OSCURIDAD CRECIENTE
Al día siguiente por la tarde mamá y papá se habían acomodado en el cuarto de estar delante del fuego que yo había encendido. Olvidado por ellos, me acurruqué en el suelo, cerca de la puerta, confiando en que no me verían y pensarían que había salido, como hubiese debido hacer. No me gustaba espiarles deliberadamente, pero a veces era mejor saber las cosas con certeza que perderse en conjeturas.
Al principio, mamá apenas dijo nada, pero después habló de la visita a la doctora Oberman.
—Bart me odia, Chris, también a ti y Jory y Cindy. Supongo que también ha incluido a Emma en su lista, pero a mí me aborrece más que a nadie. Está enojado conmigo porque no le dedico mi amor exclusivamente a él.
Él la estrechó sobre su pecho y la retuvo así mientras seguían hablando. Cuando expresaron su intención de ir a la habitación de Bart para ver si estaba allí, me metí rápidamente en un gabinete contiguo y esperé a que hubiesen pasado y entrado en el dormitorio de mi hermano.
—¿Ha comido? —preguntó papá.
—No.
Ella habló como si deseara que Bart siguiese dormido, para evitar los problemas que suscitaba cuando estaba despierto. Pero la simple presencia de ambos hizo que Bart despertase de su sueño y, sin decir una sola palabra que correspondiera a los cariñosos saludos de mis padres, les siguió hasta el comedor. Era la hora de comer, y había que hacerlo aunque un chico de diez años permaneciese sentado en silencio, con el entrecejo fruncido, negándose a cruzar una mirada con los demás.
La situación fue sumamente violenta durante la comida. Nadie se sentía a gusto. Había poco apetito, e incluso Cindy se mostraba arisca. Emma tampoco hablaba; se limitaba a cumplir en silencio con su obligación. Hasta el viento, que hasta entonces había soplado sin parar, amainó, y los árboles se quedaron inmóviles, con las hojas colgando, como si estuviesen heladas. De pronto, el ambiente se tornó tan frío que recordé las tumbas de que siempre hablaba Bart.
Me pregunté cómo papá y mamá obligarían a Bart a asistir a las sesiones de la doctora Oberman. ¿Cómo podía alguien forzarle a hablar, siendo tan endiabladamente terco? Y papá, que estaba tan ocupado, tenía que robar tiempo a sus pacientes… Sólo por este hecho debería Bart comprender lo mucho que se preocupaban de él.
—Me voy a la cama —dijo secamente Bart, levantándose de la mesa sin pedir permiso.
Salió del comedor. Nosotros seguimos sentados, como atrapados por algún hechizo practicado por Bart.
Papá rompió el silencio.
—Bart está fuera de sí. Evidentemente, algo le inquieta tanto que apenas puede comer. Tenemos que averiguar de qué se trata.
—Mamá —dije—, creo que le ayudarías mucho si esta noche fueses a la habitación de Bart, te sentases en su cama y pasases un buen rato con él y no entrases ni en mi dormitorio ni en el de Cindy.
Me dirigió una mirada de extrañeza, como si le costase creer que la cosa fuese tan sencilla. Papá estuvo de acuerdo conmigo, diciendo que nada se perdería con probar.
Entré en la habitación de Bart y advertí que él fingía dormir. Salí y permanecí junto a papá en el pasillo, donde Bart no podía vernos. Estaba dispuesto a acudir en auxilio de mamá si a mi hermano se le ocurría hacer una trastada. Papá asió mi hombro con una mano y murmuró:
—No es más que un niño, Jory, y está trastornado. Es un poco más bajo y delgado que la mayoría de los chicos de su edad. Esto puede ser parte del problema. A Bart le cuesta desarrollarse más que a los demás niños.
Con los nervios en tensión, esperé que continuase:
—Es sorprendente que naciese con tan pocas cualidades, sobre todo teniendo en cuenta que su madre tiene tantas y tan buenas.
Miré hacia donde estaba mamá, que contemplaba a Bart. Él se mostraba malhumorado incluso en sueños, si en verdad estaba dormido. Entonces, ella salió corriendo de la habitación y lanzó una mirada desesperada a papá.
—Chris, ¡le tengo miedo! Ve tú. Si despertase y me gritase, como antes, le pegaría. Querría encerrarle en el armario, o arriba, en el ático. —Se llevó ambas manos a la boca—. No he querido decirlo —musitó.
—Claro que no. Espero que él no te haya oído. Cathy, creo que lo mejor es que tomes un par de aspirinas y te acuestes. Yo arroparé a Bart y llevaré a Jory a la cama.
Me dirigió una sonrisa burlona y yo sonreí a mi vez. Solíamos charlar por la noche, antes de acostarme… Me aconsejaba sobre cómo resolver situaciones difíciles. Eran conversaciones de hombre a hombre, en que no debían intervenir mujeres.
Fue papá quien tuvo el valor de acercarse a Bart y sentarse tranquilamente en el borde de su cama. Yo sabía que Bart tenía el sueño ligero, y cuando papá se sentó la depresión que produjo en el lecho hizo que el menudo cuerpo de Bart resbalase hasta tocar a papá. Eso hubiera sido suficiente para despertar a cualquiera, aunque tuviese el sueño tan profundo como yo.
Me aproximé despacio, para comprobar si Bart estaba fingiendo. Detrás de sus párpados cerrados, los globos de los ojos se movían espasmódicamente, como si estuviese observando un partido de tenis, o tal vez algo más horrible.
—Bart… despierta.
Como si las palabras de papá hubiesen retumbado como un cañonazo junto a su oído, Bart se despertó súbitamente. Se incorporó de un salto, con sus oscuros ojos desorbitados y aterrorizados. Miró fijamente a papá.
—Todavía no son las ocho, hijo. Emma ha preparado un pastel de limón para postre y lo ha dejado en el frigorífico. No me digas que no quieres una porción. Además, la tarde es magnífica. Cuando yo tenía tu edad, pensaba que el crepúsculo era la mejor hora para jugar al aire libre; al escondite, o a las cuatro esquinas…
Bart miró fijamente a papá, como si éste hablase en una lengua extranjera.
—Vamos, Bart, no estés enfurruñado. Yo te quiero, y tu madre te adora. El hecho de que cometas alguna torpeza carece de importancia. Hay otras cosas que cuentan mucho más, como el honor y la dignidad. Deja de tratar de ser lo que no eres. No tienes que pretender ser alguien superespecial, porque, a nuestros ojos, ya lo eres.
Bart siguió sentado en la cama, mirando a papá con hostilidad. ¿Por qué papá no podía ver a mi hermano como lo veía yo? ¿Era posible que un hombre tan inteligente como papá estuviera tan ciego en todo lo referente al chico? ¿Acaso había Bart abierto los ojos cuando mamá estaba en la habitación, para que ella percibiese el odio que se dibujaba en ellos? Mamá vería siempre más allá que papá, aunque él fuese médico.
—El verano está a punto de acabar, Bart. Y otros se comerán los pasteles de limón. Lo que puedes coger hoy, tal vez mañana ya no esté.
¿Por qué se mostraba tan amable con un chico que parecía querer matarle con aquellos ojos como puñales?
Bart siguió sumisamente a papá cuando éste salió del dormitorio, mientras yo hacía de sombra invisible de mi hermano. De pronto, Bart adelantó corriendo a papá, que había llegado al porche posterior, y retrocedió de espaldas hasta que estuvo a punto de caer por la escalera.
—Tú no eres mi padre —espetó, con rabia—, y no puedes engañarme. ¡Me odias y deseas verme muerto!
Papá se sentó pesadamente en un sillón, cerca del que ocupaba mamá, que tenía a Cindy en el regazo. Bart fue a sentarse en el columpio, y agarró con fuerza las cuerdas, como si temiese caer sobre las tablas del suelo.
Todos comimos un pedazo del delicioso pastel de limón de Emma, todos menos Bart, que siguió sentado donde estaba y se negó a moverse. Entonces papá se levantó, diciendo que tenía que examinar a un paciente en el hospital.
Dirigió una mirada preocupada a Bart y susurró a mamá:
—Afróntalo con calma, querida. No estés tan inquieta. No tardaré en volver. Quizá Mary Oberman no sea la psiquiatra más adecuada para Bart, que parece sentir una gran animadversión contra las mujeres. Buscaré otro psiquiatra, un varón. —Se inclinó para besarla. Ella tenía la cara levantada, y oí el suave chasquido de sus labios al encontrarse. Después se miraron a los ojos, y me pregunté qué verían en ellos—. Te quiero, Cathy. Deja de preocuparte. Todo irá bien. Sobreviviremos todos.
—Sí —dijo tristemente ella, con una mirada de duda—, pero no puedo evitar inquietarme por Bart. Le noto tan confuso…
Papá se irguió y dirigió a Bart una mirada severa y escrutadora.
—Sí —dijo con rotundidad—. Es como si luchase también por sobrevivir. Observa con qué fuerza se agarra a las cuerdas, a pesar de estar a menos de tres palmos del suelo. Sencillamente, no confía o no cree en sí mismo. Tengo la impresión de que trata de fortalecerse imaginando que es mayor y más avisado pero no se da cuenta de que así no hallará la seguridad que tanto necesita. Como niño de diez años, se siente perdido. Por tanto, hemos de encontrar a la persona capaz de ayudarle, ya que al parecer nosotros no podemos.
—Conduce con cuidado —dijo ella, como siempre, viéndole partir con los ojos llenos de amor.
Decidido a quedarme para proteger a mamá y Cindy, pugné contra el sueño que empezaba a invadirme. Cada vez que alzaba la mirada veía a Bart en el columpio, con sus ojos oscuros mirando vagamente al vacío, meciéndose levemente, no más de lo que hubiese podido moverle el viento.
—Voy a acostar a Cindy, Jory —dijo mamá. Después llamó a Bart—: Es hora de acostarse. Entraré a verte dentro de unos minutos. Cepíllate los dientes y lávate las manos y la cara. Te hemos guardado una ración de pastel para que la comas antes de lavarte los dientes.
Ninguna respuesta llegó desde el columpio, pero Bart se puso en pie torpemente, se detuvo para mirar sus pies descalzos y volvió a pararse para mirarse las manos, arreglarse el pijama y contemplar el cielo y los montes lejanos. Dentro de la casa, anduvo distraídamente de un lado a otro, levantando un objeto, dándole la vuelta para observar la parte inferior y, depositándolo de nuevo en su sitio. Un barquito veneciano de cristal retuvo su atención por un instante; después pareció quedar petrificado ante una linda bailarina de porcelana. Era una figurita que mamá había regalado al doctor Paul después de casarse con mi padre; en muchos aspectos, esa bailarina debía parecerse a mamá cuando era muy joven.
Cuidadosamente, levantó la delicada figurita con su falda de gasa flotante y sus frágiles y pálidos brazos y piernas. Le dio la vuelta y miró la inscripción del pie. «Limoges» se leía, y yo también la vi. Luego acarició los cabellos dorados recogidos en suaves ondas hacia atrás y sujetos con rositas rojas.
Después, deliberadamente, la dejó caer entre sus dedos. La figura se estampó contra el suelo y se rompió en varios pedazos grandes. Avancé rápidamente, pensando que quizá podría pegarlos de manera que mamá no lo advirtiese. Pero Bart pisoteó la cabeza de la bailarina y la hizo añicos.
—¡Bart! —exclamé—. ¡Eres un bruto! ¿Qué has hecho? Sabes que mamá apreciaba mucho esa figurita. No debiste hacerlo.
—¡No me ordenes qué debo y qué no debo hacer! Déjame en paz y no menciones lo que acabas de ver. Ha sido un accidente, chico, un accidente.
¿De quién era esa voz? No era la de Bart. De nuevo estaba representando el papel de aquel viejo. Me apresuré a buscar una escoba y un cubo para recoger los pedazos de lo que había sido una deliciosa bailarina, confiando en que mamá no advirtiese su falta en el estante.
Cuando hube acabado, encontré a Bart observando maliciosamente a mamá, que tenía a Cindy sentada sobre sus rodillas y la estaba peinando.
Cuando mamá levantó la cabeza y se percató de que Bart la estaba mirando, percibí que palidecía y forzaba una sonrisa, pero notó algo en él que hizo que su sonrisa se extinguiese incluso antes de manifestarse.
Con la rapidez del rayo, Bart corrió y arrancó a Cindy de la falda de mamá. Cindy chilló al caer al suelo, pero se puso en pie enseguida y empezó a sollozar. Corrió hacia mamá, la cual la cogió de nuevo en brazos y se irguió ante Bart.
—Bart, ¿por qué lo has hecho?
Él se quedó plantado, con las piernas separadas y mirándola ceñudo. Después salió de la habitación, sin volver la vista.
—Mamá —dije, mientras ella consolaba a Cindy y la metía en la cama—, Bart está muy mal de la cabeza. Deja que papá lo lleve a todos los psiquiatras que quiera, pero haz que se quede aquí hasta que se haya curado.
Oí que lloraba, pero tardó un rato en romper en sollozos.
Entonces me correspondió a mí consolarla. Mientras la abrazaba, me sentí adulto y responsable.
—Jory, Jory —gimió, aferrándose a mí—, ¿por qué me odia Bart? ¿Qué le he hecho yo?
¿Qué podía decirle? Yo no sabía nada.
—Quizá deberías procurar averiguar por qué es Bart tan diferente a mí; yo preferiría morir antes de hacerte desgraciada.
Me abrazó y se quedó mirando al vacío.
—Jory, mi vida ha sido una serie continua de obstáculos. Tengo la impresión de que, si algún otro hecho horrible sucede, enloqueceré, y no puedo permitir que tal cosa ocurra. La gente es muy complicada, Jory, sobre todo los adultos. Cuando yo tenía diez años, solía pensar que todo era fácil para los adultos, ya que tenían poder y derecho a hacer lo que quisieran. Nunca sospeché que la labor de los padres resultase tan difícil. No lo digo por ti, querido, no por ti…
Yo sabía que su vida había estado llena de acontecimientos tristes. Había perdido a sus padres y después a Cory, Carrie, mi padre y su segundo marido.
—El hijo de la venganza —murmuró, como hablando consigo misma—. Mientras estuve encinta de Bart, sufrí al sentirme culpable. Quería muchísimo a su padre… y, en cierta manera, contribuí a su muerte.
—Mamá —dije, con súbita inspiración—, tal vez Bart nota ese sentimiento de culpa cuando le miras, ¿no crees?