LA ESPERA
Él era el único padre a quien podía recordar bien, y le quería aún más por eso. Me tendió la mano, me indicó lo que haríamos a continuación. Le seguí, como le habría seguido ciegamente a cualquier parte, pues ahora comprendía lo mucho que significaba para mí, y que algo bueno tenía que salir de aquella horrible situación.
Entramos de nuevo en la casa vecina. No habíamos visto a Bart en toda la tarde. Fui un estúpido al permitir que me burlase y se escabullese de la casa, aprovechando que yo observaba las monerías que hacía Cindy al tratar de bailar como yo.
Hacía veinticuatro horas que mamá había desaparecido. El viejo mayordomo nos franqueó la entrada, apartándose y mirándonos ceñudo.
—Mi madre no partió hacia Hawai —afirmó papá, dirigiéndole una mirada severa y fría.
—¿No? Nunca se pueden prever sus actos. Tal vez haya decidido visitar a alguna amiga. Aquí no las tiene.
—Fuma usted cigarrillos caros —observó secamente mi padre—. Recuerdo aquella noche que, cuando yo tenía diecisiete años, me escondí detrás del sofá donde se hallaba usted con la doncella Livvy…, y fumaba los mismos cigarrillos. ¿Son franceses?
—Exacto —admitió John Amos Jackson, con una sonrisa burlona—. El viejo Malcolm Neal Foxworth me contagió esta afición…
—Trata usted de imitar a mi abuelo.
—¿De veras?
—Sí, creo que sí. Cuando registré esta casa la última vez, abrí un armario que estaba repleto de trajes caros de hombre. ¿Son suyos?
—Recuerde que estoy casado con Corinne Foxworth.
—¿Cómo la coaccionó para que se casara con usted?
El viejo sonrió de nuevo.
—Hay mujeres que, si no tienen un hombre en la casa, no se sienten seguras. Se casó conmigo para tener compañía. Como habrá podido ver, me trata aún como a un criado.
—No lo creo —replicó mi padre, escrutando con los ojos entornados al mayordomo que vestía un traje nuevo—. Me parece que usted quiso asegurarse su futuro para cuando muriese mi madre.
—Su teoría resulta muy interesante —replicó John Amos Jackson, aplastando la colilla del cigarrillo—. Bueno, yo tengo intención de marcharme también. Volaré a Virginia, donde esperaré a que mi esposa se reúna conmigo, cuando se haya cansado de sus anfitriones. Su hija la arruinó socialmente en Virginia, hace años, como debe usted saber. Pero ella desea ir allí, a pesar de todo.
—¿Por qué?
John Amos Jackson sonrió ampliamente.
—Están reconstruyendo Foxworth Hall, doctor Sheffield. Foxworth Hall renacerá de sus cenizas… ¡cómo la fabulosa ave Fénix!
Papá vaciló, sin dejar de mirar la colilla.
—Foxworth Hall —dijo, pasmado—. ¿Cuándo será?
—La obra está casi terminada —respondió John Amos Jackson, satisfecho—. Pronto reinaré en la que fue sede de Malcolm, y su arrogante y bella hija reinará a mi lado. —Rió como un loco, regodeándose con la turbación de mi padre—. La operarán para disimular las cicatrices de su rostro, y ella erguirá de nuevo la cabeza. Se teñirá el cabello, que volverá a ser rubio, y se sentará frente a mí en la mesa del comedor. Un primo mío estará de pie detrás de mí, donde antaño estuve yo. Todo volverá a ser como antes, aunque ahora yo seré el amo y señor.
A papá le daba vueltas la cabeza.
—Usted no reinará en parte alguna, salvo en la cárcel —dijo, antes de dar media vuelta y salir de la casa.
—Papá —dije, cuando estuvimos de nuevo en la nuestra—, ¿crees cuanto nos ha contado ese mayordomo?
—Todavía no lo sé. Sé que es más astuto de lo que había supuesto. Cuando yo era chico y vivía en Foxworth Hall, miraba su cabeza calva y nunca se me ocurrió que tuviese el menor poder. Parecía un criado como otro cualquiera. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que urdió sus planes hace tiempo y que cree llegado el momento de la venganza.
—¿De la venganza?
—¿No comprendes que ese hombre está loco, Jory? Me dijiste que Bart imitaba a un hombre al que llamaba Malcolm y que murió hace muchos años. Pero a quien imita realmente Bart es a John Amos Jackson, que a su vez imita a mi abuelo, Malcolm Foxworth, que, pese a estar muerto, gravita sobre nuestras vidas.
—¿Cómo lo sabes? ¿Viste alguna vez a tu abuelo?
—Sólo una vez, Jory —dijo, con tono triste y reflexivo—. Yo tenía entonces catorce años, los mismos que tú tienes ahora. Tu madre y yo nos escondimos en un arca muy grande del segundo piso y contemplamos el salón de baile. Malcolm Foxworth estaba sentado en una silla de ruedas. Estaba lejos de nosotros y no alcancé a oír su voz. Pero nuestra madre solía repetir lo que él decía acerca del pecado, citando la Biblia y hablando del infierno y el día del juicio final.
Llegó la noche. Encendimos todas las luces de la casa, esperando iluminar así el camino a mamá y también a Bart. Emma y madame acostaron temprano a Cindy.
Después Emma volvió a la cocina, y madame entró en el cuarto de estar y se sentó en un sillón delante de papá. Al cabo de un momento, Bart entró y se acurrucó en un rincón.
—¿Dónde has estado durante tanto tiempo? —preguntó papá, incorporándose en su sillón y dirigiendo a Bart una mirada larga y extraña.
Madame fijó también en Bart sus negros Ojos. Bart ignoró a ambos y continuó proyectando sombras en la pared con las manos retorcidas en raras posiciones.
La televisión estaba encendida, aunque nadie la veía. Un coro de muchachos cantaba villancicos. Me sentía agotado después de haber tratado de seguir a Bart durante todo el día y, sobre todo, me inquietaba lo que le hubiese podido ocurrir a mamá y lo que nos ocurriría a nosotros…
Resolví buscar evasión en el sueño y me levanté para irme a la cama, pero madame se llevó un dedo a los labios e indicó a papá con una seña que prestase atención a lo que murmuraba Bart, mientras representaba el fantástico papel de un anciano hablando con un chiquillo.
—Grandes males aguardan a quienes desafían las leyes de Dios —salmodió, como hipnotizado—. Los malos que no van a la iglesia los domingos, que no llevan a ella a sus hijos, que cometen actos incestuosos acabarán todos en el infierno, donde arderán eternamente, y los demonios atormentarán sus almas inmortales. Los malos sólo pueden ser redimidos por el fuego. Sólo por el fuego podrán salvarse del infierno y el diablo.
Escalofriante, realmente escalofriante. Papá no pudo dominar por más tiempo su impaciencia e irritación.
—¡Bart! ¿Quién te dijo todas estas tonterías? Mi hermano se puso en pie de un salto, y sus oscuros ojos castaños miraron al vacío.
—«Habla cuando te hablen», dijo el sabio al niño inocente. El niño dice a su vez: «La gente mala que comete pecados tendrá un horrible final».
—¿Quién te dijo esto?
—El viejo desde su tumba. El viejo me quiere más que a Jory, que se entrega a danzas pecaminosas. El viejo odia a los que bailan. El viejo dice que yo soy la persona adecuada para gobernar en su lugar.
Papá le escuchaba con atención. Recordé lo que había aconsejado el psiquiatra de Bart:
«Síganle la corriente; finjan creer cuanto él diga, por ridículo que sea. No olviden que sólo tiene diez años y que, a esa edad, los niños pueden creer casi todo; por consiguiente, dejen que se exprese de la única manera segura que ha encontrado hasta ahora. Cuando habla «el viejo», es su propio hijo quien expresa sus más profundas preocupaciones».
—Bart —dijo papá—, escucha atentamente. Si tu madre no supiese nadar y se estuviese ahogando, y yo no me hubiese dado cuenta, ¿me avisarías para que me lanzara al agua para salvarla?
Cualquier hijo habría contestado al instante que sí, pero Bart reflexionó, con el entrecejo fruncido, y sopesando una respuesta que hubiese debido brotar espontáneamente.
Por fin contestó:
—Nada tendría que hacer para salvar a mamá de ahogarse, si mamá fuese pura y estuviese sin pecado, Dios la salvaría.