LECCIONES
Julio, mi mes. «Concebido en el fuego, nacido en el calor», había dicho John Amos cuando le anuncié que pronto cumpliría diez años. Yo no entendía qué significaba aquella frase, aunque tampoco me importaba. Dentro de pocos días estaría en Disneylandia. Hip hip, ¡hurra! Al diablo con Jory por no estar contento, por estropear mi diversión con su cara larga y triste, y sólo porque un perrito viejo y estúpido no quería volver a casa cuando lo llamaba.
Yo estaba haciendo planes para que Apple estuviera atendido hasta que pudiese escaparme y volver junto a él después de visitar Disneylandia. John Amos me agarró cuando fui a la casa y me subió a su habitación, situada encima del garaje. Miré alrededor, pensando que olía a agrio, a viejo, como a medicamentos.
—Bart, siéntate en esa silla y léeme en voz alta un fragmento del diario de Malcolm. El Señor te castigará si dices que lees su libro y no lo haces.
Yo no necesitaba a Amos tanto como antes, de modo que lo observé con cierto desdén, con el mismo desdén que habría mostrado Malcolm por un viejo cojo que no sabía hablar sin susurrar, silbar y escupir. De todas formas me senté y leí el diario encuadernado de cuero rojo de Malcolm.
«Mi juventud había sido malgastada en placeres terrenales y, al acercarme a los treinta, me di cuenta de que faltaba en mi vida un objetivo distinto al dinero. Religión, necesitaba la religión y la redención de todos mis pecados, pues, a pesar de los votos de mi infancia, había vuelto a desear a las mujeres, y cuanto más perversas eran más parecían gustarme. Para mí, no había espectáculo más agradable que ver cómo mujeres altivas y hermosas realizaban actos obscenos que transgredían todas las normas de la decencia. Me gustaba azotarlas, y producir verdugones rojos en sus pieles blancas y suaves. Ver sangre, su sangre, me excitaba. Entonces comprendí que necesitaba a Dios. Tenía que salvar del infierno mi alma inmortal».
Levanté la cabeza, cansado de tratar de descifrar aquellas largas frases que poco significaban para mí.
—¿Entiendes lo que te dice Malcolm, muchacho? Dice que, por mucho que odies a las mujeres, todavía puedes obtener placer de ellas, pero a un precio, muchacho, a un precio muy, muy alto. Desgraciadamente, Dios infundió deseos sensuales a la humanidad. Tienes que procurar mitigar los tuyos a medida que te acercas a la edad adulta. Graba esto en tu mente, de manera que no pueda borrarse de ella: las mujeres te destruirán al fin. Yo lo sé muy bien. Me destruyeron y me redujeron a la condición de criado, cuando podría haber sido mucho más.
Me levanté y me marché, harto de John Amos. Iría a ver a mi abuela, que me quería más que nadie en el mundo, incluso más que Dios. Ella me amaba por lo que yo era. Me amaba tanto que incluso mentía, como yo, para hacerme creer que era mi verdadera abuela, cuando yo sabía que eso no podía ser cierto.
El sábado era el mejor día de la semana. Mi padrastro se quedaba en casa y mamá se sentía dichosa. Debido a que ésta deseaba pasar mucho tiempo en casa para mimar a Cindy —como si Cindy le importase a alguien—, contrataba a una estúpida ayudante para que se encargase, los sábados, de la clase de ballet. Jory también asistía los sábados a esa clase para poder ver a su estúpida amiguita. Regresaba a casa al mediodía para desbaratar todos mis planes. Yo planeaba muchas actividades para no aburrirme; para pasar el tiempo; cuidar de Apple, sentarme en las rodillas de mi abuela y escuchar sus canciones… Bueno, las mañanas pasaban en un santiamén con todas las cosas que tenía que hacer.
John Amos seguía aleccionándome para que llegase a ser como Malcolm, y realmente daba resultado. Sentía que su poder se hacía cada vez más, más fuerte.
Aquella tarde, Cindy jugaba en una piscina de plástico tan nueva que parecía recién salida de la fábrica. La piscinita usada no era bastante buena para ella. La niña chiflada debía tenerlo todo nuevo, incluso un traje de baño a rayas blancas y rojas, con tirantes blancos y correas rojas sobre los hombros para mantenerlo en su sitio. ¡Y encima ella trataba de soltarse esas correas!
Jory se levantó de un salto y entró en la casa en busca de su máquina, y volvió corriendo para fotografiar a Cindy. Clic, clic, clic. Después arrojó la cámara a mamá, que la cogió al vuelo.
—Hazme una foto con Cindy —pidió.
Desde luego, le hacía ilusión que le hiciesen una foto con Cindy. Ni siquiera se molestó en preguntarme si quería salir en ella, quizá porque siempre gesticulaba, agachaba la cabeza o sacaba la lengua. Todos decían que Bart sabía la manera de estropear una buena fotografía.
Los malditos arbustos que me rodeaban me arañaban las piernas y los brazos. Los insectos no me dejaban en paz. ¡Malditos bichos! Los sacudí a manotazos y entorné los párpados para observar a la melindrosa niña chapoteando en el agua, divirtiéndose más de lo que yo me había divertido nunca en una piscina.
Cuando tratasen de llevarme al este desde Disneylandia, me escaparía y haría autostop y regresaría a casa para cuidar de Apple; exactamente lo mismo que habría hecho Malcolm. Los muertos no me echarían de menos, no les importaría que no fuese a depositar flores en sus tumbas. Y la antipática abuela de Jory se alegraría de no tenerme allí.
Corrí hacia el árbol, salté el muro y me encaminé hacia el establo para ver a Apple, que estaba haciéndose enorme. Metí una galleta para perros en su boca y se la tragó en un segundo. Después brincó y me tiró al suelo.
—Ahora te comerás esta zanahoria. Para ti es como un mondadientes.
Apple olió la zanahoria, meneó el rabo, saltó y golpeó la zanahoria con la pata. Aún no sabía jugar como un poni.
Enseguida enganché a Apple a mi nuevo vehículo y corrimos por todo el lugar.
—¡Adelante! —le animaba—. ¡Tenemos que alcanzar a aquellos ladrones de ganado! Corre más, jamelgo inútil, ¡o no llegaré a casa antes de que sirvan la comida!
Divisé movimiento en las colinas. Miré alrededor y descubrí a unos indios que avanzaban sigilosamente hacia nosotros. ¡Cazadores de cabelleras! Nos persiguieron furiosamente hasta que los perdimos de vista en las colinas, que pronto se convirtieron en desierto. Agotados y sedientos, mi caballo y yo buscamos un oasis. Vimos un espejismo.
Allí estaba ella, la mujer del espejismo del oasis, vestida con negros harapos, con los pies descalzos y cubiertos de arena; contenta de darnos la bienvenida a la tierra de los vivos…
—Agua —pedí, jadeando—. Necesito agua fresca y clara. —Me senté en un lujoso sillón y estiré mis largas y delgadas piernas terminadas en unas botas polvorientas y gastadas. Me sacudí la arena de los zahones—. Que sea una cerveza —dije a la camarera de la cantina.
Me sirvió la cerveza, espumosa, oscura, y fría, demasiado fría. Cayó en mi estómago como una piedra e hizo que me encogiese. Miré a la muchacha.
—¿Qué hace una chica tan linda como tú en un lugar tan asqueroso como éste?
—Soy la maestra de la escuela local. ¿No te acuerdas de mí, Sam, el Rápido? —Bajó los párpados y pestañeó detrás del velo—. Cuando los tiempos son malos, una dama debe hacer lo que pueda para sobrevivir.
Seguía mi juego. Nadie jugaba nunca conmigo. Y resultaba agradable tener a alguien con quien jugar. Le dirigí una sonrisa amistosa.
—Cuida bien de Apple. Es tan noble que no debe morir.
—Eres muy rudo, querido. Y no conviene pensar demasiado en la muerte. Ven, siéntate en mi regazo, y deja que te cante una canción.
De acuerdo. Me gustaba que me tratasen como a un niño pequeño, acurrucado entre sus brazos, con la cabeza reclinada en su pecho, mientras ella me cantaba al oído. Cada vaivén de la mecedora me sumía en un trance más profundo. Alcé la mirada e intenté ver a través de sus velos. ¿La quería más que a mamá? Entonces reparé en que sus velos estaban sujetos por unas pequeñas peinetas prendidas a sus cabellos de plata, con algunas hebras de oro.
Yo no deseaba que mamá envejeciese y su pelo encaneciese. Sin embargo, se olvidaba de mí todos los días para cuidar de Cindy; dejaba que otros se ocupasen de mí. ¿Por qué tenía que haber aparecido Cindy para estropear mi vida?
—Más, por favor —murmuré cuando ella dejó de mecerse—. ¿Me quieres más de lo que madame Marisha quiere a Jory? —pregunté.
Si me decía que sí, que mucho más, todo iría bien.
—¿Quiere mucho a Jory su abuela?
¿Había envidia en su voz? Me sentí furioso, ruin… Ella lo advirtió y empezó a llenar mi cara de besos, unos besos secos por culpa del velo.
—Abuelita, tengo que decirte una «coza».
—Muy bien… pero acuérdate de pronunciar bien las palabras. Di todo lo que quieras, tengo toda la vida para escucharte.
Me apartó los cabellos de la cara, tratando de arreglarlos, sin conseguirlo.
—Dos días después de mi cumpleaños, viajaremos hacia Disneylandia, donde permaneceremos una semana. Después volaremos hasta donde se hallan las tumbas. Tendremos que visitar cementerios, comprar flores y dejarlas al sol para que se marchiten. Odio las tumbas. Odio a la abuela de Jory, que no me quiere porque no puedo bailar.
Me besó de nuevo.
—Bart…, di a tus padres que ha habido demasiadas tumbas en tu vida. Diles una vez más lo mucho que te entristecen.
—No quieren escucharme —repuse apenado—. No me preguntan qué me gustaría hacer, sólo me ordenan lo que debo hacer.
—Estoy segura de que te escucharán si les explicas que sueñas que estás muerto. Entonces comprenderán que has visitado cementerios demasiadas veces. Cuéntales la verdad.
—Pero… pero… —balbucí, muy abatido—, ¡yo quiero ir a Disneylandia!
—Diles lo que te he dicho, y yo cuidaré de Apple.
Me puse frenético. Si confiaba el cuidado de Apple a otra persona, nunca volvería a ser mío. Sollocé porque la vida era muy triste. Mi plan de fuga no podía fallar; era preciso que saliera bien.
Seguimos meciéndonos, y ella dijo que estábamos en un barco, navegando por aguas turbulentas con rumbo a una hermosa isla llamada Paz. Entonces perdí las piernas, de modo que, cuando llegamos, no pude tenerme en pie. Ella desapareció. Me quedé solo, completamente solo, como si me encontrase en Marte, mientras Apple esperaba que regresase a la Tierra. ¡Pobre Apple! Al final, moriría.
Creí despertar… ¿Dónde estaba? ¿Por qué eran todos tan viejos? Mamá…, ¿por qué te cubres la cara de negro?
—Despierta, querido. Tienes que volver deprisa a casa antes de que tus padres empiecen a alarmarse. Has dormido un rato. Ahora te sentirás mejor.
La mañana siguiente, yo estaba en el jardín, tratando de terminar la caseta que construía para Clover. El pobre Clover hubiese debido tener siempre casa propia, y así no habría tenido que escaparse para buscar una. Cogí del cuarto de herramientas de papá un martillo, clavos y una sierra de madera, lo llevé todo al jardín y me puse manos a la obra. La dichosa sierra no cortaba recto. La casa estaría torcida. Si Clover se quejaba, le pegaría una patada. Levanté la tabla serrada y la coloqué como techo. ¡Dichoso clavo! No se mantenía recto, y por su culpa el martillo golpeaba mi dedo pulgar. ¡El estúpido martillo no veía mis dedos! Seguí golpeando. Menos mal que no sentía los pequeños dolores. Entonces me di un golpe más fuerte y me hice daño. Sentía dolor, como cualquier chico normal.
Jory salió corriendo de la casa y preguntó:
—¿Por qué estás construyendo una casa para Clover, si hace dos semanas que se fue? Nadie ha respondido a nuestros anuncios. Sin duda está muerto, y si no fuese así y volviese a casa, dormiría a los pies de mi cama, ¡recuérdalo!
Tonto. Tonto, era lo que en realidad él quería decir. Y Clover podía aún volver. ¡Pobre Clover!
Miré de reojo y vi que Jory se enjugaba unas lágrimas.
—Pasado mañana —dijo, con voz ronca—, partiremos hacia Disneylandia. Deberías estar contento.
¿Estaba contento? El pulgar hinchado empezaba a dolerme más. Apple se moriría de añoranza.
Entonces se me ocurrió una idea. John Amos me había explicado que las oraciones obraban milagros, y que Dios estaba allá arriba, en su cielo, velando por los torpes animales y también por la gente. Mamá y papá siempre me prohibían pedir cosas en mis oraciones; sólo para los demás, nunca para mí. Por esa razón, en cuanto Jory se hubo marchado, arrojé mi martillo y corrí a un sitio donde pudiese arrodillarme y rezar por mi cachorro-poni y Clover. Después fui a ver a Apple, y rodamos juntos sobre la dorada hierba, riendo yo mientras él trataba de ladrar y relinchar. Su lengua posaba besos húmedos en mi cara, que yo le devolvía. Cuando levantó la pata y apuntó a un rosal, me desabroché el pantalón y oriné también. Entonces se me ocurrió lo que tenía que hacer.
—No te pongas triste, Apple. Sólo estaré una semana en Disneylandia, y volveré. Esconderé tus galletas de cachorro–poni debajo del heno y dejaré el grifo un poco abierto, de modo que el agua gotee en tu cubo. Pero no te atrevas a comer o beber lo que te den John Amos o mi abuela. No consientas que te tienten con golosinas.
Meneó el rabo para decirme que sería bueno y obedecería mis órdenes. Había hecho un buen montón de caca. La cogí y la estrujé con los dedos para que comprendiese que ahora yo era parte de él, y él era realmente mío. Me limpié las manos con la hierba y vi que las hormigas acudían presurosas y las moscas realizaban su trabajo.
—Es la hora de tu lección, Bart —dijo John Amos desde el establo, con su calva reluciendo a la luz del sol.
Me sentí como un prisionero cuando me tumbé en el heno y miré al hombre que me dominaba con su estatura. Olía a viejo y a rancio.
—¿Sigues leyendo como es debido el diario de Malcolm? —preguntó.
—Sí, señor.
—¿Aprendes los caminos del Señor y rezas tus oraciones como es debido?
—Sí, señor.
—Quienes siguen sus pasos serán juzgados con justicia, y también quienes no lo hacen. Te pondré un ejemplo. Había una vez una hermosa niña que había nacido con mucha suerte; poseía cuanto podía comprar con dinero. Pero ¿apreciaba lo que tenía? No, ¡no lo apreciaba! Cuando se hizo mayor, empezó a tentar a los hombres con su belleza, exhibiéndose medio desnuda ante sus ojos. Era alta y fuerte, pero el Señor vio lo que hacía y la castigó, aunque tardó algún tiempo en hacerlo. El Señor, valiéndose de Malcolm, hizo que se arrastrase, llorase y rezase por su absolución, y Malcolm triunfó al fin sobre ella. Malcolm siempre salía triunfante en definitiva…, y lo mismo tienes que hacer tú.
Bueno, a veces contaba historias muy aburridas. Nosotros teníamos gente desnuda en el jardín, y no me tentaban.
Suspiré, deseando que me hablase de otras cosas y no solamente de Dios, y Malcolm y malditas chicas guapas.
—Desconfía de la belleza de las mujeres, Bart. Recela de las mujeres que te muestren su cuerpo sin ropa. Desconfía de todas las mujeres que te acechen, y sé como Malcolm, ¡astuto!
Por fin permitió que me marchase. Me alegré de no tener que seguir fingiendo que era como Malcolm. Lo único que me hacía sentir realmente bien era reptar por el suelo, escuchando los ruidos de la jungla en el denso follaje donde se escondían los animales salvajes, animales peligrosos, dispuestos a devorarme. Me estremecí. Me puse en pie de un salto. ¡No! Aquello no podía ser lo que yo había creído que era, Dios no podía enviarme un dinosaurio. Era más alto que un rascacielos, más largo que un tren. Tenía que correr en busca de Jory para decirle lo que merodeaba por nuestro jardín de atrás.
De pronto, un ruido atronó en la jungla, ¡delante de mí! Me detuve en seco, asustado.
Voces. ¿Serpientes que hablaban?
—Chris, no me importa lo que digas. No es necesario que vuelvas a visitarla este verano. Ya es suficiente. Hiciste cuanto pudiste por ayudarla. No puedes hacer más. Olvídala y concentra tu atención en nosotros, en tu familia.
Miré desde detrás de un arbusto. Mis padres se hallaban en la parte más bonita del jardín, donde crecían los árboles más grandes. Mamá estaba de rodillas, abonando el suelo alrededor de los rosales. Tenía buena maña para las plantas, y él la ayudaba.
—¿Has de seguir siendo siempre una niña, Cathy? —preguntó él—. ¿No aprenderás nunca a olvidar y perdonar? Quizá tú puedas imaginar que ella no existe, pero yo no. Somos su única familia. —La obligó a ponerse en pie y le tapó la boca con la mano cuando ella iba a interrumpirle—. Está bien, sigue con tu odio; pero yo soy médico y juré hacer todo lo posible para aliviar a los que sufren. La enfermedad mental puede ser más devastadora que las dolencias físicas. Quiero que sane para que pueda abandonar aquel lugar. No me mires así ni repitas que nunca estuvo loca, que simplemente fingía. Debía de estar loca para actuar como lo hizo. Y, por lo que sabemos, los mellizos tampoco habrían crecido normalmente en circunstancias mejores. Lo mismo le sucede a Bart, que no tiene la estatura de un chico de su edad.
¡Oh! ¿No la tenía?
—Cathy, ¿cómo podría sentirme tranquilo si abandonase a mi propia madre?
—¡Está bien! —balbuceó mamá—. ¡Visítala! Jory, Bart, Cindy y yo nos quedaremos con madame Marisha, o quizá volemos a Nueva York para poder encontrarme con algunos viejos amigos hasta que tú estés dispuesto a reunirte con nosotros. —Le dirigió una sonrisa maligna—. Es decir, si todavía quieres reunirte con nosotros.
—¿A qué otro sitio podría ir? ¿A quién le importa si estoy vivo o muerto, salvo a ti y a nuestros chicos? Piensa una cosa, Cathy: el día en que vuelva la espalda a mi madre, haré lo mismo con todas las mujeres, incluida tú.
Entonces ella se echó en sus brazos y le hizo todos aquellos arrumacos que yo no quería ver. Retrocedí a gatas, preguntándome qué habría querido decir mamá y por qué odiaba tanto a la madre de papá. Me sentía un poco aturdido. ¿Y si mi abuela y vecina fuese realmente la madre de mi padrastro, que estaba loca y me quería sólo porque tenía que hacerlo? ¿Acaso John Amos habría dicho la verdad?
Todo era muy difícil de comprender. ¿Era Corinne la verdadera hija de Malcolm, tal como había dicho John Amos? ¿Era ella quien había tentado a John Amos? ¿O tal vez Malcolm había odiado a una persona hermosa y medio desnuda? A veces me quedaba confuso después de leer el libro de Malcolm, que evocaba su infancia y escribía sus recuerdos cuando era mayor, como si su infancia fuese más importante que su vida adulta. ¡Qué extraño! ¡Yo deseaba tanto hacerme mayor!
Les oí de nuevo; venían en mi dirección. Me deslicé rápidamente por debajo del seto más próximo.
—Te amo, Chris, tanto como tú me amas a mí. A veces pienso que los dos nos queremos demasiado. Cuando tú no estás, me despierto por la noche. Desearía que no fueses médico, sino un hombre que pasara todas las noches en casa. Deseo que mis hijos crezcan, pero cada día están más cerca de descubrir nuestro secreto, y temo que no lo comprendan y nos odien.
—Lo comprenderán —dijo él.
¿Cómo podía saber él que yo lo comprendería? Si no podía comprender las cosas más sencillas, ¿cómo entender algo tan malo que hacía que mamá no pudiese dormir por la noche?
—¿No hemos sido buenos padres, Cathy? ¿No hemos hecho por ellos cuanto hemos podido? Después de vivir con nosotros desde su más tierna infancia, ¿cómo podrán no comprendernos? Les contaremos lo que ocurrió, expondremos todos los hechos para que se enteren de las penalidades que tuvimos que pasar. Entonces se preguntarán, como yo me pregunto tantas veces, cómo pudimos aguantar sin enloquecer.
John Amos tenía razón. Habían pecado, pues de otro modo no temerían tanto que no les comprendiésemos. ¿Cuál era el secreto? ¿Qué estaban ocultando?
Permanecí debajo del seto hasta mucho después de que mis padres entrasen en la casa. Yo había abierto diversas cavernas en los setos y, cuando estaba dentro de ellas, me sentía como un animalito selvático, temeroso de que los seres humanos nos mataran.
Malcolm estaba en mi mente; él y su cerebro tan sabio y astuto. Pensaba también en John Amos, que me instruía acerca de Dios, la Biblia y el pecado. Sólo me sentí bien cuando pensé en Apple y mi abuela; no bien del todo, pero sí un poco.
Me tumbé en el suelo y empecé a olisquear, tratando de encontrar algo que había enterrado la semana anterior, o quizá hacía un mes. Miré en el pequeño estanque que había hecho construir papá para que nosotros pudiésemos observar cómo nacían los pececillos. Una vez vi cómo salían unos peces diminutos de los huevos, ¡mientras sus padres nadaban como locos para tragarse a sus hijos!
—¡Jory! ¡Bart! —llamó mamá desde la puerta abierta de la cocina—. ¡Es hora de comer!
Miré en el agua. Allí estaba mi cara, muy extraña, de perfil, con los pelos de punta, en lugar de ondulados y bonitos como los de Jory. Había algo de un rojo oscuro en mi cara, una cara fea que no cuadraba con un hermoso jardín al que acudían los pajarillos para remojarse en un baño fantástico. Vertía lágrimas de sangre. Introduje las manos en el agua y me lavé la cara. Después me senté a reflexionar. Fue entonces cuando vi sangre en mi rodilla, sangre que se estaba secando en un cuajarón oscuro. En realidad, no me preocupaba, porque me dolía poco.
¿Cómo me lo habría hecho? Paseé con la mirada por el trecho que había recorrido a gatas. Aquella tabla con un clavo oxidado ¿me lo habría clavado en la rodilla? Volví a arrastrarme hasta allí y toqué la punta del clavo, húmeda de sangre. Papá llamaba «punzadas» a los agujeritos que hacía un clavo en la piel, y pensé que eso era lo que tenía. «Es muy importante que las punzadas sangren libremente», decía. La mía no sangraba libremente.
Froté la punzada con el dedo para que la sangre fluyese. Las personas raras como yo podíamos hacer cosas horribles como ésa, mientras que las personas delicadas como mamá se habrían mareado de haberlas hecho. La sangre de mi herida era caliente y espesa.
Sin embargo, quizá no era tan raro, porque de pronto empezaba a sentir dolor, un ligero dolor.
—¡Bart! —llamó papá, desde la galería posterior—. ¡Ven inmediatamente, a menos que quieras que te zurre!
Cuando ellos estaban en el comedor no podían verme entrar por la puerta corredera del cuarto de estar, y eso fue lo que hice. Me lavé las manos en el cuarto de baño, me puse el pijama para ocultar la rodilla herida y, callado y sumiso, me reuní con mi familia a la mesa.
—Bueno, ya era hora —dijo mamá, que estaba muy linda.
—Bart, ¿por qué te empeñas en crearnos dificultades cada vez que nos sentamos a la mesa? —preguntó papá.
Bajé la cabeza, no arrepentido, sino incómodo. La rodilla me dolía de verdad, y lo que había dicho John Amos sobre que Dios castigaba a los desobedientes debía de ser cierto. Estaba siendo juzgado, y la punzada en la rodilla era mi infierno.
Al día siguiente volví al jardín y me escondí en uno de mis refugios especiales. Estuve allí sentado todo el día, gozando de mi dolor, que significaba que era un chico normal y no un fenómeno. Estaba siendo castigado, como los demás pecadores condenados al dolor. Quería saltarme la comida, pues tenía que ver a Apple. No lograba recordar si había estado o no allí. Bebí un poco de agua del estanque, con la lengua, como un gato.
Mamá había estado empaquetando cosas todo el día, sonriendo incluso por la mañana temprano, cuando había ido en primer lugar mi ropa en la maleta.
—Bart, procura ser bueno hoy, para variar. Acude puntual a las comidas, para que papá no tenga que zurrarte antes de irte a la cama. Le disgusta castigarte, pero es la única forma de que te portes bien. Intenta comer más. Si te enfermas, no podrás disfrutar en Disneylandia.
La puesta de sol cambió el azul del cielo en lindos colores. Jory salió corriendo de casa para contemplar aquellos colores que, según él, eran como música. Jory podía sentir los colores que le hacían sentirse alegre, triste, solo y místico. Mamá también sentía los colores. Ahora que yo empezaba a sentir el dolor, quizá aprendería pronto a sentir también los colores.
Se acercaba la verdadera noche. La oscuridad podía atraer a los fantasmas. Emma tocó su campanita de cristal, llamándome para la comida. Yo quería ir, pero no podía.
Había algo podrido en el hueco de un árbol que había detrás de mí. Me volví, salí a gatas de mi caverna y miré en el oscuro agujero. ¡Allí había huevos podridos! ¡Puf! Metí despacio la mano, palpando lo que no podía ver. Había algo yerto, frío y peludo, una cosa muerta que llevaba un collar con púas que hirieron mi mano, como si fuese alambre espinoso. ¿Sería Clover aquella cosa muerta?
Me eché a llorar, asustado. Sospecharían que lo había hecho yo.
Siempre pensaban que yo hacía todas las cosas malas. Pero en realidad yo quería a Clover. Siempre había deseado que me quisiera más que a Jory. Ahora, el pobre perro ya no podría vivir en aquella maravillosa casita que yo terminaría algún día.
Jory bajó por la vereda más ancha del jardín, llamándome.
—¡Sal de donde estés, Bart! No causes problemas ahora que estamos a punto de marchar.
Encontré un nuevo escondrijo que él no conocía y me tumbé boca abajo.
Jory se alejó. Después apareció mi madre.
—Bart, si no vienes a casa… Por favor, Bart. Siento haberte pegado esta mañana.
Me tragué las lágrimas de compasión por mí mismo. Sólo había vertido una caja de detergente en el fregadero, intentando ayudar. ¿Cómo podía saber que una cajita tan pequeña formaría todo un océano de espuma? La espuma llenó toda la cocina. Luego se presentó papá:
—Bart, ven a comer. No debes estar enfadado. Sabemos que fue un accidente y te hemos perdonado. Comprendemos que sólo querías ayudar a Emma. Anda, ven.
Pero yo permanecí allí, sintiéndome culpable porque los hacía sufrir. Percibí miedo en la voz de mamá, como si realmente me quisiese, pero ¿cómo podía quererme, si yo nunca hacía nada bien? No merecía su amor.
La rodilla me dolía mucho más. Tal vez tenía el tétanos. Los chicos del colegio me habían contado que el tétanos hacía que se juntasen las mandíbulas hasta el punto de que el enfermo no podía comer, y que los médicos tenían que arrancarle los dientes para poder introducir un tubo y darle sopa. Pronto llegaría ululando la ambulancia a nuestra calle, me meterían en ella y harían sonar la sirena hasta que llegásemos al hospital de papá. Después me ingresarían en la sala de urgencias y un cirujano enmascarado diría: «¡Fuera esa pierna podrida y apestosa!». Y me la cortarían, y yo me quedaría con un muñón lleno de veneno que me llevaría al ataúd.
Entonces me enterrarían en el cementerio de Clairmont, en Carolina del Sur. Tía Carrie estaría a mi lado, y al fin disfrutaría de la compañía de alguien tan pequeño como ella. Pero no sería Jory quien estuviese junto a ella, sino yo, la oveja negra de la familia. Así me había llamado John Amos una vez que se enojó conmigo.
Tumbado sobre la espalda, con los brazos cruzados sobre el pecho como Malcolm Neal Foxworth, mirando hacia arriba, como si esperase a que llegara y pasara el invierno y viniese el verano para que mamá, papá, Jory, Cindy y Emma acudiesen a visitar mi tumba. Pero ellos no me llevarían lindas flores. Y yo sonreiría rígidamente en la fosa, sin decirles que el musgo me gustaba mucho más que las rosas olorosas, que tenían afiladas espinas.
Mi familia se marcharía, y yo quedaría atrapado en el suelo, en las tinieblas por toda la eternidad. Y cuando estuviese en el frío suelo, rodeado de nieve por todas partes, no necesitaría fingir que era como Malcolm Neal Foxworth. Me imaginé a Malcolm en su vejez, delicado, casi calvo y cojeando como John Amos, aunque un poco más guapo que John Amos, que era muy feo.
Estaba resolviendo todos los problemas de mamá, y Cindy podría vivir en paz desde ese momento; ahora que yo estaba muerto.