11. El experimento Delagua (segunda parte)
La falta de noticias sobre Chantal era angustiante. Resultaba increíble cómo el ser humano dependía de sus trastos de alta tecnología para saber cosas: desde que Internet se había reducido a un zumbido de abejas que corrían cable arriba y abajo, en una danza de apareamiento digital, las personas se habían quedado constreñidas a la pequeña burbuja de su espacio inmediato. Era descorazonador lo diminuto que se había vuelto el mundo.
Tanto Zamaro como Laura tenían a sus familiares en otras ciudades, por lo que en lugar de salir corriendo a ver si estaban bien, no les quedó más remedio que esperar a que restablecieran las comunicaciones y las ciudades recuperasen un asomo de normalidad. Eso le vino de perlas a Delagua, porque necesitaba su ayuda para preparar el tanque.
Se desnudó, se acopló él mismo los cables y se sumergió en el líquido.
—¿Funciona el electro?
Castillo lo chequeó con una mueca.
—A ratos. Su firmware parece estar intacto, así que lo resetearé y probaremos a ver si arranca.
—¿Y la bomba de oxígeno?
—Tranquilo, si veo que desciende la presión, yo mismo la bombearé aunque tenga que soplar dentro del tubo —dijo Zamaro.
—Vaya, casi prefiero asfixiarme a que me metas tu saliva dentro de los pulmones… —Les mostró el brazo—. Venga, ponedme el chute.
Castillo sacó una jeringuilla del estuche y la llenó con el cóctel de drogas de Chantal.
—Ufff… —protestó Delagua—, el pico este es demasiado puro, señorita. ¿Qué se piensa, que puede jugar así con mi vida?
—Vete al cuerno.
Justo antes de ponerle la mascarilla de oxígeno y cerrar la tapa, Laura le preguntó:
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? No sabemos lo que te puede pasar si llegas hasta el final.
—Vosotros ocupaos de encontrar a Chantal y dejadme esto de la evolución humana a mí.
Y allá vamos otra vez con la cuenta atrás. Ensayemos una nueva: Daisy uno, Daisy dos, Daisy tres…
…Y estuvo en otro lugar.
Su mente estaba fuera de su cuerpo, eso no lo sabía pero lo intuía, igual que un pájaro intuye la existencia de un cielo que es solo color y gravedad.
El aire estaba roto, la luz, lechosa y cuarteada; fuerzas invisibles templaban el espacio y lo envolvían como el tropo abraza a la metáfora. Las distancias parecían reducirse y doblarse sobre sí mismas, altas olas de tiempo colisionando contra la playa de sus sentidos.
«¡Dios mío, esto es la Señal, un camino de dos sentidos, una esclusa de escape hacia el infinito!», pensó, o alguien pensó por él y le ofrendó la hipótesis resultante.
Delagua cabalgaba una onda de choque formada por su propia mente, abandonada en el vacío. A su alrededor caían las estrellas. A su alrededor, el Tiempo se comportaba como un monstruo hambriento con sed de soles y ansia de mundos. Vio lo que hacía con las estrellas, envenenándolas con sus dedos portentosos y haciéndolas detonar como frutos podridos. Las esferas de viejos soles se hincharon a gran velocidad formando burbujas, diamantes esparcidos por una playa de polvo cósmico. Una fluctuación las envolvió como una pátina de neón; potentes energías hendieron el tiempo, pulverizándolo y tejiéndolo otra vez, y se hizo el silencio. Las estrellas reventaron en forma de globos que crecían a la velocidad de la luz, tragándose planetas y todo lo que hallaban en medio, sin distinción ni misericordia.
Túneles de tiempo con
(instantáneas de)
un ser humano gritándole a la inmensidad
(y susurros de)
fantasmas de creencias matemáticas, embrujándole con vendavales de fórmulas.
Entonces la caída a través de aquel túnel cesó y la mente de Delagua frenó en seco. Se veía a sí mismo flotando en el espacio, su cara desencajada en un rictus de terror y, frente a él…Un mundo marrón y dorado, cortejado por la gravedad. Delagua se había convertido en un asteroide. Su piel reflejaba constelaciones con una intensidad cegadora, visible a través de los campos prismáticos de las auroras boreales. La galaxia, derramada en aquel espejo curvo, parecía una enorme rueda de estrellas. Si alguno de los habitantes del planeta hubiese mirado hacia arriba en el instante correcto, no le habría costado distinguirlo de las demás estrellas que ondulaban tras la cutícula de la atmósfera.
¿Es este vuestro mundo de origen?, le preguntó a la mismísima frecuencia de la Señal, la locomotora que arrastraba su mente por el vacío. ¿Fue aquí donde nacisteis, donde aprendisteis a mirar más allá de las nubes que tachonaban vuestro cielo? ¿Es desde aquí de donde nos lanzáis vuestro evangelio?
¿Lo hemos interpretado mal? ¿Qué clase de mensaje es? ¿De saludo, de desafío, de advertencia…?
Delagua descendió por el cono de la Señal hasta la superficie del planeta. Entre penumbras draconianas, atardeceres ventosos y nubes de amoníaco, buscó su origen: un destello de civilización, la herida tecnológica no cicatrizada de otra forma de vida.
Una nave estelar.
Entonces los vio, a Ellos, trabajando en el suelo bajo la sombra de la nave. Y aprendió cosas, conceptos puros extraídos del sustrato de la Señal. Delagua supo que se llamaban a sí mismos Alfan, que en su lengua significaba «los que no tienen tiempo suficiente», y que no habían logrado escapar a la última trampa del universo: la velocidad de la luz, la implacable jaula de la distorsión relativista.
Igual que los seres humanos, estaban presos en las fronteras de su sistema solar. Solo que ellos tenían una ventaja: su mundo no era el único invadido por formas de vida. Había otros, rocas, gigantes de gas, incluso cometas errantes que cada varios milenios los visitaban con su ecosistema a rastras. Un árbol completo de la vida al que solo el calor de las estrellas podía inflamar y al que el frío de los espacios interestelares sumía en un letargo de siglos.
Los Ilfhany habían saltado de su mundo a esos planetas habitados y también al cometa errante. Y habían desarrollado un concepto que a un triste humano como Delagua le parecía incomprensible: la Linergía, el flujo transtemporal de experiencias vitales entre los diferentes órdenes biológicos. La transmisión permeable de conocimientos, junto con instrucciones para adaptar los cerebros de los que recibían el regalo a las capacidades más avanzadas de los donantes.
—¿A esto se reduce todo, al ansia por compartir información? —susurró Delagua—. Estáis presos en vuestro espacio, a cientos de años luz de ninguna parte y a tan solo cien o doscientos millones de años de la explosión de vuestra estrella, del fin de vuestra civilización. Por eso construisteis el Objeto, una antena de repetición no tripulada, y lo lanzasteis lejos, muy lejos, hace eones. Mi primera teoría era falsa, no se trataba de un dios errante que atravesó por casualidad el vecindario, sino una creación de vuestros científicos. Y también de vuestros poetas.
»¿Ya estáis muertos, entonces? ¿Os habéis extinguido por culpa de esa maldita velocidad de la luz, de esa barrera infranqueable? ¿Solo tenéis al Objeto que vosotros mismos lanzasteis hacia las fronteras de la galaxia como repetidor de una Señal que fue enviada hace incontables eones?
Unos conceptos implosionaron en su cerebro, haciéndole daño:
Bicameración, o el arte de tomar prestada la genética de otras especies inferiores y añadirle órganos mejorados, para que sean capaces de afrontar la Linergía.
Carbondimorfys, o el agente transformador para moléculas de carbono que las abre a la influencia de un tubo hepta-temporal de siete dimensiones y dos sentidos, una autopista utilizada por los Ilfhany para compartir sus conocimientos acumulados con especies no compatibles.
Linergía, o red de colapso causal que estimula los cambios en el bulbo raquídeo, variando la polaridad de las partículas qbit y haciendo saltar a los electrones de sus órbitas, bailando de spin en spin en una ordenada transmisión de datos.
Delagua tembló, sabiendo que esos conceptos quizá fuesen dañinos para él. Pero eran el nuevo manual de uso, el lenguaje de otra especie que los humanos tendrían que aprender a dominar. No eran simple tecnojerga, sino herramientas para manejar ideas difíciles.
—Así que es eso… —murmuró, su mente un pulso de información concreto en la Linergía—. Diseñasteis la Señal para que fuese efectiva en cerebros como los vuestros. Pero claro, no todos los seres vivos han seguido la misma senda evolutiva. Otros nos vimos enfrentados a encrucijadas que limitaron nuestra percepción a la luz de más de 4×1014 vibraciones por segundo…
»Por eso incluisteis ese caballo de Troya neurológico en la Señal: el primer pulso no transmite información, solo reprograma las neuronas para que modifiquen su estructura y se vuelvan sensibles a las vibraciones de más de diez elevado a veintidós hertzios. ¡Luego el cuerpo muta por sí mismo, para protegerse contra el daño causado por esas mismas frecuencias igual que la piel muta para blindarse de los rayos nocivos del sol! ¡Y usa como patrón la arquitectura que él mismo tiene grabada en su ADN, por lo que no necesitáis conocer de antemano la biología de cada especie! —Comprendió, emocionado—. Luego llega el Segundo Pulso y estimula aún más a los organismos en esa dirección, solo que esta vez los enlaza mediante una radio biológica, el maldito rábano azul. La trampa autorreplicante ATP-trifosfato que se genera a partir de ahí, creciendo desde el bulbo, aumenta el desarrollo mitocondrial en las regiones parietales del cerebro, acelerando la producción del adenosín-trifosfato en el límbico. Joder —gimió, atemorizado por su propia velocidad de pensamiento.
En su mente, el mundo se redujo a acontecimientos esenciales. Nacimiento, vida, sufrimiento, muerte. Delagua volvió su atención expandida hacia la Tierra. Más allá de las nubes que proyectaban su sombra sobre las existencias de millones de personas que retomaban su rutina, ignorantes de los secretos del Universo que pronto llamarían a su puerta, el destino se retorcía como una cuerda hecha de lágrimas. Acontecimientos, épocas y peripecias se diluían en el olvido. Atrás, solo testimonios. Delante, la esperanza.
Supo que ya no había vuelta atrás, ni para él (le sería imposible regresar a su cuerpo, después de haberse alejado en alas de la canción electromagnética) ni para los humanos. Se despidió de todos, de Chantal, de sus compañeros, de la escasa familia que le quedaba y de las pocas personas a las que había logrado llamar «amigos».
Delagua lloró de felicidad, pues ante él se abría un universo de conceptos extraños e ideas audaces, la mayoría increíbles, otras simplemente fascinantes. Y supo que había alcanzado el Santo Grial del conocimiento: una mente grupal mucho más avanzada que la suya. Un libro con más conocimientos sobre todos los campos que a él pudieran ocurrírsele de los que nunca osó imaginar. Los Ilfhany habían muerto, exterminados por el fuego de su estrella o por las inmensas distancias del vacío, pero se habían asegurado de que otra especie, en un lugar muy distante, se hiciera depositaria (por la fuerza, aunque sobre los dilemas morales de este acto ya tendrían tiempo de reflexionar los filósofos durante los próximos mil años) de todo el saber acumulado de su raza.
Para que nada se perdiera, ni siquiera en las remotas y frías vastedades de la galaxia. Y todo ese titánico saber estaría al alcance de la Humanidad en solo una generación, si aceptaban unirse a la Linergía.
—Aquí estoy…
…El profesor Delagua mirando a la Eternidad. Y la Eternidad devolviéndole la mirada.