1. El hombre escondido

La doctora Castillo podía oír una música gravitando justo por encima de su espectro auditivo. Quizás proviniera de los cascos del chaval que estaba sentado dos asientos por delante, las piernas dobladas sobre el reposabrazos. Los cascos le traían la música hasta su mismo tímpano, pero eso no significaba que estuviese dispuesto a renunciar al volumen.

Castillo no entendía aquella música carente de melodía, pero tampoco le importaba. Las melodías que quería oír pertenecían a un reino muy distinto del universo electromagnético, uno en el que también había ritmos, sí, y también canciones, aunque para entenderlas una tuviera que reconocer instrumentos de nombre tan extraño como «radiación de la línea alfa-H del hidrógeno».

El tren de cercanías traqueteaba por los raíles como el carrito de un anciano. Pasaba cerca de bosques que se habían apartado gentilmente para dejar pasar las vías, de pueblos aferrados al borde de precipicios que daban a antiguos cauces de ríos y fósiles de iglesias que aún señalaban el lugar donde se suponía que estaba la antena parabólica de Dios. «Ojalá el Señor sepa leer también en la frecuencia alfa del hidrógeno», pensó, «o lo va a tener crudo para poder captar nuestras señales».

La música de aquel adolescente la molestaba, porque imponía un ritmo no deseado a sus pensamientos, como si tras cada pum-pum-pah fuese obligado colocar un ¡eureka! Para concentrarse en la milonga que iba a soltarle al profesor Delagua (malditos fueran sus escondrijos y la paranoia que lo había obligado a ocultarse del mundo) hizo un ejercicio mental de recopilación de ideas. Había aprendido el truco de una amiga escaladora: antes de trepar por una pared, cerraba los ojos y se dejaba caer por un abismo de introspección zen. Eso ponía en orden su mente y la situaba en el ahora, donde debía estar.

Castillo dejó aparte el mundo, los pasajeros del tren, la música insistente, las conversaciones salpicadas por variaciones tonales del norte del país… y cayó por el paisaje que resbalaba por la ventana hacia ese punto en el que el cuadro se difuminaba y ni siquiera sus ojos veían ya lo que estaban viendo.

El primer aniversario de la Señal estaba próximo y la Humanidad se preguntaba cómo lo celebraría. ¿Habría que llenar las calles de música y de fuegos artificiales, y salir a celebrar por todo lo alto que no estábamos solos en el Universo? ¿O lo más sensato sería esconderse a llorar en algún rincón frío y oscuro, en guaridas amuralladas por las antiguas supersticiones? Seguro que habría de todo: gente que tendría ganas de salir a cantar y otra que desearía huir aterrorizada. Personas para las cuales la Señal había sido lo más grande que sucedió en la Tierra desde que el primer mono se cayó de una rama y otras para las que no era más que el preludio del fin.

Para ser sincera, Laura Castillo no sabía en cuál de los dos grupos posicionarse.

El deber de un buen científico era analizar los datos de la forma más objetiva posible, sin conclusiones apriorísticas. Le gustaba esa palabra: «apriorístico». Sus alumnos de la Facultad de Astrofísica solían buscarla en el diccionario. Significaba que uno debía mirar a través de los prismáticos que le había regalado la Naturaleza, sus ojos, intentando dejar aparcado el bagaje cultural y los prejuicios… tarea difícil cuando uno se sabía ser humano antes que máquina.

Castillo era una más de las millones de personas que se habían pasado el último año intentado hallar una explicación racional al enigma. Durante milenios, el ser humano había imaginado que si algún día llegaba un mensaje desde fuera, desde más allá de su propio entorno, sería recibido por unos pocos elegidos. Al principio, cuando los únicos oídos de los que disponía ese ente soñador, ese simio que ansiaba contactar con algo distinto a él y, quizás, mejor que él, eran los oídos del espíritu, pensó que el mensaje también sería espiritual y que un ungido habría de traducirlo a todos los idiomas. Moisés cinceló tablillas. Buda vio cuencos flotando en ríos. Jesús cantó «mira siempre el lado positivo de la vida». Después, cuando esos oídos se volvieron electrónicos, muchos pensaron que solo los aburridos (y un poco locos) científicos que tenían cables saliéndoles del cráneo escucharían la señal y hasta llegarían a encontrar una clave matemática bajo la que latiera un lenguaje.

«Cómo de equivocados estuvimos durante todos esos siglos», pensó con una mueca.

Cuando la Señal llegó, lo hizo con galas suficientes como para ganarse esa mayúscula. No fue un susurro espiritual que conmoviera unos corazones perfectos. No fue el silbido de un radiofaro lejano sobre el que cabalgara una insinuación de inteligencia. Fue algo enorme, un grito estruendoso, un potentísimo chorro de ondas de radio y de cien fases electromagnéticas que pudo escucharse sin ayuda de antenas. Los animales ladraron, maullaron, piaron, piafaron, mugieron y silbaron cantos de ballena. Los humanos se llevaron las manos a la cabeza como si un sonido estridente les taladrase el cráneo y les hirviese el cerebro. La prensa bautizó aquel convulso día como «el alarido de Dios», mientras miles de personas perdían la vida en aquellos angustiosos veintinueve segundos.

Fue la fecha en la que la Humanidad cambió, a un nivel mucho más profundo del que estaba dispuesta a admitir, el momento en que la pesadilla de científicos como Castillo o Delagua empezó. Antes de eso, su mayor preocupación había sido sobrevivir a ese periodo de represión que llamaban «burocracia». En la actualidad, era la angustia por no entender el mensaje que había bajado de los cielos, por no ver el cuenco ni cincelar la tablilla.

El tren soltó un gemido al frenar. Un cartel que anunciaba sin entusiasmo «Hinojosa del Río» irrumpió en la ventana, entre perros de nariz aburrida que ni se molestaban en olfatear los sonidos.

La doctora rescató de la red de equipajes su mochila y bajó a la estación.

Era un lugar pequeño y tranquilo, como correspondía a un pueblecito al que le interesaba más que los pasajeros siguieran de largo a que se apeasen para disfrutar de su gastronomía. El lugar perfecto que habría elegido ella para ocultarse del mundo.

La plaza mayor era de postal, concebida para ser disfrutada en los rojos desvaídos y los tristes azules de una película Kodak. El templete para la orquesta coronaba una plaza con querubines que parecían borregos pincelados de amianto. Se suponía que sus jardines debían abrazarlo todo, desde los parterres de caléndulas y ásteres al humo del tráfico. Si los coches no tenían dos alerones sobre los faros traseros al modo de los Cadillac de los 50, es que estaban fuera de lugar.

Aquel pueblecito tan pintoresco era un reflejo en pequeño, una especie de maqueta, de lo que había ocurrido en el mundo tras «el alarido de Dios». Era como una casita construida para resistir las tormentas estivales y las ventiscas del invierno, un escudo hecho por un ser humano que quería resguardarse del caos y a la vez disfrutar de toda aquella energía. Solo que el ser humano que contemplaba la tormenta, además, era transformado también por ella.

Aunque no caiga ni remotamente cerca de ti, un rayo siempre te deja galvanizada de energía.

Los signos de aquel miedo latente estaban por todas partes, aunque a primera vista solo se detectaran unos pocos: El dueño de una tienda de comestibles había instalado una red de antenas de televisión muy viejas. Era una leyenda urbana, una especie de escudo protector con la misma eficacia que ponerse un cucurucho de papel platino en la cabeza. La versión post-Señal de un atrapasueños.

Más allá, tras el kiosco de la música, un cartel advertía de los males del nuevo milenio y ofrecía cobijo en el «sínodo de la Introspección Cabal, donde la tecnología jamás podrá alcanzarte y la Señal será venerada como a un dios».

La doctora buscó la taberna más céntrica y pidió un café. Le explicó al camarero, billete de cien bajo la palma, que estaba buscando a una persona, un hombre que rondaba los sesenta como un lobo ronda a las ovejas, con aspecto de intelectual despistado de esos que se hacen querer en las series de televisión. Alguien que desde luego no era del pueblo. Seguro que lo conocía.

El camarero dijo que sí, que podía tratarse del tipo con las camisas que parecían manteles de cocina, que se sentaba a garabatear tonterías en servilletas, pagando un café o un medio carajillo de vino. Un magro rescate para el tiempo que tenía secuestrada la mesa.

Castillo sonrió y le pagó algo más que eso, una botella de vino blanco. Ocupó la mesa en cuestión y se sentó a esperar. El hombre de los manteles con mangas no tardaría en venir a reclamar su nicho.

No tuvo que esperar mucho. Delagua (era él, no cabía duda, o uno que se había operado para parecerse a la foto del anuario de Biología Molecular del 69) entró con andar despistado en el bar, se dirigió hacia la mesa sin mirarla, como si el hecho de que estuviese ocupada escapara a los cánones de lo posible, y dio un respingo al toparse con la mujer. Fue gracioso, como verlo chocar contra un muro invisible.

—Buenas tardes, profesor Delagua. Me ha costado un montón de billetes de tren encontrarle.

El hombre miró nervioso a su alrededor. Parecía un ganadero del Oeste que sintiera el colt de los bandidos sobre la nuca.

—¿Q… quién es usted? ¿Por qué me busca?

Su tono de voz preocupó a Castillo. Era el de un hombre con auténtico miedo, expuesto a una fobia a la que no sabía dar nombre. Las palabras se enquistaban en sus cuerdas vocales, llagadas por el pánico.

—Tranquilícese —le dijo ella, con disimulada ternura—. No tiene por qué tener miedo. Soy la doctora Laura Castillo, de la Universidad de Tres Cantos. Mi especialidad es la astrofísica.

—¿Y qué quiere de mí?

—Se está formando un nuevo equipo de investigación para descifrar la Señal, en connivencia con teóricos franceses, alemanes y japoneses. Lo dirige el doctor Joaquín Zamaro, creo que usted le conoce…

El hombre desechó el ofrecimiento. Su rostro lo decía todo: estaba harto de que lo llamaran para esos intentos infructuosos. La Señal no podía descifrarse. Y si alguien hubiese hecho caso alguna vez de sus teorías, en lugar de reírse desalmadamente de ellas, sabría por qué.

—Le sugiero que se compre un billete de vuelta a la Universidad —gruñó, dándole la espalda—. Uno solo. Yo ya no estoy para seguir aguantando esas gilipolleces, ni aunque sea idea de Zamaro.

—¡Espere! Por favor, escuche. —Laura se acercó a él, aunque no quería invadir su espacio. En esos momentos necesitaba parecer suplicante pero no agresiva—. Esta vez será distinto. Joaquín está dispuesto a introducir sus teorías como una variable más en la investigación, no a reírse de ellas. Me dijo que si le aseguraba que usted iba a ser el… eh…

Hubo un instante de silencio, como si a la doctora le costase comprender lo que ella misma estaba diciendo. La mujer del tabernero, una chica bonita aunque torpe, llevaba un cartelito rosa prendido a la camisa que decía:

SI ME ENCUENTRAS DELGADA, PREGÚNTAME POR HERBAMAX

¡ES LA SOLUCIÓN A TODOS TUS PROBLEMAS!

Leticia ESTARÁ ENCANTADA DE RESPONDER A TUS PREGUNTAS

Había rellenado todos los espacios interiores de las D y las O y las R con bolígrafo y había dibujado un avioncito gracioso a un lado, como despegando de su nombre.

—¿Que si soy qué…? —preguntó Delagua, mientras aceptaba un sobrecito de azúcar de manos de Leticia.

—El cuarto hombre, sea lo que sea eso. Me dijo que si le aseguraba a usted que iba a ser el cuarto hombre, lo convencería para que me acompañase.

La actitud de Delagua cambió imperceptiblemente. Seguía mirando a la mujer con suspicacia, pero ya no quería salir huyendo. Se metió el sobrecito en el bolsillo, como si la diabetes fuera a exigírselo en sacrificio.

—¿A qué viene tanta prisa por descifrar la Señal? Miles de equipos se han formado por todo el mundo para intentarlo, si es que tal cosa es posible… —Se guardó el corolario «y yo no creo que se pueda, al menos en esta generación», pero Castillo lo oyó igualmente—. Todos han fracasado. Hasta las mentes más prodigiosas han fallado en la búsqueda de ese santo grial. ¿A qué viene tanta prisa de repente?

—Porque ahora hay algo distinto, un dato que no conocíamos en la época en la que usted se fue.

—¿Cuál?

—Hemos descubierto que existe una cuenta atrás.