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QUEDAN el Herrero de Lombados, Martín García, y el licenciado Lobeiras.

Ya hablaremos luego del de Boullón.

Martín García no era herrero, ni de Lombados, sino capataz de minas. Lo de herrero le venía del padre y del abuelo, que tenían el mismo oficio. Lo de Lombados no se sabe. Quizá la explicación sea parecida, cosa de familia, gente de la sierra, o que alguna vez vino de la sierra para acampar en las rías, igual que el Serrano. Aunque el caso de Martín García era distinto, porque él ya era de aquí. Si no de las playas, ni de la Galera, tampoco de la plaza de Santa Cruz, sí de la parte que dicen de la Camposa, que eran los pasos que bajan del Alba y del Al-mofrei. Bajan o suben, según se haga el camino. Por entonces, para los vilanoveses el mundo se dividía en dos mitades: lo que sucedía alrededor o intramuros de la villa y todo lo demás. Lo demás lo mismo podía llegar a Madrid que hasta Buenos Aires. La frontera que separaba ambas partes la establecía el puente de Santiago. Martín García era de casa, pero al mismo tiempo no lo era, venía de fuera, del otro lado del puente, que era como decir de la aldea, para algunos el principio de las sierras, para otros los confines del mundo. Ser del otro lado del puente era como ser de la montaña. Aunque luego los que decían de la montaña fuesen los que mandaban. Territorio confuso, como se puede ver, al igual que confusos son los orígenes del personaje, del que sabemos más por los hechos y por la parte que le toca en la presente historia, que no es poca, que por antecedentes de otra clase. Pero era así. La gente lo conocía o por Martín García o por el de Lombados y el antiguo oficio de la forja. De jovenzuelo se decía que había andado en aquellos trabajos, y que le daba maña al yunque, debemos suponer que también a otras tareas.

Traía la cara picada de vejigas. Unos decían que a causa de las viruelas, que le habían entrado de niño y no las había curado del todo. Otros que por las chispas del hierro, que le habían saltado de repente y le dejaron señal. O por un salivazo de metralla, en el frente de Asturias. De las tres razones posibles, la tercera era la más difícil de defender, por mucho que al de Lombados le gustasen las medallas, que le gustaban. Cuando movilizaron su quinta, que fue de las primeras, la suerte empezó a correr de su lado. Un tipo con suerte, así era como lo consideraba la gente. Ambicioso y con suerte. Cierto que la suerte hay que trabajarla, pero hay a quien el viento le viene de través y hay a quien le nace de cara. Tres años metido en el infierno y ni en una sola ocasión bajó a las trincheras, jamás tuvo que levantar una mina, ni se abocó en ninguna zanja acorralado por el enemigo, hurón de retaguardia, acostumbrado a los laberintos de la rapiña y el escaqueo, además del estraperlo. La ambición le venía dada. Los pobres también tienen derecho a sobrevivir, y el de Lombados aprendió deprisa. No era poco mérito volver entero de semejante zapatiesta. En el frente de Guadalajara enganchó con un capitán de regulares, un tal Taboada, acostumbrado a arrear mohamés en África, destinado entonces en el cuerpo de intendencia, y con él hizo carrera. Tráfico de harinas. Coñac revientaparapetos. Por lo visto, le venía de entonces el trato con el Serrano, enredados los dos en alguna parte de aquellos extramundos. Pudiera ser. La Cruzada, como gustaba don Teodoro llamar a lo que para tantos fue desastre, cataclismo y carnicería, los sacó de la montaña y los bajó al valle, como bajan las vacadas a los pastos tiernos, e hizo de ellos unos hombres, a los dos: Martín García y el Serrano. Qué clase de hombres está por ver, pero al contrario que otros, que se amilanaron, la furia de la batalla los alzó como gavilanes, acostumbrados desde entonces a volar con las garras hacia fuera. Pudo ser mayor la desgracia. Hubo quien nunca regresó, o regresó despellejado. El tal capitán Taboada iba y venía, subía y bajaba, cargaba y descargaba, y el de Lombados aprendió las cinco reglas básicas: en primer lugar, a sobrevivir, decidido como fuese a volver a casa. No a la montaña, a casa, no se concreta qué debemos entender por tal. Pero si el mundo ardía, ya sabría él qué hacer para no quemarse. En segundo lugar, no perderse en fantasías. Eso también lo entendió deprisa. Nada de dejarse crucificar, ni por una causa ni por otra. Los pobres no tienen causa. La tercera regla consistía en saber a qué lado arrimarse según corriera el aire, adivinar el viento antes de que lo hicieran los demás. La cuarta, adelantarse a la jugada, cualquiera que fuese; pan que se pilla, bollo que entra en la artesa, donde hay un hueso hay mil perros enseñando los dientes. La quinta regla resumía todas las anteriores: lo que puedas para ti no lo enredes con el vecino, que tampoco te lo va a agradecer y una tumba en medio del descampado, o una mala coz de percherón, acaba igualándonos a todos. «Líbrete Dios de ponerte de la parte que a él no le convenga», comentaban los que no eran de su cuerda. Y alguna razón tenían.

Las picadas de la cara le daban un aspecto bravo, de gato castigador, con un aire de autoridad que lo hacía parecer más viejo de lo que era. A poco que aparecieron las primeras compañías del wolfram, las antiguas herrerías cerraron, y como ya era un hombre hecho y derecho, obsequiado con los galones de ex combatiente, entró a trabajar en la Leonesa. Era la casa más fuerte, la que explotaba los pozos de la Gaiosa. Entró para estibar mineral y al poco tiempo ya era capataz, se le veían las trazas, y enseguida encargado de obras, hasta llegar a administrador general, instalado entre papeles y con mando en plaza. Por aquel entonces empezó a gastar bigotillo fino, muy pegado al labio, que recortaba demoradamente frente al espejo, ya fuese para acudir al trabajo de la administración o para las noches de juerga en los saraos de la Portuguesa. Era lo que había. Por el dinero no se rebajaba. Donde llamaba, gustaba que le respondiesen. Los asuntos que se traía con el Serrano, no todos eran a la vista de la gente. Más bien al revés. Pero eran rentables. El principal negocio de las minas se hacía fuera de la ley. Quien sabía moverlo conseguía beneficios sobrados, y ya entonces había auténticas fortunas. Cierto es que no se hacían sin ayuda, sin padrinos que lo sostuviesen a uno, quiero decir, cubriendo riesgos y ordeñando apoyos en las alturas. Pero para eso estaba don Floro. Don Floro era el aval superior, igual que Taboada en el frente de Teruel, en la capitanía de Burgos o en Guadalajara. Para tocar la música hay que saber la partitura, o cuando menos la melodía, pero también disponer de un instrumento en condiciones, afinado y reconocido. Él no era músico. No se fiaba de los músicos. Mala experiencia tenían los vilanoveses con el gremio. Pero sabía las artes y la mecánica del oficio. Las había aprendido con el capitán en las cantinas, trabajando mohamés, y poco a poco las había ido afinando, cuando tocó administrar la victoria. Martín García había nacido para ganar, nunca se le había atravesado una mano, cuando menos hasta aquella ocasión. Se jactaba de eso. Cuando pillaba la oportunidad, no se andaba con remilgos ni se enredaba en escrúpulos estúpidos: iba derecho al asunto. En el reparto de papeles, Serrano hacía la parte más arriesgada, contactos con Portugal y cosas así, mientras el de Lombados distraía las partidas y arreglaba los albaranes cuando había que hacerlo, que tampoco era tan necesario. Todo el mundo sabía de qué iba el negocio. Y la propiedad confiaba en él. Se le daba bien el toque de corneta, aunque con el de Boullón no le sirvió de nada. Donde estuviese el de Boullón, sentado a la mesa, no mandaba nadie más. Era parte del trato y todos lo respetaban. A ver quién no.

Con el tal Martín García andaba entonces el licenciado Lobeiras. Distintos y, sin embargo, inseparables. Una parte importante de esta historia se centra en ellos dos, en su relación y en sus diferencias, pese a parecer tan próximos; no en la amistad, que jamás existió, si acaso en la conveniencia. La gente los tenía casi por la misma cosa, porque donde andaba uno andaba el otro, principalmente en la administración de los negocios del primero. El licenciado ponía pasantías para las reválidas de grado medio y grado superior: latín y griego, que era la ciencia que había traído del seminario. Magro de cuerpo, bastante destartalado, poco agraciado de ver y con la salud escasa, cuatro pelos detrás de las orejas, no se le conocía familia a la que arrimarse. Vivía solo en una especie de conejera detrás de la Rúa Nova, en una primera planta que daba a un huerto de cerezos. Allí era donde daba las clases. Algo sabía también de cuentas elementales, lo suficiente para lo que se le requería, pero su condición principal eran las letras, y sobre todo gozaba del arte de la palabra, regalo de los dioses, que si la dejaba correr, cosa que algunas veces sucedía, adornaba con mucho floreo, entrándole a la prosa y al verso: Rubén Darío, Bécquer, Campoamor, los clásicos, nada de modernidades. No se prodigaba mucho, pero cuando se ponía causaba admiración, al contrario que Martín García, más dado a gallear en el corral siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Todos sabemos que el mundo está mal repartido, lo que viene para unos no viene para todos, y Dios le da peine al calvo, según nos recuerda la sabiduría popular. Pero las cosas estaban así. No es fácil hablar de uno sin hablar del otro. El de Lombados tenía instinto depredador. Le vendría de nacimiento, debemos suponer, agrandado por los días de la milicia, el ejemplo del capitán Taboada y, quizás, por las vejigas. Enseguida se levantaba de manos, a poco que le daban aliento. Pero ante la palabra excelsa humillaba la cerviz. Ante la palabra y ante la superioridad, cualquiera que ésta fuese, civil o militar, incluso eclesiástica. Allí donde hubiese látigo o jefatura, allí estaba el capataz, ahora administrador de minas, depredador de economatos, para mandar o para obedecer al mando. Tenía ese natural, del que se aprovechaba. Pero también sus debilidades. Ya le gustaría, en los saraos de la Portuguesa, incluso en las discusiones del café Suizo, donde se argumentaban las razones del señorío y se cagaban las sentencias más lucidas, ya le gustaría, digo, poner él también los huevos en aquel cesto, en la casa de doña Hermitas sobre todo, territorio de la adoración nocturna, según frase no muy afortunada de don Manoliño que no gustó nada ni a la jerarquía civil ni a la otra, salida de tono impropia de estos tiempos, consentida por venir del de Muras, que ya se sabe, todo corazón y ninguna malicia, pero que no procedía, comentario que el médico de los pobres tuvo que retirar llegado el momento con las disculpas pertinentes; ya le gustaría al de la Leonesa, repito, poder florear en los saraos y en los discursos, dueño de la palabra cumplida, el arte de la retórica que el común concedía sin embargo al licenciado, tampoco a otro cualquiera. Pero no estaba para él. El arte del discurso era para aquel infeliz, que andaba tras sus pasos como el rabo detrás de la zorra, como el perro busca cobijo en el pajar, milagro de Dios que no lo llevase un mal aire. Avelino Mediano, que aparece de pasada en el relato, sabía de estas artes porque a veces coincidían, el Lobeiras y él, en la Moureira de doña Hermitas, en casa de la Bella Romana, desahogo de los sábados vilanoveses, entonces muy concurridos, hoy una ruina, como casi todo lo que queda de aquellos tiempos. Más de una vez y de dos había tenido el tal Mediano que esperar servicio porque el mujerío estaba ocupado con las pláticas del de las pasantías, que las embobaba.

Era así. Las chicas de la Bella Romana suspiraban por el licenciado Lobeiras, al que en la intimidad trataban de poeta, no sin cierto recochineo, pero a quien encargaban cartas, billetes y otras licencias que el antiguo seminarista, cuando podía, cobraba en especie. La Portuguesa, sobre todo, moza de altísimo tronío, se dice que tenía debilidad por él, debilidad que alternaba con un tal Lamparillas, sargento de la Benemérita, y con las obligaciones del oficio, pero debilidad al fin y al cabo, que el celebrado vate se atrevió a proclamar en una ocasión con fervorosos y públicos hemistiquios. Ya pueden entenderse los celos del Mediano y otros asiduos del local: tan poca cosa el de letras y tanta devoción por parte de ellas, las pupilas. Fue sonado el suceso de una noche, en el cabaré, cuando alguien puso sobre la mesa un montón de dinero para cerrar el establecimiento y una de las internas dijo que no, secundada por otras dos, ocupada que estaba en dictar una carta triste, muy triste, para el novio que estaba haciendo el servicio en Albacete. El cliente, un negociante de ganado de la parte de Montes metido en los negocios del mineral, como casi todos, se puso bravo, apelando a los derechos que le daba el dinero, y las mozas se le revolvieron, no sin cierta aquiescencia por parte de doña Hermitas, la generala, a la que en el fondo quizá tampoco le gustaba el tratante. La pupila se ahogaba en un mar de lágrimas, por causa de los amores contrariados, y su único consuelo era el Lobeiras, las palabras del licenciado, quien, instalado en el cuarto y rodeado de material femenino, redactaba carta de amor salpicada de reproches, razones de obligación, súplicas y quebrantos. Desde el salón subía la música de las comparsas, las voces de los parroquianos mezcladas con vaharadas de licor café y las protestas cada vez más airadas del demandante, espoleado por la calentura del aguardiente y el desprecio que decía le daban en la casa, haciéndolo de menos a él y a sus amigos, frente a un miserable componedor de versos que malamente tenía donde caerse muerto. Doña Hermitas no lo veía así. Lobei-ras hacía en la casa un trabajo de consolación, cuando no de improvisado confesor o psiquiatra, oficio este último innombrable por aquel entonces. Las penas que a nadie se le contaban, o que no sabían contarse, mucho menos poner por escrito, se las contaban las pupilas al licenciado, costumbre que con el tiempo se fue volviendo tradición, uso doméstico, y que la gobernanta aceptaba porque las mujeres de esta condición, según ella decía, siempre precisaron de querencia distinta a la de los malandros que las castigaban, y porque, además, el licenciado tampoco tenía grandes exigencias, se conformaba con bien poco. Se alborotó, no obstante, el gallinero; subieron las voces, pararon de tocar los músicos, se enfrentaron los afectados, y ya estaba la caldera a punto de estallar cuando apareció en lo alto de las escaleras la figura rumbosa de la Portuguesa, con los puños apoyados en las caderas, mirando desde arriba al ganado, y según parece dijo aquello de «no se hizo la miel para tanto cuadrúpedo». Lo dijo así: para tanto cuadrúpedo, y hubo que buscarle al licenciado una salida rápida por la trasera de la casa, que daba a las viñas, y por las viñas un escape hacia el río, porque la furia de la parroquia arrambló con los parapetos y, por más que algunos quisieron calmar los ánimos, ni las voces de doña Hermitas ni los gritos de las pupilas, arrebatadas como gatas, pudieron contener el asalto de habitaciones, gabinetes y barandas. Avelino Mediano, presente en la refriega, aunque en ningún caso incitador de la misma según el parte oficial, tuvo que hacer valer sus influencias ante el jefe provincial del Movimiento y gobernador civil de la provincia, desplazándose personalmente a Pontevedra, para que no se cerrase el local, que era lo que algunos pedían (don Teodoro desde el púlpito de la Colegiata el domingo siguiente, por ejemplo, aunque sin nombrar el suceso, mucho menos a los participantes, varios de ellos respetables padres de familia), y el licenciado tardó más de ocho días en aparecer por el café Suizo, acompañado entonces por el de Lombados, el administrador de la Leonesa, que según parece fue a sacarlo del desván de la Rúa Nova «porque no vas a quedarte aquí hasta el fin del mundo, digo yo, que si alguien quisiese venir a por ti bien sabría dónde encontrarte y ya lo habría hecho».

Digo bien, el licenciado Lobeiras tenía fama de disponer de un extraño encanto para enloquecer a las mujeres, como quien gobierna una magia, arte de brujería, aunque en realidad el tal éxito le aprovechaba únicamente con las muchachitas del meretricio, pues otra clase de féminas tampoco conocía, ni tenía experiencia, más bien era todo un floreo de penas rimadas, retórica sentimental, palabras y consejos que manejaba en la intimidad, siempre en las distancias cortas, nunca en público, excepto los mencionados hemistiquios a la Portuguesa, declamados una noche en medio de la parroquia privada, coincidiendo con la fiesta de cumpleaños de la favorita, pero que luego alguien mandó al periódico de Pontevedra sin que el licenciado lo supiera ni diese autorización, seguramente por venganza, o por despecho, y allí aparecieron, en latín, tal como él los había recitado. Una vez cotejadas las fuentes, resultaron ser versos de Marcial, poeta latino, clavaditos, letra por letra, según se explicó luego en el café, no inspiración propia, lo que el Lobeiras tampoco negó, sino que más bien aceptó públicamente, y que tampoco incomodó a la agasajada, que quedó encantada del trato y de la publicidad, porque en latín es más seductora la palabra, y porque, si era cierto que el profesorucho había echado mano de aquel altísimo latino, habría de ser porque ella también lo merecía. Se le sentó en el regazo al día siguiente, en el privado del salón, haciéndole un aparte, y le susurró al oído, como una periquita enamorada: «Tendrás que ponérmelo de manera que lo entienda, ladrón...». Tenía crédito el Lobeiras, y doña Hermitas, la patrona, lo apreciaba.