas, antes señora de Serrano, según ya sabemos, permanece en silencio. Acerca la taza a los labios. La ceremonia la conozco bien. Engracia, la otra mujer que vive en la casa, sirve el café: café de la tierra, el mejor café del mundo, se pongan como se pongan los colombianos, los brasileños, los de la Guayana o los propios turcos, café hecho como se hacían antes los cafés, no como se hacen ahora, cargados de agua y recalentados, cosa de los yanquis, que aunque vengan directos de la máquina saben a rancio.
Engracia sirve el café en un juego de porcelana inglesa decorado a mano, con muchas flores y filigranas doradas, muy translúcido, muy refinado, también de importación. Según me contó en nuestra primera cita, había sido un regalo de su segundo marido, en uno de sus aniversarios de boda, porque ella, la Villegas, era muy cafetera, siempre lo había sido, se moría por aquel aroma tostado, tan distinto de la achicoria miserable del país, recuerdo de los años del hambre, e incluso de los de menos hambre, achicoria peleona, mientras Serrano, su primer marido, andaba por las angosturas de Guillarei pasando camiones desde el otro lado de la frontera.
Engracia pone dos pocillos en la mesa. Una mesa baja, de confidencias, alrededor de la cual nos acomodamos. Pone Engracia los pocillos y sirve dos cafés humeantes, olorosos: uno para la señora y otro para mí. Sin azúcar. Cuando se da cuenta de que no hay azucarero para servirme, doña Amalia se deshace en disculpas, porque ella siempre lo ha tomado solo, como le explicó su Ignacio que había que tomarlo: el café negro, sin leche y sin azúcar, nada que esconda su aroma, «mucho menos aquellas gotas que le ponían en la Tierra, aguardiente del país, que aquí siguen haciendo lo mismo, con ron o con whisky, hábitos de taberna». El café solo, oscuro y luminoso. Una tacita para mí y otra igual para ella. Pero ella no lo saborea. Lo acerca a la nariz y aspira el aroma, nada más.
-Es lo que me queda -sonríe, antes de volver a posarlo intacto sobre la mesa.
Tiene una mirada luminosa doña Amalia, igual que el café. Con ochenta años, que pronto llegarán, lleva aún la alegría en los ojos, que parecen azabaches. Debió de ser una mujer muy hermosa. Lo sigue siendo. La luz de las rías produce a veces estos efectos en algunas mujeres de la Tierra. Hermosa y recia de carácter, mucho más después de pasar lo que pasó, lo que sin duda debió de hacerla aún más seductora. Entiendo bien que Serrano se pegase un tiro, aunque quizá no fuera por eso, no lo sé. Pero esta vez acerca el pocillo a los labios, besa ligeramente la bebida, como un gesto automático, y la aparta.
-¿Otra versión? -repite, mirándome a los ojos.
Y entonces me doy cuenta de que acabo de poner el dedo en la llaga, sin querer. No tengo tal versión, ni la imagino, no la había imaginado hasta este momento, quiero decir, hasta que ella ha destapado las suyas. Pero si hubo terceros, que parece que los hubo, y si hubo asalto en la del Pasamundos, que también sucedió, y si hubo muertos, entre ellos Pancho Cibrán, según debo deducir de la información que la señora acaba de facilitarme, incluso sin tener ella noticias anteriores del personaje, también pudo haber otras cosas: la intervención de la Guardia Civil, los movimientos del sargento Lamparillas a la puerta de la alcoba de la Portuguesa, el teléfono de la gobernación, la noche en blanco del licenciado Lobeiras aguardando por el auto de Maquieira... La versión de don Floro no se puede desechar. Pero pudo haber aún más: que no hubiesen levantado el dinero ellos, los jugadores, sino una parte de ellos, ¿por qué no? ¿Qué sabemos de los lugueses, por ejemplo: don Arturito y los suyos, incluido el Santiso, que pegó la patada a la mesa, con la manta zamorana cargada de pesos de plata? ¿Iban a escabullirse porque sí, sin reclamar la parte que les correspondía? ¿Y el de Boullón? ¿Qué sabemos del de Boullón, el capitán de los vilanoveses, Siete al Caballo, el vencedor? ¿Y de la niña Rosaura? ¿Vamos a dejarla fuera? ¿Adónde fue exactamente Lobeiras cuando en lo alto de la sierra decidió mudar de intención y le espetó a Maquieira: «Volvemos a casa. Aquí no se nos ha perdido nada». ¿A qué casa podían volver en aquellas circunstancias?