8. El experimento Delagua (primera parte)
Delagua no miraba a Chantal aunque la tenía justo enfrente, al otro lado del ventanuco del tanque. Tenía la vista perdida en vaharadas de luz que llegaban de la calle, a través del hueco de la puerta, distorsionadas por el vuelo de los pájaros. Tuvo la impresión de que aquellos dibujos, los que dejaban en el neón de las fachadas el aleteo de las aves, eran las constelaciones bajo las que él erraba. Su destino deletreado en nebulosas de plástico fino.
Chantal vocalizó un mensaje (¿todo bien, necesitas algo?) al que respondió con una negación de cabeza. Sí, todo estaba bien. Mejor que nunca. Flotar desnudo dentro de aquel supositorio gigante era una sensación extraña, celestial, casi como estar fuera del cuerpo en un sueño de proyecciones astrales. Y solo llevaba quince minutos.
La escafandra de buzo le pesaba un poco, pero no era una molestia. Con el tiempo, los sssssnnniiifff seguidos de sschuuuaaaaffff de su respiración a través del tubo de plástico se volvían una cadencia agradable, casi hipnótica. Tendría que tener cuidado de no quedarse dormido, o el experimento no resultaría. El tanque de atenuación sensorial no era una máquina de sueño, sino un separador de conciencia: al alejar todos los estímulos táctiles, olfativos e incluso gravitatorios (por eso flotaba en la solución isotérmica, para simular ingravidez), al privar al cerebro de una referencia temporal (en cuanto se cerrara la puerta y toda luz proveniente de fuera se cancelara) y dejarlo abandonado en la más completa soledad dentro del tanque, la conciencia terminaría separándose del cuerpo. Metafóricamente, claro, aunque él no notaría la diferencia.
Se preguntó cuánto aguantaría allí encerrado, si horas que parecieran minutos o minutos que parecieran días. Se preguntó si soñaría despierto.
Se miró el antebrazo. Un apósito cubría la herida que le había hecho la aguja de Chantal al inyectarle la solución neuroléptica. El chute esquizofrénico. Casi, casi creyó ver cómo se dilataban sus arterias formando un tejido compacto, ensanchándose para dejar pasar la droga. Abriéndole camino en una ruta 66 sin escalas, directa al cerebro.
«Estupendo, nena: dile al barman que tomaré otro trago de eso dentro de un rato. Si aún estoy por aquí».
Él no era el único cobaya que probaría el chute cósmico esa tarde. En algún lugar de la misma sala, o quizás en el cuarto de control, los maras estaban encerrados en sus respectivos tanques de atenuación sensorial. Solo que en su caso estos eran mucho más baratos: paños oscuros cubriendo sus jaulas, que a su vez estarían metidas dentro de una caja insonorizada. Tal cual estaba Delagua, solo que en pequeñito.
Se le estaba empezando a ir la olla, como le diría su exmujer si lo viera en ese momento. No, si lo viera se partiría tanto de la risa que le daría un pasmo y sería a ella a quien tendrían que meter en el tubo. Pero su ex
«Venga, concéntrate, solo hace media hora que flotas como una sardina en lata».
jamás pisaría ningún departamento de la Universidad. Le tenía fobia a los ambientes cultos. No al saber, ni al aprendizaje, sino al estamento universitario en sí. Ahora estaría en uno de sus grupitos de estudio de las Escrituras, en el
«¿Sientes ese cosquilleo en la punta de los dedos, ese picor en el escroto, esa galvanización eléctrica en el vello de la nuca? ¿Existe de verdad, lo estará recogiendo el encefalograma que vampiriza mis pensamientos? ¿Sabrá Chantal que estoy pensando en ella sin tener que pensar en ella, lo leerá en los picos de la gráfica?».
salón del Reino que hay en la calle Cortázar, quinto izquierda. Allí, con su grupo de elegidos de Dios. Con Cristo sentado a su lado, en su forma de cabra con múltiples ojos, pasándole las páginas de la Biblia con sus pezuñas para que ella no tenga que hacer mucho esfuerzo. Tañido de campanas flotando por encima del edificio con hermosas combinaciones de himnos. Mierda, sí que se le estaba yendo la olla.
Trascripción de lo que Delagua creyó que le dijo Chantal cuando pegó su cara al ventanuco, vocalizando en (presunto) español:
Querido profesor:
He dudado mucho entre decirle esto hoy o no, pero ya no me podía aguantar y creo que es el momento adecuado, ahora que ambos estamos preparados para asumir la verdad: El hecho irrefutable de que somos el uno para el otro. De que, aunque hace algo más que doblarme en la edad, de hecho casi me la triplica, no le temo a la diferencia de años. Si siempre me he sentido atraída por los hombres mayores es porque creo que su experiencia suple cualquier otra falta de atractivo. Le deseo, señor Delagua; le amo con todo mi corazón, y estaré esperándole cuando salga de esa prisión acuática para que me enseñe algunas verdades sobre la Vida.
Su caramelito.
Trascripción de lo que realmente dijo Chantal cuando se despidió de él con su cara pegada al cristal del ventanuco, vocalizando en (presunto) español:
¡Todo está ok, abuelete, comenzamos! Pongo a cero el cronómetro y activo el encefalograma. ¡Espero que no le pique la cara porque no podrá quitarse el casco para rascarse! Vuelvo en cinco horas, a menos que la droga le haga antes alguna reacción. No tenga miedo porque Zamaro o Laura o yo estaremos monitoreando en todo momento. ¡Suerte!
Sin firma.
Dos horas. Debía llevar dos malditas horas flotando en aquel líquido amniótico infernal, que más que proteger su piel la estaba lacerando. La explicación de las huellas dactilares en el feto le estalló en la mente, sin venir a cuento: los niños en gestación rozaban con sus deditos las corrientes generadas en su microverso por el movimiento de la madre. Ese vaivén se le quedaba grabado en la piel más sensible de esa etapa del desarrollo, y solo en ella: de ahí provenían las huellas dactilares. Eran la historia tatuada de su viaje por el vientre materno.
Delagua pensó que si se movía mucho acabaría llenándose de esos laberintos dactilares por todo el cuerpo. Se estuvo quieto, en estado de completa inactividad. Al relajar los brazos y las piernas, se le doblaron ligeramente hasta alcanzar un punto de reposo máximo, donde ningún músculo estaba flexionado. Delagua, visto desde fuera, parecía un feto enorme y arrugado que no podía doblarse del todo (maldita ciática), volando como una astronauta a mil kilómetros de un planeta llamado Cordura.
«Cada cual debe pagar la cuenta de sus obsesiones. Y yo estoy aquí metido porque esto… esto es un sueño que roza la perversión más sicalíptica».
—No te preocupes, que el whisky y la obsesión corren de mi cuenta —dijo una voz junto a su oído—. Tómate las copas que quieras.
Delagua tuvo un espasmo de terror que le hizo dar un brinco dentro del tanque. Fue más bien un temblor, una sacudida que debió tatuarse en las gráficas de Chantal como un terremoto. Pero allí dentro no había nadie, salvo él. Estaba hablándole al oído un fantasma con la voz de su ex.
«Vete al carajo, fantasma de mierda», dijo telepáticamente. Pensó en el tiempo de inmersión: dos horas y media, tal vez menos. Pero el tiempo era engañoso, un metro sin muescas para los decimales. Si su mente pensaba que llevaba dos horas allí dentro, lo más seguro era que no hubiese completado ni siquiera una. Cristo, qué agonía. Miró a través del ventanuco tratando de hallar cualquier asidero a la realidad: un destello de luz que le diera perspectiva, una sombra inclinada, cualquier cosa.
Pero estaba completamente oscuro. Claro, en eso consistía la ausencia de estímulos, en que no había nada a lo que agarrarse. Una vez suprimido todo lo demás, solo quedaba el espacio interior. Un camino retorcido hacia dentro. Chispazos en la fragua de su cerebro.
«Hacemos esto cuando tenemos miedo. Abrimos los ojos y vemos un bosque, decimos tonterías y nos andamos por las ramas. Porque cuando entramos en pánico solo nos quedan ramas por las que andar».
La química ya debía estar haciendo estragos en sus sinapsis. Se preguntó cómo les iría a los maras, si también estarían gozando de su particular fiesta de esquizofrenia ratonil. ¿Venía en el diccionario esa palabra, ratonil, o la usaba porque una vez la oyó en los dibujos animados? Sí, seguro que sí, una palabreja tan socarrona solo podía haber salido de la mente calenturienta
«Cincuenta grados centígrados, tropecientos kelvin, eso, eso es lo que pasa entre mis orejas, madre mía, me voy a freír»
de un guionista de dibujos animados. Pero no eran ratones, sino liebres. Como Bugs Bunny.
Un psiquiatra, sentado en lo que parecía un diván extraído de un nogal a martillazos, le soltó un eslogan:
La cordura de un hombre es un concepto relativo.
«… Y tú vete a la mierda con tu filosofía de baratillo, pedazo de cabrón. A mí me vienes a psicoanalizar ahora Jesús me está pasando estoy perdiendo la conexión con el flujo temporal la conexión con el resto de mí dentro de poco seré solo pensamiento sin una cámara de revelado que le dé sentido».
—Van a quedarte secuelas permanentes de esto, chaval —agregó la cara del psiquiatra. El muy imbécil se lo estaba pasando en grande.
Entonces creyó ver algo. O más bien, escuchar algo. Un sonido brillante, un susurro geométrico en perspectiva de fuga.
Una voz que provenía del infinito.
Supo que eran los maras, charlando en el lenguaje secreto de los animales. Ellos también hablaban a base de eslóganes:
La diferencia entre el hombre y la liebre solo resulta evidente si eres un hombre.
Delagua frunció el entrecejo en cámara lenta. Por cierto, tenía mucho entrecejo que fruncir.
Alcanzar el Uxartias es una epifanía que te devuelve un estado de levedad no euclidiano.
Eso fue recibido por una carcajada urbanita, perversa y chismosa. ¿A quién le daban miedo los fantasmas? No, a mí no. Afirmación a través de la negación. ¿Quién empezaba a pensar que aquel maldito experimento era un viaje solo de ida? Eh… (el concursante intenta hacerse el loco mientras se la acaba el tiempo del cronómetro; el público se ríe cortésmente de fondo, el presentador se impacienta).
Rebasar el Prensys equivale a entrar en el reino de los cuerpos celestes, multiplicar por cero la equivalencia del carbono 14, salir disparado hacia el conundrum de la eternidad. Pero llegar al Albión, amigo mío… eso es simplemente la leche
—Dímelo a mí, esto es mejor que el orgasmo… —intenta susurrar, pero solo lo intenta. Sus cuerdas vocales no responden, están anudadas a su bulbo raquídeo. Unos ruidos que provienen de su nuca le hacen pensar en el relincho afónico de una motosierra, cortando tendones, y en la tos de una aserradora de petróleo, cercenando nódulos nerviosos.
El estrangulamiento de los nervios le provoca una somnolencia inquieta, fría como una tumba, que se convierte en el sueño sin imágenes de la transición a… otro sitio.
Delagua sintió miedo por primera vez, miedo real, de no poder escapar de aquel tanque. De morir allí y fosilizarse como un esqueleto atrapado por la descarga de alquitrán de una fuente subterránea.
Hipo, ahora la reconoció: la que le soltaba los eslóganes era la voz de Hipo, la hámster (no, la mara) más avanzada en el proceso de alienización («y esta palabra te juro que no viene en el diccionario»). Si solo lo estaba pasando la mitad de mal que él, estaría viviendo el infierno en vida de los roedores. Pobrecita, sufriendo en nombre de la Ciencia, escuchando la canción, evolucionando a estertores en su tanque de aislamiento…
Y sí, sí que había una voz. No lo estaba soñando, o si lo estaba soñando era lo más real que había experimentado en su vida.
Estaba al fondo de todo, oculta en la oscuridad.
Y lo llamaba.
El profesor Delagua, ahora poco más que un trozo de carne con aspecto de espermatozoide bípedo, estaba preso de dos imperativos: Salir de allí, volver al estado de conciencia humana controlable, lejos del Albión. Nadar con ahínco hacia la superficie. O… o seguir cayendo hacia la nada, hacia lo que fuera que se ocultaba al otro lado. Creyó ver una salida al fondo, un túnel hacia otro lugar, y su mente lo pintó como una puerta. Pero la puerta estaba cerrada. La voz que lo llamaba provenía del otro lado.
Entonces tiene un flash de claridad, solo uno y breve, y Delagua comprende lo que está pasando. Las voces existen. El cóctel neuroléptico de Chantal («¿ya me ha servido otra, camarero?») le ha expandido la conciencia hasta enlazar directamente con la Señal. Decodificación directa.
«Dios», lo comprende en ese momento: «la Señal no ha cesado. No duró únicamente treinta cochinos segundos y se extinguió. Aún sigue activa. Está ahí, escondida en algún lugar entre la radiación del fondo de microondas y el pulso de la paridad cuántica. En una madriguera donde no tenemos oídos para escuchar, ni ojos para ver».
«Y yo he sintonizado accidentalmente con ella».
Entonces llegó la imagen, cosida al sonido con un hilo de luz. Delagua los vio, a Ellos, y supo lo que estaban haciendo. Lo que habían hecho con mil tipos distintos de criaturas en otros tantos mundos. Y la comprensión de todo ello fue como el relámpago que debió sentir su cerebro cuando salió del vientre de su madre y contempló por primera vez el mundo exterior.
Su mente intentó explicárselo, pero como solo lo entendía a nivel subconsciente, echó mano de una metáfora:
Tiró de un antiguo episodio de su niñez, de hacía la tira de años y no menos martinis. Vio a su padre probándose unas muletas, justo después del accidente de moto. Delagua, que tenía los focos y las cámaras de la metáfora posados en él, y sin apenas maquillar, estaba en el centro del cuadro. No debía levantar ni media década del suelo. Recordó preocuparse al ver a su padre con aquella pierna artificial, riéndose de la situación y asegurándole que no le dolía, y que en pocas semanas volvería a andar.
Pero a aquel niño el miedo se le quedó grabado para siempre. Miedo por su padre, porque no recuperase aquel miembro que era suyo y que una estupidez (algo llamado «adelantamiento indebido con lluvia», un arcano cabalístico que no entendería hasta años después) había estado a punto de arrebatarle.
Delagua recordó la muleta, y a su padre apoyándose en ella como si le bastase aquella corta longitud de madera para recobrar la normalidad… y supo lo que estaba viendo. Tenía ante sus narices lo que Ellos querían hacer con la especie humana. Solo que por el momento, su comprensión estaba circunscrita a los límites de la metáfora.
Delagua aulló de miedo, su corazón a un latido o dos del colapso, sus venas ardiendo en crematorios alucinógenos. Y entonces la tapa del T.A.S. se abrió y unas manos misericordiosas lo sacaron a toda prisa.
Corte a (solo audio):
—¡Está convulsionando!
—¡Vamos, acostadlo en la camilla! ¡Que alguien llame al hospital! ¿No tenemos un chisme de esos que salen en las películas, un desfibrilador?
—¡Pero qué desfibrilador ni qué leches! ¡Son las fenotiacinas y las butirofenonas, que lo están achicharrando por dentro! ¡No las está absorbiendo bien!
Alb… albbbb… albión…
Voces remotas… en la oscuridad y la gelidez del tercer estado…
Voces en la psicosis inducida, en lo más profundo de los abismos de la mente.
Un camino en la negrura hacia el desfiladero del billón de estrellas.
Corte a (imagen y audio):
Delagua tumbado en la camilla, una bata cubriendo sus vergüenzas, un puñado de monitores dibujando cuadros abstractos en forma de rayas rojas que suben y que bajan, que suben y que bajan…
Gente de fondo.
Chantal, Zamaro, Castillo.
El trío zapatista.
Muertos de miedo por lo que podrían haberle hecho. Borrachos de actividad. Desde la mesa de enfrente, la que yace bajo un corrimiento de tierras de papel continuo de impresora… un par de ojos que lo miran. Ojos no humanos.
Es Hipo, en su cajita. Mira a Delagua y en esa mirada hay comprensión, y algo que va más allá de las limitadas cadencias cognitivas de un roedor.
«Lo siento, te he matado», llora Delagua, sintiendo por primera vez en su vida empatía hacia aquellos animales. «Pero no tengo la culpa, yo no hice más qué. El problema es que no sé qué es ese qué».
Luego, Hipo cae de costado, muy lentamente, casi a mil fotogramas por segundo, y muere. Sus hermanos también están muertos, lonchas de carne fría.
Y se hace el silencio.
Chantal, como prometió, deja caer una lágrima.
(Fundido a negro).