5. Tres ratones (casi) ciegos
El laboratorio se desplegaba al abrigo de una luz difusa que velaba las sombras y le confería el aura de estar en un limbo celestial. Un cartel pegado con chinchetas aseguraba «Quiero creer» debajo de la foto de un OVNI. Alguien había garabateado encima con bolígrafo: «Vale, yo te paso las anfetas».
El laboratorio estaba totalmente orientado al campo de la biología. Había instrumentación cara como escáneres, tomógrafos y desecuenciadores de ADN, así como lo más básico y antiguo de la profesión, probetas y matraces con mecheros de alcohol. Alguien había asaltado un laboratorio de alta tecnología y una clase de química para niños y se lo había traído todo a este sitio.
Delagua dejó espacio para un «Oh» de asombro entre sus labios.
—Cojonudo. Desde luego habéis tirado la casa por la ventana.
—Y aún no has visto lo mejor.
Zamaro le guio hasta una mesa donde había tres jaulas para cobayas. En su interior, unos roedores de aspecto enfermizo hacían lo que podían por, sencillamente, respirar. Eran animales al límite y por las sacudidas erráticas de sus cabezas, lo que los mortificaba solo podía ser…
—Por los mocasines agujereados de Darwin —masculló Delagua—. No me digas que están…
—Sí. —Chantal les puso un poco de comida pulverizada en sus cajitas de colores—. Están enfermos de HBI. Se llaman Galeno, Hipo y Teofrasto. —Les dedicó una sonrisa triste—. Son mis pequeñines.
—Y también los únicos que nos quedan —apuntó Zamaro—. Los últimos de su generación. Si se nos van, nos quedaremos sin sujetos experimentales. Pobrecitos.
—¿En qué fase de la enfermedad se encuentran? —preguntó Delagua, poniéndose en cuclillas para acercar la cara a las jaulas. Los pobres maras (no cobayas) parecían ancianos vencidos por un párkinson mezclado con otras diez o quince enfermedades degenerativas. Estaban sufriendo, se veía a simple vista, y los dolores que de vez en cuando somatizaban con la cabeza le recordaban a…
Delagua sintió un escalofrío.
Su corazón rechazaba la idea de que algún día él fuera a empeorar tanto como para llegar a ese extremo, pero su parte racional insistía con su propio imperativo: era cierto, podía ser cierto.
—Están en fase terminal —dijo Chantal, compungida. No era un dolor fingido, sino real, como si los ratones pertenecieran a su propia familia—. La verdad es que me dolerá mucho su pérdida. He llegado a quererlos mucho, sobre todo a la hembra, Hipo.
—Que, por cierto, parece ser la que se encuentra en peor estado.
—Sí, pero ha fluctuado. Todo está en mi informe, se lo pasaré para que lo lea esta noche.
Delagua iba a responder, pero un frente de longitudes de onda le atacó a traición. Lanzó un gritito muy agudo, casi de niño, y cayó de rodillas. Un coro de fieles jubilosos de la Iglesia del Jódete Cabrón había roto las puertas de su mente para entonar un aleluya. Sus piernas se agitaban, sus ojos brillaban y sus lenguas salían a humedecer labios mientras el infierno estallaba en la cabeza de Delagua.
Los tres maras mimetizaron el gesto, cayendo, rodando y convulsionando.
Por primera vez desde que había contraído aquel mal, el profesor no se sintió solo.
—¡Profesor! —gritó Laura, agarrándolo para que no se desplomase—. ¿Está bien, lo llevo al hospital?
Delagua se echó hacia un lado los rizos (los pocos que le quedaban de una melena antaño frondosa) con un movimiento que dejó al descubierto los tendones de su cuello, tensos como cuerdas de amarre. Poco a poco fue acallando el coro de fanáticos de su cabeza. Al par de minutos, incluso aceptó un vaso de agua.
—Sss… sí, ya estoy… mejor. Solo ne… necesito un minuto. —Un minuto podía suponer mucho más de lo que ellos pensaban, tal vez la diferencia entre la vida y la muerte. Como aquella vez en que le dio el ataque más fuerte que recordaba haber tenido, cuando fue a la Biblioteca Pública a bucear en la hemeroteca. Un mes después apenas recordaba el pánico de sesenta segundos de dolor infernal, como si se le estuviese friendo el hipotálamo. Un mes después apenas se veía a sí mismo congelado en mitad de las escaleras, aspirando el aire cargado a grandes bocanadas, aferrando el pasamanos como para no morir.
Miró de reojo a los maras. Ellos también le estaban observando, comprendiendo el hecho fundamental que implicaba que una criatura de orden superior, uno de sus humanos carceleros-cuidadores-torturadores, también agonizara cuando le llegaba el momento. Seguro que tenían coros de ruidosos cantores metodistas dentro de la cabeza (a su juicio, los menos demostrativos de entre los siervos de Dios, ya que ellos no predican: exultan), regocijándose en su decoroso dolor.
Justicia poética de roedor, eso era la maldita cosa. Justicia ratonil.
«Ya estás divagando. El dolor te hace divagar, maldito viejo, fan chillón de Ken Kesey».
—Acepto —siseó Delagua, intentando centrarse en el ahora.
—¿Cómo? —preguntó Zamaro.
—Que me quedo. Hace un minuto no me importaba un carajo tu proyecto, Joaquín —confesó—, pero ahora, habiendo conocido a las tres pequeñas estrellas, no puedo largarme y dejarlas a su suerte. ¿Dónde tenías pensado alojarme… o me tengo que buscar la vida también en eso?
Zamaro lo abrazó, un abrazo de bienvenida a un equipo que dejaba de estar cojo.
—Ya te he buscado un agujerito, no te preocupes. Y a salvo de radiofrecuencias. Está en un punto ciego de la ciudad donde no hay cobertura ni para móviles.
—Menos mal. Estaba empezando a preguntarme qué tal se dormiría en la conserjería de este antro.
—¡Ja ja! Seguro que harías muy buena pareja con los bedeles —rio Zamaro.
—Ya he intimado con bedeles en el pasado —bromeó Delagua, intentando mordisquear las últimas raspas de migraña—. Te aseguro que de todos los grupos humanos, son quienes mejor casan lógica con sagacidad cuando opinan sobre algo. —Claro, tienen que entretenerse mientras lanzan esos alucinantes balazos pardos de tabaco a las papeleras.
¿Lo ves, maldito viejo? ¡Otra vez divagando! ¡Céntrate!
El grupo se deshizo en halagos y bienvenidas, prometiendo ponerle al día en los campos que cada uno dominaba. Al dejar el laboratorio, Delagua miró a la pequeña Hipo. Sus ojitos rodaron lentamente bajo los párpados semicerrados, mirando cómo aquel hombre que entendía su sufrimiento se marchaba.
Yo también te entiendo, pequeña, se dijo. Ese pensamiento, de alguna extraña manera, se convirtió en promesa.
Los días pasaron rápidos e intensos, sin fricción. Zamaro no mintió en cuanto a lo del «agujerito», porque aquel entresuelo sin ventanas apenas se podía calificar de otro modo. Era confortable, un estudio de soltero con todos los ambientes mezclados. Todos menos el baño, claro, aunque estaba dividido en dos minúsculos cuartitos que parecían armarios reconvertidos. En uno estaba el retrete, solitario y melancólico, y en el otro (a tres metros) el lavamanos, la ducha y el armario de los potingues. Era lo más abstracto que había visto en su vida.
En una cosa no había fallado Zamaro y era en lo plano a nivel de radiofrecuencias que estaba aquel antro. No sabía si agradecérselo a la arquitectura del edificio o a un providencial milagro de la Física. Para un inquilino que lo jurase todo por la cobertura de su móvil aquel lugar sería una pesadilla, pero para él era un oasis.
De todos modos, Delagua pasaba poco tiempo allí. Casi siempre estaba encerrado en el laboratorio de los maras, observándolos y probando cosas que esperaba que no les doliesen mucho. Tenía la sensación de haber llegado al grupo en el momento exacto, pues el trabajo global parecía enfocado hacia la parte biológica más que a la astrofísica. Eso le convertía en el engranaje central del equipo, cosa que a Chantal, lejos de molestarla, parecía encantarle. Seguía mirándolo como a ese Viejo Profesor de las leyendas, el sabio cuya cercanía siempre es enriquecedora. Delagua, por supuesto, no se tenía ni de lejos en tan alta estima y le habría gustado que la joven lo mirara con un poquito menos de reverencia y (ese mismo poquito) más de lascivia… pero eran los sueños de un viejo verde.
El primer día, y a quemarropa, Chantal le dijo algo sorprendente, algo que cambió para siempre su visión tanto del HBI como de las perspectivas sobre su propio futuro: había descubierto la existencia de un compuesto químico que era afín a sus síntomas, pudiendo potenciarlos o frenarlos. Era un tioxanteno neuroléptico parecido al que se usaba de manera común contra la esquizofrenia, pero que mezclado con un par de cositas graciosas (sobre todo fenotiacinas y butirofenonas) daba lugar a un combustible para reactores que podía haber hecho que su bisabuelo saltara de la silla de ruedas para marcarse un rock’n roll.
Este mejunje, aplicado en pequeñas dosis, tenía efectos increíbles sobre los maras: no los hacía bailar al ritmo de los Jefferson Airplane, pero sí que cambiaba la composición, e incluso la disposición espacial, de las zonas afectadas por el HBI en sus cerebritos. A Delagua le parecía algo inaudito. Era como si aquella droga acelerase de alguna forma el progreso de la enfermedad, solo que sin hacer daño al paciente.
Tras unas cuantas dosis, lo que revelaba el escáner era que el dibujo 3D del HBI (la estereoscopía, como la había llamado Chantal) variaba sutilmente. Como si algunos de sus puntitos se hubiesen desplazado o hubiesen intercambiado información con las dendritas sanas que tenían alrededor. Era como ver en cámara rápida, donde los segundos eran meses o incluso años, lo que iba a pasar con el paciente en el futuro.
Delagua recordaba haber visto una serie alucinante cuando era adolescente, Cosmos, de Carl Sagan, un estupendo divulgador que trabajaba con la NASA. En ella, además de la pegadiza música de Vangelis, había un episodio dedicado a cómo variaban los dibujos de las constelaciones con el paso de los siglos. Sagan pidió al realizador del episodio que mostrase mediante una primitiva animación computerizada cómo los trazos imaginarios que unían las estrellas se contraían y expandían cambiando el «dibujo», yendo del oso a la morsa o del carro con bueyes al cucharón sopero.
El tioxanteno hacía más o menos lo mismo con el cerebrito de los maras: variaba la estereoscopía, la regiones reprogramadas por la Señal en la parte no activa de la masa encefálica. Entre el antes y el después había todo un Volkswagen de diferencia: antes la mancha en falso color le parecía una mariposa, después una casa con techo a dos aguas. La forma por la que había transitado entre ambos puntos era un Volkswagen escarabajo, del modelo del 34, joder.
Aquello planteaba todo un universo nuevo de preguntas, dudas y no pocas esperanzas. Con ensañada crudeza, Delagua se dijo que aquellos fuegos de artificio neuronales podían no ser más que eso, una ilusión, la luz al final de un túnel que no llevaba a ninguna parte. Se acordó de sí mismo hacía años, plantado ante la puerta de su ex-mujer con aquella invitación a largarse escrita en el aire. Ella le gritaba todos los motivos por los que a) su decisión de marcharse era una estupidez y b) de lo poco que hubiera de verdad habría que repartir la culpa al cincuenta por ciento, ¿verdad que sí?
Delagua, que le había gritado su propio «sí» tras el puño cerrado, meneaba ahora la cabeza con la misma impotencia. El destino le estaba poniendo ante las narices un milagro que podría ser un embuste cósmico. ¿Pero qué otra cosa podía hacer salvo tragárselo?
Necesitaba creer que había un final amable que no acabase con él metido en una gigantesca jaula para cobayas, dándole vueltas a una estúpida noria de madera.
—¿Cómo descubriste eso? —le preguntó a Chantal un día.
Ella se encogió de hombros graciosamente, rascándose la naricilla.
—Por casualidad, claro. Aunque esa causalidad estuvo sazonada con una chispa de intuición femenina.
Delagua dejó caer la cabeza en un cruce de dedos.
—¿Sabes lo que es esto? —preguntó con mirada soñadora.
—No entiendo a qué te refieres.
Delagua puso en orden unas cuantas ideas, que eran como nubecillas de buen tiempo caídas a tierra.
—Dime una cosa, Chantal: cuando los maras fueron sometidos al efecto de esta sustancia, ¿cómo cambió su cuadro clínico? ¿Qué les pasó?
—Fue algo muy raro, como si al principio sus constantes vitales se estabilizaran, e incluso experimentaran una mejoría… y luego, sin previo aviso, cayeran más enfermos que antes. Su estado de salud se deterioró hasta el extremo que has visto.
—¿En los tres casos ese ciclo fue él mismo? ¿Hipo, Galeno y Teofrasto se comportaron exactamente igual?
—No, cada uno tuvo su propia curva. La que mejor lo llevó fue la hembra, y curiosamente también es la que más cambios ha sufrido en su HBI.
—¿Había algún factor que la diferenciara del resto, además del sexo?
—Sí. Justo cuando le afectaron los cambios el laboratorio estaba cerrado. Nosotros estábamos fuera. Y se había ido la luz, con lo que todo se había quedado a oscuras, el bedel nos lo dijo al día siguiente. La pobre debió de pasarlo fatal —suspiró—. Sus hermanos lo sufrieron de día y con nosotros por aquí. Al menos tuvieron eso.
—De noche y sin nadie cerca…
La barbilla de Delagua atrajo como un imán sus dedos. Chantal, por lo que él estaba descubriendo una brillantísima bióloga, a pesar de su corta edad, lo miró expectante, sufriendo en silencio esos minutos de reflexión para que él le devolviera un ¡eureka!
—La oscuridad, ¿eh? Eso implica ausencia de estímulos. Se habían quedado solos, no había ni luz ni movimiento cerca. Probablemente estarían en medio de un silencio sepulcral, porque hasta aquí no llega el bullicio de la calle. Y a ella le dio el ataque…
—Exacto. —Chantal frunció el ceño—. ¿En qué piensa, profesor? ¿Está relacionada la curva de progresión de Hipo con esa ausencia de estímulos?
—Quién sabe, pero desde luego es una variable a tener en cuenta. ¿Habéis probado esto en humanos? —Ante la cara de horror de la joven, él mismo se contestó—: No, claro que no. Verás, chiquilla, mi opinión (y que conste que es solo eso, una opinión) es que esa droga milagrosa ha logrado acelerar de alguna manera la evolución del HBI. Ha sido una aceleración artificial, por lo que intuyo que habrá cogido por sorpresa al propio síndrome. Esto es un gran avance, aunque no lo parezca, porque según creo…
Enmudeció, sus manos y su vista congelados en el aire, atrapados en una idea que acababa de golpearle.
Chantal se preocupó, pero al minuto el profesor le preguntó:
—¡Chantal! ¿A qué distancia dijo Castillo que estaba ese objeto raro de la Tierra? ¿Ese OVNI? ¡En años!
La joven hizo memoria, un poco asustada por su mirada de loco.
—Pues… veinte o veintiuno, ¿por qué? ¿Tiene algo que ver con esto?
Delagua salió corriendo de la sala, en busca de los demás.
Maldita sea, si estaba en lo cierto en la locura que se le acababa de ocurrir, por supuesto que tenía muchísimo que ver.