2. El grupo se reúne

Delagua se pasó el viaje de vuelta a la Universidad tratando de no fijarse en lo pálida y delgada que estaba la doctora Castillo. Parecía una penitente. Sus agostados senos, el doloroso bulto del hueso pélvico que deformaba la cintura de sus vaqueros, las ojeras crónicas… era la clásica imagen de un científico terminal, una persona obsesionada por encontrar respuestas imposibles en un periodo de tiempo demasiado corto.

Se preguntó si los demás miembros del grupo serían así, ecos de genios juveniles que se hicieron viejos demasiado pronto. ¿Pero a qué venía tanta prisa? ¿Por qué esa repentina obsesión por desvelar el misterio? Los grandes enigmas funcionaban a un nivel latente; eran más bien proyectos a largo plazo que carreras contrarreloj. Nadie había resuelto las ecuaciones de Ascolzi en una sola noche, ni revelado el misterio de las pirámides.

Pero la obsesión estaba allí, en aquellos ojos. Era como si el alma de Laura ya estuviese en la caída final, la que espera detrás de un objetivo vital inconcluso y un buen montón de martinis. La voz de la doctora, sin embargo, era firme y segura de sí misma. Eso significaba que su aspecto escuálido no derivaba de una frustración vital.

Era puro agotamiento.

—¿A qué se refería con lo de la cuenta atrás? —le preguntó. Iban en un autobús casi vacío. Delagua dio gracias por ello. No habría soportado tener cerca un puñado de personas digitando en el aire, en sus dispositivos de realidad aumentada, o hablando por teléfono con colmenas fantasma de amigos. El espectro de las microondas estaba por todas partes, acechándole.

Laura había empezado a dormitar, una fila de asientos por delante de él. Se despejó y lanzó hacia atrás los hombros en un estiramiento mezclado con bostezo. Llevaba puesta una gorra que advertía «Ey, yo no tengo la culpa, voté por los otros».

—Tsk, tsk, tsk. —El bostezo crujió en sus dientes—. Se lo diré si usted me cuenta primero qué significa eso del cuarto hombre. Zamaro se puso juguetón cuando se lo pregunté. Odio cuando juega a los secretitos.

—Oh, es… una tontería, una hipótesis que manejábamos en la Facultad. Aunque lo suyo era la astrofísica y lo mío la biología, que en principio no tienen por qué encontrarse, compartíamos algunas asignaturas. No troncales, sino de la rama de estadística.

—Ya. Pues parecía muy seguro de que usted vendría conmigo, por mucho que odiase la idea, si le mencionaba al «cuarto hombre». ¿Qué es, una especie de chantaje?

Delagua recordó los días de juventud, los teoremas locos, la ciencia en estado puro que inflamaba sus vidas, convirtiéndose en algo cool y pop más que en aburridas sucesiones de fórmulas. Se vio a sí mismo repasando números junto al bueno de Zamaro, buscando patrones en el caos aparente, asombrándose por la velocidad líquida de aquellas tablas como un esquiador en caída libre. Dejándose llevar por el chisporroteo hipnótico del álgebra mientras saltaba de una demostración a la siguiente.

—La broma surgió de una clase sobre las fuerzas fundamentales de la Naturaleza, las que no se pueden explicar en función de otras más simples. —Espantó un insecto que zumbaba junto a su oído, pero el bicho no existía. Había sido un molesto frente tormentoso de telefonía móvil deslizándose dentro del autobús. Sus tímpanos podían percibirlo—. Zamaro defendía que una quinta fuerza las enlazaba a todas, del electromagnetismo a la gravedad pasando por las nucleares. Pero que no la podíamos deducir porque Dios (sí, es creyente, no sé si se lo habrá confesado alguna vez) no la había desarrollado dentro de la Física común, sino en una realidad con un vector opuesto.

—Venga ya, esos son los clásicos argumentos que usan los creacionistas para disimular sus doctrinas, vistiéndolas de pseudociencia —sonrió Castillo—. ¿Una quinta fuerza fundamental más allá del universo euclidiano? No tiene sentido lógico.

—Lógico puede que no. Filosófico, tal vez. Me lo demostró una vez que me invitó a comer en su casa, mientras acariciaba a sus gatos. Me dijo que el gato es el ser más optimista del universo, porque si se aúpa a una ventana y ve que no puede salir porque está lloviendo, no espera a que amaine, sino que va en busca de otra ventana a ver si las condiciones son las mismas o si en esa otra luce el sol. Busca una solución en otro marco de posibilidades distinto, cuando el problema que le plantea el primero no le satisface.

—Usted es el gato que ofrece la teoría que no casa con ninguna de las otras, la que huye de los paradigmas tradicionales —comprendió la doctora—. Por eso me ha mandado a buscarlo.

—Eso es. Soy el loco que se atreve a decir tonterías. —Se arrebujó más en su chaqueta, que parecía un mantel de cocina. Varios asientos por delante, una joven que llevaba una camiseta de la nueva Cristiandad de la Post Señal Evangélica se puso unos cascos y alzó y bajó la cabeza al ritmo de música religiosa. Una música que Delagua había oído en varias ocasiones y que no tenía nada que ver con los cantos gregorianos, sino con meterle percusión y bajo al chisporroteo de la Señal—. Soy… a ver, símil, por favor… el que soporta las risas y los abucheos en silencio hasta que alguien se da cuenta de la genialidad de mi planteamiento.

—Eso suena un poquitín prepotente, ¿no?

Delagua encogió los hombros.

—Sí, pero es la verdad. No voy a pecar de falsa modestia a estas alturas.

Castillo se acomodó en su asiento, mirándolo por encima del reposacabezas. Su perfume le llegó nítido, un Mirra de Damasco excesivamente especiado. Delagua lo conocía porque era el favorito de su ex-mujer, el que solía ponerse cuando quería transmitirle mensajes subliminales sobre lo mal que iba su matrimonio: «Esta noche voy a salir, yo sola», o «¿cuándo te vas a meter de una vez en mi boca, a ver si acabamos ya?».

Había acabado odiando ese perfume, pero a Laura le sentaba bien. Era como los nombres que a uno no le gustan puestos sobre la cara de otra persona.

—¿Puedo preguntarle qué teorías son esas tan… políticamente incorrectas? —Condimentó su pregunta con un poco de trasfondo—. ¿Matemática alineal, hipótesis de OVNIS, exobiología no evolucionista…?

—Quizás luego. Ahora cumpla con su parte del trato, por favor. Dígame a qué se refería con aquello de que existe una cuenta atrás.

Castillo cambió de asiento, ocupando el que estaba junto a Delagua. Este se revolvió, pero no le pidió de malos modos que saliera de su espacio vital. El volumen al que ella siguió hablando era tan bajo que si se hubiera alejado aunque fuera un centímetro habría dejado de oírla.

—Seguro que le parecerá melodramático si le digo que lo que voy a contarle es alto secreto, ¿no?

—¡Cómo va a ser secreto nada relacionado con este tema, mujer! La Señal es patrimonio de la Humanidad, lo dice la UNESCO.

—La Señal sí, pero esto no tiene nada que ver con ella.

Había tanta seriedad en la cara de Laura que al profesor se le quitaron las ganas de bromear. Fuera lo que fuese en lo que se estaba metiendo, implicaba meter las zarpas en terrenos muy pantanosos.

—¿Alto secreto al estilo de…?

—El Proyecto Manhattan. O el programa lunar soviético.

A Delagua se le descolgó la boca.

—Oh.

—Por eso dije lo del dramatismo. La gente no se enterará hasta octubre del año que viene, pero las comunidades científicas y militares lo saben ya.

—¿Saber qué, por Dios?

—Será mejor que se lo enseñe con imágenes, porque si se lo cuento no me va a creer.

Sacó de su mochila una tableta y la encendió. Delagua se retorció en su asiento, como si pudiese notar la conexión wifi del aparato y la combustión espontánea de bits que ardía en el aire.

—¿Le ocurre algo? —preguntó la doctora, alejando el aparato—. ¿Es por su…?

—Sí, por mi enfermedad. Aparte esa cosa de mí mientras se conecta a la Red, por piedad.

Ella asintió. El síndrome que padecía el profesor se llamaba HBI, «Hipersensibilidad a los pulsos de Baja Impedancia». Era una dolencia que había nacido con la Señal, como si algunas personas hubiesen cambiado tras sentir cómo el pulso les hervía el cerebro y se hubieran vuelto intolerantes a cosas que antes no afectaban a los humanos. Laura sintió lástima por él. Comprendía cada vez mejor por qué se había marchado a un pueblecito de pocos habitantes, sin apenas cobertura ni antenas de microondas en las cercanías.

Se preguntó qué pensaría la muchacha de la camiseta cristiana si le dijeran que la encíclica extraterrestre que veneraba también había traído enfermedades al mundo.

—Me dijeron que su estado era más grave de lo normal —dijo Laura.

—Sí, estoy en la fase cuatro. Hasta ahora solo se conocían tres. Es una jodienda. Perdone por el término.

—¿Cómo es? Me refiero… ¿cómo se siente uno cuando le queman las ondas de radio?

—Es como si fueras albino y te atasen a una tumbona en Barbados durante siete horas. Cosas que al resto de la gente no le hacen daño, que ni siquiera son capaces de percibir, a ti te lastiman. Eres —buscó las palabras, como si no fuera la primera vez que lo explicaba aunque sí la primera que se dirigía a alguien importante— una paloma mensajera con su maldito sensor de luz polarizada estropeado. Y nadie sabe cómo arreglarlo, eso es lo peor. Aún no ha nacido una rama de la Medicina especializada en traumatismos por Señal Extraterrestre.

—Pues sí, tiene usted razón.

—¿En qué?

—En que es una jodienda.

La tableta se descargó algo muy rápidamente. Laura habría podido lanzarle la imagen directamente a su esfera de realidad aumentada, en caso de que Delagua hubiese tenido una, pero al no ser así se la mostró en pantalla.

—Observe esta imagen. Está en la mejor resolución que pudimos conseguir. ¿Qué es lo que ve?

El profesor acercó su falta de vista al aparato. Ante él estallaban las clásicas nebulosas de puntos en falso color de las fotografías tomadas más allá de la atmósfera. Esplendorosos blancos se peleaban con púrpuras radicales y espinosos negros para conformar un paisaje de espacio profundo, saturado de sombras lejanas que podrían ser estrellas.

Sin embargo, había algo que destacaba: un punto redondo y definido, de un negro más nítido que los grises que pincelaban su entorno. Sin duda era el corazón de la foto, lo que quien quiera que la hubiese tomado quiso subrayar.

—Veo el espacio profundo.

—¿Y qué más?

Rodeó el punto negro con el dedo.

—¿Qué es esto, un asteroide? ¿Un cometa? ¿Una caca de mosca?

—Si alguna mosca logra subir hasta el Hubble para cagar en la lente, yo misma le daré una medalla. No, no es una mosca, ni tampoco un asteroide. En los últimos doce días ha variado por sí solo de velocidad en varias ocasiones, siguiendo un patrón matemático. Es artificial.

Mientras Delagua trazaba una forma ciclópea con el compás de su mente y concebía lo inconcebible, Castillo se limitó a esperar. No era fácil asimilar noticias así, ni siquiera en un mundo post-Señal, cuando todo el planeta parecía tener claro que el primer contacto con una inteligencia alienígena ya había tenido lugar… aunque nadie hubiese entendido un carajo de la conversación.

Delagua recuperó parte de la juventud en aquel rostro decaído, de antiguo borracho a medio recuperar (y eso que él sabía que los alcohólicos recuperados a medias no existen: uno bebe o no bebe, y no hay término medio, solo excusas). Uno de esos rostros que parecían teñirse de colores enérgicos cuando lloraban o estaban a punto de hacerlo.

—¿Qué me está sugiriendo, doctora?

La respuesta de ella se demoró lo que el autobús tardó en detenerse en la parada del campus y dejar subir a unos ruidosos adolescentes que se atrincheraron en los asientos del fondo. Compartieron entre ellos algunas palabras en un argot indescifrable, como desafiando a aquel par de viejos a que entraran en los misterios de su subcultura.

La tableta se apagó sin molestarse en parpadear o perder potencia de algún modo. Se apagó por completo. Se apagó con autoridad.

—Esa cosa está en el mismo plano de la eclíptica que el vector de donde provino la Señal —dijo Laura—, y pasará muy cerca de la Tierra en tan solo veintiún años. ¿Entiende por qué se nos acaba el tiempo?