SUSURROS
Preguntas, preguntas, no paraban de formularme preguntas.
Yo no sabía nada, nada. No tenía la culpa. ¿Por qué me interrogaban? Los niños chiflados no responden correctamente. «Mamá se ha ido porque siempre me odió, incluso cuando yo era muy pequeño».
Aquella noche, cortesanas, rameras y mujeres de mala vida fueron a bailar en mi cabeza. Me desperté. Oí que la lluvia tamborileaba en el tejado, y que el viento soplaba contra mi ventana.
Me dormí de nuevo y soñé que era como tía Carrie, que no creció lo suficiente. Soñé que rezaba y rezaba, hasta que un día Dios me dejaba crecer tanto que mi cabeza tocaba el cielo. Al mirar hacia abajo vi unos hombres menudos que corrían como hormigas, huyendo, porque me tenían miedo. Me eché a reír y me adentré en el océano, levantando olas tan grandes que inundaban las ciudades. Más chillidos. Aquellos a quienes no había aplastado se ahogaban. Me senté, y el océano me cubrió hasta la cintura. Empecé a llorar, y mis lágrimas eran tan enormes que provocaron que subiese aún más el nivel del agua, y lo único que podía ver alrededor era mi propio reflejo y lo guapo que era. Cuando ya no quedaba una sola niña o mujer con vida para quererme y admirarme, yo era hermoso, alto y fuerte.
Conté mis sueños a John Amos, quien asintió con la cabeza y dijo que, cuando era joven, también aparecían en sus sueños muchachas a quienes él hubiese deseado amar. Pero ellas le rechazaban cuando se fijaban en la longitud de su nariz.
—Tenía otros atributos que no podía mostrarles, pero ellas no me dieron nunca una oportunidad, ni una sola oportunidad.
A la mañana siguiente, Jory salió con papá. Me resultaría fácil escapar a la vigilancia de Emma y madame Marisha, porque estaban demasiado atareadas con Cindy. Eso me dio ocasión de escabullirme hacia la casa de al lado. Anduve disimuladamente hasta que vi a John Amos, que estaba embalando las bellas lámparas, los cuadros y otros objetos de valor.
—La plata debe ser envuelta en plástico impermeable —dijo a una de las doncellas—, y tened cuidado con la porcelana y el cristal. Cuando lleguen los hombres de la agencia de mudanzas, ordenadles que coloquen primero los muebles mejores, pues yo tendré trabajo en otra parte.
La doncella más linda frunció el entrecejo.
—¿Por qué nos vamos, señor Jackson? Yo creía que a la señora le gustaba esta casa. Nunca mencionó que fuésemos a trasladarnos.
—Tu señora cambia fácilmente de opinión. Ha tomado esta decisión a causa del niño chiflado de la casa de al lado, ese pequeño que viene aquí continuamente. Ha llegado a hacerse insoportable. Mató al perro que ella le había regalado. No lo sabíais, ¿verdad?
La doncella abrió la boca, horrorizada.
—No, creíamos que el perro estaba en la casa del chico…
—¡Ese rapaz es peligroso! Por esa razón tiene que marcharse la señora… Más de una vez le amenazó de muerte. Está sometido a tratamiento psiquiátrico.
Las doncellas se miraron, pasmadas y llevándose un dedo a la sien. ¿Loco yo? Ahora sí que lo estaba, debido a las mentiras que John Amos contaba acerca de mí.
Esperé a que se quedase solo y se sentara ante el lujoso escritorio donde mi abuela guardaba su talonario de cheques. Se levantó de un salto al verme entrar.
—No debes presentarte tan sigilosamente, Bart. Haz algún ruido cuando entres; carraspea, tose…, haz algo para anunciar tu presencia.
—He oído lo que ha dicho a las doncellas. ¡Yo no estoy loco!
—Claro que no —dijo—. Pero algo tenía que decirles, ¿no? De otro modo, habrían sospechado. Ahora se imaginan que tu abuela ha viajado a Hawai…
Me sentí aturdido, plantado allí, agitando los dedos de los pies dentro de los zapatos, a los que miraba fijamente.
—John Amos… ¿puedo dar hoy unos bocadillos a mamá y mi abuelita?
—No. Todavía no pueden tener hambre.
Sabía que diría eso. Entonces me ignoró. Empezó a repasar los talonarios, las libretas de ahorro y los recibos mientras reía entre dientes. Encontró una llavecita con la que abrió un pequeño cajón que había en el fondo de uno de los compartimientos.
—La muy estúpida pensaba que no sabía dónde guardaba su llave…
Dejé que se divirtiese con las cosas de mi abuela y bajé al sótano donde se hallaban los ratones enjaulados. Me sentía mejor si pensaba que sólo eran ratones.
Mi mamá gemía y lloriqueaba a causa del frío. Miré hacia el interior y vi que habían encendido una vela que yo había metido allí junto con una caja de cerillas para poder ver qué estaban haciendo. Mamá parecía menuda y blanca. Tenía la cabeza reclinada sobre la falda de la abuela, que le enjugaba el rostro con un trozo de tela que debía de haber rasgado de una prenda interior, pues había una puntilla en uno de sus desgarrados bordes.
—Cathy querida, hija mía, escucha por favor. Tengo que hablar ahora, pues no volveré a tener oportunidad de hacerlo. Admito que cometí muchos errores y que permití que mi padre me atormentase hasta que no logré distinguir lo bueno de lo malo, ni el camino que había de seguir. Es cierto que puse arsénico en vuestros buñuelos azucarados, creyendo que sólo enfermaríais un poco y podría sacaros uno a uno de allí. No quería que muriese ninguno de vosotros. Juro que os quería a los cuatro. Llevé a Cory a mi automóvil, y murió en el momento en que lo dejaba en el asiento posterior y le abrigaba con dos mantas. Me acometió el pánico. No sabía qué hacer. No podía acudir a la policía, y me sentía avergonzada, culpable.
Sacudió a mi madre, mientras yo empezaba a temblar.
—Cathy, hija mía, despierta y escucha, por favor —suplicó. Mamá se había despertado y parecía tratar de enfocar su mirada—. Querida, no creo que Bart matase al perro que yo le regalé. Él quería a Apple. Creo que fue John quien lo hizo, consciente de que echarían la culpa a Bart y le considerarían loco y peligroso. Así, cuando nosotras desapareciésemos, la policía culparía también a Bart. Creo que John estranguló al perrito de Jory, y mató también a mi gato.
Tras una breve pausa, prosiguió:
—Bart se siente muy solo y está confuso, Cathy, pero no es peligroso. Le gusta fingir que lo es, y de esta manera se convence de que será un hombre poderoso. Quien representa un peligro es John. Me odia. Yo no me enteré hasta hace unos pocos años de que, si no hubiese regresado a Foxworth Hall después de la muerte de tu padre, John habría heredado toda la fortuna de los Foxworth. Mi padre confiaba en John más que en cualquier otra persona, tal vez porque los dos se parecían mucho. Sin embargo, cuando yo volví se olvidó de John. Le borró de su testamento y me declaró única heredera. ¿Me escuchas, Cathy?
—Mamá, ¿eres tú, mamá? —preguntó mi madre, con vocecilla de niña enferma—. Mamá, ¿por qué no miras a los gemelos cuando vienes a verme? ¿Por qué no te das cuenta de que no crecen como debieran? ¿O acaso no quieres verlo? ¿Los ignoras para no sentirte avergonzada y culpable?
—¡Oh, Cathy! —exclamó la abuela—. ¡Si supieses cuánto me hieren tus palabras después de tantos años! ¿Tan profunda fue tu herida que jamás cicatrizará? ¿Y la de Chris? No es de extrañar que tú y tu hermano… Lo siento. Mi dolor es tan grande que no puedo resistirlo.
Pero, al cabo de unos momentos, se sobrepuso y siguió diciendo, con lo que ella llamaba «desesperada urgencia».
—Aunque estés delirando y no puedas comprender del todo, tengo que hablar, o no viviré para contarte todo. Cuando John Amos era un joven de unos veinticinco años, me deseaba furiosamente, aunque yo sólo tenía diez. Se escondía en los rincones para espiarme y después despotricaba contra mí ante mi padre, interpretando del modo más retorcido mis actos más inocentes. Yo no podía decir a mis padres que lo que contaba John era mentira, porque nunca me creían; le creían a él. Se negaban a reconocer que una niña podía ser víctima de hombres mayores, incluso de parientes mayores. John era primo tercero de mi madre, y el único miembro de la familia de ésta que mi padre podía soportar. Creo que, después de la muerte de mis dos hermanos mayores, mi padre le convenció de que, si un día defraudaba yo su confianza él saldría beneficiado. Ése era el método que mi padre empleaba para sacar lo máximo posible de cada cual: hacer concebir ilusiones que se desvanecían cuando se tendía la mano. John ambicionaba también la fortuna de mi madre, y ellos le animaban a creer que podría heredar. Le consideraban un santo. John adoptaba siempre un aire piadoso, simulaba ser devoto, y mientras tanto seducía a todas las doncellas jóvenes y guapas que entraban al servicio de Foxworth Hall. Mis padres nunca sospecharon de él. Sólo veían maldad en los actos de sus hijos. ¿Comprendes ahora por qué me odia John? ¿Comprendes por qué odiaba también a mis hijos? Él habría sido el beneficiario de todo si yo me hubiese quedado en Gladstone.
»Un día, oí que, en el vestíbulo de atrás, le susurraba a tu hijo Bart que yo había engatusado a mi padre con «ardides femeninos» para que desheredase a su único amigo, a su más fiel confidente.
Entonces mi abuela empezó a llorar. Me estremecí de la cabeza a los pies y sentí un dolor profundo en mi interior, por todo lo que estaba averiguando. ¿Había sido también Malcolm un malvado? ¿En quién podía confiar ahora? ¿Se valía John Amos de «ardides masculinos», como había empleado mi abuela los suyos femeninos? ¿Era todo el mundo tan perverso como mi abuela y mamá? ¿Estaba Dios de mi parte, de la de ella, o de la de John?
—Mamá, ¿todavía estás aquí, mamá?
—Sí, querida, estoy aquí, y aquí estaré para cuidar de ti como nunca lo he hecho. Esta vez seré la madre que hubiera debido ser siempre. Esta vez os salvaré, ¡a ti y Chris!
—¿Quién eres? —preguntó mi madre, irguiéndose y empujando a mi abuela—. ¡Oh! —exclamó—. ¡Eres tú! No tuviste bastante con matar a Cory y Carrie, que has regresado para matarme también. Entonces tendrás a Chris para ti sola; será tuyo, sólo tuyo…
Se le quebró la voz y se echó a llorar. Después empezó a gritar como si estuviese loca, dando rienda suelta a todo el odio que sentía por su madre.
—¿Por qué no mueres, Corinne Foxworth…? ¿Por qué no mueres de una vez?
Me fui. No podía soportarlo. Ambas eran diabólicas. Pero ¿por qué me dolía tanto?