7. El T.A.S.
El perfume dulzón del cannabis llenaba la sala y se expandía hacia el pasillo como una invisible nube de serenidad. Con el porro en la mano, Castillo empezó a comprender por qué Delagua estaba intentando sacar cordura de la inestabilidad y del sufrimiento; de ese eterno dolor de cabeza que debía convertir en apostasía cualquier pensamiento. Su carne herida llevaba meses intentando apartarse del alcohol y los psicotrópicos, sin conseguirlo más que a medias, pues mientras el resto del mundo alucinaba a él le había tocado bailar con la más fea, sentándose muslo con muslo junto a la primera psicosis de origen extraterrestre.
«Menudo privilegio. No me extraña que su carácter se haya estropeado de esta manera», se dijo la doctora, dándole otra calada al porro. La nube hizo un tirabuzón en su garganta y fue aspirada por la tráquea. Luego se lo devolvió a Delagua.
—Jesús. No probaba una tan buena desde mi época de estudiante —comentó. El profesor aprobó su opinión con un distraído ah-já mientras se perdía en sus papeles—. ¿Qué estás haciendo?
—El inventario de las cosas que nos van a traer de la universidad de Bonn —dijo Delagua—. Allí es donde he encontrado el único T.A.S. que sigue funcionando en Europa, con su solución salina propia.
—¿Qué es eso?
—Uhm… es la abreviatura de Tanque de Atenuación Sensorial —explicó mientras rubricaba unas cuantas líneas de puntos. En realidad todo eso lo debería estar haciendo Zamaro, la única persona con autoridad para solicitar material a otros centros, pero ya que la idea (y el riesgo) era de Delagua, había delegado en él la responsabilidad—. Los alemanes lo estaban usando para experimentar con los estados alterados de conciencia, un poco en la línea de John Lilly en los años cincuenta. Creo que a un estudiante que estaba haciendo de cobaya para subir nota la Señal lo pilló cuando estaba dentro. ¡Canastos! —Rio—. ¡Cómo me gustaría que me dejaran hablar con él! Sería sumamente enriquecedor.
—¿Canastos?
—Es una expresión de cuando era niño. Está fuera de tu radar cultural.
—Entonces es cierto. Estás decidido a intentarlo.
Delagua le dio una profunda calada al porro. Un remolino de euforia giró en su vientre, haciendo sonar sus vértebras como un xilófono de huesos.
—Por… coj, coj… supuesto, ¿qué te creías?
—Sé que no mentías cuando dijiste que te presentabas voluntario para probar las drogas aceleradoras de Chantal, pero que encima lo hagas en un tanque de aislamiento… —La voz de Castillo sonaba realmente preocupada.
—¡Pues claro, es el único modo de afinar el experimento! De los tres maras, la que sufrió un cambio más profundo fue la hembra, cuando se apagaron las luces por error en el laboratorio.
—¿Y no has pensado que podría deberse a que el sexo es un factor determinante? A lo mejor las hembras estamos más predispuestas al cambio que vosotros.
Delagua torció la cabeza en un gesto que se quedaba a medias entre el «vale, tienes razón» y el «pero aún así te vas a tragar mi argumento».
—Podría ser, pero si no lo intentamos con un varón jamás lo sabremos. —Le lanzó una mirada de reojo—. Y tú no vas a presentarte voluntaria, imagino.
Castillo hizo una cruz con los dedos.
—Vade retro, Satanás.
—Eso pensaba.
Un bullicio avisó de la llegada del último cargamento, el más pesado. Se oyó de fondo la voz de Chantal, arengando a los mozos:
—¡Vamos, es por aquí! ¡Cuidado con el escalón, el… sí, justo ese!
Castillo y Delagua asomaron la cabeza por la puerta. La caja que los esforzados operarios arrastraban sobre rueditas era compacta y rectangular, de unos dos metros de alto por uno y medio de ancho. Al verla, Delagua supo que una cierta fuerza cósmica impulsaba su experimento hacia el triunfo. Podría ser efecto de la hierba, pero estaba seguro de que ese optimismo, después de tantos años de fracasos a nivel profesional y personal, era de alguna forma justificado. Parecía como si se redescubriese a sí mismo como una persona valiosa, digna de una moderada admiración.
Y todo eso al ver una caja siendo empujada entre sufrimientos y ¡ughs!, y ¡aghs!, por un pasillo.
—¡Genial, métanla aquí, por favor! —gritó—. ¡Por ahí dentro!
Les hizo un hueco a los operarios para que pasaran. Estos la depositaron en el centro de la cámara de dragado de líquidos, una estancia con un suelo de rejilla conectado a un desagüe, y se fueron malhumorados, secándose la frente con las mangas.
—Esto avanza, sí señor. —Delagua se frotó las manos—. La verdad es que Zamaro no es un burócrata tan inútil como yo pensaba.
Entre los tres abrieron la caja, para lo cual tuvieron que desmontarla madero a madero. Pero lo que surgió de su interior, dormido bajo un sepulcro de espuma amarilla, valió la pena: Un tubo de color bronce remachado por todas partes, más alto que un ser humano corriente, con un ventanuco oval ribeteado de tornillos a la altura de la cabeza. En la parte de arriba tenía una esclusa de volante, al estilo de los antiguos submarinos, que lo hacía parecer un artefacto sacado de una novela de Julio Verne.
Los ojos de Delagua brillaban de placer. Los de Laura y Chantal, de miedo.
—¿Qué se supone que es eso? —preguntó la bióloga.
—¿No has visto la película? No, claro, eres una chiquilla. ¡Dios, es idéntica a la que usaba Lilly! Supongo que el equipo de buzo vendrá aparte… —Se puso a rebuscar en otra caja distinta, sacando de ella una especie de escafandra con un tubo cenital de respiración y un racimo de sensores para electroencefalogramas que colgaba como una araña muerta—. Esto, cariño, es un equipo C.G.H.U., una especie de traje de buceo para la supresión total de la estimulación sensorial. Uno se lo pone —se colocó el casco en la cabeza; era tan grande que le sobraba espacio por todas partes—, se desnuda, se mete en un baño saturado de sales Epsom y sulfato de magnesio de alta concentración… y a flipar con peces de colores.
—Había oído hablar de estas cosas —murmuró Chantal, horrorizada— pero jamás creí que vería una. ¿En serio va a meterse ahí dentro, profesor?
—Anímicamente, ya estoy ahí. Ahora, querida, necesito que me consigas unos cuantos caramelos para la primera sesión. LSD y derivados del cornezuelo del centeno que ya te detallaré. Te daré la lista completa para que se la pases a Farmacia, si eres tan amable.
—Así que este es el monstruo —comentó una voz grave desde el pasillo.
Todos se volvieron hacia Zamaro, que contemplaba el tanque con la reverencia de los antiguos chamanes de las tribus, al ver cosas que no comprendían y simbologías desatadas en un ectoplasma de peyote.
—¿Te he oído mencionar el LSD, amigo? —preguntó, entrando en la cámara de dragado—. Vamos, ni por un segundo pienses que te voy a dejar mezclar los neurolépticos de Chantal con otras drogas fuertes —lo amenazó—. Ni aunque me firmes un disclaimer de noventa páginas. Tu cerebro no lo resistiría.
Delagua arrugó el gesto. Se había temido ese tipo de resistencia, aunque esperaba poder negociar.
—Venga, Joaquín…
—Ni venga ni leches. Te he hecho caso en tu absurda teoría sobre la privación sensorial, pero si quieres hacer en persona este experimento, olvídate de los alucinógenos. Ya no eres un crío, hombre. La palmarías a la primera alucinación.
—Estoy de acuerdo —dijo Chantal, tímidamente—. El factor riesgo es muy alto. Además, no sabemos qué cambios inducirá el HBI por sí solo en tu cerebro. Miren, creo que deberíamos encontrar primero a unos chimpancés que fueran sensibles al HBI y…
—Está bien, nada de psicodélicos en las primeras sesiones, aparte del tioxanteno —se rindió Delagua—. Que les den morcilla a los monos. El único simio estúpido que va a entrar ahí soy yo. Y si no me queréis ver en pelotas (cosa que por el bien de vuestra salud mental, os aconsejo) será mejor que os deis la vuelta.
—¿Has estudiado las fases de la privación sensorial? —preguntó Laura—. ¿Seguro que no interferirán con la aceleración del HBI?
—Eso pregúntaselo a la pequeña Hipo y a sus hermanitos. Pero no, no creo que me pase nada. Al menos nada ajeno al síndrome —meditó Delagua, terminando de sacar los trastos de sus embalajes—. Si tengo alucinaciones, que las tendré… intentaré describíroslas en tiempo real desde dentro del tanque.
—Vaya si las tendrás. Con semejante cóctel en las venas vas a ver hasta a mi tía Enriqueta en bikini. Y esa sí que no es una visión agradable. Ni los chamanes ciegos deayahuasca habrán tenido jamás un viaje igual al tuyo.
Delagua levantó una mano, dejando entre los dedos espacio para una copa.
—Brindo por eso.
—¿En qué consiste exactamente la privación sensorial? —preguntó Chantal.
—Tiene tres fases que el propio John Lilly bautizó en sus tempranas experiencias: Uxartias, o fase de la relajación inicial con alivio del sentido del tiempo; Prensys, el momento en que aumentan la ansiedad, la preocupación y los niveles de cortisol en sangre; y el Albión o estado alterado de conciencia. El Albión es la meta final, la frontera.
Zamaro le dio unas palmaditas en la espalda.
—Que el Señor te coja confesado. Y sí que me vas a firmar esas noventa páginas, amiguete. Una por una.