13
-LO cazaron como quien caza conejos.
-Lo cazaron, es verdad -asintió el de Muras-. Toda la suerte en una carta: en aquel siete de copas.
-Contra un caballo de espadas.
Siempre es así. Los tratantes de Cortegada de Miño y don Ramiro, el de Boullón, volvieron sobre sus pasos, apretujados dentro del Ford, prácticamente sin cruzar palabra. Los tratantes asustados, como quien roza con los dedos la llamarada del cataclismo y se libra de milagro, el dinero en la parte trasera del auto, intacto gracias a las artes del abad, ciertamente admirables. El cura acelerado por dentro, como quien viene de mirar a Dios, igual que el que acaba de ver de frente la luz cegadora del Todopoderoso, tal era su excitación. El jugador siente la carta en la mano como quien aprieta en el puño el corazón de un pájaro. No se atreve a mirarla, pero la siente, sabe que está ahí, consciente de su condición mágica: de un siete de copas, de un caballo de espadas depende la existencia toda, igual que en la batalla depende la vida de la descarga del fusil o de una bala perdida. Busca el jugador la expresión del contrario, la delación de un leve guiño en los ojos, acaso un estremecimiento imperceptible, para orientarse y mover baza, avanzar, retroceder, quedarse... ¿Cómo le habría ido la vida a Benito Silva si aquella tarde, en el interior del auto, el uno frente al otro, el cura y él, viejos compañeros de envites..., cómo le habría ido la vida si aquella tarde, digo, en vez del siete de copas hubiese salido del mazo de la baraja un rey, un tres, un as de bastos, que también le habría servido, o si entre los dedos del abad no hubiese alentado el caballo? ¿Cómo le iría ahora en Venezuela, en Buenos Aires, en Australia, bien provisto de dinero, no la fortuna de la herencia que el cura le había anunciado, pero cuando menos para el pasaje y un primer pasar? Los cogieron como a conejos porque ya andaban tras ellos, no porque don Ramiro los hubiese delatado. Eso lo sabían todos. También los tratantes. Ninguno de los tres rompió el pacto. Los cogieron como, al final, cogieron también al Foucellas, se dice que en este caso por causa de mujer, que era su perdición, igual que la nuestra es este temblor que hace sudar las manos y acelera la máquina del cerebro, como una droga; e igual que del mismo modo cogieron acaso al Fariña, Fuco Fariña, extraviado igualmente en el monte, aunque de éste los vilanoveses nunca vieron su cuerpo y, por tanto, nunca confiaron en su ejecución, por mucho que las autoridades la pregonasen. ¡Cayó el Fariña! ¡Cogieron al Anticristo, huido por entre las hondonadas de la sierra, o en la raya de Portugal, aquella trampa! Lo cogieron como, al final, fueron cogiéndolos a todos: Pancho Cibrán y Argimiro Setecoros, bregados en el sindicato de la seca, que se echaron al monte y ahora cavan en el corazón de la montaña. Por las cuestas de la Gaiosa subían las camionetas. Trabajos forzados. Mano de obra para las minas. Los amontonaban en los barracones, numerados, y por las mañanas los guardas los sacaban a pasear, antes de llevarlos a las laderas del mineral, el sargento Lamparillas encaramado a la cerca, supervisando la revista. También de esto sabía Martín García, y el licenciado Lobeiras, y todos ellos, que ahora libran esta otra extraña batalla en la parada del Pasamundos. Los vencidos. Al poco de terminar la guerra empezaron a aparecer. El nuevo régimen quería aumentar la producción. Mandaron reforzar los pozos. Fue la ocasión del de Lombados, que no le torció la cara al encargo: producir, sacarle rendimiento a la veta, abrir nuevas fosas, ahondar las galerías, meter mano en el negocio. Cuando hubo que ampliar la Gaiosa no lo dudó: fue a por su hermana, que tenía tierras propias y agonizaba en la casa de la aldea, y se dio de bruces con Rosaura, la sobrina. Martín García asumió la administración general de la Leonesa, arrimado como estaba a los nuevos amos, atento al nuevo capital, ¡las nuevas Américas!, que sentía correr entre sus dedos como cascadas de oro, y allí estaban también los otros, los que no bajaban a las fiestas de la Bella Romana, ni encargaban trajes de corte fino en la calle de los comercios, ni cerraban la casa grande para bailar con las pupilas el tango de Celestino Serantes, Tino Fantasías, ni encendían los cigarros de don Floro con billetes de veinte duros. Los otros. Los vencidos. Venían alegres, los desgraciados, amontonados en las camionetas, porque de esa forma algún día, cuando pasase la tormenta, que al fin y al cabo habría de pasar, más pronto o más tarde, como todo pasa en esta vida, excepto la muerte que no tiene vuelta atrás, cuando todo pasase, digo, el collar de hierro se aflojaría, y entonces podrían respirar y, ¿quién sabe?, quizá volver a casa, mansos, humillados, pero de regreso a casa, junto a la madre y los hermanos, junto a la novia o la mujer que les estarían aguardando, aferrados a la esperanza. Diez años. Quince años. ¿Qué son quince años de condena cuando se salva la vida, la que Benito Silva no pudo salvar, ni tampoco Fuco Fariña, ni tantos otros que allí quedaron, entre los matojos?
Don Ramiro mueve las cartas, corta el mazo, busca los ojos de Santiso.
En las dependencias de la Bella Romana, doña Hermitas pone a las muchachas a rezar.
-Lleva usted todo cuanto tenemos, señor licenciado. Nuestra vida en sus manos.
En la del Pasamundos la angustia comenzaba a ser agonía. No sólo para Agustín Salgado, también para los demás, que echaban cuentas del tiempo transcurrido desde que el licenciado partiera a por los pagarés y las cartas que don Floro les había prometido.
¿En qué barranco podía haberse extraviado el Maquieira? Sin dinero contante en la mesa, los lugueses no querían seguir. Si el dinero no llegaba a tiempo, tal como las partes habían concertado, ni cabrito que valga ni toneles de vino viejo para aliviar la desgracia: don Arturo levantaría la partida, y con la partida, tal como la tenían ahora, todo lo que había en la mesa, ¡una fortuna!, un cataclismo que habría de sepultarlos para siempre. ¿Quién podía tener ojos para la joven Leonor en semejantes circunstancias? Don Manoliño se agarraba al licor café para ahogar el miedo. Por primera vez pensaba en sus hijos, en los ojos horrorizados de la señora Lorenza al verlo regresar despojado de todo, con una mano delante y otra detrás, el capital de la casa, el futuro de la familia... Le temblaba todo el cuerpo. Martín García disimulaba un poco más.
-¿Dónde carajo ha podido meterse ese hombre? -insistía, refiriéndose a la ausencia del escribano.
Por los caminos de la montaña, avanzando a través del diluvio, dos veces Maquieira había estado a punto de romper la máquina. Nunca debieron dejarlos marchar de aquel modo. Pero don Manoliño no estaba en ese momento para acompañarlos. Iba tras la del Pasamundos. Total para nada.
-El mundo se acaba, señor administrador -se quejaba el de Muras, entregado a los efectos del licor café-. ¿Sabe lo que le digo? Que nosotros somos los últimos que podremos dar cuenta de todo esto. ¡Los últimos! Estas historias, esta memoria de las cosas se va con nosotros, amigo mío. Nunca más volverá a repetirse. Pasa la memoria y pasamos todos. Pasa la vida y al otro lado sólo se otea el precipicio, el pozo de Satanás, las profundidades del Maligno. Dios me ha dado cinco hijos: cinco sabidos, quiero decir, no es que no pueda haber otros, uno es como es, cinco criaturas... Muchas veces me pregunto qué será de ellos, qué trabajos, qué desventuras les estarán reservadas, pobrecitos míos...
Lloraba el de Muras, en parte por los remordimientos, en parte a causa del licor, y el de la Leonesa no soportaba el espectáculo. ¡No era él de los que se entregaban! Aún no. Había empezado a anochecer y había vuelto la lluvia. La luz iba desapareciendo en las colinas. Tres horas antes, el de Boullón se había levantado de la mesa anunciando que, después de tanto ajetreo, después de tamaño banquete y en tan grata compañía, mejor sentaría una siesta para despejar la cabeza y poder enfrentarse en condiciones al relámpago de la última noche, la decisiva.
-No me negarán mis amigos esta gentileza -remedó el abad.
Don Arturo era hombre de maneras. Por eso no habrían de tener un desencuentro, mucho menos cuando la cosa apuntaba como apuntaba. Hizo un gesto hacia el Santiso, para que el capador se retirase también a su cubil, y preguntó:
-¿Y qué sabemos del licenciado?
Nada. Se lo han comido los caminos, los lobos, la lluvia cerrada, quién sabe qué...
Don Evaristo buscó un aparte con sus compañeros. Tenían que hablar. Ciertamente los acontecimientos venían atravesados. Ya que no habían logrado que el de Boullón se centrase, inflado como estaba de soberbia, acaso había llegado la hora de intentarlo con el lugués. Martín García y Serrano estaban enteros. Con los otros no había que contar: Salgado derrumbado en el cuarto, y el de Muras, borracho. Pero el administrador y el feriante aún conservaban la cabeza sobre los hombros.
-Hay que pactar -advirtió don Evaristo.
Era mucho capital, mucha carne en la piedra del sacrificio. ¿Cómo regresarían a casa, en caso de que consiguiesen regresar? ¿Con qué cicatrices en el cuerpo? ¿Cómo volver por esos caminos, incapaces de responder de los pagarés que habían comprometido, el crédito de las familias, desde las posadas de Guntín hasta los saraos de la Bella Romana, pasando por el despacho del gobernador, y si no por el gobernador en persona, por el secretario de Su Excelencia, que al fin y al cabo era lo mismo, con la lista de los que habían entrado en los envites, y la delegación de don Floro, y don Aníbal Salazar, y el gremio de los maragatos, que habían confiado su dinero para que el de Boullón lo multiplicase y poder hacerse al fin con la operación de la Banda del Río y los muelles del mineral, que allí estaba verdaderamente el negocio, para que no se lo llevasen los de fuera?
Eso era lo que más encendía a Martín García: entregarle el campo a los de fuera. No el campo de la manta zamorana, ¡novecientos trece mil reales!, ¡cuarenta y cinco mil seiscientos cincuenta pesos!, que eso aún estaba por ver cómo terminaba, sino el otro: el gobierno de la villa, el futuro de los vilanoveses, el progreso, la fortuna del mineral que entraba a manos llenas y estaba ahora encima de la mesa, y con la fortuna de los vilanoveses su propia fortuna, su oportunidad, su ocasión de ponerse en la proa del balandro, conquista de todas las conquistas, el nieto del herrero metido a capataz de minas. Acordaos de las discusiones del café Suizo: el sol pasa una sola vez por la puerta, amigos míos, no dos; o lo tomas o lo dejas, o arriesgas o te arrugas, no vengas a lamentarte después de tu mala suerte; la suerte está para los que saben ganarla, en la vida y en la batalla, no como Lobeiras, que había dejado marchar a la Rosaura después de que él se la hubiese puesto a punto de caramelo, como quien pone la liebre en la cazuela, pobre desgraciado, extraviado ahora con los pagarés por aquellos barrancales. ¿Qué más quería que hiciese? ¿Metérsela también en la cama? Se le encendía la sangre al administrador. Andaban las banderas anunciando el renacer de la Patria. Redoble de tambores. Músicas de la Victoria. El señor gobernador, acompañado por las nuevas autoridades, se asomaba al balcón de la plaza y veía pasar las tropas delante del consistorio, la flor de los vilanoveses saludando brazo en alto, agitados por el vendaval, no se sabe si de fervor o de espanto. Llegados a este punto, conviene advertir que Martín García era un patriota. No como don Manoliño, al que se le iba la fuerza por la boca, perdido ente vinos y viudas, a poco que soltaba un par de discursos en el café. Mucho menos como el Agonías, derrotado para siempre aquella mañana cuando salió de casa para recoger los papeles del Ayuntamiento el día que cayó la República, mientras su mujer se arrojaba a los pies de los nuevos amos para que le perdonasen la vida. Ninguno de ellos merecía consideración. Martín García era un patriota estratégico, tenía el plan muy bien trazado, igual que había trazado el negocio de las tierras de la Gaiosa, cuando se las quitó a la hermana y a la sobrina. Martín García, que no era herrero ni de Lombados, aunque por tal lo tuviesen, pero que tampoco era estúpido, faltaría más, había plantado todas las cartas encima de la zamorana, las propias y las prestadas, incluido el crédito de los socios del mineral, el dinero de sus patrones, del que había dispuesto sin escrúpulos, quizás en abuso de confianza, puede decirse, porque a veces la vida nos ciega, aunque allí estaba don Floro para secundarlo; Martín García lo había puesto todo en el envite, digo, porque lo espoleaba la ambición, pero la ambición es condición única de los hombres -nunca de los cobardes- atentos a la ocasión oportuna, en su caso con la intención de devolver los dineros después, no era un bandido, si no multiplicados por mil, que eso lo guardaba para sí y para sus asociados, reponiendo las cantidades exactas, céntimo a céntimo hasta la última perra gorda, para que no se notase y de ese modo poder dar el golpe, el salto cualitativo, el impulso hacia delante y hacia arriba, ¡bien arriba, hasta las más altas alturas!, con dinero contante y sonante y el control asegurado de las nuevas propiedades: las que marcarían el rumbo de los nuevos tiempos, no esta miseria de ahora, esta humillación, este ir de acá para allá lamiéndoles la mano a los amos, petimetres repulidos, chaquetas cruzadas, amigos de la capital, línea directa con los despachos de la Castellana y el Pardo, descabalgando de sus coches con chófer en la puerta de doña Hermitas, pisando fuerte, y ellos allí, los vilanoveses, haciéndoles la reverencia, poniéndoles la palangana, como el que dice, me cago en Cristo, mientras el mundo nos pasa por delante y no nos damos cuenta, o no queremos verlo. ¿Quién labra una fortuna sin arriesgar en el lance? Gracias a las artes del de Boullón, que nunca había perdido una semejante, y a la codicia de los lugueses, que no saldrían vivos de aquélla, las tornas podían empezar a cambiar, y él estaba allí para verlo. Martín García era un patriota eficiente, no retórico como don Evaristo, que después quedaba todo en nada. Martín García era un hombre de acción, de los que saben dónde hay que poner los huevos, y antes de ponerlos acomodan la cesta para que no se rompan, y si hay que retorcerla, se retuerce. Cada situación pide su conveniencia. Tal vez Serrano no pensase así, o no las tuviese todas consigo, tal como se presentaba la travesía, aunque bien que lo habían hablado entre ellos antes de decidirse a dar aquel paso. Pero él, Martín García, no era de los que se echaban atrás. Y aunque quisiera, ya no podía hacerlo. Estaban metidos en aquella harina hasta el cuello.
-Si voy yo, vamos todos -amenazó a los compañeros, muy principalmente al médico de Compostela, que era quien más se arrugaba.
El Agonías ya se veía lo que daba de sí. Don Manoliño había venido porque estaba en todas. Habría resultado extraño que no estuviese también en ésta. El empuje, la fuerza del envite, el riesgo del avance, la gloria o el cataclismo estaban en la apuesta que el administrador había puesto sobre la mesa, y en lo que el licenciado había ido a cerrar en el coche de Maquieira.
-No hemos llegado hasta aquí para venirnos ahora abajo -insistió.
-Ni estamos hablando de eso -maniobró don Evaristo-. Se trata de valorar la situación y medir los riesgos, que son muy altos. Ni siquiera tenemos garantías de que podamos seguir adelante. Don Arturo amenaza con levantar el campo si Lobeiras no se presenta con el dinero.
-Habrá dinero. Don Floro está en el asunto.
-Siempre que don Ramiro secunde -atajó Serrano-. Ya veis cómo responde el cura, que ni se aviene a hablar del caso. Barriga llena así arda el mundo.
-¡Ustedes lo trajeron! ¡Ustedes lo han visto librar batallas! ¿O es que ya las han olvidado?
-Ninguna como ésta...
-No me joda, don Evaristo. Hace dos semanas se le llenaba la boca con el abad que talmente parecía que íbamos a comernos el mundo. Las apuestas y los pagarés que negociamos por ahí fuera, ¿quién los avaló sino el crédito de Siete al Caballo? ¿Qué otro teníamos para oponerle al de la Ponderosa? La oportunidad viene cuando viene, se presenta cuando se presenta, no somos nosotros quienes gobernamos la fortuna. ¿Se acuerda de la ocasión en el coche de Benito Silva, en la cuesta de Ramirás?
-A la gente le gustan las historias...
-Pues ésta va a ser de las que se recuerden hasta el final de los tiempos, así hay Dios, se lo aseguro -sentenció el administrador.
Era mucho capital, y el miedo es libre. Mucho capital y mucho envite, tanto de los allí presentes como de los intereses delegados. A veces las cosas son así. Cuando se enciende la luz, todas las princesitas de la noche vienen a la lámpara: las mariposas grandes y las pequeñas, los escarabajos, pesados como mundos, los ciervos volantes, las humildes polillas... Se amontonan unos encima de otros, unos contra otros, revoloteando y batiendo sus élitros alrededor de la luz hasta abrasarse, encendidos como antorchas, comandos suicidas. Tan pronto corrió la noticia del encuentro del Pasamundos, en el sitio que llaman el Pozo de la Señora, y de la ambiciosa locura que en tal lugar se libraba, gente de toda ley y de la más variada condición buscó su parte, su ración de batalla, ¿por qué no decirlo también?, su desquite; y empezaron a circular los recibos, los compromisos firmados, las cartas de pago, como quien apuesta a galgo corredor, caballo cimarrón, gladiador en la plaza, acelerados los más por aquella ansia furiosa que en los días del mineral agitaba el mundo desde Compostela hasta las rías, desde los puertos de Vigo, adonde llega el eco de las Américas, hasta los caminos de la montaña y las estribaciones de las sierras. E igual que las mariposas nocturnas precipitan sus cuerpos sobre la llama abrasadora, así también las gentes del común, los tenderos de la calle Real, los funcionarios de la Casa de los Catalanes, los artesanos de la Galera y de la Cuesta Nueva, los músicos del Rouco, los toneleros de San Bartolomé, los sastres de San Julián, los comerciantes de la Plaza Vieja, grandes y pequeños, incluidos los padres de familia, el bando de las viudas, el administrador de las monjas, el sargento Lamparillas, las pupilas de la Bella Romana, los chóferes y los mozos de carga de Autos La Unión, cada cual con sus ahorros, muchos o pocos, todos entraron en la romería, cegados por la luz y el poderío de la lámpara, que era el de Boullón, don Ramiro, el párroco de Asados, de quien tanta fama corría por el mundo. Si el gobierno civil y otras autoridades hicieron la vista gorda y dejaron correr el caso, hasta que se agrandó de forma que ya era imposible pararlo, fue porque también los de esta parte estaban en el asunto: desde el secretario provincial a don Floro, que respondía con su palabra y su fortuna.
Era mucho el envite y muchas las voluntades comprometidas. Esto por lo que atañe a los vilanoveses. No hablemos de los del otro lado, ni del capital de los bancos, ni de las conserveras, ni de los señores de Compostela, tratantes de wolfram la mayoría de ellos, incluidos algunos próximos al señor arzobispo. No se recuerda en las crónicas otra semejante. No está en los libros. Quizá por eso don Evaristo, aplastado por el peso de los acontecimientos, sentía que se le iba la vida.
-Siempre se puede pactar -insistió.
¿Con quién? ¿Con el lechuguino de Santiago, que no paraba de repasar las libretas, relamiéndose con las rentas de semejante botín? ¿Con Cornellá, el catalán de las rías? ¿Con Santiso Matapuercos, ciego de furia, excitado por la batalla como el jabalí que le había marcado la cara en su juventud? ¿Con los Berdullas, acostumbrados al capital, cacerías en la Meseta, que igualmente habían echado sus cuentas y que, pasado el primer susto, cuando el ahogo de los treses, no iban a dejar que se les escapase viva?
Don Arturo se acercó a parlamentar. Traía la zamarra de montañés sobre los hombros, que le daba aire de general de Estado Mayor dirigiendo las operaciones desde primera línea. Quería saber de las gestiones del licenciado y las garantías que había en la mesa. Dinero en efectivo: contante y sonante. Tal era lo acordado. Si alguna de las partes no podía seguir, porque la acometida era demasiado fuerte o la solvencia escasa, que lo dijese ahora: lo que estaba estaba, y lo que no estaba, mejor no comprometerlo si después no podían mantener la palabra, que sería peor para todos. Ellos, los lugueses, tenían crédito probado. El farol, por lo que se estaba viendo, venía de los de Vilanova.
-¿Dónde está el dinero, señor administrador? ¿Con qué respondemos?