6. Herencia
La sala de reuniones virtual tenía dos niveles, como cualquier ambiente enriquecido con realidad aumentada. Por un lado estaba el mundo real, aséptico y sencillo, con las sillas a ambos lados de la cámara para los conferenciantes. Por otro, el mundo digital que explosionaba en sus pupilas, con elementos figurativos y funcionales sobrevolando sus cabezas como traviesas mariposas monarca.
Joaquín Zamaro daba paseos alrededor de un jacuzzi que se abría en el centro del la sala («extraño lugar para situarlo», pensó mientras lo rodeaba), un hueco oval de aire que había sido espesado a la densidad del agua, llenándolo subacuáticamente con gases nobles. Era un adorno virtual, por supuesto, pero parecía tan real que uno podría caerse dentro. El resto de la sala tenía un encanto sereno, pastoral, de paisaje en las faldas del Fuji Yama.
—Damas y caballeros, bienvenidos al quinto pleno de este grupo de investigación —dijo para la audiencia. A su lado estaba Laura, su cabello rozándole los hombros como algas arrojadas a la playa—. Sé que en algunos de sus países es una hora muy incómoda —miró de reojo al científico japonés que aparecía en una de las ventanas—, y por ello les agradezco su presencia. El propósito de esta reunión es poner sobre la mesa los últimos avances en la investigación, para que todos los grupos estén actualizados.
Los científicos asintieron, cada uno en su propio país y en su propio laboratorio. Zamaro se sentía orgulloso por haber reunido un grupo tan maravilloso y heterogéneo de personas, todas muy motivadas y capaces de destacar en su campo. Parecía un sueño hecho realidad que, en cierto modo, justificaba la presencia allí del propio Zamaro. Él no estaba investigando apenas, pero cargaba con las ingratas labores de relaciones públicas, que no era poco.
—Bien. —Se frotó las manos—. Sin más preámbulo, vamos a dar paso a la exposición. ¿Querría empezar usted, doctor Tanaka?
El japonés enlazó su señal de vídeo con unos diagramas que flotaban en el aire.
—Gracias, señor Zamaro —dijo con un fuerte acento labial—. Es curioso que las instalaciones del gran telescopio TECAN se encuentren geográficamente más cerca de ustedes que de mi país, pero mi grupo y yo nos sentimos halagados por poder analizar estos datos y ofrecer tan gratas noticias.
—¿Qué habéis descubierto?
—La ayuda de la doctora Castillo y sus cálculos sobre la influencia gravitatoria de los satélites de Neptuno en el momento angular del Objeto han sido decisivos para llegar a la siguiente conclusión, por lo que deseo expresarle mi más cordial enhorabuena.
Castillo elevó un segundo la vista de sus papeles virtuales para premiarle con un guiño. El japonés prosiguió:
—Lo que hemos averiguado es el punto exacto de la órbita terrestre donde coincidiremos con el Objeto, dentro de dos décadas… siempre que aquel no varíe demasiado bruscamente de dirección o velocidad. Hasta ahora ha experimentado ciertos cambios, como aceleraciones o deceleraciones bruscas, pero la media de su momento angular se mantiene constante. Eso nos da una pauta.
Zamaro puso los brazos en jarras.
—¿Llegará a coincidir con la Tierra en algún momento? —Esa era una de las preguntas más importantes que se hacían todos los que, hasta el momento, conocían la existencia del Objeto: si tocaría nuestro planeta o si pasaría cerca, saludándolo desde el espacio. Las implicaciones de ambos eventos no tenían fin.
Tanaka negó con la cabeza.
—Por desgracia, no creemos que lleguen a coincidir plenamente ambas trayectorias, pero sí que pasarán muy, muy cerca. Quizás incluso a la distancia de la Luna.
—Vaya, eso es condenadamente cerca. Incluso se podría planificar un encuentro.
—Así es. Tanto que casi nos confirma la idea de que el acercamiento no es casual, sino que hay una intencionalidad —dijo Tanaka—. El volumen de espacio con el que estamos trabajando es tan enorme que hay que admitir que detrás de esto debe haber una voluntad rectora, que quiere acercar el Objeto a nuestro planeta pero sin llegar a rozarlo. Quizás para no arriesgarse a causar una catástrofe si la trayectoria final y la velocidad se les van de las manos. Ahora mismo el Objeto avanza a más de dos mil kilómetros por segundo, y calculamos que podría tener una masa que rondase las seiscientas mil toneladas. Si algo así cayera por error en cualquier parte de la Tierra…
—Apocalipsis a la carta —barruntó Zamaro.
—O puede que no sea más que una coincidencia. Pero insisto en la baja probabilidad de esto. Que las trayectorias se acerquen tanto en un espacio de tiempo de esta magnitud es tan improbable como que lancemos un grano de arena a una playa e intentemos hallarlo de nuevo una semana después y tras haberle pasado por encima un huracán. Tiene que ser intencional.
—Ojalá sea así. Bien, quizá lo que la doctora Castillo tiene que decirnos pueda arrojar un poco de luz sobre esto. —Zamaro se apartó para dejarle el lugar de honor (en el centro de la sala, con los pies flotando sobre la piscina de gases nobles en su delirio multicolor) a Laura.
—Gracias, caballeros. Solo les robaré un minuto, porque lo que tengo que decir, aunque es sumamente importante… —Hizo una pausa dramática—… no durará mucho. Es un simple dato que les dejo para que lo contrasten. Usted, doctor Tanaka, ha establecido fecha y lugar para el argumento de periápside de ambas órbitas. Yo les voy a hablar ahora de la relación que el Objeto tiene con la Señal.
Todos la miraron en silencio. «Desde luego», pensó Zamaro, «Laura tiene dotes para la política. O para el teatro. Si alguna vez se cansa de la astrofísica, siempre podría hacerse un huequito en la escena política».
—Como saben, una de las grandes incógnitas que nos han quitado el sueño es de dónde provino la Señal. En su día, las mediciones de los radiotelescopios nos dieron un vector, aunque no una distancia. Sabemos que el punto de origen es extrasolar y más o menos cuál fue el vector de expansión del cono, pero poco más.
»Gracias a la irrupción del Objeto en nuestro Sistema Solar, muchos han dado por supuesto que fue él quien lanzó la Señal. Pero creo haber hallado pruebas suficientes de que no es así. La Señal no procedió del Objeto, aunque ambos estén situados más o menos en el mismo plano de origen. De alguna manera el Objeto la recogió y amplificó, enviándola con fuerza renovada hacia nuestro planeta.
Se sintió una exclamación colectiva.
—¿Cómo ha llegado a semejante conclusión, doctora? —tartamudeó Guth, el astrofísico alemán que les hablaba desde Bonn, donde estaba ubicado uno de los mayores radiotelescopios dirigibles del mundo.
—No ha sido fácil, pero nuestro pequeño amigo Pathfinder 6 nos echó un cabo. Este satélite fue lanzado hacia Marte hace cuatro años, y en el momento de impacto de la Señal se encontraba a cincuenta millones de kilómetros de la Tierra. —Laura les mostró los dibujos que llevaba intercalados entre los papeles, donde aparecía una esfera (la Tierra), un punto lejano de referencia (el Pathfinder) y un enorme triángulo que los englobaba a ambos—. El satélite también recibió, alta y clara, la energía de la Señal, que llegó a averiar sus sistemas durante unas críticas horas hasta que el ordenador secundario restableció el control. Estoy segura de que en algún rinconcito de sus entrañas electrónicas se quedó grabado un pedacito del Código y ahora lo lleva rumbo a Marte.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Tanaka—. ¿Que la amplitud del cono de la Señal era mucho mayor que la que habíamos supuesto?
—Exacto. Antes pensábamos que la Señal era una onda dirigida a la Tierra, abarcando poco más aparte de ella. Pero si su cono de frecuencia llegó a rozar al Pathfinder, tan lejano como estaba en aquella época… —Señaló las dos esferas del dibujo—. Vamos a ver. Supongamos que la Tierra no es la arista contraria del cono, sino su centro (ya saben, antropocéntrica que es una), y que aquel tiene una amplitud que abarca como mínimo hasta la distancia a la que se encontraba el Pathfinder. Esto nos deja un cálculo aritmético muy sencillo, basado en esta amplitud y en la pérdida de energía en el vacío según la constante de Alfven, que nos sitúa el punto de origen de la Señal muy por detrás de la órbita de Plutón. Mucho más allá de las fronteras del Sistema Solar. Es decir —carraspeó—, muy lejos del lugar donde se hallaba, supuestamente, el Objeto alienígena en el momento de su emisión.
—O sea —dijo Zamaro—, que el Objeto no emitió la Señal.
—Las pruebas de que disponemos actualmente apuntan a esa conclusión. Pero de algún modo rebotó en él, porque el Pathfinder leyó una amplia gama de pulsos secundarios procedentes de sus coordenadas. Actuó como un… repetidor, si me permiten la comparación.
—Entonces, ¿quién demonios la envió? —preguntó Guth, molesto porque aquello tumbaba todas sus disquisiciones de los últimos meses y la compleja teoría que se había montado, él solito, en sus ratos libres.
—Me temo que esa es ahora la pregunta del millón. O una de ellas. Sigo opinando que ambos eventos, Señal y Objeto, están relacionados de alguna forma, porque es demasiada casualidad que se den al mismo tiempo en el corto periodo de historia de la Humanidad. Pero quién los haya enviado, y por qué, son dos cuestiones que…
No pudo terminar la frase, porque la puerta de la sala se abrió de golpe y entró un huracán en forma de profesor Delagua, seguido por una ola secundaria llamada Chantal. Los dos parecían muy nerviosos.
—¡Paren las rotativas! —gritó Delagua, sacudiendo sobre su cabeza los informes clínicos de los maras—. ¡Tienen que oír esto!
El biólogo se plantó ante Zamaro, pero algo le golpeó la frente y retrocedió con un tremendo rugido de dolor. Chantal lo ayudó a salir de la sala, de una manera mucho menos solemne y vigorosa que con la que había entrado. Delagua acababa de meterse de lleno en un vórtice de microondas que para él debía ser como la antesala del Infierno.
—Señores, me temo que tenemos una emergencia. Yo… eh… les llamaré en cuanto esto se aclare. —Zamaro se disculpó como pudo y apagó todas las conexiones de R.A. y los ordenadores. Luego fue a buscar a Delagua. Lo encontró tumbado sobre una regleta de sillas de plástico—. ¿Es que te has vuelto loco? ¿Cómo se te ocurre entrar ahí dentro?
Delagua se relamió los labios. Trató de decirse que era solo la fiebre lo que los resecaba así. Pero maldita sea, si hubiese tenido una botella de Licor 43 a tiro…
—Yo… lo siento, pero tenía que decíroslo ya. Puede que… me haya pasado un poco.
—Ya lo creo que te has pasado. Aquí también tenemos nuestros protocolos, no puedes ir en plan rinoceronte llevándotelos por delante.
—He pedido disculpas, ¿vale? —se ofendió Delagua, recobrando una cierta sensación de calma, o quizás solo una sensación de lugar—. No me atosigues. Chantal y yo hemos descubierto algo importante. —Trató de decir algo más, pero solo pudo emitir una gárgara floja.
—¿De qué se trata? —Laura le alcanzó un vaso de agua fría de la máquina.
Delagua estuvo un rato con la cabeza apoyada en los azulejos de la pared. Notaba los senos de Chantal distraídamente apoyados en su brazo mientras lo abanicaba con un folio. Le parecieron pequeñas almohadillas de una tersura indescriptible, y decidió seguir con la pantomima un ratito más, a pesar de que se encontraba mejor.
«Esta no es Chantal, sino yo. Yo después de haber nacido en otra vida con mejor mano en las cartas del Destino».
—No ha querido contármelo ni siquiera a mí —dijo Chantal, resignada—. Ya sabe cómo es cuando se emociona. Todo un… arrebato.
—Sus teorías sí que son arrebatos —gruñó Zamaro, consiguiendo el efecto que buscaba: que su amigo reaccionase y abriese los ojos, ofendido.
—¿Pero qué…? Ah, no, te he calado. No pienso picar con… —Se dio cuenta de que ya había mordido el anzuelo, por lo que era inútil seguir fingiendo. Además, los senos de Chantal ya estaban otra vez a prudente distancia de su piel—. Eres un cabrón.
—Y tú has descubierto algo capaz de parar rotativas.
—Eso creo… En fin, la cosa surge de los estudios que ha realizado Chantal sobre la degradación del cerebro de los maras después de acelerar su infección con la droga.
—¿Droga? —preguntó Tanaka como una voz etérea. Provenía de la extensión R.A. de Castillo, en modo de permiso a terceros—. ¿Qué droga?
—Una mezcla de neurolépticos bastante graciosos, ya os daré los detalles. Lo importante es que hemos visto el futuro del HBI. —«Y el mío propio», se tragó Delagua—. Hemos encontrado el botón de avance rápido. Y lo que hay al final es alucinante.
—¿En serio? —se asombró Joaquín—. ¿Y qué es?
—Verás, amigo, cada vez estoy más convencido de que nos hemos equivocado en llamar «síndrome» o «patología» a algo que no es más que un cambio benigno. Sé que suena raro que alguien que sufre tanto por su culpa diga que el HBI es benigno, pero las cosas son así. —Delagua cerró los ojos, dejando al descubierto unos párpados teñidos con el delicado púrpura del agotamiento. Sus abanicos seguían agitándose, flap flap flap, moviendo más sonido que aire—. El problema es que no estaba planeado que fuéramos nosotros quienes asumiéramos estos cambios, sino nuestros hijos.
—Venga ya…
—¡Hablo en serio, maldita sea! Imagina… imagina por un momento que en realidad hay alguien ahí fuera que creó la Señal y la apuntó con mala baba hacia nuestro planeta, para que nos infectara con HBI —elucubró. El camino de su razonamiento era una maraña de rebrotes—. Podría ser que los cambios biológicos que esos entes necesitaban que experimentásemos no pudieran llegar de sopetón, que necesitáramos un tiempo para asumirlos. O que se los legáramos a nuestros hijos para una mejor y más saludable mezcla con su herencia genética.
»La clave se halla en los roedores. Las áreas de su cerebro afectadas por la Señal van cambiando poco a poco, adaptándose al contenido del mensaje. Que es una adaptación progresiva y no un daño puntual lo demostró Chantal al drogar con los neurolépticos a los maras: apretó el botón de avance rápido y la estereografía cambió.
—¿Estás diciendo que la Señal sigue efectuando cambios en nuestro cerebro, aunque no nos demos cuenta? —se asombró Castillo.
—Sí. Y algo más: Si mis cálculos basados en la degradación de los maras son correctos, y si aplicamos esa misma fórmula a la densidad del córtex humano… la mutación a la que nos inducirá el HBI estará muy avanzada de aquí a veinte años. Entre veinte y veintidós, para ser más concretos, podríamos hablar de un cambio molecular profundo en toda la humanidad. Es decir, exactamente la fecha para la que está prevista la llegada del Objeto a nuestra vecindad.
»¿No lo entendéis? —Sus ojos se desorbitaron—. Nos infectaron con la Señal con la suficiente antelación como para tenernos ya mutados y listos para la fecha en que esa cosa llegue a la Tierra. Pero Chantal ha descubierto por una bendita casualidad la manera de acelerar el proceso, lo que nos lleva al siguiente paso lógico.
—¿Cuál? —preguntó Zamaro, temiendo que no le iba a gustar la respuesta.
—Probar esa aceleración en un sujeto experimental humano. Llevarla hasta el límite y ver qué rayos es lo que nos espera a todos dentro de una generación. —Se le notaba tan enfurecido por sus propias conclusiones que logró una fluidez en la expresión corporal próxima no a la mera poesía, sino al verbo homérico—. Ah, por cierto: por si no había quedado suficientemente claro, gente… me presento voluntario.