9
CUANDO la linda Rosaura desapareció de la villa, prácticamente de la noche a la mañana, como quien dice, sin avisar ni dejar noticia alguna, el desgraciado Lobeiras pensó que el mundo se había acabado. Y no lo consoló la entrevista con su protector, el administrador del Confurco y la Gaiosa, cuando fue a llamar a su puerta no se sabe si para solicitar amparo o para pedirle explicaciones, en el caso de que las tuviese o quisiese darlas, que ni una cosa ni la otra. El de Lombados nada sabía de la chiquilla, una ingrata a su manera de ver, y tampoco mostró demasiado interés en querer saber de ella, allá donde el mundo la hubiese llevado. Así le pagaba su caridad. Tiéndele la mano a la víbora y verás cómo te la devuelve. Y la tía Felisa tampoco se enteraba de nada, o no quería enterarse, que luego las cosas no resultaron ser como a primera vista parecían. Lo suyo eran las misas, el afaneo de las sacristías, la novena de la Milagrosa, una manera de agradecer el cobijo que el administrador les había dado en la casa, a las dos, pudiendo haberlas dejado pidiendo por los caminos, como andaban otras, cuando se les quedó con las tierras. Tal era la diferencia entre ellas: que la tía Felisa era agradecida, según su condición; pero Rosaura no se sometía. Al principio sí, cuando el hombre las trajo de la aldea, porque el mundo era demasiado grande y la necesidad mucha, y el desamparo, y la confusión. Pero cuando se dieron cuenta no tenían nada. Las gentes de la administración levantaron papeles, acuerdos, escrituras con la firma del Herrero, que tenía poderes, no porque se los hubiesen concedido sino porque se los tomó, aprovechando que la difunta estaba en el lecho de la agonía, y porque ellas tampoco tenían a nadie más para ayudarlas, a no ser la juventud de la muchacha. La Felisa echó cuentas y concluyó: si ha de ser, que así sea; ya había visto bastantes tragedias, el mundo ardiendo, los hombres alzados para la guerra, los que no se habían echado al monte buscándose unos a otros como perros rabiosos. Ya no era una muchacha, la tía Felisa. ¿Qué más podía esperar? Amparo para capear el temporal, una taza de caldo, lecho a cubierto y el resguardo del amo. Que fuese pariente o no, tanto daba. Ni ella iba a enfrentársele ni estaba para hacer preguntas. Otra cosa era Rosaura. Bien se vio desde el principio. Por eso Martín García se le revolvió de aquella manera cuando el licenciado apareció en la puerta de su despacho: ¿no la había puesto en sus manos?, ¿no era él su preceptor?, ¿no había confiado su urbanidad e instrucción a su cuidado, gata de montaña que araña la mano de quien la acoge? Así el diablo se la llevara que él, el administrador, no iba a hacer más de lo que ya había hecho, sacarlas de aquel agujero a las dos, a ella y a la vieja, apartarlas de aquella cueva de alimañas donde estaban viviendo y traerlas a la civilización. No le habló de las tierras, por supuesto, ni de la ampliación del mineral, ni de las nuevas explotaciones de la Gaiosa, que ya entraban por aquella parte del mundo, ni de que ahora él andaba también en los papeles, con firma de amo, socio o nuevo propietario, metido en negocios con la gente de capital, incluido Pico Serrano, su amigo, que también estaba en el trato. No le habló, aunque Lobeiras acaso algo supiera, o debería saber, pues muchos de aquellos papeles pasaban por sus manos y vaya si las tierras de la Gaiosa habían sido un buen negocio. Bueno era el Martín García para dejarlo correr. La tía Felisa intentó explicárselo a la pequeña: ¿qué pueden esperar del mundo dos mujeres, una vieja y una muchacha, que apenas habían salido de la aldea, enfrentadas a estos tiempos, que imponen tanta furia, tanto empeño, tanta energía? No lo decía con estas palabras, pero se explicaba bien la raposa; al fin y al cabo miraba para sí. ¿Adónde podía ir una vieja con sus años, con sus miserias, con sus calamidades? Rosaura estaba en la flor de la vida, como quien dice, y eso era lo que quería explicarle, incluso dándole vueltas, para que no se le asustase: que Martín García era al fin y al cabo de la familia, y no un mal hombre, obediente y trabajador, había que ver el señorío de la gente con la que trataba siendo él de origen humilde, nieto de un herrero, pero que sabía husmear el viento, como los potros de la montaña, y ponerse de la parte de la que había que ponerse, no de la contraria, ni atravesado, como les había sucedido a otros que ella conocía bien, y si el hombre tenía sus necesidades, todos los hombres las tienen, y aun había que agradecerle que fuese considerado y no quisiese imponerlas por las bravas, ejerciendo derecho mayor, y puesto que tenía esas necesidades, que ya se ve que las tenía, había que saber entenderlas, y perdonárselas, y si llegaba la ocasión, incluso aceptarlas, ¿por qué no?, y administrarlas, mi querida niña, que no pasa dos veces el agua bajo el puente, y nosotras somos lo que somos, copos de nieve que lleva el viento, hierbas silvestres. Pero la muchacha continuaba revolviéndose, no entraba por el aro como el capataz quería, pese al cebo de la Felisa, que enseguida descubrió el asunto de las misas.
-Una cabra salvaje -comentó el administrador-. Eso es lo que es.
Una cabra salvaje... Mientras el licenciado deslindaba el tojal, metiendo en la espesura letras y quebrados, acariciando músicas con toda clase de suspiros, el capataz le prendía fuego al mundo por las noches. Cuanto más se le encabritaba la cordera, más se excitaba el macho, levantado de cuartos como un general, como un toro agarrochado, y en el fragor del combate la tía Felisa invocaba a todos los santos: Dios Nuestro Señor y sus abogados, que tengan misericordia de sus criaturas, de esta vieja acabada y de esa otra alma inocente, que se sacrifica. El amo de la casa, caballo percherón, bigotillo de bailarín de casino, con la cara plagada de vejigas, entraba por las noches en la alcoba de la muchacha y el mundo se acababa. Estas cosas Lobeiras las supo después, no en aquellos días. En aquellos días el licenciado se entregaba a la encomienda de ir poniendo las piedras del cercado: unas sobre otras, bien derechas y a plomada, que era el encargo que le había hecho el administrador; y así fue como la mocita aprendió a leer y, después de las primeras letras, la ciencia del mundo y de la geografía, y las historias que con mucho sentimiento él iba escogiendo para ella, para prenderla en sus lazos, rimas y memorias de enamorados: los de Teruel, los de Verona, la reina de Portugal, la historia aquella del moro de Mourente..., y sentía que los ojos de la linda Rosaura, llegados a este punto, se encendían.
-¿El moro de Mourente? -preguntaba.
Una tarde de sábado, después de comer, allá se fueron los dos, el maestro y la discípula, hacia la vieja iglesia del lugar, desde cuya baranda alumbraba la ría. Atrio de piedra labrada. Campanario de fina traza. En el interior de la fábrica destacaba el púlpito principal. Los viejos decían que venía del tiempo de los moros, que era como decir del principio de los tiempos. Era un pedestal generoso, bien asentado, alzado sobre las bancadas, desde el que los frailes gustaban de predicar las misiones y anunciar las calamidades del mundo. Pero lo que más admiraba era la columna que lo sustentaba, un pilar también de piedra en el que se representaba la figura de un sarraceno sosteniendo la estructura. Un sarraceno gigantesco, de casi dos metros, curvado hacia delante, cargando con la peana del púlpito sobre su espalda. Los ojos de la muchacha brillaban, prendidos en la misteriosa figura.
Historia del moro de Mourente,
también llamado
el Sarraceno, que aguarda el regreso de su enamorada,
con el corazón temblando dentro de su caja de piedra
En el fondo eran los cuentos que Lobeiras desgranaba en los saraos de la Bella Romana y que tanto gustaban a las pupilas, aunque narrados de otra manera; no se despunta igual una historia para las mercenarias del trato que para aquella flor de la maravilla que el administrador de la Leonesa había puesto en sus manos, como un lienzo transparente.
Cuentan las crónicas que allá en el principio de las cosas, cuando el mundo empezaba a pintarse tal y como ahora lo conocemos, entraron por estos confines gentes de tierras distintas y de diferente religión, y que corrieron el país de punta a punta, no siempre en paz sino buscando devastación y ruina, destruyendo cuanto encontraban a su paso, y que hubo mucho sufrimiento entonces, como habría después. Pero que también hubo excepciones. Por estas angosturas pasaron aquellas gentes organizadas en cuerpos de ejército, batallones y centurias, igual que ahora, y en uno de esos cuerpos desfilaba Omar Safaín, de la morería africana: mozo gentil, incluso de traza hidalga, cabo de gastadores, acaso un poco grandullón de más, lo que tampoco debe tenerse por falta. Pero venía enfermo, herido de un mal difícil de diagnosticar, y casi no daban nada por él. Ni los aires ni las aguas lo aliviaban. Tan acabado se le veía que sus jefes, obligados a tomar decisiones y sabiendo que poco se gana arrastrando consigo cargas que no pueden remediarse, acordaron abandonarlo a su suerte al pie de esta iglesia de Nuestra Señora, que entonces no era más que una pequeña cabaña.
Quedó Omar Safaín abandonado y enfermo, a punto de no poder contarlo, aun siendo joven como era, y los vecinos, después de que se fue la morería, se compadecieron del desgraciado y le dieron asilo. No como a cristiano, que no lo era, sino como se ayuda a los perros sin amo, que deja uno que se arrimen y después da pena o pereza apartarlos. Así se quedó Omar Safaín. Tardó su tiempo. No fue de la noche a la mañana. Pero se recuperó, se asentó en el lugar y se acostumbró a vivir entre la gente. Labraba la tierra, apacentaba las vacas, echaba remiendos en las casas... Alcanzó fama de trabajador, gente de ley y con palabra, que cuando la daba, la daba, y con ciencia para los animales: cabras, ovejas, vacas principalmente, también caballos, arte que al parecer le venía de su país, que tiene esas sabidurías. Cerdos no. Del porcino no quería saber nada. El cerdo es animal maldito para esa gente. No saben lo que se pierden, pero las cosas son así y hay que respetarle a cada cual su querencia, supongo que también su malquerencia. El caso es que el tal Omar Safaín acomodó su vida a la nuestra, a la del común de las rías, y como su tropa se había marchado por donde había venido sin que pareciese importarles demasiado la suerte que pudiera correr, se instaló, levantó casa propia en un pequeño terreno que le dieron a la orilla del río, y entró a formar parte de la romería.
Con todo, había cosas que no cuadraban. Las cosas de la religión, por ejemplo, sobre todo en los primeros tiempos. Al cura no le gustaban ni sus maneras ni los rezos que de cuando en cuando se le veían, arrodillado junto a la pared de la casa, de espaldas a la ría, inclinado hacia donde nace el sol, que al parecer es por donde estaba su tierra; ni tampoco los ascos que le hacía a los lacones o a los torreznos llegando la época del carnaval, o el hecho de que se quedase fuera de la iglesia mientras los demás mozos cumplían. Pero como era de ley, ya digo, servicial en los recados y agradecido, se le toleraban sus deficiencias, y poco a poco, según fue pasando el tiempo, él también las fue afinando. Entre las muchas artes de Omar Safaín estaba la de la madera, por poner un caso. Como un día faltase el carpintero del lugar y no fuese fácil encontrar quien diera cuenta del recado, en vísperas de San Miguel, que es una de las devociones de la comarca, hubo que reparar las andas de la imagen para la procesión de los mareantes. No había quien consiguiese acomodarlas, y a alguien se le ocurrió entonces echar mano de Omar Safaín, que conocía el oficio. En un santiamén, el mozo sarraceno puso al santo en la más lucida de las peanas, y no sólo eso: después de ponerlo, lo levantó, como si fuese uno más, y allá se fue sosteniendo la celestial figura por el medio de la parroquia, erguido como un general, pese a ser él un moha-mé, hijo de Mahoma. Mucho le celebraron los cofrades aquella estima, por honrar de aquella manera al arcángel de Nuestro Señor, abogado de las gentes marineras. Tales eran algunas de las virtudes de Omar Safaín. La gente lo quería y él se dejaba querer. No estoy seguro, repito, de que al cura le gustase tanto, pero consentía, porque el vecindario estaba de su parte y porque el moro era de fácil trato, armaba buena fiesta en las romerías, acompañaba en los entierros, ponía música en las bodas, pagaba el diezmo como el que más, y aunque no le gustase la carne de cerdo, hacía unos asados de cordero muy celebrados, con su singular toque de orégano, como se dice que especian en las tierras de la algarabía.
Y llegó el tiempo de enamorar, que a todos llega, y Omar Safaín, el sarraceno, se enamoró de la gentil Amarinda, hija del señor de las rías, patrón mayor de la sardina. Se enamoró y se enamoraron. «No es de los nuestros», decían algunos. Pero a Amarinda no le importaba. Ella también estaba por él. Fue por entonces cuando empezaron a levantar la vieja iglesia de Nuestra Señora: vieja para nosotros, que la vemos ahora, con estas labras y esta cantería, pero nueva por aquel entonces, y vino gente de todas partes a trabajar en los muros y en las vigas de madera, en los retablos y las imágenes de los santos, en los capiteles y las barandas, y el moro también empujó, levantó andamios, movió tejas, transportó piedra desde las canteras como el que más, sin amilanarse ni hacerle ascos a la tarea, y Amarinda venía a buscarlo al atardecer con un cesto de reinetas para pasear juntos por entre las huertas de la ribera, plagadas de limoneros y naranjos, que también se dan en esta parte. Era cosa de ver: él tan corpulento, ella tan frágil y menuda; oscuro como un tizón el hombre, rubia y de piel transparente la niña, tan distintos y tan hechos el uno para el otro. Así era el mundo para Omar Safaín, venido con las tropas de la morería y aquí dejado, abandonado a su suerte en medio de nosotros.
Pero el corazón de los hombres es tornadizo, y cambia de repente, igual que cambia el viento y se levanta la tormenta. «No es de los nuestros», insistían. Era mucho atrevimiento, mucha osadía querer picar tan alto. O quizá fue simplemente porque lo veían feliz y la felicidad de los otros aviva en el pecho de los miserables el gusano de la envidia. El caso es que por la casa del padre de la muchacha rondaba entonces el Ferro de Lubián, apodado la Comadreja, amigo de la familia -amigo de antiguo, debe entenderse-, comerciante de grasa de pescado, que era mucho negocio, y que al parecer desde muy joven le venía haciendo la corte a la chiquilla. Lo apodaban la Comadreja por sus dientes pequeños, finos como agujas, un tanto echados hacia fuera, y porque cuando mordía presa no la soltaba, igual que la alimaña: se aferraba a ella como una garra. Y también por sus ojos. La comadreja mira fijamente, atraviesa con la mirada. Así es como engancha a sus víctimas, y así enganchó el de Lubián a la Amarinda, desde que de niña la vio revolotear por primera vez en la era cuando visitaba la casa de su padre.
-¿Y qué pasó? -preguntaba Rosaura.
Parece que el padre de la muchacha había pactado de antiguo el casamiento de la pequeña con el tal Ferro de Lubián, con quien andaba asociado en algunas empresas. La fiesta de los enamorados no le hacía gracia a las familias. Y empezaron los impedimentos, las palabras cruzadas, idas y venidas de envidiosos y calumniadores, amigos de enredarlo todo. Donde antes había halagos y palmadas en la espalda aparecieron los gestos torcidos, miradas de desconfianza. Donde antes cantaban los grillos empezaron a gruñir las fieras. La Comadreja mordía, incluso amenazaba con no sé qué viejas compensaciones, ultrajado por el desprecio que decía estar recibiendo, y el padre de la muchacha la encerró en casa. Se acabaron los paseos por la ribera, el cesto de las reinetas, las promesas de amor discurriendo por la presa del molino. Ferro de Lubián impuso sus condiciones, apelando a la palabra que el socio le había dado, y se anunciaron las bodas, no de Amarinda y de Omar Safaín, que bien se veía que no era cosa que pudiera ya imaginarse, sino del comerciante de pescado y la hija del patrón de las cofradías.
De repente, el mundo se volvió del revés. Un mal aire mordió en el cuerpo de la muchacha. Corrió la voz de que se consumía. El sarraceno no se apartaba de la puerta de la enamorada ni de día ni de noche. Como no lo dejaban entrar, porque había orden de mantener los postigos cerrados, pasaba las horas sentado en el murete de un prado, no tan distante de la casa como para que la chiquilla no pudiera divisarlo desde la terraza o desde alguna de las barandas. En el caso de que pudiese hacerlo, pues no era posible. La moza se consumía. Pusieron velas a san Alberto, a santa Rita y a Nuestra Señora. Invocaron a todos los santos. La familia de la muchacha tenía poder. Gente de casa grande, ya digo. Pero la niña se marchitaba, como se marchita en el árbol la fruta cuando parece que está en sazón y le llega de repente una mala peste, una nube traidora. Incluso fueron a buscar a la meiga para que intentase sostenerla, ya que lo santos no daban cuenta del recado. La bruja de la Chouza. La metieron en la casa a escondidas por la cancilla del río, para no causar escándalo a los vecinos. Se dice que el propio Lubián la acompañaba. Pero no sirvió de nada. Le hizo conjuros, tiró del cuerpo de la desgraciada, le aplicó toda su ciencia, llenó las alcobas de ceniza, le cantó letanías, y acabó declarando que Amarinda estaba hechizada y que el mal aire procedía del moro Omar Safaín, que se había apoderado y no la dejaba libre. Las artes del albeite, decían. La pequeña no conseguía salir adelante. El cura ordenó nueve misas y nada. Los padres y los hermanos de la criatura la llevaron a los Milagros de Amil, acostada en un ataúd que no quisieron que arreglase el moro enamorado, aunque se ofreció, y tampoco. Entonces se desataron las furias, todos los rencores. El padre de la muchacha anunció sin disimulo y ante cuantos quisieron oírlo que quería la vida de Omar Safaín: la vida de él por la vida de ella. Lo anunció el padre y lo anunció la parroquia entera. ¿Acaso habían olvidado los días terribles de las gentes enemigas desembarcando en las playas, sembrando el cataclismo por dondequiera que pasaban? ¿No había venido con ellos el moro de la morería? ¿No era aquello un castigo de Dios Nuestro Señor contra los que tal presencia habían consentido, siendo de nación extraña, látigo de la fe verdadera, descendiente de Caín, maldito entre los malditos? Y si dejaban que se marchitase la chiquilla, ¿qué garantía tenían de que tras ella no fuesen otros inocentes, arrastrados por la misma marea?
Una mañana se alzaron los más osados, acaso también los más asustados, y fueron a buscarlo a su casa, armados de sogas y aguijadas. Entre voces y amenazas arrastraron al sarraceno hasta la iglesia a medio levantar, lo ataron bajo el púlpito y repitió entonces el padre de la muchacha: «La vida de él por la vida de ella». El corazón de él por el corazón de Amarinda, que a cada día que pasaba latía con menos fuerza. Lo anunciaron así y lo dejaron atado con las sogas a la puerta de la sacristía. Dicen que el galán no se les enfrentó ni ofreció resistencia alguna. Los vio llegar y se entregó como una cordera mansa, todo lo contrario de lo que mostraba su apariencia. Quizás algo en su interior le decía que aquello tenía que ser así, como si estuviese escrito en alguna parte, en esa voluntad superior que todo lo dispone y todo lo ordena, por encima del albedrío de las criaturas, como si él también entendiese el precio que tenía que pagar, en parte por liberarla a ella, su enamorada, y en parte por los días felices que había vivido junto a nosotros. A la mañana siguiente, cuando fueron a mirar, el cuerpo del moro era un gran bloque de piedra. Piedra dura, de las canteras del país, la misma con la que se venía labrando la iglesia. No respiraba, frío como el mármol de la montaña. Aquí está la columna que sostiene el púlpito, con la figura del moro Omar Safaín, grande y generoso, sustentando la peana. Desde entonces permanece ahí. Únicamente vive su corazón, encerrado en su ataúd de piedra. Se prepararon las bodas y, como un milagro, como quien sale de un pozo, el cuerpo de la muchacha cobró aliento. Quizá no su alma, pero sí su cuerpo físico y material. No siempre la justicia manda en el mundo, bien se ve, ni Dios Nuestro Señor dispone las cosas como nosotros quisiéramos que fuesen. Sus caminos son inescrutables. Ataviado con una elegante capa de seda colorada, a la manera de los señores de las rías, que tienen derecho a lucir estas dignidades, Ferro de Lubián salió de la iglesia llevando del brazo a la gentil desposada con todas las bendiciones, tal y como las familias habían acordado. Brillaban como agujas los dientes de la Comadreja. Pero la pequeña nunca más volvió a ser como antes. Nunca más sus ojos volvieron a brillar como cuando venía con el cesto de reinetas para su enamorado. Más bien semejaba una aparición, un fantasma, liviana sombra de los días felices. En ningún momento, durante la ceremonia, volvió la vista hacia el lado donde estaba el púlpito con la figura petrificada. Se dice que el día que la muchacha haga tal, posar nuevamente sus ojos en la columna de la peana, resucitará el cuerpo de Omar Safaín, y entonces, cuando la vea entrar por la puerta, también él volverá a sentir la vida, antes no.
Hasta aquí la historia tal y como se la contó el licenciado Lobeiras a la linda Rosaura aquella tarde, sentados los dos en el muro del atrio de Nuestra Señora, en el lugar que llaman de Mourente, que es una baranda sobre el mundo. También le dijo otra cosa: que los de la Banda del Río andan así, apartados de todos, no por ser de la casta de Caín, como a veces se dice, sino porque en aquella parte se respira todavía la memoria del sarraceno, pues fue en ese lugar de las junqueras donde parece que los vilanoveses le dieron amparo para levantar su casa, cuando se decidió a vivir entre nosotros.
Estaban sentados los dos en el muro, el Lobeiras y la Rosaura, uno junto al otro, y entonces ella volvió los ojos hacia el licenciado y le espetó:
-¿Y usted quién querría ser, señor maestro, el moro Safaín o la Comadreja?
Se lo espetó así, mirándolo de frente, y Lobeiras se quedó parado, porque no esperaba la reacción de la muchacha. Ya no era el pajarillo tembloroso que había aparecido una mañana en la puerta de las pasantías, medio arrastrada por Martín García, para ver si podía hacer algo por desbravarla, ni la niña que le rehuía la vista cuando él la miraba. Con los números y las letras, con las noticias de geografía y las lecturas de amores y porfías, no sólo había ido tomando cuerpo, ya una mujer hecha, sino presencia y seguridad, cuando menos junto a él, si no tanto en el habla, sí en el brillo de los ojos, aquel modo de pararse de repente que tenía cuando el licenciado la buscaba, sin aceptar, pero tampoco rechazando su proximidad: aleteo de paloma, silbo de mirlos en la enramada de la viña. Nada que ver con los acosos del capataz, en cualquier caso, ni con las noches bravas en la casa grande de la Leonesa. De estas cosas el licenciado no tenía noticia, ya digo, ni las imaginaba, porque tampoco Rosaura hablaba de ellas. Más bien se dejaba llevar, como el agua lleva las hojas por el canal de la presa sin reparar en los dientes del rodezno. Martín García era el rodezno moviendo constantemente la maquinaria, la parte que se veía y la que no se veía, escondido en sus ahogos y en las batallas nocturnas, con la tía Felisa rezándole a todos los santos para que no desamparasen a aquellas dos mujeres. Una cabra salvaje... Pasaban los días, las semanas, y el licenciado no se decidía a proponerle amores a la muchacha. Pasaban los meses y la cosa seguía parada en el mismo sitio en que la había dejado cuando por primera vez habló en el café Suizo con Martín García. Cierto es que el capataz tampoco le daba ánimos, ni volvió a querer tratar del asunto cuando el secretario hizo amago de ello, mucho menos desde que le habló de las necesidades económicas para asentar una familia. Bueno estaba el de Lombados para cargar con una boca más. Pero el tiempo pasaba y al poeta todo se le iba en rimas y suspiros, sofocos e indecisiones, además de los paseos por el malecón las tardes de los sábados, o por la orilla del río, o hacia las huertas de Mourente, donde la figura del moro de piedra. Indecisiones y suspiros que en nada se parecían a las artes que con tanto éxito practicaba en los saraos de la Bella Romana, engatusando pupilas con el floreo de sus palabras, que delante de la hermosa Rosaura no le salían. Prendía el habla y, al final, se ahogaba. Apareció una noche el capataz en casa de la Portuguesa con las carnes cubiertas de arañazos, encendido como una bengala, y le espetó a doña Hermitas, sin que pareciese importarle lo que pudiese decir la parroquia: «Cualquier día te traigo una ternera joven, patrona, para que la pongas a andar y le enseñes maneras».