3. El cuarto hombre

El profesor Joaquín Zamaro llevaba puesto un chaleco inglés y una camisa de franela. Pure western delight flotaba en el aire, alrededor de la pipa que chupaba con ansia.

Estaba de pie en el salón de actos del último piso de la Facultad de Astrofísica, donde una claraboya permitía ver las estrellas. Pero no había luces allí arriba, solo densidades de color.

Zamaro deseaba ver estrellas, así que cerró los ojos y se imaginó un campo de nebulosas lleno de joyas, brillantes e inmóviles en la negrura. Idílicas en su proverbial majestuosidad, sumergidas en nimbos de difracción que podía aumentar o reducir cerrando el ojo de su mente. Todas estaban allí, devolviéndole la mirada.

El rumor asolopsístico de las estrellas no era comparable a nada que hubiese sobre la faz de la Tierra, ni siquiera a la acústica oceánica de algunos amaneceres especialmente bellos. Los que sabían escuchar a través de las parabólicas, los «oídos de plato», lo sabían. Cuando la sensibilidad de un oído se afinaba hasta apreciar notas cuyo nivel energético no superaba el de un algodón cayendo al suelo, uno aprendía a leer entre líneas dentro de la propia música.

«¿Qué nos queréis decir?», pensó sin esperar respuesta. La gente aseguraba, en sus charlas de bar, que muchos grandes descubrimientos científicos se habían hecho por casualidad. La suerte, veleidosa Musa con acento griego, ayudaba al científico cuando lo consideraba oportuno y luego él se atribuía todo el mérito. Contaban, por ejemplo, que cuando uno de los padres de la espectrografía, Niels Bohr, estaba revisando su modelo en combinación con la teoría cuántica de Planck, su perro, Distinto, se le acercó y empezó a lamerle las manos con cara de hambre. Ese débil empujoncito hizo que la pluma de Bohr hiciera aparecer un chichón en la línea del horizonte de su dibujo, un diagrama del vapor de sodio. Esa imperfección le llevó a pensar que podría haber radiación oculta entre los 589'2 y los 589'6 nanómetros. Y así descubrió las excentricidades en la órbita externa de sus electrones. Porque su caniche, Distinto, tenía hambre.

Zamaro sonrió. Solían contar historias mientras comulgaban en el santuario de intrascendencia reconfortante que era la cafetería. Eran las típicas leyendas urbanas que se transmitían de generación en generación sin que nadie se detuviera a comprobarlas. Pero era mejor así. Cualquier área del saber debe tener sus mitos o perdería todo interés romántico. Así pues, brindaría por el perrito de Bohr y jamás cometería el error de corroborar su historia.

«Tenemos un único hecho probado y es que hay una Señal procedente de fuera. Un pulso de radiación que puede traducirse a unos y ceros y que tenemos grabado, casi en su totalidad, en alguna parte, pensó. Todo lo demás, como que haya de verdad un mensaje oculto en su interior, son conjeturas. Cuentas sueltas que ruedan por una mesa. Señores, enfílenlas en una sarta y tal vez la cosa cobre sentido», habría dicho Bohr.

Una tos cortés llamó delicadamente su atención. Al volverse, Zamaro se enredó en su propio hilo de humo.

Sonrió al reconocer a Laura Castillo y también al hombre que venía con ella. Había cambiado mucho desde sus asignaturas no troncales en la Universidad, pero bajo aquella calvicie que jugaba al despiste y todas aquellas arrugas, sin duda se escondía Delagua.

—¡Amigo mío! —exclamó, dándole un último chupetón a la pipa—. ¡Has venido!

—No de buena gana, ya lo sabes —gruñó Delagua. Se estaba abrazando a sí mismo como si tuviese frío, a pesar de que el aire acondicionado de la pared marcaba veinticinco grados—. Yo… no quiero permanecer aquí mucho tiempo. Así que al grano.

—¡Bravo! Aún sigues sin encontrar tu mano izquierda para la interacción social, como en el colegio. Me alegra ver que no has cambiado. Pero así es mejor: vamos a necesitar ese inconformismo.

Delagua estudió a Joaquín con cierto descaro. Era el vivo retrato del genio zalamero que había conocido hacía unas décadas. Los años no parecían haberse parado en él, a no ser para rellenar su cintura.

La otra persona que había en el salón, además de los dos viejos profesores y Castillo, era una chica de no más de veinte años, de físico afilado y complexión mercurial. Su rostro estaba enmarcado por una maraña color jengibre.

—Te presento a Chantal, nuestra experta en xenobiología —dijo Zamaro—. Que su juventud no te engañe, es una verdadera ratoncilla de biblioteca y una genial genetista. Te asesorará a la hora de entremezclar tus teorías con las nuestras, ya verás qué bien. Chantal, este es nuestro Cuarto Hombre.

—Profesor Delagua —la muchacha le tendió su mano—, es un verdadero honor conocerle.

—¿Ah, sí…? —dudó el viejo.

—Basé parte de mi tesis en sus presupuestos sobre el efecto del síndrome del HBI en la vida terrestre —dijo con una voz muy dulce, casi una nubecilla de azúcar—. Fascinante, como diría el señor Spock.

El asombro se le debió desparramar a Delagua por toda la cara, porque Zamaro y Laura soltaron una risita.

—Increíble…

—¿El qué? —preguntó la joven.

—Jamás pensé que alguien de su edad supiera quién era Spock.

—Bueno, pues ya estamos todos. Somos el equipo de investigación, en su división española —dijo Zamaro con orgullo.

Delagua lo miró.

—¿Solo nosotros cuatro?

—Hay siete más, pero están en otros países —aclaró Laura—. Dos en Francia, uno en Alemania y cuatro más en Japón. Compartiremos nuestras conclusiones con ellos por videoconferencia. Pero aquí somos los que estamos, y estamos los que somos.

—No, esperen un momento… —Delagua se dejó caer en una silla. La migraña era un carnaval de hormigas—. ¿Esto es todo, no va a venir más gente? Tenemos a dos astrofísicos y dos biólogos, por lo que las matemáticas están cubiertas, pero no veo ningún experto en decodificación y criptografía. Ni un ingeniero de telecomunicaciones. Ni ningún lingüista. He oído hablar de grupos que hay por ahí, financiados por grandes empresas, que no bajan de las doscientas personas —dijo con sorna—. Por Dios, si incluyen hasta filósofos y artistas, para cubrir todo el espectro del saber humano…

—Sí, nosotros somos más humildes —dijo Laura, a lo que Zamaro apostilló:

—Y no tenemos tanto dinero. Si descubrimos algo, no vendrá envasado en latitas de Coca Cola, ni tendrá el logo de una petrolera.

—Eso, muerte a los midiclorianos —susurró Chantal.

—Estableceremos nuestra base aquí —dijo Zamaro—, en las oficinas de abajo. Nuestro contacto en el gran telescopio TECAN nos irá pasando los datos sobre el Objeto en tiempo real por Internet, así sabremos si hay alguna variación en su comportamiento.

—Aún me sigue pareciendo un sueño. —Delagua se tomó dos pastillas de un tubo que sacó de su chaqueta y fue hasta un dispensador de agua potable—. Estamos aquí, hablando de señales extraterrestres y de objetos que se aproximan a nuestro planeta como si fuera lo más normal del mundo. Y aún no me has dicho cómo has llegado a bajarte tanto los pantalones, Joaquín.

—¿Bajarme los pantalones?

—Venga, sé que siempre te has reído en público de mis teorías sobre la reescritura neuronal. La pusiste a parir casi desde el mismo día en que la publiqué. —Delagua se miró los dedos. Los tenía blancos y arrugados, parecidos a calamares muertos. Dedos de pescado. «Válgame el Cielo», pensó, «¿tan mal aspecto tengo en los días buenos? ¿O es la proximidad de la juventud de Chantal lo que me hace más feo?»—. Quiero saber por qué ahora me haces tanto caso.

Zamaro miró a Chantal.

—Por favor, cariño, explícaselo tú.

La joven se plantó ilusionada frente al profesor. Delagua tragó saliva. Hacía algo más que doblarle la edad a aquella muchacha, pero tenerla tan cerca y tan concentrada en él, como si lo admirase más allá de su apariencia lamentable, era embriagador. Le recordaba su juventud, cuando aún tenía ganas de hacer cosas guarras a horas guarras en sitios sucios y la ciudad nocturna parecía tan nueva y reluciente como la eyaculación de un muchachito en su primera fantasía erótica.

—¡Gracias a usted di con la solución! —exclamó Chantal, todo ojos redondos y brillos de cristal en las pupilas.

—¿Q… qué solución?

—¡La de la enfermedad cerebral que mataba a los maras! Teníamos varios ejemplares enfermos de HBI en nuestro laboratorio de Frankfurt. No entendíamos por qué ellos habían contraído el mal y sus primos cobayas no, hasta que su artículo en aquella revista divulgativa me abrió los ojos. —La voz le temblaba por la excitación, provocando un sonido similar al que Delagua hacía con la botella. El gollete le percutía contra los dientes en lo que la lengua absorbía las últimas gotas de whisky, mientras formulaba pensamientos de venganza contra el resto del mundo. Por supuesto, aquel sonido quedaba infinitamente mejor en la dentadura de Chantal—. Fue el primero en sugerir que la Señal podría tener una función invasiva, dañando y recomponiendo a la vez el esquema neuronal del cerebro. Que era algo más que la exposición de un mensaje cifrado. ¡Y tenía razón!

Delagua tembló. La migraña volvía, riéndose del dique que le estaban montando los fármacos en el lóbulo prefrontal. ¡Vamos, todos a las murallas!

Lo que aquella chica estaba diciendo… Dios, eran demasiadas buenas noticias (qué coño buenas; ¡noticias espectaculares!) para un solo día. Básicamente, le estaba confirmando que su teoría era cierta, esa a la que nadie más daba crédito. Delagua había sido el centro del escarnio de la comunidad científica por decir que la Señal «nos había hecho algo». Y que, lejos de ser inocua, había alterado invasivamente todos los cerebros del planeta con un propósito desconocido. Hechos de los que nadie tenía pruebas todavía, ni siquiera él.

Lo que pasaba era que los cambios eran muy sutiles, pequeños empujoncitos aquí y allá en el ADN mitocondrial y en el núcleo de las células, con vistas a cambiar cosas en las próximas generaciones. A redirigir la evolución. En algunos individuos ese cambio había sido más brusco, provocando dolencias infernales como el HBI, lo cual le había llevado a pensar que esos individuos estaban más cerca del objetivo final.

En resumen, Delagua se había atrevido a afirmar que los enfermos de HBI no es que hubieran soportado peor la Señal, como los médicos aseguraban, sino que la habían asimilado mejor, aceptando los cambios neurológicos que esta proponía antes de tiempo.

Los maras, unos roedores de la Patagonia que no tenían culpa de nada, eran los únicos animales del mundo sensibles al HBI. Pobrecitos, pensó, como si no tuvieran suficiente con su historial de crash test dummies de laboratorio.

—Nuestros maras tenían el mapa neuronal cambiado casi por completo —dijo Chantal—. Pero era un cambio selectivo, como cuando el Alzheimer daña ciertas partes del cerebro inherentes a la memoria pero conserva intacta la capacidad de comprender el lenguaje, por ejemplo. Y esos cambios…

—…seguían un patrón —adivinó Delagua. Sí, leches, era exactamente lo que él había predicho. La Señal podía reducirse a unos y ceros algebraicos, a pulsos de energía. Y si visualizaban esos pulsos en tres dimensiones en un ordenador, como si fuera una estereoscopía pasada de rosca, formaban un dibujo que un cerebro lo suficientemente grande (no el de una liebre, desde luego, pero sí el de un ser humano o un elefante) podía imitar con sus nervios craneales y sus dendritas. Un dibujo estereoscópico escondido en las células del hipotálamo.

Laura miró a sus compañeros con una chispa de temor.

—Sabéis lo que estáis diciendo con tanto desparpajo, ¿no? Que nos han reescrito. —Los miró de uno en uno—. Que nos han reprogramado contra nuestra voluntad y aún no sabemos cómo ni para qué.

Se hizo un silencio incómodo. Sí, esa era la conclusión más extrema. Alguien, digamos un alienígena o un fenómeno natural especialmente cabrón (Delagua sonrió al pensar en esta posibilidad) no estaba contento con el progreso evolutivo de la Humanidad y había decidido reescribirla. Así tal cual.

Lo malo era que esos cambios no empezarían a ser evidentes hasta la siguiente generación, cuando ya fuera imposible expulsarlos del código genético.

—¿Qué pasó con esos maras? —preguntó Delagua—. ¿Eran sensibles a las ondas de radio, como yo?

—Sí. Con el paso del tiempo fueron adquiriendo comportamientos erráticos, que suplantaban su propio esquema de instintos. Era como si vagaran por laberintos invisibles que solo pudieran ver ellos, chocando contra las paredes una y otra vez…

—Bonita metáfora. —Delagua tragó saliva—. Acabas de resumir en tres frases la historia de mi vida. ¿Y qué les ocurrió?

—Murieron todos. El último hace un par de días. Sin dejar descendencia, porque también se volvieron estériles.

—Bueno, bueno, no nos precipitemos sacando conclusiones —terció Zamaro, en tono tranquilizador—. Un ser humano no es una cobaya. Su cerebro es miles de veces más resistente y capaz de almacenar más información. Y, que sepamos, hasta ahora no ha muerto ningún enfermo de HBI en el mundo, salvo por causas externas a la propia enfermedad.

—La mayoría terminamos suicidándonos —asintió Delagua—. ¿O acaso creéis que es agradable tener la programación de todas las televisiones metida en el cráneo?

A su mente llegó el diálogo de una película mala. El fanático religioso: «Jamás podrá demostrar qué vino antes, si el huevo o la gallina». El científico bueno: «Sí, pero usted seguirá siendo igual de idiota el resto de su vida».

—Centrémonos, por favor —pidió Zamaro—. Lo primero que haremos será poner sobre la mesa los datos conocidos hasta ahora sobre la Señal. Nos aportará una perspectiva de conjunto.

—Estoy de acuerdo —asintió Castillo.

—Me apunto —dijo Chantal, levantando la mano como si estuviera en clase.

Delagua no se molestó en responder.

—Pues adelante. Mi padre odiaba las series de televisión que empezaban resumiendo la trama hasta ese momento, en plan «anteriormente en Mi marciano favorito…», pero yo creo que hace falta. Veamos primero qué sabemos con seguridad y luego abramos la mente a la elucubración.